La cara oculta de Felipe II - Juan Garcia Atienza.pdf
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Uno de los aspectos de la personalidad de Felipe II que no suele recogerse en los estudios relativos a su personalidad fue su gusto por lo esotérico y su creencia en algunas artes mágicas como la Alquimia. Presentado por sus incondicionales a los ojos del mundo como defensor a ultranza de la fe católica y como azote de herejes, fue además protector de magos y adivinos, y mecenas de sabios alquimistas y grandes maestros ocultistas. Una personalidad inclinada hacia «oscuras» tradiciones, que en esencia son
contrarias a los principios doctrinales impuestos por la fe cristiana —de la que se declaró legítimo defensor—, pero que hábilmente supo compatibilizar. La misma Biblioteca de El Escorial, contuvo —y sigue conteniendo— multitud de libros declarados como heréticos en los Índices Vaticanos de su tiempo, repleta de tratados de la Cábala, de filosofía mística islámica, de escritos heterodoxos y de textos ocultistas y herméticos que rozan los límites de aquella fe a prueba de fuego de la que Felipe II hizo gala a lo largo de toda su vida.
La devoción esotérica del gran rey de la Cristiandad no conocía límites, al igual que sus posesiones.
Título original: La cara oculta de Felipe II. Alquimia y magia en la España del Imperio Juan García Atienza, 1998 Ilustraciones: Patrimonio Nacional, planos cap. 6 y 10 Diseño de cubierta: Joan Batallé Editor digital: RLull ePub base r1.2
Claro que una biografía no consiste en el mero relato de una vida asilada de su ambiente. Por el contrario, lo esencial de ella es el ambiente, comprendiendo en él, principalmente, la herencia y el espíritu de la época, que son las dos fuerzas que modelan con más hondo vigor la personalidad humana; una, la herencia, porque supone el pasado que inexorablemente nos manda, en su forma específica,
peculiar para cada individuo; y otra, el espíritu de época, porque representa la influencia, también poderosa, que el medio ejerce sobre cada uno de los hombres del tiempo en que vivieron. Gregorio Marañón Los tres Vélez (1960)
Prólogo
Es algo indudable, casi inútil de repetir, que el concepto que hoy tenemos de la Historiografía ha cambiado radicalmente desde los tiempos de las crónicas medievales e incluso desde los modelos narrativos que adoptaron a pies juntillas los historiadores de épocas más recientes. Pero aún más que el concepto en sí mismo, me atrevería a asegurar que lo que de verdad ha cambiado ha sido el modo de afrontar los sucesos desde que los narraron los cronistas y los historiadores contemporáneos, hasta que los modernos estudiosos los investigaron y los pudieron contrastar
con la ingente documentación que se ha ido descubriendo en los archivos. Estos modernos historiadores, en muchos casos, se han alzado con su papel de desfacedores de entuertos, han entrado a saco en las viejas narraciones históricas y, habiendo comprobado las grandes dosis de fantasía, pura invención, intenciones tendenciosas y memoria legendaria que contenían, decretaron por las bravas la supresión de todas aquellas aparentes falsedades y las hicieron desaparecer del discurso oficial del proceso histórico. Pero muchas veces, seguro que demasiadas, han procedido a esta poda indiscriminada de los acontecimientos
sospechosos sin detenerse a meditar sobre el hecho de que las falsedades y los errores allí contenidos no eran siempre tales. Pues muy a menudo se trataba en ellos de formas alternativas de transmisión de determinados mensajes que sólo podían ser expuestos mediante una trasposición ficticia de los hechos, de tal modo que, unas veces, lo que se relataba pudiera contarse sin riesgo para el narrador, que envolvía su discurso en señales de reconocimiento que disimulaban su realidad inmediata, aunque a menudo la potenciaban sin tergiversar su significado más auténtico. Otras, la narración se distorsionaba y hasta rozaba lo fantástico para agradar a
quienes iba destinada, halagando su amor propio con la excusa de errores y el maquillaje de faltas que podrían ensombrecer el panegírico propuesto. Hace ya algunos años, cuando la Historiografía moderna rechazaba en masa episodios reconocidos como legendarios y ya había desterrado de los textos de estudio episodios considerados como legendarios, como el de la Campana de Huesca, el profesor Antonio Ubieto Arteta, catedrático de la Universidad de Zaragoza y uno de nuestros más rigurosos medievalistas, rompió una lanza en defensa de las viejas crónicas y los anales donde se narraba esta vieja aventura,
demostrando que la inserción de aquella leyenda no había sido gratuita ni mero producto de la fantasía de los cronistas. Por el contrario, al incluirla entre los episodios señeros del remoto pasado aragonés, se puso indirectamente de manifiesto, con nombres y apellidos familiares, quiénes habían formado parte, años después, del sector de la nobleza de aquel reino que se mostraba contraria a la unión definitiva de la antigua Corona y el Condado de Barcelona, fomentando la aparición casi providencial de un falsario que se hizo pasar por el desaparecido Alfonso el Batallador, que habría retornado casi milagrosamente para restaurar la
independencia de su reino y devolver su poder feudal a un sector determinado de la nobleza autóctona. Así, por caminos torcidos, pero indudablemente verosímiles y, sobre todo, intencionados, una leyenda rediviva acudía para dar su espaldarazo de autenticidad a otro episodio histórico nacido, a su vez, al amor de una estructura legendaria. Pasajes como éste, que contaron verdades a medias valiéndose de una narración ficticia, revelaban bajo la capa del relato novelesco acontecimientos ocultos, prohibidos, o tal vez difíciles de aceptar en su desnuda realidad por los destinatarios
de las crónicas, a causa de la «mala prensa» que les reportaría. Y a poco que escarbemos, nos daremos cuenta de que narraciones semejantes se repiten constantemente en textos viejos —y aun no tan viejos— de la historia de España y en la de todos los pueblos del mundo. Unas veces se trata de leyendas que reflejan a su aire la importancia de los sucesos, a través de los motivos supuestamente trascendentes que los originaron. Otras fueron novelizaciones de bulos y trasposiciones ficticias de acontecimientos que nos dan cuenta de sentimientos encontrados, atentatorios contra la buena imagen de un monarca o de un personaje al que se pretende
ensalzar. Otras, en fin, trataban de justificar la evidencia de un acontecimiento recurriendo a signos ficticios que, en realidad, venían a revelar por lo bajinis su auténtica identidad. Cuando las crónicas de los reyes de Castilla contaron la muerte pretendidamente anunciada de Fernando IV, relacionándola con la maldición que le lanzaron los hermanos Carvajales, emplazándole a comparecer ante el tribunal de Dios cuarenta días después de su injusta ejecución, no estaban en realidad dando pábulo a un suceso fabricado y creído a pies juntillas por el pueblo, sino que denunciaban en clave
ficticia y con aires de sobrenaturalidad el mal comportamiento que tuvo el soberano con los caballeros de la Orden del Temple, arrebatándoles sus posesiones y adjudicándoselas caprichosamente a sus propios allegados o apoderándose de ellas en beneficio de la Corona, contra lo que había ordenado la Santa Sede que se hiciera con los bienes de la Orden recién suspendida por el concilio de Vienne. Pero, al no poder proclamar de forma abierta la sevicia del soberano con aquel acto, los cronistas inventaron la fábula que denunciaba su actitud y que, en cierto modo, reclamaba su posterior castigo. Leyendas fundamentadas en
verdades ocultas han entrado a formar parte de nuestra historia a lo largo de toda su singladura. Pero, de modo generalizado, han sido borradas de ésta por la investigación más autorizada al descubrirse sus falsedades puntuales, sin que los eruditos y los estudiosos se detuvieran a calibrar los motivos por los que tales relatos estuvieron presentes con valor de ley en las crónicas. Lo único evidente es que la crítica cientifista, al descubrir estas falsedades, las suprimió de los libros de historia, dejándolas aparcadas en los cajones de la ficción legendaria. Así desaparecieron los fundamentos de la batalla de Roncesvalles cantada en la
Chanson de Roland, las rencillas familiares que dieron vida al Cantar de los Infantes de Lara, la leyenda que narraba el establecimiento del Tributo de las Cien Doncellas y su abolición gracias a la imposible autenticidad histórica de la batalla de Clavijo y a la milagrosa intervención del apóstol Santiago, el relato de la Paloma y el Azor que contribuyó al nacimiento del reino de Nájera, la narración simbólica que contaba el supuesto origen de las barras catalanas o las verdades a medias que se escondían tras el personaje de Rodrigo Díaz de Vivar y sus hazañas puestas en verso en el Cantar de Mio Cid.
Hoy, la historia se escribe de otra manera. Y los viejos métodos de narrarla recurriendo a aventuras más o menos novelescas, poéticas y aparentemente ficticias, se han convertido en un conjunto de leyendas sin fundamento serio, que sólo parece que tendrían que interesar a los estudiosos de la Literatura mítica o de la Antropología. En la actualidad, para la mayor parte de los investigadores de la historia parece más importante —y las publicaciones académicas así lo demuestran— el precio del celemín de trigo en una determinada región y en un momento preciso, o los cambios en la
densidad de población rural de un territorio concreto, que los idearios que configuraron un instante dado de la historia o el paradigma vital de un personaje clave del pasado. Aunque inserto en el naciente concepto de la Edad Moderna, los más de cuarenta años del reinado de Felipe II resultan ser el mejor trasunto que podríamos encontrar de aquella forma legendaria de narrar la historia que predominó en las crónicas medievales. Y no precisamente porque ahora carezcamos de una documentación que nos impida comprobar la veracidad y los motivos de cada uno de los acontecimientos que sucedieron a lo
largo de aquellos años (entre 1556 y 1598), sino porque muchos de aquellos episodios fueron interpretados en su momento de las más diversas maneras, hasta alcanzar en muchos casos aires legendarios e incluso panfletísticos, transformando la realidad objetiva de los hechos en aras de unas motivaciones que, sin duda, tendríamos que tomar en cuenta a la hora de explicarnos el auténtico trasfondo de aquel instante histórico. Y ello a pesar de que, entre la copiosa documentación existente, se nos desvela —al menos en su apariencia inmediata— mucho de lo que, al parecer, intentó transformar la opinión de sus contemporáneos, puestos a juzgar
las acciones y los motivos de un monarca que, aun pasados cuatro siglos desde su muerte, sigue, como muy pocos otros, provocando sentimientos encontrados, despertando filias y fobias y reclamando ser juzgado por un juicio imparcial que desvele su auténtico papel en el discurrir de la historia de España y aun en el de la Europa de su tiempo. Lo que sucede, tanto en este caso como en tantos otros episodios del pasado, es que la misma documentación existente, aquella en la que los historiadores confían, porque es la que presuntamente habría de permitirnos juzgar los acontecimientos, ha sido redactada por gente que, por necesidad
o por postura vital, aportaba a la realidad inmediata su propia visión personal de los acontecimientos: sus idearios, sus creencias, sus esperanzas y hasta, a menudo, la justificación de sus fracasos. Y así, transformaba la realidad conforme a sus conveniencias y de acuerdo con sus propios planteamientos. Sólo con que nos molestemos en analizar lo que esos documentos revelan —que no desvelan—, nos surgirán las dudas respecto a su realidad objetiva y hasta en relación con la otra realidad interior que en ellos se nos narra. Los ejemplos abundan y en las páginas que siguen habremos de detenernos en algunos de ellos que ahora nos
limitaremos simplemente a plantear. Se basan en evidencias, sin duda, pero siembran la confusión en lo que concierne a las auténticas intenciones que los guiaron. Y dan la posibilidad, cuando menos, de observar aquel reinado desde perspectivas distintas a las que esas mismas realidades inmediatas permiten plantear. Aceptamos, por ejemplo —y no cabe duda de que respondemos con ello a una verdad objetiva—, que Felipe II comentase, ante el desastre de la Invencible, aquella solemne estupidez de que había enviado a su armada a luchar contra los hombres y no contra los elementos. Sin embargo, cuando
llegamos a conocer la súbita precipitación de aquella aventura y las precarias condiciones en las que el rey mandó a su flota para que se enfrentase con los navíos ingleses, comandada por los mandos más ineptos que pudieron encontrarse, surge la duda respecto a sus verdaderas intenciones. ¿Cabe pensar que aquella empresa respondiera a otros fines que los documentos no nos desvelan? ¿Acaso no se trataría de un sacrificio previsto y profundamente meditado? La muerte del príncipe don Carlos fue explicada en su tiempo por muchos —y muy especialmente por María de Médicis y por Guillermo de Orange en
su Apología— como un asesinato mandado cometer por el rey en la persona de su hijo, como venganza por sus escarceos rebeldes y sus supuestos amoríos con Isabel de Valois, su madrastra. La historiografía española, en su mayoría, ha pretendido demostrar justo lo contrario y ha aportado pruebas que tratan de eximir a Felipe II de aquella culpa. Sin embargo, la documentación existente no aclara definitivamente el misterio, antes lo complica —y hasta lo llena de sentido —, cuando comprobamos que, en torno a la misma época y en circunstancias en cierto modo paralelas, otros dos monarcas contemporáneos del nuestro
hicieron asesinar o mataron por su propia mano a sus respectivos hijos y herederos por motivos que claman por una reminiscencia de tradiciones religiosas ancestrales que ya se creían superadas, pero que latían silenciosamente en el espíritu de su tiempo. Nuestro monarca es presentado por sus incondicionales a los ojos del mundo como defensor a ultranza de la fe católica y como azote de herejes, tanto en España como en sus posesiones europeas. En su tiempo, la Inquisición se convierte, tal vez más que nunca, en aparato eclesiástico represivo, pero al servicio inmediato de un monarca
obsesionado por la estricta ortodoxia de sus súbditos. Sin embargo, muchas de las relaciones personales del rey, e incluso muchos de sus actos y de sus obsesiones, aparecen envueltos en un halo sutil de heterodoxias y viejos ocultismos que ponen cuando menos en tela de juicio la fe inquebrantable en la Iglesia de la que Felipe II hizo gala a lo largo de todo su reinado. La circunstancia misma que le llevó, casi obsesivamente, a la construcción del monasterio de El Escorial y buena parte del destino previsto para aquella obra revelan también que, por encima de su ortodoxia a toda prueba, flotaban sentimientos y convicciones que habrían
constituido objeto de condena si se hubieran manifestado en sus intenciones más profundas a flote, y no envueltas en simbolismos nada equívocos para quien sepa observarlos bajo su auténtica dimensión. La misma Biblioteca de El Escorial, regida durante sus primeros años por un adepto de cierta secta espiritualista, Arias Montano, que incluso logró convertir a su ideario a varios frailes jerónimos del monasterio, contuvo —y sigue conteniendo— multitud de libros declarados como heréticos en los Índices vaticanos de su tiempo, a pesar de lo cual podían ser leídos y estudiados allí, en los pupitres de la librería
monástica, repleta de tratados de la Cábala, de filosofía mística islámica, de escritos heterodoxos y de textos ocultistas y herméticos que rozan los límites de aquella fe a prueba de fuego de la que Felipe II hizo gala a lo largo de toda su vida. Por este otro camino, en cuanto nos separamos unos palmos de la interpretación oficial de los acontecimientos, la historia del reinado de Felipe II, tal como es relatada en los libros de historia y en las biografías dedicadas al Rey Prudente, aparece como un conjunto de sucesos sospechosos. Los momentos cruciales del reinado surgen teñidos de idearios
en los que la tradicional catolicidad española aparece, cuando menos, puesta en tela de juicio, en aras de otros paradigmas. Saberes mágicos y actitudes propias del universo esotérico emergen como protagonistas ocultos de muchos acontecimientos en los que la Historiografía convencional se ha negado obsesivamente a penetrar. Muchos factores y numerosos hechos escamoteados o soslayados, pero presentes en la documentación existente en los archivos, nos introducen en un mundo distinto, gobernado por búsquedas que nada tienen de ortodoxas, insertas en ese mundo de la marginación ocultista que el racionalismo científico
ha puesto siempre en cuarentena. Y en todos esos instantes de la historia, el entorno y la figura del monarca que se proclamaba a sí mismo paladín de la cristiandad aparecen involucrados en idearios sospechosos, como si el mismo rey hubiera vivido una doble existencia en la que tuvieron cabida tanto las verdades proclamadas por el credo oficial como las ideas radicalmente heterodoxas provenientes de una Tradición arcana que el cristianismo creía haber desterrado, de modo definitivo y por las bravas, de la mente de su feligresía. Este cúmulo —pues cúmulo llega a ser— de contradicciones y de
convivencia de idearios encontrados, de interpretaciones alternativas y de presencia discreta (y aun secreta) de creencias aparentemente irreconciliables, aparece mezclado con el paradigma existencial impuesto desde sus más altas instancias por la Iglesia. Y así vienen a conformar un mundo que, a poco que se analice, pone en evidencia la permanencia intemporal de principios tradicionales supuestamente desterrados desde la toma absoluta del poder espiritual por parte del cristianismo triunfante. En buena parte, aquel concilio de Trento que Felipe II animó en su última fase, no fue más que un intento de puesta al día de la Iglesia
para estar en condiciones de enfrentarse tanto a las nuevas tendencias críticas representadas por los movimientos protestantes como a las ancestrales convicciones que todavía seguían latentes —como hoy lo siguen estando— en la naturaleza misma de los seres humanos. El mundo cristiano, y el de Felipe II era emblemático de la conciencia eclesiástica que lo representaba, continuaba sutilmente salpicado por principios disconformes con la doctrina oficial. Y si era cierto que los representantes de ésta se desgañitaban intentando defenestrarlos, no lo era menos que, incluso en las más altas instancias del mundo que defendía
a sangre y fuego la idea cristiana, surgían como de la sombra los instintos larvados de otras convicciones doctrinales oficialmente prohibidas que, sin embargo, se manifestaban como continuadoras de un paradigma ideológico validado desde tiempos muy anteriores por lo que algunos llaman, no faltos de razón, la Sabiduría Tradicional, condenada por los principios teológicos que determinaban la forma de vida en el ámbito del cristianismo oficial. Este libro no pretende ser una historia más del reinado de Felipe II, sino una incursión en el universo mágico de esa historia y en los hechos que lo
ponen en evidencia. Deliberadamente, muchos temas que constituyeron la totalidad del reinado han sido aquí tratados de soslayo. Pero, con vistas a que el lector tenga la posibilidad de seguir adentrándose en lo que complementaría el resto de acontecimientos que conforman ese casi medio siglo de historia universal, me he permitido añadir al texto unos apéndices que pueden ser útiles a un lector curioso. El primero de ellos es una cronología que no pretende ser exhaustiva, pero que sitúa en su momento preciso cada acontecimiento señero de aquellos años, de manera que el que la revise pueda darse cuenta de
ciertas coincidencias temporales significativas que, generalmente, pasan desapercibidas al estudiar la época y la figura del monarca que la cubrió con su presencia. En ella podrá verse, por ejemplo, cómo los tres momentos señeros que marcan las fases de la construcción de El Escorial (1562-1570, 1570-1577 y 1577-1583), comienzan y terminan en medio de acontecimientos clave del reinado, muchos de ellos provocados por la voluntad misma del rey. Podrá apreciarse también cómo muchos de esos acontecimientos no son cubículos estancos de determinadas posturas mantenidas en aquellos años, sino que, directa o indirectamente, se
relacionan entre sí, convirtiendo su presencia en parte integrante de otros episodios más complejos y, por ello mismo, más significativos respecto a su importancia en el contexto histórico general. Junto a este primer apéndice, un segundo rebusca en un mundo variopinto de personalidades secundarias a veces apenas citadas en el texto y fácilmente proclives al olvido, las relaciones que las unieron y los hechos en los que se vieron involucradas, aunque su puntual protagonismo se centrara en acontecimientos muy diversos que ni siquiera parecen relacionarse entre sí. Sin embargo, unas veces su cercanía
cronológica y otras su grado de relación, parentesco, sincronicidad y otras coincidencias del más diverso tipo con otros de esos personajes revela que existió un cierto tipo de unidad recóndita que abarcaba campos concretos que nunca han merecido la atención de la gran Historiografía oficial, pero cuya relación resulta altamente significativa a la hora de desvelar el mundo secreto de Felipe II y su entorno. No he pretendido escribir la otra historia del reinado del Rey Prudente, como algunos le llaman, sino hurgar en los propios acontecimientos para encontrar respuesta a preguntas que, a
menudo, ni siquiera se han querido plantear, unas veces por supuesto respeto a la persona de aquel monarca, otras en aras de una convicción histórica que pretende racionalizar a tope muchos de los acontecimientos que marcaron aquella época. Seguramente, muchos de ellos no fueron lo bastante significativos como para cambiar el curso de la historia, pero, sin duda, todos ellos unidos contribuyeron en mayor o menor medida a que aquel reinado siga siendo objeto de polémica entre unos investigadores que todavía se niegan a reconocer los motivos numinosos que rigen a menudo el acontecer histórico, por encima de razones políticas o
económicas que parecen ser los únicos motores válidos rectores de nuestro pasado.
1 La cara escondida del monarca más poderoso de la Tierra Hasta tiempos muy recientes, Felipe II ha sido uno de los personajes más polémicos del pasado, sujeto sin remedio al juicio de estudiosos que se han mostrado radicalmente en pro o en contra de su persona y del papel que jugó en el acontecer de la historia
española y universal. Todos sus biógrafos, así como los historiadores de la época que le tocó vivir, le han juzgado conforme a sus personales convicciones ideológicas; y todos ellos, aun narrando los mismos episodios de su reinado, le han adjudicado una personalidad monolítica acorde con dichos principios. Su figura ha oscilado así, casi sin matices, entre la del monarca que siempre obró cumpliendo con su papel de defensor a ultranza de la fe, según los esquemas del príncipe cristiano, empeñado en gobernar con justicia y con la mirada puesta en el bien y la salvación del medio mundo que le había correspondido por herencia, y la
del soberano cruel y despiadado, ciego a todo cuanto no fuera el cumplimiento a rajatabla de unos principios integristas dictados por su propio fanatismo religioso y su mesianismo político. En general, para defender cualquiera de estas dos posturas, todos cuantos se han internado en su vida y en su época han aprovechado la documentación que les ha convenido entre una masa ingente de legajos, cartas, crónicas, panfletos, notas, juicios, testamentos, decretos y testimonios existentes en los archivos, no sólo españoles sino de toda Europa. En ellos se guarda material suficiente para elegirle a Felipe II una personalidad al gusto de las más
variadas posturas ideológicas. Rebuscando con cuidado —y, sobre todo, con una idea generalmente preconcebida respecto a lo que se debía encontrar—, podrían hallarse en ese cúmulo de papeles las señas de identidad de un personaje excelso o de un monstruo diabólico, de un cristiano lúcido y consciente o de un fundamentalista fanático e intransigente con cuanto no cuadrase con sus principios. En cualquier caso la historia, que no suele gustar de contradicciones, podía construir con aquel material una figura coherente y acorde con lo que se quisiera demostrar. Ni siquiera hacía falta recurrir a falsedades ni admitir
mentiras legendarias. Tampoco hacía falta escarbar en los motivos profundos de aquellas mentiras. Bastaba con seleccionar el material conveniente a cada opción y, a partir de él, fabricar el esquema de comportamiento que mejor cuadrase con el paradigma ideológico del investigador de turno. Siguiendo estas pautas, Felipe II ha sido mostrado por los investigadores de talante conservador como un gran monarca, justo, ponderado y firme en sus más altas decisiones, comprometido con su alto destino y defensor de los derechos sagrados de la monarquía. Por el contrario, los historiadores de corte liberal han destacado su crueldad, sus
obsesiones autoritarias, su intransigencia y su ceguera ante las posturas de los que planteaban alternativas políticas o religiosas distintas de su paradigma católico a ultranza. Para los primeros, Felipe II puso todo su empeño en salvar al mundo de la perdición a la que lo tenían abocado las fuerzas del mal: protestantes, judíos, herejes, mahometanos e independentistas. Para los segundos, trató de construir por las bravas una España y una Europa adaptadas a sus estrechas y fanáticas miras. Unos quisieron hacer de él poco menos que un santo digno de ser elevado a los altares
—algunos ni siquiera tuvieron el pudor de ocultarlo—; los otros le declararon, junto a su entorno inmediato, la bestia negra que oprimió pueblos, trató de ahogar las mejores esperanzas libertarias e intentó someter a Europa entera a la misma dictadura a la que había sometido a una España casi por entero sumisa a sus mesiánicos caprichos. Para apoyar estas posturas, la mayor parte del material crítico que se ha ofrecido en torno a la figura de Felipe II plantea al lector curioso que acude a las diversas fuentes de información un personaje tanto histórica como psicológicamente complejo y, sobre
todo, confuso. Un ser que, sometido al juicio de unos y otros, nos desorienta al tiempo que nos obliga a tomar postura ante él, a aceptarlo o a rechazarlo con todas las consecuencias ideológicas que implican tal aceptación o tal rechazo. Pues si uno se siente liberal y progresista, tiene que manifestarse por principio en contra de Felipe II y aborrecer su figura como la aborrecieron algunos españoles de su tiempo que le combatieron y la mayor parte de los flamencos, ingleses, italianos y franceses a los que combatió. Por el contrario, si es adicto a una postura conservadora, fiel a los altos ideales de la Iglesia, y se muestra
partidario de formas de gobierno autocráticas y sometidas a los altos ideales emanados de las alturas celestiales, Felipe II será modelo a admirar y experiencia a seguir. Inútil intento el de alcanzar una objetividad de criterio. Pues, al tirar de nosotros desde las más variopintas tendencias y al tratar de configurar su imagen a partir de un estereotipo ideológico, se nos empuja a no admitirlo objetivamente en toda su complejidad, sino a encasillarlo en los límites en los que cada investigador lo ha encerrado conforme a sus propios parámetros. El resultado es la toma de posición del lector con arreglo a la idea transmitida
subliminalmente por el investigador y, en consecuencia, al encasillamiento que fija la figura del monarca dentro de los límites del ideario previamente planteado. Así llegamos al instante actual. Y, con él, a un punto de la investigación historiográfica en el que los estudiosos, en general, ya han logrado superar en buena parte las filias y las fobias de recientes tiempos pasados. Cabe, al menos en apariencia, penetrar en la historia y en la persona de Felipe II con una mayor objetividad y sacar a relucir las profundas contradicciones de aquel momento clave del pasado que giró en torno a su figura. Sus actos pueden
medirse según las estructuras morales vigentes en su época y dejar de aplicar las que rigen la nuestra. Ni siquiera cabe ya hacer balance publicitario de los relajados[1] y de los asesinados para justificar su talante moral y sus errores o aciertos en tanto que fue el gobernante más poderoso de la Tierra, cuando sus posesiones abarcaban más territorios de los que nunca llegó a alcanzar el Imperio romano. Se puede entender por qué, siendo católico hasta la médula, pudo combatir al mismísimo pontífice y ser admirado, en cambio, por la Iglesia española. Y cómo, odiando la guerra, como sin duda la odió, pudo complacerse en victorias sangrientas y
quedarse impávido ante derrotas catastróficas, como si le fueran ajenas. Se pueden comprender las razones de su política —otra cosa sería compartirlas desde nuestros esquemas— y, sin necesidad de aplaudir los motivos que originaron la Leyenda Negra, hasta es posible ver lo que ésta encerró de verdad, aunque a veces se trate de una verdad mucho más recóndita que lo que dejaron entrever sus manifestaciones inmediatas. Con todo, subsiste un aspecto fundamental de la trayectoria y hasta de la personalidad de Felipe II que, salvo excepciones generalmente rechazadas o ignoradas por la Historiografía
académica, sigue escamoteado de los estudios que se han llevado a cabo sobre él y sobre su entorno. Me refiero a su secreta y discreta querencia hacia las más variadas manifestaciones del ocultismo, su evidente tendencia hacia lo esotérico y su inclinación indudable por los saberes marginados, al tiempo que los rechazaba públicamente y parecía despreciarlos cuando esa misma tendencia se manifestaba en los demás. Así parece que sucedió cuando su hermana, la emperatriz María de Austria, le pidió la mano de una de sus hijas para su hijo, el emperador Rodolfo II. Según Walsh,[2] Felipe pensó en un principio en entregarle en matrimonio a
su hija Isabel Clara Eugenia, «pero más tarde cambió de idea cuando Rodolfo, rodeado de judíos, astrólogos, rosicruceros, pseudo-místicos y cuáqueros, decepcionó las esperanzas de los católicos». Ignoro las pruebas documentales que manejó el biógrafo, católico y anglosajón, para hacer semejante aserto, pero, en cualquier caso, podemos admitirla, porque responde a razones inmediatas cuando menos coherentes. En cierto sentido, la personalidad de Rodolfo II, sobrino de Felipe II, constituye un ejemplo emblemático e insólitamente público de una tendencia generalizada que afectó a muchos
gobernantes del siglo XVI y que hace que algunos de los aspectos que vamos a tratar de nuestro monarca no sólo no constituyan una excepción, sino que resulten acordes con el clima cultural en el que se desarrollaron. El comportamiento mágico del emperador Rodolfo, poco y mal estudiado hasta el presente, representa una actitud modélica vital que, en mayor o menor grado, afectó a toda la sociedad de su tiempo y se manifestó más o menos abiertamente en todas las monarquías europeas del Renacimiento. Ciertamente, las querencias de Rodolfo II por los más variados aspectos del ocultismo sobrepasaron los
límites de la discreción e hicieron que su corte en Praga fuera un hervidero de alquimistas, magos, kabalistas y hermetistas y refugio de numerosos perseguidos por sus actitudes heterodoxas. La práctica totalidad de los buscadores de los saberes doctrinalmente prohibidos, desde Giordano Bruno hasta Robert Fludd, pasaron por la nueva capital del Imperio. Todos, sin excepción, y mientras no se les descubrieran manejos tramposos cuando los había —que los hubo, y en abundancia—, encontraron en ella refugio, comida segura y la oportunidad, incluso remunerada, de entregarse a sus experiencias
marginales. Allí podían desarrollar sus actividades sin peligro de caer en manos de los tribunales eclesiásticos o de sufrir la ira de los pobres de espíritu incapaces de ver las doctrinas de la Iglesia o de los protestantes, a menudo más cerriles e intransigentes que el denostado clero del que se habían desgajado. Pero lo más significativo, a menos que admitiéramos simplemente que las aficiones por lo oculto le vinieron al emperador Rodolfo de la nada, sería recordar que, desde los doce años (1564) hasta ser proclamado emperador (1576), el príncipe archiduque se educó en la corte madrileña de su tío Felipe II, donde
llegó acompañado de su hermano Ernesto y de su ayo el barón Dietrichstein;[3] que el rey le hizo padrino de su boda con Ana de Austria y que aquí, con la ayuda de preceptores entre los que figuraban miembros ilustres de la Compañía de Jesús, aprendió, al parecer, los principios que supuestamente deberían haber hecho de él un buen gobernante. Como un solo hombre, los exégetas incondicionales de Felipe II no atribuyen a éste influencia alguna en las futuras inclinaciones de su sobrino; antes bien, tratan de pintar a Rodolfo como una oveja descarriada e impermeable a los santos ejemplos que recibió.[4] Sin embargo, se sabe que
Felipe le tuvo constantemente cerca de él, que se hizo acompañar del joven príncipe en sus escasos viajes por la Península y que fue amigo inseparable tanto del príncipe don Carlos como del hermano bastardo del rey, don Juan de Austria. En cuanto a la imagen física que estos mismos autores hacen del emperador, responde a las santas iras que despertó con su comportamiento heterodoxo más que a una realidad que podemos comprobar a través de los retratos que le hicieron los artistas de su tiempo.[5] Con esto no pretendo en modo alguno defender posturas. Sólo trato de aclarar que el mundo renacentista, al
menos el de aquellos que tenían la oportunidad de acceder a los diversos campos del saber por su estirpe o por su elevada posición económica y social, sufrió una tendencia generalizada a adentrarse en los secretos recovecos de lo oculto, siguiendo las tendencias filosóficas en boga. Mientras, el pueblo se volcaba en el universo variopinto de las más estrafalarias supersticiones y a los rituales aletargados de su dormido pasado pagano. En Francia, los Médicis protegieron y casi vivieron en ocasiones al son que marcaban los consejos y las profecías de Nostradamus. En Inglaterra, los Tudor —y sobre todo, Isabel I— reinaron pendientes de astrólogos,
neurólogos y alquimistas como John Dee. Y Jacobo I fue un perito en demonología. Incluso en la corte pontificia se practicó la magia: de Urbano VII se sabe que llegó a dominar las ciencias astrológicas enseñado por Campanella. En las universidades italianas se estudiaba a fondo el neoplatonismo de Ficino y sus derivaciones mágicas; y de los conventos de los dominicos, los más acérrimos defensores de la fe, salían frailes como Giordano Bruno, capaces de poner en un brete los principios sacrosantos defendidos por la Curia y secundados por sus propios compañeros de orden y por todo el mundo católico.
En España, aunque a menudo se nos ha pretendido escamotear esta situación poniendo por delante la idea de que nuestros antepasados, del rey abajo, constituían ya entonces la reserva espiritual de Occidente, es notorio que la tendencia hacia una visión mágica del mundo conducida por los vericuetos de lo oculto fue, cuando me nos, tan fuerte como pudo serlo en cualquier otra parte. Y, aunque perseguida por la Inquisición siempre que osó levantar la voz más de lo debido, esta conducta reptó siempre por el trasfondo del vivir de nuestros españoles del Renacimiento. Hasta tal punto fue así que cuando uno de nuestros más insignes polígrafos católicos, don
Marcelino Menéndez y Pelayo, trató de demostrar lo fieles hijos de la Iglesia y de la ortodoxia que fueron aquellos ancestros,[6] necesitó varios miles de páginas repletas de pruebas irrefutables sobre la heterodoxia española para dejar demostrado al fin, contra sus mismos propósitos iniciales, que la Península fue un constante hervidero de infringimientos cristianos, que surgían por cada rincón y en las más diversas circunstancias, dispuestos a poner en jaque el fundamentalismo intransigente de la Iglesia española, tan a menudo más papista que el mismo papa de Roma. Incluso habría que recordar que el emperador Carlos V tuvo sus escarceos
ocultistas y que, aunque con funciones un tanto alejadas, tuvo durante un tiempo, en calidad de cronista, al gran mago Enrique Cornelio Agrippa, el autor de uno de los textos claves del ocultismo renacentista: De Occulta Philisophia.[7] Es cierto, y he tenido la oportunidad de comprobarlo, que apenas existen testimonios que avalen a través de documentos irrefutables ningún tipo de inclinación esotérica de Felipe II. Tampoco es de extrañar, si tenemos en cuenta que, entre las cualidades íntimas del que fue llamado el Rey Prudente, el secretismo era probablemente una de las más firmes y mejor guardadas virtudes del monarca, lo que permitió que el
embajador veneciano Tomasso Contarini pudiera decir de él: «Su majestad conserva en todos sus asuntos el más grande secreto, hasta el punto de que ciertas cosas que se pudieran divulgar sin el menor inconveniente, permanecen envueltas en el silencio más profundo. De otra parte, nada desea tanto como descubrir los designios y los secretos de los otros príncipes; emplea en ello todos sus cuidados; gasta sumas considerables en mantener espías en todas las partes del mundo y cerca de todos los príncipes; incluso a menudo dichos espías tienen orden de dirigir sus cartas a su majestad misma, que no
comunica a nadie las noticias de importancia».[8] Las primeras pruebas de las incursiones de Felipe II por el mundo de lo más o menos oculto surgen ya, sin embargo, durante su estancia en Inglaterra como esposo de su tía, la reina María Tudor. Se ha llegado a saber que, ya entonces, se hizo trazar un horóscopo —no era el primero— por John Dee, que era el astrólogo oficial de la corte inglesa. En aquella ocasión, el todavía príncipe Felipe regaló al mago un espejo de obsidiana procedente de las colonias americanas, que Dee conservó siempre y que, al parecer, utilizaba para invocar a sus diablos.[9]
Hoy todavía puede contemplarse su negra superficie en una sala del Museo Británico. Igualmente, están documentadas las primeras pruebas de sus incursiones por el mundo de lo oculto ya en el tiempo en que acababa de convertirse definitivamente en monarca por abdicación de su padre el emperador Carlos (1556). Se encontraba entonces en Malinas, en los Países Bajos, preparando la guerra contra Francia mientras el duque de Alba combatía en Italia al ejército confederado del papa Paulo IV. Es precisamente entonces cuando otro embajador veneciano, en este caso Miguel Suriano, en su relación
escrita hecha al dux en 1559, al regreso de su misión cerca del nuevo rey en Flandes, cuenta lo siguiente: «Aparte de los medios que son, en cierto modo, ordinarios en todos los príncipes, el rey usó de otro extraordinario, sobre el cual será bueno guardar el secreto, porque es poco honorable. Se trata de una industria que comenzó a poner en obra hace ya más de dos años un cierto Tiberio de la Roca, bien conocido de algunos en Venecia, pero que no fue continuada por consecuencia de algunos disentimientos que se produjeron entre él y el confesor del rey por cuyas manos pasaba todo el asunto. Encontraron después a un
alemán en Malinas que, mezclando una onza de unos polvos suyos con dieciséis onzas de plata viva [mercurio] , fabricó dieciséis onzas de un metal que resiste al tacto y al martillo, pero no al fuego. Se trató de emplear esta plata para el pago del ejército; pero los estados no quisieron consentir en ello, por que toda la plata buena habría salido del país, como ocurrió en Inglaterra en tiempos del rey Enrique. De todos modos, como esa invención agradó mucho al rey y a Ruy Gómez,[10] y el inventor ha sido generosamente recompensado, es de creer que, en caso de necesidad, su majestad se servirá de ella sin escrúpulos».
Otro embajador véneto, Marcantonio de Mula, nos aclara que el alemán en cuestión se llamaba Pedro Sternberg y que recibió por sus servicios dos mil ducados, mil doscientos para él y ochocientos para ser entregados a un tal Calderón, que era secretario de Ruy Gómez y que había vigilado la operación por encargo del rey.[11] Los relatos de los embajadores vénetos son los primeros que nos abren las puertas de una de las discretas y constantes aficiones de Felipe II hacia las ciencias ocultas y los conocimientos herméticos, concretamente en este caso la Alquimia. Y tendremos que volver sobre ella y sobre su constante interés
por estos saberes, pues fue una tendencia que le acompañó durante toda su vida y dejó numerosos testimonios que se conservan en los archivos históricos. Y es así mismo una de las circunstancias que despertaron mayores inquietudes entre los historiadores que se ocuparon de su reinado, la mayor parte de los cuales, sin embargo, se limitó a negar gratuitamente esta faceta de la personalidad del monarca, porque, como tantas otras que habremos de tratar aquí, no casaba con la imagen estereotipada y monolítica que se pretendía dar de él.[12] Sin embargo, lo que ahora nos interesa, siquiera sea como introducción al mundo sutilmente
heterodoxo que rigió tantos instantes del vivir de nuestro soberano, es indagar en los motivos que propiciaron estas tendencias y que formaban parte ya de una tradición discreta y casi prohibida, pero profundamente arraigada en muchos de los intelectuales españoles de su tiempo. La tradición mágica española venía de muy lejos. Echaba sus raíces en las tradiciones de los diversos pueblos que constituyeron su sustrato cultural precristiano. Y despertó decididamente al poco tiempo de ser reconquistada Toledo y puestas en marcha las campañas de recuperación de todo el territorio peninsular propiciadas por los
monjes de Cluny. Esa misma ciudad, que constituía una especie de eje religioso del mundo occidental, donde se concentraba la tradición espiritual de judíos, musulmanes y cristianos, se convirtió en capital de todos los saberes a raíz de fundarse en ella la Escuela de Traductores de Toledo. Allí se procedió a poner a disposición del mundo occidental multitud de textos que resumían el conocimiento musulmán y parte del hebreo. Entre estos textos abundaban las traducciones árabes de obras capitales, y que se consideraron perdidas durante mucho tiempo, de escritores clásicos y alejandrinos, pero también aparecieron y se dieron a
conocer multitud de escritos mágicos, herméticos y astrológicos que despertaron algo más que la simple curiosidad bibliográfica de los estudiosos medievales. Así sucedió con el rey Alfonso X de Castilla, llamado el Sabio, que se convirtió él mismo en un ardiente buscador de los misterios insondables de la Tradición arcana, componiendo tablas astrológicas, escribiendo tratados sobre las virtudes de las piedras y mandando traducir numerosos textos ocultistas que se desconocían o se creían desaparecidos, como el Picatrix,[13] tenido como uno de los tratados más importantes de los saberes ocultos de todos los tiempos.
