JUAN BAUTISTA FUENTES - Intencionalidad, Significado y Representación en La Encrucijada de Las Ciencias Sociales

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Estudios de Psicología Studies in Psychology

ISSN: 0210-9395 (Print) 1579-3699 (Online) Journal homepage: http://www.tandfonline.com/loi/redp20

Intencionalidad, significado y representación en la encrucijada de las “ciencias” del conocimiento Juan Bautista Fuentes To cite this article: Juan Bautista Fuentes (2003) Intencionalidad, significado y representación en la encrucijada de las “ciencias” del conocimiento, Estudios de Psicología, 24:1, 33-90 To link to this article: http://dx.doi.org/10.1174/021093903321329076

Published online: 23 Jan 2014.

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Intencionalidad, significado y representación en la encrucijada de las “ciencias” del conocimiento JUAN BAUTISTA FUENTES Universidad Complutense de Madrid

Resumen Este trabajo pretende llevar a cabo una discusión crítica de los conceptos de “intencionalidad”, “significado” y “representación” a través de la consideración del conjunto polémico formado por las principales alternativas que en la actualidad están en juego sobre estos tópicos, y por tanto procurando hacerse cargo de la unidad polémica de sentido del debate actual sobre dichas cuestiones. Para ello, se propone una caracterización fenoménicooperatoria y constructivista de aquellos tres conceptos en los ámbitos zoológico y antropológico que pueda servir como crítica de las siguientes alternativas: (a) la concepción dualista-representacionaldel conocimiento, (b) el fisicalismo positivista, (c) el relativismo sociologista de corte pragmatista y (d) el proyecto de naturalización de la epistemología en clave evolucionista. Palabras clave: Intencionalidad, significado, representación, fenoménico, operaciones, constructivismo, dualismo representacional, fisicalismo, relativismo sociologista, pragmatismo, epistemología naturalizada, zoológico, antropológico.

Intentionality, meaning, and representation at the crossroad of cognitive “sciences” Abstract This work seeks to carry out a critical discussion of the concepts of “intentionality”, “meaning” and “representation” by pondering on the polemical whole, made up of the main alternatives currently being considered about these topics, and thereupon trying to understand the polemical unity of sense in the ongoing debate about such issues. In order to do so, a constructivist and a phenomenon-operation-basedcharacterization of the former three concepts is proposed within the zoological and anthropological spheres. The aim is that it may serve as a critique of the following alternatives: (a) a representational dualist conception of cognisance, (b) a positivist physicalism, (c) a pragmatic sociologistical relativism, and (d) a naturalized epistemology project from an evolutionary perspective. Keywords: Intentionality, meaning, representation, phenomenic, operations, constructivism, dualism, representational, physicalism, sociologistical relativism, pragmatism, naturalized epistemology, zoological, anthropological.

Correspondencia con el autor: Sec. Dptal. de Psicología Básica-II (Procesos Cognitivos). Facultad de Filosofía (Edif. B). Universidad Complutense. Ciudad Universitaria s/n. 28040 Madrid. Tf. y Fax: 91-394.60.18.Correo electrónico: [email protected] Original recibido: Noviembre, 2002. Aceptado: Diciembre, 2002. © 2003 by Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 0210-9395

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0. Presentación La revista Estudios de Psicología ha tenido a bien hacerme, a través de su director, una amable invitación para que lleve a cabo una discusión crítica de los conceptos de “significado” y “representación” con la vista puesta especialmente en el conjunto polémico formado por las principales alternativas que en la actualidad están en juego sobre estos tópicos, esto es, procurando recoger y hacerme cargo, en lo posible, de la unidad polémica de sentido del debate actual sobre dichas cuestiones, y de hacerlo así en el contexto de los números monográficos que esta Revista ha dedicado al debate sobre las mismas. Por mi parte, en efecto, supongo que criticar es esencialmente discernir, y que discernir implica ante todo clasificar y comparar puntos de vista polémicamente puestos. Ahora bien, ningún ensayo de discernimiento puede estar hecho, a su vez, desde fuera del sistema polémico formado por el conjunto de las alternativas que se pretenden discernir o criticar, sino que por el contrario debe formar parte, siquiera de algún modo, de dicho sistema, como una alternativa más, aun cuando esta alternativa pueda, y aun se diría que deba, pretender en lo posible alzarse argumentalmente como el punto de vista capaz de reconstruir críticamente el conjunto de alternativas criticadas. Por esta razón, yo al menos no puedo ensayar la crítica que se me solicita si no es exponiendo por mi parte mi propio punto de vista, esto es, ofreciendo aquí una construcción de mi propia concepción sobre las mencionadas ideas, de forma que, no siendo ajena dicha construcción al sistema polémico formado por las alternativas que pretende criticar, pueda por ello mostrar su capacidad argumental para llevar a cabo la clasificació n y la reconstrucción críticas que pretende. Sólo de este modo me parece que el trabajo que sigue podrá básicamente satisfacer el requisito principal que de él se espera, y a la vez hacerlo, como creo que no puede ser de otro modo, desde algún determinado punto de vista mínimamente elaborado. Ahora bien, contando con la necesidad de exponer y construir mi propio punto de vista a través de la consideración de sistema polémico formado por las principales alternativas vigentes tal y como éstas pueden ser percibidas y estimadas por dicha construcción, todavía cabría llevar a cabo esta tarea en el contexto del presente monográfico, según creo, de dos maneras diferentes. O bien limitándome a realizar dicha discusión crítica “en general”, o sea, tomando a las que mi construcción pueda estimar como las principales alternativas polémicas sólo en cuanto que alternativas “lógicas” disponibles, o bien entrando además a considerar y discutir el contenido concreto de cada uno de los trabajos que, junto con el mío, forman parte de este monográfico. Pues bien: contando, como digo, con la necesidad de construir mi propio punto de vista en el sentido indicado, y dada la indudable complejidad argumental concreta de cada uno de dichos trabajos, la segunda opción me obligaba a realizar uno cuya extensión desbordaba inevitablemente los límites exigibles a un artículo como el presente, al menos si es que no quería incurrir en la descortesía de no tratar con el mínimo de justicia que sin duda requieren, por su complejidad argumental concreta, cada uno de los mencionados trabajos. Así pues, he optado por la primera posibilidad, sin duda más limitada en cuanto que circunscrita a mi propio punto de vista y a la vez más “general” en el sentido indicado, lo que no quiere decir, o al menos eso es lo que espero, que el lector no pueda reconocer contenidos fundamentales de los diversos trabajos que componen este monográfico en el sistema de alternativas que aquí construyo, y ello en la medida en que, como quisiera, dicho sistema llegue a ser mínimamente representativo del debate efectivamente vigente sobre los mencionados tópicos, del cual debate constituye sin duda una muestra significativa el conjunto de los trabajos diversos que figuran en el presente monográ-

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fico. A lo sumo, iré mencionando, al compás del desarrollo de mi construcción, ciertos contenidos de algunos de los susodichos trabajos, tomados dichos contenidos más bien globalmente, en la medida en pueda considerarlos como muestras representativas de diversos aspectos de las distintas alternativas que aquí voy a intentar reconstruir críticamente. Pues bien: expuesto, de momento, de un modo meramente esquemático y preliminar, el sistema de alternativas que voy a intentar ordenar y reconstruir críticamente podría esbozarse como sigue: Seguramente la primera y principal alternativa que en torno a estas cuestiones, así como en general en torno al “problema del conocimiento”, se nos abre –al menos a partir del horizonte de la modernidad– es la que consiste en la oposición entre una concepción “dualista representacional” y una concepción “fenoménica” y “operatoria” del conocimiento. Las concepciones de factura dualista-representacional se encuentran ciertamente presentes en la mayoría de las alternativas doctrinales vigentes (de hecho, en su casi práctica totalidad), aun cuando dicho dualismo acarree, a mi juicio, por las razones que veremos, una cadena de paradojas y aporías insoslayables que considero que sólo pueden ser sorteadas de raíz adoptando un punto de vista netamente fenoménico y operatorio. Ahora bien, como también veremos, la concepción dualista-representacional no sólo puede aliarse, de un lado, con el “fisicalismo” (“metodológico” o “temático”) –como veremos que ocurre en el caso de los diversos conductismos y en el del cognitivismo computacional–, dando lugar a una suerte de “realismo positivista” epistemológico ingenuo o acrítico, sino que también es susceptible de aliarse, de otro lado, con las perspectivas de factura “pragmática” que por su parte pretenden alzarse frente a dicho realismo positivista, esta vez más bien bajo la forma de un “sociologismo mentalista” que da pie a toda clase de “relativismos sociologistas”. Así pues, como intentaré demostrar, el único modo de desactivar esta doble posible alianza del dualismo representacional será adoptar un punto de vista radicalmente fenoménico y operatorio del conocimiento, puesto que sólo dicho punto de vista puede desenvolverse como un genuino “constructivismo”, o sea, un “constructivismo operatorio” capaz de desprenderse de todo realismo ingenuo o positivista así como de todo pragmatismo meramente relativista. Ahora bien, una concepción constructivista y operatorio-fenoménica del conocimiento puede cursar todavía aliada bien con la perspectiva del proyecto de “naturalizar” la epistemología en clave “evolucionista”, o bien con un punto que vista alternativo que, sin perjuicio de reconocer la génesis biológica de las formas antropológicas del conocimiento, recuse sin embargo la comunidad estructural entre dichas formas y las formas biológicas del mismo. Es esta segunda alternativa la que voy a ensayar aquí como crítica de todo proyecto de “naturalización evolucionista” de la “epistemología”, y en particular como crítica de dicho proyecto cuando él pretende, aliado con una concepción constructivista, abrirse paso justamente como una vía intermedia adecuada entre las alternativas positivista y pragmatista. Así pues, al objeto de ensayar la reconstrucción crítica que acabo de esbozar, en este trabajo voy a proceder como sigue. En primer lugar, y debiendo movernos de entrada en el contexto zoológico, voy a construir una idea fenoménicooperatoria y constructivista de la conducta y el conocimiento, así como de los conceptos de “intencionalidad”, “significado” y “representación” pertinentes en dicho contexto, que nos permita desvelar los que considero los límites de la concepción dualista representacional de estos tópicos y de las diversas concepciones fiscalistas y positivistas de los mismos que pueden derivarse de dicha concepción. Y en segundo lugar ensayaré la construcción de la modulación específica, a mi juicio no reductible al contexto zoológico, que considero que debe adoptar

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una concepción fenoménico-operatoria y constructivista del conocimiento en el contexto antropológico, así como de los conceptos de “intencionalidad”, “significado” y “representación” pertinentes en dicho contexto, al objeto de poder asimismo desvelar las que estimo como las principales insuficiencias de la concepción dualista representacional en este ámbito, así como de las diversas alianzas que cabe detectar entre dicha concepción con el fisicalismo positivista por un lado y con el relativismo sociologista pragmatista por otro. 1. “Intencionalidad”, “significado” y “representación” en el contexto de la conducta zoológica 1. El origen de las “cuestiones psicológicas” en el seno de la fisiología experimental: Estatuto y alcance de las correlaciones psico-físicas y el significado crucial de las constancias perceptivas Al objeto de ir al núcleo de la cuestión que aquí quiero afrontar, he de comenzar por considerar el modo como las “cuestiones psicológicas” se presentan como un contenido temático insoslayable en el desarrollo de la fisiología experimental, así como el sentido y alcance que dicha presencia tiene cuando contrastamos precisamente el caso de la fisiología con el de las ciencias fisicalistas estrictas. Pues suponemos, en efecto, de entrada, partiendo de una concepción constructivista y operatoria de las propias ciencias, que las construcciones cognoscitivas de las mismas tienen lugar genética o etiológicamente a partir de la experiencia operatoria de sus agentes (humanos), a la vez que dichas experiencias operatorias han de quedar de algún modo estructuralmente segregadas o neutralizadas en sus resultados en cuanto que objetivos, esto es, en las construcciones relativas a las propiedades y relaciones fisicalistas de los contenidos de sus campos temáticos1. Y entendemos, a su vez, que dicha segregación o neutralización estructural de las imprescindibles experiencias operatorias genéticas no puede tener lugar de cualquier modo, sino precisamente a partir de la construcción interpuesta de un determinado tipo de aparatos, los cuales no deben ser vistos meramente de un modo instrumental, como meros “medios” o “instrumentos” de medida fisicalista, sino antes bien como contextos determinantes en donde, dado su funcionamiento automático, se hace formalmente posible la construcción de las verdades objetivas de las ciencias relativas a las propiedades y relaciones fisicalistas de su campos temáticos –de suerte que sólo por esto pueden funcionar a su vez como “instrumentos de medida fisicalista”. Dichos aparatos por ello, y sin perjuicio de los automatismos que formalmente incorporan, deben ser susceptibles a su vez de un control experimental que habrá de incluir una (nueva) clase de operaciones y observaciones realizadas por agentes o sujetos orgánicos (los científicos) relativas a dichos aparatos, y muy especialmente relativas a los diversos tipos de “pantallas de escala métrica puntuada” que dichos aparatos formalmente incorporan y ensamblan con el resto de su funcionamiento (automático). De este modo, la propia independencia estructural de las propiedades y relaciones objetivas fisicalistas construidas por las ciencias con respecto a las operaciones y observaciones de los científicos requiere de la presencia de aquel tipo específico de observaciones operatorias de control experimental-artefactual sin las cuales ni siquiera sería posible construir dicha segregación o independencia. Pero, en todo caso, es gracias a dicha construcción formalmente artefactual como las efectivas ciencias pueden construir sus resultados objetivos y fisicalistas –objetivos en cuanto que fisicalistas– que segregan estructuralmente la experiencia operatoria que ha debido estar genéticamente presente en la construcción2.

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Así pues, en las genuinas ciencias fisicalistas –objetivas en cuanto que fisicalistas– la experiencia operatoria (de los agentes científicos) debe sin duda estar presente sólo por lo toca a su “costado genético o etiológico constructivo”, no ya por lo que respecta a su “costado temático”, del cual han de quedar estructuralmente segregadas, del modo como hemos apuntado, aquellas experiencias operatorias genéticas constructivas. Muy diferente es sin embargo el caso ya de la propia fisiología, y en general de toda la biología que trate con organismos cognoscitivos y conductuales, pues aquí las “cuestiones psicológicas”, es decir, las relativas a las experiencias operatorias mismas de los propios organismos conductuales sujetos a estudio, se presentan como ineludible contenido formalmente temático del campo de dicha ciencia, desde el momento en efecto en que no puede dejar de constatarse que dichos organismos se vinculan cognoscitivamente con los “alrededores” de su medio entorno vital físico como un momento insoslayable de su funcionamiento adaptativo viviente global o integral. Y ésta es sin duda la razón por la que fue la propia fisiología la que, con entera anterioridad (temporal y lógica) a la aparición de todo proyecto de formación de “la Psicología” como pretendida ciencia con un campo propio, debió comenzar a trabajar experimentalmente con las “correlaciones psicofísicas” como un contenido formalmente interno de su propio campo, es decir, la que debió comenzar a averiguar el tipo y el sentido de las relaciones entre los logros cognoscitivos que los organismos pueden alcanzar respecto de determinados sectores o regiones de su medio entorno vital físico y los valores fisicalistas de dicho medio que podían ser cognoscitivamente alcanzados. Para alcanzar a construir dichas co-relaciones era preciso, pues, que los agentes científicos procedieran, de un lado, (i) a construir experimentalmente aquellos valores fisicalistas del medio entorno que cupiese apreciar que el organismo puede alcanzar cognoscitivamente, para lo cual sin duda deberían disponer, como para la construcción en general de todo contenido fisicalista según hemos visto, de los aparatos capaces de construir y medir dichos valores fisicalistas, a la vez que, y por otro lado, (ii) deberían no dejar de contar, asimismo de un modo constructivo y experimental, con las observaciones o percepciones del organismo estudiado, así como con las suyas propias en cuanto que éstas, pudiendo engranar de algún modo con aquellas, pudieran establecerlas o reconocerlas, de forma que (iii) pudieran establecerse o construirse las oportunas co-relaciones psico-físicas entre ambos “costados” de la construcción. Pues bien: para alcanzar una comprensión adecuada del significado y alcance de la investigación psico-física es menester atenernos no ya, o no ya sólo, a las primeras correlaciones descubiertas por Weber y ulteriormente generalizadas por Fechner, sino también, y sobre todo, a los ulteriores hallazgos experimentales, cada vez más reiterados y generalizados, realizados ya primero por Fechner y luego continuados por una tradición psico-física crucial, a saber, la que sigue con Hering, pasa por la escuela de Gotinga de G. E. Müller mediante sus discípulos Jaensch, Katz y Rubin, continúa a través de las diversas “psicologías del acto” y muy especialmente en el laboratorio de Stumpf, y acaba cristalizando en la escuela de la Gestalt. Nos referimos ciertamente al hallazgo de las “constancias perceptivas”. Los primeros descubrimientos (en cierto modo laterales o accidentales) de Weber, tal y como fueron ulteriormente generalizados por Fechner, pueden sin duda esquematizarse como sigue: Las diferencias en la cualidades subjetivamente observables respecto de determinados valores o propiedades fisicalistas cambiantes de los objetos podían (i) concebirse como “diferencias mínimas perceptibles” (d.m.p.) y (ii) a su vez ordenarse en una serie numérica ordinal, y (iii) de este modo comprobarse experimentalmente que (dentro de ciertos parámetros y umbrales

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fisicalistas) dichas “d.m.p.” correlacionaban con la razón o proporción entre el incremento de una magnitud fisicalista (relativa al objeto físico sometido a estimación perceptiva) y la magnitud físicalista “base” o “estándar” en cada correlación. Ahora bien, la cuestión es que al menos en el caso de los primeras correlaciones descubiertas por Weber, la fuente fisicalista de la estimulación puede coincidir –aun cuando, como ahora veremos, es preciso que no en todo momento coincida– con la efectiva estimulación fisicalista proximal que actúa por contacto físico con los tejidos receptores (por ejemplo, en la estimación subjetiva de la “pesantez” en correlación con las propiedades fisicalistas de “peso” de los objetos que pueden estar en contacto con la musculatura manual). Bajo semejantes condiciones (parámetros) experimentales, o sea, en cuanto que las fuentes fisicalistas de estimulación pueden coincidir con las efectivas estimulaciones fisicalistas proximales, se restringe significativamente –aunque no se segrega por completo– el margen para el hallazgo y tratamiento adecuado de las “constancias perceptivas”, un margen éste que sin embargo vamos recuperando según vamos trabajando, como de hecho fue haciendo la tradición antes mencionada, con regiones y propiedades fisicalistas de contraste (con las cualidades perceptivas subjetivamente observadas respecto de dichas regiones) que, en cuanto que fuentes fisicalistas de estimulación, ya no coinciden (en ningún momento) con las efectivas estimulaciones fisicalistas proximales, sino que figuran como fuentes fisicalistas remotas o lejanas con respecto al cuerpo del organismo y por tanto con respecto a las efectivas estimulaciones fisicalistas proximales del organismo que de aquellas fuentes provienen. Pues resulta, en efecto, de todo punto esencial distinguir entre las “fuentes fisicalistas de estimulación” y la efectiva “estimulación fisicalista” que, sin duda, no puede actuar de otro modo mas que proximalmente, esto es, por contacto físico con algún receptor orgánico: en rigor, no hay, en efecto, otra clase de estímulos más que los “estímulos fisicalistas proximales”, esto es, los patrones energéticos fisicalistas (físicos, mecánicos, eléctricos, términos, químicos...) que inciden por contacto físico sobre algún receptor. De ahí precisamente que se deba distinguir el caso en el que las fuentes fisicalistas de estimulación puedan coincidir con los efectivos estímulos fisicalistas proximales y el caso en el que dichas fuentes deban no coincidir, en cuanto que permanecen remotas, con dichos estímulos fisicalistas proximales. Sólo en este segundo caso se hace posible la vida psíquica, esto es, la vinculación cognoscitiva del organismo con los alrededores ambientales remotos en cuanto que permanecen remotos, mientras que en el primer caso quedan inevitablemente anegadas las condiciones para dicha vinculación psíquica o cognoscitiva. Se comprende, entonces, en efecto, que fuera sólo trabajando con fuentes fisicalistas remotas de estimulación (fisicalista proximal), como valores fisicalistas de contraste con las percepciones subjetivas relativas precisamente a dichas fuentes fisicalistas remotas, como pudieron irse descubriendo y tratando experimentalmente las constancias preceptivas. Esto es –por exponerlo de la manera más general y esquemática–, ese decisivo hallazgo según el cual se comprobaba que: (i) las cualidades subjetivamente observadas relativas a los objetos físicos distantes –por ejemplo, el tamaño o la forma observados de un objeto– correlacionan, en alto grado y predominantemente, si bien nunca de manera perfecta, precisamente con las propiedades fisicalistas construidas y sujetas a medida (por el experimentador) de los objetos remotos –el tamaño o la forma física medidos–, y (ii) por tanto con (relativa) independencia, o haciendo (relativamente) abstracción, de la variabilidad de estimulación proximal fisicalista que incide sobre el receptor –por ejemplo, el tamaño o la forma física de la imagen retiniana–. Una mirada atenta a las características de las constancias perceptivas nos permite apresar, por así decirlo, el “secreto” del núcleo mismo de la vida psíquica, o

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sea, de la vinculación cognoscitiva de los organismos con su entorno. Pues apresamos dicho secreto, en efecto, cuando entendemos toda posible actividad sensorial mediante el principio de las constancias perceptivas, incluyendo también, por tanto, aquellos posibles casos (límite) en donde, como por ejemplo vimos que ocurría en algunas de primeras correlaciones psicofísicas de Weber, las fuentes (fisicalistas) de estimulación pueden coincidir –aunque ya decíamos que no necesariamente en todo momento– con las propias estimulaciones (fisicalistas) proximales (como en el caso, por ejemplo, del cuerpo pesado en contacto con la mano del observador que estima o “sopesa” subjetivamente su “pesantez”). También estos casos, y en cuanto que todavía quepa hablar de sensación de alguna cualidad percibida, deberá seguirse dando alguna constancia perceptiva, por mínima y relativa que ésta sea, respecto de propiedades fisicalistas remotas: siquiera sean, en efecto, las propiedades remotas en cuanto que re-movidas, o re-movibles, por los movimientos del organismo, movimientos que de este modo abren el margen mínimo de variabilidad de estimulación proximal como para que de este modo pueda “fijarse” o “estabilizarse” o “enfocarse” alguna mínima “constancia perceptiva”, con relativa independencia por tanto, por mínima que ésta sea, con respecto a aquella variabilidad de estimulación proximal –y, de hecho, ya Weber comprobó que los sujetos sólo adquieren y ganan finura perceptivo-discriminativa cuando pueden efectuar movimientos del brazo a la hora de estimar subjetivamente la pesantez. Quiere esto decir entonces algo tan decisivo como lo siguiente: que en los organismos cognoscentes la percepción es indisociable del movimiento (de la actividad motora), tanto como éste es indisociable de aquella. Es decir, que los organismos perceptivos perciben en la medida misma en que mediante sus movimientos pueden variar o modificar, y por tanto re-mover, por mínimamente que sea, las estimulaciones (fisicalistas) proximales mismas que por lo demás no dejan en todo momento de incidir sobre sus receptores, de forma que precisamente puedan lograr “fijar” o “enfocar” alguna estabilización o constancia perceptiva, por mínima que ella sea, respecto de propiedades fisicalistas remotas –en cuanto que precisamente re-movidas por los movimientos. Y esto desde luego, como decíamos, con un alcance general para toda actividad sensorial, es decir, no sólo, desde luego, en el caso eminente de los exteroceptores en cuanto que “tele-ceptores” (o receptores justamente de lo distante), sino también, e incluso, para los casos límite en los que pueden consistir las actividades sensoriales de los propioceptores y aun de los interoceptores –las sensaciones, placenteras o dolorosas, cuya fuente de estimulación es intraorgánica, que también pueden modificarse en su cualidad subjetiva mediante determinados movimientos del organismo. Lo cual asimismo significa que no hay “meras sensaciones” o “sensaciones puras”, esto es, sensaciones que no sean ya percepciones, o sea, que no supongan alguna forma, por elemental que ella fuere, de configuración perceptiva (de carácter gestáltico), justamente el carácter configurado (o gestáltico) que se corresponde con el carácter remoto de las propiedades físicas que son percibidas. Esta decisiva indisociabilidad entre la actividad motora y la perceptiva nos pone en condiciones de advertir (i) tanto que toda configuración perceptiva sólo se logra o alcanza en el curso del movimiento, (ii) como que precisamente dicho movimiento ya es conductual en la medida misma en que se ejecuta o ejercita cognoscitivamente orientado entre medias de las configuraciones perceptivas que a su vez sólo a través suyo se logran. Y es dicha indisociabilidad entre conducta y conocimiento en el sentido indicado la que hace estallar la bi-partición característica del dualismo representacional, según la cual la conducta sería vista como meros movimientos fisicalistas que caerían del lado del presunto mundo físico en sí representado mientras que el conocimiento caería del lado del no menos presunto

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ámbito de la re-presentación en cuanto que yuxtapuesto a aquel presunto mundo representado. Puesto que la conducta, sin dejar de poder darse desde luego mediante la ejecución de movimientos orgánicos, y por tanto también físicos, sólo adquiere su carácter conductual cuando se considera a dichos movimientos como ejecutados entre medias de las configuraciones perceptivas que a su vez sólo a través de dicha conducta se logran o alcanzan. Unas configuraciones y unos movimientos conductuales acompasados éstos que, sin dejar de darse íntegramente en el mismo y único mundo donde a su vez pueden ser construidas (por los agentes científicos) propiedades y relaciones fisicalistas –justamente las que tienen que ver con las condiciones de sostén y de canalización morfofisiológicas y ecológicas de la propia conducta y de la percepción–, no por eso se reducen a dichas propiedades y relaciones fisicalistas, puesto que se mantienen a su propia escala, que es precisamente fenoménica, la escala fenoménica desde la cual el organismo puede variar y reconstruir perceptivoconductualmente sus propias condiciones fisicalistas de sostén y canalizació n morfofisiológicas y ecológicas a las que ha de adaptarse. Ahora bien, para poder alcanzar una comprensión cabal de la diferencia irreductible, a la vez que de la insoslayable relación entre dichos planos fenoménico y fisicalista, diferencias y relaciones éstas en las que lo que se juega es la unidad vital de funcionamiento bio-psico-lógico del organismo, que constituye justamente la cuestión crucial del campo biológico en cuanto que campo bio(psico)lógico, es preciso retrotraernos a la construcción de una teoría lo suficientemente comprensiva y general de los orígenes y de las funciones del conocimiento (y/o de la conducta) en la vida orgánica, una teoría que, en efecto, nos parece que se puede construir haciendo converger el hallazgo psico-físico fundamental de las constancias perceptivas con la teoría del origen trófico del conocimiento en su momento elaborada por el fisiólogo español Ramón Turró. Veamos cómo. 1.2. El origen trófico del conocimiento: La idea de “co-presencia a distancia” como definidora de la escala fenoménica de la conducta y el conocimiento biológicos y la singular dualidad conjugada entre los planos fisicalista y fenoménico en el campo bio(psico)lógico Quiero, en efecto, comenzar por destacar que, de acuerdo con la teoría del origen trófico del conocimiento de Ramón Turró3, la distinción fundamental que debe establecerse en el reino de la vida por lo que toca a la morfología y la función tróficas entre los organismos autótrofos y los heterótrofos resulta ser crítica a la hora de comprender el origen de las funciones cognoscitivas y/o conductuales como unas funciones características precisamente de –al menos parte de– los organismos heterótrofos. Por lo que toca, en efecto, a los organismos autótrofos, la cuestión es que éstos, en cuanto que son capaces de realizar sus funciones tróficas y por tanto metabólicas por fotonsíntesis entre las sustancias inorgánicas que actúan –al menos, con la suficiente frecuencia– por contacto físico con la superficie de sus cuerpos –las moléculas, en efecto, de oxígeno e hidrógeno de la atmósfera, y las de nitrógeno y carbono del subsuelo, las cuales son capaces de sintetizar en las correspondientes macromoléculas de proteínas capaces de nutrirles y de asegurar su metabolismo–, no necesitan de la morfología ni de la función del movimiento local, ni tampoco de sistemas digestivos para realizar sus funciones tróficas. Los organismos heterótrofos, sin embargo, en cuanto que necesitan ingerir sustancias ellas mismas orgánicas (vegetales, animales, o ambas) para cumplir sus funciones tróficas, sustancias que no yacen por lo general y/o con la suficiente frecuencia en contacto con sus cuerpos, sino que por el contrario se encuentran

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remotas respecto de dichos cuerpos, necesitan para cumplir sus funciones tróficas del desarrollo al menos de estos dos tipos de sistemas y funciones, a saber: (i) no sólo de sistemas digestivos de ingestión y digestión de tales sustancias, y de expulsión de los residuos no nutritivos, sino también (ii) de órganos motores de desplazamiento local en el medio capaces de permitirles el recorrido de las distancias físicas que los separan de las sustancias vivientes nutritivas y el apoderamiento de ellas al objeto de poder ingerirlas –y más aún cuando dichas sustancias son a su vez móviles, o sea, asimismo organismos animales o heterótrofos–. Bajo semejantes condiciones bio-ecológicas de presión adaptativa, para aquellos organismos heterótrofos cuyos ambientes físicos se caractericen por una determinada “lejanía” de sus fuentes de alimentación, así como por una determinada “complejidad geográfica” de dichas distancias físicas, “la presencia de lo que está distante respecto del cuerpo del organismo, y precisamente en cuanto que permanece distante” deberá suponer una ventaja adaptativa sin duda crítica. Y en esto consiste justamente el conocimiento como función biológica, o sea, el vínculo observacional o cognoscitivo establecido con los alrededores geográficos: en la presencia de lo remoto (a los propios movimientos corpóreos de desplazamiento local) en cuanto que yace o permanece remoto . Una “presencia” ésta, sin duda, que deberá poder ser proporcional a la capacidad morfológica y funcional de desplazamiento local motor del organismo, en el sentido de que éste deberá poder ser capaz de recorrer las distancias y de apoderarse de los objetos remotos que precisamente pueden estar “presentes” mientras siguen yaciendo a distancia durante el recorrido, de forma que dicho recorrido, y aun apoderamiento, se encuentre cognoscitivamente orientado. A su vez, la única manera de entender, de un modo no metafísico (en este contexto: mentalista), dicha “presencia” de lo remoto en cuanto que permanece remoto es mediante la idea de “co-presencia a distancia” (de lo que permanece físicamente distante): “co-presencia a distancia”, en efecto, entre los diversos sectores o regiones físicos del medio físicamente distantes entre sí, y siempre respecto de los movimientos del organismo en cuanto que a su vez éstos, o sea, sus diversas partes físicas, asimismo físicamente distantes, han de adoptar asimismo la textura de dichas “co-presencias a distancia”. Obsérvese que la idea de “co-presencia a distancia” no significa “acción a distancia”, puesto que dicha “acción” deberá seguirse dando, y en todo momento, por “contigüidad espacial”; pero sí significa, y precisamente a efectos cognoscitivos o perceptivos, “evacuación” de dicha “contigüidad espacial” que por lo demás en todo momento, como digo, deberá seguir dándose. Sólo de este modo, en efecto, podemos definir y caracterizar, con la pulcritud lógica necesaria como para no caer en los embrollos metafísicos (mentalistas) a la postre intransitables por indecidibles, la diferencia y las relaciones entre los planos fenoménico y fisicalista que buscamos precisar. Pues por un lado, en efecto, el plano fenoménico viene dado precisamente por la textura de co-presencias a distancia a cuya escala se dan, indisociablemente acompasados, tanto la conducta como el conocimiento: un organismo conductual y/o cognoscente, en efecto, ejecuta sus movimientos corpóreos de un modo conductual en la medida misma en que dichos movimientos se dan en un ámbito de co-presencias a distancia, y por ello mismo en el seno de figuras ambientales percibidas; y ello tanto como dichas figuras van a su vez alcanzándose y transformándose sólo mediante el ejercicio de dichos movimientos (a su vez co-presentes, como hemos dicho). Así pues, no debemos hablar de “conducta” para referirnos indistintamente a cualesquiera acciones o reacciones corpóreas del organismo, sino solamente cuando sus movimientos se ejecuten en un ámbito de co-presencias a distancia y posean ellos mismos dicha textura copresente. A su vez, y por otro lado, el plano fisicalista se nos

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dibuja en el contexto de las relaciones de “contigüidad espacial” , como relaciones que definen justamente la acción “por contacto” físico (fisicalista), esas relaciones que, como decíamos, hemos de entenderlas actuando en la vida orgánica ininterrumpidamente. Se trata, en efecto, de las relaciones que caracterizan formalmente a las condiciones disposicionales de sostén y de canalización morfofisiológicas de la conducta (y/o el conocimiento), así como a sus condiciones de adaptación físico-ecológica a la que el organismo puja por adaptarse mediante su propia actividad conductual4. Y a este respecto es obligado hacer ciertas precisiones de primera importancia, que afectan, en general, al corazón mismo de los problemas epistemológicos y por ello ontológicos, y que adquieren una relevancia crítica muy especial justamente en el contexto de la bio(psico)logía. El contexto o el plano fisicalista, precisamente en cuanto que contexto que caracteriza formalmente al “mundo físico objetivo” –y objetivo en cuanto que físico– no debe ser entendido como algo pre-supuesto (en el sentido del “prejuicio del mundo” críticamente detectado, y con acierto, por Merleau-Ponty5), sino precisamente como construido, y construido (por los agentes científicos) desde dentro del campo formal de inmanencia de cada ciencia física efectiva (temáticamente fisicalista) a sus diversas escalas categoriales –atómica, molecular, química, mecánica... etcétera–. Una construcción ésta que, como vimos, desplegada genéticamente mediante las experiencias operatorias propias de cada ciencia –que deberán moverse asimismo, como cualesquiera otras operaciones, en el plano fenoménico de las figuras co-presentes a distancia–, necesita sin embargo, y precisamente, para poder llevarse a cabo, de la construcción de determinados aparatos sin los cuales no es posible construir el “mundo físico” –en cada una de sus regiones categoriales científicas–: justamente aquellos aparatos que, según decíamos, a la vez que contienen determinados automatismos en virtud de los cuales pueden construirse contenidos fisicalistas, llevan acoplados a dichos automatismos diversas clases de “pantallas métricas puntuadas” que permiten la lectura y el control experimental de dichos automatismos y por ello de sus contenidos fisicalistas, una lectura y control éstos que a su vez no pueden dejar de seguir siendo fenoménicos –aunque se trate ciertamente de unos fenómenos singulares, tales que es sólo en su respecto formalmente artefactual como forman parte interna y formal del campo de cada ciencia 6. Así pues, si podemos hablar con sentido de un “mundo físico objetivo” no es desde luego desde ninguna presuposición (dualista representacional) relativa a dicho mundo, sino justamente a partir de las efectivas construcciones fisicalistas objetivas internas al campo de inmanencia de cada ciencia física (temáticamente fisicalista)7. Pues bien, por lo que respecta al campo de la bio(psico)logía, la cuestión de las relaciones entre los planos fenoménico y fisicalista adquiere sin duda aquí un eminente alcance crítico. Pues en este contexto hemos sin duda de reconocer que el estrato fisicalista caracteriza, como decíamos, a las condiciones disposicionales morfofisiológicas y ecofísicas de adaptación de los organismos; ahora bien, se trata de unas condiciones que, siéndolo de la conducta, en cuanto que condiciones suyas fisicalistas de sostén y/o de canalización y de adaptación ecológica, son a su vez activamente alteradas y reconstruidas por la propia conducta fenoménica (por su propio “uso conductual”) en la vida adaptativa del organismo. A este respecto, entonces, es fundamental apreciar que (i) dichos contenidos fisicalistas, en cuanto que formalmente fisicalistas, son construidos no ya por el propio organismo que figura como contenido temático del campo, sino sólo y precisamente por los agentes científicos que construyen o conocen el campo, y ello sin prejuicio de que (ii) debamos a su vez reconocer, y como un contenido crítico de dicho campo, que es el organismo el que comportándose fenoménicamente puede variar y reconstruir sus pro-

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pias condiciones fisicalistas, morfofisiológicas y ecológicas, o sea, esas condiciones que, no él, pero sí nosotros, podemos y debemos conocer (construir). No debemos, en efecto, atribuir a los organismos bio(psico)lógicos, y precisamente en cuanto que formalmente bio(psico)lógicos u orgánicos, las capacidades de construcción del “mundo fisicalista objetivo” que sin embargo hemos de reconocer a los agentes científicos que construyen el campo en el que figuran dichos organismos. Así, por ejemplo, no deberemos atribuir a la conducta de comer de un organismo, en cuanto que la contemplamos desde el punto de vista de su ejercicio fenoménico, el objetivo o la meta de aportarse determinadas sustancias químicas nutritivas (fisicalistas) –pongamos: hidratos de carbono, proteínas, o vitaminas–, objetivo éste que el organismo ni conoce ni puede conocer, sino que deberemos entenderla solamente en función de la satisfacción de un deseo (fenoménico), y ello sin perjuicio, a su vez, de que debamos ser “nosotros” (los agentes científicos) quienes podamos y debamos conocer la función fisicalista objetiva (fisiológica) que se cumple a través de la experiencia subjetiva fenoménica de satisfacción. Y todo ello, a su vez, como decíamos, sin que deba dejar de formar parte del campo en cuestión el (re)conocimiento por “nuestra parte” de que es precisamente mediante el ejercicio fenoménico de su conducta como el organismo altera y reconstruye esas condiciones fisicalistas suyas que él ni conoce ni puede conocer, pero nosotros sí. Por poner otro ejemplo: en el caso de los experimentos psicofísicos –pongamos: en algunos de los primeros hallazgos de Weber relativos a la correlación entre “peso” y “pesantez”– no es precisamente el sujeto experimental en cuanto que sujeto formalmente orgánico quien puede conocer la cantidad física (fisicalista) de “peso” que sin embargo estima o sopesa subjetivamente como “pesantez”, ni tampoco, por cierto, el propio experimentador en cuanto que sujeto asimismo orgánico, sino sólo éste, pero formalmente a través de aparatos tales como pesos o balanzas –y a su vez a través de la lectura (asimismo fenoménica) de las escalas métricas puntuadas que llevan acoplados tales aparatos–. Así pues, la clave y la complejidad del campo bio-psico-lógico reside en esta necesidad suya de construir la singular dualidad conjugada entre los planos fisicalista y fenoménico en el sentido indicado, esto es: debiéndose (i) construir, por parte de los agentes científicos, unas condiciones biofísicas (fisicalistas) de adaptación que (ii) son activamente modificadas y reconstruidas mediante el ejercicio (fenoménico) de la conducta, y de suerte que (iii) ni dichas condiciones ni su modificación por medio de la conducta, en cuanto que formalmente fisicalistas, son orgánicamente accesibles a las conductas fenoménicas del organismo sujeto de estudio, aun cuando sí han de serlo, pero tampoco orgánicamente, sino artefactualmente, para el campo científico en cuestión (para sus agentes científicos). De aquí, en efecto, la necesidad crítica de contar con una concepción adecuada tanto de la dualidad irreductible como de la conjugación obligada entre ambos planos (fenoménico y fisicalista), concepción ésta que nos parece que sólo es posible cuando se entiende a dichos planos en los términos aquí propuestos de relaciones de “contigüidad espacial” y de relaciones de “co-presencia a distancia”. Pues dichos conceptos están en efecto “tallados” de manera que sin reducirse mutuamente, puedan a su vez conjugarse. Así ocurre ciertamente en la medida en que ambos conceptos constituyen dos modulaciones de la “idea de espacio” que, en vez de operar, como ocurre con el paradigma (por antonomasia, cartesiano) de la concepción dualista representacional, por yuxtaposición incomunicable entre la idea (sustancialista o metafísica) de una “res extensa” y la idea (no menos sustancialista o metafísica) de otra “res” definida por la simple negación abstracta de la primera como “res in-extensa”, opera sin embargo de modo que los dos tipos de relaciones por ellas contempladas –las de “contigüidad espacial” y las de “co-

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presencia a distancia”– puedan considerarse como mutuamente infiltradas o intercaladas sin reducirse por ello mutuamente. Es decir, en cuanto que (i) las relaciones de “co-presencia a distancia” se conciben por “evacuación” o “privación” (no ya por mera negación abstracta) de las relaciones de contigüidad espacial en la medida en que se las considera a su vez ya infiltradas en, y por ello posibilitadas por, dichas relaciones de contigüidad espacial –en cuanto que, en efecto, las co-presencias a distancia sólo pueden darse entre partes físicamente distantes y por ello “rellenables” por contigüidad espacial–; y ello tanto como, a su vez, (ii) entendemos que las relaciones de “contigüidad espacial” sólo pueden ser construidas mediante “segregación”, por neutralización mutua, de unas relaciones de co-presencia a distancia que por su parte hemos podido llegar a reconocer como posibilitadas, en cuanto que infiltradas, por dichas relaciones de contigüidad espacial. Expresado en términos más intuitivos: en cuanto que podemos reconocer que las figuras ecológicas percibidas, como co-presencias a distancia, lo son del medio ambiente físico mismo, o sea, no dejan de ser el medio físico mismo, pero en cuanto que susceptible de presentarse (a los movimientos orgánicos) en disposición flexible en cuanto que co-presencias a distancia entre lo que se encuentra físicamente distante, una disposición flexible ésta que precisamente hace posible el juego conductual de alterarlo y reconstruirlo mediante los movimientos conductuales –los cuales, a su vez, y “llegado el caso”, es decir, dado un determinado desarrollo histórico de las técnicas productivas etiológicamente antropológicas, podrán construir, sólo mediante determinados aparatos, y no ya de un modo formalmente orgánico, aquellas relaciones fisicalistas de contigüidad espacial en las que cabe reconocer que ha quedado segregadas, por neutralización mutua, las co-presencias fenoménicas que en principio comparten todos los organismos conductuales. De ahí, a su vez, que sólo una concepción fenoménica de la conducta y del conocimiento pueda ser lógicamente solidaria de una concepción genuinamente constructivista de los mismos. Pues sólo la “disposición flexible” de las co-presencias a distancia mediante la que se hace fenoménicamente accesible ese medio que podemos llegar a reconocer (artefactualmente) como medio físico (fisicalista) hace posible o “abre el juego” para la variación o alteración constructiva mediante la conducta de las figuras co-presentes entre las que ella se mueve –y “llegado el caso”, como decíamos, para la construcción artefactual misma del “mundo físico” y, por tanto, como un estrato suyo, del “medio físico ecológico” de los organismos. Así pues, y en resolución, esta doble condición, a saber: (i) el carácter indisociablemente acompasado de la conducta y el conocimiento orgánicos en cuanto que dados ambos en el plano fenoménico, y, (ii) la dualidad irreductible, a la vez que conjugable, entre los planos fenoménico y fisicalista en cuanto que constituye el juego mismo de la unidad vital del funcionamiento orgánico, nos ponen en condiciones, respectivamente, en primer lugar, (i) de poder sortear de raíz y remontar el dualismo representacional a la hora de entender a la conducta y al conocimiento, pero también, y en segundo lugar, (ii) de no poder dejar de reconocer la dualidad conjugada en la que efectivamente se resuelve la unidad vital del funcionamiento orgánico, una dualidad conjugada ésta en la que sin duda reside la singularidad ontológica de los organismos vivientes conductuales y que por ello constituye el “nudo” mismo del campo de la biología en cuanto que campo bio-psico-lógico. Pues bien: de acuerdo con la concepción fenoménica de la conducta aquí expuesta, y sin perder de vista su dualidad conjugada con sus condiciones fisicalistas morfofisiológicas y ecológicas, quiero traer a colación ahora ciertas características definitorias y críticas de la conducta que sólo se nos muestran con nitidez conceptual cuando consideramos ésta a su nivel formalmente fenoménico, y que en todo caso fueron ya advertidas y exploradas de distintos modos por algunas

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escuelas clásicas de pensamiento psicológico tan relevantes como la escuela (clásica) de la Gestalt y la tradición del funcionalismo bio-psico-lógico norteamericano de las primeras décadas del siglo XX. Veamos. 1.3. La confluencia entre el concepto gestaltista de “trasposición” y el concepto funcionalista de “funcionamiento vicario” como características definitorias de la conducta a su nivel formalmente fenoménico Comenzaré, en efecto, por poner de manifiesto la profunda afinidad conceptual que me parece que cabe apreciar entre el concepto de “funcionamiento vicario”, tal y como fue manejado por la tradición del funcionalismo biopsicológico norteamericano, y el concepto de “trasposición” sobre el que en buena medida giró la experimentación y la concepción psicológicas de la escuela clásica de la Gestalt. Para ello, he de comenzar por considerar, siquiera muy esquemáticamente, el núcleo conceptual mismo de la concepción gestáltica de la vida psíquica. Como es sabido, para la escuela (clásica) de la Gestalt8 la vida psíquica se ofrece como un continuo de configuraciones significativas segmentadas cada una de las cuales tiene las propiedades de una “Gestalt” (“configuración”, “forma”, “estructura”), esto es, una “totalidad internamente estructurada” según las “relaciones formales” entre sus “partes formales”, en cuanto dichas partes se dibujan o definen a la escala de las relaciones formales entre ellas. Lo cual quiere decir que, respecto de cada totalidad formal de referencia deberá haber, además de las partes formales definidas en función de sus relaciones formales, asimismo “partes” o “ingredientes” “materiales” que resulten mutuamente intersustituibles respecto de las relaciones formales sin que por ello se pierda, sino que siga manteniéndose, la figura formal del todo. De aquí que, en efecto, los experimentos sobre la “trasposición” vengan a constituir, según propongo, el paradigma o ejemplar experimental canónico de la idea misma de Gestalt, en cuanto que en dichos experimentos, en su diversas modalidades, lo que se “mantiene”, “reitera” o “persiste” a lo largo de las sucesivas pruebas es justamente la estructura formal de una Gestalt, en cuanto que justamente definida por las relaciones formales entre sus partes formales, y por tanto “abstracción hecha” de sus diversos, alternativos y mutuamente intersustitubles (respecto de dicha estructura formal), ingredientes o partes materiales. De este modo, la idea de Gestalt, en cuanto que idea de “totalidad”, no sólo no excluye, sino que necesariamente incluye, la idea de “partes”, y no sólo de partes (y relaciones) “formales”, sino asimismo de partes o ingredientes “materiales”, en cuanto que, como digo, respecto de cada totalidad formal, definida en función de las relaciones formales entre sus partes formales, es preciso contar con una diversidad de partes o ingredientes materiales cuya diversidad resulta “abstraible” o “mutuamente intersustituible” respecto de dichas relaciones formales que definen la totalidad formal de referencia. Así pues, la escuela de la Gestalt supo llevar a cabo un genuino análisis, conceptual y experimental, holotótico (de los todos y las partes), mediante la apuntada con-jugación, respecto de cada contexto formal de referencia, de las funciones de partes y relaciones formales y de partes materiales, análisis éste mediante el cual desarrolló, conceptual y experimentalmente, con la mayor pulcritud lógica, la idea de “cualidades de formas” (o de “carácter-de-objeto”) de las cualidades subjetivamente conocidas que ya había destacado la escuela austríaca de Graz precisamente en la estela de la decisiva idea de intencionalidad de Brentano. Pues esta idea de intencionalidad venía a significar, en efecto, antes que nada precisamente esto: que un acto psíquico es intencional en la medida que siempre queda no (auto)contenido en sí mismo, sino desbordado por su referencia a sus contenidos en cuanto que “objetos”, dados éstos con un cierto “orden propio” –que desborda intencionalmente el

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acto en que se dan. Y es justamente este “carácter (o cualidad) de objetos”, junto con este “orden propio” de los mismos, el que la escuela de la Gestalt supo tratar, conceptual y experimentalmente, con toda pulcritud lógica, mediante el ejemplar canónico de la “trasposición”, en el cual ejercitó la mencionada conjugación entre las funciones de partes y relaciones formales y de partes materiales respecto de cada totalidad formal de referencia como el “orden propio” de los objetos o configuraciones significativas en los que cada Gestalt consiste. Pues bien, no es difícil advertir que dentro de la tradición del funcionalismo biopsicológico norteamericano está presente, y como una pieza clave de su caracterización de la conducta, un concepto de naturaleza y función muy semejante a aquel que yace bajo los experimentos canónicos de la trasposición, a saber, el concepto de “funcionamiento vicario” 9. Se trata, en efecto, expuesta aquí en su sentido más general, de la idea según la cual, con respecto a un logro conductual es posible siempre reconocer una pluralidad y diversidad de rutas o vías de ejecución que resultan equi-funcionales, esto es, funcionalmente intersustituibles respecto de dicho logro, de suerte que es mediante la reiteración o persistencia, en diversos ensayos o pruebas, de dicha equifuncionalidad como podemos definir o identificar el logro (común) “abstracción hecha” de sus diversas vías o medios de ejecución. Se trata, entonces, en efecto, según propongo, de poner en correspondencia a los “logros” conductuales funcionales (del funcionalismo) y las “totalidades formales” o Gestalten, (de la Gestalt), percatándonos de que la “equifuncionalidad” de los diversos “medios” con respecto a su “fin” o logro funcional del funcionalismo viene a coincidir precisamente con el carácter de “mutua intersustituibilidad” de las “partes materiales” respecto de las “partes y relaciones formales” que hemos visto que contiene necesariamente la idea (gestaltista) ejemplar de “trasposición”10. Y ni siquiera esta profunda afinidad entre ambas concepciones puede ser rebajada o desdibujada aun cuando quepa reconocer que la tradición funcionalista pudo poner un mayor énfasis en el aspecto “funcional” o de logro, mientras que la escuela de la Gestalt pudo poner el acento más bien en el aspecto “formal” o “estructural” de las configuraciones, pues la cuestión es justamente que ambos aspectos, el funcional y el formal, se encuentran indisociablemente acompasados en el preciso sentido de que sólo es posible el “funcionamiento vicario”, o sea, la intersustituibilidad mutua funcional de una diversidad de medios con respecto a su logro conductual, cuando este logro se entiende a su vez como una Gestalt, o sea, como una configuración significativa definida como una totalidad formal en función de las relaciones formales (o formal-funcionales, podremos decir ahora) entre sus partes formales. De este modo, puede decirse que tan “funcional” fue, siquiera en el ejercicio, la concepción acaso más explícitamente formal de la vida psíquica de la escuela de la Gestalt, como “formal” no pudo dejar de ser, en el ejercicio a menos, la concepción acaso más explícitamente funcional de la escuela funcionalista. Pero esto sólo tiene sentido y es posible en cuanto que la actividad conductual viene dada en el seno de un ambiente fenoménico, o sea, en el seno de un “medio estético” dado como un (posible) “juego” de “disposiciones flexibles” hechas posibles justamente bajo la forma de las “co-presencias a distancia”, pues sólo, en efecto, las co-presencias a distancia permiten llegar a “lograr” o “estabilizar” conductualmente las efectivas “configuraciones significativas” (cognoscitivas) mediante la “con-jugación” mencionada entre las “partes” (dicho estructuralmente) o “medios” (dicho funcionalmente) “materiales” y las “partes y relaciones formales” (dicho estructuralmente), o “formales-funcionales” (dicho a la vez estructural y funcionalmente) respecto de cada “totalidad formal” (o “formalfuncional”) de referencia, como una totalidad, en efecto, sólo a cuya escala “for-