Todavía en el siglo XVI, trescientos años después de aquellos trabajos, estos textos eran buscados por los poderosos inclinados a las enseñanzas ocultas, y Yates[14] comenta una carta escrita alrededor de 1575 en la que se cita que Enrique III de Francia había hecho traer de España varios libros de magia, entre los cuales se encontraba el tal Picatrix, lo que hace pensar que las copias de este tratado circularon en gran cantidad por Castilla y, probablemente, por toda Europa. Paralelamente, España fue, si no la cuna, sí el nido donde se desarrolló lo más profundo y floreciente de la Cábala judía medieval. Nacida en el seno de las
colonias judías del Languedoc en torno al siglo XI,[15] pasó los Pirineos cuando la Cruzada Cátara y la represión inquisitorial ejercida por los dominicos comenzó a amenazar también a los hebreos del sur de Francia. Y aquí, a través de dos corrientes igualmente poderosas, creó los más importantes núcleos de pensamiento heterodoxo judío en los reinos cristianos españoles de la Edad Media. Uno de estos núcleos se desarrolló en Cataluña y se centró en la ciudad de Gerona, donde recalaron los discípulos de Ishak el Ciego y donde floreció muy pronto el gran filósofo Moisés ben Nahmán, llamado Nahmánides. El otro en León, donde se
gestó el texto más emblemático y profundo de esta manifestación esotérica del pensamiento judío: el Zohar, atribuido al maestro místico Moisés de León.[16] Con el florecimiento de la Cábala en España y el gran desarrollo paralelo del misticismo sufí musulmán, filosóficamente enraizado con el neoplatonismo alejandrino y representado por varios maestros entre los que descuella con luz propia el gran Ibn al’Arabí de Murcia,[17] la España medieval, tanto de un lado como del otro de la frontera andalusí —en la que los judíos establecidos a ambos lados de la Península representaban un especie de
nexo de unión intelectual entre poderes rivales— se convirtió en la fuente de la que fluían los hitos del pensamiento heterodoxo más emblemático de la Edad Media. Así lo debió de ver el maestro Ibn al’Arabí cuando proclamaba sentirse más cerca de cualquier maestro espiritual cristiano o judío que de sus propios correligionarios aferrados a la estricta doctrina emanada del Corán. En el siglo XIII, poco después de la conquista de las Baleares por Jaime I el Conquistador, surgió en la isla de Mallorca un genio fundamental del pensamiento europeo que, casi sin proponérselo, estaba destinado a
encontrar la razón última de esa relación soterrana entre la mística judía, árabe y cristiana. Me refiero a Ramón Llull. Llull, obsesionado por un afán que podríamos llamar misionero,[18] pero que, en el fondo, no era sino un recóndito empeño por unir en una sola las creencias fundamentales que dominaban espiritualmente el mundo mediterráneo, se lanzó a la tarea de elaborar un gran esquema filosófico que habría de servir para que tanto cristianos como musulmanes y judíos encontrasen sus nexos de unión. Llull buscaba entre éstas el resultado de aquella labor titánica que fue el Ars Magna en primer lugar, que reúne lo
fundamental de su doctrina, y consecuentemente toda la ingente obra del beato mallorquín; desde la mística caballeresca de su Blanquerna a la polémica doctrinal representada por el Dialogo del Gentil y los tres sabios, por el Libro de Maravillas y por la mayor parte de los numerosos tratados y poemas que dejó a la posteridad y cuyas versiones latinas[19] estuvieron pronto en las manos de las mentes más lúcidas del pensamiento europeo de su tiempo. El esquema filosófico de Llull era tan importante por sus fines como por su método. Su propósito era partir de aquellas verdades inamovibles, comunes a las tres religiones y aceptadas por
todos —verdades que tenían más que ver con el conocimiento de la naturaleza que con lucubraciones doctrinales surgidas de cualquier pensamiento teológico— para, a través de ellas y de sus relaciones mutuas, llegar a la comprensión de la divinidad Una y Trina en la que se apoyaba el eje del pensamiento cristiano. El arranque del método luliano partía de los cuatro elementos tradicionales, que tendríamos que reconocer desde nuestras perspectivas como las cuatro manifestaciones fundamentales de la materia. Y, desde ellos, por sucesivas relaciones y combinaciones con las emanaciones divinas, con los signos
zodiacales, con los siete planetas y con los cuatro estados de la materia — húmedo, seco, frío y caliente—, conformaban las raíces básicas del Conocimiento total. Para dar cada paso en aquella profundización de la Realidad, Llull se valió tanto de variaciones propias sobre los métodos trascendentes de la Cábala como de las líneas fundamentales del misticismo sufí y del hermetismo surgido en los inicios del cristianismo. Caminó así por las sendas del conocimiento en pos del Dios desconocido, el mismo que los místicos musulmanes y judíos proclamaban como meta de toda su experiencia espiritual. Y sirviéndose en parte de las fórmulas
expresadas por los maestros de aquel pensamiento común, partiría de las emanaciones sagradas que venían a ser la proyección terrena del Medio Divino; y rebuscaría en ellas hasta sus últimas consecuencias para tratar de llegar al conocimiento firme y casi matemáticamente demostrado del Misterio. Luego, a través de él, a la asunción de una Verdad común, única e irrepetible, que las tres religiones tendrían que aceptar como certeza conjunta que acabaría de una vez por todas con sus disputas y sus diferencias doctrinales. La Iglesia nunca vio con claridad y sí con mucha prevención el significado
profundo de la filosofía luliana, por más envuelta en ideales misioneros que el sabio mallorquín la presentara. Y aunque de su mismo seno surgieron inmediatamente partidarios apasionados de su Arte, dispuestos a abrazarlo como camino hacia la cristianización del Islam y hacia su reconocimiento doctrinal por parte del pueblo judío, la mayoría del estamento eclesiástico sintió como turbios aquellos principios que podían suponer la pérdida de la preponderancia absoluta de la Iglesia en un teórico mundo doctrinalmente unido por aquellas verdades que pertenecían a la conciencia de todos. La Iglesia necesitaba visceralmente conservar el
monopolio de la Verdad para subsistir como fuerza religiosa dominante en Europa. Y sus constantes reticencias, unidas a los ataques directos y a las graves acusaciones de heterodoxia emanadas de inquisidores intransigentes como Nicolau Eymerich, que se lanzó al ataque sistemático contra las doctrinas de Llull ya casi cien años después de su muerte,[20] lograron que, aunque no llegara a ser explícitamente condenado por la Iglesia, el pensamiento de Llull tampoco fuera acepta do como fuente de doctrina y su autor no llegase a alcanzar el espaldarazo oficial de la santidad que sus partidarios reclamaban para él. Al estallar el Humanismo
renacentista, y aunque las enseñanzas del beato mallorquín nunca llegaron a perder influencia en el pensamiento occidental, surgió una revitalización casi apoteósica de su doctrina. La causa fue, por un lado, el renovado interés por las filosofías tradicionales, sobre todo la representada por el platonismo — esotérico o cerrado frente a las doctrinas abiertas o exotéricas de Aristóteles—, recuperado por maestros como Marsilio Ficino y Giorgi, con sus ramificaciones ocultas ya presentes en el Corpus Hermeticum,[21] por otro, la expansión de los principios de la Cábala hebrea por el mundo cristiano europeo a raíz de la expulsión de los judíos
españoles y el consiguiente nacimiento de la Cábala cristiana. Tales corrientes, filosóficas y místicas a un tiempo, unidas a su vez al renacer del pensamiento neoplatónico alejandrino y al redescubrimiento por las mismas vías de las doctrinas herméticas, llevó a muchos pensadores como Reuchlin, e incluso a heterodoxos declarados como Giordano Bruno,[22] a decantarse sobre los esquemas metodológicos del Arte luliano y a escarbar en ellos las bases de un conocimiento que la Iglesia, totalmente ajena y hasta espiritualmente negada a las corrientes humanísticas, seguía considerando cuando menos al borde mismo de la heterodoxia, cuando
no decididamente volcado a la herejía. Aquel conjunto de saberes renovados, en los que ciencia y mística se hermanaban, hizo que la misma búsqueda llevase a muchos estudiosos al convencimiento de que ese intento de arañar en las raíces de lo divino a través de sus manifestaciones tendría que comportar el despertar en el individuo de potencias superiores que propiciarían la adquisición de poderes sobrehumanos. Incluso para muchos, Llull representaba, a través de su método más que de su ideario, una confirmación de esa realidad, contraria tanto a la doctrina eclesiástica como a la ciencia incipiente que crecía a rebote de
la Teología tradicional. Hasta hubo quienes pretendieron ampliar los límites de la obra luliana y ni siquiera dudaron en utilizar su nombre para encabezar tratados directamente relacionados con el hermetismo, la Alquimia y la Astrología. Así surgieron un centenar largo de libros herméticos presuntamente escritos por el beato mallorquín, en los que, utilizando con distinto rigor los esquemas expuestos en el Arte, los aplicaron a la búsqueda de los saberes de la Alquimia, convirtiendo a Llull, o a quienes escribieran en su nombre, en uno de los grandes maestros de los saberes herméticos renacentistas. Significativamente, entre estos
títulos figuran varios que formaron parte de la colección particular de Felipe II y que el monarca cedió a la incipiente biblioteca del monasterio de El Escorial, entre ellos el Ars Chemiae, De secretis Naturae, De auditu Kabbalístico, De compositione Gemmarum, De intentione Alchymistarum y De Virtutibus Aquae Vitae,[23] que le convirtieron, a los ojos de muchos buscadores, en el maestro por excelencia de los conocimientos alquímicos. Desde cuándo mostró Felipe II inclinaciones hacia el lulismo y los saberes ocultos es algo que ignoramos. Como ya apuntábamos, se sabe que tuvo
algún tipo de relación, cuando menos personal, con John Dee, mientras permaneció en Inglaterra como esposo de María Tudor. Sabemos igualmente que se hizo preparar a menudo horóscopos antes de tomar decisiones importantes. Y conocemos incluso su Horóscopo Oficial, el Prognosticon, que le preparó en edad temprana el astrólogo Matías Haco y que el monarca conservó siempre consigo y que se conserva en la Biblioteca de El Escorial.[24] En cuanto a su relación con la Alquimia, va a ser precisamente el tema que vamos a tratar en el capítulo siguiente.
2 Reales encuentros con la Alquimia y los alquimistas He dicho en otra parte[25] que la Alquimia carece de historia, en tanto que, desde las primeras noticias que poseemos de esta actividad ocultista ancestral, tenemos conciencia de que quienes se han entregado a su estudio y a su práctica se han comportado a través
del tiempo de idéntica forma y han seguido caminos de trabajo paralelos, aunque con variantes específicas que nada tienen que ver con una determinada época, sino con el sujeto practicante. Todos sus adeptos sinceros se han afanado por alcanzar de idéntico modo los mismos resultados. Consideramos pues que, al margen de desviaciones puntuales que desvirtúan sus fines y que siempre habrán de ser interesadas y burdas, el alquimista persigue esencialmente su propio crecimiento personal y su arte le permite alcanzar las cimas de la transformación interior a través de la manipulación que practica sobre la
Materia. Su búsqueda consiste en lograr en ésta el supremo grado de pureza y, al tiempo que se purifica a sí mismo, en llegar hasta su quintaesencia: su estado de máxima perfección, representado por el polvo de proyección o por el elixir. Por su parte el oro, considerado como la materia en su estado más puro, sirve entonces al obrador como piedra de toque para probarse a sí mismo que ha alcanzado la meta perseguida, pero nunca como meta en sí misma. Obtener oro, si es que pudiera llegarse a ello por medios alquímicos, demostraría que se ha seguido el camino correcto en pos de la perfección y que se ha llegado a conocer y a repetir la intención divina
cuando se inició el proceso de la Creación. Siendo dicha meta una sola y siempre la misma —conseguir que la materia alcance su estado definitivo—, los caminos para llegar a él han de discurrir siempre paralelos, aunque tengan que converger en su resultado final. Pero seguramente esta afirmación necesita ser aclarada. Tratemos de integrarnos, siquiera sea a través de un esfuerzo mental, en el universo de los alquimistas. Recordemos que la Alquimia forma parte de los llamados saberes tradicionales según cuyos adeptos, in illo tempore la Humanidad tuvo en sus manos secretos trascendentes de la
naturaleza legados por un conocimiento superior que posteriormente se degradó, haciendo que se perdieran y cayeran en el olvido de las gentes. Desde entonces, siguiendo las enseñanzas transmitidas por los filósofos legatarios de la Tradición, humanos excepcionales iniciados en los grandes secretos que fueron conocidos en aquella época arcana han tratado de recuperarlos. Y para lograrlo han recorrido los caminos marcados por la llamada Filosofía Oculta, que no sería sino la memoria secreta que se ha logrado mantener de aquel conocimiento superior ancestral perdido. De acuerdo con esta forma de
pensamiento, tales caminos en nada pueden parecerse a los seguidos por la ciencia racionalista, la que podríamos considerar como convencional. Esta ciencia rebusca en lo todavía desconocido: en lo que es nuevo y, al ser descubierto, permitirá dar sucesivos pasos en pos del hallazgo de nuevas formas y manifestaciones de la naturaleza que contribuyan al progreso del ser humano —estoy hablando en pura teoría—. En cambio los otros saberes, los llamados ocultos, vuelven su mirada a una hipotética Edad de Oro, en la que el ser humano conoció presuntamente una ciencia sagrada fundamental que ya se perdió, pero que
tratan de recuperar o creen haber recuperado mediante la incursión en los mensajes ocultos que fue dejando la Tradición. La Alquimia nos ofrece un ejemplo diáfano que nos desvela esta postura del pensamiento tradicional. El filósofo alquímico parte de la conciencia de que en la naturaleza no se ha completado todavía el ciclo de la Creación. Supone que Dios se limitó a iniciarlo y que sólo habrá de cerrarse cuando tanto la materia como el alma humana se hayan purificado hasta hacerse dignas de unirse al Medio Divino de donde proceden. El proceso es infinitamente largo; se compone de una interminable
sucesión de muertes y resurrecciones — o transmigraciones— que irán transformando la naturaleza, hasta que ésta logre desprenderse de todas sus taras y alcance el estado de pureza que le permita reintegrarse a su Creador, completando así el ciclo que éste inició en el origen de los tiempos.[26] Pero la vida humana es demasiado corta para captar siquiera una parte de la progresiva evolución hacia ese estado definitivo, cuya naturaleza apenas podemos hacer otra cosa que intuir. El adepto cree saber que no toda la materia avanza al mismo ritmo y que hay elementos de dicha materia que, como es el caso del oro, denotan haber alcanzado
una pureza más cercana que otros a la perfección absoluta, del mismo modo que hay seres humanos también más perfectos que otros y, por ello, más aptos para captar la esencia de ese Medio Divino hacia el cual todo tiende. Sin embargo, se supone que la Tradición arcana transmitió secretamente a la Humanidad el método capaz de acelerar ese proceso, inalcanzable en condiciones que llamaríamos normales, permitiendo al ser humano forzar la marcha de la naturaleza y dándole la oportunidad de quemar etapas en su camino evolutivo. La labor del alquimista, en este sentido, consiste, en primer lugar, en
encontrar las sustancias naturales susceptibles de ser sometidas a sucesivos procesos de transformación y en actuar sobre ellas haciéndolas discurrir por repetidos estados acelerados de muerte y resurrección, que irán purificándolas progresivamente hasta alcanzar un punto en el que su materia haya adquirido tal pureza que, a su solo contacto, otras sustancias menos puras quedarán inmediatamente transformadas en la Materia considerada como la más perfecta por naturaleza: el oro. Del mismo modo, el cuerpo humano, imperfecto también y por eso mismo sujeto a la enfermedad, al envejecimiento y a la muerte, quedará
también purificado cuando se le aplique el elixir obtenido a partir de la sustancia purificada y, a través del proceso alquímico, podrá adquirir un grado de perfección que le liberará de las taras que sufre por sus carencias naturales, producto de su evolución incompleta. La finalidad de la Alquimia, pues, es encontrar, a través de la Obra, ese factor trascendente a cuyo contacto la materia bruta —materia prima— quedará definitivamente purificada y convertida en oro y cuando el ser humano, tratado con el elixir, se verá a su vez liberado de las taras físicas —enfermedades, envejecimiento y muerte— que denuncian lo incompleto e imperfecto
del estado alcanzado hasta ese momento en el camino hacia el cumplimiento de la Creación total. Por eso, según la filosofía hermética aplicada a la Alquimia, dicho Oro y dicha Inmortalidad, o Eterna Juventud, no constituirán el fin del proceso en sí mismo, sino el medio material de comprobar que se ha alcanzado la meta que se perseguía. Ésta ha de ser, al menos, la intención del verdadero alquimista, que habrá de experimentar, a lo largo de la Obra, el mismo proceso de purificación interior que está tratando de lograr en la materia sobre la que trabaja.
Desde fines de la Edad Media surge, sin embargo, una conciencia especulativa que afecta menos a los alquimistas que a quienes pretenden servirse de ellos en su propio beneficio. La idea de la obtención de oro se superpone a la intención de que dicho oro se utilice como piedra de toque que sirva de testigo de haber alcanzado el fin trascendente perseguido por el alquimista al emprender la Obra. Del mismo modo, la obsesión por alcanzar la inmortalidad o, al menos, la prolongación de la vida y la supresión de las enfermedades, sustituye a la de la obtención trascendente del elixir capaz
de realizar ese milagro de la naturaleza. Es sobre todo entonces cuando surgen poderosos jerarcas que recurren a los alquimistas en su propio —e hipotético— beneficio y que, a cambio de facilitarles la posibilidad de entregarse a su práctica sagrada, esperan de ellos la obtención de esa sustancia pura: piedra, elixir o polvo de proyección, que les permitirá enriquecerse con el oro —o, en su caso, con la plata— que sean capaces de producir, o la de esa otra sustancia presuntamente milagrosa que les podrá prolongar la juventud. Lo mismo que sucede en la práctica totalidad de Europa, en los reinos
españoles anteriores a la unidad política de la Península Ibérica se dan ya casos de esta suerte de mecenazgo alquímico esencialmente opuesto, aunque no por eso necesariamente enemigo, de la doctrina cristiana con la que todos comulgan. Hay abundante documentación que prueba que reyes como Juan I el Cazador, monarca de la corona de Aragón (1350-1395), tuvo a su servicio alquimiayres como maese Durán Andreu, Bernat Tolván y Jaume Lustrach, que trabajaron para él —al parecer sin éxito palpable—. Y se sabe también que, al menos el último de ellos, siguió trabajando en la Obra cuando murió Juan I y subió al trono su
hermano Martín el Humano. El nuevo rey, sin embargo, se cansó pronto de no ver resultados positivos de aquellas experiencias y mandó llamar a la corte de Barcelona a Lustrach, dispuesto a hacer en él un escarmiento por la estafa de la que creía ser objeto. Sin embargo, se limitó a dejarle marchar a instancias de la reina su esposa, que parece ser que recibió constantes súplicas en favor del alquimista por parte de importantes espiritualistas de gran influencia, probables seguidores de las doctrinas de Llull, que tal vez supieron hacerle ver la auténtica trascendencia del trabajo del alquimista, independientemente de que dicho trabajo se tradujera en la
obtención de oro contante y sonante.[27] Peor suerte corrió, ya en tiempos de los reyes Católicos, el alquimista Fernando de Alarcón, natural de Cuenca. Este filósofo fue contratado por el arzobispo de Toledo don Alonso Carrillo para que, según dice Hernando del Pulgar, cronista de la época, le facilitara oro para cubrir las ingentes obras de caridad que el prelado se había propuesto llevar a cabo. Si fue con ese fin o con otro más inmediato y egoísta es algo que ya nunca alcanzaremos a saber. Pero lo cierto fue que, pasado el tiempo, el arzobispo pudo comprobar que los gastos que le había reportado el trabajo del alquimista no se veían
recompensados con unos resultados que nunca llegaban a plasmarse en la realidad. Por lo tanto, le hizo procesar y condenar a muerte y el pobre filósofo conquense fue decapitado en la plaza toledana de Zocodover. Del emperador Carlos V, aparte su relación frustrada con John Dee, de la que hemos hablado, tuvo durante un tiempo a su servicio a Enrique Cornelio Agrippa de Nettesheim, que también practicó la Alquimia y fue autor de un gran tratado esotérico: De Occulta Philosophia,[28] uno de los hitos de la literatura ocultista de su tiempo, dedicado al abad Trithemio, de quien se afirma que fue un gran iniciado. Se sabe
igualmente del Emperador que poseyó algún fragmento de piedra filosofal y pequeñas cantidades no especificadas de polvo de proyección, aunque se ignora qué filósofo pudo proporcionárselas. Y hasta se dice que, en sus últimos años, mantuvo contacto con la Alquimia espargírica[29] a través de su médico boloñés, Leonardo Fioravanti, que luego siguió al servicio de su hijo Felipe II. Este médico dedicó al futuro rey su extraña obra en cuatro tratados Della Fisica (1582), el último de los cuales es un compendio de conocimientos alquímicos y de experiencias en este campo, en buena parte vividas en España y con
alquimistas españoles, según afirma el mismo autor a lo largo del texto. Que Felipe II mantuvo contacto con alquimistas no sólo nos lo confirman las noticias reseñadas en el capítulo anterior y transmitidas por los embajadores venecianos en Flandes, sino varios documentos que proceden del antiguo archivo de Simancas y que nos dan cuenta de que, en el año 1567, el rey contrató a través de su secretario Pedro del Hoyo a dos hermanos alquimistas a los que permitió ocupar una casa en Madrid e incluso se les montó un laboratorio con su correspondiente horno, para que tratasen de obtener oro mediante los métodos
que decían dominar. No es seguro que el rey llegase siquiera a entrevistarse con ellos,[30] pero se conservan las notas que Pedro del Hoyo le pasaba periódicamente al monarca, en las que le iba dando cuenta del progreso de los trabajos y de los gastos que se iban produciendo. En la mayor parte de estas notas, Felipe II añadió algunas palabras, a través de las cuales nos podemos dar cuenta de su actitud ante el trabajo que había encargado.[31] Muchas de ellas se han conservado y, a través de ellas, se revela con asombrosa exactitud la postura del monarca ante los más diversos asuntos. Se trataba de unas apostillas de carácter privado, pero que
dejaban siempre clara cuál era la actitud del rey ante el asunto en cuestión. En las ocho que se conservan entre las que Pedro del Hoyo le fue pasando, referidas a esta concreta experiencia alquímica, comenzó confirmando la puesta en marcha de los hornos que se construyeron en secreto a principios de 1567 para emprender la experiencia sin que nadie pudiera llegar a tener noticia de ella. El secretario, luego, fue dando cuenta puntual de la aparente inmediatez de resultados positivos, ante los que Felipe II mostraba su satisfacción, anotando al margen: «En verdad que, aunque yo soy incrédulo de estas cosas, que atesta no lo estoy tanto, aunque no
es malo serlo; porque si no saliesse, no se sintiera tanto; pero de lo que hasta agora se ha visto y a vos os parece, así de la obra como de las personas, no estoy tan incrédulo como lo estuviera si esto no fuera assí». Poco a poco, los hermanos alquimistas fueron dando cuenta de sus progresos y el secretario escribe: «Los del secreto tienen por sin duda ser puro oro lo que se produjo de la materia que se mezcló pero dicen que, para volverlo al color perfecto, porque agora todo parece negro, es menester hacer hoy otras diligencias y volverlo al fuego». Y poco después: «Preguntaba yo anoche a uno de los hermanos si con
buena diligencia se podrían hacer siete u ocho millones [de oro] en un año; respondiome muy en sana paz [muy tranquilamente] que y aun veinte». Sin embargo, al poco tiempo comienza a haber retrasos, las notas se van plagando de esperas y de excusas. A una de ellas apostilla el rey: «No hay que decir sino esperar el suceso». Y a otra: «Muy bien ha sido consentirles que hagan lo que les pareciere, aunque a mí no me contentan estas mudanças; pero tanto más conviene no darles causa a que digan que no se acertó por no hazer lo que les pareció». Las páginas que se han conservado
no llegan a darnos cuenta del desenlace de aquel experimento, pero todo hace suponer que no se obtuvo lo que el rey llegó a esperar que se obtendría. Esta pequeña secuencia de un experimento alquímico narrado en directo y llevado a cabo, como se ve, por encargo expreso del rey, nos sitúa, lo mismo que la ya relatada aventura alquímica de Malinas, en los parámetros propios de la época, en la que tantos soberanos se pusieron en contacto con pretendidos alquimistas que les ofrecieron tesoros incalculables si financiaban sus experimentos y se comprometían a mantenerles a cambio de la promesa de hacerles ricos con el
polvo de proyección que esperaban obtener. Por supuesto —y el profesor Rodríguez Marín, que fue el descubridor y el primer estudioso de estas notas lo confirma—, el que Felipe II consintiera en afrontar la experiencia no quiere decir por este solo hecho que fuera un devoto de la Alquimia. Simplemente, al menos en este caso, aceptaba una propuesta con la esperanza de obtener un beneficio, exactamente igual que estaban haciendo tantos otros soberanos europeos y como haría con renovado entusiasmo, al cabo de pocos años, su mismo sobrino, el entonces aún archiduque y luego emperador Rodolfo II. Pero la impresión que causan los
textos de estos billetes es muy distinta a la que quiso ver su descubridor, empeñado en demostrar que el rey era escéptico ante el fenómeno alquímico. Y la existencia de varios tratados de Alquimia entre los libros de su colección particular que depositó en la biblioteca escurialense, así como su inclinación, fuera de toda duda, hacia las doctrinas lulianas, inclinan más a pensar que el rey tenía muy clara en su mente la relación oculta entre objetos y conceptos, que establecía a su vez los contactos entre el mundo divino y el de los seres humanos. Trasladado este convencimiento al mundo de las creencias inmediatas, puede asegurarse
que Felipe II tuvo una conciencia muy ajustada de la realidad teórica del universo alquímico y esperaba que la práctica viniera a confirmarle en sus sospechas. Mucho más significativo en lo que se refiere al ideario alquímico de Felipe II es la constitución, avalada por el mismo Fioravanti en su tratado Della Fisica, de un grupo de trabajo que se constituiría en el mismo recinto del Monasterio de El Escorial, probablemente con anterioridad a 1580, dedicado en principio a estudiar y comentar la obra luliana pero, a su socaire, también entregado a otros saberes ocultistas que se podían desprender de su ideario. Lo
significativo de las noticias que nos transmite Fioravanti es que, por ese tiempo, se ubicó allí, protegida por el propio rey, algo así como una asociación libre de alquimistas y espargíricos que se conocían unos a otros, se transmitían sus progresos y hasta se reunían periódicamente con el consentimiento —y no se sabe si incluso con la presencia esporádica— del rey en persona, lo que no sería demasiado de extrañar por el nombre con el que la reunión llegó a ser conocida: el Círculo de El Escorial. Los componentes de aquella discreta tenida, unidos en principio por su dedicación a los estudios lulianos, no
parecen haberse dedicado, como otros alquimistas europeos, a trabajar por cuenta de su mecenas para tratar de proporcionarle las riquezas que éste les solicitase. Por lo que se ha llegado a saber de ellos, su investigación se encaminó más bien por sendas más o menos teóricas y, aunque no se descarta que alguno de ellos practicase la Alquimia en solitario, parece que no era ésta su misión principal como miembros de aquel grupo. Fioravanti menciona entre ellos a su paisano Anzolo di Santini, al que califica de «chirurgico [cirujano] & alchimista terribilissimo, in corte del Re Católico di Spagna». Y a César «barbiere» (el barbero); y al
señor Yuan Fernández; y a Lorenzo Granita, «que está en Madrid, en el Carmeno», así como al licenciado Agostín Bravo, «con esta condición, che soys amigos y que os yunteis una vez cada semana […] percioche con questa arte alchimica farete alio filosoforum, piedra filosofal, la quinta essentia & molte atre cose».[32] Hay que reconocer que el lenguaje de Fioravanti, expresado en una extraña mezcla de italiano y castellano, no es precisamente un dechado de inteligibilidad, pero parece dejar claros los fines de sus encuentros y hasta, probablemente, la amistad que los unió a todos y hasta los motivos profundos por los que tal vez
fueran convocados por el monarca. De este círculo escurialense formó parte, con toda probabilidad, el mismo asentador real y constructor del monasterio, Juan de Herrera, de quien tendremos la oportunidad de hablar más adelante y que se distinguió por su profunda entrega a las enseñanzas lulianas, hasta el punto de introducirlas en la obra misma del monasterio. Allegado suyo y formando seguramente parte del grupo fue un tal doctor Dimas, de quien nada más sabemos aparte de su nombre. Y formó parte de él también Diego de Santiago, autor de sendos tratados alquímicos denominados Dos libros del Arte Separatoria (1593). Este
boticario sevillano llegó a ser destilador real y de él se supone con cierta garantía que fuera quien diseñase el complicado crisol destilatorio que se instaló en 1590 en la Torre de la Botica escurialense, en la que se estarían ensayando fórmulas y productos tendentes a paliar las graves dolencias que ya comenzaban a minar la salud del rey. Precisamente el gran cronista de El Escorial, fray José de Sigüenza, nos hace de ella una descripción que deja muy claras sus funciones, aunque muchos estudiosos hayan hablado de esta torre como de una simple botica monástica. Por ello merece la pena que nos detengamos a leer su minucioso relato:
«Desde el convento se hace un tránsito por aquel corredor que dije, y de allí a espaldas de la parte que mira a Oriente se hace un claustrillo o patinejo que sirve a la botica, repartido en siete u ocho piezas, donde se ven extrañas maneras de destilatorios, nuevos modos de alambiques, unos de metal, otros de vidrio, con que se hacen mil pruebas de la naturaleza, y con la fuerza del arte y del fuego, y de otros medios e instrumentos, descubren sus entrañas y secretos y se ven a los ojos pruebas de cosas maravillosas. Desatan y resuelven las partes de que se componen estos que llamamos mixtos
naturales, hierbas, piedras, metales, y hacen se vaya cada una por su parte, o que no se vaya, sino que se recoja y guarde, como si por sí sola la produjera la naturaleza. Vese la parte ígnea distinta de la terrestre, la que es aquea de la aérea, en la rosa, en la chicoria, en el anís y en la lechuga, y aún en el polvo y en el acero, donde queda todo tan sublimado y sutil que parece que pasaron a otro género, y así acordaron llamarlos quintas esencias». [33]
En aquella misma torre y en el laboratorio instalado en ella trabajó también por un tiempo otro alquimista italiano, Vencenio Forte, del que se dijo
que era gran experto en extraer la quintaesencia de varias sustancias[34] y en descomponer en sus elementos más simples la materia, tanto orgánica como inorgánica. En el Círculo escurialense estuvo también el doctor Lorenzo Gozar, autor del libro De Medicinae Fontes, de contenido claramente espargírico. Y de aquel grupo salieron otros alquimistas como Jerónimo Gracián, autor de un Diálogo de la Alquimia, Pedro Mercado, que escribió otros Diálogos de Medicina Natural (Granada, 1558) y el autor de un tratado anónimo que dio la vuelta al mundo de los alquimistas: un apócrifo de Santo Tomás de Aquino titulado Tratado del Arte de la Alquimia
que, durante mucho tiempo, sirvió a los seguidores del Arte para asegurar que este santo, lo mismo que su maestro Alberto Magno, fueron también adeptos de la Obra. Pero con seguridad el más importante de los alquimistas que formaron parte del Círculo de El Escorial fue Ricardo Estanihurst. Apenas se sabe nada de su vida, salvo lo que parece revelar su apellido, que le hace procedente de tierras del Norte, Alemania o tal vez Dinamarca. Su apellido auténtico pudo ser Steinhurst, aunque no se conoce transcripción alguna bajo esta forma. Lo cierto es que su libro, titulado Toque de Alquimia
(1593),[35] del que existe un manuscrito en la Biblioteca Nacional de Madrid, fue escrito explícitamente para Felipe II y con toda probabilidad, responde a un encargo directo del rey a su autor. Lo más curioso de este escrito es que no trata en él precisamente de los procedimientos para obtener la Piedra o el Elixir, algo que apenas aparece en sus páginas, sino que constituye una especie de guía en la que se estudia el modo de reconocer la Obra y, sobre todo, a quienes la practican. Hace una clara distinción entre la alquimia de los metales y la alquimia espargírica y llena las páginas de alabanzas a esta última modalidad alquímica, que fue practicada
por Paracelso y que, según se adivina, pudo ser la que mayor interés despertaba entonces en Felipe II, ya en los últimos años de su vida y atosigado por la gota y los demás terribles achaques que, finalmente, le llevaron a la tumba.[36] Estanihurst analiza también a los alquimistas, establece la manera de distinguir a los honrados de los tramposos, tanto por sus ideales como por sus métodos, y pone en guardia sobre estos últimos, indicando la manera de reconocerlos y poder proceder contra ellos o, simplemente, evitarlos. Dice, en este sentido, que el modo más cierto de reconocerlos consiste en observar su tren de vida, queriendo decir con ello
que a mayor riqueza habrá que suponer en ellos menor grado de sinceridad, pues nunca podrá darse el caso de que un alquimista entregado en cuerpo y alma al Arte y a sus altos fines filosóficos se aproveche de las ventajas materiales que pueda producirle ese oro destinado únicamente a servir de piedra de toque a los más altos fines que debe perseguir su experiencia. Aun y conociendo con relativa certeza la existencia del Círculo de El Escorial, la misma discreción proverbial que guió siempre la postura y el modo de actuar del rey nos ha impedido saber con mayor exactitud el motivo que le guió a permitir y hasta
fomentar la presencia de aquel curioso grupo de alquimistas en el ámbito de su inmediata intimidad y prácticamente, en el recinto que había destinado a la exaltación de su gloria. El concepto que Felipe tuvo de su misión universal inclina a pensar que aquella decisión pudo formar parte de su afín por abarcar todas las facetas del poder e, indirectamente, del conocimiento, del mismo modo que intentó convertir también su obra escurialense en un museo que recogiera muestras de la vasta naturaleza de su imperio, tanto animales como especies vegetales, y del mismo modo que se obsesionó con el almacenamiento de
reliquias de los más excelsos santos de la cristiandad, aspecto sobre el que habremos de volver más detenidamente. Sin embargo, sus mismos contactos anteriores con la Alquimia, tanto en Flandes como en Madrid, y el hecho mismo de que los filósofos con los que tuvo contacto en los primeros años del reinado buscasen la obtención de oro, mientras los escurialenses inclinaban con preferencia su actividad al Arte de la espargiria, permiten sospechar que el monarca trató de obtener siempre de todos ellos algún remedio menos ortodoxo a situaciones inmediatas, primero a sus problemas económicos y posteriormente a su deteriorado estado
de salud, en aquellos años en los que sus males no veían remedio eficaz en los tratamientos a los que lo sometían sus médicos tradicionales. Con todo, no cabe duda de que Felipe II trató de profundizar en los secretos filosóficos de la obra, como lo prueban los libros alquímicos que legó a la biblioteca escurialense procedentes de su colección particular y su inclinación por las doctrinas de Llull. En cualquier caso, es un hecho que la relativa expansión de las prácticas alquímicas durante su reinado, incluso fuera de su estricto ámbito inmediato, parece venir a confirmar que, cuando menos, la Alquimia no fue mal vista en
la España que gobernó con su poder absoluto y que, si es cierto que no se dieron en ella grandes nombres como los que alcanzaron la fama en el resto de Europa, hubo una actividad indudable que se tradujo en nombres como el de Caravantes, autor del tratado Praxis Artis Alchemiae, publicado en 1561, y el del valenciano Luis de Centelles, cuya primera obra conocida, una Carta Alquímica dedicada al doctor Manresa (1552), da cuenta de una dedicación que pudo manifestarse con entera libertad en el reino. Precisamente este Luis de Centelles, de quien apenas se conoce nada más que el nombre y algunas de sus obras, tuvo
fama en su época y escribió una obra respetada entre los alquimistas de su tiempo, las Coplas sobre la Piedra Filosofal,[37] de la que se conservan dos copias manuscritas y hasta una adaptación publicada por el ya mencionado Leonardo Fioravanti en el libro que dedicó precisamente a Felipe II, Della Fisica. El texto de estas coplas alquímicas se basa parcialmente en el Libro del Tesoro o del Candado, atribuido a Alfonso X pero probablemente escrito en pleno Renacimiento. Y su doctrina, a pesar de adivinársele las influencias inmediatas, entra de lleno en ese concepto críptico de la expresión alquímica que requiere
un profundo conocimiento del mundo simbólico y hasta de la imagen poética que no puede ser siquiera captada por quienes no estén familiarizados con el contexto tradicional en el que se desarrolla sin excepción la expresión literaria alquímica. Habría que reconocer, sin embargo, que el hombre cultivado del Renacimiento, y Felipe II, en tanto que monarca proclive a penetrar en beneficio de su propio ideario en los saberes de su tiempo, estaría familiarizado con este lenguaje críptico que forma parte de la expresión alquímica. Y si es cierto que él no lo empleó personalmente —sus cartas y sus
notas personales son, en general, breves y concisas, como corresponde a alguien que no puede perder el tiempo en florituras literarias— sí se valieron de él otros personajes de su entorno, ni siquiera literatos de profesión, sino intelectuales que se vieron en la tesitura de expresarse literariamente en un estilo críptico, a menudo muy afín al lenguaje de los pájaros que utilizaron los alquimistas. Éste es el caso de Juan de Herrera, cuyo Discurso de la figura Cúbica, del que hablaremos más adelante, requiere paciencia y deseos de auténtica penetración para ser entendido por el lector.[38] Sin embargo, el ejemplo más patente
lo constituye, sin duda, el estilo literario de Antonio Pérez. El que fue primero secretario de confianza de Felipe II y posteriormente su víctima, después de ordenar el asesinato de Juan de Escobedo por indicación del propio monarca y de ser perseguido por adivinar unas órdenes reales deliberadamente indirectas.[39] Una vez a salvo, comenzó a reivindicar sus razones y a defenderse de las graves acusaciones del rey a través de unas Relaciones y de gran número de cartas[40] escritas a todas las personalidades europeas de su tiempo. Pero lo curioso de la obra de Antonio Pérez, sobre su importancia
histórica y literaria, es que en aquellos escritos, aun esforzándose por dar cuenta de los acontecimientos, trata a toda costa de que tales hechos, una vez conocidos por los destinatarios de las cartas o por los lectores de las Relaciones, no puedan volverse en su contra y permitan que se le acuse de desvelar determinadas certezas que no convenía hacer públicas por las más diversas razones. Por ello, a menudo, oscurece deliberadamente sus confesiones y las envuelve en el hermetismo del símbolo, consiguiendo «que el mejor conocedor de la lengua encontrará serias dificultades para interpretar lo que el cauteloso
desterrado quería declarar».[41] Llegando al punto de pedir perdón, como lo hacían algunos alquimistas, por no serle posible aclarar más y que no le aprieten sus lectores ante las cuestiones que plantea. Las mismas ilustraciones que incluye en las Relaciones revelan el empleo de la expresión hermética y, como sucede con la inclusión en el texto de figuras simbólicas como la del gigante Ticio, recurre al presunto conocimiento del mundo simbólico por parte de sus lectores para obligarles a interpretar sus intenciones, exactamente lo mismo que llevaban a cabo los alquimistas en sus escritos, cuando contaban veladamente el proceso de sus
trabajos en pos de la Piedra Filosofal.
3 A horcajadas entre el Padre Dios y la Madre Tierra No cabe la menor duda de que, contra lo que suele despreciar un amplio sector de la Historiografía actual, los sentires más pro fundos del pueblo y su manifestación pública cuentan tanto, cuando menos, como el precio de la arroba de salvado o la disminución demográfica de la
población campesina. Pues mucho más a menudo de lo que se quiere reconocer, son los impulsos interiores del pueblo, colectivos unas veces e individuales otras, los que determinan los acontecimientos y los que encauzan la historia en una dirección determinada: bien sean nacidos y dirigidos desde el poder o perseguidos por ese mismo poder cuando quiere alterar en su beneficio los esquemas naturales por los que se rige la ciudadanía, abierta o soterrañamente. Incluso, en numerosos casos, ese mismo poder se manifiesta en función del paradigma espiritual del colectivo sobre el que ejerce su autoridad, mostrándose como factor
esencialmente benéfico o nefasto según responda a las querencias naturales del pueblo o se enfrente a ellas tratando de alterarlas. Felipe II fue un monarca que acumuló en su persona, y proyectó a través de sus actos, Una curiosa conjunción de factores persona les y de esquemas sociológicos asumidos. Por un lado vivió siempre con la sombra titánica de su padre el César Carlos pendiente de todos sus actos y rigiendo, desde la memoria, buena parte de sus decisiones, siempre en contraste violento con la personalidad radicalmente diferente del hijo. Por otro lado, Felipe fue un hombre
decisivamente influido a pesar suyo por el espíritu de la tierra en la que vivió y se formó. Y aunque esa relación tuvo lugar desde las alturas inalcanzables de su condición de soberano absoluto, sin contacto inmediato con los acontecimientos y con sus protagonistas —pues era él quien se sentía protagonista absoluto de todo cuanto pudiera suceder—, el ambiente que se respiraba más allá de los muros de sus alcázares formó parte inalienable de su carácter, determinó a menudo sus decisiones y condicionó sin remedio sus actitudes. En lo alto del patio de los Reyes de El Escorial, sobre la fachada que da
entrada al templo del monasterio, se levantan las colosales estatuas de seis monarcas de Israel labradas por Monegro. Las dos de la izquierda representan a Josafat y Ezequías y las dos de la derecha a Josías y Manasés. Y cabría pensar que su colocación allí no fue en modo alguno gratuita, porque, si repasamos las Escrituras, comprobaremos que todos ellos fueron monarcas reformadores que no sólo suprimieron la clase de los sumos sacerdotes, y mandaron limpiar el Templo de inmundicias, sino que destruyeron las estatuas de éstos y de algún que otro ídolo, asumiendo el papel de Rex et Sacerdos que confería la
máxima autoridad política y religiosa a los monarcas. Por su parte, las dos figuras centrales, claramente separadas de las demás, representan a David, a la izquierda, y a Salomón a la derecha. Y no parece casualidad que los rasgos de ambas recuerden respectivamente a los del César Carlos y el rey Felipe aún joven. Ni lo es tampoco que, en el interior de la iglesia, los mausoleos de ambos, en soberbias labras de Pompeo Leoni, ocupen exactamente la misma posición que las esculturas de la entrada, a los lados del Evangelio y de la Epístola del altar mayor. Hay como una intención tácita de Felipe II por
mostrar y dejar constancia del paralelismo existente entre los dos monarcas señeros de la Biblia y la relación entre él mismo y su padre el Emperador, que constituyó para él no tanto el ejemplo a seguir como la figura emblemática y venerada que dio paso a un reinado que Felipe se propuso que fuera el estallido de gloria preconizado por su augusto padre. Se ha dicho, sólo con relativa razón, que Felipe II vivió toda su vida obsesionado por la figura prepotente del Emperador, intentando emularle en todos sus actos, aunque sin alcanzar nunca la grandeza que arañó Carlos V. En efecto, hubo una indudable admiración filial en
toda la singladura histórica de Felipe. Es cierto también que vivió constantemente pendiente de lo que fue y de lo que hizo su padre. Incluso se recuerda cuando, aún príncipe heredero y regente de España, repasaba en solitario, como una lección a aprender de memoria, los consejos que Carlos V le escribió de su puño y letra, recomendándole cómo habría de afrontar las distintas situaciones con las que se tropezaría cuando fuera rey y tuviera que asumir toda la responsabilidad de su cargo.[42] Sin embargo, no es menos cierto que su deseo de emulación respondía más a la necesidad de completar y mejorar la
obra del Emperador por caminos propios que en continuarla por los mismos. Sin duda, en la mente de Felipe estaba presente, desde muy temprano, el carácter que imprimiría a su reinado, en paralelo con el de los reyes emblemáticos de Israel, David y su hijo Salomón. Y, en cierto sentido, no cabe duda de que ese paralelismo existía, por cuanto Carlos fue rey esencialmente activo y guerrero, a quien la lucha no sólo no amedrentaba, sino que la buscaba como solución a las necesidades impuestas por el poder que ejercía. Mientras, Felipe sólo recurrió a la guerra como solución extrema a los problemas y hasta, en ocasiones, como
muy probable catarsis para mantener la paz y como única salida a su necesidad de conservar sin merma el patrimonio que había recibido y complementarlo conforme a los lejanos planes de su admirado padre. Felipe II tenía un concepto diáfano de su deber como soberano. También se lo había inculcado el Emperador. Pero superó con creces sus enseñanzas, no conformándose con los consejos que éste le dio en lo concerniente a su relación con la Iglesia y con sus súbditos. Por ejemplo, Carlos V fue un rey políglota, capaz de entenderse con los ciudadanos de todos sus estados en su propia lengua. Felipe II nunca
aprendió idiomas, salvo el latín, y esperaba —y hasta exigía— que quien se dirigiera a él le hablase en la lengua por la que había optado: el castellano, el único idioma que utilizó siempre, puesto que el latín sólo lo consideraba digno para ser hablado con Dios. Por más ejemplo: siendo príncipe, él mismo aconsejó a su padre que intentase por todos los medios no emprender acciones armadas contra la Santa Sede, cuyos pontífices, sin excepción, vieron con ojos poco amables el ejercicio efectivo de un poder omnímodo por parte de Carlos V, poder cuya exclusividad pretendía detentar el Papado romano corno cabeza de la Iglesia Universal.
Sin embargo, llegado el momento de un nuevo enfrentamiento con el Sumo Pontífice, en tiempos de Paulo IV y apenas convertido en rey (1556), Felipe no dudó en mandar al duque de Alba a silenciar por las bravas las exigencias romanas que ponían en tela de juicio su derecho soberano a defender su propiedad sobre los Estados italianos frente a las ambiciones eclesiásticas, que habrían preferido ver reducida su influencia europea.[43] Por completar el ejemplo. Felipe fue el artífice de la ter cera y definitiva fase del Concilio de Trento, que ya había fracasado por dos veces a lo largo del reinado de su padre y, al marcar la convocatoria de esta
tercera sesión, lo hizo convencido de ser precisamente él quien remataba la obra melada por el Emperador y se instituía como auténtico representante de la voluntad de Dios en la Tierra, frente a una Santa Sede a la que no ponía inconvenientes en respetar doctrinalmente, pero a la que había también que vigilar, para que cumpliera los designios divinos que él tendría que ser el encargado de ejecutar, manteniéndola dentro de los límites de las funciones estrictamente espirituales que le correspondían. Felipe II, admirador incondicional de su padre, actuó en casi todas las ocasiones como ese padre nunca habría
actuado. Carlos V, en su constante actividad, se dejaba ganar por el desaliento hasta caer enfermo, pero siempre acudía personalmente donde surgían los problemas. Su hijo procuró siempre resolverlos a distancia, enviando en cada caso a quien le parecía la persona adecuada y sin que contase para nada que esa persona fuera de verdad la más apta, sino sólo teniendo en cuenta lo que en aquel instante le dictaba su intuición. Un dictado que unas veces se inclinaba a favor del éxito, pero que otras, aunque pudiera parecer absurdo, se manifestaba como consciente del fracaso que sobrevendría, pero que, de alguna
manera, podía favorecerle desde otras perspectivas más acordes con su esquema político y vital. El Emperador actuó siempre mostrando los ases de su baraja de poder. Cuando confió en alguien le dio responsabilidades y cuando no sucedió así intervino personalmente. Felipe II se mostró siempre repleto de suspicacia y de sagacidad. No dudó en recurrir a los más ineptos si su ineptitud podía favorecerle y prescindió o hizo caer en desgracia a los más aptos cuando sus cualidades pudieron hacer sombra a su voluntad, por más errónea que ésta fuera. El César Carlos capeó siempre que
pudo las adversidades, pactando y afrontando los obstáculos con un sentido estricto de las conveniencias políticas de cada instante. Felipe II antepuso siempre lo que creía que era justo o que beneficiaba a su ambición, aunque sus imposiciones fueran en perjuicio de lo que podía convenir en cada caso. Más débil que su padre, se revolvía y reaccionaba violentamente ante lo que se oponía a su voluntad y dejaba a un lado la diplomacia propia de los poderosos para imponer aquello en lo que creía, aunque fuera en su propio perjuicio o en perjuicio del pedazo de mundo sobre el que gobernaba. Así, por ejemplo, mandó a Flandes al duque de
Alba en los momentos más delicados de sus relaciones con la gente de aquellas tierras y le permitió iniciar una terrible política de represión en la que cayeron incluso muchos de aquellos que siempre se habían mostrado fieles a la monarquía, aunque sostuvieran ideas puntuales divergentes. Esto fue lo que sucedió con los condes de Egmont y Horn, partidarios sólo de alcanzar un entendimiento que permitiera la convivencia con los protestantes en una tierra enfebrecida por las divergencias políticas y religiosas. Precisamente en medio de este contexto absolutista es donde hemos de situar seguramente la secreta inclinación
por el infringimiento cristiano que mostró Felipe II durante toda su vida y que iremos comprobando a lo largo de estas páginas. Era cierto que el Emperador nunca logró vislumbrar claramente la diferencia que existía entre la doctrina de la Iglesia y las tesis religiosas sustentadas desde el protestantismo en constante avance, lo que hizo que fuera relativamente blando con los disidentes y prefiriera tolerarlos, o incluso ignorarlos, antes que poner en peligro las bases de su patrimonio. Así, mantuvo como capellán a un personaje como Constantino Ponce de la Fuente, un criptojudío que estaba en relación formal y secreta con los
luteranos, lo que no impidió que dedicase al Emperador su libro sobre la Doctrina Cristiana, que llegó a ser lectura preferida del monarca, y que fueran alabados sus discursos teológicos por el mismo capellán del príncipe Felipe, hasta el punto de que casi llegó a convertirse en confesor del futuro rey. Así también admiró el Emperador muy sinceramente al doctor Cazalla y le llevaba consigo en sus viajes, hasta que los tribunales inquisitoriales cayeron en la cuenta de sus desviaciones doctrinales y le procesaron, terminando por condenarle a relajación en el auto de fe de Valladolid (1559). Todas estas circunstancias nos van
mostrando cómo Felipe II, al tiempo que mostró su admiración incondicional por su padre, aprendió a costa suya que el infringimiento podía llevarse a cabo sin renegar de las más recalcitrantes convicciones católicas. Para él, el soberano, por el hecho de serlo, tenía el derecho inalienable de saltarse las reglas impuestas por la autoridad religiosa sobre su feligresía. Y ello sin necesidad de apartarse de la fe aceptada, sino apropiándosela y utilizándola en su beneficio con toda suerte de piedades añadidas, como representante político de Dios en la Tierra y dejando al Papa la función de ser su representante espiritual. En este
sentido, su actitud no distaba demasiado de la concepción del Reino Universal transmitida por una parte de la Tradición arcana, en la que la autoridad espiritual de los brahmanes debía ejercerse sin ejercer a la vez un poder que debía estar en manos de los kchatriyas, encargados de vigilar el cumplimiento de los principios trascendentes por los que el mundo debía regirse. El Padre —su propio padre— fue, en este caso, el maestro gracias al cual Felipe II aprendió, pero como discípulo le superó con creces al pretender hacer de la religión su exclusiva responsabilidad, tratando de dominarla antes que de obedecerla. Y así, el
profesor Altamira, uno de los más precisos y objetivos estudiosos del carácter del monarca, pudo decir:[44] «En este respecto existió un matiz diferencial entre Carlos I y Felipe II. Aquél se consideró, en cuanto emperador, representante o Vicario temporal (es decir, en la esfera del Estado) de la Iglesia cristiana, posición en que cabía el reconocimiento de la famosa teoría de las dos espadas. Felipe se apartó de esa teoría y practicó la doctrina de que la ejecución de su propósito religioso era cosa que le correspondía exclusivamente; y así, no permitió en
ella ingerencias. Hubo más de un caso en que dio a entender claramente al papa esa creencia suya y reclamó la libertad para realizada: posición, en su sentir persona!, perfectamente compatible con la sinceridad de la misión que se atribuía y su ferviente catolicismo». Ésta era, y no otra, la postura de quien estaba convencido de su misión como Rey del Mundo y de su obligación, como tal, de acumular en su persona no sólo el poder que le correspondía como ejecutor y garante de los principios espirituales aceptados, sino la autoridad que le permitiría imponerlos por las buenas o por las bravas.
El tercer período —y definitivo— del Concilio de Trento, más que propuesta de la Santa Sede, fue obra suya y fue convocado a sus instancias. Y la presencia en él de los representantes efectivos del rey, los más activos miembros de la Compañía de Jesús, y de su poder decisorio, muestran su deseo de que la Iglesia española bajo su autoridad fuera el núcleo de donde tendría que salir una Iglesia Universal sometida políticamente a su propio sentido del catolicismo ecuménico. En el caso de la relación maternofilial de Felipe II con España — y aun quizá podríamos hablar mejor de los antiguos reinos españoles unidos
bajo una sola monarquía—, posiblemente cometeríamos un grave error de juicio si habláramos del rey sin tener en cuenta el ambiente total — espiritual, social, histórico e incluso político— del territorio desde el que siempre ejerció su poder. Pues conviene recordar que, aunque el monarca era dueño de aquel medio mundo «sobre el que no se ponía el sol», lo cierto es que, casi desde el momento mismo de acceder a la corona,[45] gobernó sobre sus amplísimos territorios con una perspectiva netamente española y que fue España, y más aún Castilla que España, el núcleo ideológico y cultural por el que se rigieron sus directrices en
la política mantenida con Flandes, con la misma Italia, con los extensos territorios americanos bajo su gobierno e incluso con el Papado mismo. España influyó en Felipe II tanto, si no más, como Felipe intentó involucrar a España en su proyecto personal. Y de ella extrajo una parte importante de su propia personalidad, del mismo modo que el país tomó de la suya aspectos fundamentales durante el casi medio siglo que se prolongó su reinado. Puede decirse que toda la política del rey partió de su persona; y que, desde dentro de España, se expandió hacia todos los territorios que le pertenecían en propiedad; que su espíritu religioso fue
esencialmente español, y más que español latino, con todas sus consecuencias, y que su carácter, también con todas sus contradicciones, sólo pudo forjarse en el caldo de cultivo de un país que se las daba de paladín de la cristiandad mientras albergaba, al mismo tiempo, todas las infracciones cristianas imaginables. Eso sí, se trataba de infracciones esencialmente autóctonas, sin relación directa con ningún otro movimiento heterodoxo foráneo. Todavía en el siglo XVI, España era el único país de Europa donde, a pesar de las persecuciones inquisitoriales, coexistían de tapadillo las tres
religiones básicas de la cultura mediterránea: el cristianismo como poder dominante; y en la sombra, capeando marginaciones y represiones, el Judaísmo y el Islam. Y las tres, a su vez, se teñían esporádicamente con los colores procedentes de creencias aún más antiguas que el cristianismo triunfante no sólo no había podido desterrar, sino que habían incluso progresado a la sombra de la misma intolerancia mostrada por la Iglesia. Habría que recordar, a este propósito, que la Inquisición medieval, la que llamamos romana, fue creación de un español, Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores; pero que
su actuación se limitó a lugares muy concretos, como el Languedoc en Francia y las tierras leonesas en la Península, mientras en otros territorios, como los de la Corona de Aragón, vio mermada su influencia precisamente por la firme voluntad de convivencia religiosa defendida por monarcas como Jaime I el Conquistador, que incluso llegó a enfrentarse con la Santa Sede por permitir y aun promocionar encuentros interdoctrinales entre judíos y cristianos en los que grandes kabalistas como Nahmánides pusieron en situación de desventaja a los teólogos católicos. A tierras de la Corona de Aragón llegaron también en su día fugitivos cátaros de
Occitania para escapar a la acción de los tribunales inquisitoriales y sus hogueras; y es fama que muchos de ellos se refugiaron en comarcas muy concretas, como el Maestrazgo, donde pudieron vivir sin ser molestados, o como Mallorca, a cuya conquista se incorporaron numerosos albigenses[46] dispuestos a encontrar en las islas un hogar libre de persecuciones donde rehacer su vida. La convivencia de musulmanes, judíos, cátaros occitanos, priscilianistas —que aún quedaban— y cristianos a medias procedentes de territorios poco evangelizados del Norte, como Vasconia, Cataluña y Galicia, creó en la
Península un ambiente sutilmente transgresor de la doctrina oficial que, ocasionalmente, se traducía en espectaculares brotes de herejía. Por su parte, la brujería y la hechicería, que nunca dejaron de estar presentes entre las prácticas supersticiosas hispanas, experimentaron un auge súbito en los últimos tiempos de la Edad Media y los inicios de la moderna con los aquelarres de la sierra de Amboto[47] y comenzaron a propagarse peligrosamente para la buena marcha de la fe popular a finales del siglo XV y todo el XVI. Los Reyes Católicos tuvieron sin duda una idea fija, política- . mente equivocada, aunque doctrinalmente
acorde con su ideario, de lo que podía suponer una relativa tolerancia ante aquellas transgresiones. Y así, poco antes de decretar la expulsión de los judíos (1492), pactaron con la Santa Sede la instauración de la llamada Inquisición Nueva, esencialmente española y dependiente a todos los efectos de la Corona, que sería de este modo la encargada de nombrar a sus representantes y de designar a los miembros de su sede central, la Suprema. Fue necesaria esta institución represiva en manos de la monarquía, dedicada en exclusiva a combatir la que llamaban la «herética pravedad», para lograr la unidad religiosa que
necesitaban en un país polifacético en lo religioso, zarandeado secularmente por las creencias más diversas y vitalmente propenso a brotes de la más varia da espiritualidad y a manifestaciones analógicas específicas y viscerales. La Inquisición Nueva puso el cumplimiento de las líneas maestras de la fe en manos de los reyes que la controlaban, nombrando sus cuadros y marcando las pautas de su conducta al margen, casi siempre, de una autoridad romana que en muy pocas ocasiones intervino en sus métodos, en sus decisiones y en sus sentencias. Pero, de rebote, obligó a los monarcas a vivir también pendientes de sus actuaciones, al tiempo que la
utilizaban según sus conveniencias, convirtiendo a menudo puros problemas políticos en asuntos relacionados a la fuerza con la fe y haciendo que fuera la Iglesia la que se responsabilizase de castigar delitos que tendrían que haber caído fuera de su jurisdicción, pero que a la Corona convenía que fueran juzgados como cuestiones doctrinales, aunque luego los ejecutase a través de su brazo secular. A través de la minuciosa burocracia inquisitorial, que dejó constancia en sus archivos de todas y cada una de sus actuaciones, podemos formarnos una idea bastante precisa de la variadísima heterodoxia que conformaba el sentir
trascendente de los españoles en tiempos de Felipe II. Fue así como surgieron la mayor parte de los brotes de beatería y de iluminismo que tanto preocuparon a los inquisidores del siglo XVI y que pueden localizarse en toda la mitad meridional de España y en las más diversas circunstancias. El iluminismo fue una práctica seudorreligiosa que se dio en grupos de fieles adictos a un maestro mentor, clérigo unas veces, monja o beata otras y seglar iluminado a menudo. Sus adeptos tomaron la práctica cristiana por libre, proclamándose en muchas ocasiones fieles incondicionales de un cristianismo más puro y sincero
que el que veían practicarse en los templos. Según las doctrinas iluministas, y aun dentro de su variedad, los seguidores de las distintas sectas creían cumplir con los auténticos preceptos de una Iglesia que se había apartado de las enseñanzas evangélicas. Por eso trataban de acercarse a Dios por la vía rápida, mediante prácticas ascéticas y raptos místicos en los que, a menudo, intervenían los sentidos con más fuerza de lo que convenía a los intereses eclesiásticos. A los alumbrados les pesaba d cumplimiento estricto de unas doctrinas que sólo demandaban la obediencia a las autoridades espirituales. Y sentían, en su régimen de
estricta espiritualidad, la necesidad de una vía acelerada —casi podríamos decir alquímica— de acercamiento al Medio Divino. Por medio de sus rituales —consecuencia de la palabra y del ejemplo convincente y a menudo mesiánico de sus líderes espirituales—, sentían que se liberaban de los pesados caminos impuestos por la clerecía. La Iglesia oficial les impedía alcanzar la unión espiritual con una Divinidad que sentían presente y muy próxima gracias a la alteración voluntaria de los estados de conciencia. Grupos de iluminados hubo, a lo largo del siglo XVI, en Pastrana, en Toledo,[48] en Sevilla,[49] en Baeza,[50] en Llerena.[51] Todos ellos nos
fueron dados a conocer a través de los procesos a los que fueron sometidos sus miembros. Pero se tardó mucho tiempo en averiguar cómo eran realmente, porque los tribunales inquisitoriales cargaron las tintas sobre sus supuestos pecados sin tomar en cuenta que, en la mayor parte de los casos, estos movimientos estaban basados en auténticas exaltaciones espirituales de sus miembros y respondían a unas devociones que difícilmente podrían haber sido punibles de no haberse añadido a aquella espiritualidad la sombra pecaminosa de la lujuria con que la Inquisición ensució mientras pudo a sus miembros para poderlos procesar.
El iluminismo se daba por igual en grupos y en individualidades. y, a menudo, éstas, representadas por beatos y, sobre todo, por beatas que, como la de Piedrahita (en torno a 1511), alcanzaban a mostrar incluso señales físicas de su alta espiritualidad, llegando a convertirse en personajes carismáticos, cuyas vicisitudes eran devotamente seguidas por el pueblo e incluso por la nobleza y hasta por el alto clero, convencida mucha gente de que aquellas muestras de exacerbada espiritualidad eran el testimonio palpable de auténticas santidades tocadas de la mano de Dios y capaces de devolver al mundo unas vivencias
trascendentes que las costumbres devocionales habían relegado al olvido. Lo curioso de estas manifestaciones fue que, más a menudo de lo que las apariencias confirmaban, la fuerza espiritual que emanaba de estos personajes se convertía en arma política por la influencia que ejercían sobre sus devotos. Así sucedió con sor Magdalena de la Cruz, beata iluminada del convento de Santa Isabel de los Ángeles de Córdoba, que compareció en 1546 ante la Inquisición, pero que anteriormente tuvo como fieles seguidores de sus consejos y de sus visiones a la misma emperatriz, que le regaló su retrato, y al Gran Inquisidor Manrique, que llegó a
dejarse aconsejar por ella. Sor Magdalena intervino en política profetizando acciones guerreras, dicen que predijo la victoria de Pavía, y numerosos intelectuales de la Iglesia siguieron sus consejos y obraron según sus celestiales intuiciones. Algo semejante, pero con mayor proyección política, sucedió en torno a los años ochenta con sor María de la Visitación, priora del convento de la Anunciada de Lisboa, que no sólo convenció con su espiritualidad a grandes personalidades de la Iglesia, corno el mismísimo fray Luis de Granada, sino que fue utilizada por los enemigos de la unión de las coronas portuguesa y española,
haciéndola partícipe de un sebastianismo latente en el país a raíz de la proclamación de Felipe II como heredero de la corona portuguesa después de la muerte misteriosa del rey don Sebastián.[52] Ante estos brotes, cada vez más numerosos y más notorios, que se prolongaron más allá del reinado de Felipe II y que tuvieron su máximo exponente en la más que sorprendente sor María Jesús de Ágreda, ya en el de su nieto Felipe IV; la misma Inquisición se encontró ante la disyuntiva de saber cómo diferenciar, sin temor a erro res que podrían serle fatales, estos rasgos de exaltación presuntamente
diabólicos[53] de las auténticas exaltaciones de carácter místico que se dieron en personajes como Teresa de Jesús. La aparición de una mujer presuntamente tocada por el espíritu divino era puesta en cuarentena en cuanto su fama comenzaba a extenderse. Y muchas veces se castigó y se obligó a retractaciones forzadas a auténticos espíritus superiores por el solo hecho de no quererse doblegar a lo que la Iglesia oficial necesitaba que declarasen para tranquilidad de la comunidad y para que su ejemplo no se expandiera más de lo que ya había llegado a cundir. Es de señalar muy especialmente que, como acabamos de ver en esta
sucinta exposición, las mujeres fueron pasto de estas exaltaciones individuales y de las correspondientes persecuciones e interrogatorios mucho más que los santos varones que fueron sujetos de experiencias místicas semejantes. Curiosamente, lo mismo que sucedió en los casos de brujería, los tribunales inquisitoriales se mostraron más proclives a aceptar la exaltación mística en los beatos que en las beatas. Juan de la Cruz mismo, con experiencias paralelas y coetáneas a las de Teresa de Jesús, jamás fue puesto en entredicho por la Inquisición. Y las prisiones a las que fue sometido se debieron no a las autoridades eclesiásticas de turno, sino
a sus mismos compañeros de la orden del Carmelo, alarmados ante las reformas drásticas internas que proponía el pequeño gran santo, dispuesto devolver la pureza originaria a aquellos calzados que se negaban violentamente a descalzarse. Otro fenómeno propio de la época, aunque nunca se haya querido plantear como paralelo al de los iluminados, fue el del considerable incremento que experimentó la brujería en torno al siglo XVI, con sus últimas ramificaciones en los inicios del XVII y con su punto álgido en el proceso de Logroño de 1610, siendo ya rey Felipe III. Aquel proceso, en el que se juzgó y se condenó a las
brujas que tenían su aquelarre en la cárcava vasconavarra de Zugarramurdi, fue en cierto modo el fin si no de la brujería —que siguió lozana hasta nuestros días— sí de la persecución indiscriminada de la herejía que representaba.[54] Un inquisidor consciente más allá de su deber como funcionario de la represión, don Alonso de Salazar y Frías, disconforme con las decisiones tomadas por los otros miembros del tribunal, se recorrió el país vasconavarro durante ocho meses después de aquella sentencia represiva, comprobando cómo los horribles y absurdos pecados atribuidos a los brujos y confesados por ellos mismos
bajo tormento no eran sino fantasías de los acusados y obsesivas convicciones de los acusadores por su creencia gratuita en las intervenciones demoníacas.[55] Desde entonces, la Inquisición fue mucho más tolerante con la brujería y despachó los casos que siguieron apareciendo con penas mucho más leves. No así el pueblo, que, en zonas muy concretas, como los Países Catalanes, siguió viviendo la brujería como un peligro inmediato y, en muchas ocasiones, se tomó la justicia por su mano. La brujería, salvada la diferencia de su presunta entrega consciente al Diablo, no fue en muchos casos sino una
reacción popular contra una Iglesia que no satisfacía ni los deseos de espiritualidad ni la devoción sincera de sus fieles. La figura satánica no era, en el fondo, sino la recuperación de divinidades ancestrales que, defenestradas por la Iglesia, pasaron a ocupar inconscientemente el lugar que tuvieron antes de la implantación de la fe cristiana cuando la oferta propuesta por dicha fe se limitó a la obediencia indiscriminada y dejó de proporcionar a una parte del pueblo sus necesidades de contacto directo con lo trascendente. En este sentido, constituyó una forma más de infringimiento cristiano, pero con la sombra del cristianismo flotando
siempre sobre el ritual brujeril a través de las misas negras que se celebraban en los aquelarres. También en el iluminismo se alteraron a menudo los rituales y también el Santo Oficio, ante tales alteraciones, atribuyó al Diablo la invención de los ritos adoptados por los alumbrados y satanizó lo que, a menudo, no era más que un deseo de participación activa de los adeptos en la ceremonia religiosa y en su significado. El infringimiento suponía entonces, más que una acción contraria a lo permitido, un ir más allá de lo establecido. Y tal sucedía por auténtica necesidad de participación en el ritual sagrado, que la Iglesia había convertido en un acto
puramente pasivo en el que únicamente contaba la obediencia a las normas de vida impuestas por la que se proclamaba autoridad espiritual única y presunta mediadora exclusiva entre el feligrés y el Medio Divino. Sin duda, la proliferación de aquellas disidencias contiene un grado de paralelismo que convendría tener presente. El soberano, en nuestro caso Felipe II, llegó a asumir el convencimiento de su propia participación en lo divino, de su íntima intermediación entre el cielo y la tierra más allá de la autoridad religiosa reconocida; y, como tal, llegó a considerarse a sí mismo, en lo más
profundo, por encima del bien y del mal oficialmente instituidos desde la autoridad espiritual también oficialmente aceptada. Se ha dicho a menudo, por parte de los historiadores más cercanos a la objetividad, que Felipe II, a la hora de impartir justicia —y la justicia se consideró siempre, hasta hoy mismo, algo por encima de la voluntad de los humanos, cuidadora de su bien incluso más allá de sus convicciones—, intentó obrar siempre rectamente cuando se trató de cuestiones ajenas a su propia función como soberano, pero, en lo tocante a lo que atañía al Estado o a su persona, antepuso sus intereses a
cualquier rectitud legal, obrando como su conciencia le dictaba, más allá de lo que incluso él mismo habría considerado justo para los demás. En ese contexto habría que situar sus métodos expeditivos, cuando no dudó en hacer asesinar a quienes se oponían de un modo u otro a sus fines; tal como sucedió con el asesinato pagado de Guillermo de Orange, con la ejecución secreta del embajador barón de Montigny, al que mandó aplicar garrote en el castillo de Simancas, o con la muerte de Juan de Escobedo, al que Antonio Pérez hizo asesinar por orden —siempre indirecta— del mismísimo rey.
Exactamente así actuó también en lo concerniente a las cuestiones religiosas. Como rey que se proclamaba y se sentía esencialmente católico y paladín de la cristiandad, trató de obrar siempre con justicia y equidad en cuestiones de fe, pero se reservó discretamente su visión mesiánica de la religión, considerándose portavoz de la divinidad en la Tierra y brazo justiciero de una voluntad que, en él, tenía que coincidir necesariamente con la supuesta voluntad de Dios, dijera lo que dijeran la Iglesia o el mismísimo Pontífice. Su misma concepción del ocultismo fue la visión de quien se sabía con derecho a utilizarlo con los más altos fines, pero se revolvía contra
quienes lo practicaban sin lo que él consideraba conciencia clara de sus límites y, sobre todo, de su derecho a hacer uso de él como forma de acercamiento a lo sagrado y a lo sobrehumano. Un ejemplo entre muchos otros de esta actitud lo constituye su relación con doña Catalina de Cardona, a la que llamaban «la buena mujer», que fue aya de don Juan de Austria y fundadora del convento de Nuestra Señora del Socorro de Navas del Rey. Durante más de tres años, esta sor, auténtica iluminada, se ganó la admiración real cuando se retiró en solitario a hacer vida eremítica vestida de hombre y se dedicó a lanzar
agüeros que decía le venían del cielo. En 1557 denunció la herejía protestante del doctor Cazalla y su sola palabra bastó para que Felipe autorizase la intervención inquisitorial contra su grupo, sin que el iluminismo de la denunciante fuera jamás puesto en entredicho hasta su muerte, que tuvo lugar veinte años después. Frente a este caso, permitió que el Santo Oficio actuase contra don Diego de Heredia, señor de Bárboles, amigo de Antonio Pérez, que fue víctima propiciatoria durante las turbulencias de Aragón en los últimos años del reinado, puesto que fue prendido bajo la acusación de poseer libros de
nigromancia en lengua arábiga, seguramente no más peligrosos que los que se guardaban en la Biblioteca de El Escorial, y por ser buscador de tesoros escondidos, algo que también practicó, y con todos los pronunciamientos favorables por parte del rey, nada menos que el mismísimo arquitecto del monasterio, Juan de Herrera, sobre cuya persona y prácticas ocultistas habremos de volver más adelante y con más detalle.