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mal-funcional” es posible aquella con-jugación como medio de lograrla. Sólo, pues, un ambiente fenoménico, en cuanto que co-presente, hace posible un trato conductual “abstracto” del mismo, y por ello justamente cognoscitivo, o sea, precisamente ese trato que hemos de considerar como efectivamente “abstracto” en la medida en que puede con-jugar, respecto de cada totalidad formal de referencia, sus partes materiales con sus partes y relaciones formales de modo que precisamente “hace abstracción”, en cada caso o para cada contexto formal de referencia, de dichas partes materiales, en cuanto que conjugadas como “medios” con su “logros” formales respecto de los que quedan abstraídos. Y es esta posibilidad de un trato conductual abstracto o cognoscitivo del medio, abierto por el ambiente fenoménico en cuanto que co-presente, la que resulta desde luego enteramente anegada en el contexto fisicalista de las relaciones de contigüidad espacial, es decir, en el contexto (ya sabemos que construido artefactualmente por los agentes científicos) de las relaciones fisicalistas morfofisiológicas y físicoecológicas, en el que hemos de contar tanto con las relaciones de efectiva estimulación física y por ello proximal, así como con las relaciones, no menos fisicalistas, y a su vez dadas a su propia escala (morfoneurofisiológica), de integración y reacción neurofisiológicas (aferente y eferente) de dicha estimulación. En este contexto, desde luego, dado su carácter espacial contiguo o fisicalista, no hay lugar (justamente, “lugar fenoménico”) para aquel trato conductual abstracto o cognoscitivo del medio que sólo resulta viable entre medias de las copresencias fenoménicas. (Otra cosa es, como ya hemos apuntado, que si en otro respecto podemos reconocer la posibilidad de construcción de “configuraciones” fisicalistas, como las de los campos de las ciencias temáticamente fisicalistas –y en este sentido como los propios conceptos fisiológicos fisicalistas–, dichas construcciones sólo serán posibles dentro del campo de inmanencia formal de cada ciencia efectiva por la mediación formal de determinados aparatos etiológicamente antropológicos, pero no en cuanto que orgánicamente accesibles a los sujetos orgánicos que estudia el campo biológico, ni siquiera a los agentes científicos mismos –de cualesquiera ciencias, incluida la biología– en cuanto que se consideran éstos como formalmente orgánicos). Es preciso, pues, advertir, que la singular dualidad conjugada entre los planos fenoménico y fisicalista del campo de la bio-psico-logía incluye, correlativamente a ambos planos o momentos conjugados, dos sentidos o aspectos distintos del concepto mismo de “medio ambiente”, a saber, un medio ambiente en sentido físico o fisicalista, constituido por el conjunto y la serie de estratos físicos (espaciales contiguos) que no dejan de incidir proximalmente sobre el organismo –y que es lo que más bien connota el concepto de “milieu”–, y un ambiente fenoménico y/o conductual que, supuesta como condición suya la remoción física respecto de los movimientos del organismo, viene constituido por las figuras cognoscitivas fenoménicas alcanzables por la conducta –situación ésta más bien connotada por el concepto de “umwelt”, en cuanto que este concepto implica, o al menos incluye, a los “alrededores remotos” en cuanto que fenoménicamente presentes–11. La singular complejidad del concepto mismo de medio “bio-ecológico” radica entonces en que dicho concepto incluye formalmente la dualidad conjugada entre estos dos irreductibles aspectos suyos. Quiere ello decir que la conducta se da en el seno de un ambiente que, en cuanto que fenoménico, es precisamente el ambiente directa o inmediatamente observable, y no sólo por el organismo conductual objeto de estudio, sino también por los agentes que lo estudian en cuanto que agentes asimismo orgánicos, de suerte que son las observaciones operatorias o conductuales tanto de los sujetos orgánicos estudiados como de los propios agentes que los estudian, en cuanto

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que sujetos ambos orgánicos, las que deben engranar mutuamente en el seno del ambiente fenoménico-conductual común a ambos (al menos por lo que respecta a determinados sectores configuracionales perceptivos suyos) en cuanto que inmediatamente observable para ambos tipos de sujetos orgánicos. A su vez, este carácter “inmediatamente observable” del ambiente fenoménico común a ambos tipos de sujetos orgánicos no quiere decir que las observaciones (conductuales) de cada uno de ellos no deban tener lugar de un modo constructivo, y que por tanto el propio engranaje entre ambos tipos de observaciones no deba ser construido, o si se quiere inter-construido, y en particular por los propios agentes científicos. El concepto de lo “inmediatamente observable”, en cuanto que incide en el carácter fenoménico del ambiente, no quiere decir, desde luego, sino todo lo contrario, que dicho ambiente inmediatamente observable no sea, y precisamente en cuanto que inmediatamente observable, susceptible de construcción. Antes bien, como ya hemos visto, si la idea de construcción quiere decir algo efectivo y viable en el contexto orgánico o biológico, es sólo en la medida en que se la entiende como efectiva construcción conductual u operatoria inmediata o directamente efectuada con y entre medias del medio ambiente, una construcción conductual inmediata ésta que por tanto sólo se hace accesible en el seno de un ambiente fenoménico o inmediatamente observable. Así pues, lo “inmediatamente observable” es sin duda algo “dado inmediatamente”, pero no ya en cuanto que “dado-en-si” o “dadocomo-terminado”, sino más bien en cuanto que “dado-como-susceptible de ser operatoria o conductualmente alterado, variado o construido” –“susceptibilidad” ésta que justamente reside en la “disposición flexible” para ser operado y construido que exhiben las configuraciones fenoménicas en cuanto que co-presentes a distancia. Lo cual nos lleva por último a establecer ciertas precisiones que considero asimismo importantes respecto del juego constructivo con el medio que los organismos pueden llevar a cabo mediante su conducta. 1.4. La confluencia entre los conceptos gestálticos de “figura y fondo” y del “carácter “reversible” de las Gestalten y el concepto funcionalista de “acomodación selectiva” Quiero ahora poner de manifiesto de nuevo la profunda afinidad conceptual existente entre dos tipos de conceptos puestos asimismo en juego por las tradiciones de la escuela clásica de la Gestalt y del inicial funcionalismo biopsicológico norteamericano, en cuanto que dichos conceptos apuntan a ofrecernos la clave del carácter aprendible y constructivo de la conducta. Me refiero, por un lado, a esas dos características destacadas por la escuela de la Gestalt relativas a la disposición en “figura y fondo” con que se presentarían las Gestalten y al carácter “ambiguo” o “reversible” de las mismas, y por otro lado al fundamental concepto de “acomodación selectiva” de la tradición funcionalista. Para ello, he de comenzar por destacar la íntima solidaridad conceptual que cabe detectar entre los conceptos gestálticos de “figura y fondo” y del carácter “reversible” o “ambiguo” de las Gestalten, una solidaridad ésta que se advierte cuando reparamos en el carácter obligadamente dinámico que los “campos gestálticos” tienen para la concepción gestáltica del psiquismo. Pues así como, según veíamos, la concepción “estructural” o “formal” de las Gestalten no excluye, sino que se acompasa, con una concepción “funcional”, asimismo aquella concepción va ligada en esta escuela a una concepción eminentemente “dinámica” de los “campos gestálticos”, esto es, a una concepción que entiende a las Gestalten como susceptibles de “ensamblarse” o “articularse” entre sí, en el continuo de la actividad conductual, según ensamblajes dinámicos de los que resultan o a partir de los que pueden generarse nuevas Gestalten —cada una de ellas con su conjugación respectiva entre sus partes y relaciones formales y sus ingredientes materiales. Segu-

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ramente ni siquiera sería necesario mencionar a este respecto que fue Koffka, en su tratado sistemático de 1935 sobre la psicología de la Gestalt, escrito ya en los Estados Unidos con la voluntad de dar a conocer de un modo compendiado y sistematizado el pensamiento de la escuela, el que más explícita y sistemáticamente caracterizó a los campos gestálticos como campos dinámicos y conductuales en cuanto que dados precisamente en un plano fenoménico; o que, por mencionar otro ejemplo relevante, la “psicología topológica” de Lewin, elaborada sin duda en la estela de la escuela de la Gestalt, no sólo es “topológica”, esto es, gestáltico-regional, sino asimismo “vectorial”, o sea, sistemática y explícitamente dinámica12. Pues bien, es dentro de dicha concepción dinámica donde cobran todo su sentido los principios, experimentales y conceptuales, de la ley de la “figura y el fondo” y de la ley de la “ambigüedad” o “reversibilidad” de las Gestalten, así como, según decía, su íntima vinculación conceptual. Pues podemos, en efecto, entender que si cada Gestalt se presenta como una “figura” que destaca sobre un “fondo”, esto es así en la medida en que dicho fondo no sería sino el contexto operatorio de posibilidades de transformación gestáltica que puede ser operatoriamente lograda a partir de la figura inicial. De ahí, justamente, y a su vez, que las Gestalten se presenten dotadas de ambigüedad o reversibilidad gestáltica, en cuanto que cada Gestalt, presente como “figura”, no se encuentra definitivamente clausurada, cerrada o “terminada” (no obstante su relativa “buena figura” o “cierre gestáltico”), sino precisamente “abierta” o “expuesta” a esa pluralidad de transformaciones operatorias a partir suyo que es lo que constituye su “fondo” o contexto operatorio de posibilidad. Podemos ahora comprender el sentido de esa “disposición flexible” que decíamos que muestra el medio ambiente en cuanto que fenoménico, pues semejante “disposición” no es sino la relación misma de transformación operatoria entre alguna figura presente y su contexto o fondo de posibilidades operatorias de transformación, de suerte que toda figura presente debe presentarse entonces justamente como reversible, esto es, abierta a sus diversas posibilidades de transformación operatoria. Como poco más adelante veremos, es justamente dicha “relación de transformación operatoria” –entre cada figura presente y su contexto operatorio de posibilidades de transformación– en lo que consiste exactamente la “intencionalidad”, que precisamente confiere “significación” a cada figura presente por respecto a determinadas posibilidades suyas de transformación en cada caso vigentes o seleccionadas frente a otras posibles alternativas no vigentes o desechadas. Y sin duda que dicha flexibilidad operatoria no es posible sino en un contexto fenoménico de co-presencias a distancia, quedando segregada o anegada en el seno de las relaciones fisicalistas de contigüidad espacial. Como venimos diciendo, el medio ambiente fenoménico no deja de ser el medio físico mismo, pero en cuanto que flexiblemente dispuesto para ser operatoriamente transformado en virtud de las co-presencias a distancia entre lo que se encuentra físicamente distante. Anegadas dichas co-presencias, queda por lo mismo anegada toda flexibilidad operatoria, y por ello segregada toda posibilidad de comportarse u operar. Así pues, la escuela de la Gestalt mantuvo una concepción característicamente dinámica del campo psicológico, y ello en la medida en que seguramente fue, a mi juicio, de entre todas las escuelas psicológicas, la que con mayor pulcritud conceptual y de un modo más explícito supo advertir y conceptuar el carácter fenoménico del campo psicológico (y en este sentido creo que ni siquiera sería necesario decir que la concepción que aquí estoy proponiendo de la conducta se nutre principal y esencialmente de dicha tradición). Mas precisamente por ello, de dicha concepción fenoménico-dinámica hemos de decir, no ya sólo que sea

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susceptible de aliarse o de converger con una concepción constructivista y aprendible de la conducta, sino más bien que es precisamente la concepción que, debido a su factura explícitamente fenoménica, nos permite apresar la clave del carácter constructivista y aprendible que sin duda la conducta tiene. De este modo, es desde la perspectiva fenoménica misma de la escuela de la Gestalt como podemos apreciar la significativa afinidad entre la concepción dinámica del campo psicológico de dicha escuela y aquel concepto mediante el que el funcionalismo norteamericano buscó caracterizar desde un principio a la conducta como actividad específicamente “novedosa” o “aprendible”, y por ello constructiva, esto es, el concepto de “acomodación selectiva”. Como se sabe, en efecto, la perspectiva funcionalista quería serlo, ante todo, en el sentido de destacar que si los organismos tenían actividad psíquica (“consciencia” o “experiencia” del medio), esto sólo podría ser así en la medida en que dicha “experiencia” hubiera de resultar biológicamente “funcional”, esto es, desempeñar algún cometido o papel adaptativo biológico específico o diferencial en la vida del organismo. Y dicho papel fue visto, en efecto, en la estela del concepto de “hábito” de Darwin (y Ll. Morgan), como capacidad de “acomodación selectiva”, o de “respuesta selectiva al estímulo”, esto es, como la capacidad de reaccionar de manera adaptativa ante situaciones “nuevas” o no contenidas en las reacciones previas del organismo13. Con ello se estaba abriendo paso sin duda la idea psicológica crítica de “aprendizaje” –que luego el conductismo iba a explotar a su manera, es decir, bajo el prejuicio fisicalista aliado, explícita o implícitamente, con el prejuicio mentalista representacional–, esto es, la idea de una capacidad orgánica para modificar las pautas de conducta de acuerdo con la posible novedad o variación de las vicisitudes ambientales con las que precisamente podría encontrarse la experiencia conductual del organismo. Así pues, la idea misma de una “acomodación selectiva” a la “novedad” o a la “variación”, como capacidad adaptativa específicamente psicológica del organismo, sólo tenía sentido, de hecho, en la perspectiva funcionalista, al nivel o en el plano de la experiencia en cuanto que acompasada con la conducta, es decir, en cuanto que susceptible de darse en el curso de la experiencia conductual de las vicisitudes ambientales con las que organismo podría enfrentarse, de forma que dicha variación sólo pudiese ser afrontada y modificada activamente por medio de la conducta que actuaba asimismo en el seno de dichas vicisitudes susceptibles de experiencia. Sólo de este modo, en efecto, la conducta podía llevar a cabo aquella “acomodación selectiva a la novedad”, o sea, podía ella misma variar o modificar “selectivamente” las variaciones ambientales mismas, y con ello re-construirlas, y reintegrarlas circularmente al acerbo conductual del organismo. Semejante concepción indisociablemente acompasada de la conducta y la experiencia suponía, pues, que el análisis funcionalista se movía, de hecho, en un plano formalmente fenoménico (o fenoménico-funcional). Ciertamente, aun cuando en la escuela de la Gestalt la concepción fenoménica del campo psicológico fuese elaborada de un modo académicamente más explícito, formalizado y autoconsistente –dada, sin duda, su estrecha vinculación académica con la tradición fenomenológica instaurada por Brentano, a través sobre todo de la obra de Stumpf y de la escuela de Graz–, no por eso hemos de dejar de advertir que la inicial tradición del funcionalismo norteamericano se mueve en todo momento, si quiera ejercitivamente, aun cuando fuese de un modo académicamente más informal y menos consistente, en el seno de un análisis asimismo fenoménico, o fenoménico-funcional, de la conducta. Y ello no sólo en el ejercicio de su trabajo experimental –en el desarrollo de las variables y relaciones funcionales estudiadas en las cajas-problema, desde los trabajos de Angell y Carr hasta Thorndike–,

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sino también de un modo explícito en los análisis meramente conceptuales, pero canónicos, que pudieron llevar a cabo un J. Dewey, en su análisis crítico del “concepto de arco reflejo” , o un W. James, en su descripción de la “corriente de conciencia”. Así, en efecto, la muy sutil crítica de Dewey al concepto elementalista y compositivo del “reflejo” –en realidad, de cualquier efectiva pauta de conducta instrumental u operante– no puede dejar de ser vista sino como una crítica del supuesto fisicalista (espacial-contiguo) que sin duda subyace a dicha concepción elementalista y compositiva, y ello en cuanto que dicha crítica sólo puede desarrollar su propia concepción de la “relación circular” entre las “interdependencias funcionales” entre los diversos “momentos” del “continuo conductual” desde un punto de vista no sólo obligadamente fenoménico, sino además, y por lo mismo, netamente “fenoménico-gestáltico” de dicho proceso, puesto que sólo y precisamente desde dicho punto de vista fenoménico-gestáltico es posible entender el proceso conductual en los términos de dichos “momentos” “funcionalmente interdependientes” de un modo “circular” del “continuo conductual”14. Por su parte, el análisis clásico de James relativo a las cinco características definidoras de la “corriente de conciencia” (como se sabe: “personal”, “cambiante”, “continua”, “referida a objetos distintos de ella misma” y “selectiva”) constituye un análisis canónico que sólo es posible llevar a cabo desde un punto de vista asimismo fenoménico y gestáltico, y que pierde todo sentido desde el punto de vista fisicalista (pero también mentalista) 15. Lo que propongo, por tanto, es la necesidad de entender el concepto funcionalista nuclear de “acomodación selectiva”, mediante el que esta tradición buscó apresar el carácter específicamente aprendible y constructivo de la conducta en cuanto que indisociablemente acompasada con la experiencia, precisamente en los términos fenoménico-gestálticos mediante los que la escuela de la Gestalt pudo dar curso a su concepción característica de la dinámica conductual, esto es, como hemos visto, mediante los conceptos de disposición en figura y fondo de las Gestalten y de reversibilidad gestáltica. De este modo, en efecto, la variación o modificación selectiva que la conducta efectúa circularmente de las propias variaciones ambientales con las se encuentra debe ser entendida como aquella transformación conductual efectuada desde alguna “figura” presente con respecto a su contexto o “fondo” de posibilidades alternativas conductuales de transformación, en virtud del cual contexto cada figura, como veíamos, debe presentarse según una disposición “reversible” (o “flexible”). A este respecto, me permito simplemente recordar que el concepto de “franja” de James, como fondo de las posibles “transiciones” a partir de cada “estado sustantivo” respecto de otros posibles nuevos estados “sustantivos”, viene a ejercer de una manera ejemplar esta convergencia entre el análisis funcionalista y el fenoménico-gestáltico que aquí estoy defendiendo, como una convergencia que desde luego y a su vez sólo puede entenderse en clave fenoménico-gestáltica16. En todo caso, es preciso señalar que la tradición funcionalista aportó sin duda un componente decisivo, que había quedado en cierto modo indefinido en la escuela clásica de la Gestalt, como es la obligada referencia al logro de alguna situación de experiencia hedónica (placentera o dolorosa) como momento funcionalmente “terminal” o de “clausura” de cada pauta o ciclo conductual en cuanto que “selector” de aquella variación conductual que hubiera resultado hedónicamente exitosa frente a otras posibles modificaciones conductuales alternativas, es decir, la referencia a lo que en la ulterior tradición conductista se llamaría “reforzadores”. Y sin duda que en cuanto que experiencias efectivas, las experiencias hedónicas deben seguir siendo entendidas como situaciones fenoménicas, no como contenidos o procesos fisicalistas —no es reductible, como dijimos, la

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“satisfacción” del apetito a la “nutrición” del organismo, sin perjuicio de estar ambas funcionalmente conjugadas—, y por tanto como dadas en un ambiente fenoménico, aun cuando en este caso sea fenoménico-somático (relativas al propio cuerpo fenoménico), y por ello dotadas de alguna forma, siquiera mínima, de co-presencia y por lo mismo de configuración gestáltica, por elemental que sea, de las cualidades sensoriales experienciadas, como pone de manifiesto el hecho de que dichas cualidades sean susceptibles de modificarse por efecto de determinados movimientos corpóreos que, en cuanto que logran dichas modificaciones, siguen siendo conductuales. Y es precisamente por esto por lo que dichas experiencias hedónicas, aun actuando como momentos funcionales de clausura, cierre o “término” de cada ciclo conductual en el sentido dicho, tampoco deben considerarse en sí mismas como terminadas o acabadas, sino asimismo abiertas o expuestas a su modificación selectiva conductual, o sea, asimismo aprendibles y/o reconstruibles –en cuanto que “modificación selectiva de las preferencias apetitivas”–. Así pues, ningún “momento funcional” de la conducta, ni los predominantemente cognoscitivos (exploratorios y/o resolutorios) ni los predominantemente apetitivos (consumatorios) debe considerarse terminado o acabado, precisamente por su carácter fenoménico-funcional, de suerte que también la función de clausura de cada ciclo conductual desempeñada por los momentos consumatorios debe considerarse sólo relativa en cuanto que asimismo expuesta a su modificación selectiva o preferencial. Pues bien: creo que las anteriores precisiones nos han puesto en condiciones de poder construir ahora, con un mínimo de pulcritud lógica, los conceptos de “intencionalidad”, “significado” y “representación” en el ámbito de la conducta zoológica. 1.5. La “intencionalidad”, el “significado” y la “representación” como propiedades semióticas y pragmáticas inherentes a la conducta zoológica Como hemos visto, cada pauta o ciclo conductual consiste en el ejercicio de alguna posible trasformación conductual u operatoria, realizada con o a partir de alguna situación o configuración presente, y relativa a algún contexto (operatorio) de posibilidades de transformación mutuamente alternativas, de modo que, en cada caso, la transformación que se está ensayando viene diferencialmente seleccionada, frente a las otras alternativas posibles, en función de alguna experiencia hedónica (de logro apetitivo o evitativo, según el carácter placentero o doloroso respectivamente de dicha experiencia) que asimismo se está ensayando. Pues bien, si en la frase anterior sustituimos la expresión “ensayando” por la expresión “intentando” , tenemos sin duda la clave lo que sea la “intencionalidad”, o la relación de “referencia intencional”, como una propiedad constitutiva e inmanente (como dijera Tolman) al ejercicio de toda conducta. Pues, en efecto, la “relación de referencia intencional” no es sino la relación misma de transformación operatoria efectuada a partir de alguna configuración presente y respecto de su contexto operatorio de posibilidades de trasformación, en cuanto que consideramos dicha relación de transformación ejecutándose operatoriamente, y por tanto “haciendo presente”, por el ejercicio operatorio mismo, aquello que está “ausente” –y ello tanto, desde luego, respecto de los momentos predominantemente cognoscitivos o exploratorio/resolutorios, como también respecto de los momentos predominantemente consumatorios de la pauta conductual. Sólo de este modo, podemos, en efecto, asumir y reconstruir en términos estrictamente operatorios o conductuales, como es preciso, el imprescindible concepto de “intencionalidad” de Brentano, y despojarle por tanto de todo posible residuo mentalista/representacional 17. Pues no diremos ya exactamente,

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como Brentano, para definir la “presencia intencional” que dicha “presencia” es la “in-existencia intencional del objeto a la conciencia”, pero sí que es la “in-existencia intencional de algún posible resultado de una transformación (operatoria) respecto de la clave o situación de partida a partir de la cual se está efectuando (operatoriamente) la trasformación”. De este modo, la “presencia” o “in-existencia” intencional lo es siempre de algún posible resultado respecto de alguna situación de partida o clave suya en cuanto que efectuándose la transformación operatoriamente, no ya en cuanto que tomáramos dicha presencia como dada a alguna conciencia entendida como una suerte de “receptáculo” previo, puesto que la conciencia misma no es sino la propia transformación operatoria en cuanto que está haciéndose. La “conciencia” o la “experiencia” no es, en efecto, ninguna suerte de “receptáculo” re-presentacional previo, sino que es siempre conciencia o experiencia somático-operatoria, esto es, es la propia corporalidad operatoria (operatoriofenoménica), y por tanto la propia subjetividad corpórea, en cuanto que transformando unas cosas en otras, o sea, “en acción”. A su vez, obsérvese que estamos usando en todo momento, adrede, formas verbales en gerundio, o en presente continuo, para caracterizar la intencionalidad. Esto es fundamental para discernir el imprescindible carácter continuo de la función operatoria mediante el cual se efectúan las transformaciones, o sea, se hace justamente “presente” aquello que está “ausente”. Sólo de este modo podemos hacernos ciertamente con la imprescindible idea de Brentano de que la “presencia intencional” sea, efectivamente, una “in-existencia intencional”, o sea, y justamente, como decíamos, un “estar haciéndose presente”, por medio de la función continua operatoria, lo que está “ausente” (o “in-existente”). Me permito, de nuevo, a este respecto recordar que una vez más fue William James quien nos ofreció, en su caracterización de la “corriente de conciencia” –y precisamente en cuanto que dicha conciencia se caracteriza de entrada de un modo “intencional”, en cuanto que supone siempre una referencia a algo distinto de sí misma–, un análisis canónico del carácter indisociablemente acompasado de la “continuidad” de la conciencia con las “diferencias” entre sus “estados sustantivos”, precisamente mediante el concepto de “transición”18. En este sentido, me parece que la deficiencia fundamental del análisis de la intencionalidad (y de la explicación intencional) realizado por C. Riba en su trabajo presente en este monográfico (Riba, 2002) reside en que dicho análisis disloca los dos momentos funcionales (“presenciaausencia”) del continuo operatorio intencional al segmentar la secuencia intencional en una (supuesta) primera fase en la que la relación entre la situación inicial percibida y la reacción que le sigue debería entenderse en términos “causales” (“porque”) y una (no menos supuesta) segunda fase en la que la actividad subsiguiente debiera sin embargo entenderse en términos “funcionales” o “teleológicos” (“para”), seguramente debido a que se está asumiendo la dualidad (representacional) yuxtapuesta entre una concepción causal-fisicalista para la primera fase y una concepción (siquiera implícitamente) mentalista para la segunda. Se diría que de esta suerte se está asumiendo y reproduciendo del modo más craso la antinomia metafísica entre el “determinismo de la naturaleza” y el “idealismo de la libertad”. Pero sólo cuando adoptamos un punto de vista genuinamente fenoménico de las operaciones es cuando podemos sortear de raíz semejante dualidad antinómica yuxtapuesta (metafísica). A su vez, el hecho de asumir asimismo la dualidad entre el plano de la “acción” intencional y el de la “representación” de las intenciones no deja de ser igualmente un efecto de dicha dualidad yuxtapuesta. Sin duda, este carácter funcionalmente continuo de la referencia intencional nos hace traer a colación el concepto de “memoria”, como un concepto sin el cual no se puede ciertamente dar un paso en el análisis de la intencionalidad y, más en

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general, en la caracterización de la conducta. Pues, en efecto, la presencia intencional de alguna posible transformación operatoria respecto de alguna clave suya implica la memoria de dicha posible transformación, así como de la situación hedónica en función de la cual quedó seleccionada diferencialmente dicha transformación frente a otras posibles. Ello supone, desde luego, la “activación del recuerdo” respecto de experiencias pretéritas de transformaciones exitosas seleccionadas frente a otras posibles por efecto asimismo de experiencias hedónicas pretéritas. La referencia intencional implica, pues, y aun podría decirse que consiste en, la “activación del recuerdo” que vincula aquellas experiencias de transformación, así como éstas con las experiencias hedónicas en función de las que dicha transformación quedó seleccionada. Ahora bien, dicha “activación del recuerdo” sólo podremos entenderla a su vez como teniendo lugar en el curso del ejercicio operatorio en cuanto que dado siempre en un “presente conductual”, y por ello como continuamente ocasionada por las propias transformaciones operatorias en curso en cada caso. Ello requiere entender dicho “presente conductual” desde un concepto de tiempo conductual, o sea, fenoménico-operatorio, y no fisicalista. No se trata, ciertamente, de un tiempo fisicalista, es decir, de un tiempo entendido como sucesión de desplazamientos de partes de un espacio físico relacionadas por contigüidad espacial (a alguna determinada escala fisicalista: como puede ser, por ejemplo, la construida mediante un reloj mecánico), sino de un tiempo fenoménico-operatorio, es decir, de un tiempo “pautado” por las secuencias o transiciones de transformación operatoria de las propias figuras fenoménicas. De este modo, es sólo dentro de dicho tiempo conductual como podemos entender ahora al “presente conductual” como el “vínculo mismo de continuidad operatoria” inmanente a cada “unidad de transformación operatoria” en cada caso considerada, y ello de tal suerte que la “activación del recuerdo” en cada caso, o dentro de cada “unidad de transformación operatoria”, viene precisamente a coincidir con aquel “llegar a hacerse operatoriamente presente algo que está ausente”. Es decir, que si llegar a “percibir” –una posibilidad de trasformación operatoria– implica sin duda “recordar”, esto es así en la medida misma en que “recordar” no es sino estar llegando a “percibir” en cuanto que “reconociendo” lo percibido. Por lo demás, importa destacar, a tenor de lo dicho, la importante relación que es preciso advertir entre la intención y el “deseo” o el componente desiderativo o apetitivo de la conducta. Como hemos visto, cada transformación operatoria determinada de una situación viene diferencialmente seleccionada entre otras posibles por efecto del logro (apetitivo o evitativo) de alguna determinada experiencia hedónica. Quiere ello decir, pues, que dicha experiencia hedónica estará siempre intencionalmente presente (como “in-existencia” o “ausencia” que “se está haciendo presente”) en toda pauta conductual, en cuanto que selector de una determinada transformación frente a otras posibles, de modo que es justamente dicho tipo de presencia o inexistencia intencional en lo que consiste el componente desiderativo o apetitivo de toda conducta. Un componente desiderativo éste que a su vez adopta una textura, en el curso de la conducta, nada simple, sino ciertamente compleja, puesto que cada momento funcionalmente distinguible de una transformación operatoria que “tiende” a su consumación desiderativa elicita reacciones pavlovianas condicionadas dotadas de una función “emocional”, es decir, de una función psicológicamente “preparatoria” –y en esta medida, por tanto, asimismo intencional– del eventual tramo conductual (predominantemente) consumatorio o hedónico, y que por tanto “refuerza” condicionadamente cada uno de aquellos momentos de la transformación operatoria (predominantemente) exploratorios o resolutorios. De aquí, por cierto, que la adquisición o el aprendizaje de los “reflejos condicionados” pavlovianos no deba

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entenderse en modo alguno como un proceso independiente, sino necesariamente intercalado en el curso de la conducta operatoria de transformación (de la “conducta operante”), puesto que la capacidad funcional para que los diversos momentos o claves de una transformación operatoria puedan elicitar (pavlovianamente) reacciones reflejas condicionadas sólo han podido adquirirse cuando, y en la medida en que, dichas claves han ido siendo logradas operatoriamente (operantemente) y por ello seleccionadas por aquellas consecuencias hedónicas que por ello y a su vez pueden reforzar pavlovianamente dichas claves19. Ahora bien, que el componente desiderativo (con su ingrediente emocional) cumpla este importante función intencional no quiere decir, desde luego, que la función intencional se reduzca a ese componente desiderativo suyo, puesto que dicha función abarca y se da asimismo entre los diversos momentos de la transformación operatoria predominantemente cognoscitiva (exploratorio/resolutoria). La función de referencia intencional, en resolución, vincula intencionalmente los diversos momentos de una determinada transformación operatoria, y a éstos con aquella situación hedónica en función de la cual ha quedado seleccionada precisamente aquella misma vinculación frente a otras posibles vinculaciones (intencionales) alternativas. Desde dicho concepto de intencionalidad podemos entender ahora con alguna claridad en qué puedan consistir el “significado” y la “representación” en la conducta (zoológica). Si, como hemos visto, toda pauta conductual consiste en alguna determinada transformación operatoria entre alguna situación inicialmente dada y alguna otra situación lograda o alcanzada a partir de ella (en cuanto que transformación hedónicamente seleccionada frente a otras posibles), podremos entender ahora que cada situación “inicial” es sin duda “significativa” en función de aquello que con ella o a partir de ella pueda ser hecho, o sea, en función de su transformación lograble, o del resultado alcanzable de dicha trasformación. Así pues, una “cosa” significa aquello que con ella o a partir de ella en cada caso pueda hacerse; y éste es exactamente el preciso sentido el que las situaciones se presentan como efectivas “configuraciones significativas” o dotadas de significado. El “mundo” de cosas accesibles a la conducta es sin duda un “mundo” de “significaciones”, es decir, no ya de cosas “dadas-en-sí”, sino precisamente de cosas “dadas-en-cuanto-que-susceptibles” de ser transformadas, o de poderse alcanzar otras cosas a partir suyo. En la medida, a su vez, en que cada significación debe estar hedónicamente seleccionada frente a otras significaciones posibles, es preciso advertir, de nuevo, el doble estrato acompasado, a la vez que no reductible, de la relación de significación. Por un lado, en efecto, en cuanto que cada significación es una determinada relación de transformación entre alguna situación inicial y alguna otra posible situación lograble a partir suyo, dicha relación determinada (predominantemente cognoscitiva) no se reduce desde luego a la situación hedónica en función de la cual en todo caso ha debido quedar seleccionada frente a otras posibles significaciones. Mas, a su vez, el “arco funcional” de cada una de estas significaciones no puede dejar de incluir ciertamente las situaciones hedónicas en función de las cuales, como decimos, cada una de ellas ha debido quedar seleccionada frente a otras posibles. Dicho concepto de significación nos permite entonces entender en qué sentido sin duda puede, y debe, ser reconocida la presencia de “re-presentaciones” en la conducta zoológica. No ya, desde luego, como supuestas representaciones mentalmente encapsuladas o internas de un no menos supuesto y yuxtapuesto mundo físico externo en sí; pero sí, desde luego, como la relación misma significativa o intencional, o sea, aquella relación en virtud de la cual cada situación

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configuracional remite intencionalmente o significa otra posible situación alcanzable a partir suya, y en este medida sin duda “está (o mejor, funciona) en lugar suyo”. La relación de representación es, pues, sencillamente, la relación misma intencional o significativa en cuanto que advertimos en ella la función de “estar (funcionalmente) alguna situación en lugar de otra” (alcanzable a partir suyo). Quiere ello decir, pues, que la función de representación es exactamente aquella que de siempre ha sido considerada, ejercitivamente siquiera, en el trabajo experimental, bajo el concepto de “estimulo discriminativo” –tanto en situaciones operantes como respondientes–. Pues el llamado, en efecto, “estímulo discriminativo”, y precisamente en cuanto que “discriminativo”, no tiene en absoluto nada de “estímulo”, si es que todo estímulo efectivo, como hemos visto, ha de ser fisicalista y proximal, pero precisamente sí cumple o desempeña (de hecho, en todo posible trabajo experimental, no obstante la posible e ingenua autoconcepción fisicalista que quiere entenderlo como “estímulo”) la función de “clave” u “ocasión”, es decir, para utilizar la expresión más apropiada (la que por cierto ya utilizara Pavlov, no obstante su autoconcepción asimismo fisicalista), la función de “señal”. La función, en efecto, en virtud de la cual cada situación se presenta como “ocasión”, “clave” o “señal” para, con ella o a partir de ella, poder hacer algo, o sea, poder transformarla en alguna otra situación. No es en modo alguno inapropiado, en consecuencia, sino obligado, reconocer a los organismos conductuales precisamente como “intérpretes” (operatorios) de “señales”. Como “intérpretes”, en efecto, en cuanto que toda situación fenoménica se ofrece, no ya como “cosa-dada-en sí”, sino justamente como “señal a interpretar”, es decir, como situación susceptible de ser operatoriamente transformada en diversas direcciones alternativas posibles, alguna de las cuales deberá ser seleccionada o elegida (“descifrada”) en cada caso –en función a la postre de la situación hedónica lograble. De aquí, en efecto, la íntima solidaridad conceptual entre el concepto de “señal a interpretar” y el concepto gestáltico de “reversibilidad” o “ambigüedad gestáltica” de las figuras que a su vez se presentan según la disposición en “figura y fondo”: toda figura es una señal a interpretar en cuanto que operatoriamente flexible o reversible respecto de su contexto o fondo de posibilidades de transformación. Pues bien: a tenor de lo dicho es fundamental reconocer que sólo una concepción fenoménico-operatoria de la intencionalidad (y por tanto de la significación y de la representación o señalización) nos permite sortear de raíz y superar cualquier forma de concepción dualista representacional de dichos conceptos, tanto en su costado fisicalista como en el mentalista representacional. La idea misma de intencionalidad, en efecto, requiere formalmente de un ambiente fenoménico co-presente como para poder ejercitarse o desplegarse la relación de referencia intencional. De este modo, en un contexto que fuera efectivamente fisicalista, las relaciones de contigüidad espacial que formalmente lo caracterizan hacen enteramente inviable toda posibilidad de despliegue de la relación de referencia intencional; pero asimismo resulta incomprensible, por lo mismo, toda supuesta representación mental encapsulada de unas intenciones que a su vez deben suponerse, en cuanto que representadas, como susceptibles de darse correlativamente en un plano fisicalista, o sea, como susceptibles de ser “puestas en acción”, una vez representadas, en dicho plano fisicalista en el que como decimos resultan enteramente inviables. La idea de intencionalidad resulta de ser de este modo un lugar privilegiado para deshacer toda concepción sustancialista (o metafísica) mentalista de la “mente”, puesto que la única concepción de la “mente”, o mejor, de lo mental, que aquella idea hace posible es la que entiende lo mental como la operación

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misma (somática) de “mentar” o “mencionar”, o sea, como la referencia intencional misma en el sentido operatorio (o conductual) y fenoménico que aquí hemos propuesto. Por lo demás, dicho concepto de “representación” en cuanto que “señalización” nos permite entender no sólo la conducta individual, sino también la conducta comunicativa que sin duda también tiene lugar en el contexto zoológico –de muy diversas maneras, y en contextos tanto inter-específicos como intra-específicos–, y en ambos casos como situaciones estrictamente semióticas en cuanto que consistentes en relaciones de señalización, y desde luego pragmáticas en cuanto que ejecutadas por individuos o sujetos operatorios. En el caso de la conducta individual, cada pauta conductual puede sin duda ser entendida como una serie de relaciones de señalización entre situaciones consecutivamente señalizadoras y señalizadas en cuanto que dichas relaciones son operatoriamente ejecutadas por el mismo organismo. En el caso de la conducta comunicativa interindividual, el ciclo comunicativo puede ser entendido como la relación (inter)conductual entre diversos organismos en donde las diversas series de relaciones de señalización (entre situaciones señalizadoras y señalizadas) ejecutadas por cada uno de los diversos organismos en juego se engranan o se intercalan mutuamente, de modo que al menos algún segmento de las relaciones de señalización de cada serie cumplen asimismo funciones de señalización en el seno de la otra o las otras series. Así pues, como vemos, la “acción comunicativa” “inter-individual” es una situación enteramente reconocible ya en contextos zoológicos, y como una situación además estrictamente “semiótica” y “pragmática”. De aquí que, como luego veremos, este tipo de conceptos –“comunicación”, “inter-individualidad”, “semiótica” y “pragmática”– , en cuanto que conceptos ya zoológicos, pueden resultar, si no se los reconstruye adecuadamente a una escala específicamente antropológica, enteramente genérico-indiferenciados, y por ello ineficaces, en el momento de apresar precisamente las características específicas de dicha escala antropológica. Pero antes de pasar a abordar en la segunda parte de este trabajo este problema crucial, no quiero terminar mi consideración de la conducta zoológica sin apuntar siquiera a una cuestión que considero de notable importancia, como es la de entender la función que la presencia persistente del dualismo representacional y del prejuicio fisicalista a él asociado cumplen tanto en el seno de la biología como de la psicología. 1.6. La función del “pre-juicio fisicalista”, en cuanto que asociado al “dualismo representacional”, en Biología y en Psicología. El caso de la psicología cognitiva computacional La cuestión es, en efecto, que precisamente cuando adoptamos una concepción fenoménica-operatoria de la vida psíquica es cuando, lejos de mostrársenos como algo obvio, se nos torna antes bien como algo problemático la viabilidad misma del proyecto de la hacer de la Psicología un saber propio o autónomo, o sea, un saber con un campo de inmanencia formalmente propio, pues es dicha concepción del psiquismo, y precisamente en cuanto que fenoménico-operatoria, la que pide remitir éste a su contexto biológico como su campo de inmanencia propio, es decir, la que exige, como veíamos, asumir y tratar formalmente con la dualidad irreductible a la vez que conjugada entre el momento fenoménico-operatorio o psíquico de la relación adaptativa integral del organismo con el medio y sus condiciones fisicalistas de sostén y canalización, morfofisiológicas y físico-ecológicas. Pero también y por lo mismo, es aquella concepción la que asimismo nos lleva a poner en cuestión la pretensión, de algún modo siempre correlativa, de entender

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al campo biológico como un campo que de algún modo excluyera, o bien que meramente redujera a términos no psicológicos, al que sin embargo constituye su insoslayable e irreductible “momento” psicológico. Desde el momento, en efecto, en que, por así decirlo, disociemos o desquiciemos dicha dualidad conjugada, intentando tratar a cualesquiera de sus dos “momentos” indisociablemente conjugados como formalmente separados, estaremos forzosamente tratando de un modo metafísico –o sea, sustancializando o hipostasiando abstractamente– a cada uno de estos dos “aspectos” o “momentos”. En este sentido, la madeja de equívocos conceptuales que vienen operando persistentemente tanto en la psicología –en cuanto que pretende alzarse con un campo propio– como en la biología –en cuanto que, correlativamente, pretende excluir o reducir a su momento psicológico– hunde siempre sus raíces, de uno u otro modo, en semejante operación de disociación o de “abstracción metafísica”, una operación ésta a la que precisamente el dualismo representacional viene a dotar siempre, con distintas modulaciones, de su supuesto conceptual de fondo más característico. Por lo que respecta, de entrada, a la biología, en efecto, dicho supuesto o bien (i) permite percibir, en su versión más cruda (diríamos, directamente cartesiana), al campo biológico como un campo cuyo contenido temático fuese íntegra o exclusivamente fisicalista, mediante el expediente de repartir los “costados” fisicalista y mentalista de dicho supuesto como cayendo respectivamente del lado “biológico” y del “psicológico”, lo cual aseguraría por principio desde luego la legitimidad metodológica científica del campo biológico en cuanto que íntegramente y exclusivamente fisicalista; o bien (ii) permite incluir la vida psíquica dentro del campo biológico, pero de tal modo que, precisamente por concebirla de un modo mentalista representacional, se le pueda aplicar el expediente del “reduccionismo fisicalista”, bien sea, a su vez, (a) por la vía de un “reduccionismo fisicalista temático” (u ontológico), según el cual aquella vida psíquica no sería a la postre más que una suerte de epifenómeno (una mera apariencia) en realidad reductible al funcionamiento neurofisiológico, o bien (b) por la vía de un “reduccionismo fisicalista metodológico” que entiende que, si dejar de existir dicha vida psíquica, mas precisamente en cuanto que se la concibe como un mero co-relato (representacional) yuxtapuesto en paralelo al funcionamiento neurofisiológico, el único modo científico de acceder a ella sería en términos de sus co-relativas manifestaciones neurofisiológicas, las cuales se suele (mal)entender como fisicalistas simplemente en cuanto que “accesibles a la observación”, a diferencia de aquella vida psíquica que se supone “inobservable” en cuanto que se la supone encapsulada representacionalmente. Pero aquí hemos visto, sin embargo, que es precisamente en el plano de lo “inmediatamente observable” donde se da la vida psíquica o la conducta, y que los contenidos fisicalistas, también los morfofisiológicos y ecológicos del campo biológico, lejos de ser orgánicamente observables, han de resultar siempre de alguna construcción artefactual. De este modo, resulta que sólo una concepción fenoménico-operatoria (o conductual) de la vida psíquica (i) no sólo es la única que no admite reducción alguna de la conducta a sus condiciones fisicalistas (morfofisiológicas y eco-físicas), y que por tanto no admite ninguna suerte de “reduccionismo fisicalista”, ni “temático” ni “metodológico”, sino que (ii) asimismo es la única que, en cuanto que no reduccionista, pide o exige su conjugación con dicho plano fisicalista como el corazón mismo del campo unificado biológico en cuanto que campo bio-psico-lógico. Ahora bien, la cuestión es que hasta tal punto resulta ser crítica la conjugación entre ambos planos dentro del campo bio-psico-lógico en cuanto que campo unificado y por ello único campo en el que la conducta puede y debe ser interna y for-

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malmente tratada, que nos parece que dicha conjugación afecta y compromete, a su vez, a la viabilidad científica misma de dicho campo. Como hemos visto, en efecto, debido a la textura fenoménico-operatoria de la conducta, ninguno de los momentos o situaciones que cada pauta conductual transita y alcanza o construye, ni en sus tramos predominantemente cognoscitivos ni siquiera en los predominantemente consumatorios, puede considerarse formalmente “terminado” o “cerrado”, en cuanto que es siempre susceptible de ser re-construido fenoménico-operatoriamente. De este modo, ninguna pauta conductual resultará estar definitiva y formalmente cerrada o terminada, en cuanto que se encuentra siempre expuesta o abierta a su eventual reconstrucción fenoménico-operatoria dentro del continuo conductual. Pero entonces, y precisamente en la medida en que reconocemos que la conducta efectivamente altera o modifica y reconstruye sus propias condiciones fisicalistas de sostén y canalización –tanto morfofisológicas como ecológicas–, o sea, en la medida en que hemos de reconocer que dichas condiciones son funcionalmente posteriores (y no anteriores) a su propio “uso conductual”, lo que resulta entonces enteramente discutible es hasta qué punto el campo bio(psico)lógico puede precisamente “de-terminar” “términos” y “relaciones” fisicalistas capaces de re-construir o explicar formalmente las propias conductas que reconocemos que los modifican “in-terminablemente”. La conducta, en efecto, altera y reconstruye fenoménicamente sus propias condiciones fisicalistas, tanto las ecológicas como las morfosiológicas. Las condiciones ecológicas, sin duda, en cuanto que mediante las variaciones conductuales quedan modificadas las propias variaciones ambientales a las que la conducta se enfrenta, y de este modo transformadas (fenoménicamente) las propias condiciones físicas (fisicalistas) de presión selectiva a las que el sostén morfofisiológico de la conducta ha de adaptarse. Y asimismo ocurre con dichas condiciones de sostén y de canalización morfofisiológica de la conducta. Éstas han de ser entendidas, sin duda, como ya decíamos, como condiciones disposicionales constitucionales (o hereditarias), y en esta medida ya “dadas”, pero, y ésta es la cuestión, tampoco “dadas como terminadas”, en cuanto que su desarrollo y maduración ontogenéticas dependerá asimismo del “uso conductual” de las mismas que el organismo haga, un uso conductual éste que, a modo de “punta de lanza” de la adaptación integral del organismo al medio, se diría que hiende sus propios patrones conductuales adquiridos o aprendidos en la propia organización (neuro)fisiológica de la morfología orgánica, modificando por ello el desarrollo de dicha organización fisiológica según el propio desarrollo conductual. Y éste era, por cierto, el profundo sentido que tenía la hipótesis de los gestaltistas clásicos relativa a un “isomorfismo” (topológico, no ya topográfico) entre el campo conductual y el neurofisiológico. Lo decisivo, en efecto, de la hipótesis gestaltista clásica del isomofismo es que invierte las relaciones de modelización conceptual entre la actividad psíquica y los procesos neurofisiológicos, de modo que en vez de tomar (como pide el “sentido común” dualista representacional) a estos últimos, en cuanto que supuestamente “discretos” y “moleculares”, como modelo conceptual del psiquismo –lo que da pie a todo género de reduccionismos fisicalistas, temáticos o metodológicos–, toma por el contrario a la actividad psíquica, entendida como “molar” en cuanto que “gestáltica”, precisamente como el modelo conceptual mismo de las formas de organización del funcionamiento neurofisiológico (precisamente “central” y “cerebral”). De este modo, no obstante el carácter anatómicamente “discreto” y “molecular” de las unidades celulares nerviosas (neuronales) y de sus nexos y redes de conexión (“conexionistas”), es su forma misma de organización funcional neurológica la que puede ser vista como guardando relaciones de isomorfismo (en realidad, y a mi juicio, “topo-mórfico”, más que propiamente topológico) con los

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patrones gestálticos conductuales, y por tanto susceptible de ser funcionalmente modificada y reorganizada según la “punta de lanza” adaptativa constituida por dichos patrones conductuales20. Pero si esto es así, lo que se nos torna entonces enteramente problemático, frente a las apariencias, es la posibilidad misma de “explicar científicamente”, esto es, de “reconstruir” según “factores” fisicalistas (o sea, según términos y relaciones formalmente fisicalistas) una conducta fenoménica que precisamente modifica (fenoménicamente) dichos presuntos “factores reconstructivos” fisicalistas suyos, no ya desde luego absolutamente, pero sí in-definidamente. Como decíamos, las propias condiciones fisicalistas de la conducta fenoménica resultan ser funcionalmente posteriores, y no anteriores a su uso conductual, de suerte que no se ve de qué modo dichas condiciones pueden construirse como “factores reconstructivos” de la misma, que es precisamente lo que debería poder lograrse si es que nos estuviésemos moviendo dentro de un campo efectivamente científico, es decir, una construcción capaz de “factorizar reconstructivamente” su “campo de fenómenos” –que en este caso incluyen la conducta– mediante “términos” y “relaciones” formalmente fisicalistas21. Ahora bien, si esto es así, ¿qué decir entonces del proyecto de hacer de la Psicología un saber con un campo propio, y dotado además, en cuanto que campo propio, de un formato metodológico científico, o al menos análogo o afín al de las efectivas ciencias (fisicalistas)? Mi propuesta a este respecto es, de nuevo, que ha sido el “prejuicio fisicalista” el que, asimismo vinculado siempre de un modo más o menos explícito al supuesto del dualismo representacional, ha venido precisamente a ofrecer una cobertura (epistemológica) al proyecto de concebir a la psicología no sólo como un presunto saber con un campo propio, sino asimismo como dotado de un presunto formato científico en función del supuesto carácter fisicalista de su supuesto campo propio. Y en este sentido es preciso hacer mención, de entrada, sin duda, del caso de los diversos conductismos, como una forma de (auto)concepción de dicho proyecto se diría que ya “clásica” en la historia de la psicología, pero también, y sobre todo –dado además el presente contexto de nuestra crítica–, a la psicología cognitiva de factura computacional, tan extendida académicamente como “relevo institucional” de los conductismos, como la forma reciente precisamente más característica de consumación de aquel expediente de legitimación o de cobertura fisicalista de dicho proyecto. Por lo que respecta, en efecto, a los conductismos, aquí el prejuicio fisicalista era el resultado de asumir –más o menos implícita o explícitamente sobre el supuesto del dualismo representacional– que la conducta, en cuanto que observable, era un proceso fisicalista, de modo que dicha asunción venía a legitimar el supuesto carácter metodológico-científico en cuanto que fisicalista del trato experimental de la misma desprendido de su contexto biológico: bien fuera en cuanto que se asumía (como en el caso de Watson o de Skinner) que el trato experimental exclusivo o desprendido de la conducta era ya de suyo o por sí mismo una tarea científica debido al supuesto carácter fisicalista de la misma; bien fuera en la dirección de pretender asegurar, por vía operacional, el anclaje presuntamente fisicalista de unas teorías mentalistas presuntamente explicativas de la conducta (como el caso de Tolman); o bien fuera cuando se pretendía asegurar (como en el caso de Hull), por vía lógico-deductiva, el anclaje empírico de unas presuntas teorías neurofisológicas explicativas de la conducta —versión ésta que resulta ser, por un lado, “conductista” en su sentido metodológico, pero que

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a su vez se inscribe, por otro lado, más bien dentro del proyecto de reducción fisiológica de la conducta al campo biológico22. Ahora bien, en el caso de cognitivismo computacional, se diría que el prejuicio fisicalista se despliega y culmina en cuanto que pretende abarcar, mediante el compromiso realista (ontológico) y no meramente metodológico contenido en su modelo computacional mismo, a la totalidad de la unidad viviente psico-biológica cognoscitiva y conductual del organismo. En este caso, en efecto, es el modelo computacional el que permite asumir, de entrada, el más inequívoco y explícito dualismo representacional entre una presunta mente representacional (extraconductual) y una no menos presunta conducta corporal fisicalista, a la vez que da pie para asumir un compromiso realista (ontológico) sobre la relación (de “transducción”) entre ambos planos en cuanto que modelizada a partir de la instalación de un programa automático en la ferretería de una máquina computacional (y/o de algún cuerpo mecánico acoplado), lo que implica a la postre el más crudo fisicalismo ontológico (maquinal) en la visión de dicha relación, en cuanto que es la unidad psico-biológica cognoscitiva y conductual del organismo la que acaba siendo percibida como la unidad de (auto)regulación del cuerpo de una máquina por su programación automática. Resultante, en efecto, ante todo, como es sabido, del desarrollo, a partir de la segunda guerra mundial, de las tecnologías informática y cibernética y de la ingeniería de las telecomunicaciones, la operación básica del cognitivismo computacional consiste fundamentalmente en esto: en tomar ciertos contenidos esenciales de estas tecnologías para (i) proponer un modelo de “mente” que, a la manera del “programa” (o “software”) de un ordenador o máquina computacional, (ii) pueda considerarse “instalada” en el cerebro, a la manera como dicha programa es sin duda instalable en la “ferretería” (o “hardware”) de la máquina computadora, y (iii) pueda por ello regular la conducta del cuerpo viviente a la manera como dicha máquina computadora programada puede eventualmente acoplarse a un “cuerpo mecánico” –por ejemplo, un robot– y regular sus interacciones con los alrededores de dicho cuerpo. Así pues, la denominada “metáfora del ordenador” es sin duda el quicio fundamental sobre el que pivota el nuevo proyecto cognitivista computacional. Una metáfora que a su vez ha sido entendida, como se sabe, bien en su sentido “fuerte” –como metáfora que valdría tanto para el “software” respecto de la “mente”, como para el “hardware” respecto del “cerebro”–, o bien sólo en un sentido “débil” –como alcanzado sólo a la relación entre el “software” y la “mente”–, pero que en todo caso debe entenderse como un estricto modelo analógico sin el cual pierde todo sentido el nuevo proyecto cognitivista computacional. A su vez, como se sabe, el núcleo conceptual de esta analogía lo constituye el concepto cibernético de “retroalimentación”. En principio, dicho concepto se refiere, como es sabido, a todo proceso o actividad de un sistema cuyas fuentes o condiciones iniciales se (auto)regulan, al menos en parte, por los resultados o efectos a los que dicho proceso conduce. En este sentido, el concepto de retroalimentación es desde luego en principio semejante o genérico no sólo con respecto al concepto de “función adaptativa” tal como de hecho siempre se ha usado este concepto tanto en fisiología como en el trabajo psicológico –semejante, por ejemplo, a la idea de conducta “instrumental” u “operante” de la tradición funcionalista y ulteriormente conductista– , sino asimismo con respecto al concepto de “auto-regulación” de las máquinas automáticas industriales pre-informáticas y/o pre-cibernéticas –el mismo Wiener, como se sabe, compuso el nombre de “cibernética” tomando como referencia una situación tecnológica tan crudamente mecánica como es el dispositivo centrífugo que regula automáticamente la