4 Tratando de fijar el eje sagrado del universo Salomón concibió su Templo de Jerusalén como un espacio que, resumiendo en sus estructuras la esencia del saber del Creador, fuera apto para albergar en su recinto todo cuanto constituía la tradición sagrada del pueblo de Israel. De este modo, en un lugar que había sido previamente designado por Yavé, como punto preciso
donde se comunicaba el cielo con la tierra —el monte Sión—, el rey de Israel mandaría edificar su palacio junto al Templo, con lo cual, en aquel espacio, se habría de concentrar todo aquello que pudiera aproximar al rey a la consciencia de lo divino y, en consecuencia, aquello que podría transmitirle unos poderes que, emanados directamente de Dios, le permitirían alcanzar el dominio del inundo, para conducirlo justa y sabiamente por el camino de su definitiva unión con lo sagrado. Las medidas más exactas, las proporciones más precisas y hasta los materiales más adecuados que habrían
de emplearse en la construcción del Templo de Jerusalén, todo le fue sugerido a Salomón por el Creador en persona: desde el emplazamiento hasta el contenido más minucioso que debería albergar el espacio sagrado. El Libro III de los Reyes desmenuza cuidadosamente estas disposiciones divinas: codo a codo, pie a pie, ángulo a ángulo, pieza a pieza; e incluso establece los esquemas arquitectónicos sobre los que tendría que estructurarse el Templo, junto al cual, con la misma exactitud sagrada y casi formando parte de él en la misma colina que marcaba el Eje del Mundo, debería construirse el palacio de aquel rey destinado a ser el depositario
terrenal de la voluntad de poder emanada de las alturas. No era la primera vez que el dios de Israel dictaba medidas tan precisas e inamovibles para determinar la sacralidad de un determinado elemento; ya lo hizo cuando ordenó al patriarca Noé construir el Arca de la que tendría que servirse para salvar del Diluvio Universal al Hombre y todo cuanto de la Creación de la Creación merecía ser salvado.[56] Y volvió a dar cuenta —que no razón— de su divina concepción de la medida y de las proporciones cuando indicó a Moisés cómo y con qué materiales debería fabricar la otra Arca, la de la Alianza, y le indicaba, pieza a
pieza y palmo a palmo, cada uno de los materiales a emplear y de los objetos sagrados fundamentales que habría de contener.[57] La Biblia —al menos su parte fundamental: la Torá, que abarca sus cinco primeros libros— fue escrita, según la Tradición hebrea, por el patriarca Moisés en persona, pero al dictado de Yavé y sirviéndole como amanuenses individuos elegidos que supieron transcribir con toda exactitud cada palabra pronunciada por la Divinidad y su correspondiente significado. Por eso dicen que el Pentateuco contiene la Palabra de Dios y por eso, para conocerle y ser digno de
participar de Su esencia, se necesita desentrañar la Palabra: el auténtico mensaje allí contenido, que se transmite secretamente cuando se descubre el significado de cada letra y de cada cifra. Pues la Palabra es sagrada para el Pueblo de Israel, porque es fijación inmediata y exacta de la idea divina y, en consecuencia, el único medio con el que cuenta el ser humano, junto al estudio directo de lo creado por la Divinidad, para acceder a Su conocimiento, a la esencia de ese dios que sólo puede revelarse al Hombre a través de sus manifestaciones primordiales: la Palabra y la Cifra. En esa idea trascendente se basa la Kabala:
en el estudio en profundidad de la palabra de Yavé por parte del buscador del sagrado Conocimiento, para alcanzar la esencia de su divina identidad. Este concepto trascendente, trasplantado desde la mística judía medieval y convertido en Cábala cristiana por medio de la recta utilización del Arte de Ramón Llull, se convirtió a través de filósofos neoplatónicos como Ficino y Giorgi, de grandes heterodoxos como Bruno, de magos como Cornelio Agrippa, John Dee y Johannes Reuchlin y de alquimistas como Robert Fludd, en la base del pensamiento mágico del Renacimiento.[58] Era el primer intento
consciente de unir en un único saber superior la Tradición Arcana y una ciencia empírica que apenas apuntaba sus primeros brotes, en complicado ayuntamiento con la Teología ortodoxa y a menudo decididamente enfrentada a sus principios monolíticos. Según la Cábala, la Cifra —el Número, la Proporción— determina las estructuras inamovibles de la Creación, los esquemas fijos por los que se rigen las leyes de la naturaleza y la profunda sabiduría que se descubre en el Universo. Por su parte, la Palabra —el Verbo, el nombre justo de todo lo creado — explica sus diferencias y sus afinidades, la relación de todo con el
Todo. Por medio de la Cifra, Yavé se comunica con el Ser Humano. Y éste, a su vez, se comunica con su Creador a través de la Palabra que éste le enseñó a pronunciar. Así, sabiamente combinados el Número y el Verbo, que no son sino aspectos de una sola y exclusiva comunicación integral de ida y vuelta entre lo divino y lo humano, se alcanza a captar la esencia unitaria de los opuestos. Se humaniza lo divino con el fin de alcanzar la divinización definitiva de lo humano. Para alcanzar el Poder Supremo emanado de Dios y, en su caso, para ejercer convenientemente esa autoridad casi absoluta que es la que proporciona
la asunción de esta idea primordial, el elegido de turno: rey, patriarca, sabio o sumo sacerdote, debe disponer de un espacio concebido conforme a las medidas y proporciones marcadas por la sabiduría de Dios, que es la sabiduría del Número. Y, cuando disponga de ese factor de poder, lo mismo que hizo Salomón cuando concluyó la edificación del Templo y el palacio anejo —el mismo poder que la Biblia adjudica al mítico Melchisedec—, debe llenarlo con todo aquello que contenga la esencia de la Creación y de su significado trascendente: las plantas y animales que son resumen de lo creado y piedra de toque de la vida; los libros que
confieren la sabiduría a quien comprendió el sentido del Verbo; los cuerpos y objetos santos que constituyen el germen y la memoria inmediata y palpable de aquellos que, por su poder o por su beatitud, se encontraron más cerca de esa idea divina que, por definición, es bondad sin límites y que, precisamente por serlo, proporciona poder infinito como consecuencia de su dependencia inmediata del medio divino. Por estos caminos, según la tradición bíblica, se instituye el Eje del Mundo, se levanta el Templo y se le destina a albergar al Rey y Sumo Sacerdote que habrá de habitarlo y
gobernar la tierra desde él: dos funciones en una sola persona, que allí, y sólo allí, podrá ejercer su alto destino y mantenerse en contacto trascendente con el Creador, por ser el punto preciso donde se comunican el Cielo y la Tierra. Será un punto fijado según el número divino establecido desde las alturas y servirá de recipiente griálico de todo lo humano cuyo conocimiento permita el acceso a lo esencialmente considerado corno divino. Se tratará, pues, de un Grial —un continente sagrado— que no se tendrá que buscar a ciegas, como lo buscaron los caballeros de la Demanda, sino que habrá de estructurarse a partir de su propia raíz, de acuerdo con los
principios dictados desde las alturas, que permitirán establecer su identidad y componer su esencia primordial. Será necesario asumir estos principios, presentes en buena parte del pensamiento renacentista y emanados de la Tradición arcana, si aspiramos a entender en su justa intención la idea primordial que inspiró la construcción del Monasterio de San Lorenzo en el Real Sitio de El Escorial. Y, para que tengamos clara esta postura trascendente y, en consecuencia, para que podamos juzgar desde su auténtica dimensión la personalidad y los propósitos últimos del monarca que concibió aquella obra,
el rey Felipe II, tendremos que contemplar su vida, su reinado y su entorno desde perspectivas que la historia misma, sea cual haya sido su tendencia, soslayó deliberadamente, negándose a contemplar aquel aspecto de su personalidad desde to das sus dimensiones. Se ha escrito mucho sobre todo cuanto atañe a los motivos y los significados que envuelven y justifican la concepción casi titánica del monasterio de El Escorial. Con todo, no diré que se ha escrito demasiado, pues es lo cierto que nada es superfluo a la hora de analizar y glosar un monumento que, como éste, supera con creces los
límites de su significación meramente histórica y entra por derecho propio a formar parte del patrimonio esencial de la Humanidad. Pero tampoco deja de ser cierto que, la mayor parte de las veces, el análisis de este monumento se ha hecho tomando sólo en cuenta razonamientos en los que siempre faltaba ese toque fundamental que determinan los sentimientos analógicos que rigieron la compleja personalidad del hombre que lo mandó levantar. Monumentos semejantes al Escorial, que desbordan su tiempo y siguen despertando pasiones viscerales en la mayor parte de los que llegan a conocerlos, desde la admiración más
rendida a la aversión y hasta el odio más recalcitrantes, sin lugar para la indiferencia, hay muy pocos en el mundo. En realidad, repasando los lugares de poder que han marcado con su presencia instantes claves de la historia de la Humanidad, apenas se encuentra uno que lo iguale y que, eventualmente, lo supere: precisamente ese Templo de Jerusalén que vengo mencionando, mandado construir por el rey Salomón y por la posesión de cuyas ruinas sagradas pugnaron y se mataron y aún se matan pueblos enteros del planeta.[59] El Escorial choca, impacta sin remedio en quien lo recorre con el alma
a flor de piel. Penetra en la conciencia y llega incluso a actuar sobre ella, obligándola a reaccionar conforme a unos impulsos de atracción o de repulsión que, significativamente, se corresponden con la pasión positiva o negativa que todavía, pasados los siglos, despierta su fundador, Felipe II. Este hecho, insoslayable, contribuye a que El Escorial, casi lo mismo que el ya citado Templo de Jerusalén, que más que probablemente le sirvió de modelo simbólico, siga siendo una obra viva, palpitante, que obliga a que quien lo contempla y lo pisa tome partido sin tapujos en pro o en contra de las vibraciones que emite, desde sus
piedras fundacionales hasta los remates de sus torres, desde los jardines a los claustros interiores, desde el panteón real a la biblioteca. Añadamos otra más a esta circunstancia: el hecho de que Felipe TI no fue en modo alguno un iniciado, tocado por las brisas de la trascendencia, sino un simple monarca obsesionado por su propio destino, fanático a los ojos de una inmensa mayoría, integrista visceral en su concepción de lo religioso, sumido en el más recalcitrante dogmatismo, dubitativo ante su propio concepto del mesianismo político, que necesitaba reafirmar día a día, contradictorio en sus
impulsos, obcecado en sus inciertas convicciones, compulsivo ante lo inefable e inasible. En resumen: un rey que fue —y así lo mostró a lo largo de toda su vida— todo lo opuesto al hombre que ha encontrado la verdad o que sigue buscándola serenamente desde las tinieblas de su propia y consciente ignorancia. Por eso, no cabe sino preguntarnos: ¿Cómo un hombre así pudo llevar a cabo una obra que, cuando menos, no queda más remedio que reconocer como suma de conocimientos y de intenciones universales? O, transformando la dirección y el sentido de la duda: ¿Cómo es posible que se pueda
descubrir la intención fundamentalmente sagrada, que sin duda surge en El Escorial, como obra concebida desde el dogmatismo, cuando tanto cabría insistir en la necesidad de ver y sentir lo sagrado integral como suma y meta de la búsqueda más pura del impulso humano? La respuesta a estas interrogantes se encuentra, sin duda, en la personalidad misma del monarca constructor. Obseso de su propia fe, convencido de representar en su persona la única alternativa de salvación para el medio mundo sobre el que gobernó y dispuesto a reafirmarla en todo aquel inmenso imperio que había heredado de sus antepasados, Felipe II concibió el
ejercicio del poder como único medio de ver realizadas sus esperanzas y de hacerse digno de un lugar privilegiado en el Paraíso, junto a su padre, al que admiró en secreto casi como a un dios. Tenía conciencia clara de que al poder se llega a través de unos principios que no son asequibles a todos los mortales. Así, tergiversando a su conveniencia el sentido de la búsqueda —esencial en el Grialismo—, concibió su Cáliz sagrado particular no como demandado, sino como requerido. El monasterio escurialense era para él un medio y no una meta, pero aportó a su proyecto todas las claves que configuraban el paradigma griálico,
permitiendo que hoy lo podamos estudiar y comprender como realmente fue desde su misma génesis: un Centro del Mundo fabricado, desde su raíz misma, por quien era esencialmente incapaz de buscarlo y alcanzarlo en tanto que superación espiritual de su condición humana; una trampa trascendente sintetizada en el monumento a partir de la penetración en un ideario que no se tiene siquiera la intención última de alcanzar y que se fabrica, desde sus cimientos, a perfecta imagen y dudosa semejanza del símbolo que aspira a representar. Así está proclamado en el cuadro de Sánchez Coello que se conserva en el
monasterio, en el que san Agustín, teniendo a su lado a san Jerónimo, sostiene una maqueta del edificio manteniéndola justo encima del agujero que, en el suelo pintado del lienzo, representa el eje del mundo sobre el que se edificó el monumento.[60] Felipe II no era un santo, pero se quería santo a sí mismo. Distaba mucho de ser un iniciado, pero intentó comportarse a todos los niveles como si efectivamente lo fuera. No fue capaz de luchar consigo mismo para alcanzar un ideal y se fabricó, para su exclusivo uso, la estructura de ese ideal y trató de llenarlo hasta sus límites con todo aquello que creyó que potenciaría y
haría realidad la intención última que le condujo a concebirlo y levantarlo. Con ello consiguió legar una obra que, por lo que tiene de mensaje deliberadamente totalizador, merece ser calibrada y analizada con toda atención. Pues constituye el más extraordinario ejemplo que seguramente jamás sería posible encontrar del símbolo preconcebido, llevado a sus últimas consecuencias a través de una estructura pensada de antemano como trascendente, trazada a imagen y semejanza de la experiencia de un aprendiz de brujo —o de santo— necesitado de hacerse reconocer, obedecer y exaltar por el medio mundo que tenía en propiedad y
por el otro medio al que ansiaba subyugar y convertir a su ideario contrarreformista. Gracias a esta intención, el monasterio de El Escorial es uno de los escasos monumentos salidos de la mano del Hombre que, pudiéndose estudiar casi desde el mismo día en que comenzó su edificación, nos proporciona material suficiente para ir descubriendo, soterraña-mente, el sentido esotérico que su creador le quiso adjudicar. Tres frailes de la Orden de San Jerónimo, que fue la que se hizo cargo desde el primer momento del monasterio, plasmaron en sus escritos lo que vieron y vivieron en aquella obra durante su construcción.
Fray Juan de San Jerónimo[61] fue, durante veintinueve años (1563-1592), el encargado de la contaduría del cenobio y de las obras que se iban realizando, a más de ser un profundo conocedor de su biblioteca, de la que se hizo cargo desde el primer libro que entró en ella. Fray Antonio de Villacastín[62] fue obrero mayor a lo largo de todo el proceso de construcción del monasterio y anduvo siempre cerca del rey y de sus arquitectos, a la vez que mantenía el contacto constante con los obreros, al que su cargo le obligaba. El tercero, fray José de Sigüenza,[63] estuvo también presente durante la mayor parte
del levantamiento del edificio y se mantuvo siempre muy cerca de Benito Arias Montano desde que llegó a El Escorial para hacerse cargo de la ordenación de la biblioteca que debía albergar el monasterio. A través de los escritos contemporáneos de estos tres frailes jerónimos cabe vislumbrar muchas de las claves que no podrían expresarse abiertamente, pero que permanecían latentes en la conciencia de quienes, al escribir y contar sus experiencias, creían limitarse a dar cuenta con absoluta objetividad de los acontecimientos cotidianos. Así, siquiera en parte y tal vez sin llegar a darse cuenta, permitieron vislumbrar lo
que amagaba detrás de aquella construcción, las intenciones que albergaba y el fin último al que simbólicamente la había destinado su todopoderoso patrón. Sobre estos testimonios conviene añadir la correspondencia y las notas concernientes a la obra, cruzadas entre el rey, a través de sus secretarios, y los responsables de su buena marcha. Cuando logramos penetrar en muchos de los temas objeto de estas misivas, nos damos cuenta, cuando no basta una atenta visita al monasterio —que, sin duda, no basta, entre otras cosas porque dicha visita se ha programado para que el público la viva siempre corno
precipitada, restringida, anecdótica y sectorial—, de que aquel monumento sagrado se planteó, desde el instante mismo de su concepción, como un lugar destinado a contener y expresar todo cuanto de sabio y de santo fuera capaz de acumular en su recinto, potenciando con su contenido las estructuras deliberadamente mágicas que le servían de base y justificaban el continente. De ahí su carácter esencialmente griálico. Si estas ideas formaban parte de un plan perfectamente diseñado desde antes mismo de ser colocada la primera piedra, o si se fueron desarrollando a medida que avanzaba su construcción, es algo que ha servido de discurso
recurrente a los eruditos y de constante tema de investigación para los especialistas. Pero se me ocurre pensar que, en cualquier caso, la idea ha de juzgarse cuando está ya plenamente desarrollada y que sería inútil medirla ni tratar de entenderla mientras se encontraba en período de elaboración. Pues, a menudo, se da el caso de que un determinado planteamiento se altera y se perfecciona mientras se desarrolla y que, una vez madurado y concluso, viene a representar muchas veces algo muy distinto de lo que era en su estado embrionario. Aun así, todo parece indicar que El Escorial nació ya con una idea paradigmática peculiar y definida.
Y hasta surge la evidencia, ocasionalmente apenas apuntada, de que los motivos esgrimidos por la tradición histórica aceptada se definen como muy diferentes a las verdaderas razones que llevaron a su concepción y a su realización. Es del dominio de todos, y así viene siendo ya aceptado por la mayor parte de los historiadores que la han estudiado, que la idea matriz que llevó a la construcción de El Escorial no se corresponde en absoluto con los motivos que esgrimieron las crónicas y los libros históricos que en los siglos pasados intentaron explicarlo. Ha dejado de
tener validez la teoría de que la intención de levantar el Monasterio y Real Sitio de San Lorenzo respondió a un deseo del monarca de resarcir al santo por la hipotética destrucción de una iglesia puesta bajo su advocación cuando tuvo lugar la batalla que antecedió al asedio de la ciudad de San Quintín, que se riñó precisamente el día dedicado a la celebración de la fiesta de San Lorenzo, el 10 de agosto del año 1557. Lo cierto es que nunca se han encontrado testimonios fehacientes de que aquella iglesia existiera ni entonces ni en aquel lugar. Pero habría que añadir, que ni siquiera se cree tampoco que aquella batalla, por más victoriosa
que resultara para el ejército de Felipe II —la única en toda su vida a la que, aunque con retraso, asistió el rey en persona—, fuera otra cosa que la excusa circunstancial para emprender un proyecto que, en realidad, estaba en la mente del monarca desde mucho tiempo atrás. En este trasiego de supuestos motivos sólo cabe reconocer como segura la intención primera del monarca de dedicar la obra a san Lorenzo. Pero pongamos también atención sobre esta circunstancia, pues cabe también pensar que ese propósito no se debió precisamente a la coincidencia providencial de su fiesta con el día en
que se libró la batalla, sino, mucho más probablemente, por el hecho de haber sido este santo oscense el que, según la tradición aceptada en España, propició la llegada a estas tierras del Cáliz griálico cuyo símbolo habría de presidir el monumento que se proyectaba. También coincidía el hecho, apuntado ya por el padre Sigüenza, de que san Lorenzo fue el primer mártir que gozó de templo abierto al culto público, después de que Constantino el Grande terminase con las persecuciones y reconociera al cristianismo como religión del Imperio. De aquella iglesia contó san Dámaso que fue costosísima, por la cantidad de plata y piedras raras y valiosas que se
emplearon en su construcción, como prueba del glorioso despertar de un poder que la Iglesia haría efectivo en brevísimo plazo. Sin duda, en este caso, Felipe II se sirvió como excusa de una tradición secular de las monarquías españolas, proclives a fundar monasterios en conmemoración de sus victorias,[64] pero ese aprovechamiento era meramente circunstancial y respondía a una intención previa, que en este caso el rey venía madurando desde tiempo atrás y que se materializó a la muerte de su padre, el emperador Carlos, que tuvo lugar más de un año después de la socorrida batalla de San Quintín, en
septiembre de 1558. Incluso el padre Sigüenza apunta, respecto a la improbable promesa, que el rey «nunca hizo voto de ello, como algunos, sin saberlo bien, han solido afirmar y sacarlo en público».[65] La razón inmediata que desató las prisas por comenzar una obra largamente pensada surgió, en efecto, con la muerte de Carlos V, que, en un codicilo de su testamento dejaba a la voluntad y buen parecer de su heredero todo lo concerniente a sus funerales y al lugar de su sepultura. Felipe II, que sintió por su padre una devoción rayana en la envidia y que sobrepasaba con creces los límites de lo filial, dejó que
fuera provisionalmente enterrado en Yuste, donde había fallecido estando su hijo ausente de España. Pero decidió que aquella obra suprema que iba a emprender sería también, y fundamentalmente, la sepultura de sus padres, así como la suya y la de todos los familiares y descendientes de su estirpe. Y, sintiendo por los jerónimos que estaban en Yuste la misma devoción admirada que sentía el Emperador —sin olvidar que constituían una orden esencialmente española y, por ello, sin peligros inmediatos de ingerencias doctrinales extrañas—, decidió también que fueran ellos quienes se hicieran cargo del futuro monasterio.[66]
A partir de esta primera decisión, los planes de Felipe II se encauzaron por dos frentes paralelos. Por el primero se ocupó en hallar el lugar idóneo para levantar la obra, porque formaba parte de la intención real que se construyera con arreglo a todos los factores propiciatorios de sus elevadas intenciones. A través del segundo organizó los planes necesarios para fijar la traza que habría de guiar su construcción. El frente encargado de la búsqueda del lugar propicio es breve, pero profundamente significativo. Entre los años 1560 y 1561, el rey desplazó a una comisión de sabios especialistas,
compuesta por arquitectos, geólogos, geógrafos, médicos y filósofos,[67] cuyos nombres nunca se especificaron, que se dedicaron a recorrer minuciosamente los alrededores de la recién nombrada capital del rano, Madrid,[68] en busca del emplazamiento que reuniera las cualidades más adecuadas a los propósitos que el rey les comunicó. «Pasearon las faldas y laderas de estas sierras y mirando las calidades y partes de uno y otro sitio conforme a la doctrina de Vitruvio, autor de excelente juicio en el arte, se fueron siempre resolviendo en este donde ahora está sentada la casa».[69]
Después de rechazar otros por las más variadas razones,[70] el lugar escogido tenía las siguientes cualidades externas: en primer lugar, se encontraba prácticamente en el centro geográfico de la Península, que era, a su vez, el centro espiritual y político del vasto imperio filipino. En segundo lugar, dominaba desde sus alturas la nueva capital del reino y se encontraba relativamente cerca de la capital tradicional de Castilla, Toledo. A más de ello, se encontraba en un lugar relativamente abrigado de los rigores invernales de la sierra. No lejos de allí abundaban yacimientos de granito aptos para ser utilizados en la construcción y pinares
de los que se podía extraer la madera necesaria. Y, por si fuera poco, el lugar era rico en vegetación y en fuentes que podrían suministrar a aquel complejo edificio todas sus necesidades. Las más caudalosas eran las llamadas de Blasco Sancho, o del Estribo, y la de Matalasfuentes, luego llamada de la Reina y hoy desaparecida. Pero, aparte de estas virtudes inmediatas, el lugar contenía otras tal vez menos evidentes, pero tal vez más involucradas en los idearios tradicionales. Su mismo nombre — Escorial—, la proximidad de una dehesa llamada La Herrería de Puente Lámparas, donde se hundía un antiguo
poblado, y de una ermita conocida como de Nuestra Señora de la Herrería, daban cuenta de la existencia por allí de antiguas forjas ya parcialmente en desuso, lo que significaba que habría vetas metálicas de las que los antiguos herreros extraerían el mineral de hierro y que condicionarían los efectos de las corrientes telúricas. Habría que recordar, en este sentido, que los herreros fueron considerados durante mucho tiempo corno magos capaces de transformar las cualidades de la tierra para extraer de ella su energía en forma de minerales que transformarían en metales mediante la forja. Estos conocimientos fueron respetados por
todos, pero tanto ellos como el pueblo prefirieron mantenerse alejados y sin interferirse en sus respectivas funciones; sus territorios fueron considerados como lugares mágicos de poder.[71] La ermita de Nuestra Señora de la Herrería se derribó en 1595, siendo llevada la imagen a una iglesia del pueblo de San Lorenzo, donde al parecer sigue recibiendo culto. No olvidemos tampoco que hubo otro pueblo cercano hecho desaparecer por las obras del monasterio, Castillejo del Campillo, no lejos del cual se alzaba el pico de Malagón, con una ermita cerca de la cumbre dedicada a san Juan, a la que se dirigía anualmente una
romería popular. Una vieja tradición, resaltada por Quevedo,[72] contaba que, por aquellos pagos, hubo un palacete en el que el rey godo Rodrigo tuvo albergada a La Cava, la amante que, según la leyenda, desencadenó la invasión mora. La Cava, para muchos estudiosos del simbolismo, fue la trasposición de la Q’aba, la piedra negra sagrada del Islam, resto de un viejo homenaje a la Tierra conservado por el Profeta. Cosa curiosa: el mismo Quevedo consigna en esas páginas primeras de su historia la existencia de un castillejo antiguo «que tiene una cosa sumamente extraña, que es en la parte que mira al
Norte, arrimado al ángulo de Oriente, un cubo todo de piedra, pero, aunque arrimado a las paredes del castillo, fabricado con entera independencia de ellas». La presencia de este cubo de piedra se une a la piedra simbólica de Florinda la Cava y a la Piedra Cúbica de Herrera, de la que hablaremos en otro momento, para proporcionarnos un programa ideográfico protagonizado por la Piedra y representativo de este símbolo en tanto que imagen de la Tierra, en contraposición al símbolo de la esfera, que representa la perfección esencial de lo celeste. Cabría sospechar que este conjunto de señales ocultas
hubiera contado también a la hora de decidir el emplazamiento del futuro monasterio. E incluso habría que tener en cuenta que el conjunto, situado en los 40° 35' de longitud, se encontraba integrado en una franja mágica, que abarca en torno a todo el planeta una superficie situada entre los 40° y los 42° 30', entre cuyos límites se encuentran buena parte de los ancestrales centros de la Tierra reconocidos por la tradición remota de los más diversos pueblos.[73] Fue costumbre cristiana tradicional que los templos —catedrales, capillas, iglesias monásticas y demás monumentos religiosos— se levantasen siguiendo el eje ritual Este-Oeste, de
manera que el ábside marcara la dirección ideal en que se encuentra la ciudad santa de Jerusalén. Sin embargo, al trazarse la orientación del monasterio en 1562, llevada a cabo por el propio Juan Bautista de Toledo, se marcó una desviación de 16° con respecto a dicho eje. Contó entonces el secretario del rey, Zayas, que la idea obedecía a la conveniencia de que el edificio mirase directamente por su flanco sur a Madrid y Toledo. Otros, como el padre Sigüenza, apuntaron que así las habitaciones reales recibirían durante más tiempo la luz del sol en las mañanas invernales. Pero unas sugerencias tan gratuitas como éstas —pues dicha
desviación, en realidad, acorta ese tiempo de luz en lugar de añadirlo— se ve contrastada por otra causa bastante más evidente: la orientación celeste del monasterio estuvo dirigida de manera que enfrentase el punto del horizonte por donde el sol se ponía el día 10 de agosto, precisamente la fecha en que se celebraba la festividad de san Lorenzo, a quien el edificio habría de estar dedicado. Y todavía cabe sospechar otra razón astrológica complementaria, posiblemente rnás cierta: la de que dicha orientación se marcase en función de la posición celeste apenas cinco días después de dicha fiesta, es decir, el 15 de agosto. Ese día coincide la festividad
de la Asunción —la muerte y subida al cielo en cuerpo mortal de Nuestra Señora— y la ocultación en el horizonte de la estrella Spica, de la constelación de Virgo, que no volverá a reaparecer en el cielo hasta el siguiente 8 de septiembre, precisamente el día en que la Iglesia y seguramente tampoco por simple coincidencia— celebra la fiesta de la Natividad de la Virgen. Este período, correspondiente al tiempo de la dormición —ausencia— de la Gran Madre en numerosos cultos precristianos, creadores del concepto del Centro del Mundo, coincidía con la época en la que se llevaban a cabo en la Antigüedad las ceremonias iniciáticas
más importantes del año, durante las cuales tendrían lugar en ese centro cósmico, considerado como úterocaverna, los ritos tendentes a establecer el contacto consciente de los iniciados con la idea de lo trascendente, elevándose espiritualmente por ese eje del Mundo que permitía poner en comunicación ideal la tierra con el cielo. En este sentido, tendríamos que pensar que, cuando se halla o se concibe artificialmente un axis mundi, quien lo encuentra o lo crea ha de situar en él las claves y los signos que habrán de permitir que sea detectado. Por supuesto, tales signos de reconocimiento
no están explícitamente señalados; hay que buscarlos. Pero en El Escorial hay varios de ellos, algunos de los cuales pueden encontrarse a través de indicios deliberadamente establecidos por quienes crearon el monumento y lo concibieron de acuerdo con su función esencial como eje sagrado.
5 Los jerónimos: Las razones profundas de una elección[74] Se tiene por seguro, y así lo vimos anteriormente, que Felipe II, al regresar definitivamente a España convertido en rey, cuando ya habían fallecido su padre el Emperador y su segunda esposa María Tudor, tenía en la mente la idea
firme y clara de construir el monasterio de El Escorial y convertirlo en la obra emblemática de su reinado. Pero no sólo tenía el propósito de construirlo, sino de confiarlo al cuidado espiritual de los jerónimos, a pesar de las presiones que habría de sufrir por parte de otras órdenes religiosas para que aquella tarea les fuera encomendada. Se sabe con seguridad que esta misión fue, si no reclamada, sí al menos sugerida por jesuitas, dominicos y franciscanos e incluso, al parecer, por los mismos agustinos que hoy en día regentan el monasterio. Sin embargo, nada ni nadie logró disuadir de sus intenciones al joven monarca, cuya puesta en marcha,
en este sentido, era absolutamente irrevocable. Y no era sólo por respeto a la memoria del Emperador, que había elegido como retiro del mundo precisamente el monasterio de jerónimos de Yuste, sino por muchas otras razones. Entre ellas no era la menos importante el hecho de que esta orden fuera esencialmente peninsular y que, por eso mismo, estuviera libre de posibles vinculaciones con intereses que podrían llegar a ser ajenos al especial espíritu religioso que Felipe quería implantar en su reino y expandir desde su reino. Con el fin de hacer un intento por comprender esta postura, tal vez sea
conveniente echar marcha atrás en el tiempo para vislumbrar los orígenes de la religión jerónima. Tendríamos, pues, que comenzar recordando que, en este caso, no se trataba de una fundación promovida por el santo cuyo nombre adoptó esta orden, pues san Jerónimo, considerado como uno de los padres remotos del cenobitismo, vivió en el siglo IV y, si bien sus obras entraron a formar parte de la Patrística con todos los honores, su específico espíritu monástico, nacido en las ásperas tierras santas de Belén, donde se había retirado y donde se vio muy pronto rodeado de discípulos, se había perdido muchos siglos atrás.
Ese espíritu cenobítico de san Jerónimo era esencialmente combativo: guerrero, según la expresión que él gustaba de utilizar y que ha servido a muchos de sus exégetas para definirle. «Se trata —explica uno de ellos— de conquistar la Tierra prometida. Prometida no a los pacatos y remolones, sino a los fuertes, a los que están dispuestos a luchar con todas sus fuerzas. El pan de munición de las tropas es duro y de cebada, pero, ¿qué importa? Al rey no le gustan los soldados delicados»[75] Pedía a sus monjes utilizar «sus armas» y, entre esas armas, las más fuertes eran la oración casi perpetua y el
ayuno: «Cuando ayunamos —les decía —, cuando nuestros rostros están pálidos, cuando ofrecemos un aspecto desagradable, sepamos que, precisamente entonces, parecemos más hermosos a Cristo. Cristo ama a los soldados que ayunan. Nuestro alimento es el ayuno. ¿Por qué? Porque en el ayuno está la victoria». Planteada analógicamente la vida monástica como una guerra, el anacoreta da a Cristo el rango de general y proclama que «tiene una espada y siempre avanza delante de nosotros, lucha con nosotros y vence a los adversarios». Pero el monje no está destinado a destruir con esas armas, de ahí su diferencia —sutil, pero
diferencia, al menos teórica— con el guerrero, pues «sólo el pecado puede destruir al monje».[76] El ascetismo fundamentalista de san Jerónimo se perdió con el nacimiento de las demás órdenes religiosas, ninguna de las cuales, a pesar de sus buenas intenciones, osó llegar tan lejos como el santo de Belén en su vida ascética, más propia de los fieros anacoretas de la Tebaida que de los monjes que nacieron al amparo de la regla y las enseñanzas de san Benito, mucho más acorde con las prácticas recomendadas a los fieles desde la autoridad eclesiástica. Aquellos eremitas primitivos, vivieran en solitario o al amparo de las lavras
colectivas del desierto, se habían propuesto el encuentro con lo numinoso como un reto que iba mucho más allá de la obediencia a la jerarquía reconocida. De algunos de ellos se sabe que incluso se negaron a obedecer cuando fueron requeridos para acudir a Roma y dar cuenta de sus progresos espirituales, con el fin servir de ejemplo de santidad viva a la feligresía del mundo civilizado. Lo suyo era enfrentarse a solas con la trascendencia, vencer las taras impuestas por la carnadura y alcanzar la gloria por la vía rápida, cuando las persecuciones imperiales eran ya historia pasada.[77] Demos un salto en el tiempo. La
situación de Europa y de la Iglesia en la segunda mitad del siglo XIV no era precisamente gloriosa. El papado vivía exiliado en Aviñón, pendiente de los caprichos de los monarcas europeos. La vida monástica se hallaba relajada después del auge alcanzado con san Bernardo; y la espiritualidad, base del cenobitismo, había cedido terreno ante la ambición ilimitada de los monasterios en su imparable búsqueda de donaciones que les enriquecieran el patrimonio. En franca oposición a esta querencia, atendiendo a la voz de cuatro exaltados deseosos de volver a los orígenes y a las primitivas tradiciones evangélicas ya bastante manipuladas por los que
alteraron los textos primitivos para hacerlos más acordes con las intenciones de poder manifestadas desde Roma—, los caminos de Europa comenzaron a poblarse de espiritualistas descontentos: begardos, fraticelli, valdenses y otras castas abominadas por la Iglesia a causa de su papel como fustigadoras de las conciencias acomodaticias. Paralelamente, la misma tierra europea, territorio dominado por el cristianismo triunfante, se había convertido en un cementerio a causa de las pestes y en un campo de batalla por las luchas territoriales de los distintos soberanos que la poseían y aspiraban a
ampliar su poder a costa de sus vecinos. La Iglesia estaba a punto de caer en el Gran Cisma y la Guerra de los Cien Años estaba en su apogeo. Y cuando franceses e ingleses no luchaban directamente, seguían peleándose más allá de sus fronteras, promoviendo ayudas encontradas a los contendientes en los conflictos que tenían lugar fuera de sus estrictos territorios. Uno de esos territorios era la Península Ibérica, cuyo siglo XIV nació marcado por los conflictos internos entre sus reinos y, sobre todo, dentro mismo de esos reinos, a través de la terrible guerra civil encendida en Castilla entre Pedro I y su hermano
bastardo Enrique de Trastámara, con la aquiescencia y el apoyo respectivo de ingleses y franceses, que vieron así un modo de seguir pugnando por el poder europeo en medio de las treguas provisionales que habían establecido en sus propios reinos. Muchos espíritus pacíficos sintieron el horror de aquella carrera de muerte y destrucción, tachonada de traiciones y crímenes. Y, al margen del conflicto —o de los conflictos, diríamos mejor—, fue cristalizando lentamente un movimiento eremítico casi visceral que sembró de anacoretas solitarios o más o menos agrupados la superficie de la Península, desde las costas mediterráneas del reino
de Valencia a las tierras portuguesas. Eran gente que, sobre su ansia de retiro y de paz espiritual en medio de la guerra material que les rodeaba, vislumbraba al mismo tiempo la decadencia en la que había caído la Iglesia huida de Roma y refugiada en Aviñón, de modo que su actitud tenía tanto de búsqueda de la trascendencia como de huida del mundo hostil que les rodeaba y en el que no querían en modo alguno verse involucrados. No tenían intenciones reformistas, se negaban a ser cabeza de nada renovador. Simplemente, intuían la crisis existencial de su tiempo y escapaban de ella agarrándose a lo que creían sinceramente que debieron de ser
los orígenes de la espiritualidad cristiana y de las primitivas enseñanzas evangélicas. Con ellas, aun sin proponérselo muchas veces, se instituían en profetas apocalípticos de un desenlace que sospechaban irremediable y que conduciría a un fin del mundo sin necesidad de fechas milenaristas más o menos precisas que lo apoyaran. En torno a 1350 se unieron a ellos, procedentes de Italia, otros eremitas influidos por las doctrinas de Joaquín de Flore y discípulos directos del maestro Tommasuccio de Siena.[78] Y, en pocos años, comportándose como tantos otros anacoretas errantes, ácratas y vocingleros que recorrían los caminos
de Europa, aunque seguramente sin aquella vocación de voceros estentóreos de la espiritualidad, llegó noticia de ellos a Roma, donde la misma santa Brígida de Suecia, entrampada hasta los huesos en sus deseos de renovación de la Iglesia, llegó a profetizar su papel fundamental en la solución de la crisis por la que atravesaba el mundo cristiano. Los eremitas italianos llegaron a la Península, según los cronistas de la orden jerónima, animados por las palabras proféticas de su maestro, que les había anunciado que «el Espíritu Santo venía sobre España».[79] Se instalaron en las cercanías de Toledo y
allí, junto a otros anacoretas que ya andaban dispersos por aquellas tierras, se les unieron también varios personajes procedentes del entorno real y eclesiástico, entre los que destacaban Pedro Fernández Pecha, que había renunciado a su cargo de camarero del rey don Pedro I, su hermano don Alonso Pecha, que era a la sazón obispo de Jaén y que puso su cargo a disposición del Papa, y el venerable Fernando Yáñez de Figueroa, canónigo de la Iglesia toledana y capellán mayor de la capilla de los Reyes Viejos. Estos y varios otros personajes de la alta y la media nobleza «fueron sobre quienes en España vino el Espíritu Santo en
aquellos días, y los que fundaron la religión y orden del bienaventurado maestro nuestro padre san Hieronymo…».[80] Corría el año 1360. El padre Sigüenza añadiría: «Ellos son las primeras piedras de fábrica tan santa y los nuevos Gerónimos de España». Sus primeros tiempos no fueron precisamente un camino de rosas. Su vocación eremítica era considerada reflejo de otros movimientos que ya eran sañudamente perseguidos en Europa. Incluso se les llamó beguinos o begardos (y probablemente con una considerable parte de razón). Ellos, ante el peligro de correr la misma suerte y
convertirse en herejes declarados, acordaron entonces instituirse en orden entre monástica y mendicante, como creyeron que debió de ser la fundada por aquel bienaventurado santo del desierto belenita del que todos se proclamaban fieles devotos. «Y así, con este deseo y poniendo a este santísimo padre delante de sus ojos como patrón y amparo de su vida, retrajéronse a unos montes cerca de una aldea o lugar pequeño que se dice Lupiana de la diócesis de Toledo, y tenían por iglesia una ermita pequeña del glorioso apóstol san Bartolomé:[81] donde fue después edificado el primer monasterio de la orden, en memoria e invocación
de dicho apóstol, porque no quisieron aquellos santos varones, por la mutación de su estado, mudar la invocación del lugar que escogieron primero para morar».Sólo entonces (1373) decidieron recurrir al Sumo Pontífice Gregorio XI para que les concediera permiso de fundación y les diera una regla que seguir. El papa aprobó la petición a través de la bula Salvatori Humani Generis, les concedió el hábito pardo y blanco que llevarían desde entonces y les dio, como pauta de comportamiento, la regla de San Agustín. El primer prior habría de ser el antiguo camarero mayor del rey Cruel, Pedro Fernández Pecha, y el de Lupiana
quedaría constituido como monasterio cabeza de la nueva orden. Se estableció la autonomía de las distintas comunidades y la dedicación de sus frailes al estudio y la vida contemplativa, con especial dedicación a la oración mental y a los ejercicios de espiritualidad. Desde esta fecha fundacional (1373) los jerónimos se expanden fructíferos por toda la superficie peninsular. Se fundan monasterios en todos los reinos y todos ellos comienzan a prosperar gracias a las donaciones que vienen de todas partes, desde los monarcas a la nobleza. Sin embargo, a pesar de los deseos de Martín V en 1452 para
internacionalizar la orden uniéndola a diversos institutos fundados en el resto de Europa bajo el recuerdo común del santo eremita de Belén, la comunidad jerónima sigue siendo exclusivamente peninsular por deseo expreso de sus miembros, en este caso los doce monjes enviados para oír las propuestas del papa que llevó a cabo el desenlace del Cisma. Y no sólo se mantuvieron en el ámbito de las tierras ibéricas, sino que, por deseo de sus monarcas, colaboraron a menudo en la reforma de otras órdenes religiosas que necesitaban renovarse. Así se les encomendó la de los santiaguinos de Uclés y, ya en tiempos de Carlos V la de los canónigos de San
Agustín de la abadía de Parraces y, con Felipe II, la de los premostratenses (1568).[82] Si meditamos sobre las cuestiones que se han resumido en estas líneas, seguramente podremos sacar algunas conclusiones que no aparecen reflejadas en las historias al uso de la Orden Jerónima. Y, seguramente, la primera de ellas plantearía un leve tufo a sincretismo religioso, esencialmente peninsular, que nos inclinaría a pensar que estos monjes, aun con todos los pronunciamientos favorables que siempre tuvieron respecto a su reconocida ortodoxia, constituyeron una institución que, al contrario de las
órdenes nacidas en el resto de Europa y fuertemente implantadas en la España medieval, no se libraron de compartir sutilmente otras tradiciones espirituales que poco o nada tenían que ver con el cristianismo oficial. Cabe incluso pensar que esta querencia por lo español, por encima de las costumbres eclesiásticas romanas, tuvo manifestaciones concretas y ejemplos puntuales que, en sus tiempos de esplendor,[83] llevaron a la sospecha firme de su problemática heterodoxia, que llevó a Felipe I el Hermoso a intentar, a instancias de cierto sector de la nobleza, una disolución que finalmente no se llevó a efecto, cuan do
se comprobó que las reticencias de aquellos señores poderosos se debían menos a la posible heterodoxia de los jerónimos que a la negativa de los monjes a convertirse en orden militar, con lo que habrían tenido que albergar en su seno a los grandes señores y a compartir con ellos las sustanciosas rentas de la Orden. Con todo, hay noticias aisladas, algunas de ellas contadas por los . mismos cronistas oficiales, que nos ponen sobre aviso de que la independencia de la que gozaban los jerónimos sirvió también para que lograran introducirse en ella determinados factores de conflicto. Y no
fue el menor de ellos la intrusión en sus filas de varios conversos que, por algún motivo especial, probablemente enraizado con su relativa independencia de los poderes eclesiásticos, debieron de sentirse cómodos en la paz activa de sus monasterios, donde tenían seguramente la oportunidad de introducirse en los esquemas de un cristianismo más liberado de factores políticos tales corno la limpieza de sangre, que ya se había institucionalizado en la vida social española, y las posibles inquisiciones llevadas minuciosamente a cabo por los miembros del Santo Oficio. Se tiene noticia cierta, en este
sentido, de que el monasterio jerónimo de Guadalupe tuvo serios problemas ya poco antes de la expulsión decretada por los Reyes Católicos en 1492. En el pueblo que se alzaba junto al cenobio residía una comunidad hebrea que se mantenía bastante incontaminada, sin que los mismos monjes se hubieran inmiscuido nunca en sus hábitos y costumbres ni hubieran intentado su conversión por ningún medio. En torno a 1485, se estableció en el pueblo un tribunal itinerante de la Inquisición, que, en un solo año, quemó a cincuenta y dos conversos judaizantes, las efigies de otros veinticinco que habían logrado escapar y desenterró para echarlos a la
pira cuarenta y ocho cadáveres que reposaban en la paz del cementerio local.[84] Se descubrió igualmente que varios conversos habían tomado los hábitos en el monasterio vecino, donde, sin que nadie se lo impidiera, parece ser que practicaban casi de un modo abierto, si no exactamente la doctrina, sí algunas de las antiguas costumbres rituales de los judíos, no sólo con el conocimiento, sino, al parecer, con la aquiescencia del resto de la Comunidad. Uno de aquellos jerónimos, fray Diego de Marchena, fue prendido y quemado por los inquisidores. Los frailes, entonces, sin duda ante el peligro de ser investigados
más a fondo, entablaron conversaciones con el Inquisidor General, fray Tomás de Torquemada —por cierto, descendiente inmediato de conversos— y acordaron que fuera la misma orden la que indagara a fondo entre sus miembros, no dando acceso a cargos de responsabilidad a los conversos y rechazando a los cristianos nuevos que intentasen ser admitidos en sus comunidades. El prior de la orden, que era entonces fray Rodrigo de Orense y no tenía antecedentes de converso, puso el grito en el cielo ante esta decisión, pero la voluntad de la Inquisición se impuso y fue desposeído de su cargo y so metido a penitencias.[85]
Sigue contando el historiador judío Baer[86] que el fenómeno se repitió en otros conventos jerónimos y, muy especialmente, alcanzó cierta notoriedad el caso de un fraile del convento de la Sisla, en Toledo, del que «dijeron que había nacido judío y estaba circuncidado y había entrado en el monasterio para poder vivir practicando el judaísmo sin que sus parientes pudieran impedírselo. Cuando los inquisidores comenzaron a actuar en 1485, en Toledo, andaba triste, muy demudado y "como muerto" por "esta diablura" y elogiaba como mártires a los que habían quemado». Lo prendieron los inquisidores y, a
pesar de que seis compañeros de convento salieron garantes de su ortodoxia, fue sometido a tortura antes de ser absuelto y declarado limpio de culpas. Otro fraile de dicho convento no tuvo tanta suerte o fue más sincero a la hora de declarar que, efectivamente, había ingresado en la orden jerónima para sentirse más seguro y que seguía practicando los ayunos de los sábados; igualmente aconsejaba a los conversos que acudían a confesarse con él que se mantuvieran firmes en su fe anterior y que bendijeran a sus hijos como lo hacían los judíos. Y hasta imponía fuertes penitencias a quienes se declaraban inclinados a persistir en su
cristianismo reciente. Este fraile fue condenado a relajación y quemado vivo. Sin que esto signifique que los jerónimos tendieran a prácticas y a sentimientos poco acordes con la ortodoxia establecida, habrá que reconocer que la Orden se había fundado sobre hábitos y circunstancias cuando menos paralelas a las formas de identidad que caracterizan en muchos aspectos al pueblo hebreo. Entre sus miembros, fueran o no creyentes fanáticos o se proclamasen o no practicantes, se dieron rasgos mesiánicos que en el pasado español, cuando muchos de ellos se convirtieron de grado o por fuerza al cristianismo,
conservaron incluso entre aquellos que llegaron a formar parte de la Iglesia y alcanzaron a distinguirse corno defensores acérrimos de la religión asumida. Cuando menos, quedó marcada en su espíritu la obstinada severidad y la pertinacia que caracteriza al pueblo hebreo. Y buen ejemplo de ello lo constituyeron tanto algunos de los grandes inquisidores que rigieron el Santo Oficio como varios teólogos como Pablo de Santamaría, que se distinguieron por sus obsesivos resquemores contra sus antiguos correligionarios. El hecho mismo de que, entre los jerónimos dedicados a tareas de estudio,
se diera tanta importancia a cuestiones referidas a aspectos concretos del Antiguo Testamento —recordemos la presencia secular en el monasterio de El Escorial de una importante escuela de estudios bíblicos y hebraicos que fundara Benito Arias Montano y de la que llegaron a formar parte frailes de indiscutible valía—, viene como mínimo a demostrarnos que, entre los jerónimos, hubo una querencia por los orígenes cristianos preevangélicos, seguramente con todo cuanto entrañaban de judaísmo latente, mejor o peor encajado en la doctrina cristiana. Y que esta inclinación, cosa curiosa, se producía en un momento en que, más que nunca, la
Iglesia —y muy especialmente la española— trataba de sustituir a toda costa cualquier recuerdo hebreo, incluso en los textos autorizados, por las versiones latinas aprobadas y aplaudidas desde Roma. Que los jerónimos no se distinguieron por sus grandes aportaciones en el campo de la Teología, como se había dado el caso entre dominicos y franciscanos, queda fuera de toda duda. Las decisiones referidas a la importancia de los estudios bíblicos vienen a confirmar que la Orden cuidó de que no hubiera un exceso de intelectuales en sus filas, tal vez porque intuían que del exceso de
ejercicio del pensamiento pueden surgir las dudas que conducen al infringimiento. Aun así, se dan casos, ciertamente tampoco demasiado numerosos, de textos jerónimos incluidos en los sucesivos Índices oficiales de la Iglesia, aunque sus autores no llegasen a ser defenestrados por la autoridad romana, sino sólo obligados a rectificar aspectos concretos de sus escritos. Antes bien, cabría pensar que muchos de ellos se comportaron —pensémoslo así al menos, por respetar su sinceridad como católicos a machamartillo— visceralmente ingenuos a la hora de admitir doctrinas que, eventualmente,
llegaban a rozar los límites de la heterodoxia. Éste fue el caso concreto, del que nos ocuparemos más adelante, de la labor auténtica mente misionera que realizó Arias Montano durante el tiempo en que trabajó como revisor de la biblioteca del monasterio escurialense, convirtiendo literalmente a muchos de sus monjes, como el mismo Sigüenza, Alaejos o José Carlos Bartelo de Valencia, a las doctrinas espirituahstas de la secta flamenca de la Familia Charitatis de la que él mismo formaba parte. Llegados a este punto, no cabe duda de que la querencia del rey Felipe II por los monjes jerónimos se clarifica
considerablemente. Pues, en primer lugar, incluso por encima del recuerdo paterno de Yuste, el rey contaba en aquella orden con una congregación que, practicando un cristianismo activo y entregada a la meditación, al trabajo y a la ascesis más que al estudio, había sabido mantenerse lo bastante independiente de la voluntad centralista de la Roma Papal como para poder confiar en ella a la hora de posibles enfrentamientos con la autoridad religiosa central, de la que tantas diferencias políticas le separaban. Con ellos como custodios de El Escorial, su particular Eje del Mundo, Felipe II se sentía arropado y afirmado, sin peligro
de sentirse rodeado de eventuales censores o incluso enemigos cuando sus intereses llegaban a enfrentarse de forma abierta con la Santa Sede, cosa que sucedió más de una vez a lo largo de su dilatado reinado. Teniendo en cuenta, además, que El Escorial habría de ser, aunque de tapadillo, centro de sentires y de prácticas embebidas del particular integrismo cristiano practicado por el rey, los jerónimos eran la guardia de corps ideal para saberse defendido ideológicamente frente a cualquier ingerencia que viniera desde las fuerzas vivas de la Iglesia romana, aunque se tratara de aquella Inquisición que tenía a su práctico servicio, pero que, cuando
menos en teoría, estaba sujeta a las leyes eclesiásticas emanadas del Vaticano. Añadamos a este factor que la figura del fundador in pectore de la Orden, san Jerónimo, tan reverenciada por sus frailes, formaba ya parte de un mundo en el que el simbolismo esotérico se había implantado en la cultura europea de su tiempo[87]. Reconozcamos igualmente que este santo eremita del pasado cristiano aparecía casi como símbolo de una postura enfrentada, en cierto sentido, a la voluntad de poder personificada por la Iglesia, sin dejar de representar las esencias más puras del cristianismo. Sólo así comprenderemos la devoción que inspiraría tanto al monarca como a
aquellos monjes a los que confió incluso el secreto de su obra.