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válvula de entrada del vapor de una máquina, en cuanto que presunto “piloto” agente de dicha autorregulación23–. Ahora bien, en el caso de estas nuevas tecnologías, la novedad específica consiste sin duda en la construcción matemática de “programas” que, instalados en la ferretería de la máquina (eléctrica, o electromagnética, o electrónica o microelectrónica, según los pasos sucesivamente dados por estas tecnologías), controlen la autorregulación del sistema maquinal, y eventualmente el posible cuerpo mecánico acoplado a dicho sistema. Son justamente, pues, estos “programas matemáticos” los que, en cuanto que controlan el automatismo del sistema maquinal, parecen ofrecer el quicio sobre el que hacer pivotar la analogía con la “mente” de los organismos vivientes como instancia de autorregulación de sus conductas. De este modo, el modelo computacional parece reunir todas las ventajas para culminar cabalmente no ya sólo el proyecto de la psicología como una ciencia con un campo propio, sino, más aún, y al menos en la versión fuerte de la “metáfora”, de la psico-biología (del conocimiento y de la conducta) como ciencia con un campo unificado propio. En cuanto que se trata, en efecto, como vemos, de un modelo de mente que, en cuanto que instalada en el cerebro, regula la conducta del cuerpo orgánico, toda la unidad bio-psicológica cognoscitiva y conductual del organismo viviente parece recogida y sistematizada, y además desde un punto de vista de entrada abierta y específicamente psicológico (mental, o si se quiere mentalista). De este modo, parece posible, en efecto (i) levantar una efectiva teoría explicativa que (ii) recoja o recorra toda la unidad psicobiológica cognoscitiva y conductual del cuerpo viviente, en cuanto que teoría sobre la mente y sobre el cerebro explicativa de la conducta del cuerpo, que (iii) lo haga además en una clave específica y abiertamente psicológica en cuanto que abiertamente mental (o mentalista) y que (iv) fuera además indiscutiblemente científica, y no ya sólo de un modo meramente metodológico, sino también temático, es decir, asumiendo un compromiso realista, y aun si se quiere materialista, en cuanto que modelizada dicha teoría a partir de máquinas computadoras tan reales y efectivas como las construidas por nuestras tecnologías. Sin embargo, la crítica que de dicho modelo debe hacerse radica en lo siguiente. De entrada, es preciso advertir que, en todo caso, el único tipo de máquinas computadoras que podrían ser tomadas como posibles candidatos a la mencionada analogía deberían ser, no ya las que ya McCulloch tipificó como “meramente homeostáticas”, es decir, aquellas cuyo bucle retroactivo se contiene dentro de las fronteras del sistema, sino más bien aquellas otras en las que, según el propio McCulloch, “el circuito retroactivo pasa por regiones externas al sistema”24, o sea, que alcanza a sus alrededores remotos o lejanos, como sin duda es el caso de los sistemas móviles dirigidos con respecto a sistemas remotos que a su vez también pueden estar en movimiento (como ocurre por ejemplo con la tecnología de los misiles autorregulados), puesto que sólo en este caso puede que haya alguna analogía con los organismos vivientes conductuales cuya conducta, como hemos visto, se relaciona siempre con estratos remotos de su medio. Ahora bien, resulta que también en este caso la analogía no pasa de ser meramente genérica (genérico-abstracta, o genérico-indiferenciada), y no ya específica, como quisiera, puesto que no apresa la “diferencia (biopsicológica) específica” que precisamente debería incorporar. Pues ocurre que también la programación matemática de los cuerpos mecánicos móviles que autorregulan sus movimientos respecto de objetos lejanos (que a su vez pueden ser móviles) no puede dejar de seguir estando hecha sino mediante circuitos, o sistemas de circuitos, algorítmicos, esto es, mediante circuitos cuyos “nudos”, no obstante la complejidad

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matemática del circuito, deberán estar sometidos a una lógica binaria (0,1), como lo requiere su instalación en una ferretería (desde las más toscamente mecánicas a las microelectrónicas) en donde el “impulso” debe “pasar o no pasar” en cada “nudo” a través del “interruptor”. Y aquí es fundamental advertir que dicha lógica algorítmico-binaria es justamente la que requiere y la que se corresponde con la necesidad de estratificar y sectorializar los alrededores remotos –en “estratos” de proximidad y lejanía, y en “sectores” para cada estrato– en términos de unidades espaciales contiguas ligadas por nexos de contigüidad espacial. Es decir, que el ambiente geográfico con el que interactúa una máquina de este tipo debe estar formalmente factorizado en términos de unidades y nexos espaciales contiguos (o sea, fisicalistas), como condición formal misma de su posibilidad de programación algorítmica, de modo que los cálculos que puedan realizar dichos programas –relativos a las diversas relaciones posicionales susceptibles de darse en cada momento entre el cuerpo móvil programado y otros cuerpos remotos– no podrán sino consistir en “extrapolaciones estadísticas o probabilísticas” relativas a las diversas relaciones espaciales-contiguas entre las partes de los diversos sectores y estratos en los que se ha factorizado el ambiente geográfico. Pero esto es justamente aquello que ya tiene sorteado de antemano la conducta de un organismo viviente en cuanto que ésta se regula, como hemos visto, por relaciones de “constancia cognoscitiva (perceptiva)”, las cuales constancias sólo son posibles en un medio fenoménico de “co-presencias a distancia”. Un organismo viviente, en efecto, no conoce, ni se comporta a la manera como el automatismo algorítmicamente programado de un máquina computacional (auto)regula su “funcionamiento” o el de algún posible cuerpo mecánico a ella acoplado. Y no lo hace así porque, como sabemos, un organismo sólo conoce y se comporta cuando, dado un medio físicamente remoto, puede establecer y modificar constancias copresentes a distancia por el ejercicio de sus movimientos somáticos asimismo efectuados en dicho medio co-presente a distancia, situación ésta que resulta completamente eclipsada tanto en aquel automatismo algorítmico como en el “funcionamiento” maquinal corpóreo que este puede (auto)regular. Más aún, si podemos hablar de “funcionamiento” o de “actividad” para referirnos a las “prestaciones” de una máquina (a sus “performances”) es sólo en la medida en que una máquina es una fabricación artefactual (etiológicamente humana) cuyas “partes formalmente artefactuales” están “dispuestas entre sí” según unas “relaciones mutuas de aplicación” que están formalmente intercaladas y son formalmente continuas con las efectivas operaciones (humanas) de su fabricación y uso, de modo que sólo en esta medida desempeñan “prestaciones” respecto de dichas operaciones (humanas) y por ello decimos que “funcionan”. Si, considerando exclusivamente los cursos de causalidad fisicalista (eficiente) contenidos en la máquina, hacemos abstracción de dichas prestaciones respecto de las genuinas operaciones (humanas), entonces carece completamente de sentido atribuir “funcionamiento” a cualquier máquina. Y esto vale desde luego para cualesquiera máquinas, o sea, tanto para las máquinas preindustriales aún no automáticas, como para las industriales automáticas, como también y precisamente para ese subgrupo de las máquinas industriales automáticas en el que consisten las máquinas computacionales, o sea, esas máquinas cuyo “funcionamiento” automático está programado algorítmicamente –por los hombres, precisamente– , pues también ahora dicho “funcionamiento” sólo tiene sentido como “prestación” respecto de las operaciones humanas (que lo fabrican y usan), de suerte que si hacemos abstracción de dicha prestación entonces carece de sentido toda atribución de “funcionamiento” a dichas máquinas –tanto a su ferretería como a su programación, como al proceso fisicalista desencadenado por su programación en su ferretería o

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en algún cuerpo mecánico eventualmente acoplado a la misma–. Pero es precisamente haciendo abstracción de dicha prestación como el cognitivismo computacional quiere tomar a semejantes máquinas como modelo del efectivo funcionamiento de las operaciones orgánicas vivientes, incurriendo de este modo en un equívoco lógico ciertamente gratuito. En este sentido, la crítica que acabo de hacer del “funcionamiento” de las máquinas en general y de las computacionales en particular es sin duda enteramente semejante a la que asimismo realizan T. R. Fernández et. al. en su trabajo presente en este monográfico (Fernández, Sánchez, Aivar y Loredo, 2003) desde un punto de vista asimismo funcional, operatorio y constructivista. Con todo, el trabajo de estos autores carece de un explícito planteamiento de las diferencias y relaciones entre los planos fenoménico y fisicalista, sin el cual planteamiento me parece que no es posible formular siquiera en toda su complejidad epistemológica y ontológica el núcleo mismo del problema bio-psico-lógico. Por lo demás, las semejanzas iniciales entre mi planteamiento y el de estos autores por lo que toca a nuestro común punto de partida funcional, operatorio y constructivista en el ámbito zoológico, desaparecen, como luego señalaré, cuando se trata de abordar la actividad dada en el contexto antropológico. El modelo computacional, entonces, no obstante su indudable éxito sociológico en la vida académica de nuestros días, resulta ser enteramente artificial e irrelevante por lo que toca a sus pretensiones mismas de modelizar la actividad conductual y cognoscitiva orgánica viviente. En particular, dicho modelo resulta completamente ciego para apresar las relaciones de intencionalidad, de significado y de representación o señalización que, como hemos visto, sólo pueden darse en el seno de un medio dotado de la “flexibilidad co-presente operatoria” de la que carece por completo tanto la “programación algorítmica” como el “proceso fisicalista corpóreo-maquinal” por dicha programación desencadenada cuando los consideramos precisamente haciendo abstracción de sus prestaciones, o sea, de la que carece tanto la presunta “mente representacional” como el no menos presunto “cuerpo conductual” que se pretenden modelizar respectivamente por aquellos dos costados del modelo. Más adelante veremos lo que puede dar de sí semejante modelo cuando quiere aplicarse para modelizar el lenguaje humano y con ello la forma que adopta la intencionalidad, el significado y la representación en el seno del mismo. El cognitivismo computacional, en resolución, ha llevado al límite y culminado el prejuicio fisicalista ya presente en la tradición conductista, y de esta manera ha acabado por cegar de un modo consumado toda posible comprensión de la conducta y el conocimiento orgánicos. El único modo, en consecuencia, de superar, a la hora de comprender la conducta y el conocimiento, tanto al fisicalismo conductista como al fisicalismo ontológico consumado del cognitivismo computacional es desactivar por la raíz el supuesto del dualismo representacional que siempre subyace, más o menos explícitamente, a cualesquiera formas de fisicalismo, cosa ésta que nos parece que sólo puede hacerse mediante la concepción fenoménica y operatoria de la conducta y del conocimiento que a tal efecto aquí hemos propuesto. Sólo semejante concepción puede apresar el carácter constructivista de la conducta y del conocimiento, y de este modo desactivar igualmente la concepción realista ingenua o acrítica, esto es, positivista, del conocimiento que viene siempre aliada al prejuicio fisicalista en cuanto que éste hunde su raíces precisamente en el dualismo representacional. El conocimiento, como hemos visto, no es ninguna suerte de presunta re-presentación mental de un no menos presunto mundo fisicalista dado-en-sí, sino que es siempre una construcción operatoria de fenómenos, y esto tanto desde luego en general por lo que respecta a la vida orgánica (que figura como contenido temático del campo biopsicológi-

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co), como también por lo que respecta a las propias ciencias (etiológicamente humanas) capaces de construir artefactualmente (no de presuponer), a partir de sus respectivos campos de fenómenos, las propiedades y relaciones fisicalistas que podemos reconocer como pertenecientes al “mundo físico objetivo” “formalmente inmanente a cada campo científico o categorial” –también aquellas que figuran como “condiciones morfofisiológicas y ecológicas de su propio uso conductual” en el campo biopsicológico, en cuyo caso ya hemos visto que es la propia cientificidad de dicho campo la que queda desbordada por la presencia formal en el mismo precisamente de dicho “uso conductual”. Ahora bien, hasta el presente me he limitado, adrede, a considerar exclusivamente la conducta zoológica, y ello en la medida en que, como ahora vamos a ver, creo que puede sostenerse que no tiene justificación generalizar –ni siquiera analógicamente– la idea de “conducta zoológica” hasta abarcar a la actividad operatoria dada en el contexto antropológico. Esto es lo que pasamos a ver ahora en la Segunda Parte del presente trabajo. 2. “Intencionalidad”, “significado” y “representación” en el contexto específicamente antropológico 2.1. La formación del “campo antropológico”. Carácter trascendental de la idea de “morfosintaxis” respecto del campo antropológico 25 Suponemos, en efecto, que la formación de lo que denominaré el “campo antropológico” puede entenderse como una determinación de los procesos (ontológicos) de “anamórfosis”, esto es, de aquellos procesos de transformación por refundición de una pluralidad de cursos genéticos heterogéneos de cuya convergencia resulta una estructura cualitativamente nueva, o sea, formalmente irreductible a cada uno de dichos cursos genéticos tomados por separado, así como a la mera suma abstracta de todos ellos26. En el caso de la formación del campo antropológico, dichos cursos genéticos deben ser identificados, según propongo, en principio, con el proceso biológico evolutivo de la hominización –que nos es dado conocer por la etopaleontología homínida– , esto es, con el proceso de formación evolutiva de los diversos rasgos característicos de las morfologías orgánicas (fundamentalmente, de las especies y géneros de la familia homínida), en cuanto que dichos rasgos ya incluyen desde luego determinadas conductas mediante las que tiene lugar la adaptación selectiva al medio y la consiguiente evolución de dichas morfologías. Ahora bien, la cuestión es que el campo antropológico sólo comenzará a cristalizar formalmente, según asimismo propongo, cuando estas operaciones o conductas, en principio zoológico-conductuales, comiencen a quedar refundidas a la escala que imponen precisamente los primeros objetos o enseres fabricados –de los que nos da cuenta, no ya la paleontología, sino la arqueología prehistórica. Y propongo, en efecto, cifrar en los objetos o enseres fabricados o producidos el núcleo (generador y recurrente) de la estructura y el funcionamiento específicos del campo antropológico (enteramente de acuerdo por lo demás con la concepción de los propios prehistoriadores cuando éstos definen o recortan diferencialmente su campo con respecto al de la “historia natural”) en la medida en que sólo a partir del entramado formal que comienza a fraguar entre dichos objetos comienza a hacerse posible un nuevo tipo específico de operaciones (empleadas en su fabricación y uso sociales), consistentes en un nuevo tipo específico de relaciones sociales ya no reductibles a las relaciones sociales que sin duda se dan en diversas especies zoológicas, como son precisamente las “relaciones sociales de producción” en cuanto que recu-

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rrentemente constitutivas –y en este sentido “trascendentales”– de la estructura y el funcionamiento específicos del campo antropológico. Las ideas de “sociedad” y de “cultura”, en efecto, no son todavía ideas específicamente antropológicas, sino zoológico-genéricas. En muchas especies animales nos es dado sin duda conocer la presencia de “relaciones sociales”, es decir, de ciertas interdependencias entre pautas o tareas conductuales diferentes y relativamente especializadas, de las cuales interdependencias depende la vida del grupo, así como la presencia de un aprendizaje y una trasmisión sociales transgeneracionales no hereditarios (y en este sentido “culturales”) de dichas pautas conductuales. Éste es el contexto en el que tiene lugar la “acción comunicativa interindividual” en la, como decíamos, se intercalan mutuamente entre diversos individuos relaciones conductuales de señalización. Ahora bien, sólo cuando comienza a presentarse y a generalizarse la producción de objetos comienzan a fraguar ese tipo específico de relaciones sociales que son las formalmente sostenidas y canalizadas por el entramado formal constituido por dichos objetos, es decir, las relaciones sociales de producción que hemos de entender no sólo, desde luego, como las relaciones contraídas en la producción, sino asimismo como las relaciones dadas en el uso social de dichos objetos producidos. Nos es preciso, por tanto, hacernos con alguna idea mínimamente elaborada de la forma o estructura de dicho entramado de objetos habida cuenta del papel decisivo que le otorgamos como sostén y canalizador formal del nuevo tipo de relaciones sociales que suponemos que caracterizan específicamente al campo antropológico. Y lo que a tal efecto propongo es que es posible generalizar y reaplicar el concepto, en principio de orden lingüístico o gramatical, de morfosintaxis para caracterizar la estructura de dichas “relaciones sociales de producción”, de suerte que los efectivos lenguajes naturales de palabras se nos presenten, a su vez, como una subclase especial de la clase más general constituida por las “relaciones morfosintácticas” en cuanto que las relaciones más generales y características (trascendentales) del campo antropológico. Como sabemos, en efecto, por la lingüística estructural, los lenguajes humanos naturales consisten en sistemas (sonoros) articulados según dos tipos o niveles distintos de articulación, a su vez conjugados, la denominada “primera articulación”, que es la “morfosintáctica”, y la denominada “segunda articulación”, que es la “fonológica” 27. Desde el punto de vista de la articulación fonológica, los lenguajes se nos presentan como cadenas articuladas de sonidos cuyos elementos articulatorios mínimos (o partes formales mínimas) serían los fonemas, esto es, los distintos “golpes de voz” susceptibles de ser emitidos por la musculatura bucal y supralaríngea humana y discriminados auditivamente. A su vez, dichos fonemas se articulan entre sí dentro de cada lenguaje natural positivo funcionando sólo a través del juego articulatorio de la articulación morfosintáctica, cuyas unidades o partes formales son, como se sabe, los monemas, los cuales se distinguen a su vez, en morfemas y lexemas. Mientras que los lexemas son las raíces léxicas de las que se componen las palabras, los morfemas consisten en aquellas formas de (in) flexión (de partes de los lexemas mismos, o independientes de ellos) que son susceptibles de un campo (algebraico) de variación en donde cada una de sus variaciones posibles tienen lugar en función de las interdependencias sintácticas de dichas variaciones con las variaciones de otros morfemas correlacionados. Pues bien, lo que propongo es generalizar y reaplicar, como decía, la idea de dichas formas sintácticas de interdependencia entre las variaciones de las flexiones morfemáticas, que es básicamente en lo que consisten las morfosintaxis lingüísticas, para caracterizar, también y precisamente, a las “relaciones sociales de producción”. Lo cual podrá hacerse, en efecto, cuando consideramos a los entramados

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formados por (sub)grupos de distintos objetos como una estructura compuesta por una pluralidad de “posiciones (o lugares) operatorios” diversos, de modo que respecto de dichas posiciones resulten mutuamente intercambiables y rotables una pluralidad numérica de distintos sujetos operatorios, y ello precisamente en la medida en que dichas posiciones se encuentren vinculadas por determinadas interdependencias. En virtud de la intercambiabilidad y rotación mutuas los individuos operatorios respecto de dichas posiciones podemos considerar a éstas como (proporcionalmente) análogas a las flexiones morfemáticas (de los lenguajes), y a su vez las interdependencias entre dichas posiciones, en función de las que cuales son posibles aquellas intercambiabilidad y rotación, serían asimismo (proporcionalmente) análogas a las relaciones sintácticas entre las flexiones morfemáticas (de los lenguajes). De este modo, podremos considerar a cada grupo o trama socio-productivamente integrada de objetos funcionando como un segmento (analógicamente) gramatical, en cuanto que consiste en una pluralidad de posiciones o tareas operatorias (analógicamente morfemáticas) en función de cuyas interdependencias sociales (analógicamente sintácticas) se hace posible la intersustitución y (creciente) rotación mutuas de los sujetos operatorios con respecto a aquellas posiciones o tareas. Y podremos percibir, en general, una sociedad o círculo socio-productivo antropológico –una vez que estos círculos lleguen a cristalizar, suponemos que a la altura del neolítico– , como una gramática global objetiva, esto es, como una distribución co-operatoria global (sintáctico-social) entre todas sus diversas tareas y subareas (morfemático-culturales), tanto las contraídas en la producción como las desempeñadas en el uso social de los objetos producidos. Por lo demás, la idea de campo antropológico que aquí estamos construyendo puede y debe poder engranar una concepción de su formación –de la formación de su “núcleo” inicial socio-productivo de objetos por refundición a partir de sus cursos biológico-evolucionistas previos– con una concepción de su transformación o de su desarrollo a partir de dicho “núcleo” inicial, precisamente en cuanto que dicho núcleo es no sólo generador, sino asimismo constitutivamente recurrente, y en este sentido trascendental, de la dialéctica de las relaciones sociales de producción en las que justamente él mismo inicialmente consiste. Una dialéctica ésta que será, por tanto, asimismo trascendental, es decir, constitutivamente recurrente a todas y cada una de las configuraciones socio-productivas positivas que vayan formándose (y transformándose) por efecto mismo de su propio desenvolvimiento. 2.2. La función significativa específicamente semántica de los lenguajes y el lugar de dicha función en el contexto socio-cultural global La anterior idea analógica de morfosintaxis nos permite comenzar a comprender de un modo mínimamente adecuado la función significativa de los lenguajes (de palabras), esto es, la razón por la que los lenguajes representan, y no ya de cualquier modo (semiótico-genérico), sino de un modo específico, esto es, específicamente semántico, las “cosas”. Si cada lenguaje natural o positivo puede representar en efecto las “cosas” (esto es, las realidades de su círculo socio-cultural antropológico positivo), esto es así en la medida en que –como ya nos dijera por cierto el Wittgenstein del Tractatus28– comparte con ellas su forma misma de representación, puesto que esas “cosas”, que son sin duda una realidad extra-lingüística, no por ello son algo ajeno o extraño al lenguaje, puesto que están talladas a la misma escala del lenguaje en cuanto que construidas o producidas según una estructura que resulta ser precisamente isomorfa con la estructura misma construida del lenguaje que por ello mismo puede representarlas. Así pues, significar o representar semánticamente, que es lo que hacen los lenguajes antropológicos (de palabras),

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no es sino participar isomórficamente la estructura de la instancia representante (lingüística) en la estructura de las realidades (extralingüísticas) representadas socio-productivas o socio-culturales envolventes, participación ésta en la que propiamente consiste la representación. A su vez, el privilegio que sin duda podemos reconocerle al lenguaje, por comparación con las realidades que él representa, reside en su carácter “intrasomático” (ya con anterioridad a los lenguajes escritos y asimismo con posterioridad a ellos), es decir, en su cualidad de consistir en cadenas articuladas de sonidos ejecutados mediante la musculatura buco-supralaríngea, lo cual permite a los individuos “portar”, mediante la estructura (fonológica y morfosintáctica) de sus proferencias sonoras, la forma misma (morfosintáctica) de las cosas por ellos producidas, sin necesidad de estar simultáneamente actuando u operando con ellas con el resto de su morfología somática operatoria. Y si, a su vez, hemos de considerar sin duda imprescindible esta función significativa o representacional del lenguaje, precisamente en el contexto de las relaciones sociales de producción, esto es así en la medida en que es el lenguaje, y sólo el lenguaje, el que, como soporte intercalado entre las actividades productivas y las relaciones sociales que éstas conllevan, hace posible el levantamiento, el sostenimiento y la prosecución de dicha producción y de la vida social que acarrea. Lo cual es debido a una característica crucial de la actividad productiva, que desborda enteramente cualquier situación operatoria zoológica previa, y que hemos de cifrar en lo siguiente: En el hecho de que inicialmente la producción –y ulteriormente (o recurrentemente) la vida social que los objetos culturales producidos acarrea–, implica que dos o más subgrupos humanos ocupados en posiciones o tareas (operatorias) susceptibles de estar copresentes a las operaciones y percepciones de cada uno de estos subgrupos deban a su vez tener de algún modo presente, y contar con ello como condición formal de la prosecución de dichas tareas y de su interdependencia, alguna tercera tarea o posición (operatoria) desempeñada por algún otro posible subgrupo, la cual sin embargo no puede estar, por razones geográfico-físicas, presente a las operaciones y percepciones de ambos grupos. Bajo semejante condición, el único modo disponible de llegar a hacer co-presente a ambos grupos de partida las tareas de este tercer grupo será desde luego re-presentándolas, y representándolas sin duda a través de operaciones somáticas a su vez susceptibles de ser percibidas mutuamente por ambos grupos, lo cual precisamente se hará posible mediante las proferencias sonoras del lenguaje, las cuales podrán representar aquellas “terceras” situaciones (lógico-algebraicas) no accesibles a las percepciones y operaciones de los grupos que las profieren y perciben (escuchan) mutuamente sólo en la medida en que por su estructura formal (morfosintántica) compartan la estructura (asimismo morfosintáctica) de la situación socio-productiva o socio-cultural global. De aquí, en efecto, el carácter imprescindible y el significado crítico de la “tercera persona” (de los pronombres personales y de los tiempos verbales en tercera persona, así como de los deícticos de “tercera posición o lugar” –“aquello”, frente a “esto” o “eso”; “allí”, frente a “aquí” o “ahí”–) en todo posible lenguaje real de palabras específicamente antropológico. Es, pues, esta situación socio-productiva o socio-cultural global, en cuanto que formalmente compuesta por semejante estructura lógico-algebraica tri-posicional (tri-personal), aquella que sólo puede ser construida –levantada, sostenida y proseguida–, y precisamente como tal estructura extra-lingüística, por la mediación, como su soporte intercalado, de su propia re-presentación lingüística, en cuanto que ésta, según vemos, a la vez que consiste en operaciones somáticas (sonoras) susceptibles de estar co-presentes a las percepciones (auditivas) de cualesquiera pares de grupos de dicha estructura tri-posicional, es no obstante

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capaz, debido a su estructura formal (morfosintáctica), de participar isomórficamente en la estructura (morfosintáctica) de la situación socio-cultural global triposicional, y en esta medida poder representarla para cualesquiera pares de grupos suyos posibles co-presentes, y por ello mismo sostenerla y proseguirla como tal estructura extralingüística. Así, pues, toda concepción adecuada del conocimiento específicamente antropológico no puede dejar de apreciar que para construir y proseguir la estructura del “mundo humano” en su estrato mismo extralingüístico –del mundo de los entramados de objetos culturales producidos y de las relaciones sociales que su producción y su uso hacen posible– es necesaria la mediación de su propia representación lingüística, la cual, en cuanto que participación isomorfa intercalada en dicha estructura, puede representarla y por ello mismo hacer posible su construcción y prosecución. 2.3. Carácter formalmente extrasomático de la cultura objetiva antropológica y formalmente supra-individual (o supra-subjetivo) de las relaciones sociales antropológicas La idea de morfosintaxis que estamos construyendo nos permite asimismo entender el carácter formalmente extrasomático del entramado de objetos o enseres de la cultura antropológica “objetiva”, y en esta medida el carácter mismo formalmente “ob-jetivo” de dichos objetos o enseres producidos. Dicho carácter extrasomático no ha de ser entendido como una mera obviedad empírica espacial, esto es, en el sentido en que también son extrasomáticas, por respecto de los cuerpos de los organismos zoológicos, todas aquellas realidades de su medio entorno (incluyendo otros organismos de la misma o de distinta especie) con las que aquellos organismos mantienen relaciones tanto fisicalistas como conductuales. La razón del carácter formalmente extrasomático de los objetos producidos reside formal y específicamente en otra cosa, a saber: en la necesidad de que dichos objetos (en cuanto que entramados) deban ser conservados o almacenados, debido a que ellos llevan impresa en la propia morfología de su entramado (morfosintáctico), su propia norma de construcción y uso sociales, de modo que su conservación o almacenamiento actúa como condición de la recurrencia de dicha norma de construcción y uso sociales. Una condición y una recurrencia que deben ser no sólo transindividuales (respecto de cada generación), sino también transgeneracionales , es decir, que deben trascender a las diversas generaciones biológicas (sin perjuicio del posible deterioro de la materia física con la que estén fabricados), de suerte que cada nueva generación de individuos pueda incorporase a, o instalarse en, los usos o relaciones sociales soportados y puestos en acción por la morfología de la trama de dichos objetos culturales. Así pues, en la medida en que dichos objetos culturales llevan impresa en su trama su propia norma de construcción y uso sociales, en virtud de dichos entramados ellos consisten en una objetividad formal normativa, sin perjuicio de su positividad existencial efectiva. Repárese, a este respecto, en efecto, en que el término “objeto” (“ob-jectum”) implica la idea de “posición” (“yectum”), a la vez que la idea de “enfrentamiento” en el sentido de “estar puesto enfrente” (“ob”): un “ob-jeto” sería en efecto una “posición frente a”, o sea, un “o(b)puesto”. Ahora bien, no hemos de entender al objeto, en cuanto que “posición frente a”, como algo que estuviese o-puesto globalmente al sujeto (entendido éste a su vez como un su(b)-puesto), sino que es preciso entender dicha estructura de o-posición como la estructura misma en la que los objetos, en cuanto que entramados, consisten, es decir, como venimos diciendo, como esa estructura o entramado de mutuas o-posiciones (o dis-posiciones) que pueden darse entre las diversas posiciones, las cuales dis-posiciones soportan formalmente las interdependencias sociales que hacen posible. Por lo mismo, el sujeto no deberá entenderse globalmen-

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te como un sub-puesto frente al cual se o-pusiera globalmente el objeto, sino como una operatoriedad somática que sólo puede actuar a través, o entre medias, y por tanto con posterioridad a, a la estructura de o-posiciones en la que consiste una trama de objetos (en cuanto que intersustituible y rotable respecto de dichas posiciones, según decíamos), de modo que es preciso entender dicha operatoriedad como formalmente incorporada, prendida, o sujetada por dicha estructura objetiva. Lo cual quiere decir que los términos que soportan formalmente las relaciones sociales en el campo antropológico no son, de entrada, los individuos somáticos operatorios, sino las diversas posiciones mutuamente dis-puestas u o-puestas de las tramas de objetos producidos, y sólo a través suyo los individuos operatorios. Por ello, las relaciones sociales específicamente antropológicas no quedan apresadas, como con tanta frecuencia se entiende, mediante el concepto de lo “inter-individual”, concepto éste todavía meramente genérico-zoológico, sino mediante el concepto de lo “supra-individual” (o “supra-subjetivo” ): las relaciones sociales específicamente antropológicas son, en efecto, formalmente supraindividuales o suprasubjetivas en la medida misma en que, como decimos, los términos que formalmente las soportan no son de entrada los individuos, sino las diversas posiciones opuestas de las tramas de objetos producidos, y sólo a través suyo los individuos. Lo cual vale, naturalmente, tanto para la gramática (o morfosintaxis) de las tramas de objetos extralingúisticos como para la gramática (o morfosintaxis) de los propios lenguajes de palabras que representan aquellas tramas de objetos extralingüísticos. Lo cual implica a su vez que, sin perjuicio del carácter sin duda existencialmente individual de los cuerpos orgánicos operatorios de los individuos del campo antropológico, no por ello sus operaciones (tanto cognoscitivas como apetitivas) han de considerarse como dadas a la escala de dicha individualidad existencial, sino que por el contrario han de entenderse como formalmente supraindividuales, en cuanto que refundidas a la escala objetiva en cuanto que supraindividual de las formas normativas (gramaticales o morfosintácticas) que las constituyen –tanto en sus estratos lingüísticos como extralingüísticos. De este modo, es la propia individualidad formal de las operaciones de cada sujeto operatorio antropológico la que sólo se alcanza o cristaliza en el seno de la estructura supraindividual (gramatical) en la que siempre actúa, bajo la forma siempre en cada caso de alguna determinada “relación posicional respecto de otras posiciones (de dicha estructura)”. Mas por ello dicha individualidad formal operatoria no es reductible a, ni conmensurable con, la individualidad existencial de cada somaticidad orgánica; antes bien, es dicha individualidad existencial orgánica la que, por lo que respecta a sus operaciones (cognoscitivas y apetitivas), queda refundida e instalada a una escala supraindividual (gramatical), sólo dentro de la cual pueden alcanzar dichas operaciones individualidad formal en el sentido indicado. De aquí, por cierto que sea preciso asimismo rechazar toda concepción instrumentalista de la cultura antropológica objetiva, o sea, la concepción que entiende a los objetos o enseres culturales producidos como si fuesen una prolongación instrumental de los propios órganos somáticos, o de su uso conductual, destinada a cumplir funciones adaptativas biofísicas a la manera, o en continuidad con, las funciones adaptativas que en el contexto zoológico sin duda cumplen los órganos somáticos mediados por su uso conductual. Lo que dicha concepción no capta es que la adaptación biofísica, que sin duda deberá seguir dándose, es formalmente posterior a la cultura objetiva y que por tanto queda ya reabsorbida a su propia escala y por ello internamente metabolizada por su propia estructura y funcionamiento objetivos que consisten precisamente en las “relaciones sociales de producción”.

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De este modo, será dicha forma objetiva de organizar socialmente la producción aquella que irá metabolizando internamente la adaptación biofísica de los individuos orgánicos de cada círculo socio-cultural antropológico, y lo irá haciendo según ritmos y formas propios que consistirán en las diversas formas sociales de organizar los diversos desarrollos de las fuerzas productivas que en cada caso pueda ir adoptando, según su desarrollo histórico, cada sociedad de referencia. A este respecto, es preciso entonces señalar que seguramente la insuficiencia radical de toda pretensión por “naturalizar” la epistemología en clave “evolucionista”, y más en general por entender a las formas socio-culturales antropológicamente específicas como si éstas se mantuviesen, además de en (su indudable) continuidad genética evolucionista, en “continuidad estructural” (o formal) con las conductas biológicas, reside en asumir, más o menos implícita o explícitamente, semejante concepción instrumentalista de la cultura antropológica objetiva, es decir, en no advertir que el concepto específicamente antropológico de “producción” –junto con sus formas y ritmos propios ligados al desarrollo (histórico) de las fuerzas productivas– implica una forma específica de “construcción” no genérico-indiferenciadamente reductible al concepto zoológico (genérico) de conducta constructiva, y ello también, desde luego, cuando se pretende hace valer dicho reduccionismo adoptando una concepción operatoria (no mentalista ni fisicalista) de la actividad constructiva29. Y aquí reside, según lo entiendo, la principal diferencia entre mi concepción de la actividad antropológica y la perspectiva adoptada por T. R. Fernández et al. en su trabajo en este monográfico (Fernández et al., 2003), perspectiva que me parece que se limita a generalizar a la actividad antropológica la concepción funcional, constructivista y operatoria de la actividad conductual fraguada en el contexto zoológico. El motivo de fondo fundamental de mi planteamiento busca precisamente suturar la posible brecha que pudiera abrirse entre la estructura (funcional) de los objetos o enseres extralingüísticos de la cultura antropológica objetiva y la estructura (funcional) de los lenguajes humanos de palabras, brecha ésta que me parece que inevitablemente se nos abre cuando nos limitamos a adoptar la perspectiva de una “epistemología genética generalizada” en clave evolucionista –bien sea en la estela de Baldwin o de Piaget. Por fin, y antes de terminar la construcción ensayada en los últimos tres epígrafes relativa a las características del conocimiento y de la acción dados en el “campo antropológico”, no quisiera dejar de señalar la afinidad de fondo que creo advertir entre mi planteamiento y el realizado por J. P. Bronckart en su trabajo asimismo presente en este monográfico (Bronckart, 2002) al menos en un aspecto esencial, a saber: el relativo a la necesidad de reconocer que el conocimiento y la acción humanas no son estructuralmente reductibles al conocimiento y a la conducta zoológicas (y ello sin perjuicio de su continuidad genético-evolucionista), dada precisamente la codificación lingüística (que tiene lugar mediante las lenguas naturales) en cuanto que constitutiva o determinante de dicho conocimiento –y no meramente como “mediadora” de una supuesta actividad cognoscitiva previa o pura–. Con todo, me parece que todavía cabe apreciar la presencia de un cierto mentalismo representacional en los planteamientos de Bronckart, seguramente de raíz saussuriana (como más adelante haré notar), que creo que sólo puede remontarse definitivamente cuando se adopta, como aquí se ha hecho, una concepción estrictamente fenoménico-operatoria y constructivista tanto de la propia actividad lingüística como de la realidad socio-cultural extralingüística, así como una concepción gramatical tanto de la estructura (funcional) de cada lenguaje como de la estructura (funcional) de cada mundo socio-cultural extralingüístico respectivo, y por ello una concepción de la función significativa

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misma (semántica) de las lenguas naturales como participación isomorfa intercalada en sus mundos socio-culturales respectivos a escala gramatical. 2.4. Semiótica y pragmática en el contexto específicamente antropológico: La “intencionalidad”, el “significado” y la “representación” específicamente antropológicos La construcción precedente nos pone en condiciones de apresar con alguna claridad la modulación específica que han de adoptar las relaciones “semióticas” y “pragmáticas” en el contexto antropológico. En semejante contexto, en efecto, las relaciones semióticas y pragmáticas, en cuanto que relaciones que pueden sin duda considerarse en principio globalmente como relaciones triádicas entre “signos”, “objetos” y “sujetos”, adquieren un tipo de complejidad estructural y funcional enteramente característico o específico, que ya no resulta en modo alguno reductible o conmensurable con las relaciones semióticas y pragmáticas reconocibles en el contexto zoológico. Desde la concepción aquí ensayada, en efecto, si los “signos” (lingüísticos) –o sea, las diversas “cadenas sintagmáticas lingüísticas” de cada lenguaje natural– pueden representar semánticamente a los “objetos” (extralingüísticos) –o sea, a las diversas relaciones socioculturales extralingüísticas de cada sociedad–, y por ello actuar como el necesario soporte intercalado de la construcción y prosecución de dichos “objetos”, esto es así en la medida en que, según hemos propuesto, “signos” y “objetos” guardan, por su estructura, unas relaciones de participación isomorfa, o de analogía proporcionada, precisamente a escala gramatical. Pues bien: por lo que respecta al estrato de los “objetos” (extralingüísticos), esto es, a las relaciones socio-culturales entre diversos grupos y/o subgrupos humanos (y sólo a través suyo de los individuos), éstas deberán ser vistas como diversas clases de interdependencias sociales mutuas (analógicamente sintácticas) entre dichos grupos hechas posibles por los emplazamientos culturales objetivos (analógicamente morfemáticos) de los mismos, unas interdependencias éstas cuyo juego articulatorio (análogo al de la “articulación” lingüística gramatical) creemos que puede ser apresada, en sus términos más generales, mediante los conceptos de “fines”, “planes” y “programas”30. Si entendemos, en efecto, a los “programas” como los contenidos normativizados que vinculan a unos grupos con otros, podremos entender de qué modo estos programas se desglosan a la vez que se articulan en estos dos principales componentes funcionales suyos, a saber, los “fines” y los “planes”. Los “fines” serían aquellos mismos contenidos programáticos, pero en cuanto que se los considera referidos al grupo que los sostiene o los programa (y sólo a través suyo a los individuos), y a los “planes” serían asimismo dichos contenidos, pero en cuanto que se refieren a los grupos respecto de los que se programan (y sólo a través suyo a sus individuos), de suerte que la vinculación social entre grupos es tal que los propios “fines” de cada grupo no pueden programarse ni ejecutarse si no es precisamente contando con, y afectando a, como “planes” suyos, a los “fines” mismos de otros grupos. De este modo, podremos sin duda decir que ya se dan, en el estrato mismo extralingüístico, relaciones semiótico-pragmáticas (comunicacionales) entre los diversos grupos y subgrupos humanos (y a través suyo entre los individuos de cada grupo), precisamente en cuanto que relaciones entre los fines y los planes de cada grupo respecto de otro u otros grupos, en cuanto que, como decíamos, los propios fines de cada grupo deben de algún modo incluir o considerar, como planes suyos, a los fines mismos de otro u otros grupos –una consideración o inclusión ésta que, desde luego, no tiene porqué ser siempre “armónica”, puesto que también puede ser “conflictiva”–. Se trata, por tanto, de una relación que hemos de considerar como efectivamente semiótica en cuanto que relación significativa, o de presencia intencional, de los fines de

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los otros grupos en cuanto que incorporados (armónica o conflictivamente) a los planes propios con respecto de los propios fines. La relación “significativa” o “intencional”, en efecto, se da entre los planes de cada grupo respecto de otros grupos, en cuanto que incluyen o se hacen cargo de algún modo (armónico o conflictivo) de los fines de estos otros grupos, y (o respecto de) los propios fines del grupo inicial de referencia. Así pues, podremos decir que dichas relaciones intencionales (entre los fines y los planes de cada grupo respecto de los fines de otros grupos) constituyen relaciones dialógicas (armónicas o conflictivas), cuyos contenidos programáticos son siempre formalmente supraindividuales, y por tanto en modo alguno reductibles a las relaciones de señalización intra-conductual (individual) o inter-conductual (meramente interindividual) reconocibles en el contexto zoológico. Y se trata, sin duda, asimismo de relaciones pragmáticas, en cuanto que incorporan ciertamente a los individuos o sujetos operatorios (de unos grupos en relación con otros grupos), si bien, se trata, como decíamos, de unos sujetos operatorios cuya individualidad formal operatoria sólo cristaliza o fragua a la escala de los contenidos formalmente supraindividuales de los programas entre los que circulan, en cuanto que emplazada siempre dicha operatoriedad en alguna posición que guarda relaciones supraindividuales (gramaticales) con otras posiciones o emplazamientos. Lo cual no quiere decir, a su vez, que no quepa reconocer, junto con los dialogismos (inter-grupales supraindividales), la presencia de autologismos (formalmente (intra)individuales), los cuales en todo caso seguirán dándose asimismo emplazados en posiciones y relaciones (gramaticales) supraindividuales. Pues dichos autologismos, en efecto, no deberán verse como unas relaciones que, en cuanto que re-flexivas, un sujeto operatorio antropológico pudiera mantener originariamente consigo mismo, sino más bien como unas relaciones que, si en efecto llegan a ser en cierto modo formalmente re-flexivas, en cuanto que concatenaciones recurrentes normativizadas de estados operatorios suyos diferentes, esto deberá ocurrir en la medida en que cada sujeto operatorio circula entre medias de la pluralidad diversa misma (supraindividual) constitutiva de las relaciones entre fines y planes inter-grupales en la consiste su vida social, de modo que es dicha “pluralidad diversa constitutiva” la que precisamente determina –de un modo por tanto devenido y no originario– la necesidad de dichas relaciones reflexivas como para poder ser mantenida y proseguida. Ahora bien, es dicha vida social extralingüística, y por tanto las relaciones semiótico-pragmáticas (dialógicas y autológicas normativizadas) características en las que básicamente consiste, aquella que, como decíamos, necesita, para ser levantada y proseguida, de la mediación, como su soporte intercalado, de su propia representación lingüística hecha a su vez posible en la medida en que ésta comparte su estructura con la estructura de aquella vida social a una escala gramatical. Según esto, es preciso, de entrada, no confundir la función de “representación (o significación) lingüística”, en cuanto que función específicamente semántica que tiene lugar en virtud de aquella participación isomorfa a escala gramatical, con las funciones semiótico-pragmáticas extralingüisticas (dialógicas y autológicas) de la vida social, a las cuales sin embargo, y en todo caso, aquella función soporta y hace posible en virtud de su participación isomorfa gramatical con ellas. De aquí que, a su vez, y en segundo lugar, sea preciso advertir en la estructura y el funcionamiento de los lenguajes naturales de palabras, como figuras funcionales fundamentales suyas, aquellas que, resultando proporcionalmente análogas a los dialogismos y los autologismos sociales extralingüísticos, puedan por ello actuar como su soporte intercalado y hacerlos viables en la vida social. En este sentido, podemos cifrar, según propongo, dichas figuras lingüísticas básicamente en estas dos: en primer lugar, la argumentación en cuanto que impli-

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ca siempre de algún modo la controversia, precisamente como análogo lingüístico de los dialogismos sociales extralingüisticos capaz de soportarlos intercaladamente; y asimismo en segundo lugar el razonamiento en cuanto que figura lógico-gramatical capaz de sostener al individuo formal operatorio en el curso de dichas controversias, como análogo y soporte lingüístico de los autologismos extralingüisticos. De este modo, la “controversia” y el “razonamiento” constituyen sin duda figuras funcionales asimismo semiótico-pragmáticas (comunicacionales), dadas ya en el estrato lingüístico de la acción humana, y por ello capaces de funcionar como obligado soporte intercalado de las funciones semiótico-pragmáticas (comunicacionales) extralingüisticas (los dialogismos y los autologismos) en virtud de su participación isomorfa con éstas a la escala gramatical que suponemos que ambas básicamente comparten. En este sentido, resulta sin duda a mi juicio sumamente significativo y esclarecedor el trabajo de F. Gabucio presente en este monográfico (Gabucio, 2002) orientado a perfilar una idea de argumentación que, en cuanto que vinculada a una teoría de la “relevancia”, sea capaz de sortear tanto toda concepción formalista o abstracta de la argumentación que entendiera ésta al margen de los efectivos procesos prácticos comunicacionales como toda concepción que diluyera la mínima relevancia que sin duda ha de concederse a toda argumentación en una suerte de pragmatismo comunicacionalmente opaco. Por fin, y antes de terminar este epígrafe, no quisiera dejar de apuntar al notable interés que a mi juicio tiene el trabajo de C. Rodríguez y C. Moro presente en este monográfico (Rodríguez y Moro, 2002), en cuanto que destinado a poner de manifiesto de qué modo el aprendizaje del uso constructivo y “simbólico” (semiótico) aún no lingüístico de los objetos (por parte de los niños durante el período sensorio-motor) viene moldeado por usos sociales adultos “convencionales” asimismo “simbólicos” (semióticos) no lingüísticos. Seguramente dicho aprendizaje constituye, como las autoras apuntan, una condición básica en el proceso de desarrollo ontogenético del propio lenguaje en el niño; pero me parece que sería de primera importancia advertir que los usos simbólicos sociales adultos que las autoras denominan “convencionales”, también y precisamente los extralingüísticos, poseen ya una estructura (funcional) gramatical, respecto de la cual participa isomórficamente la estructura (funcional) los usos lingüísticos, razón por la cual precisamente se podría comenzar a entender de qué modo aquel aprendizaje “sensorio-motor” todavía prelingüístico y por tanto pregramatical constituye precisamente el proceso de transición hacia una adquisición ya plenamente lingüístico-gramatical, pero también y por ello extralingüística y asimismo gramatical. 2.5. Insuficiencias de los sociologimos relativistas de corte pragmatista en cuanto que asociados al dualismo representacional Por lo demás, debe observarse que en nuestra consideración del campo antropológico en general no hemos abandonado en ningún momento nuestra concepción constructivista y operatoria (fenoménica), esta vez del conocimiento y de la acción humanas, y ello tanto por lo que respecta al estrato lingüístico como al extralingüistico de dicha acción –de las figuras funcionales semiótico-pragmáticas reconocibles dentro de cada uno de dichos estratos–, así como por lo que toca a la función semántica de representación, y por ello de soporte intercalado, de las figuras del primer estrato con respecto a las del segundo. Sólo de este modo es posible desactivar el supuesto, tenazmente presente en tantas concepciones asimismo aliadas al dualismo representacional si bien esta vez en el contexto antropológico-social, según el cual la “realidad” (supuestamente social) y su (no menos supuesta) “construcción” son entendidas a la postre como dos “totalidades

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enterizas” mutuamente yuxtapuestas, de modo que no es posible salir nunca de la aporía que resulta de pensar ambos planos a fin de cuentas como mutuamente incomunicados: ni se entiende, en efecto, en qué medida es la supuesta realidad social la que resulta construida, ni se entiende por lo mismo en qué medida dicha no menos supuesta construcción lo es efectivamente de la realidad social, porque ambos planos, el de la (supuesta) realidad social y el su (supuesta) construcción, están de entrada entendidos, como decíamos, como totalidades enterizas mutuamente yuxtapuestas y por tanto a la postre incomunicables. Desde nuestra concepción, sin embargo, es la realidad social misma en su estrato ya extralingüistico la que resulta efectivamente construida en cuanto que operatoriamente construida –a raíz de la producción de objetos culturales–, y ello de tal modo que, si es preciso contar con la representación lingüística, asimismo operatoriamente construida, de dicha realidad, como su obligado soporte intercalado para levantar y proseguir su construcción, ello es así en la medida en que, dada ya la estructura de suyo gramatical de dicha construcción, es posible representarla lingüísticamente en la medida en que esta representación participa isomórficamente en la estructura de aquella realidad a una escala precisamente gramatical. A su vez, y en íntima relación con lo anterior, está la concepción aquí propuesta de los individuos operatorios como unos sujetos cuya individualidad formal operatoria (tanto lingüística como extralingüistica) sólo fragua a la escala de las relaciones de emplazamiento gramatical (lingüístico y extralingüistico), y por tanto supraindividual, de su acción operatoria. Sólo de este modo es posible asimismo desactivar el concepto de “sujeto” no menos tenazmente incorporado en tantas concepciones asociadas al dualismo representacional en el contexto antropológico-social, a saber, ese concepto cuyo modelo por antonomasia podríamos cifrar en el ego cartesiano, o sea, el concepto de un sujeto cuya individualidad formal se concibe asimismo como una totalidad enteriza supuestamente constituida de un modo previo o aislado de otros sujetos, de suerte que el colectivo de los sujetos (la sociedad) sólo puede ser pensado a la postre como una suerte de mero agregado sumativo de dichos individuos que se suponen de entrada formalmente aislados. De este modo, no sólo, como decíamos, la (presunta) realidad social y su (no menos presunta) construcción se entienden de entrada como mutuamente incomunicadas –de suerte que no podremos entender su “comunicación” sino sólo mediante “hipótesis de yuxtaposición” meramente ad hoc–, sino que asimismo es dicha presunta construcción la que se entiende ahora como encapsulada en aquellos egos cartesianos mutuamente aislados –de suerte que nos vemos de nuevo obligados a acudir, para entender su vinculación social, a meras “hipótesis de yuxtaposición” ad hoc–. Se trata, pues, de un “pseudoconstructivismo social” canalizado a través de un “sociologismo mentalista” (de tipo “encapsulado-representacional”), que precisamente da lugar, por su propia inviabilidad teórico-constructiva, a toda suerte de relativismos sociológicos pragmatistas tan gratuitos a la postre como teórico-constructivamente inviables. En este sentido, me parece que el trabajo de G. Pérez Campos presente en este monográfico (Pérez Campos, 2002), no se desprende de semejante pseudoconstructivismo social aliado al sociologismo mentalista, y por ello a un relativismo sociológico pragmatista en último término indecidible; pues la “teoría de las representaciones sociales” a la que se apela –pero también la idea de “significaciones imaginario sociales” de Castoriadis– reproduce inevitablemente la yuxtaposición a la postre incomunicable entre una presunta realidad social y una no menos presunta representación suya, así como entre los individuos que se pretenden vincular socialmente y la sociedad misma que pretende vincularlos.