6 Claves simbólicas para una traza Mientras se buscaba el lugar idóneo y se desbrozaba y allanaba el vasto terreno donde se habría de levantar la fábrica del Real Sitio de San Lorenzo de El Escorial, el arquitecto Juan Bautista de Toledo, secundado por su ayudante Juan de Herrera, que le había sido sugerido,
si no impuesto, por el rey en persona, se afanaba por concluir la traza primera del monumento. Al mismo tiempo (1561), reunido en San Bartolomé de Lupiana el capítulo de la Orden Jerónima, al que Felipe II había dado facultad para que fuese allí donde habría que designar los cargos de la futura comunidad escurialense, nombraba primer prior de la misma a fray Juan de Huete y vicario al padre fray Juan de Colmenar, ambos «con mucha experiencia en gobierno, prudentes, desasidos, y que en cosas de arquitectura tenían entrambos buen parecer y juicio, como lo habían mostrado en las fábricas que habían ejecutado en sus propias casas…»[88]
El rey indicó a los frailes designados para constituir la comunidad, por medio de su secretario Pedro del Hoyo, que se encontrasen todos en el pueblo de Guadarrama el día de San Andrés,[89] para subir desde allí al lugar del futuro monasterio, reconocerlo y, en su caso, aprobarlo o sugerir las correspondientes alternativas y las necesidades que tuvieran. Cuenta Sigüenza que, mientras la comitiva ascendía al enclave elegido, se desató un viento furioso que «arrebató las bardas de una viñuela que estaba a la mitad de la cuesta y dio con ellas en las caras de los que subían». Empapado de su propia fe en la Providencia, el buen fraile describe
este estallido de furia de la naturaleza diciendo que muchos vieron en él una violenta intervención del demonio, al que pesaba «que se levantase una fábrica donde, como de un alcázar fuerte, se le había de hacer mucha guerra». Y añade que el designado como nuevo prior, ante el religioso pánico de los otros frailes, les animó asegurándoles que el Maligno no sacaría de aquel acto ningún fruto, añadiendo: «Pasemos adelante y no hagamos caso de su malicia». Fue aquél un momento, probablemente el primero, aunque no sería el último, en que la superstición cristiana, tan corriente en aquel siglo, hizo su primer acto de presencia en el
contexto de las obras de El Escorial. Durante el mes de abril del año siguiente, limpia y nivelada toda la superficie sobre la que tenía que levantarse la estructura del monumento, llegó Juan Bautista de Toledo para acordonar los límites de la edificación, fijar en el suelo su traza y determinar con estacas por dónde tenían que comenzar a excavarse los cimientos. El enorme rectángulo que ocuparía el edificio principal —al que luego se añadiría el bloque de las habitaciones privadas del monarca en la cara oriental, así como la llamada galería de convalecientes en la meridional— medía exactamente setecientos treinta y
cinco pies de este a oeste y quinientos ochenta de norte a sur. Detengámonos un instante en estas medidas. Nadie, al menos que yo sepa, parece haberse planteado la razón precisa de estas cifras y si acaso fueron tomadas en función de una determinada motivación estética o se establecieron a causa de alguna desconocida necesidad arquitectónica. Algunos de los investigadores que han estudiado más a fondo las claves simbólicas del monasterio han afirmado que esta traza, lo mismo que muchas de las partes esenciales de la obra, se rigió «en su planta y en su alzado por las proporciones de la sección áurea».[90]
Sin embargo, tengo serias dudas, tanto respecto a su caprichosa gratuidad como a una causa eventualmente técnica. Pues esa insólita medida marca una relación numérica que cuenta con una larga historía que me atrevería a calificar de secreta: la razón numérica 19/15, de larga tradición arquitectónica.[91] Hagamos, pues, un poco de historia y remontémonos unos cuantos siglos en el tiempo: ocho siglos en concreto. Hace ya años, a fines del XIX, mientras se procedía a realizar obras de apuntalamiento y restauración en la iglesia de Santianes de la ciudad asturiana de Pravia, que fue sede de los primitivos reyes cristianos surgidos en
el lejano norte peninsular tras la invasión musulmana, los que llevaban a cabo aquel trabajo pudieron comprobar la autenticidad de una tradición ampliamente difundida por la comarca y consignada por alguno de los escritores que describieron en el pasado el tesoro arquitectónico que encerraban las iglesias del llamado estilo prerrománico asturiano. Conforme se venía asegurando de fuentes populares, aquel viejo templo de Santianes, aunque muy transformado por el tiempo, había sido mandado construir en el siglo IX por el rey Silo, uno de aquellos monarcas, con Aurelio y Mauregato, a los que los cronistas de la Reconquista llamaron
holgazanes por el simple hecho de haber reinado sin emprender campaña alguna contra los árabes invasores de la Península. Concretamente, a Silo se le reprochaba haber cedido a las prepotentes exigencias de los musulmanes y haberse convertido en el cobarde inductor del legendario Tributo de las Cien Doncellas, comprometiéndose y comprometiendo a sus sucesores a entregar anualmente al Califato de Córdoba cien muchachas vírgenes a cambio de mantener la paz en su territorio, siempre amenazado por las aceifas veraniegas del Islam. La realidad ha demostrado que aquel Silo fue más bien un monarca pacífico, que
prefirió ocuparse de sus problemas internos y de su gente, antes que enzarzarse en guerras que sólo habrían contribuido a impedir que su pueblo viviera en paz. La historia ha venido a constatar, además, no sólo que aquel tributo no era más que una leyenda —profundamente simbólica, pero leyenda—, sino que su profunda incidencia en la tradición peninsular respondía a esquemas culturales y religiosos procedentes de tiempos muy anteriores al cristianismo y conservados en el inconsciente colectivo bajo la apariencia de un relato legendario con aspiraciones históricas. Sus orígenes podrían fijarse en tiempos
oscuros en los que los ritos propiciatorios para invocar los favores fecundantes de la tierra pasaban por la entrega de ofrendas a la divinidad telúrica llevadas a cabo por muchachas púberes de la comunidad, que serían las encargadas de llevar los tributos al dios o, más probablemente, a la Diosa Madre de la tierra. La otra tradición, ésta de carácter local, que los investigadores pudieron comprobar como cierta, era el recuerdo vivo de una lápida fundacional laberíntica, de la que durante las excavaciones se encontró un pequeño fragmento y que, seguramente, se encontraba encastrada en el muro
interior del templo, justo encima del arco toral. La lápida en cuestión consistía en un rectángulo de piedra compuesto por 285 celdillas cuadradas que contenían otras tantas letras distribuidas en quince filas de diecinueve letras cada una: 19 x 15 pequeños cuadrados sobre los que, partiendo siempre de la letra S colocada en el centro de la figura y llegando a las cuatro letras T que se encontraban en las esquinas, se leía siempre, siguiendo cualquier dirección que se quisiera tomar hacia los cuatro ángulos de la figura, la inscripción SILOPRINCEPSFECIT: Silo Prínceps Fecit, El Príncipe Silo lo hizo (o lo
mandó) construir.
Cuando me encontré por primera vez con aquella especie de losange[92] me vinieron a la memoria muchos de los cuadrados mágicos que la tradición
ocultista ha utilizado constantemente con los más variados significados herméticos. En la mayor parte de los casos, los cuadrados que componen el total de la figura suelen contener letras que pueden leerse en todas las direcciones o, aún más a menudo, números que, sumados horizontal, vertical o diagonalmente, arrojan el mismo resultado. La diferencia con aquellas figuras, que encontramos desde la más remota Edad Media hasta los textos de los magos más eminentes del Renacimiento, al menos desde Enrique Cornelio Agrippa, consistía únicamente en que, en este caso, los números habían sido sustituidos por letras formando un
breve texto. Sin embargo, el hecho mismo de que aquellas letras, sobre todo la central y las de los ángulos (S y T), hubieran tenido a menudo significaciones de alto contenido simbólico:[93] me llevaba al convencimiento de que aquella figura y aquella frase contenían posiblemente un mensaje que podía responder a un específico significado hermético, es decir, a la explicación esotérica de algún misterio de la naturaleza guarda do en la memoria de la Tradición. Pero quedaba también otro problema pendiente: el de la extraña y precisa proporción 19 x 15, que, según pude comprobar luego, contrastando las
medidas de la planta de Santianes y las de muchas otras iglesias de la alta Edad Media, resultaba casi un módulo fijo aceptado por los constructores de aquel tiempo de manera general como proporción inalterable, fueran cuales fueran las medidas absolutas de cada uno de los templos. Efectivamente, la mayoría de todas aquellas viejas iglesias asturianas, lo mismo que casi todas las visigóticas y buen número de las mozárabes,[94] respondían en sus medidas a la razón 19/15 que venía determinada por el laberinto de Silo. La curiosidad me llevó a seguir midiendo otras estructuras medievales. Y, entre otras, me encontré con que la
misma razón numérica 19 x 15 se repetía con asombrosa exactitud en la arqueta milagrosa de las Reliquias de la Catedral de Oviedo, fabricada con la intención de que constituyera una especie de contenedor griálico de los numerosos objetos sagrados y reliquias que aún se encuentran en su interior; pero con la fama añadida de unos extraordinarios poderes legendarios que, según cuenta la tradición, se despertaron peligrosamente bajo la forma de terrible energía desatada cuando gentes demasiado curiosas intentaron abrirla sin encontrarse en estado de gracia,[95] obligando al rey Alfonso VI, cuando se decidió a conocer
su contenido, a cumplir con toda una serie de ritos de ayunos, penitencias y purificaciones que le permitieron abrirla sin la amenaza latente de aquella especie de maldición sagrada ancestral. Durante la apresurada investigación que realicé entonces de aquella pieza arqueológica conocida por el Laberinto de Silo extraje conclusiones sin duda precipitadas respecto a su significado. En realidad, una sola evidencia tenía a mi favor: el hecho de que los constructores sagrados de la Edad Media habían utilizado precisamente ese módulo en la estructura de sus templos. Y, como complemento de ella, la comprobación de que ese mismo módulo
había seguido utilizándose a lo largo del románico y del gótico, si no formando ya parte integral de la estructura total del templo, sí aplicado a alguna de sus partes más tradicionalmente sagradas: se encontraba reflejado en las criptas, en algún coro y en las proporciones del conjunto cruce-rolara, cada vez más recóndita y cada vez más difícil de localizar. El hecho de que aquella medida volviera a aparecer, pasados los siglos —y, sin duda, no casualmente— en un monumento tan emblemático del XVI, como es el monasterio de El Escorial, y sin duda también obedeciendo a una tradición canteril muy antigua, no podía
tener otro significado que el deliberado propósito de que aquel edificio se hubiera levantado obedeciendo desde sus inicios a unas determinadas leyes estructurales que no figuraban en ningún tratado de arquitectura, pero que habían constituido una constante poco menos que obligada e inamovible de muchos edificios religiosos de las épocas más diversas, al menos desde el tiempo en que se construyó el templo-palacio del emperador Diocleciano en Spalato (205 x 165 metros), que ya se elevó obedeciendo a este mismo módulo. A la espera de una explicación más exacta, que sería prolijo detenernos a explicar en este momento,[96] la
conclusión más inmediata que podríamos extraer de esta curiosa razón numérica aplicada a la arquitectura sagrada sería la siguiente: los constructores de templos —los canteros iniciados— creyeron firmemente, y por mucho tiempo, en la posibilidad de que este concreto esquema matemático, aplicado al edificio sagrado, podría hacer que se conjugaran en él las condiciones necesarias para que el conjunto adquiriera, desde el momento mismo de su concepción, unas cualidades ocultas, desconocidas de la gente y tal vez paralelas a lo que hoy llamaríamos un acumulador de energía, siempre que en su recinto se depositase,
además, la materia sagrada que serviría de combustible energético capaz de liberar los poderes contenidos en esta proporción divina, paralela a la que rige la magia del Número de Oro que constituyó la cifra sagrada por excelencia de la Antigüedad. Naturalmente, de existir esta cualidad, o de tener pruebas fehacientes de su eficacia, un conocimiento de esta índole no podría ser divulgado bajo ningún concepto. Antes bien, formaría parte de los secretos más celosamente guardados por los maestros constructores y se transmitiría a través de un aprendizaje iniciático que tendría tanto de adquisición de conocimientos técnicos
como de vía trascendente del individuo en pos del poder que proporcionan las cifras sagradas contenidas en las medidas de la naturaleza. Y no cabe la menor duda de que esta creencia tuvo que estar en la mente de las logias de constructores durante mucho tiempo, puesto que, según he tenido oportunidad de comprobar, aunque con el tiempo la razón 19 x 15 desapareció como elemento estructural de la totalidad del templo, siguió vigente en la gran época medieval como módulo obligado de algunas de las estructuras que conformaban los lugares más específicamente sagrados de numerosos templos señeros del mundo
mediterráneo. Por eso volvemos a encontrarla en lugares muy especiales de la catedral de Santiago, en la catedral de León y en la Alhambra granadina, lo que vendría a demostrar que tampoco se trataba de una medida nacida en el contexto cristiano, sino que formaba parte de una Tradición Universal mucho más amplia. Cabe incluso pensar que, si el motivo fuera el que he apuntado en el caso del monasterio de El Escorial, al establecer su estructura de acuerdo con la mencionada razón numérica, no se hizo otra cosa que concebirlo como un inmenso acumulador de energía sagrada —un Grial, podríamos decir— que, con
todo el añadido de factores que se le fueron sumando a medida que se construía, tales como la acumulación de elementos simbólicos y el almacenaje indiscriminado de reliquias por todas partes, desde los muros a los grandes armarios de la sacristía y desde las torres hasta las bolas que las rematan, contribuirían (al menos en teoría) a que su dueño y señor, el soberano que mandó edificar aquella construcción, nuestro Felipe II en fin, pudiera entrar en posesión de las claves que le permitirían estar en condiciones de regir mágica o sobrenaturalmente aquel mundo que necesitaba de todas las ayudas, incluso las más heterodoxas,
secretas y prohibidas, para emerger triunfante del reto doctrinal y revolucionario que planteaban las ideas desviacionistas defendidas por la reforma protestante y por el resto de sus adversarios políticos, allanándole el camino hacia el dominio universal al que aspiraba. Sin embargo, la traza de El Escorial, presente ya en los planos diseñados por Juan Bautista de Toledo y seguidos por Juan de Herrera, sobre los que se trabajó para levantar el monumento, nos proporcionan otros elementos de reflexión que ubican la estructura de la obra en un contexto esotérico, esencialmente simbólico y secreto, que
complementa unas concretas intenciones del soberano que lo mandó levantar y que ya estaban presentes al plantearse su construcción. Al pentáculo, o pentágono regular estrellado, lo llaman los ocultistas el Sello de Salomón, en contraste con el hexágono estrellado que conforma la Estrella de David y que hoy constituye el emblema del estado de Israel. En cierto sentido, en el ámbito de lo simbólico, esa estrella de seis puntas representa el lado exotérico de la personalidad del pueblo judío, mientras que la de cinco señala, en gran medida, su aspecto esotérico, guardador de una identidad espiritual más profunda y
piedra de toque de los secretos que emanan de los orígenes divinos del Libro Sagrado expresados a través de la Cábala. Según se establece en el entorno ocultista, el tal Pentáculo, presentado con una punta hacia arriba, es la imagen simbólica del Adam Kadmon, el Hombre Primigenio, mientras que con una punta mirando hacia abajo constituye el símbolo del macho cabrío diabólico portador del mal y de la mala fortuna.
A través de esta interpretación mágica, se atribuyen al pentáculo las cualidades de uno de los talismanes más potentes y eficaces de cuantos las ciencias ocultas hayan podido concebir, capaz de potenciar la energía vital o de anularla, según se presente derecho o invertido, porque en la estructura misma de sus cinco puntas —que suman 180°— se encontraría la clave vital de un
mundo simbólicamente concebido como doble y representado, en su aspecto positivo, por el Sol que nace —180° de Orto— y en lo negativo por su reflejo en la negrura de las aguas de las que emerge. El Pentáculo constituyó también, con el Número de Oro, un importantísimo módulo de construcción asiduamente utilizado por los maestros que levantaron las catedrales y los templos señeros de la Edad Media. Su inserción en las estructuras arquitectónicas hace que las puntas del pentáculo coincidan con los puntos más sagrados del edificio, como supo ver Moessel[97] al hallar su trazado exacto sobre las
plantas de los templos estelares de la cristiandad, transmitiendo al feligrés de a pie un mensaje sagrado oculto e irreconocible, pero secretamente presente para los canteros iniciados a través de las estrictas medidas empleadas en la construcción. Transportemos estas ideas a las trazas de El Escorial. Si sobre su planta trazamos el Pentáculo sagrado partiendo del centro geométrico del edificio, que se encuentra precisamente en la llamada Bóveda Plana de Herrera[98] y que es mostrada a todos los visitantes al penetrar en el Templo como ejemplo vivo del buen hacer de los constructores, nos encontraremos con
algo que, sin duda, no podremos achacar al azar o al capricho de quienes concibieron su estructura. Las dos puntas inferiores del Pentáculo coinciden exactamente con las dos puertas de la fachada del edificio que flanquean la principal, a ambos lados del Patio de los Reyes, y que se corresponden con el acceso al Colegio —a la izquierda— y con la puerta de entrada al convento —a la derecha—, ambas exactamente debajo de las dependencias de la Biblioteca. Por su parte, los dos brazos de la estrella coinciden con el Cuerpo de Guardia de la Casa Real —la sede de la Fuerza— y con las salas capitulares del convento,
la sede de la Espiritualidad. La punta superior de la estrella, por su parte, queda encajada con absoluta exactitud en el centro del llamado Patio de Mascarones, que une las estancias reales con el ábside del templo y con el tragaluz que da al Panteón Real.
Por su parte, la colocación de las losas que conforman el suelo de este patio demuestra que aquella ubicación aparentemente abstracta del pentáculo no fue casual, sino escogida con
absoluta deliberación, de modo que la cabeza del Hombre Ideal allí inscrito coincidiera con el lugar donde residía la Otra Cabeza —el rey— que había concebido el conjunto del monumento. Detengámonos a pensar brevemente en esos puntos de inserción de las puntas del invisible Pentáculo. Nos daremos cuenta de que señalan las dependencias fundamentales que definen el edificio, las que lo conforman y le dan sentido: la enseñanza, el gobierno, la milicia y la religión, todas ellas bajo la autoridad del soberano que es el encargado de poner aquellos principios en contacto con lo divino y con el misterio trascendente de la muerte. Una estructura
es, por lo demás, curiosamente coincidente con la estructura ideal de aquel reino de Agartha donde, según las arcanas tradiciones orientales, reside el Gobierno Interno del mundo y tiene su trono el Monarca Universal. El centro de la figura, al coincidir con el centro geométrico de toda la construcción, marca igualmente el lugar exacto desde donde se accede directamente a las diversas funciones del monasterio. Por eso, en la planificación de estas estructuras, se adivina el propósito oculto, sin duda inspirado por Felipe II, de reunir en una sola y superior intención los distintos caminos de acceso a un poder concebido como
único y universal. Desde esta concepción, sin embargo, todos los aspectos del mencionado poder absoluto se unifican en lugar de acumularse, de tal manera que ya no conforman compartimentos estancos que actúan con independencia sobre sus respectivos campos, sino que conforman peldaños sucesivos conducentes a una sola meta, a modo de proceso de iniciación continuado y hasta eventualmente paralelo, cuyo poder se encuentra en la persona misma del soberano Rey del Mundo. Hay que comprender y asumir esta intención para alcanzar la cumbre del poder total, que el monarca real, en nuestro caso Felipe
II, habría de identificar, consciente o inconscientemente, con su propia persona. Una muestra definitiva de esta intencionalidad —la de señalar la cumbre absoluta desde la que el Rey ordena y decide sobre la totalidad de los elementos componentes del mundo— está ya presente en la planta misma del edificio, en la que podernos apreciar cómo la única parte de todo el conjunto que se desgaja del rectángulo originario (19 x 15, recordémoslo una vez más) es precisamente aquella que se corresponde con los aposentos privados del rey, el espacio preciso desde donde él mismo dirigiría personalmente aquel
inmenso tinglado totalizador del símbolo supremo de su poder. En este sentido, ni siquiera podemos considerar como una anécdota circunstancial que Felipe II, según parece que se ha podido comprobar, hubiera mandado diseñar la cerrajería de todo el monasterio de tal modo que sólo una llave maestra, presumiblemente la suya, pudiera abrir todas sus puertas, en tanto que las demás llaves, que él en persona se encargaba de suministrar a quien quería, podían abrir distinto número de puertas según el grado de responsabilidad que tuviera aquella persona o el margen de confianza que el soberano hubiera depositado en ella.[99]
Hecha la traza y fijada en el suelo la proyección de los planos, era el momento de iniciar la construcción del conjunto. Durante todo el año 1562, mientras se acumulaba el material necesario para la obra, se fueron excavando las zanjas para los cimientos. Y ya entonces comenzó a apreciarse sobre el terreno la envergadura de lo que se había iniciado y a comprobar, al mismo tiempo, la escasez de medios con que se había emprendido una obra que necesitaba de muchos más, a pesar de que el rey había dispuesto que no se escatimara nada en el proyecto. En aquel momento se incorporó a la obra el lego fray Antonio de Villacastín, que ni
siquiera era todavía profeso de la orden, pero que ya había dado muestras de sus amplios conocimientos en las labores de la construcción preparando las habitaciones destinadas al retiro del Emperador Carlos V en el monasterio de Yuste. Fue entonces cuando el administrador de los dineros de la obra, Francisco de Almaguer, puso en conocimiento del rey las carencias existentes y planteó la posibilidad de recurrir a «cierto aviso» para allegar fondos con los que continuar la obra sin problemas económicos. El rey aceptó la propuesta, pero se desconoce con exactitud en qué consistía ésta. Es más que probable que se tratara de algún
impuesto especifico que cubriría provisionalmente la escasez de fondos y que, aún más probablemente, tendría como aportante al pueblo o gravaría alguna de sus necesidades más perentorias, como era costumbre inveterada de la época, contra la que nada ni nadie tenía la menor posibilidad de oponerse, porque las órdenes emanadas del monarca eran leyes para todos. Así se llegó a los primeros meses del año 1563, el mismo en que tuvo lugar la clausura definitiva del Concilio de Trento, promovido en su última etapa por Felipe II en persona antes que por la cumbre romana. Por fin, tras una
laboriosa puesta a punto de los cimientos, se pudo proceder a la colocación de la primera piedra del conjunto monumental. La fecha se eligió cuidadosamente: el 23 de abril a las once de la mañana. Y contra todo pronóstico, se sabe que Felipe II no acudió a aquel acto, al margen de lo que era su costumbre cuando de tal tipo de celebraciones oficiales se trataba. Sí asistiría, sin embargo, a la colocación de la primera piedra del templo, que tuvo lugar aquel mismo año el 20 de agosto, festividad de san Bernardo, a las seis en punto de la tarde. Estudios recientes realizados a instancias del investigador René Taylor
por el profesor Eric Schroeder, conservador de Arte Islámico del Fogs Museum de Cambridge, Massachusetts, [100] han demostrado que, con toda probabilidad, aquellos dos momentos fueron elegidos conforme a la posición de los astros en aquellos instantes precisos, que indicarían las fechas y las horas en cuestión como astrológicamente favorables para ser establecidas respectivamente como las del nacimiento del edificio y del templo, con lo que marcarían su horóscopo y las claves de su destino. Ambas fueron elegidas en días en los que, según los saberes astrológicos, tenía lugar una importante influencia de Saturno en su
conjunción con Venus y Júpiter. Y era precisamente esa influencia la que señalaba como fuente de beneficios la vida del rey según el Prognosticon que trazó para él el astrólogo Matías Flaco, que Felipe II conservó junto a sí a lo largo de toda su vida y que hoy se encuentra depositado en la Biblioteca de El Escorial. En dicho horóscopo, parcialmente reproducido en algunos frescos de dicha biblioteca, se marca de manera especialísima esa conjunción de Saturno con Júpiter y Venus, destacando con su insistencia el aspecto benéfico que habría de ejercer sobre la vida del monarca e indirectamente sobre la del
monasterio, y que le conferiría el carácter de gravitas y regia melancholia, propia de los marcados por este signo, que aspiran a alcanzar en su vida estadios superiores en el campo del poder y de la autoridad. Y es más que probable también que esta circunstancia astrológica fuera igualmente conocida —y conscientemente aceptada— por los mismos monjes de la Orden Jerónima, porque el padre Sigüenza se atribuye a sí mismo la idea simbólica que rige los motivos de los frescos que adornan la mencionada Biblioteca escurialense, pues casi todos ellos contienen repetidas alusiones a esta circunstancia
astrológica. Se adivina igualmente cuando el mismo monje deja caer en su escrito una curiosa alusión a Saturno. Se encuentra esta referencia al describir las condiciones extremadamente precarias en las que comenzaron a vivir en la aldea de El Escorial los primeros jerónimos que acudieron a hacerse cargo de la donación real cuando el monasterio apenas había empezado a levantarse. «No había en toda esta aldea casa con ventana ni chimenea; la luz, el humo, las bestias y los hombres, todos tenían una puerta, donde se verificaban bien los versos del poeta, cuando pinta el tiempo que moraban en la tierra la honestidad y la vergüenza,
que llama reino de Saturno, y los hombres y las bestias tenían un común aposento en las cuevas y en las chozas, y las mujeres componían las camas de hojas de árboles, ramos y pieles de sus ganados».[101] Sin duda, Felipe II concedió al acto de colocación de la primera piedra del templo, enterrada en el lugar donde luego se comunicaría la iglesia con la sacristía, una importancia muy especial. Hizo que se levantasen para aquella ocasión tres altares de campaña, que ocuparían el lugar preciso donde posteriormente estaría situado el altar mayor y los altares del lado del Evangelio y de la Epístola. El primero
lo presidía una cruz de madera desnuda; el segundo, que correspondería al lado del Evangelio y al lugar donde habría de levantarse el mausoleo de Carlos V, tenía encima una cruz que perteneció al Emperador y que éste llevó consigo a Yuste; el tercero, correspondiente al de la Epístola y al lugar donde se situaría el mausoleo del rey fundador, llevaba una imagen milagrosa de Santa María. Como era doctrinalmente preceptivo, la primera piedra fue llevada por Felipe en persona y en sus propias manos hasta el lugar donde debería colocarse. Con aquella ceremonia se iniciaba un primer período de siete años, hasta 1570, en el que la obra avanzó muy
lentamente, mucho más despacio de lo que el rey había calculado, y en el que todo parecían dificultades y problemas que se oponían a sus deseos de ver el proyecto terminado. Los primeros priores jerónimos, todos muy ancianos, fueron falleciendo en fecha temprana y el primer arquitecto de la obra del monasterio, Juan Bautista de Toledo, moriría también por entonces y sería sustituido por Juan de Herrera. En el interior mismo del país se descubrían en varios momentos conspiraciones antimonárquicas de carácter premasónico, como la que fue dirigida supuestamente por el duque de Sesa. Se hablaba incluso por entonces de un
atentado frustrado sufrido por el rey y perpetrado por rebeldes aragoneses. La situación política en los Países Bajos se enrarecía con las reivindicaciones de los flamencos, cada vez más proclives a abrazar las ideas heréticas luteranas y calvinistas en su porfía por la libertad. El príncipe don Carlos estuvo a punto de morir a causa de un descalabro que sufrió al caer por una escalera y es fama que fue salvado in extremis gracias a su contacto con la momia de fray Diego de Alcalá, que muy pronto subiría a los altares. Aparece también entonces, con grave peligro para la Iglesia, la secta de los alumbrados de Sevilla. La primera expedición a Túnez se cierra con un
desastre en la isla de los Gelves, la actual Djerba. Aparecen los primeros panfletos antiinquisitoriales, propiciados por los protestantes de Flandes.[102] La economía del país marcha de capa caída, a pesar de las inyecciones de plata venidas de las Indias; y Felipe II recurre, como vimos, a la contratación de alquimistas que le prometen millones en oro que nunca llegan. El duque de Alba es enviado como gobernador a los Países Bajos, donde sofoca a sangre y fuego los conatos rebeldes. Y, por si fuera poco, se restablece el edicto de Carlos V contra los moriscos recalcitrantes, lo que provoca que, en 1568, los
descendientes de los musulmanes se alcen en armas, secretamente ayudados por sus hermanos berberiscos, dando lugar a la guerra de las Alpujarras, igualmente saldada con una victoria pírrica plagada de muertos. Finalmente, en el mismo año de 1568, tiene lugar la prisión y muerte del príncipe don Carlos, con todas las inquietantes incógnitas que plantea y que veremos a continuación, y el fallecimiento casi inmediato de la tercera esposa de Felipe II, Isabel de Valois, dejando el reino sin un heredero directo. Habrá que esperar al año 1570 para que todo parezca volver al orden establecido. Un cuarto matrimonio del
rey esta vez con su sobrina Aria de Austria, devuelve esperanzas perdidas y traerá un heredero definitivo con el nacimiento de Felipe III (1572). Don Juan de Austria acabará con la rebelión morisca (1570) y al año siguiente será el glorioso paladín de las armadas cristianas en Lepanto. El reino se mueve a bandazos de precario bienestar y las obras del monasterio siguen a ritmo irregular y hasta casi acelerado, hasta precisamente siete años después, en que volverán a plantear un grave peligro de detención.
7 La víctima propiciatoria y otras analogías filipinas Creo que no hay español que no haya oído siquiera hablar de la Leyenda Negra, aunque no sepa a ciencia cierta qué significó en siglos pasados. La propaganda, positiva o negativa, forma parte de los numerosos factores con los
que se tiene que enfrentar el historiador consciente a la hora de despejar certezas objetivas en los acontecimientos que investiga. La Leyenda Negra de Felipe II ha sido ampliamente estudiada, aunque, en general, se ha pasado de su defensa a ultranza a su negación apasionada y a su sustitución por otra Leyenda Blanca, a menudo tan inexacta como la primera. La Leyenda Negra se creó en tiempos de Felipe II, teniéndole a él como principal protagonista. Y, desde entonces, ha pesado sobre toda la historia española como una losa de la que nuestros historiadores han intentado liberarla cargando todos sus esfuerzos
sobre el extremo opuesto de la balanza. A las crueles negruras de la conquista española de América, destructora de pueblos y expoliadora de las riquezas del continente colonizado[103] se ha opuesto el criterio que pro clama a los españoles poco menos que como paladines exportadores de la civilización cristiana a América y, más absurdamente todavía, como supuestos salvadores providenciales de los pueblos aborígenes, a los que instruyeron en los secretos de la civilización occidental, de la Religión y, sobre todo, de los rancios valores hispánicos. Por su parte, de la difusión de las espantosas actuaciones
inquisitoriales y de las muestras de siniestra crueldad de Felipe II se suele hacer responsable directo a Guillermo de Orange, el caudillo de la libertad de los Países Bajos, que, en su Apología, [104] publicada poco antes de su asesinato (1584) y denunciadora de las represiones españolas en un Flandes sometido a los Habsburgo, proclama diversos acontecimientos de la vida de Felipe II, entre otros el presunto asesinato del príncipe don Carlos a manos de un padre celoso y atrabiliario, que actuó con su propio heredero con la misma sangre fría y dudosa justicia que empleó con sus peores enemigos. Si hoy miramos los diversos
elementos constitutivos de la Leyenda Negra con un cierto grado de objetividad, tendremos que reconocer que buena parte de las acusaciones que se vierten en ella fueron ciertas. Muy pocos, fanáticos integristas aparte, podrían sentirse satisfechos con lo que significó la férula inquisitorial desde la instauración de la Inquisición Nueva en tiempos de los Reyes Católicos. Pero pocos también serían capaces de abstraerse de posturas morales muy posteriores y reconocer que el Santo Oficio respondía a unos planteamientos políticos y religiosos propios de la época en que se instituyó. Habría que medir igualmente las dimensiones reales
de una Europa basada toda ella en la reconocida legitimidad del absolutismo monárquico y en la aceptación de una realeza por derecho divino. Derecho divino que permite gobernar legalmente a su antojo sobre sus súbditos, sin obedecer a más ley que la emanada de la voluntad del soberano e indirectamente del Cielo. En ese contexto entran de lleno la figura de Felipe II y la mayor parte de los actos de los que se le responsabiliza. Pero es curioso que la historiografía filipina más moderna, volcada a escarbar en los entresijos de la personalidad de este soberano para extraer su faceta más humana, haya
olvidado que muchos de esos actos de los que fue protagonista obedecieron, más que a factores psicológicos, a un deliberado compromiso establecido con la Tradición arcana. El rey conocía muy bien dicha Tradición, como se deduce de las preferencias que demuestra tener a través de ese retrato personal e intransferible que suelen revelar los libros de lectura íntima que conservaba en su biblioteca. La colección privada de Felipe II fue transferida casi en su totalidad al fondo escurialense y a través de los volúmenes que la integraron, podemos penetrar, al menos en parte, en sus entresijos ideológicos, en su recalcitrante interés por el estudio
en profundidad de esa filosofía oculta que surgió en el Renacimiento y en la que trató de penetrar a través de la Cábala cristiana, del neoplatonismo, del lulismo y de la magia. En medio de esta relación profunda con la Tradición, se inserta uno de los principales factores que dieron vida a la Leyenda Negra: precisamente la leyenda de la muerte del príncipe don Carlos a manos de su propio padre. La historia fue lanzada —oficialmente al menos, aunque sus raíces estaban ya prendidas en el inconsciente colectivo de mucha gente— por Catalina de Médicis y luego se solidificó en la mencionada Apología de Guillermo de Orange. Y encontró
tanta aceptación en todo el mundo conocido que se convirtió en un lugar común, en un drama seudohistórico asumido por la historia y por la literatura, hasta tal punto que lo encontrarnos reflejado en la historia paralela de la Europa de su tiempo y convertido en tema recurrente de escritores de la categoría del alemán Federico Schiller[105] y, hasta disimulado por una ficción casi obligada, en grandes autores españoles del Siglo de Oro[106] La leyenda que se quiso convertir en historia venía a contar, en líneas generales, que el príncipe don Carlos, diecisiete años apenas más joven que su padre, vino a
enamorarse de Isabel de Valois, su propia madrastra y tercera mujer de Felipe II. Y que el rey se vengó de aquella traición mandando primero prender y luego asesinar secretamente al príncipe y luego a la esposa traidora, haciendo ver a los ojos de la historia que se había tratado en ambos casos de sendas muertes naturales y hondamente sentidas por el monarca. Así, al menos, se apresuró a proclamarlo el mismo rey, mandando cartas minuciosamente explicativas a todos los soberanos europeos y a todos sus embajadores. El mismo Guillermo de Orange había sido más discreto a la hora de propalar el bulo que el rey al desmentirlo. Para
Guillermo, Felipe II deseaba casar con su sobrina carnal Aria de Austria, hija del emperador Maximiliano II, y para ello decidió deshacerse de su tercera esposa, procedente además de una familia rival, la de la dinastía francesa. La muerte del príncipe justificaba aquel matrimonio consanguíneo proyectado por el rey, aludiendo Felipe II, ante los más que posibles inconvenientes que pondría la Iglesia, a su imperiosa necesidad de un heredero para sustituir al que la muerte le habría arrebatado. Ciertamente, la posibilidad que todavía queda de que este suceso fuera algo real y cierto, tal como lo propaló Guillermo de Orange, es prácticamente
nula.[107] Pero ello no significa en modo alguno que tenga que descartarse de manera definitiva, porque, si casi con toda seguridad no fue probable, aquel crimen sí fue posible, puesto que cualquier monarca en aquella época tenía medios suficientes para cometerlo y mantenerlo en secreto para siempre sin que trascendiera o, al menos, sin que nadie tuviera la mínima posibilidad de llegar a demostrarlo. Y sobre todo, veremos que, si hubiera habido crimen, ni siquiera habrían sido necesarias las razones aportadas por los enemigos de Felipe II para asentar sus acusaciones, porque podría haber formado parte de circunstancias muy alejadas de los
razonamientos inmediatos que enarbolaron quienes lo denunciaban. Si de algo no podemos tener duda, porque está en los documentos y lo admiten todos los historiadores, es que el príncipe Carlos no era precisamente un ser angelical y un dechado de virtudes, sino más bien una piltrafa humana que unía una fisiología tarada a unos rasgos psicológicos no menos enfermizos y alarmantes, cualquiera de ellos motivo suficiente para que su propio padre se estremeciera ante la posibilidad de que llegara a ser su sucesor. Recurriendo a testimonios contemporáneos, los ejemplos se amontonan. A su regreso de su embajada
en España por cuenta de la República de Venecia (1557), el enviado Federico Bodoaro escribía de don Carlos lo siguiente: «El príncipe don Carlos tiene doce años de edad. Tiene la cabeza desproporcionada con el resto del cuerpo. Sus cabellos son negros. Débil de complexión, anuncia un carácter cruel. Uno de los rasgos que de él cuentan es que, cuando le llevan liebres cogidas en la caza, u otros animales semejantes, su gusto es verlos asar vivos. Un día le habían regalado una tortuga de gran especie y este animal le mordió en un dedo; al punto le arrancó la cabeza con los dientes. Parece ser muy atrevido y en extraño
inclinado a las mujeres […]. Todo en él denota que será extremadamente orgulloso; porque no podía sufrir el permanecer largo tiempo en presencia de su padre ni de su abuelo con el gorro en la mano. Llama hermano a su padre y padre a su abuelo. Es irascible, tanto como un joven pueda serlo, y muy testarudo. Le gusta bromear y dice en todo momento tantas cosas ingeniosas que su maestro las ha recogido en un cuaderno que ha enviado al emperador».[108] El preceptor en cuestión era Honorato Juan, que apenas logró del príncipe que aprendiera algunos pasajes de Cicerón y ni siquiera consiguió que admirase las láminas
astronómicas de las tablas de Alfonso X que Juan de Herrera dibujó primorosamente para él. Entusiasta violento de la guerra, se hacía contar hazañas de todos cuantos llegaban de las zonas conflictivas y, admirador de Carlos V por sus victorias, despreciaba a su padre por su carácter reacio a emprender aventuras bélicas. Otros embajadores, interesados en transmitir a sus gobiernos o a sus soberanos datos sobre quién amenazaba con suceder al rey Felipe, fueron aún más duros en su descripción del príncipe. El emperador Maximiliano II pidió en 1564 esta información a su embajador Dietrichstein, precisamente
cuando se habló de una posible boda del príncipe con su hija Ana de Austria, la que luego casaría con Felipe II. El informe fue demoledor. Hablaba de su pelo ralo y suave, de sus ojos grises que pasaban de la amabilidad a la ira; de su pecho «mezquino» y de la leve joroba en la parte baja de la espalda que le hacía parecer con un hombro más bajo que el otro; de su voz chillona y tartamudeante, que pronunciaba mal las erres y las eles. Pero lo más grave era su carácter, siempre histéricamente empeñado en realizar algo importante que, según él, su padre le impedía siempre. Era obseso por cumplir siempre su santa voluntad.
Curiosamente, el embajador atribuía muchas de aquellas fallas de su carácter a la educación consentida que había recibido y que le hizo ser caprichoso y atrabiliario hasta límites casi [109] inconcebibles. Seguramente hubo otras causas que se unieron a ésta. Entre ellas, la tara fisiológica que pudo sufrir a través de su árbol genealógico, con una bisabuela loca y el matrimonio consanguíneo de sus padres. A ello se unían su soledad, su condición de zurdo reprimido y hasta aquel accidente que le causó una lesión cerebral que casi le llevó a la tumba aún muy joven y de la que, como apunté anteriormente, dicen que se salvó tras haber acostado en su
cama, a su lado, la momia reseca del beato fray Diego de Alcalá. En cualquier caso, este carácter límite originó una serie de macabras anécdotas que han configurado la imagen de un príncipe cruel hasta la saciedad, que se gozaba de sus propios actos y era capaz de cualquier desprendimiento lo mismo que de cualquier exceso con sus súbditos. Se cuenta que, en una ocasión le hicieron unos chapines que le apretaban y obligó a su zapatero a comérselos, previamente hervidos; que mandó quemar una casa porque, al pasar por debajo, recibió involuntariamente una rociada de agua lanzada por la ventana, como era costumbre en la
época. Atacó sin consideración al cardenal Espinosa por prohibir una representación teatral que había organizado en palacio. Y así, su anecdotario se prolonga hasta una avanzada adolescencia, en la que sus obsesiones le llevaron a concebir la idea de lanzarse por su cuenta a la aventura guerrera en Flandes sin consultar con nadie y, mucho menos, con el rey. De entonces —son los años en torno a 1565-1567— parece seguro que proceden sus relaciones con gente importante de los Países Bajos y su empeño en ir allí para intervenir directamente en los asuntos de Estado sin el consentimiento de su padre.
Incluso se asegura que estableció contacto con rebeldes flamencos más o menos disimulados, como el barón de Montigny y los condes de Egmont y de Horn; estos últimos fueron ejecutados en Flandes en 1568 y a Montigny le dieron secretamente garrote vil en 1570 en los calabozos del castillo de Simancas, dos años después de la muerte del príncipe. Lo cierto fue que Felipe II, puesto al corriente de la intención de su hijo de marchar a Flandes sin solicitar su permiso y probablemente alarmado ante los desaguisados que pudiera organizar allí, se presentó súbitamente en sus habitaciones la noche del 18 de enero de 1568, acompañado por el Consejo de
Estado en pleno,[110] le hizo entregar su espada y, poniéndole guardia permanente y un carcelero que no se separaría de él ni un instante —cargo que recayó precisamente en Ruy Gómez, su consejero de máxima confianza—, le ordenó que no saliera bajo ningún motivo de aquellas estancias. Y cuando el príncipe, temeroso por su vida, le preguntó a su padre qué pensaba hacer con él, el rey le dijo solamente que no temiera, que todo cuanto hacía era por su bien. En los días siguientes, Felipe II se preocupó por mandar cartas a todos sus parientes, incluido el emperador, así como a todos los embajadores que tenía repartidos por el extranjero y a todas las
cortes de Europa, dando cuenta cabal y profundamente meditada de los motivos que le habían obligado a tomar aquella decisión, aunque sin especificar nunca sus intenciones respecto al futuro que reservaba al hijo prisionero. Con ello se quiso adelantar a los rumores que, sin duda, ya sabía que habrían de surgir con respecto a su actitud. Entre aquella fecha y el 25 de julio siguiente, día de Santiago, don Carlos permaneció encerrado a la fuerza en sus habitaciones, sin poder salir de ellas ni para cualquier urgencia fisiológica y con las visitas tan restringidas que ni siquiera su madrastra pudo acudir a consolarle. El príncipe se desesperó. Y
expresó su desesperación cometiendo todo tipo de locuras. Lo mismo comía hasta hartarse como se sometía a ayunos gratuitos y extremos. Trataba a sus carceleros con toda soberbia y entretenía sus ocios haciendo listas interminables en las que nombraba en un lado a sus enemigos por riguroso orden de preferencias (el rey su padre ocupaba siempre el primer lugar) y en otro a sus amigos, cuyo primer nombre era siempre el de la reina Isabel, su madrastra. Durante todo el tiempo evitó cuanto pudo la higiene y, según dicen, su locura se desató en actos que le fueron quebrando la salud hasta poner en peligro su vida muy seriamente.
Acudieron a su cabecera médicos que ni siquiera, según dicen, pudieron administrarle remedios que se negaba a tomar, hasta el punto de que pusieron en conocimiento del rey que la vida del príncipe se escapaba sin paliativos posibles. El rey no hizo absolutamente nada para remediar aquella situación, aunque es cierto que, durante todo aquel tiempo, no se movió ni un solo día de la corte, ni siquiera para visitar las obras de El Escorial. Simplemente, esperaba a que el cielo juzgase y decidiese. Y para acelerar aquel juicio, pidió a todos los conventos de España que se elevaran oraciones para que el Sumo Hacedor le inspirase sobre una decisión que tenía
que tomar. Luego, en aquella fecha precisa de la festividad de Santiago Apóstol murió don Carlos, como algo ya esperado y previsto, e inmediatamente surgieron los rumores de que había sido envenenado por orden del rey. Fue enterrado en Santo Domingo el Real, a la espera de poder trasladar su cuerpo al panteón escurialense, aún ni siquiera comenzado. Y a la reina Isabel, que falleció a finales de aquel mismo año, le improvisaron también una tumba en las Descalzas Reales de la capital del reino. Al margen de documentos y de todo tipo de pruebas, de fidelidades ideológicas o de sospechas, todo el contexto de este suceso merece una
reflexión sobre cuáles serían las intenciones reales de Felipe II respecto a su hijo. Se ha hablado[111] de un conflicto generacional que pondría en paralelo este fragmento de la historia con otros parecidos, como el que enfrentó a Luis XI de Francia con su padre o con la orden de prisión dictada por Federico Guillermo II de Prusia contra su hijo, el futuro Federico el Grande. Que tal conflicto existió en el entorno de Felipe II puede ser cierto, pero no cubriría más que una parte sectorial del problema. Don Carlos quería responsabilidades de poder y su padre consideró que no había llegado el momento de concedérselas o que el
príncipe sería incapaz de asumirlas. Por otra parte, la inestabilidad mental y anímica de don Carlos era evidente y su padre, por mucho que amase a su hijo, tenía que reconocerla y tendría que plantearse hasta qué punto podía permitirse el lujo de confiar su herencia y su soberanía a un incapaz. ¿En qué pensaba? ¿En mantener preso a su hijo hasta que, con su muerte, le llegase la hora de sucederle? Y, suponiendo que fuera así, ¿qué ocurriría luego? Porque lo absurdo habría sido pensar que Felipe II hubiera dejado el futuro en manos de la Providencia, tratándose no sólo de su primogénito, sino de su único hijo varón en aquel momento.
Ciertamente, se sabe que el rey fue siempre un recalcitrante indeciso; que, muchas veces, sus silencios y su falta de empuje a la hora de elegir una alternativa entre diversas opciones se debieron a su propia inseguridad, lo mismo que su costumbre de requerir la opinión de sus consejeros y secretarios de confianza ante de decidirse por cualquier solución a los problemas, aunque su decisión no coincidiera luego con nada de cuanto le hubieran sugerido. Todavía, en este caso, era más arriesgado recurrir a otro heredero estando vivo el único natural y reconocido que tenía. Y en las hijas no podía pensar mientras hubiera un
descendiente varón. Los historiadores, tanto los que investigaron en pro o en contra del llamado Rey Prudente, no han logrado resol ver este instante de historia-ficción que planteaba el conflicto entre el rey y el príncipe don Carlos. Por eso lo han soslayado ateniéndose a lo que cabía interpretar a partir de los documentos existentes e incluso sin tener en cuenta que el mismo Felipe II, una vez muerto el príncipe don Carlos, ordenó destruir todos los papeles de la instrucción procesal que ya había mandado emprender contra su hijo. Pero habría que reconocer también que ciertas cuestiones no podían en modo alguno figurar en ningún archivo,
porque formaban parte de la más profunda intimidad del monarca, de esas reflexiones que nunca son pasadas a limpio. Sólo cabe pensar: ¿Pudo el rey hacer matar a su propio hijo? y la única respuesta posible nos dice siempre: sí. Esa posibilidad, efectivamente, existía. Pero sigamos reflexionando. Recordemos cómo en muchos pueblos de cultura tradicional en el entorno mediterráneo y asiático existió en tiempos remotos la costumbre del sacrificio del primogénito como ofrenda a! dios de turno y como condición indispensable para invocar la buena suerte para el reino o para la familia. Se trataba de un rito propiciatorio paralelo
al que establecía la muerte del rey viejo para favorecer las cosechas nuevas. Incluso en la Biblia se nos cuenta el sacrificio de Isaac, impedido in extremis por el mismo Yavé que lo había solicitado; como ejemplo tenemos las inmolaciones sagradas del primogénito que tenían lugar entre los púnicos y que persistieron durante largo tiempo en la tradición de otros pueblos de cultura analógica. El sacrificio propiciatorio era condición indispensable para que las cosas volvieran a sus cauces, para soslayar las amenazas que se pudieran cernir sobre el Estado, para garantizar la victoria sobre los enemigos y para hacer posible
la buena marcha del pueblo. Y el soberano se plegaba a él, del mismo modo que, a través de otras tradiciones, se convertía él mismo en víctima propiciatoria cuando alcanzaba una determinada edad y tenía que ser sustituido.[112] La muerte del hijo en sacrificio inmolatorio era un rito conocido de muchos y, aunque ya no se practicase, persistía su recuerdo y, sobre todo, los motivos trascendentes que lo reclamaron in illo tempore para asegurar la buena marcha de los asuntos que afectaban al país o para detener los males que lo amenazaban. ¿Cuál era la situación del reino en aquellos años a finales de la década de
los sesenta del siglo XVI Bastante desesperada. Se unía una precaria situación económica que amenazaba con detener las obras de El Escorial[113] con las graves conspiraciones de Tremelius y con la rebelión abierta en los Países Bajos, exasperados sus dirigentes con la política represiva del duque de Alba. Al mismo tiempo, los ataques turcos se multiplicaban en las costas españolas y, animados por la situación, se rebelaban violentamente los moriscos de las Alpujarras granadinas contra la puesta en marcha del viejo edicto de Carlos V, que prohibía la lengua, las costumbres e incluso la ropa tradicional de los descendientes de los musulmanes
andaluces, provocando una de las guerras interiores más terribles sufridas por España;[114] guerra que sólo se resolvió gracias al genio militar de don Juan de Austria, convertido de la noche a la mañana, gracias a ella, en nuevo y flamante paladín del reino. Todos los países pasan en determinados momentos por crisis más o menos graves, para cuya solución sus gobernantes recurren a menudo a soluciones analógicas, equivalentes, en el fondo, a las que provocan las rogativas a los santos en tiempos de sequía. En este caso, como i es natural, no podemos en absoluto asegurar que sucediera de este modo y que Felipe II
pudiera ver en el sacrificio del hijo — directo o permitido— una especie de rito propiciatorio para mejorar una situación límite, pero sí podemos comprobar, como incierta sospecha de la persistencia de aquellos remotos rituales, que en el mismo siglo XVI se produjeron al menos dos episodios paralelos en el Viejo Mundo. En 1553, Solimán el Magnífico, soberano de los turcos en plena expansión y que amenazaba la integridad de Europa, había hecho matar a su hijo primogénito y heredero Mustafá, aparentemente empujado por la envidia hacia él de la esposa rusa del Sultán, Roxelana, que ambicionaba para sus
propios hijos, Sehm, Bayaceto y Cihangir, que se convertirían en herederos conjuntos de Solimán a la muerte de éste en 1563, con el consiguiente desastre para el Estado.[115] Mucho después, pero dentro del mismo siglo, en 1581, Iván el Terrible, zar de todas las Rusias, mató por su propia mano a su primogénito el zarevich Iván, su heredero. Las versiones sobre esta muerte varían, lo que suscita sospechas sobre su auténtica causa. Unos se inclinan por un ataque de ira del terrible zar, que atacó a su hijo cuando éste quiso defender a su esposa de las agresiones a las que la estaba sometiendo su suegro. Otros prefieren
dar a aquel asesinato un sentido político y lo atribuyen a las iras que despertó en el zar la marcha del príncipe a defender la ciudad de Pskov, atacada por los polacos, cuando su propio padre la había abandonado a su suerte y no le había concedido permiso para proceder como lo hizo. El asesinato tuvo lugar en el monasterio de Alexandrovsk, que Iván el Terrible utilizaba como residencia durante sus campañas de invierno.[116] Iván el Terrible, que era la imagen del mismo Dios para sus boyardos, sobrevivió tres años a aquel asesinato, que se vio arropado en su significado simbólico por insólitas y muy curiosas manifestaciones celestes, tales como
cometas y lluvias extrañas, a las que toda Rusia dio interpretaciones mágicas relacionadas con la muerte del príncipe Iván. En una primera aproximación, resulta curiosa la coincidencia, pues en los tres casos, además, surgen rasgos paralelos inquietantes y significativos. Los tres príncipes se plantearon la posibilidad de suplantar prematuramente a su padre en las tareas de gobierno. Igualmente, la historia o la leyenda, también en los tres casos, asocia estas muertes con personajes femeninos que, en todos los casos, resulta ser la madrastra del príncipe muerto. Y, del mismo modo que, como hemos apuntado,
Felipe II solicitó de los conventos y monasterios que se rezase para que Dios le iluminase en sus decisiones —fueran las que fueran—, Solimán reclamó públicamente la intercesión divina antes de llegar al acto violento al que recurrió. Y, como para probar analógicamente la eficacia del rito, también en los tres casos sucedió a éste un período de relativo sosiego o de buena suerte, más que probablemente cíclica. En el caso de España, se remató victoriosamente la guerra de Granada y se evitaron momentáneamente los peligros de rebelión en Flandes, haciendo justicia con los presuntos enemigos del Estado —Montigny, Horn,
Egmont (1568, 1572)—, Felipe II contrajo matrimonio con Aria de Austria, que le daría su heredero definitivo, se alcanzó la más ruidosa victoria sobre el Turco —Lepanto, 1571 — y se impulsaron con renovadas aportaciones económicas las obras del monasterio de El Escorial. De las actitudes de Felipe II cabe destacar su conducta poco apasionada frente a los más insignes hechos, desde el punto de vista de su época y gobierno. Felipe II parecía conducirse como llevado por acontecimientos distintos a los que vivían sus coetáneos súbditos. A este respecto, el padre Sigüenza nos cuenta[117] que el rey se encontraba
precisamente en el monasterio en obras, celebrando la Semana Santa junto a los frailes, cuando llegó un correo de don Juan de Austria con la noticia de la victoria de Lepanto, que le comunicaron mientras asistía a los oficios. «No hizo el magnánimo príncipe mudanza ni sentimiento, gran privilegio de la Casa de Austria, entre otros, no perder por ningún suceso la serenidad del rostro ni la gravedad del Imperio. Acabadas las Vísperas, llamó al prior fray Hernando y mandó que dijesen Te Deum Laudamus en hacimiento de gracias, con las oraciones que la Iglesia tiene para eso; fuele a besar la mano luego el prior y darle la
enhorabuena por parte del convento; recibióla con alegre rostro y fuese a su aposento». Pudo ser, como dice Sigüenza, actitud propia de la Casa de Austria, pero en cualquier caso resulta insólita la reacción del monarca que, tal como la narra el fraile jerónimo, da la sensación de que recibía una noticia ya esperada. Por otra parte, habría que recordar que, cuando diecisiete años después, y también en el Escorial, le comunicaron el desastre de la Invencible, que en cierto modo venía a compensar con su terrible tragedia la gloria de Lepanto, es fama que se mostró igualmente imperturbable ante la noticia. Dijo
aquello de «yo la mandaba contra los hombres, no contra vientos y huracanes» y según nos narra Walsh, [118] «envió la noticia de lo sucedido a todas las iglesias y monasterios del reino, y les mandó que dieran gracias a Dios por la derrota de la Armada. Puesto que Dios había ordenado lo que había ocurrido; puesto que sus fines eran inescrutables a los hombres, pero necesariamente buenos por ser suyos, sería lo que había pasado lo que más convenía a su gloria y al bien de las almas. El desastre, por tanto, no era motivo de lamentaciones, sino de regocijo».
8 El mago Herrera, un personaje sospechosamente equívoco Cualquier historia que consultemos nos dirá que El Escorial fue proyectado por Juan Bautista de Toledo, quien trazó sus planos y estableció su traza sobre el
terreno en el que se asentaría. Este arquitecto, que fue ayudante del gran Miguel Ángel en sus obras vaticanas, había ya dado muestras de su maestría proyectando importan tes reformas urbanísticas en Nápoles —una de cuyas calles llevó su nombre: la Strada di Toledo—, y construyendo en aquella ciudad el palacio Puzzuolo, el castillo de san Erasmo y la Iglesia de Santiago. Cuando Felipe II le ofreció el cargo de Maestro Mayor de Obras Reales (1559) llevaba consigo como ayudante a Juan de Herrera y, con él a su lado, comenzó su labor oficial realizando algunas reformas en el Alcázar real de Madrid. Amplió luego unas galerías del palacete
de El Pardo y construyó una nueva casa para el rey en Aranjuez, además de proyectar la fachada de las Descalzas Reales y reformar las habitaciones destinadas al monarca en el convento madrileño de San Jerónimo. El trabajo continuado y a largo plazo que suponía el proyecto inmediato de la construcción de El Escorial obligó a Toledo a mandar llamar a su familia, que se encontraba aún en Italia. Pero una terrible tormenta que se desató durante el viaje terminó con todos ellos, su esposa incluida, dejando al arquitecto totalmente solo para el resto de su vida y, al parecer, inmerso desde entonces en una actitud casi patológicamente mística.
Al plantearse en firme la construcción de El Escorial, y decidido el lugar exacto de su emplazamiento (1561), Juan Bautista de Toledo trazó los planos de la futura obra en íntima y directa colaboración con el rey, estaqueó el terreno (1563) y dirigió todos los trabajos hasta su muerte, que tuvo lugar el 19 de mayo de 1567, al cabo del cuarto año de haber emprendido el alzado de la construcción. A partir de ese momento, Juan de Herrera se responsabilizaría del buen fin de las obras con la aquiescencia de Felipe II. Les daría su aire definitivo e iría transformando la estructura definitiva del monasterio
hasta darle su aspecto actual, logrando así convertirse en el hito más firme y emblemático de la arquitectura española de su tiempo, en el artista creador de un estilo que llevó su nombre —el herreriano— y en el constructor, supervisor o proyectista de toda una serie de edificios y lugares públicos que marcan el apogeo de la arquitectura y del urbanismo español del siglo XVI. Pero detengámonos a pensar: ¿Es absolutamente justificada toda esta. gloria? O, mejor dicho: ¿Debe sólo su fama Juan de Herrera a sus extraordinarias dotes como arquitecto, o acaso la adquirió por otros caminos tal vez más tortuosos, que pueden haber
permanecido ignorados por la mayor parte de los estudiosos que han investigado aquel momento de la historia? Creo que hay motivos para plantearse, cuando menos, ciertas dudas razonables en este sentido, aunque soy consciente de que, exponiéndolas, tendremos que enfrentarnos a certezas ya oficializadas, firmemente establecidas y difíciles de alterar. Por lo demás, no haré más que apuntar sugerencias y sembrar inquietudes que, lo sé muy bien, cualquier estudioso de aquella época se considerará totalmente autorizado para refutarlas y contradecirlas. Y hasta cabe que con razón. Vamos a repasar brevemente la
biografía resumida del que hemos considerado como el emblemático maestro constructor del más importante monumento arquitectónico español de su tiempo. Nieto del señor de la casa solariega de Maliaño, en Cantabria, Juan de Herrera fue hijo de Pedro Gutiérrez de Maliaño y de su mujer María Gutiérrez de la Vega. Nació -ni siquiera sabemos la fecha exacta— en torno a 1530 en la aldea de Mobellán, perteneciente al Concejo montañés de Roiz, en el valle de Valdáliga[119]. Sólo contó con la herencia directa de sus padres, relativamente escasa para las aspiraciones que podía albergar un
hidalgo de su tiempo. Se supone que aprendió sus primeras letras con algún cura rural y debió de adivinar muy pronto que cualquier mejora en su situación económica tendría que buscársela con su propio esfuerzo en medio de la sociedad en la que vivía. Así entró, seguramente a los 17 años, hacia 1547, a servir al príncipe heredero Felipe en Valladolid, como el mismo Herrera contó en el Memorial en el que exponía muchos años después sus méritos al rey para solicitarle mercedes supletorias. En 1548 marchó con él a Flandes, donde el príncipe iba a ser reconocido como heredero de la Corona y donde permaneció durante tres años.