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Sólo, por el contrario, cuando entendemos que son los vínculos gramaticales supraindividuales (tanto lingüísticos y extralingüísticos) que sostienen o acogen las operaciones de los individuos aquellos que constituyen la propia formalidad individual operatoria de los mismos, podremos entonces entender no sólo el carácter genuina e íntegramente social de dichos individuos, sino asimismo, y por ello, el carácter efectivamente construido tanto de la realidad social (extralingüística), de la que dichos individuos participan, como de las representaciones lingüísticas, no menos sociales, de las que asimismo participan, que soportan intercaladas la construcción de dicha realidad. 2.6. La aporía de la lingüística –estructuralista y generativa–: el desbordamiento semántico de su (presunto) campo propio de inmanencia Pues bien: la concepción aquí sostenida de la función semántica de significar nos conduce a poner en cuestión las condiciones mismas de posibilidad de la lingüística en cuanto que disciplina que pudiese poseer un campo formal de inmanencia propio que estuviese por tanto formalmente recortado de cualesquiera realidades extralingüísticas envolventes. Y ello tanto ciertamente por lo que respecta a las orientaciones “estructuralistas” de la lingüística de estirpe saussuriana, tanto en su rama americana o distribucionista (bloomfieldiana) como en sus diversas ramas europeas, como también por lo respecta a la orientación “generativa” (chomskiana) de la misma. Por lo que respecta a su orientación “estructuralista”, dicho supuesto de inmanencia puede ser cifrado básicamente en lo siguiente: en la pretensión de analizar el “código” (“cifra” o “sistema”) de la “lengua”, en cuanto que estructura formal interna de los “mensajes” (o “decursos”) comunicaciones positivos a la que habría de atenerse el campo de la lingüística, como si dicho código pudiese ser formalmente recortado, por un lado, por el costado de la “segunda articulación fonológica” (de Martinet), en cuanto que ésta se entiende como la “forma de la expresión” (o del “significante”) en el sentido de Hjelmslev, y, por otro lado, por el costado de “la primera articulación morfosintáctica” (asimismo de Martinet), en cuanto que entendida como la “forma del contenido” (o del “significado”) de nuevo en el sentido de Hjelmslev; de suerte que tanto la “fonética” por un lado como la “semántica” por otro quedasen excluidas por fuera del campo formal de inmanencia de la lingüística, en cuanto que concebidas como “sustancia (o materia) de la expresión (o significante)” y “sustancia (o materia) del contenido (o significado)”, en el sentido de Hjelmslev, respectivamente 31. No negamos, desde luego, que la fonética, en cuanto que su campo se circunscribe al de las condiciones somáticas morfofisiológicas de las operaciones (bucosupralaríngeas) y percepciones (auditivas) humanas implicadas en las proferencias lingüísticas, sea formalmente exterior al campo de la lingüística, cosa que sin duda no ocurre ya con la fonología, en cuanto que ésta trata con los “valores distintivos” de los fonemas dentro del “juego (formal) articulatorio” de cada lengua natural efectiva –dentro, en efecto, de la “segunda articulación” de cada lengua, que a su vez se da “con-jugada” con la “primera articulación”. Entendemos, de este modo, en efecto, que el campo (a su vez formal) de la fonética cumpla funciones de “materia” (o “sustancia”, según Hjelmslev) respecto del “campo formal” de la lingüística, y en particular respecto de la “forma” (Hjelmslev) de su “segunda articulación fonológica”, viniendo por tanto a desempeñar funciones si se quiere auxiliares respecto de dicho campo formal lingüístico. En este sentido, desde luego, el campo formal de la lingüística quedaría ciertamente recortado, frente a la fonética, por el costado de la fonología. Ahora bien, lo que cuestionamos es que por el costado de la (primera) articulación morfosintáctica, la lingüís-

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tica pueda quedar recortada, y precisamente frente a la semántica, del modo como la “ortodoxia” lingüística justamente lo pretende al objeto de asegurarse un campo de inmanencia propio, esto es, entendiendo a dicha articulación morfosintáctica –paradigmáticamente, a partir de la distinción de Hjemlslev entre “forma” y “sustancia” de la “expresión” y del “contenido”– como la “forma del contenido” (o del “significado”), en cuanto que opuesta a la “semántica” que ha de quedar entonces concebida como la “sustancia del contenido”. Como si el campo de las referencias semánticas, en efecto, en cuanto que se supone relativo a las “realidades extralingüisticas”, o bien al “conjunto de los conocimientos humanos”, se hubiese de entender en todo caso como un campo no codificado ya lingüísticamente, y en esta medida como una mera “materia” (o “sustancia”) exterior a la “forma del significado” (o del “contenido”), la cual, por su parte, y correlativamente, es preciso entender entonces de un modo mentalista, o sea, como si los significados (lingüísticos) consistiesen originariamente en “contenidos (imágenes o pensamientos) mentales” lingüísticamente codificados –“mentalismo” éste que, en efecto, estaba ya constitutivamente presente en la raíz de la lingüística estructural, en la propia distinción de Saussure entre el “significante” y el “significado” como la “cara externa” y la “cara interna” del “signo”, entendida dicha presunta “cara interna” como un contenido mental correlativo a la “cara externa” consistente en los sonidos32. Pero nuestra concepción de la significación semántica como participación isomorfa intercalada de la estructura gramatical del lenguaje en la estructura no menos gramatical de la vida socio-cultural misma extralingüistica nos permite: (i) en primer lugar, entender a la articulación gramatical o morfosintáctica del lenguaje (de cada lenguaje positivo), no ya –como es preceptivo en la “ortodoxia” lingüística– como la “forma” gramatical de un “contenido” o “significado” supuestamente mental, sino como la “forma” gramatical misma de la materia articulatorio-operatoria (sonora) de cada lenguaje positivo, forma ésta que si posee en efecto “significado” (semántico), (ii) no es porque dicho “significado” quede recluido originariamente en ninguna suerte de representació n mental, sino porque él reside en la estructura o forma misma de las “cosas” o “realidades” socio-culturales extralingüísticas en la medida en que aquella forma lingüística (gramatical) participa en la forma (no menos gramatical) de la vida misma socio-cultural extralingüistica. Pero entonces (iii) es preciso advertir que el pretendido campo de inmanencia de la lingüística queda sin duda desbordado por su costado semántico, es decir, por la participación misma isomorfa (intercalada) de la forma gramatical de cada lenguaje en la forma gramatical de su vida socio-cultural extralingüistica, participación ésta en la que justamente consiste la función de “significar” (semánticamente) como una función formalmente indisociable o indesprendible de todo lenguaje. En este sentido, debe repararse en que la concepción del significado (semántico) aquí propuesta pretende suturar la posible fisura que asimismo podría abrirse entre “significados” y “conceptos”, sutura ésta que me parece que sólo puede lograrse entendiendo a los “conceptos” como la estructura misma (construida) de la realidad socio-cultural objetiva extralingüística, en la cual estructura la del lenguaje participaría isomórficamente. Sólo de este modo me parece que podemos asimismo sortear todo posible nuevo desplazamiento de dicha fisura, como la que se daría en efecto entre unas hipotéticas “concepciones” (supuestamente subjetivo-individuales) y los “conceptos” (sociales), como creo que todavía ocurre en el trabajo de A. Gomila presente en este monográfico (Gomila, 2002), puesto que las “concepciones” no serían otra cosa más que los mismos significados, o sea, la mencionada función de participación isomorfa de los lenguajes en la vida social extralingüística a escala gramatical.

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Pues bien: desbordado semánticamente de este modo el presunto campo de inmanencia de la lingüística, dicho campo nos pone entonces en presencia de algo sin duda muy próximo al campo de la “semiología” inicialmente esbozada asimismo por Saussure33. Ahora bien, se trata de entender a su vez dicho campo “semiológico” según criterios no ya meramente sociológicos genéricos, o sea, inespecíficos desde el punto de vista precisamente lingüístico (o gramatical), sino justamente como un campo que, incluyendo sin duda contenidos socio-culturales extralingüisticos, viene en todo caso íntegramente “codificado” según un “código” del que participa isomórficamente el propio código lingüístico. O sea, y en resolución, se trata de entender al campo “semiológico” como el campo mismo “específicamente antropológico” (lingüístico y extralingüístico) tal y como aquí lo venimos considerando, es decir, como un campo cuya especificidad es preciso cifrar en la participación isomorfa intercalada entre sus estratos lingüístico y extralingüístico a escala precisamente gramatical. Se comprenden entonces, por cierto, las dificultades inherentes a la pretensión de concebir el campo de la “semiótica” como un campo unificado, tanto si dicha pretensión se entiende desde la perspectiva, intencionalmente más global, de Peirce, como si se entiende desde la perspectiva, más reducida en extensión, de la semiología de Saussure. Pues la cuestión es, en efecto, que el campo pretendidamente unificado de la semiótica se nos muestra como inexorablemente fragmentado en dos subcampos, el zoológico y el antropológico, mutuamente inconmensurables e irreductibles, a la vez que el campo semiótico antropológico, en cuanto que campo semiológico, sin dejar de incluir, como decíamos, un estrato extralingúistico, no por ello dicho estrato debe dejar de seguir siendo visto como codificado de un modo isomórfico con el estrato lingüístico de dicho campo. En este sentido, podríamos comenzar a comprender, y a reinterpretar, las dificultades con las que inevitablemente se encuentra y de las que a su manera se hace cargo el trabajo de W. Castañares presente en este monográfico (Castañares, 2002) a la hora de acotar los perfiles de una “historia de la semiótica” y de contar con un concepto mínimamente inequívoco de “representación”. Ahora bien, si la lingüística de corte “estructuralista” pretende hacer cristalizar un campo de inmanencia propio en torno al “código” de la “lengua” en el sentido indicado, la lingüística generativa chomskyana intentará hacer lo propio, pero esta vez en torno a un “núcleo de cristalización” ciertamente diferente, a saber, el de un supuesto sujeto psico-lógico presuntamente dotado de una “estructura profunda” lógico-gramatical universalmente distribuida de un modo innato entre todos los hombres, a partir de la cual sería posible generar transformacionalmente las diversas y virtualmente ilimitadas secuencias oracionales “superficiales” de las diversas lenguas positivas efectivas. Ahora bien, si del campo de la lingüística estructural podremos decir que es, al menos, efectivo, aun cuando desprovisto de la inmanencia formal propia que pretende en cuanto que semánticamente desbordado por las estructuras socio-culturales extralingüisticas en las que participa intercalado isomórficamente, del presunto campo de la lingüística generativa nos parece que es preciso decir que ni siquiera sería un campo efectivo, sino puramente intencional o ficticio, y no ya tanto por lo que toca al alcance “técnico” gramatical de las “reglas de transformación” sintácticas por dicha lingüística elaboradas, pero sí en cuanto que se conciba dicho campo desde su supuesto de base relativo a aquella presunta estructura profunda lógico-gramatical universalmente distribuida de un modo innato en la mente de cada hombre. Es dicho supuesto el que obliga, en efecto, a entender a la sintaxis –a las reglas de trasformación generativa entre aquella supuesta estructura profunda y las secuencias oracionales efectivas de las lenguas naturales, las cuales han de concebirse, por

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oposición correlativa con dicha estructura profunda, como “estructuras superficiales”– como poseyendo un radio de acción autónomo o encapsulado precisamente con respecto de toda posible interpretación semántica del significado de las estructuras concebidas como superficiales. El “radio de acción de la sintaxis” es en efecto entendido, en su propia formalidad sintáctica transformacional y generativa, como lógicamente aislado o preservado de toda posible interpretación semántica que pudiera otorgarse a las secuencias concebidas como superficiales, de modo que dicha interpretación no podrá ser efectuada a la postre sino mediante meras hipótesis ad hoc de yuxtaposición con respecto a dichas transformaciones sintácticas. Y éste fue el caso, en efecto, de la teoría semántica que Fodor, Katz y Postal ensayaron en sus trabajos de 1963 y 196434, de acuerdo con los supuestos originales contenidos en Estructuras sintácticas de 1957 de Chomsky, y que fue prácticamente aceptada en su totalidad por este autor en su Aspectos de la teoría de la sintaxis de 1965. Debiendo partir, en efecto, de la asunción básica, ya presente en Estructuras sintácticas –y luego consolidada en Aspectos…– según la cual (i) las transformaciones sintácticas deben preservar intacto el supuesto significado originariamente contenido en las estructuras oracionales de “base” o “nucleares” (“profundas”), de modo que (ii) dichas transformaciones no puedan generar ellas mismas cambio alguno en aquel supuesto significado originario, estos autores se ven llevados a postular, para llevar a cabo alguna suerte de interpretación semántica de los significados de las secuencias oracionales “superficiales” de los lenguajes efectivos, la necesidad de un “diccionario”, enteramente hipotético y utópico, que debiera contar con todas las unidades léxicas posibles de cada lengua natural una vez efectuadas ya las transformaciones, y que debiese estar acompañado de unas no menos hipotéticas “reglas de proyección” que debieran establecer el “puente” entre el significado de dichas unidades léxicas efectivas y el supuesto significado originario del léxico de las oraciones básicas mediante la hipótesis, de nuevo enteramente ad hoc, de que el significado de cada constituyente compuesto de la oración se obtiene como una “función composicional” de los significados de las partes, presuntamente originarias, de aquel constituyente. De este modo, dicha teoría semántica no puede sino funcionar yuxtapuesta, o “en paralelo” (como ya lo adelantara el propio Chomsky en el capítulo noveno de su libro inicial, capítulo titulado precisamente Sintaxis y Semántica), a las transformaciones sintácticas, las cuales siguen gozando, en su formalidad sintáctica, de autonomía y/o de anterioridad lógica con respecto a la semántica. De otro modo: que la semántica (así como, por cierto, también las reglas morfonológicas de conversión –de los morfemas presuntamente básicos en secuencias de fonemas efectivos–) tienen un alcance sólo interpretativo yuxtapuesto, pero no generativo, en el conjunto de la gramática chomskiana, la cual sigue preservando dicha función generativa sólo a las transformaciones sintácticas. De aquí el interés que sin duda tiene la revisión ulterior de la gramática chomskiana en la dirección de lo que se ha denominado “semántica generativa”. Ahora bien, el alcance de dicha “semántica generativa” no debería interpretarse a su vez de modo que se limitase a reproducir la dualidad circular yuxtapuesta entre “sintaxis” y semántica” que constituye el marco mismo de fondo del proyecto chomskiano, sólo que invirtiendo ahora el papel determinante de la semántica frente a la sintaxis, es decir, como si, en vez de tomar a la sintaxis, en cuanto que lógicamente anterior y aislada de la semántica, como el marco o fundamento de esta última, tomásemos ahora a la semántica, en cuanto que previa y aislada de la sintaxis, como el marco o fundamento de la sintaxis. Se trata, antes bien, de entender a las propias transformaciones sintácticas y a su función generativa como mutuamente acompasadas con sus funciones semánticas, lo cual creemos que sólo puede hacerse si regresamos, de nuevo, a la idea de que dichas transformaciones partici-

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pan isomórficamente intercaladas en las trasformaciones mismas socio-culturales extralingüisticas de su círculo social positivo envolvente. Sólo entonces es cuando puede quedar enteramente desactivado el supuesto de fondo relativo a unas presuntas “estructuras básicas” lógico-gramaticales universalmente distribuidas de modo innato en la mente de todos los hombres, y por ello mismo la correlativa conceptuación de las secuencias oracionales efectivas de las lenguas positivas como “estructuras superficiales”: pues las trasformaciones sintácticas se dan entre distintas secuencias oracionales todas ellas positivas y efectivas (sin perjuicio de la mayor o menor “superficialidad” o “profundidad”, siempre co-relativa, de las mismas en cada caso), de modo que ya no podremos conceptuar a dichas secuencias como “superficiales” desde el momento en que ha quedado desactivado el supuesto de las “estructuras profundas” (y ésta era, por lo demás, como se sabrá, la concepción de las trasformaciones sintácticas que sostuvo desde el principio el propio maestro de Chomsky, Zellig Harris, frente a su discípulo). Es, en resolución, el pretendido núcleo de inmanencia formal de la lingüística generativa, en cuanto que concebido como un sujeto psico-lógico innatamente dotado de unas presuntas estructuras básicas lógico-gramaticales universalmente distribuidas en la mente de todos los hombres, el que inexorablemente bloquea toda comprensión de la función semántica de las lenguas naturales positivas y efectivas en sus círculos sociales positivos; a la vez que es la recuperación de dicha función semántica efectiva la que desactiva como puramente intencional, y a la postre enteramente metafísico, dicho pretendido núcleo de inmanencia. Se diría, por fin, que Chomsky, seguramente movido por una voluntad ideológica de “universalismo antropológico”, ha malentendido dicho universalismo al localizarlo de un modo inespecífico o irrelevante y por ello a la postre ineficaz o trivial. Pues, a lo sumo, esas condiciones universalmente distribuidas en todos los hombres que harían a éstos capaces para “el lenguaje” no pueden ser otras que sus estrictas condiciones disposicionales morfo(neuro)fisiológicas (no ya “mentales”) como grupo biológico (por ejemplo, como especie biológica); pero dichas condiciones disposicionales, como tales (o sea, en cuanto que estrictamente morfofisiológicas), no pueden ser entendidas de otro modo más que como capacidad o potencia, sin duda materialmente necesaria, pero en todo caso por sí misma insuficiente y por ello lógicamente inespecífica respecto de la realidad formal del “campo antropológico en acto”. Es preciso, pues, considerar, “en acto” y “formalmente” a dicha potencia o capacidad; pero entonces se ha de reconocer que su “puesta en acto”, que es siempre una puesta en acto operatoria y constructiva, queda ya íntegra y formalmente subsumida y constituida en el seno de cada cultura antropológica positiva y de cada lenguaje natural positivo que sólo puede tener lugar y sentido dentro de su cultura. Sólo de este modo es posible comprender que una característica como “el lenguaje”, cuando se lo considera no de un modo universal-distributivo y por ello meramente potencial (morfofisológico), sino formalmente y en acto dentro de las culturas antropológicas efectivas, pueda suponer, en vez de un principio inmediato de vinculación universal (“de la humanidad”), un principio profundísimo de disociación o desconexión, al menos de entrada, entre los propios grupos humanos positivos (justamente el principio tan sabiamente recogido por el mito de la torre de Babel). De aquí, en efecto, la irrelevancia e ineficacia de una consideración universal-distributiva y meramente potencial del lenguaje como es la practicada a la postre por Chomsky. Lo cual no quiere decir, a su vez, y por cierto, que no sea posible ensayar una cierta idea de “universalidad antropológica”, si bien de un modo ciertamente distinto al practicado por la escuela chomskyana –que es precisamente el modo que estamos intentando ejercitar en este trabajo. Se trata en efecto de adoptar, al objeto de pensar dicha universalidad, el formato, no de las

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“clases distributivas”, sino de las “clases atributivas”, de modo que sea posible concebir, dentro de dicha formato atributivo, ciertas características “trascendentales” a su propia constitución35. De este modo, en efecto, el “campo antropológico” se nos muestra como una “totalidad atributiva” “en curso” (o haciéndose), esto es, como una totalidad cuyo principio de unidad, lejos de ser el de la distribución homogénea y acabada de ciertas notas suyas a través de todos los miembros de la totalidad (como es el caso de las totalidades distributivas), lo hacemos residir en la concatenación en curso, que puede ser armónica pero también conflictiva, entre sus diversas determinaciones particulares heterogéneas: tan diversas y heterogéneas como resultan ser, en efecto, cada una de las distintas culturas antropológicas positivas (con sus correspondientes lenguajes naturales), que se nos muestran sin embargo no por ello definitivamente aisladas, sino, al menos dado ya el proceso histórico, concatenándose entre sí, y por relaciones que pueden ser tanto armónicas como conflictivas –formando parte de dichos conflictos la necesidad de traducción mutua entre las lenguas–. Pues bien, sólo ahora in medias res, esto es, entre medias de dicho proceso de concatenación –él mismo “histórico”, y por tanto “no acabado”, sino “haciéndose”–, es como se nos puedan mostrar ciertas características o condiciones constitutivamente recurrentes, y sólo en este sentido trascendentales , a dicho proceso (él mismo histórico) de concatenación. Estas, y sólo éstas, serían las características “universales”, en cuanto que “atributivas-trascendentales” y “en curso” (“históricas”), reconocibles en el campo antropológico a través de sus determinaciones formales y en acto. Y es desde dicha concepción como estamos ensayando aquí nuestra idea del “campo antropológico”, y en particular la idea de la participación isomorfa intercalada a escala gramatical de los lenguajes positivos en sus culturas positivas como una característica en efecto trascendental al campo antropológico, o sea, constitutivamente recurrente a cada una de sus diversas culturas. 2.7. La aporía de la psicolingüistica cognitiva computacional de estirpe chomskyana; de sus intentos de superación mediante los “modelos de situación” y/o la concepción “corpórea” del significado, y del conexionismo computacional Pues bien: me parece que los mencionados límites –semánticos– de la gramática chomskiana se han de reproducir inevitablemente en el proyecto psico-lingüístico que resulta paradigmáticamente de hacer converger aquella concepción chomskyana de un presunto sujeto psicológico supuestamente dotado de una “estructuras profundas” lógico-gramaticales universalmente distribuidas de modo innato en la mente de todos los hombres con la concepción cognitiva computacional que asume la analogía (la “metáfora”) entre la “mente” (en este caso humana) en cuanto que supuestamente “instalada” en el cerebro y los programas algorítmicos de hecho instalables en las máquinas computadoras, de modo que aquellas “estructuras profundas” pueden verse ahora como un reflejo inmediato de una suerte de supuesto “lenguaje del pensamiento” universal computable que resultase universalmente responsable, por la vía de su generación transformativa psicológica –psico-lingüística– de cualesquiera lenguas naturales efectivas (36). De este modo, en efecto, el mencionado universalismo antropológico chomskiano adquiriría, al parecer, un formato y un soporte rigurosamente científicos –tanto metodológica como temáticamente– bajo la forma de su versión cognitiva computacional, o sea, bajo la concepción por un lado abiertamente mentalista y por otro fisicalista-computacional de aquel presunto “lenguaje del pensamiento” universalmente distribuido en la mente humana y psico-lingüisticamente generador de todas las posibles lenguas naturales.

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Ahora bien, así como, según dijimos, el pretendido núcleo de inmanencia de la gramática chomskyana –las presuntas estructuras profundas lógico-gramaticales innatas– bloqueaba la comprensión de las efectivas funciones semánticas de las lenguas naturales, cuya recuperación desactivaba como puramente intencional dicho presunto núcleo de inmanencia, también ahora será preciso señalar que el principal problema, o la anomalía estructural, con la que indefectiblemente habrá de encontrarse la concepción cognitivo computacional de dicho “lenguaje del pensamiento” será la del engranaje del mismo con las efectivas lenguas naturales, y, más en particular con el aprendizaje y uso efectivos de dichas lenguas. A este respecto, es preciso advertir que la concepción cognitiva computacional, ya en general –es decir, comenzando por incluir también a la conducta zoológica–, se ve obligada a adoptar lo que entiendo que es preciso considerar como una pseudoconcepción del aprendizaje, en cuanto que hace depender éste de lo que asimismo hemos de estimar como una pseudoconcepción de la memoria, o sea, de una suerte de hipotética memoria algorítmico-maquinal o computacional de cuya programación previa dependiera el proceso mismo del aprendizaje: como si las posibles variaciones conductuales dadas en función de las posibles variaciones ambientales de un organismo viviente debiesen venir, ellas mismas, algorítmico-maquinalmente pre-programadas (computadas), como sin duda ha de ser el caso de las variaciones de los movimientos de un cuerpo mecánico acoplado a una máquina computacional respecto de las variaciones de un ambiente geográfico que ha debido ser (como vimos en el epígrafe 1.6. de este trabajo) fisicalistamente factorizado para poder ser algorítmico-maquinalmente programado o computado –mediante extrapolaciones estadísticas. Pero es justamente dicho presunto “aprendizaje”, dependiente de dicha no menos presunta “memoria” computacional, los que un organismo viviente efectivo tiene ya, como decíamos, sorteados de antemano, en la medida en que su efectiva conducta aprendible, y la memoria con dicha conducta acompasada, tienen lugar formalmente no en un medio geográfico fisicalista, sino en un medio fenoménico de co-presencias a distancia. La efectiva conducta aprendible, y su memoria acompasada, dependen sin duda de condiciones disposicionales morfo(neuro)fisiológicas, pero no de unas condiciones que pudiéramos (analógicamente) entender como susceptibles de estar innatamente dotadas de una preprogramación memorística computacional, puesto que la organización funcional misma (neurofisiológica) de dichas condiciones se desarrolla o varía en función de las propias variaciones conductuales efectivas en cuanto que éstas a su vez no dependen de ninguna clase de preprogramación memorística computacional. En el caso de las lenguas naturales humanas efectivas, la anomalía estructural de la que no podrá librarse la hipótesis de un “lenguaje del pensamiento” (analógicamente) algorítimico-maquinal o computacional será, como decíamos, el del engranaje de dicho presunto “lenguaje” con el aprendizaje y uso efectivo (socioculturales y específicamente antropológicos) de cada lengua natural positiva. Una “anomalía” ésta que obligará indefectible y característicamente a adoptar diversas hipótesis todas ellas ad hoc y de yuxtaposición, como son efectivamente las relativas a los “puentes” o “interfaces” entre la presunta estructura lógica de aquel lenguaje del pensamiento universal y las gramáticas de las lenguas efectivas, unos “puentes” éstos, que, en efecto, en su misma estructura indefectiblemente reproducirán la yuxtaposición misma que sin embargo pretenden suturar –como ocurre precisa y paradigmáticamente con la semántica fodoriana yuxtapuesta a la sintaxis chomskyana–. En este sentido, me parece que el trabajo de J. E. García Albea y J. M. Igoa presente en este monográfico (García-Albea e Igoa, 2002) no puede dejar de reproducir el regreso al infinito que, bien por el costado del “len-

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guaje del pensamiento” o bien por el costado de las lenguas naturales, se abre inexorablemente al intentar establecer alguna clase de correspondencia entre ambos planos, como parece inevitable cuando se parte del modelo psicolingüístico computacional y “simbólico-representacional” del que estos autores en efecto parten. Y algo semejante asimismo ocurrirá cuando sean las lenguas naturales mismas aquellas cuya correspondencia o “toma de tierra” quiera asegurarse con los denominados “modelos de situación” de tipo “sensorio-motor”, siempre que dicha correspondencia siga siendo entendida desde el marco del dualismo representacional y del realismo positivista acrítico (fisicalista) asociado a dicho dualismo: también ahora los diversos “puentes” o “interfaces” conjeturados reproducirán siempre en su estructura misma la yuxtaposición que pretender suturar. Los (diversos) “modelos de situación”, en efecto, a veces asociados a la idea de “corporeidad del significado”, pretenden ciertamente en principio remontar la fisura entre la concepción “simbólico-representacional” y computacional del significado por un lado y las efectivas lenguas naturales junto con las experiencias extralingüísticas que se supone que serían las referencias de dichos lenguajes por otro. Ahora bien, me parece que dichos modelos acaban asimismo por reproducir el mismo tipo de fisura, si bien ahora entre el lenguaje y la experiencia extralingüística, y ello tanto cuando se entiende que el significado de las “representaciones proposicionales” sería activado de “arriba-abajo” por el lector sobre la base de su conocimiento del mundo, como cuando se entiende que dichas representaciones estarían más próximas a la experiencia situacional sensorio-motora y por ello menos dependientes de la estructura gramatical del texto, pues en ambos casos se reproduce en efecto, bien sea en la dirección de “arriba-abajo” o bien en la “abajo-arriba”, la yuxtaposición incomunicable o la fisura entre la estructura gramatical del texto y la estructura de la experiencia extralingüística que creo que sólo es posible suturar mediante la idea aquí propuesta de la participación isomorfa intercalada a escala gramatical entre ambos tipos de estructuras. En este sentido, me parece que el trabajo de M. de Vega presente en este monográfico (de Vega, 2002), en la medida en que adopta la perspectiva de los modelos de situación asociados a la idea de “corporeidad del significado” no logra salvar, sino que reproduce, la fisura insalvable entre dicho supuesto significado corpóreo y situacional, en cuanto que entendido de un modo positivista fisicalista, y la estructura gramatical de los textos, en cuanto que entendida como yuxtapuesta a aquel supuesto significado. El único modo, entonces, de sortear el regreso al infinito que por un costado u otro siempre acarrea el intento de establecer correspondencias, bien entre los modelos de situación y las lenguas naturales, o bien entre éstas y el presunto lenguaje del pensamiento, es adoptar la idea aquí propuesta de una participación isomorfa intercalada de la estructura de cada lenguaje natural en la estructura socio-cultual extralingüística envolvente a escala gramatical. Naturalmente, dicha idea, por su estructura, hace innecesarios todos los hipotéticos “puentes” entre cada lengua y cada “situación”, y a vez desactiva como enteramente irreal toda hipótesis relativa al lenguaje del pensamiento. De aquí que el supuesto mismo del carácter “simbólico” y “representacional” (o “intencional”) de los (supuestos) “símbolos” de dicho lenguaje del pensamiento resulte ser una mera petición de principio, o un mero añadido conceptualmente inerte, que pretende otorgar carácter o función simbólico-representacional a un supuesto “lenguaje mental” que, en cuanto que modelizado sobre su modelo computacional (algorítmico-maquinal), y precisamente abstracción hecha de sus prestaciones prácticas, carece completamente de todo carácter simbólico y de todo carácter intencional o representacional. Las únicas funciones simbólico-representacionales efectivas, es decir, efectiva y específicamente