[120]
Dicen sus biógrafos, probablemente deseosos de encontrar las fuentes de su presunta sabiduría como arquitecto, que en aquellos años flamencos tuvo la oportunidad de admirar arcos triunfales, obras de arte exquisitas y monumentos grandiosos de su tiempo y de épocas pasadas, que despertarían su curiosidad, su interés y su sensibilidad artística. En cualquier caso, regresó a España a mediados de 1551 y permaneció en la corte de Valladolid hasta 1553, hasta el momento) en que su espíritu aventurero le hizo enrolarse como soldado para ir a Italia a las órdenes del capitán Medinilla y cumplir su servicio en aquella península y en Flandes durante
al menos un año, al cabo del cual regresó de nuevo a España y entró a servir en la guardia del emperador Carlos V. Con él emprendió un nuevo viaje a Bruselas (está allí en 1556) y parece ser que entonces trabó amistad con el ingenioso constructor Juanelo Turriano, que muchos consideraban come) un auténtico mago y que fue el artífice, entre otras obras, del mecanismo que aún lleva su nombre y que permitió la subida de las aguas del Tajo a la ciudad de Toledo. Herrera tenía por entonces 26 años, y parece que era la primera vez que se enfrentaba al mundo de la arquitectura, aunque no precisamente trabajando a pie de obra,
sino seguramente teorizando junto a otros constructores de su tiempo. Tres años después le encontramos en Roma, al parecer sirviendo de ayudante a Juan Bautista de Toledo, que hacía funciones parecidas a las de aparejador en la obra de San Pedro del Vaticano, dirigida por Miguel Ángel. Pero ni aun esto podemos considerarlo como un hecho absolutamente cierto, pues se afirma también —y no hay, al parecer, documento que lo aclare definitivamente —, que formó parte del séquito que acompañó al emperador Carlos V en Yuste y que su primer contacto con el maestro Toledo tuvo lugar encontrándose éste ya en España. Sería
entonces cuando, contratado Toledo por Felipe II, entraña a formar parte de su equipo como ayudante, y cuando el rey le haría merced de «cien ducados de entretenimiento», como él mismo dice en el ya citado Memorial. De aquel tiempo apenas sabemos de Herrera otra cosa que su labor como fino dibujante de las figuras astronómicas del Libro de las Armellas, «que terminó al año siguiente»[121] y que era un tratado de astrología escrito por Alfonso el Sabio y destinado por el rey a la educación del príncipe don Carlos (1561). Por su parte, el padre Sigüenza apenas le cita en todo este tiempo a lo largo de su minuciosa crónica de la
construcción del Monasterio y sólo menciona de manera especial que fue el redactor del breve texto que figuraba grabado en la primera piedra de la obra, colocada en 1563, de la que el mismo Herrera confirma que «yo escrebí de mi mano». Por no citarle —cosa harto extraña en un cronista tan cuidadoso como el padre Sigüenza—, ni siquiera alude a un acontecimiento tan señero como la muerte de Juan Bautista de Toledo en 1567 y a su sustitución por su ayudante Juan de Herrera por orden expresa del rey, que sólo dos años después de aquel suceso (1569) le habría de conceder el extraño cargo de ayuda de la furriera, con un sueldo que
alcanzaba ya los 400 ducados anuales. Herrera, pues, ni siquiera llegó a ostentar nunca el cargo de Maestro de Obras Reales que tuvo su antecesor; sólo, y esto desde 1579, el de Aposentador Real que conservaría hasta su muerte y que abarcaba funciones muy diversas y no todas ellas afines al oficio de la arquitectura. Ciertamente, se le concedió un aposento en la villa de El Escorial y se le encomendó cuidar de la buena marcha de las obras y del trazado de diversos planos, pero eso no le impidió acompañar al monarca en varios de sus viajes, como el que realizó a Sevilla en 1570, ni emprender otros proyectos arquitectónicos que tendrían
que haberle apartado del principal, como el diseño de la casa madrileña de Jacome da Trezzo en 1571,[122] o el trazado de la Lonja de Sevilla (1572). Durante este tiempo se realizaron reformas importantes en el monasterio que no figuraban en el trazado original de Toledo, tales como el añadido de un piso a toda la construcción para dar cabida al incremento del número de frailes y de funciones que el rey quería que asumiera la obra. Pero los testimonios de los cronistas, y sobre todo el del mismo padre Sigüenza, parecen descubrirnos que esa misma idea, que revolucionaba el proyecto y que, además, añadía grandiosidad al
conjunto, no había nacido de Herrera, ni siquiera de Juan Bautista de Toledo, sino del humilde lego fray Antonio de Villacastín, que sólo tenía atributos oficiales como Obrero Mayor, algo así como responsable de la buena marcha del colectivo de canteros, albañiles y carpinteros contratados para aquella obra.[123] Aquellos tiempos constituyen un momento delicado para la continuidad de la obra de El Escorial. Sucesivos acontecimientos y dificultades la retrasan, hasta el punto de que el monarca llega a temer que no verá terminado aquel monumento al que está dedicando todas sus ilusiones. De este
tiempo data otra de las pocas referencias que las crónicas dedican a Herrera: precisamente su empeño en que el desbastado de los bloques de piedra se realizara en el cantera y no a pie de obra. Esta idea, puesta en un principio en cuarentena por el mismo Felipe II, se basaba en la merma de peso que experimenta rían los bloques de piedra ya desbastados a la hora de su traslado al lugar donde tenían que colocarse, pero también en el denodado empeño de Herrera de que las faenas de la construcción se llevasen a cabo en silencio, porque aseguraba que el edificio necesitaba levantarse en paz y sosiego, sin la tensión añadida del
machacón golpeteo de los malletes sobre los bloques de granito al ser labrados allí mismo. En cualquier caso, tenemos que reconocer que, tuviera o no razón, aquella idea nada tenía que ver con las presuntas dotes de Herrera como arquitecto y director de obras. Como poco tenían que ver los diversos artilugios y grúas que inventó para hacer más fácil el traslado y elevación de los bloques de piedra a su asentamiento definitivo. Por no saber, ni siquiera podemos estar seguros de su justo conocimiento del coste final de las obras del Monasterio. Hay testimonio de que, en 1577, Felipe II, temeroso de no contar
con dineros suficientes para rematarlas, pidió por separado a Herrera y a fray Antonio de Villacastín que le hicieran un presupuesto de lo que quedaba por pagar hasta que el monumento estuviera terminado. Según parece, Herrera sacó una suma de un millón y medio de ducados, mientras que al lego jerónimo le cuadraban las cuentas con sólo seiscientos mil. Ignoramos a cuál de los dos hizo caso el rey, pero, a la vista de los cálculos posteriores, parece ser que la cifra calculada por Villacastín se aproximaba mucho más al resultado final que la que estableció Juan de Herrera.[124] Lo cierto es que, fuera por causa de
la falta de dinero o por cualquier otra, el ritmo de la construcción comenzó a retrasarse peligrosamente, confirmando los temores del rey de no ver su magno proyecto terminado en vida. Se plantearon entonces las posibilidades que existían de acelerar la obra. Y, curiosamente, parece ser que fue de nuevo el lego Villacastín (y no el maestro Herrera) quien dio con una posible solución: dividir la superficie del templo en diez destajos y convocar un concurso de maestros canteros para elegir entre ellos a los que, con sus correspondientes cuadrillas, se harían cargo de cada uno de los sectores en que se había distribuido el alzado de la
iglesia. Se cobraría el trabajo por obra realizada en lugar de por jornadas de trabajo. La opinión del presunto director de obras no se especifica en ningún momento, si es que la expresó, pero lo cierto es que el ritmo se aceleró de manera espectacular, hasta el punto de que, en un año, se había realizado el trabajo que se había calculado en cinco. Curiosamente, entre los maestros canteros que se hicieron cargo de aquellos destajos aparecen varios procedentes de la comarca de la Trasmiera montañesa: García Alvarado, Juan de las Heras, Bartolomé de la Pedraja y Diego de Matienzo entre otros. Allí, en aquella comarca, muy
cerca del lugar de nacimiento del mismo Herrera, existía, desde muchos siglos atrás, una tradición canteril firmemente asentada en diversas logias que trabajaron en los rincones más apartados de la Península y que tenían como lugar señero y sagrado de sus reuniones francmasónicas la pequeña iglesia aún en pie de Santa María de Bareyo, a medio camino entre Santander y Laredo. Se dice de ellos[125] que, todavía de aprendices, «cuando salían de esta tierra hacia Castilla, aun no llevando completa la corteza, habían tenido un gran contacto con la naturaleza. Habían comprobado que la madera verde pesa más que la seca. Conocían
por el rumor lejano si el río traía crecida. Distinguían a los árboles, tanto por el fruto como por su corteza. Sabían que nunca pájaro bueno anida en árbol malo y que el que canta bien siempre canta solo y que el anuncio de la tormenta era el aselarse las aves y un silencio absoluto». No sé si el autor de estas líneas se dio cuenta al escribirlas, pero en ellas está contenido mucho de lo que significaron y expresaron las logias de constructores que venían creciendo desde la gran época del gótico: el contacto directo e inmediato con el mundo de la Gran Madre: Gaia,[126] y la utilización de aquel secreto lenguaje de los pájaros
con el que se transmitían sus saberes unos a otros y que, en el caso concreto de los canteros trasmeranos, fue la enrevesada lengua gremial llamada la Pantoja, la que denominaba Buji al arquitecto constructor a cuyas órdenes tenían que ponerse a trabajar en cuerpo y en alma para levantar la Casa de Dios. Al filo de estas consideraciones, surge una pregunta que tal vez nos tendríamos que haber planteado anteriormente: ¿cómo cabe pensar que, habiendo sido Herrera vecino natural de aquellos canteros, no fundamentase su querencia por la arquitectura sobre el trabajo de aquellos hombres, muchos de los cuales llegaron a ser puntales de la
construcción de su tiempo, como Rodrigo Gil de Hontañón o Bartolomé Bustamante, el artífice del hospital toledano de Tavera? Y, como consecuencia de ésta, otra que enlaza directamente con el trabajo de Herrera en el monasterio: ¿hasta qué punto podemos pensar que aquellos canteros montañeses no acudieron allí por su intermediación y le apoyaron a la hora de resolver sus problemas, tanto técnicos como laborales? Pues es el caso que, repasando una y otra vez la historia de la construcción de El Escorial en las vicisitudes protagonizadas por los canteros, jamás aparece el nombre de Juan de Herrera
relacionado con ellos, antes bien —una vez más— con aquel lego fray Antonio de Villacastín, que fue siempre, al parecer, el encargado directo de resolver sus problemas y de salir valedor de sus reivindicaciones; al menos, eso se desprende de lo que escribió Sigüenza. Sólo tenemos constancia de que uno de aquellos aparejadores trasmeranos, Juan de Mijares, que había trabajado con Bustamante en Toledo, trajo de Sevilla un caballo para Juan de Herrera, que él mismo dice en su testamento «que lo compró por mi orden». De lo que fue —o debió ser— la labor de Herrera en la obra general de
El Escorial nos da cuenta él mismo, casi ingenuamente:[127] «Habiendo muerto Juan Baptista de Toledo y no dejando declaración ni traza de los tejados de los cuartos de San Lorenzo, y habiéndose mandado hacer a Gaspar de la Vega un modelo de los dichos tejados, costosísimos de hacer y de sustentar yo di orden y forma para los hacer con la menos costa posible y con que el edificio quedase más hermoso y provechoso; y en que se ahorraron pasados de doscientos mil ducados». Es decir que, si el mismo autor no se engaña a sí mismo ni trata de engañar al monarca —y no parece que sea ésa su intención— su labor se limitó, en
aquella ocasión como en muchas otras, a corregir una traza costosa para hacerla más asequible a los gastos que el rey podía permitirse dilapidar para rematar su magna obra. Lo mismo proclama que hizo con la obra del templo y en el resto de sus trabajos escurialenses, donde «en la fábrica de San Lorenzo y en las demás de S.M. he procurado siempre buscar medios como se hagan más perfectamente y a menos costa, como es sabido de todos». Y sigue dando cuenta no sólo de algunas de las obras de las que fue autor y de las que afirma que, sin su intervención, habrían sido mucho más costosas de lo que fueron, sino de otros trabajos, corno los dedicados a la
Náutica: la «invención de nuevos instrumentos que he dado para la Navegación, en especial la de las longitudines, cosa tan deseada y buscada en tantos siglos y de tanto provecho para las navegaciones del Este a Oeste, y que sin duda alguna, aunque hubieran dado por el invento dos mil ducados de renta perpetua, no se pagaban». La sorpresa —o su confirmación— sigue cuando vemos, a través de la copiosa documentación conservada, que, en buena parte de las obras que se le atribuyen, Herrera se limitó a corregir planos previamente trazados por otros o a trazar proyectos de los que, con toda
probabilidad, dejó de cuidarse una vez entregados para su realización, o bien se cuidó de ellos de lejos y por escrito — como hizo en los arreglos realizados en el castillo de Simancas—, sin intervenir directamente a pie de obra. Es decir, que cumplía fielmente con su labor de Aposentador Real, mientras dejaba de lado aquella otra por la que ha alcanzado la fama a través de los siglos: la de arquitecto ge nial que hoy se le atribuye casi universalmente.[128] Excepciones pudieron ser, en este sentido, la obra del puente de Galapagar sobre el río Guadarrama, la del de Segovia en Madrid y la Fuente Grande de Ocaña. Pero se trata de obras que,
por su naturaleza, sobrepasaban los límites estrictos de la arquitectura para convertir sospechosamente a su autor en presunto iniciado en otros saberes. Pues el puente, según la Tradición, convertía a quien lo construía en pontífice —la prueba crucial de los maestros constructores medievales— y la fuente se concibió, más que como tal, como un extraño y esotérico templo en homenaje a las aguas sagradas, como puede comprobar cualquiera que se acerque a admirarla. Las demás obras —al menos la mayor parte de aquellas en las que intervino— se cuentan por decenas, pero muy pocas recibieron el honor de ser suyas desde la primera traza a la última
piedra y sí, en su mayor parte, obras en las que puso su impronta o, simplemente, firmó en su oscura calidad de Aposentador Real. Pues Felipe II, según los papeles que se conservan, remitía a Herrera todas las obras que debían cumplir los trámites de su aprobación. Todas estas circunstancias, más algunas no menos importantes que seguramente me he dejado entre las notas, nos conducen a la sospecha de que, sin duda y en muchos sentidos, Juan de Herrera fije un personaje singular, aunque bastante lejano del sentido que se le ha adjudicado por parte de la investigación académica. A poco que
rastreemos en la circunstancia herreriana más profunda, bien a través de la lectura de su Discurso sobre la figura cúbica,[129] bien revisando el catálogo de su biblioteca, nos percatamos de que fue, como el mismo monarca al que sirvió, un ferviente seguidor de las ideas de Ramón Llull; también un apasionado de la Alquimia y de las doctrinas ocultistas, tal y como destaca Francis A. Yates,[130] que compara su personalidad y su ideario con los de John Dee, uno de los más preclaros exponentes del esoterismo renacentista y uno de los magos más célebres de su época. En ambos personajes destacó su pasión por las
matemáticas consideradas como camino —luliano— de entender la esencia divina.[131] En notoria también su tendencia a los estudios geográficos y náuticos, que le llevó a idear varios instrumentos de navegación, muchos de los cuales figuran en el inventario que se hizo de sus pertenencias después de su muerte; curiosamente, la misma tendencia que mostró también en su quehacer el beato mallorquín. Igualmente destaca su pasión por la astronomía, por el hermetismo y por la astrología —de la que Felipe II también demostró con creces ser un ferviente seguidor— y su tendencia innata a profundizar en los misterios que
superaban los límites admitidos por la razón. Era aquél un momento, único en la historia de la humanidad, en el que ciencia y saberes tradicionales se unieron como nunca volverían a hacerlo, convirtiéndose en objeto de búsqueda e investigación por parte de hombres que vieron la posibilidad de abordar el conocimiento más allá de los límites que habría de imponer el exacerbado racionalismo de los siglos posteriores. El hermetismo y las matemáticas se conjugaban armónicamente en la investigación científica. Y las ciencias que hoy consideramos como marginales, esas que difícilmente podrían admitir en
nuestros días los saberes académicos como objeto de estudio, eran abordadas con toda naturalidad por los más eminentes representantes de un conocimiento que se consideraba minoritario y restringido, pero perfectamente compatible, y aun imprescindible, con la investigación rigurosa de los fenómenos naturales. Era el tiempo de Enrique Cornelio Agrippa[132] y de aquel John Dee, que, al servicio de la corona inglesa, conjugó la ciencia con la astrología. Y el tiempo del mismo Isaac Newton, que consagró a la Alquimia tanto tiempo como a la investigación de los fenómenos físicos que le convirtieron en padre de la
ciencia moderna. Para tales buscadores, las raíces de todos estos conocimientos concretos se encontraban en el Conocimiento absoluto, es decir, en la base misma de lo Sagrado. Y éstos a su vez, más que simples perseguidores del Saber total, pues lo eran por igual de lo numinoso y de lo profano, trataban de partir de tales disciplinas ancestrales para alcanzar un conocimiento total del mundo y, a través suyo, de la esencia de la presunta Divinidad que todo lo había creado. Ésta y no otra fue la base del Arte de Ramón Llull. Y por eso precisamente, a pesar del anatema al que lo sometió la Iglesia a través del inquisidor dominico
Nicolau Aymerich y de sus fanáticos seguidores, su doctrina de la búsqueda de lo sagrado mediante la indagación en la armonía y en la perfecta coordinación de todo lo existente, atrajo de manera muy especial a los científicos y a los filósofos renacentistas. Muchos de ellos vieron en el lulismo la respuesta a sus inquietudes y, más que una posible doctrina, siguieron el método perfectamente estructurado por el sabio mallorquín, sobre el que cabía iniciar cualquier trabajo de profundización holística en la Realidad. Se trataba de un método minucioso y repleto de rigor que la Iglesia misma aborrecía porque, a través de su minuciosidad estructural,
ponía en evidencia la fragilidad de unas doctrinas teológicas y doctrinales basadas en el mantenimiento a ultranza de la ignorancia de la feligresía. Esta tendencia a arañar la esencia de lo trascendente mediante el estudio de los saberes tradicionales está presente en Herrera y puede detectarse a lo largo de toda su singladura vital, incluso —y principalmente— repasando su Discurso de la Figura Cúbica, de cuyo original existen dos copias en la Biblioteca de El Escorial y una tercera —la que en su día transcribió y comentó Jovellanos— en la isla de Mallorca. En este texto, una de cuyas copias escurialenses aparece firmada (y no
barrunto muy clara la razón) por Juan Bautista de Toledo, Herrera tomó al pie de la letra el método luliano de trabajo y, a su través, tras definir esta figura según la más pura doctrina euclidiana, escurrió hasta las heces los significados del Cubo en tanto que representación superior de la naturaleza, justificando así el tradicional simbolismo ocultista y hermético, el mismo simbolismo que adjudica a la Divinidad la forma ideal representada por la Esfera, y utiliza la figura del cubo —la piedra cúbica, el más perfecto de los cuerpos geométricos — para representar en ella a la naturaleza conformadora de todo lo que es susceptible de ser captado por los
sentidos y todo cuanto es consecuencia inmediata de la Creación. Pues el tal cubo es definido como producto matemático de tres cifras iguales que, en las medidas de lo Infinito, vienen a representar las tres Personas de la divina Trinidad. Y a partir de este principio, todo conocimiento superior puede ser definido como proyección de la piedra/tierra cúbica, que es reflejo de la mente y de la naturaleza divina del Creador. En cierto sentido, y con toda la complejidad ideológica con que Herrera desarrolla este principio, se desvela en su Discurso una sublimación metodológica del Arte de Llull, muy
propia del mundo esquemático del matemático no habituado a andarse por las ramas del filosofar y sí tendente, sin embargo, a expresar su idea por los caminos más directos. Y ello aunque tales caminos supongan los más graves esfuerzos de quienes los siguen. Tampoco veo muy lejana a esta doctrina la afición que es notorio que tuvo Herrera por la búsqueda de tesoros escondidos. La tradición hispana fue siempre proclive a este tipo de leyendas y anécdotas populares, pero, más allá de éstas, y formando parte oculta de ellas, es indudable que la supuesta presencia de tesoros en lugares recónditos suponía también, en muchos casos, la presencia
en dichos enclaves de signos de reconocimiento de su naturaleza en tanto que lugares de poder, es decir, rincones de la tierra donde se acumulan cierto tipo de energías que propician la aparición de estados superiores de conciencia por parte de quienes se encuentran en su radio de acción. Ya, en el trabajo de búsqueda del lugar idóneo para levantar el Monasterio de El Escorial, hubo, como vimos en su momento, una intención muy determinada que investigaron los sabios que Felipe II ordenó que acompañaran en aquellas pesquisas a los médicos, geógrafos y arquitectos que buscaban el emplazamiento idóneo y definitivo del
futuro monasterio. En el caso de Herrera, encontramos la petición que hizo al rey en 1583 para que se le concediera permiso de prospección «para buscar y sacar todos e cualesquier tesoros» en los alrededores de la ciudad de Toledo, con la condición de que la quinta parte de lo que se hallare fuera para Su Majestad.[133] No existe noticia ni documento alguno que diera razón de aquella búsqueda o de sus posibles resultados inmediatos, pero habría que tomar en cuenta la intervención del aposentador real en la localización y acondicionamiento de la Cueva de Sopeña, de la que hablaremos más adelante, para justificar al menos
parte de esta petición y entender lo que posiblemente el mismo Herrera entendiera por búsqueda de tesoros. De este mundo de la prospección de metales pudo haber formado también parte el que se dio en llamar Privilegio del Cobre. Al parecer, y consultando testigos y cartas náuticas que conocía perfectamente, Herrera reveló a Felipe II la existencia de yacimientos de cobre en las Indias e indicó la forma de aprovecharlos al máximo, por lo que el rey, tras concederle la posibilidad de montar hornos y talleres para realizar trabajos de endulzamiento y labrado del metal —trabajos que, por otra parte, tenían una proyección de tipo alquímico
considerable—, le concedió beneficios sobre aquellas explotaciones de las que Herrera se habría de hacer responsable? [134]
Pero hay que reconocer que el mejor medio para llegar al fondo del ideario de un hombre de conocimiento es asomarse a su biblioteca. La de Juan de Herrera, según el exhaustivo inventario de bienes que se hizo a su fallecimiento, tenía más de 750 volúmenes —una cantidad considerable de libros para aquella época— y destaca la presencia entre ellos de determinados títulos, altamente reveladora de sus inquietudes en todos los campos del saber de su tiempo.[135] Los volúmenes que contenía,
cuidadosamente transcritos en su mayor parte por los albaceas testamentarios, son una muestra preciosa de las ocupaciones y preocupaciones más íntimas de su propietario y allí se encuentran, junto a los tratados fundamentales de arquitectura conocidos en su tiempo —muchos de ellos basados en principios que hoy no dudaríamos en llamar mágicos, como los del mismo Vitrubio—, buena parte de los autores y libros de filosofía esotérica de la Antigüedad y de la Edad Media, desde los textos de Hermes Trismegisto en varias ediciones hasta los tratados de sus seguidores tardíos, como Sinesio o Picolomini, libros fundamentales
perseguidos o puestos en cuarentena por la Iglesia, como La Sombra de las Ideas de Bruno y buena parte de la obra fundamental de Ramón Llull, desde El Árbol de la Contemplación al Blanquerna, al menos una edición del Ars Magna y otra del Ars Brevis, el Ascenso y Descenso del Entendimiento o el Liber de Homine. También se localizan libros del pensamiento neoplatónico de tratados de magia, estudios esotéricos sobre la naturaleza y varios volúmenes de Alquimia. Igualmente guardó libros contemporáneos de orientación mágica, como la Monada Ieroglyphica de John Dee —a quien al menos Felipe II
conoció durante su estancia en Inglaterra —, la Philosophia Secreta de Pérez de Moya y la Reprobación de Supersticiones, del maestro Pedro Ciruelo. Todo un conjunto de tratados ocultistas que hoy harían las delicias de un investigador de la Tradición. De todo ello se deduce fácilmente la conclusión que, con todo rigor, apuntó el profesor René Taylor en uno de los estudios fundamentales que se han escrito sobre Felipe II y El Escorial,[136] al que cito textualmente, cuando habla de las relaciones de Herrera con Felipe II: «… o fue más bien que estamos en presencia de un Mago, de un hombre profundamente versado en hermetismo
y en las ciencias ocultas, y que era precisamente por ello por lo que el rey lo quería junto a sí? Si Herrera, como gran parte de su biblioteca parece indicar era persona interesada por este género de estudios y prestaba a su señor ciertos servicios ocultos, no cabe duda de que, al igual que las demás manifestaciones herméticas, estos servicios fueron de carácter astrológico [y alquímicos, añadiríamos nosotros] y con toda probabilidad relacionados con la medicina». Las numerosas labores extra-arquitectónicas que hemos visto que cumplió en la obra de El Escorial y su intervención decisiva en muchos de los elementos
significativos que entraron a formar parte de la obra total del monasterio y que ya hemos descrito con anterioridad, vienen a corroborar, como apunta el profesor Taylor, que Herrera debió de ser, en realidad, el Mago oficioso del rey. El hecho de que su función como tal nunca fuera proclamada, «podría explicarse en parte pensando que el rey se había preocupado porque […] no se divulgara fuera del círculo real». La presencia de libros del mismo género entre los que Felipe II legó de su biblioteca particular a la de El Escorial vendría a abundar en una sospecha que deja de ser tal cuando comprobamos que todo ese mundo de esoterismo, ni
siquiera disimulado, formó parte del ideario del monarca, que vio en aquellas prácticas y en aquellas doctrinas el camino hacia la realización de sus más profundas convicciones.
9 El místico Arias Montano, o la más que sutil heterodoxia «…no ansío otra cosa que una vida privada, ajena a todo quehacer exterior; eso deseo y quiero, y en ello estoy todo, y por eso trato de librarme por todos los medios de los negocios de la corte, y si lo logro, cuanto antes volveré a
vosotros, es decir, volveré a mí mismo… Pero, por favor, no reveles esta confidencia que a ti te hago; no sea que me surjan aún mayores obstáculos, pues tengo bastante gente que se mete en mis asuntos e insisten pertinazmente ante el rey para que no pueda cumplir mis deseos». Carta de Arias Montano a Ortelius 28 de febrero de 1576
Don Benito Arias Montano, que vivió en
los mismos años que Felipe II (15271598), es uno de los personajes más extraños, atractivos e insólitos en la historia del pensamiento español de todos los tiempos. Insólito porque, habiendo sido cazados —o, cuando menos, interrogados— numerosos intelectuales y espiritualistas amigos y compañeros suyos, al menos tan sospechosos como él de sustentar ideas heterodoxas, jamás fue molestado directamente por el Santo Oficio. Atractivo porque toda su singladura vital rebosa deseos de libertad del hombre que hizo precisamente lo que quería hacer y casi siempre como y cuando quiso hacerlo, sin tener que
plegarse más que en una mínima parte a los deseos estrictos de quienes le aseguraban el sustento. Extraño porque la casi totalidad de su obra —24 libros escritos e impresos entre 1569 y 1605, y más de un centenar de obras manuscritas repartidas por bibliotecas y archivos de España y de Flandes— aún permanece, cuatrocientos años después de su muerte, prácticamente inasequible a unos lectores que, sin duda, querrían conocer a fondo el valor de sus ideas y el núcleo de su personalidad. Cuando Ben Rekers publicó su biografía (1972),[137] ninguna de sus obras había sido reeditada desde el siglo XVI. Algunas lo han sido ya desde
entonces, pero, sin duda, falta aún la mayor parte por publicar y con absoluta segundad de las más significativas y esclarecedoras de su pensamiento. Así, Arias Montano se ha convertido, para muchos, en un desconocido de toda la vida que nadie parece haberse ocupado en presentarnos. Es alguien que nos cae bien, que sabemos que podría ser como un amigo digno de un apasionante estudio, pero con el que aún no hemos tenido la oportunidad de cruzar cuatro palabras seguidas. Por tal camino, el que algunos conocen como el solitario de la Peña de Alájar, ha pasado a ser un mito para muchos, para otros un
personaje de anécdota histórica, pues se sabe bien que hizo esto o lo otro y que estuvo aquí o allá, pero, en general, carecemos de esa comunicación directa que sería el conocimiento en profundidad de su obra, si pudiera estar guardada en los estantes de nuestra biblioteca junto a tantos otros autores que nos han transmitido desde siempre su pensamiento y su intimidad. A cambio de esta carencia, Arias Montano nos ha legado algo muy importante: el de los lugares esenciales donde fijó su vivir. Son éstos extraordinariamente ricos en eso que hemos dado en llamar misterios y que no son otra cosa que claves dejadas, como
al azar, por una parte del pensamiento esotérico tradicional, que nos permiten llegar seguramente a las raíces de su pensamiento y a la base misma de sus planteamientos vitales. Arias Montano era extremeño, nació en Fregenal de la Sierra, lugar de la provincia de Badajoz que había sido durante el siglo XIII un fuerte baluarte de la Orden del Temple. Los templarios dejaron allí un castillo y, muy probablemente, una parte de su sustrato ideológico, como solían hacer a menudo en sus asentamientos. El padre de Montano era relator de sentencias y Notario del Santo Oficio en este pueblo y en Llerena y, por el expediente que se
abrió en 1560 para comprobar la limpieza de sangre de don Benito, cuando optó a su ingreso en la Orden de Santiago, no parece que la familia tuviera antecedentes judíos, contra lo que se ha afirmado tan frecuentemente. Ya se sabe con qué minuciosidad trabajaba entonces la administración para determinar estas que ahora consideraríamos naderías pero que, en su tiempo, constituyeron factores fundamentales a la hora de resolverle la vida a un ciudadano y permitirle alcanzar las metas vitales o sociales que se había propuesto. Lo que ya no resulta tan evidente es que no tuviera relación alguna, aunque nada lo prueba, con el
ideario de los alumbrados[138] que proliferaron por aquellas tierras y en cuyos primeros procesos tuvo que intervenir en algún momento su propio padre. Emprendió sus primeros estudios en su mismo pueblo de Fregenal, con la ayuda de su progenitor y del párroco de la iglesia de Santa Catalina. Su padrino, don Gaspar de Alcocer, que era hombre de posibles, se lo llevó pronto a Sevilla, donde siguió estudiando hasta los veintitrés años, en un ambiente cosmopolita como era entonces el de la ciudad bética, abierta tanto a las rutas oceánicas de las Indias como a las últimas corrientes del pensamiento
europeo. Sevilla era, además, el foco más importante de protestantismo en la Península. En 1550, Montano pasó a la universidad de Alcalá de Henares y, en los diez años siguientes, se le localiza como estudiante reconocido por su gran valía, tanto allí como en Roma y en Salamanca, donde recaló posteriormente. Su cultura debió de alcanzar cotas muy altas, porque abarcaba desde la medicina y la botánica a la exégesis bíblica y el conocimiento en profundidad de no menos de quince lenguas, vivas unas y muertas otras. En 1562, el obispo Martín Pérez de Ayala y el propio rey Felipe II le
incluyeron como teólogo de gran prestigio en la delegación española que asistía a la tercera etapa del Concilio de Trento, donde, al parecer, tuvo brillantísimas intervenciones[139] que le valieron, al terminar aquella magna concentración eclesiástica, el ser nombrado capellán del rey. Y en 1568 se le designó supervisor de la Biblia Políglota que se preparaba bajo los auspicios de la Corona en una de las imprentas mas prestigiosas de Europa: la de Plantin, en Amberes. Enfrascado plenamente en aquella labor, que le exigía poner a prueba todos sus conocimientos en lenguas orientales, Arias Montano pasó los siguientes ocho
años de su vida entre los Países Bajos y Roma, primero cuidando de la correcta interpretación e impresión de la Políglota, a la que añadió dos volúmenes de comentarios de su propia mano, repletos de erudición y de datos sobre numerosas cuestiones escriturarías; luego defendiendo su obra a brazo partido frente a una clase clerical partidaria a ultranza de que las Sagradas Escrituras fueran conocidas ¡únicamente! a través de la versión latina y altamente manipulada de la Vulgata. No se sabe con exactitud, ya que las intenciones de nuestro monarca han permanecido a menudo sujetas a las más
dispares interpretaciones, pero lo más probable es que Felipe II, al concederle aquella responsabilidad en la edición de la Políglota, tuvo la idea de que Arias Montano actuase como recuperador de sus textos auténticos, restableciendo su fidelidad frente a los manejos de la Iglesia oficial cuando algo de ellos no concordaba con lo que se había dictaminado al estructurar su doctrina. Arias Montano cumplió a rajatabla con su cometido, que coincidía con sus propias posturas. Entusiasmado con el trabajo que le había sido encomendado y presa de una sinceridad a toda prueba y de su amistad con el impresor Plantin y con su círculo de trabajo, no sólo
respetó contra viento y marea los textos bíblicos originales, sino que se dejó llevar casi inmediatamente por un ideario, trascendente más que estrictamente religioso y que había constituido desde siempre su propia e inconfesada meta. Plantin, con buena parte de sus amigos, era adepto incondicional de una especie de secta —más que secta, agrupación de corte espiritualista y casi místico— que se proponía resaltar la necesidad de una unión íntima entre el individuo y la Divinidad, mediante un proceso que tenía mucho de iniciático y que casaba tanto con una idea abierta de lo católico como con una parte
sustancial de las doctrinas protestantes; hasta admitía como base doctrinal cualquiera de las tendencias espirituales que el cristianismo había tomado de las doctrinas que precedieron a su eclosión, incluyendo las hebreas. En realidad, frente a la efectiva politización religiosa en que se habían convertido las posturas de católicos y protestantes, más defensoras de actitudes nacionalistas que de aspectos doctrinales específicos, la Familia Charitatis —que así vino en llamarse la secta—, se inclinaba por la relación del creyente con el Creador, sin reparar en intereses de otros tipos. Esta asociación, fundada por un místico de ideales mesiánicos, Hendrik
Niclaes, se había constituido en sociedad casi secreta para huir de las persecuciones tanto de la Iglesia como de las no menos fanáticas autoridades protestantes. Tomó el nombre de su mismo deseo de unificar a los cristianos bajo el lema del amor[140] y sus miembros, casi todos flamencos, aunque no faltaban franceses y algunos alemanes, eran indistintamente luteranos, católicos o calvinistas en cuanto a sus creencias oficiales. Pero, por encima de las doctrinas aceptadas, se habían propuesto unas metas trascendentes que superaban ampliamente la restringida permisividad que cualquiera de las Iglesias en litigio pudiera conceder a sus
miembros, en cuanto a la libre elección de sus vías íntimas de salvación y de comunicación trascendente. En 1554, un grupo de adeptos, formado por mercaderes flamencos de gran potencia económica, aportaron el capital necesario para que Plantin fundase su célebre imprenta, que, en principio, fue concebida como medio de difusión de las ideas de la secta, pero que, debido al gran prestigio adquirido, se convirtió muy pronto en uno de los establecimientos impresores de libros más importantes de Europa. En los tiempos en los que se imprimía la Políglota, tanto Plantin como los más intelectuales de sus compañeros, de
procedencia católica, se habían desvinculado del mesianismo del fundador de la Familia Charitatis y se habían concentrado en torno a otro maestro disidente, Barrefelt, al que todos nombraban por el sobrenombre de Hiël, que sigmfica Luz de Dios, y que terminó dando muestras de un mesianismo muy semejante al del primer maestro del que se habían separado. Ello no impidió que se le unieran y hasta le veneraran hombres de una valía muy superior a la suya, como los cosmógrafos Ortelius y Mercator, los médicos Clusius y Donadeus, el polígrafo Lipsius y el mismo Arias Montano.
Digamos que la vía mística de la Familia Charitatis se basaba en una suerte de iniciación espiritual libertaria y sin dogmas, en la que cada miembro se unía a los demás haciendo uso de esa independencia interior que había elegido y que todos compartían, desde los iniciadores del movimiento hasta el último recién llegado a sus filas. Su unión tenía, además, fines de ayuda mutua en lo material —se trataba de una unión compasiva y caritativa— y sus miembros nunca ejercieron un proselitismo que no tenían necesidad de buscar. Predicaban con el ejemplo de su bonhomía, en tanto que miembros oficialmente adscritos a cualquiera de
las doctrinas en pugna, y trataban de limar las diferencias cada vez más abismales que se abrían entre los cristianos. No resulta en absoluto insólito, antes bien coherente, que un hombre con el bagaje cultural, doctrinal y espiritual de Arias Montano se uniera a ellos. Todo parece indicar que aquélla era la salida lógica para un individuo que siempre había tratado de comprender la verdad contenida en el punto de vista de los demás, por encima de persecuciones, prohibiciones y amenazas ejercidas desde las más altas esferas de las distintas autoridades espirituales. Arias Montano pertenecía a esa casta de
hombres y por eso había sufrido el ostracismo por parte de sectores integristas de la Iglesia, a pesar de su reconocimiento oficial como teólogo clave del catolicismo. Por ser hombre que leía a Erasmo era considerado ya por muchos como individuo sutilmente peligroso. Y si se atrevía a exponer públicamente sus diferencias con la versión bíblica de la Vulgata, cuando ésa era la única verdad bíblica aceptada por decreto en el seno de la Iglesia oficial, parece lógico y natural que, frente a la incomprensión manifiesta de la autoridad eclesial reconocida, se adhiriera, como así lo hizo, a un grupo que proclamaba su íntimo e inalienable
derecho a acercarse al medio divino en uso de la propia libertad y al margen de las trabas dogmáticas que empañaban con sus imposiciones la sinceridad de su búsqueda. La discreción de Arias Montano respecto a los principios que abrazó a través de Plantin y de los miembros de la Familia Charitatis hizo que éstos nunca fueran públicamente proclamados y aún menos pudieran convertirse en objeto de acusación alguna. Su defensa a ultranza del hebraísmo bíblico, profundamente influido por el misticismo cabalista, fue compartida por su amigo fray Luis de León, al que sí le costó su postura un largo y cruel proceso
inquisitorial que hizo que Arias Montano se resistiera a regresar a su país cuando, en 1576, el rey mismo le nombró revisor de los libros de la Biblioteca de El Escorial. Volvió a España, sin embargo, en los primeros días de marzo de 1577 y, sin abandonar nunca su relación con los compañeros espirituales que había dejado en Amberes, con los que se escribiría constantemente, ocupó desde aquel mismo instante, y durante más de diez años, el cargo para el que había sido designado por el monarca, mientras la obra del Monasterio se iba completando bajo la dirección de Juan de Herrera. La influencia de Montano
sobre los frailes jerónimos adscritos a la obra fue fundamental desde entonces, como lo fueron igualmente sus aportaciones al temario contenido en los libros que iban llenando los estantes de aquella biblioteca puesta bajo su alta supervisión. Claro está que su radical sentido de la libertad, el mismo que le había llevado a adherirse a la Familia Charitatis, no podía permanecer totalmente impune en el ambiente general de intransigencia religiosa de su tiempo. Pero resulta cuando menos curioso que nunca le llegasen a alcanzar los zarpazos inquisitoriales por la vía de su secreta unión espiritual con sus
amigos flamencos, sino a través de unas vagas sospechas de filojudaísmo que los inquisidores creyeron detectar en la edición dirigida por él de la Políglota que imprimiera Plantin. Llorente,[141] en su afán de poner en justísima solfa a la Inquisición entera, y en destacar presuntos desafueros y padecimientos de Arias, comenta y denuncia una supuesta persecución, pero lo único que resultó cierto en toda la investigación llevada a cabo por el Santo Oficio sobre sus puntos de vista escriturarios fue la envidia que le tuvo, por su buen hacer, cierto clérigo llamado León de Castro, catedrático insigne de lenguas orientales en la Universidad de Salamanca, que se
había sentido disminuido y deseaba vengarse porque no se le hubiera designado a él para realizar el trabajo que tan bien remató Arias Montano. Claro que lo único que logró probar fue que aquella Políglota plantiniana había seguido con toda fidelidad lo que tantísimos otros trataron de tergiversar. Protegido a ultranza por un amplio sector de la Compañía de Jesús, formado precisamente por los grandes teólogos de Trento Diego Laínez y Alonso Salmerón, que conocieron a Arias Montano en las sesiones conciliares, el canónigo salmantino se encontró con el también jesuita e historiador padre Mariana, nombrado
para aquel asunto consultor por la Suprema, el cual informó, según dice el mismo Llorente, «que la Biblia Políglota de Amberes contenía errores, equivocaciones y defectos… pero que ninguno era tal que mereciese nota teológica, por lo cual, faltaban méritos para prohibirla y sobraban muchos para esperar de su lectura grandes utilidades». Aunque parezca mentira, éste fue el único roce directo del heterodoxo Arias Montano con el Santo Oficio. Roce que, por lo demás, en poco o en nada llegó a afectarle, pues, mientras tenían lugar las investigaciones, y mientras su amigo fray Luis de León era acusado
formalmente de los mismos cargos que se pretendía imputar a Montano, el propio Felipe II estaba nada menos que encargándole la dirección, revisión, expurgo y catalogación de los numerosos volúmenes que formaban ya el núcleo de la gran Biblioteca escurialense, para la cual, ya desde Amberes, había enviado el maestro varios volúmenes de gran valor, incluso algunos mapas comprados gracias a la amistad que mantuvo con los cosmógrafos más prestigiosos de su tiempo y manuscritos hebreos, muchos de ellos, como dije, de fuerte contenido kabalístico, obtenidos gracias a su contacto amistoso con judíos sefardíes
descendientes de los que fueron expulsados ochenta años antes por el decreto de los Reyes Católicos. Entre ellos se encontraban Luis Pérez — adepto también de la Familia Charitatis y prestigioso banquero—, Marcos y Alvar Núñez y Fernando de Sevilla. Estas amistades y su profundo conocimiento de la lengua hebrea y de los textos escriturarios fomentaron la idea de su posible criptojudaísmo. No cabe asegurar tanto, a no ser que tomemos por tal las señales de profundo conocimiento de la Cábala que siempre dio Arias Montano, sobre todo al escribir el Apparatum en dos volúmenes que acompañaba a la edición de la
Políglota y que pretendía ser un comentario profundo de las cuestiones hebreas que suscitaba el texto.[142] Ahora, en la Biblioteca del Monasterio y junto a fray Juan de San Jerónimo y el padre Sigüenza, Arias Montano se incorporaba a un trabajo que, sin duda, tuvo que ser apasionante para él, aunque siempre echó de menos la añorada vida en su Peña de Alájar, junto a Aracena y lejos de los ajetreos cortesanos. Por entonces, los jerónimos ocupaban un ala ya terminada del Monasterio, pero la obra total estaban aún lejos de su remate. El nuevo revisor de los libros se enfrentaba a una labor que debía emprenderse desde la raíz
misma, pero se encontraba también viviendo el día a día en contacto con un importante monumento en ciernes, que iba completándose despacio, a golpes de mitos que configurarían su historia y su personalidad como lugar señero concebido por el rey Felipe II para su propia gloria. Arias Montano, como Juan de Herrera, aunque por caminos radicalmente opuestos, se debió de sentir también colaborador en la creación de aquel espacio paradigmático inmenso y casi ciclópeo. Y, lo mismo que Herrera, introdujo en la medida de sus posibilidades determinadas claves esotéricas en su trabajo, cuyo secreto todavía no ha sido
totalmente desvelado. Precisamente una de sus intervenciones en la obra de El Escorial ha pasado totalmente desapercibida, aunque con toda seguridad contiene elementos ideológicos que no deberían dejarse pasar por alto. Se trata de cuatro insólitas lápidas que se encuentran todavía en las salas capitulares del monasterio, dos de ellas sobre sus respectivas puertas y las otras dos sobre los altares que las enfrentan. El padre Sigüenza afirma que fueron esculpidas sobre pórfido negro y que «estimábalas mucho el Rey, así por el arte y labor como por estar [grabadas] en tan extraña materia… que no se sabe hoy
en la tierra dónde haya alguna cantera de ella y tan dura e invencible que no se rinde ni aun a los diamantes y así, cualquier cosa que se labra en ella se ha de estimar en mucho; por estas razones se les dio a estas figuras o medallas tan señalado lugar, como cosa de estima». Tendríamos que recordar que el pórfido es una variedad del mármol y, desde esa perspectiva, no parece que se adecue por sus cualidades a la extrema dureza de que nos habla el fraile jerónimo. Cabe pensar, más allá de su calificación, que pudiera tratarse de algún tipo de piedra meteórica que fuera encontrada mientras se construía el
monasterio y que, por sus características, fuera considerada con virtudes semejantes a las de la piedra del rayo tradicional.[143] Cabe pensar, pues, en la talla misteriosa de esta piedra, que sería luego esculpida con dos imágenes de Jesucristo y otras dos de Nuestra Señora y que lucen sendas inscripciones en latín especialmente crípticas que, siempre según nos cuenta el padre Sigüenza, fueron redactadas por el mismo Arias Montano por encargo expreso de Felipe II. El padre Sigüenza transcribe las inscripciones, «que allí no se alcanzan a leer muy bien», según afirma con toda razón. Así, sobre la cabeza del
Salvador, colocada sobre el altar de la Oración del Huerto, la inscripción correspondiente dice: Hic lapis offensus serietque feretque ruinam, Hic & inofensus petra salutis erit. que el padre Sigüenza traduce muy libremente: Ofendida esta piedra o despreciada, mortal ruina o irremediable herida hará en el ofensor; mas si es temida, será refugio de salud cumplida. Junto a la imagen de Nuestra Señora, grabada sobre la puerta de la misma
sala, Arias Montano hizo colocar esta inscripción: Hanc hac tibi protuit vinio gemam Autori chara est viroque petra Deo. que el fraile, aún más libremente — creo que demasiado libremente— tradujo: ¿Ves esta unión? ¿Ves estas perlas bellas? De aquí salió la piedra más preciosa que te enriquece, y de su autor amadas son sumamente piedras tan preciadas. El extraño latín y las no menos confusas traducciones llevan a pensar en
una clave que tendría que indagarse a través de las palabras. Una clave que, con toda probabilidad, viene ya anunciada en las inscripciones que Arias Montano mandó poner en las otras dos lápidas de la sala contigua. Sobre la que ostenta la figura del Salvador, encima del segundo altar, hizo inscribir: Iesu Christu divini templi lapidi Prestantis D. que significa: A Iesu Christo, piedra principal del divino templo, se dedica. Y encima de la imagen de la Virgen,
sobre la segunda puerta: Abraham I. C. lapidicinae specimini duplici incomparabilis, que el padre Sigüenza traduce: A las dos incomparables muestras o dechados de la piedra de Abraham se consagra. Aquí hay materia de investigación en la que, al menos ahora, no vamos a profundizar, a no ser para destacar la representación simbólica de la Piedra, que se convierte en protagonista sagrada de una visión naturalista de lo divino. Cuando menos, su presencia puede
servir de reflexión para quienes quieran penetrar en los innumerables secretos que reserva el monasterio, aunque sea a través de un latín tan perfecto que resulta casi imposible de descifrar en su más estricto sentido. Es curioso que ningún biógrafo, al menos que yo sepa, haya tratado de calar en la casi segura mezcla de amistad y de rivalidad ideológica que, en aquellos años, debió de unir a dos individualidades tan contrarias como las de Arias Montano y Juan de Herrera, que, probablemente, se verían en algunos momentos de aquel trabajo en la obra común casi a diario y que pensaron de modo no tanto opuesto como
complementario, uno desde fuera adentro del saber y el otro de dentro afuera de la experiencia trascendente, pero tratando ambos de afianzar espiritualmente la gran obra en la que estaban involucrados, el uno desde las piedras y el otro desde los libros. Éste es, creo poder afirmar, uno de los enigmas más apasionantes que rodean a la figura de Felipe II y aquel instante preciso en que el monasterio estaba tomando su forma definitiva; un enigma que nadie ha aclarado, pero que habría que esclarecer, pues mediante ese esclarecimiento podríamos encontrarnos mucho más cerca de poder interpretar en sus justas dimensiones aquella obra en
tanto que construcción sagrada y simbólica, concebida por una mente mesiánica en unos instantes en los que el símbolo, como tal, apenas era mantenido en vilo por unos pocos auténticos recuperadores de las raíces tradicionales. Juan de Herrera, su interés por la magia y sus canteros de la Trasmiera fueron algunos de ellos; otro, aquel Arias Montano que, con su ejemplo, llegó casi a crear en el interior del monasterio otra logia de su secta flamenca entre los más representativos frailes de la comunidad jerónima de El Escorial. Una carta de Plantin a un monje de El Escorial a quien llama Bartelus Valentinus confiesa cómo,
«gracias al ejemplo del gran Montano, ha entrado [vuestra merced] en el mejor de los caminos,[144] La carta en cuestión, como otras que se han encontrado escritas en términos parecidos, nos viene a demostrar que Arias Montano se sirvió de su ascendente sobre los jerónimos de El Escorial para llevar a cabo, no se sabe si directamente o mediante su ejemplo, una labor misionera que convirtió a las doctrinas de la Familia Charitatis a varios de ellos y algunos incluso llegaron a ser sometidos a duros interrogatorios por parte del Santo Oficio, acusados de faltas como el desprecio por las imágenes y ciertos errores en el
magisterio bíblico que ejercieron en el colegio monástico, donde algunos de ellos sustituyeron los comentarios literales de la Biblia a los textos sagrados por interpretaciones que Rekers califica de visionarias y que, probablemente, tuvieron connotaciones kabalísticas. El padre José de Sigüenza, en su obra capital tantas veces citada ya aquí, dejaba ya apuntadas estas cualidades que tuvieron por protagonista al bibliotecario censor que vivió diez años entre ellos: «Los hombres doctos procuraban su amistad y los caballeros hallaban en él cosas de edificación. Los oficiales: arquitectos y pintores y
personas hábiles hallaban en él cosas que aprender». El mismo Sigüenza proclamaba, sin ambages, que él mismo, a Montano «le tenía en todo por maestro. Ojalá mereciera yo el nombre de [ser] su discípulo». Y años después, ante el mismo tribunal del Santo Oficio, el fraile confesaba su pertenencia a la doctrina espiritual que Arias Montano les había inspirado a muchos de ellos a fuerza de buen saber y de dar constante ejemplo a través de su vida misma: «Tenía tanta abstinencia que al día no comía más que una sola vez en veinticuatro horas, y aun esta vez no comía carne ni pescado… Su dormir era sobre unas tablas en las cuales
ponía una estera y una manta de Bernia y allí dormía. Su trato y conversación eran de un santo; su humildad sobrepujaba a la de todos cuantos con él trataban». Y ello aun cuando según nos descubre su biógrafo principal,[145] aquellos diez años escurialenses «fueron los más heterodoxos de su vida», mientras copiaba, traducía y reproducía cuidadosamente, a petición de los ávidos jerónimos del monasterio, los escritos de Hiël, el patriarca de la Familia Charitatis, para que los devoraran sin percatarse siquiera de lo poco acorde que esa forma de espiritualidad se encontraba con
respecto a los designios emanados de la autoridad eclesiástica. Sin duda, esta esencial identificación del ser humano con principios superiores que se encuentran por encima de su capacidad aprehensiva —y que, por ello, sólo pueden ser captados y entendidos a través de un proceso de iniciación mística o mediante un esfuerzo del conocimiento abstracto— es la que condujo a Arias Montano a utilizar en los libros más especiales y comprometidos de la biblioteca que estaba catalogando con una insólita signatura: ∞ = 5. La primera noticia que tuve de esta simbólica inmersión de Montano en el mundo de la
abstracción trascendente me llegó a través de las páginas de nuestro gran polígrafo Roso de Luna,[146] que da cuenta de la noticia y viene a interpretarla conforme a esquemas teosóficos tradicionales, mediante la identificación del ser humano — representado por el número 5 en la pentalfa— con la idea del Infinito. Sin embargo, el padre Sigüenza apunta en su obra que dicha signatura, u otra que podría confundirse con ella, α = 5, estuvo reservada por el rey en persona a determinados libros «escritos (copiados) a mano por mandato de su Majestad». Y, en una u otra de sus formas, habría sido detectada en las
Memorias Sepulcrales de fray Juan de San Jerónimo, cuyo editor, el padre Villalba, pudo corroborarla en catálogos de la biblioteca escurialense que consignaban determinados libros que fueron en su mayor parte destruidos por alguno de los grandes incendios que fueron diezmando la biblioteca a lo largo de su historia. Arias Montano, a medida que pasaban los años, fue viendo que las «pilas» de su espiritualidad se desgastaban irremisiblemente en aquel monasterio donde tenía que estar desempeñando una actividad que, en el fondo, no deseaba porque le restaba libertad para atender a sus propias
necesidades interiores. Más de una vez parece ser que pidió permiso al rey para abandonar su puesto, pero parece también que la confianza que Felipe II tenía depositada en su cuidadoso quehacer le obligó, entre 1584 y 1590, a romper varias veces sus precarios retiros temporales en la Peña de Alájar, en las proximidades de Aracena, hasta que finalmente logró el codiciado permiso para abandonar El Escorial, aunque aun entonces fue repetidamente llamado por el monarca, unas veces para hacer nuevas revisiones y catalogaciones, e incluso alguna otra para dar su opinión en circunstancias especiales, como sucedió cuando
aparecieron los inquietantes documentos granadinos conocidos como los Plomos del Sacromonte, de los que tendremos la oportunidad de hablar más adelante. Si pensamos que fue en aquella Peña de Alájar donde, de hecho, terminó la vida pública de Benito Arias Montano y también aquí donde comenzó realmente a escribir lo más importante de su obra, la que vería la luz en años posteriores en la imprenta de Plantin —desde De Varia Republica… de 1592 hasta la Naturae Historia, que no saldría hasta tres años después de su muerte y que sería la segunda parte del Liber Generationis et Regenerationis Adam, publicado en 1593— nos daremos
cuenta de lo que quise decir al apuntar lo del desgaste de pilas. Pues no cabe duda de que hay enclaves de poder capaces de condicionar la espiritualidad y hasta las potencias escondidas de los seres humanos que viven en ellos, recargando sus acumuladores de energía vital y haciéndoles capaces de realizar aquello que en otras circunstancias o en otros lugares les habría sido total y absolutamente inconcebible e inabordable Que Arias Montano tenía seguramente conciencia clara de aquellas cualidades de la tierra venía de lejos, pues ya en 1573, cuando Felipe II le había reservado su puesto en El
Escorial, escribía al secretario Zayas desde Amberes, diciéndole: «En lo que toca a mi particular, afirmo a vuestra Majestad delante de Dios, que soy muy ajeno de ambición de dignidades, ni de otros estados, y que el mayor bien que hasta ahora he deseado siempre ha sido de tornarme a mi Peña, porque jamás me ha pasado por el pensamiento escoger oficio, sino dejar a Dios el arbitrio entero de mí y de mis cosas…». Esta comarca en torno a la ciudad de Aracena será la que constituirá, con Sevilla, el último y definitivo entorno vital del heterodoxo Arias Montano, el enclave donde vino a realizarse
fundamentalmente y la sede desde donde, con el convento sevillano de Santiago, impartió sus mejores enseñanzas. Por aquí anduvo lejos del ajetreo cortesano, solo o rodeado de amigos y discípulos como Pedro de Valencia y su yerno Juan Ramírez Moreno; ambos le fueron fieles hasta sus últimos días y le sirvieron de amanuenses cuando el maestro era ya incapaz de escribir de su puño y letra a la velocidad que le dictaban sus ideas. Luego, cuando murió en Sevilla, recogieron sus cosas y siguieron divulgando sus enseñanzas muy cerca de allí, en Zafra, donde Pedro de Valencia, «iniciado en el secreto de la verdadera
piedad», como le describió su maestro, había fundado una escuela basada en las enseñanzas de Montano. Lo curioso es que, olvidado de la crítica y de estudios más completos sobre su persona, Benito Arias Montano ha quedado, pasados los siglos, convertido en casi un personaje de leyenda para muchos habitantes de Extremadura y del norte de la provincia de Huelva, donde en muchos lugares sus gentes le recuerdan como «un gran mago» que vivió en tiempos pasados, aunque han olvidado ya qué tiempos fueron aquellos.[147] Igualmente, merece citarse el reciente descubrimiento de restos, tal vez de la Edad del Bronce, en
la caverna que se encuentra en la Peña donde Montano se refugió en sus últimos años,[148] un hallazgo que podría dar luz sobre las razones que tuvo nuestro místico para elegir aquel como lugar de su retiro.