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semánticas, serán las desempeñadas por las lenguas naturales en virtud de su participación isomorfa intercalada a escala gramatical con sus situaciones socio-culturales extralingúisticas envolventes. Pues bien: en el contexto de la crítica al cognitivismo computacional es preciso también hacer ciertas observaciones críticas sobre el trabajo inscrito en la órbita del denominado “conexionismo”. En principio, la tarea de elaborar y simular modelos de hipotéticas redes y circuitos neurales puede ir desde luego ligada a la efectiva investigación neurofisiológica relativa a las formas de organización funcional de los correlatos neurofisiológicos de la actividad conductual y cognoscitiva (y también lingüística), como una importante tarea auxiliar cuyas hipótesis en todo caso no podrán dejar de ser contrastadas por los conocimientos experimentales relativos al efectivo funcionamiento neural. Ahora bien, ya dentro de dicho sector –neurológico– del campo de la investigación bio(psico)lógica, es preciso advertir y criticar la presencia (muy característica) de ciertas concepciones de fondo adscritas al dualismo representacional y al realismo fisicalista ingenuo a éste asociado. Así ocurre, en efecto, cuando la actividad neural es conceptuada, con una intención reduccionista, como si fuese la “base” de la conducta o del conocimiento, es decir, como si dicha “base” permitiese una explicación por factorización reductiva fisicalista de la conducta o del conocimiento, cuando es el caso, antes bien, que dicha “base” neural resulta ser funcionalmente posterior, y por ello funcionalmente dependiente, de la propia conducta y/o el conocimiento (de su propio “uso” conductual), al menos tanto como dicha conducta depende de dicha base, pero no ya precisamente en cuanto que presunta factorización reductiva fisicalista suya, sino sólo en cuanto que condiciones suyas disposicionales morfoneurológicas cuyo funcionamiento es, como digo, funcionalmente dependiente y posterior de dicha actividad conductual. De este modo, la expresión misma “bases neurológicas” de la conducta y/o del conocimiento –y no digamos la expresión “bases biológicas”, como si la conducta o conocimiento (zoológicos) no fuesen ellos mismos tan “biológicos” como sus propias “bases”–, resulta ser mucho más acrítica y equívoca de lo que acaso pudiera de entrada parecer, precisamente en la medida en que lo que suele estar en el trasfondo de dichas expresiones es una pretensión reduccionista fisicalista que no se acompasa de ningún modo con lo que nos es dado de hecho empíricamente conocer. De hecho, en efecto, la imagen que la efectiva investigación neurofisiológica no ha dejado nunca de ofrecernos sobre las formas de organización funcional de la actividad neurológica involucrada en la conducta –ya desde los “patrones de estereotipo dinámico” pavlovianos hasta las investigaciones más recientes, como pueden ser por ejemplo las de Ebbeson, Calvin o Edelman– es cada vez más una imagen característicamente plástico-zonal y dinámica, y en este sentido enteramente acorde con la “vieja” hipótesis del gestaltismo clásico relativa a un isomorfismo (topológico) entre la actividad conductual y el funcionamiento neural (central), una hipótesis ésta en la que, como dijimos, lo decisivo era que precisamente invertía las relaciones de modelización entre la conducta y la actividad neurológica asumidas por el “sentido común” dualista representacional en el sentido de que percibía a la actividad conductual como “modelando” la propia forma de organización funcional de la actividad neurológica en dicha actividad conductual involucrada. De lo que se trata, me permitiría decir, es de sustituir todos los “viejos” conductismos, siempre orientados a legitimar el presunto campo propio de la psicología en cuanto que desprendida de la biología, y por eso mismo siempre más o menos metodológicos en cuanto que adscritos al prejuicio fisicalista, por un genuino “conductismo biológico” (y por tanto ontológico regional), que resultaría estar, acaso sorprendentemente para algunos, muy próximo a

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la clásica concepción –bio(psico)lógica– aristotélica del “alma”, es decir, expresado en nuestros términos actuales, a una concepción de la conducta, en cuanto que fenoménica y operatoria, como la “punta de lanza”, y en este sentido de algún modo como la “esencia” o “forma” misma, del funcionamiento de todo el cuerpo. Pues bien: lo que el conexionismo paradigmático hace es ofrecer una concepción específicamente computacional o algorítmico-maquinal del (presunto) funcionamiento neural –si es que, en efecto, dicha concepción paradigmática asume (para decirlo en los términos de uno de sus representantes más característicos) que “los modelos conexionistas son redes grandes de elementos simples que computan en paralelo, cada uno de los cuales proporciona un valor de activación que se computa a partir de los elementos colindantes en la red por medio de alguna fórmula numérica simple” (Smolensky, 1989). De este modo, el conexionismo paradigmático viene a reproducir, a la vez que a ofrecer una clave o cifra específicamente computacional al supuesto reduccionista mismo ya presente como decíamos muchas veces en la efectiva investigación neurofisiológica (sea ésta “conexionista” o no). Mas por ello mismo la investigación conexionista paradigmática quedará sumida, me parece, en la siguiente paradoja, a saber: que en la medida misma en que sus construcciones sean efectivamente acordes con sus supuestos computacionales, esto es, sean efectivas construcciones algorítmico-estadísticas maquinales, éstas resultarán ser crecientemente irrelevantes o artificiales con respecto al efectivo conocimiento del funcionamiento neurológico real involucrado en la actividad conductual, artificiosidad ésta que sólo desaparecerá en la medida en que las hipótesis conexionistas se desprendan precisamente de su factura efectivamente computacional. Con todo, es muy posible que una fuente real de alimentación de la efectiva investigación conexionista paradigmática resida en el desarrollo de ciertas tecnologías, como es el caso por ejemplo de la traducción automática (algorítmicomaquinal) entre lenguas naturales. Ahora bien, si es posible, hasta cierto punto, una traducción automática de este tipo entre lenguas naturales, ello deberá ser así sin duda en la medida en que las gramáticas de estas lenguas sean hasta cierto punto, o en cierto estrato suyo, susceptibles de ser computadas en términos de los algoritmos estadísticos maquinales que hacen posible la traducción. No obstante, la cuestión es que si estas traducciones nos son “útiles”, como “prestaciones”, ello es así en la medida en que dichas traducciones deben seguir siendo “leídas” por individuos operatorios reales y desde las lenguas naturales efectivas, sin los cuales individuos y lenguas carecería de sentido la prestación desempeñada por la “traducción”. De este modo, no parece que, abstracción hecha de semejante prestación, el estrato en el que las gramáticas naturales sea susceptible de ser computado pueda ser tomado como modelo conceptual del funcionamiento cerebral real involucrado en la integridad de la actividad lingüística natural. Y éste sería precisamente el caso, según creo, del modelo neuronal de procesamiento (automático) del lenguaje denominado ANNLP, propuesto por J. M. Sopena et al. en su trabajo presente en este monográfico (Sopena, Ramos, LópezMoliner y Gilboy, 2002). Según estos autores, este modelo habría logrado una materialización tecnológica (“ingenieril”) informática computacionalmente muy eficaz en el procesamiento de textos reales, incluso mejor que cualquier otro programa conocido. Con todo, y sin perjuicio de ello, me parece que dicho modelo, en cuanto que modelo conexionista, seguiría sin ser “psicológicamente plausible”, como pretende, debido a los supuestos del dualismo representacional, del realismo fisicalista ingenuo y del reduccionismo ficalista en los que queda inevitablemente preso. El modelo asume sin duda el dualismo representacional en cuanto

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que entiende que cada significado o clase semántica se codifica y almacena, es decir, se “representa”, en una neurona (o grupo de neuronas), a la vez que asume un realismo fisicalista ingenuo desde el momento en que concibe los (supuestos) significados representados neuronalmente como unidades de significado elementales o con sentido propio en sí mismas, que a su vez se corresponderían con supuestas realidades externas igualmente elementales. Semejante modo dualista representacional y atomista de entender el conocimiento evacua del mismo desde luego su inexorable carácter fenoménico-operatorio y construido, y si a pesar de ello dicho modelo es todavía capaz de arrojar alguna luz sobre los hallazgos empíricos contradictorios del efecto de priming, ello es así en la medida en que todavía retiene un enfoque semántico del lenguaje, sin el cual el priming no podría entenderse en cuanto que fenómeno efectivamente lingüístico. Y el modelo asume asimismo ciertamente el reduccionismo fisicalista que supone que las “cogniciones”, tal y como han sido entendidas, serían (reductivamente) explicables en los términos neurofisiológicos fisicalistas que el propio modelo contempla. 2.8. Una nota final sobre la condición problemática del proyecto de una Psicología humana: carácter equívoco de la institución (disciplinar) psicológica Por último, no debo terminar el presente ensayo dejando de apuntar siquiera a una cuestión por lo demás sumamente compleja y delicada –que tiene que ver con el corazón mismo de lo que ha sido caracterizado como el “problema del psicologismo”–, pero cuya consideración, siquiera mínima, viene en todo caso exigida por las coordenadas que aquí han sido ensayadas37. La cuestión es que si, como hemos visto, la propia formalidad individual operatoria de los individuos antropológicos viene siempre refundida a una escala supraindividual en cuanto que gramatical (lingüística y extralingüística) en el sentido aquí apuntado, entonces deja de presentársenos como algo obvio, sino que más bien se nos torna problemático, la viabilidad misma de una “Psicología” humana, es decir, del campo de un saber que a la vez que fuera “humano” por su contenido temático debiera a su vez mantener el punto de vista formalmente psicológico en cuanto que punto de vista de algún modo siquiera análogo al fraguado en el contexto biopsicológico en torno a la individualidad formal somático-operatoria de los organismos bio-ecológicos. Pues los individuos operatorios antropológicos podrán figurar como el momento o el componente sin duda pragmático, pero de unos campos cognoscitivos ya formalmente supraindividuales (en cuanto que gramaticales o “semiológicos”), o sea, de unos saberes “culturales” o “sociológicos”, pero no ya psicológicos, a la manera como, por ejemplo, es el “habla” misma de una “lengua” la que figurará como el momento pragmático del código de dicha lengua. Y ésta es la razón por lo que resulta, como decimos, precisamente problemática la capacidad de las categorías psicológicas, en cuanto hemos de suponerlas necesariamente fraguadas o talladas en el contexto biopsicológico, para aprehender los momentos pragmáticos mismos de dichos campos supraindividuales gramaticales o semiológicos. Pues bien: la idea que a este respecto sugiero es que el campo de la “psicología humana” no se organiza en torno a ninguna clase de subjetividad operatoria cuya individualidad formal fuese análoga a la individualidad formal somático-operatoria tallada en el campo biopsicológico, sino que se organiza, como el resto de los campos de los saberes sociales o culturales antropológicos (de las llamadas ciencias “sociales” o “humanas”) en torno a configuraciones socio-culturales “objetivas” o “supraindividuales” (en cuanto que gramaticales o semiológicas) –que sin duda incluyen sus componentes pragmáticos–, si bien en torno a unas muy determinadas configuraciones de este tipo a su vez históricamente determinadas. Unas configuraciones éstas, en efecto, cuya clave más significativa me parece que podemos encon-

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trarla en la “dinámica estructural” contemplada por la “metapsicología” freudiana, si bien reconstruida o reinterpretada dicha dinámica de modo que podamos entenderla como sociohistóricamente generada, y no generada de un modo endógenamente psicológico como ocurre en la mencionada metapsicología. En la metapsicología freudiana, en efecto, es el “conflicto” originario, en último término constitutivo e irresoluble, entre el deseo de raíz somática y las posibles configuraciones socio-culturales de sus objetos, es decir, la “represión”, el que genera una dinámica estructural (una “topografía” y una “dinámica”, dotadas de una determinada “economía”, según Freud) de “satisfacciones” sólo meramente “sustitutivas” a la vez que mutuamente “alternativas” que viene a constituir el desarrollo de la biografía psico-social misma de cada individuo. Así pues, dicha dinámica estructural está organizada en torno a un “mecanismo funcional” “recurrente”, a saber, un “mecanismo de defensa” (preventivo, evitativo) que evita recurrentemente enfrentarse a, y resolver, el supuesto conflicto originario (la represión) mediante la canalización de dicho conflicto bajo la forma de satisfacciones sólo sustitutivas y mutuamente alternativas del mismo –en cuyo desarrollo consiste la biografía (psicosocial) del individuo. Pues bien, me parece que la idea freudiana de un “mecanismo de defensa recurrente” no es en todo caso gratuita, cosa ésta que precisamente comienza a hacérsenos positivamente más manifiesta cuando entendemos a dicho “mecanismo”, en vez de cómo psicoendógenamente generado a partir de un supuesto conflicto primordial constitutivo e irresoluble entre el deseo de raíz somática y cualesquiera formas socioculturales de organización de sus objetos, como funcionando entre medias de un tipo de conflictos socio-históricamente generados, en cuanto que conflictos entre las normas o proyectos de acción de cada sociedad ya constituida, y en particular dado ya el carácter histórico y político de dichas sociedades. Se trata, pues, de conflictos sociales “dialógicos”, entre los fines y los planes de cada grupo en cuanto que estos planes incluyen o afectan (conflictivam ente) a los fines de otros grupos, y que hemos de suponer siempre dotados de un carácter “moral” dado el carácter ya directa o indirectamente político de sus contenidos. Pues bien, son estos conflictos internormativos dialógicos los que, en el contexto histórico del desarrollo de las civilizaciones y de sus enfrentamientos mutuos, y en relación a un aspecto de las relaciones sociales entre los sectores sociopolíticamente dominantes de las civilizaciones que se encuentran en un momento histórico de pugna victoriosa frente a otras civilizacion es, vendrían precisamente a adoptar una dinámica estructural que podemos ciertamente reconocer como isomorfa a la dinámica estructural contemplada por la metapsicología freudiana –aun cuando enteramente cambiadas ahora, como vemos, los contenidos y las fuentes generadoras del conflicto–, a saber: la dinámica de una “sustitución indefinidamente diferida de los conflictos sociales internormativos de partida por cuasi-resoluciones” de dichos conflictos, unas “cuasi-resoluciones” éstas (“sustitutivas” y “mutuamente alternativas”) que en efecto van adoptando histórico-socialmen te la configuración de una creciente “prolifer ación arbórea” de “diversas alternativas mutuas” de proyectos de acción entre las cuales pueden ir circulando ahora los individuos, de modo que es esta misma diversidad inter-individual de posible s trayect orias de acción, y sin perjuicio del carácter enteramente supraindividual (gramatical) de cada una de estas trayectorias, en torno a la que viene a fraguar la perspectiva o categoría de la (denominada) “psicología” en cuanto que precisa mente humana. De hecho, suponemos que las (diversas) “intervenciones” de esta disciplina vienen a intercalarse entre medias de dicha red proliferativa de trayectorias de acción (“sustitutivas” y “alternativas”) ya

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históricamente dándose, cumpliendo la función (social específica) de reproducir ampliadamente su propio crecimiento proliferativo. Así pues, y en resolución: si, por un lado, hemos puesto en cuestión la posibilidad de un saber psicológico dotado de un campo propio en cuanto que desprendido del campo biológico, dado precisamente el imprescindible lugar crítico del momento (y del saber) psicológico en el contexto del campo bio(psico)lógico, y, por otro lado, hemos “localizado” el campo de intervención de la (denominada) psicología en el contexto humano en aquella proliferación de rutas de acción sustitutivas y alternativas sociohistóricamente generadas, podremos entonces comenzar a comprender que la necesidad de ofrecer una imagen de la “disciplina psicológica” como un saber con un campo “propio y unificado” (precisamente: propio en cuanto que unificado) es más bien una necesidad ideológica, básicamente generada a partir del campo de las intervenciones “psicológicas” humanas, ideología ésta destinada a legitimar aquello que sin embargo debe encubrir o deformar, a saber, el carácter, no ya unívoco, pero ni siquiera análogo, sino más bien “equívoco”, de su campo de intervención con respecto a la perspectiva genuinamente psicológica fraguada en todo caso en el seno del campo biológico en cuanto que campo indisociablemente bio-psico-lógico.

Notas La idea general de ciencia de la que parto en principio es la elaborada por la “teoría del cierre categorial” de Gustavo Bueno. A este respecto puede consultarse en: G. Bueno, 1992 y 1995. Por lo demás, el análisis concreto que aquí voy a desarrollar del campo bio(psico)lógico ya no tiene por qué coincidir con las concepciones de Bueno al respecto. 2 Una análisis más elaborado del lugar y del funcionamiento de los aparatos en las construcciones de las ciencias estrictas (fisicalistas) puede encontrarse en: J. B. Fuentes, 2001 (b). 3 Puede consultarse, en efecto, a este respecto, por ejemplo en: R. Turró, 1917. 4 Una muy significativa discusión, que puede considerarse ya clásica, del nivel adecuado de análisis de la conducta en términos de “relaciones a distancia” entre los “focos distales” entre los cuales tiene lugar el “logro conductual”, fue la desarrollada por E. Brunswik en diversos lugares de su obra –por ejemplo, en Brunswik, 1934 y 1938, y en Tolman y Brunswik, 1935–, y muy especialmente en su trabajo más maduro de 1952 El marco conceptual de la psicología. A su vez, una discusión crítica de la pretensión de este autor por ajustar su caracterización “distal” de los logros conductuales dentro del marco del positivismo (o del conductismo) metodológico fisicalista puede encontrarse en la “Introducción” con la que presenté mi traducción y edición crítica en español del mencionado trabajo de Brunswik de 1952 (ver en: J. B. Fuentes, 1989). 5 Por ejemplo, en: Merleau-Ponty, 1945. 6 Ver a este respecto en: J. B. Fuentes, 2001(b). 7 En este sentido, si bien podemos reconocer, como decíamos, que Merleau-Ponty, y otros autores en su estela –como por ejemplo Gurwitsch (Gurwitsch, 1957) –, detectaron críticamente con acierto el denominado por ellos “prejuicio del mundo”, también hemos de advertir que en este tipo de autores actúa, dada su concepción todavía “puramente fenomenológica” (a la postre, su metafísica fenomenologista), un “pre-juicio relativo al prejuicio del mundo”, dado que el hecho de que el mundo físico objetivo no deba ser en efecto pre-supuesto no quiere decir que no pueda ser efectivamente construido del modo como hemos indicado aquí. 8 Mediante la expresión “escuela clásica de la Gestalt” nos referimos, en principio tomadas global o indistintamente, a las aportaciones de Wertheimer, Köhler y Koffka, y muy especialmente mientras estos tres autores permanecieron trabajando juntos en Berlín. 9 Ya Angell, en efecto, en su trabajo de 1906 en cierto modo fundacional del movimiento funcionalista –como se sabe, su lectura presidencial en la A.P.A. del mismo año–, al caracterizar la primera de las tres notas que según él definirían a la perspectiva “funcionalista” frente a la “estructuralista” (tal y como ésta había sido a su vez previamente formulada por Titchener en 1898 en respuesta al trabajo previo de Dewey de 1896), es decir, al destacar la necesidad de entender a la conciencia más bien como una actividad o como un proceso en vez de como un estado o un contenido, dibuja lo que podemos considerar como el núcleo de la idea de “funcionamiento vicario” al señalar que así como una misma función fisiológica puede ser desempeñada por diferentes estructuras, de un modo semejante una misma función psíquica puede ser ejercida por “ideas” que sin embargo difieren en su “contenido” (como se sabe, los otros dos aspectos que según Angell caracterizarían a la perspectiva funcionalista frente a la estructuralista serían la concepción de la utilidad adaptativa de la conciencia y la consideración precisamente conjunta, psicofisiológica, de la conciencia con la fisiología dentro de la unidad biológica adaptativa). A su vez, muchos de los primeros teóricos del conductismo clásico, como Weiss (1925), Hunter (1932), Holt (1915) Hobhouse (1926) o Meyer (1921), todos ellos notablemente influidos por la perspectiva funcionalista, destacaron asimismo de diversos modos la idea de “funcionamiento vicario” como una característica esencial de la conducta, siendo el propio Hunter (1932) quien formulara la expresión misma de “funcionamiento vicario”. Una discusión histórica y conceptual de esta aportación de la tradición funcionalista y del primer conductismo puede encontrarse en Brunswik, 1952. 10 Se ha de precisar que el plano en el que en efecto conceptualmente convergen la idea funcionalista de “funcionamiento vicario” y la idea gestaltista del carácter intersustituible de los ingredientes materiales respecto de las partes y relaciones formales de una Gestalt es el plano conductual, o sea, el que Brunswik caracterizara como plano de la “macromediación vicaria” frente al plano fisiológico de la “micromediación vicaria”, en donde también puede tener lugar una equifuncionalidad de acciones fisiológicas diversas respecto de un mismo logro funcional, si bien no dada ya dicha equifuncionalidad a una escala cognoscitiva o conductual. Al respecto, ver en: Brunswik, 1952. 1

Intencionalidad,significado y representación en la encrucijada de las “ciencias” del conocimiento / J. B. Fuentes A este respecto es, por ejemplo, muy significativa la clásica distinción establecida por Koffka entre el “ambiente geográfico” y el “ambiente conductual” –en Koffka (1935). 12 Ver, por ejemplo, a este respecto su trabajo clásico de 1936 Principles of Topological Psychology. 13 El concepto de “acomodación selectiva”, o de “variación selectiva de la respuesta al estímulo”, está ya formulado en el trabajo anteriormente mencionado de Angell de 1906 al caracterizar la utilidad adaptativa de la conciencia, y forma parte desde luego esencialmente de toda la tradición funcionalista. 14 Ver en: J. Dewey, 1896. A este respecto, una análisis del significado y alcance de la caracterización de la conducta realizada por Dewey en el mencionado trabajo puede encontrarse en: J. B. Fuentes y E. Quiroga, 2001. 15 Ver en: W. James, 1890. Un análisis del significado y alcance de la caracterización de la “corriente de conciencia” de James puede encontrarse en: E. Quiroga, 1996. 16 Ver, de nuevo, en: W. James, 1890. 17 F. Brentano, 1874. 18 Ver, de nuevo, en: W. James, 1890. 19 Una reformulación de las relaciones entre los condicionamientos respondiente y operante en el sentido de ver al primero como un efecto funcional del segundo puede encontarse en: J. B. Fuentes y E. Quiroga, 2001. 20 Seguramente el análisis más elaborado y detallado de la hipótesis gestaltista del isomorfismo –inicialmente propuesta, como se sabe, por Wertheimer y asumida ulteriormente por Koffka y Köhler– es el que realizara Köhler en su trabajo clásico de 1920 Die physischen Gestalten in Ruhe und im Statiönarem Zustand: eine naturphilosophische Untersuchung. Una revisión compendiada de esta cuestión puede encontrarse, entre otros textos de la escuela, por ejemplo, en Koffka, 1935. 21 Una crítica más detenida de la viabilidad científica de la biología, en cuanto que incluye a la conducta, puede encontrarse en: J. B. Fuentes, 2001 (b). 22 Análisis mucho más detenidos sobre las diferencias y relaciones entre las diversas escuelas conductistas en su relación con el estatuto disciplinar de la psicología pueden encontrarse en: J. B. Fuentes, 1992 y 2001 (a). 23 N. Wiener, 1948. 24 Como ya advirtiera, por ejemplo, Brunswik en su trabajo ya mencionado de 1952. 25 Una construcción más elaborada de la idea de “campo antropológico” y de las características suyas que en los epígrafes siguientes (2.1, 2.2 y 2.3) aquí voy a esbozar, y sobre todo de las diversas modulaciones o fases de su desarrollo histórico, puede encontrarse en: J. B. Fuentes, 2001 (b). 26 La idea (ontológica y gnoseológica) de “anamórfosis” ha sido formulada y usada en los más diversos lugares de su obra filosófica por G. Bueno. Una definición general de dicha idea puede encontrarse por ejemplo en el Glosario de Términos de Bueno, Hidalgo e Iglesias, 1989. 27 Una exposición canónica de la doble articulación lingüística puede encontrarse en: A, Martinet, 1957. 28 L. Wittgenstein, 1922. En todo caso, Wittgenstein entiende el isomorfismo estructural entre el lenguaje y los hechos reducido al plano de los “enunciados atómicos” y de los “hechos atómicos” (de la lógica de Russell), mientras que aquí estoy proponiendo entender dicho isomorfismo con carácter general para cada lenguaje con respecto a su círculo socio-cultural envolvente. Por lo demás, mientras que para Wittgenstein el supuesto del “isomorfismo” es algo inefable –en cuanto que ni es un hecho (atómico) ni puede por tanto ser lingüísticamente representado (por ningún enunciado atómico)–, por mi parte aquí intento dar razón (constructivo-operatoria) de la clave de dicho isomorfismo. 29 Un análisis más detenido de cómo la producción, y las formas del desarrollo de las fuerzas productivas, desbordan la categoría biológica evolucionista de la “selección natural” –también cuando ésta es entendida desde la idea de “selección orgánica”–, puede encontrarse en: J. B. Fuentes, 2001(b). 30 Los conceptos de “fines”, planes” y “programas”, tal y como en principio aquí los recojo, fueron propuestos por G. Bueno en su trabajo de 1982 Psicoanalistas y epicúreos. Ensayo de introducción del concepto antropológico de “heterías soteriológicas”. Por lo demás, cabe hacer notar la significativa correspondencia entre dichos conceptos y las funciones “expresiva”, “apelativa” y “representativa” del lenguaje de Bühler respectivamente –al respecto ver en: K. Bühler, 1934. 31 En relación con la distinción entre “forma” y “sustancia” de la “expresión”, y “forma” y “sustancia” del “contenido”, puede verse en: Hjelmslev, 1959 y 1973. 32 Ver, en efecto, en: Saussure, 1916. 33 Ver, de nuevo, en: Saussure, 1916. 34 Ver en: J. J. Katz y J. J. Fodor, 1963, y J. J. Katz y P. M. Postal, 1964. 35 La distinción entre “totalidades distributivas” y “totalidades atributivas” ha sido usada por G. Bueno sistemáticamente a lo largo de todo su trabajo filosófico. Una definición general de ambos tipos de totalidades puede encontrarse por ejemplo en el Glosario de Términos de Bueno et. al., 1989. 36 J. A. Fodor, 1975. 37 Un estudio más elaborado de la cuestión que en este último epígrafe me limito meramente a apuntar de un modo muy esquemático puede encontrarse en: J. F. Fuentes, 2002. 11

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