10 Desde el año aciago de los once sietes El primero de marzo del año de Gracia de 1577, don Benito Arias Montano llegaba al Real Sitio de San Lorenzo de El Escorial, en pleno proceso de construcción y remate del monasterio. Venía todavía un tanto temeroso, a pesar de las promesas que le había dado el rey
respecto a su propia seguridad. Roma acababa de mostrársele más que reticente ante la versión rigurosa de la Biblia políglota que había estado componiendo en Amberes por encargo expreso de Felipe II. Al regresar a España, aunque fuera cumpliendo Órdenes del rey en persona, temía que el Santo Oficio quisiera interrogarle sobre ese punto tan polémico y delicado, por el que ya había incoado proceso contra su buen amigo fray Luis de León. Y es que la Iglesia no podía tolerar que se le enmendara la plana a su manipulada Vulgata y a que se devolviera su sentido originarlo a los textos sagrados. El papel que venía a desempeñar el
doctor Arias Montano en El Escorial era, además, altamente comprometido, porque el monarca le había encargado que asumiera el cargo de revisor de los volúmenes destinados a constituir los fondos de la Biblioteca del Monasterio, lo que equivalía a nombrarle, de hecho, censor privado de aquella ya cuantiosa y espléndida colección de libros, de cuya dirección se había responsabilizado a fray Juan de San Jerónimo.[149] De hecho, la labor de Arias Montano debía consistir en determinar qué libros podían entrar a formar parte de aquella colección y qué otros debería aconsejarse que fueran apartados y puestos a buen recaudo, sin que nadie, ni
siquiera el mismo rey, pudiera tener oficialmente acceso a ellos. Otra cosa sería que tanto el monarca como los frailes jerónimos y los alumnos de su incipiente colegio se resignasen a cumplir al pie de la letra con los preceptos emanados de las más altas autoridades eclesiásticas. El problema principal, sin embargo, radicaba en que Arias Montano, desde años atrás y siguiendo sus propias preferencias en la mayor parte de los casos, ya había enviado a España muchos volúmenes comprados por él en Amberes, que Felipe II acogió siempre con buena disposición, aunque era consciente de que buena parte de ellos
no eran precisamente dechados de ortodoxia cristiana. Había entre aquellos libros algunos tratados fundamentales de Alquimia e incluso varios textos de la Kabala, adquiridos a precio de oro a comerciantes marranos radicados en los Países Bajos; incluso había bastantes libros que despedían un mal disimulado tufo erasmista[150] y no pocos cuyos autores formaban parte de la Familia Charitatis, la secta espiritualista secreta de la que el mismo Arias Montano formaba parte aunque, gracias a su extrema discreción, había logrado mantenerse libre de persecuciones durante el represivo gobierno del duque de Alba. Montano se había integrado
activamente en dicha secta casi desde el momento mismo en que llegó a los Países Bajos en 1566 y se puso en contacto con el editor Cristóbal Plantin con motivo de la Políglota que iban a componer juntos y que el monarca consideraba la obra más importante que habría de publicarse en Europa durante su reinado. Luego, cuando el atrabiliario duque fue sustituido por don Luis de Requesens, fue Felipe II en persona quien recomendaría al nuevo gobernador que se dejara guiar por los sabios consejos políticos del doctor Montano, para paliar en lo posible el odio exacerbado que había despertado Alba entre los flamencos y buscar un cierto
grado de entendimiento con ellos, al menos con los que aún se mantenían bajo la disciplina católica, aunque mostrasen recónditas tendencias independentistas. Afortunadamente, nada le sucedió a Arias Montano al llegar a España. El Santo Oficio, mediatizado por la voluntad del soberano, sabía probablemente que nada que estuviera bajo su alta protección debía ser alcanzado por el largo brazo de la Iglesia represora de heterodoxias. Tal vez se encontraba también entonces la Suprema demasiado ocupada con la solución definitiva del proceso al arzobispo Bartolomé de Carranza, al
que Roma reclamaba para pronunciarse definitivamente sobre los terribles pecados de luteranismo contenidos en su Catecismo. El gran polígrafo, probablemente el más importante biblista de su tiempo, se hizo cargo inmediatamente de su más que comprometido nombramiento. Tenía mucho trabajo por delante; había que revisar y catalogar gran número de escritos, entre los que se encontraban los de la biblioteca privada del rey y los que el propio censor había enviado desde Flandes. Y todo ello sin contar con otra importante colección de libros, la de don Diego de Mendoza, que había pasado a formar parte de la del
monasterio al fallecimiento de su propietario. El Inquisidor General, cardenal Quiroga, había otorgado licencia especial a la incipiente biblioteca monástica para que sus lectores, en gran parte los mismos jerónimos adscritos a El Escorial y los alumnos de su scriptorium de Parraces, pudieran prescindir de las normas vigentes en el Índice General de la Iglesia Y así, a la espera de un proyecto de normativa especial que el mismo Arias Montano redactaría ocho años después, resultó que, en poco tiempo, aquella librería se convirtió en la más rica de España y una de las más importantes de Europa en lo que
concernía a textos altamente comprometidos que, en cualquier otra parte, habrían sido condenados a las llamas purificadoras. Pero aquel año de 1577 iba a ser, además, una fecha muy especial en la incipiente vida del monasterio en el que Felipe II había depositado todos sus proyectos trascendentes. Los cronistas contemporáneos nos dan cuenta de que el rey pasó hasta el mes de mayo vigilando de cerca la obra, que había sufrido cambios sustanciales desde que el maestro Juan de Herrera se hiciera cargo de ella apenas dos años antes. El nuevo responsable de la construcción había decidido implantar una medida
que podía considerarse crucial en el proyecto e insólita desde la perspectiva de los métodos de trabajo vigentes. Como ya dijimos, consistía, en esencia, en labrar las piedras en las canteras de donde se extraían, en lugar de traerlas en bruto a pie de obra, de modo que, al llegar a su destino, estuvieran ya desbastadas y en condiciones de ser colocadas en el lugar que les correspondía. La enorme ventaja que veía Herrera en la utilización de aquel método era que, gracias a él, todo el trabajo en las cercanías del monasterio se llevaba a cabo en relativo silencio, sin el constante repicar de los malletes llenando su espacio sonoro. La razón,
más que práctica, parecía tener implicaciones mágicas. Así, explicaba, el conjunto no sufriría y, sobre ahorrar a las recuas de bueyes el peso de las grandes moles de granito que antes se transportaban en bruto desde las canteras, las piedras se asentarían mejor y con mayor suavidad, lo que reportaría grandes ventajas para la buena marcha del edificio. Era ésta una idea que se prestaba y se sigue prestando a planteamientos ajenos a la misma construcción, porque denotaba una especie de recóndita convicción de que la piedra es algo vivo más allá de su aparente estatismo. Con ello, además, se hacía eco de ideas
procedentes de los grandes arquitectos de la época clásica, sobre todo de Vitrubio,[151] teñidas por el hermetismo que definió el concepto del arte sagrado tradicional entre los constructores medievales y renacentistas. El otro problema que se trataba de resolver en El Escorial en aquellos momentos era de corte económico, cuando menos en apariencia. Felipe II andaba preocupado por los costes y la lentitud con que se llevaban a cabo las obras de la parte fundamental del monasterio: el complejo sagrado formado por la iglesia, la cripta funeraria y el coro. Temía no contar con dinero suficiente para rematar
debidamente aquella parte del complejo; y, sobre todo, dado su precario estado de salud, se angustiaba ante la posibilidad de que la muerte le alcanzase sin ver su proyecto terminado. Fue entonces cuando, a lo largo de una serie de reuniones convocadas el año anterior, tanto Herrera como el lego fray Antonio de Villacastín, que, recordémoslo, era el Obrero Mayor de la obra escurialense, propusieron un cambio radical en el proceso de construcción. El cambio consistía, como ya hemos mencionado, en contratar cuadrillas de obreros a destajo, de tal manera que, dividido el recinto del futuro templo en diez partes
aproximadamente iguales, cada cuadrilla designada se hiciera responsable de la terminación de una de ellas y que el cobro se realizase por trabajo cumplido y no por soldadas correspondientes a cada jornada trabajada. Los resultados de aquellas innovaciones comenzaban a calibrarse en aquellos inicios de 1577, precisamente cuando Arias Montano llegó al monasterio. Se dijo entonces que se había adelantado en seis meses lo que antes se había calculado en al menos tres años. Habían llegado, además, varias cuadrillas de albañiles procedentes de la Trasmiera cántabra, atraídos por la oportunidad de poner en
práctica sus métodos de trabajo, lo que les habían convertido en los canteros mejor considerados del reino. Otra cosa muy distinta y que llegó a resultar bastante problemática fue su exacerbado espíritu de solidaridad, que les hizo comportarse con un sentido gremialista que, precisamente aquel año, estalló en graves problemas suscitados poco antes de la Pascua. Un grupo de oficiales vizcaínos cometió un delito que ni siquiera se especifica; el alcalde mayor de la villa —nombrado por el prior del convento— prendió a los alborotadores y los encerró a la espera de juicio. Pero al día siguiente mismo, la campana que convocaba al tajo era
tañida no para llamar al trabajo, sino para reclamar la presencia de todos los obreros que intervenían en la obra, que se concentraron como un solo hombre y dispuestos a castigar a aquel alcalde que había tenido la osadía de prender a unos cuantos de los miembros de aquellas logias canteriles. Se plantearon de inmediato graves problemas que ni siquiera la notable mano izquierda del fraile Villacastín logró dominar. Y puesto el rey sobre aviso, se apresuró a presentarse en las obras acompañado de fuerte escolta armada, que habría llevado a cabo un escarmiento espectacular entre los canteros de no haber intercedido de nuevo el Obrero
Mayor pidiendo clemencia al soberano. Así, la cosa se apaciguó con apenas dos o tres oficiales condenados a galeras y volviendo el resto al trabajo. Aquella aventura, digna de recordarse porque reflejaba la enorme importancia que aun en aquellos tiempos conservaba el espíritu gremial —y hasta francmasónico, podríamos decir— de los canteros, fue el primero de una serie de sucesos más o menos insólitos y de corte en apariencia sobrenatural que mantuvieron en vilo los ánimos de todos. La fiesta pascual, celebrada casi de inmediato, discurrió con normalidad. En ella el papa, a través de su nuncio apostólico, nombró cardenal al príncipe
Alberto de Austria, que se encontraba en la corte española, y la reina doña Aria, su hermana y cuarta esposa de Felipe II, recibió la Rosa de la Dominica, una distinción pontificia del más alto valor simbólico. Pero, apenas pasada la festividad, se apreció en las obras la presencia inusitada de numerosas gentes de armas que, al parecer, habían venido para proteger al monarca de los efectos de una extraña profecía que se había extendido por todo el país y que llegó a oídos del mismo Felipe II, que sin duda alguna debió de creer en ella a pies juntillas. Fray José de Sigüenza resume con su buen sentido del humor los motivos del
agüero[152] «Decían que ese año de 77, tan setenado con once sietes, estaba de años atrás muy temido, y que particularísimamente amenazaba a esta casa, porque cayó en julio, que es el séptimo mes, y a veintiuno del mismo, que son tres sietes, y en el séptimo de la Luna y, habiendo entrado el Sol en el séptimo grado del signo del León, y aun me maravillo que no advirtieron adónde estaban las Siete Cabrillas y otras setenta impertinencias de estos judiciarios, que se precian harto más de caldeos que de cristianos, como si el año antes y otro después, sin ningún siete de esos, no cayeran en Madrid y en otros
pueblos campanarios y torres de estas y otras comarcas rayos más derechos y aún más perjudiciales». Fray José ni siquiera quería creer que Felipe II hiciera caso de aquel pronóstico, pero lo cierto fue que exactamente en la fecha prevista, víspera de la Magdalena, y en la noche del domingo, entre las once y las doce, «sobrevino una tempestad de aires, agua, truenos, relámpagos, con gran oscuridad de nubes tenebrosas, soplada de un viento medio lóbrego que la encaminaba de entre Mediodía y Poniente a encontrar con esta sierra; aquí se espesaron las nubes unas con otras y, al pasar se desgarró una y
despidió con la fuerza de la exhalación seca, encendida dentro de aquel seno, un relámpago, rayo y trueno, y tan horrendo y furioso que despertó a los que dormían; y a los que estaban velando, que eran algunos colegiales, poco menos que derribó en el suelo». El desastre causado por aquel rayo fue tremendo y tuvo sus terribles consecuencias en diversas partes del edificio. En la sacristía se fundió el oro de los marcos y de las cenefas de varias casullas y en la torre de Poniente causó tal destrozo que se fundieron las campanas y quemó como yesca toda la madera de la construcción. El duque de Alba, que estaba al mando de la gente de
armas que había acudido en previsión del cumplimiento del presagio, colaboró activa y personalmente en el trabajo de salvamento, así como todos los frailes y cuantos se encontraban allí. Sólo corrió peligro, al parecer, el fraile relojero que tenía su celda cerca de las campanas. El mal no se le manifestó de inmediato, cuenta el padre Sigüenza, pero, poco a poco, «le cargó una fuerte melancolía, mudósele el rostro extrañamente y mudó el color de blanco en un pardo triste; saliéronle unos lunares negros, vivió otros tres años, poco más o menos y al fin murió casi sin que se echase de ver; entendióse le entró algún humo en el cuerpo aquella noche que le hizo
este efecto». Los malos agüeros previstos para aquel año no terminaron aquí de cumplirse. Sin duda, muchos estaban ya dispuestos a creer en la presencia soterraña del Maligno, que habría aparecido decidido a poner en peligro aquella gran obra que todos consideraban ya como un homenaje glorioso del soberano al Creador. Lo cierto fue que todos parecían dispuestos a asumir la presencia diabólica bajo cualquier signo. Y así sucedió también que, desde el mes de mayo, comenzaron a escucharse por las noches los lastimeros aullidos de un perro y un arrastrar de cadenas que llegaron a
asustar a buena parte de los que vivían en el monasterio y sus alrededores. Algunos dijeron incluso haber visto aquel ente fantasmal que, según aseguraban, era negro y enorme, de acuerdo con las señas de identidad de aquel diablo al que decían que representaba. Parece ser que por toda España corrió la nueva del Perro Negro de El Escorial y que surgieron toda suerte de cábalas a propósito de su presencia. Unos decían haberle visto casi volar entre los andamios y hasta hubo quienes, con más conciencia social, dejaron correr la nueva de que su presencia se debía a un castigo de los cielos por los impuestos extraordinarios
con los que el rey había gravado a su pueblo para contar con fondos para la buena marcha de la obra del monasterio, de tal modo que «los aullidos eran el gemido de los pobres, y las cadenas la opresión de estas imposiciones y otros cien disparates como éstos, si, como digo, no eran malicias».[153] Aquel verano, durante varios días, los aullidos del diabólico perro se incrementaron, hasta el punto de inquietar seriamente incluso a los miembros de la comunidad, que parecían los más reacios a admitir su carácter pretendidamente sobrenatural. Una noche, mientras los frailes se encontraban en maitines, los aullidos se
hicieron insoportables, parecían proceder de dentro mismo de la iglesia o que sonaban debajo mismo de los aposentos del rey. Fue entonces cuando nuestro Obrero Mayor, el lego Villacastín, se decidió a aclarar el misterio; saliendo junto con otro fraile, acudió a la bóveda de donde procedían los aullidos y, encontrando allí a un pobre perro que se había metido entre los andamios sin poder salir del laberinto de cuerdas y tablas, lo sacó asiéndole del collar y, ni corto ni perezoso, lo subió hasta el claustro grande y lo ahorcó de un antepecho, donde todos pudieron verle colgado a la mañana siguiente al acudir a misa. Con
ello se apagó el recóndito terror y desaparecieron los malos agüeros que ya se habían convertido en la comidilla del reino, pero quedó patente también el ambiente de inquietud que comenzaba a extenderse en torno a la obra escurialense, considerada por unos como reflejo fiel de la grandeza del reinado, pero también, por parte de otros muchos, como la manifestación inmediata de un real y costoso capricho que amenazaba seriamente la ya precaria prosperidad del reino. En cualquier caso, El Escorial no era para nadie un monumento más, sino una obra emblemática, recónditamente mágica, que, con su existencia, implicaba la vida
de todo el reino e involucraba a todos los españoles en el proyecto de su monarca. Los malos vientos del año 1577 —el año de los once sietes— se completaron todavía con dos sucesos más que sembraron de inquietud el entorno del monasterio. Uno de ellos, el de menor envergadura, fue el prendimiento de un pederasta, hijo al parecer del panadero de la reina doña Aria, que fue sorprendido en plena comisión del pecado nefando, juzgado, condenado a la hoguera y ejecutado allí mismo, junto a la obra del monasterio, el 7 de noviembre de aquel mismo año.[154] Otra vez el maldito número 7 hacía acto de
presencia, apenas dos días antes de que todo el mundo pudiera ver desde allí mismo un enorme cometa cuya aparición fue masivamente interpretada como una grave amenaza para el vecino reino de Portugal, al que esperaban toda suerte de desgracias inmediatas.[155] Cosa que, por cierto, no tardaría en convertirse en realidad, con la muerte del rey don Sebastián durante su expedición a Marruecos. Pero aquel doloroso agüero celeste supuso también el casi inmediato acceso de Felipe II al trono luso, después del esperado fallecimiento del inmediato sucesor del monarca muerto, el viejo y gastado cardenal infante don Enrique. Con aquella expansión de sus
propiedades, ya dueño y señor de la Península entera y de las posesiones portuguesas de ultramar, el nuevo Salomón[156] comenzaba a ver hecha realidad su recóndita aspiración a la definitiva unidad peninsular como parte de su proyecto supremo: el gobierno del mundo. Y la obra de su vida, El Escorial, adquiría su pleno sentido como réplica o incluso como restauración del Templo de los Templos. Y así lo mencionan desde muy pronto fray Juan de San Jerónimo (1591) y Juan Alonso de Almela (1594), del mismo modo que califican a su promotor, Felipe II, como Nuevo Salomón. Admitido el paralelismo a pies
juntillas, ya sólo se trataba de dilucidar qué Templo sería aquel del que El Escorial tenía que ser reflejo con aires universalistas e integradores. Pues en las Sagradas Escrituras no se habla sólo de un Templo, sino de dos. Uno fue el que construyó Salomón al dictado de Yavé, el que fue tres veces construido y dos reconstruido a lo largo de la historia del Pueblo de Israel, el que se describe con todo detalle en el Tercer Libro de los Reyes y en el Segundo de las Crónicas.[157] Y aún hay otro, el reconstruido por Herodes, que es mencionado por Flavio Josefo en sus Antigüedades Judías. El segundo Templo es el que Yavé describió a
Ezequiel en su profecía como eje del mundo y centro de la Jerusalén celeste. [158]
El problema, a la hora de establecer cuál pudo ser el modelo simbólico con el que se debería identificar el monasterio de El Escorial para darle su verdadero sentido, era el de saber si ambos templos descritos en la Biblia, el de Salomón y el de Ezequiel, eran el mismo o representaban dos conceptos distintos de la Casa de Dios. Felipe II callaba. Nunca, que se sepa, se pronunció ante este problema; simplemente, dejó que los demás polemizaran y financió por igual las dos posturas principales del debate,[159] que
representaban también dos extremos enfrentados de la Tradición arcana y, en consecuencia, dos maneras de contemplar lo que El Escorial debería representar según los fines que íntimamente había concebido el rey como destino final de su obra. Arias Montano, gran hebraísta y profundo conocedor de las Sagradas Escrituras, insistió siempre —y en esto coincidía con los escritos de san Jerónimo, que posiblemente fue el primero en plantear este problema— en que nada tenían que ver ambos templos: el visionado por Ezequiel y el construido por Salomón. El real y palpable fue una construcción llevada a
cabo por los hombres. Y por ello, a pesar de su evidente sacralidad, se veía condenado a cargar con la tara de todo lo humano. El soñado por el Profeta, por el contrario, había sido concebido directamente por Yavé; era, pues, un templo simbólico, inmaterial, destinado a ser visto y vivido en espíritu por los elegidos y contenedor en sí mismo de la esencia incontaminada de Dios. El padre jesuita Villalpando, discípulo de Juan de Herrera, tomó como modelo del templo de Jerusalén el de Ezequiel, insistiendo en que ambos eran el mismo y que el segundo no era sino la materialización del primero, aunque la descripción de ambos en la
Biblia difiere considerablemente. Por lo tanto, su posible traza, la que él dibujó cuidadosamente en los prolijos dibujos de su libro, con sus plantas y sus alzados, respondía también, según él, a lo que fue en la realidad el de Jerusalén. Curiosamente, esas trazas seguían los módulos arquitectónicos establecidos por Vitrubio y nada tenían que ver con la tradición hebrea, sino con la que se consideraba la Gran Tradición universal, según una concepción simbólica de la Arquitectura, más allá de cualquier adaptación a las necesidades materiales que exigiría cualquier edificio, por sagrados que fueran sus fines.
En este sentido, Villalpando, con toda probabilidad, no hizo sino seguir los conceptos arquitectónicos que compartía con su maestro, con lo que la polémica, más que afectarle a él, se centraba en la diferencia existente entre el paradigma sagrado defendido por Juan de Herrera y, casi con absoluta seguridad, por Juan Bautista de Toledo, que habría sido el autor de las primeras trazas en las que se basó la obra entera de El Escorial. No hay más que comparar dichas trazas con las que Villalpando atribuye al templo de Jerusalén para darse cuenta del indudable mimetismo que existe entre ambas, al contrario de lo que expresan
los cuidadosos dibujos de Arias Montano incluidos en el Apparatus publicado como anexo a la Políglota de Amberes. Comenzando por la división tripartita del monasterio escurialense, estructurado de norte a sur a partir de tres espacios concretos —convento y palacio a los lados e iglesia en el centro —, equivalentes a los tres módulos del templo de Ezequiel —Elam, Hemal y Debir— y destinados a cumplir el triple fin de la construcción sagrada por antonomasia, veremos que toda la estructura del monumento se corresponde hábilmente adaptada a las necesidades inmediatas y a los fines a
los que estaba destinado.
Pues El Escorial, tal como se
planteó, fue la materialización de una idea universal que abarcaba todos los aspectos del cosmos, aun los más aparentemente alejados de los fines espirituales inmediatos que se proclamaban como esenciales de aquel monumento. El padre Sigüenza, a este respecto, decía que, igual que Galeno veía la sabiduría divina en la armonía celestial expresada por el cuerpo humano, así cabía afirmar de la armonía sagrada aplicada a la concepción misma del monasterio. Una armonía que, tendríamos que añadir, venía expresada no sólo por la estructura del monumento —su continente, en cierto sentido—, sino también a través de todos los
testimonios de la vida y de la naturaleza que entrarían a formar parte de su contenido. Precisamente es esa condición a la que he llamado griálica. Allí se trató de aunar en un solo proyecto la memoria inmediata y palpable del poder y de la santidad. La del poder, representada por el palacio, pero también por el panteón que contendría los cuerpos de todos los miembros, parientes y sucesores de la familia de aquel aspirante a soberano universal que había concebido su construcción. Ya antes de que las obras se dieran por finalizadas, el rey fue trayendo al monasterio todos los restos reales que tuvo a mano, desde los de su
padre, por cuyo recuerdo aceleró el comienzo de las obras, hasta los de su propio hermano bastardo, don Juan de Austria, mandados traer a su muerte desde Flandes para ocupar su sitio en la cripta. La memoria de la santidad y su supuesta influencia benéfica sobre el conjunto, se materializó a través de las innumerables reliquias de santos y mártires que Felipe II fue mandando recoger o comprar allí donde pudieran hallarse, hasta constituir la inmensa colección de cuerpos, miembros y testimonios santos que llegó a acumular el Real Sitio. El padre Quevedo, en su citado libro, hizo una lista muy completa
de todos aquellos santos recuerdos. Para reunirlos, se buscaron reliquias por todos los rincones de España, sin que importara el precio que hubiera que pagar por ellas o las contraprestaciones a las que hubiera que ceder por obtenerlas. Otros agentes reales recorrían Europa buscándolas y aun varios años después de terminadas las obras, en 1597, uno antes de la muerte del rey, llegaron al monasterio, después de recorrer en procesión media España, cuatro enormes cajas repletas de reliquias arrancadas casi a la fuerza de zonas de los Países Bajos y Alemania donde ya se habían impuesto definitivamente las ideas protestantes.
Se adaptaron armarios enteros para contener aquellos despojos, pero también se incrustaron entre las piedras del monasterio, en las agujas que remataban las torres, bajo los altares y detrás de los retablos. Y hasta se convertía en reliquia cualquier recuerdo procedente de quien se sospechaba que sería algún día reconocido como santo, aunque la Iglesia no lo hubiera proclamado como tal; así sucedió con el anillo que la ex reina de Escocia María Estuardo hizo mandar al rey antes de ser decapitada y que entró a formar parte de la colección de santos recuerdos apenas llegó a su destino. Así llegó a reunir Felipe II en El Escorial hasta 7.500
reliquias, buena parte de las cuales se perderían durante la invasión napoleónica. Y todas las que no fueron empotradas en altares y en diversos rincones del edificio, se guardaban en unos armarios enormes situados entre la iglesia y la sacristía y muy cerca de los aposentos privados del monarca, de quien se sabe que acudía a menudo a verlas y venerarlas en privado, lo mismo que un usurero habría acudido a contar las monedas que constituirían su inapreciable tesoro.[160] Pero el gran templo universal que pretendió Felipe II que habría de ser El Escorial no podía cumplir su función únicamente a partir de lo que
ortodoxamente se consideraba como sagrado. La naturaleza misma, como obra que era de Dios, tenía que incorporarse al monasterio. Y así se plantaron árboles y plantas procedentes de todos los rincones del imperio; y las plantas y los animales que no pudieron traerse fueron primorosamente dibujados para formar parte de las colecciones que se acumulaban en la biblioteca, con los dibujos del naturalista Rodríguez a la cabeza. Del mismo modo, si un día aparecía un extraño cetáceo en las playas valencianas, no transcurría tiempo sin que los huesos de su cráneo entraran a formar parte de la colección
escurialense. Otro día se traía un elefante, o un hipopótamo, o un felino de las lejanas tierras americanas. Y lo mismo que el muestrario de la obra de Dios proporcionado por la naturaleza, así se acumulaba también el arte y se incorporaban a la pinacoteca de El Escorial los cuadros y las esculturas de los artistas más destacados del momento. Sólo la lista de pintores que colaboraron con su obra en los lienzos y en los frescos de El Escorial constituye ya una completísima muestra de la historia del arte de su tiempo. Y, aparte de genios como Tiziano o El Greco —por quien, por cierto, Felipe II no mostró demasiado entusiasmo—, nos
encontramos con la flor y nata de los que contaban en aquel momento, sobre todo en España y en Italia, pues los de tierras del Norte, si exceptuamos la querencia alquímica de Felipe II por el Bosco, contenían cierto tufillo protestante que no complacía a la pituitaria estética del soberano. Así, la lista se hace casi interminable. Allí encontramos a Romulo Cincinato[161] , Luca Cambiasso, llamado Luqueto, el autor de la bóveda del coro, pintada probablemente al dictado de la idea de la Piedra Cúbica de Herrera,[162] Navarrete el Mudo, Federico Zucharo, Pelegrín, Barroso, los hijos del Bergamasco, Francesco Urbino,
Bartolomé Carducio,[163] Carvajal o Sánchez Coello. Allí encontramos igualmente a los escultores de mayor prestigio, desde Leone y Pompeo Leoni, autores de los monumentos funerarios de Carlos V y Felipe II, hasta Benvenuto Cellini, que es el autor de la imagen más que significativa de un Cristo totalmente desnudo que sólo en El Escorial podría haber encontrado acomodo en medio de la moral eclesiástica imperante. Porque precisamente El Escorial, en tanto que concebido como lugar esencial de poder, estaba por encima de los preceptos emanados de una autoridad eclesiástica que Felipe II nunca permitió que atentase contra su voluntad; y fue un
espacio privilegiado donde se ejerció la devoción y se aplicó la doctrina tal y como el soberano la concebía. Y, como tal, gozó de una especie de derecho de asilo como el que tuvieron antaño las iglesias y aun superior; de hecho, ninguna autoridad eclesiástica, del pontífice abajo, pudo inmiscuirse en la obra ni en su concepción ni en nada de lo que allí se hacía, o se estudiaba, o se tramaba, sino que tuvo que acatar la voluntad del monarca que era su dueño absoluto y el que aplicaba en torno suyo el esquema vital que había asumido. Naturalmente, Felipe II se proclamaba católico a ultranza y, como tal, aplicaba su doctrina hasta sus
últimas consecuencias. Pero, considerándose dueño y señor de su propio catolicismo, lo ejerció a su manera y sin pedir permiso para ese ejercicio, antes bien oponiéndose a cualquier injerencia que pudiera venir a indicarle qué debía obedecer y cómo tenía que comportarse, aunque guardando las normas establecidas. Posiblemente, la Biblioteca de El Escorial viene a constituir el ejemplo emblemático de este esquema de poder. Pues, tratándose de una biblioteca presuntamente monástica, contuvo desde sus inicios toda suerte de libros que pudieran colaborar al Conocimiento Integral que se propiciaba desde ella,
sin que traba alguna pudiera impedir el acceso a ese saber, oculto para los demás. A este respecto, resultan significativos algunos de los documentos que se han conservado, en los que se adivina esta libertad de la que gozaron quienes la utilizaron como fuente de información y de estudio. Fray José de Sigüenza, en su libro tercero, confiesa: «Algunos han querido reprehender que en esta librería haya mucho deso poético y gentil, y paréceles que en librería no sólo cristiana, mas aún de convento de religiosos y Jerónimos, no había de haber nada de eso, ni oler a cosas profanas. Todo habla de ser figuras e imágenes de santos, historias
del viejo y del nuevo Testamento, sin mezclar sacra prophanis. Razón es [esta] de gente ignorante e hipócrita. A cada cosa se ha de guardar su decoro; eso es para el claustro, sacristía, capítulos, coro y otras piezas del estado y de la observancia. Las librerías son apotecas y tiendas comunes para toda suerte de hombres y de ingenios. Los libros lo son; así lo han de ser las figuras». Consecuencia de esta postura es la carta que reproduzco a continuación, dirigida en "enero de 1585 al secretario de Felipe II, Zayas, por el bibliotecario fray Juan de San Jerónimo, donde se dice: «Para que se haga la expurgación
general de la librería real deste monasterio con la autoridad debida, y se excuse que el Sr. Arzobispo de Toledo no envíe en nombre de la Inquisición algún fiscal para ello, es necesaria la venida del Dr. Arias Montano. Del pues se tiene satisfacción de su mucha cristiandad, letras y experiencia, con que se hará este ministerio con la fidelidad que convenga». Arias Montano, por aquel entonces, se había retirado ya a su peña de Alájar en busca de la necesaria tranquilidad que andaba buscando desde años atrás. Pero, ante el requerimiento real, regresó al monasterio por algún tiempo para cumplir con el encargo que
se le hacía, sin duda agradable para él, puesto que se le daba la oportunidad de defender los fondos de la Biblioteca contra la intervención indiscriminada de los enviados del Santo Oficio. Su Memorial de Libros vedados que se hallan en la librería de San Lorenzo el Real se encuentra en el Archivo Histórico Nacional[164] y es todo un ejemplo de sutileza y de buen capear sin despertar las sospechas de Roma y de la Inquisición en aras del conocimiento. Merece la pena transcribirlo aquí en toda su integridad: «En el catálogo de los libros prohibidos por la Inquisición hay
cuatro géneros de libros prohibidos. Los primeros son de heresiarcas y tratan principalmente de religión y costumbres. De éstos no hay ninguno en la librería de San Lorenzo, y si se hallasen algunos, seña bien que se quemen, porque no sirven de nada, y está escrito contra ellos suficientemente. Los segundos son de herejes y sospechosos en la fe, y no tratan de propósito de cosas de religión y costumbres, aunque tienen algo por qué los vetaron. Éstos se pueden guardar en la librería para dos efectos: porque en otro catálogo los mandaron espurgar porque son buenos libros y es bien que
no se pierdan, o porque se podrían limpiar de lo malo que contienen con licencia e imprimirse de nuevo y con nuevo título;[165] y de éstos hay algunos en la librería, como son cosas de Gesnero, Cardano, Puesio y otros. Los terceros son de autores católicos y píos, que tratan de religión y costumbres, y éstos también se pueden guardar para los dos fines que he dicho en los segundos. De éstos también hay algunos, como son las obras de Henrico Herpio, que se han impreso en Roma, después de que se vedaron en España; los problemas de Jorge Veneto y otros. Los cuartos son los que están
mandados expurgar en el catálogo, y de éstos hay mucha cantidad, y para éstos se pide le den facultad al prior de San Lorenzo para que siempre que se ofrezca (ofrécese a cada paso) pueda expurgarlos, pues tiene esta licencia el cura de Valdemorillo, y es afrenta que habiendo en esta casa más libros que en una ciudad vayan a una aldea a expurgarlos cuando es menester. Suplico a S. Magestad que se dé licencia, porque a cada paso tenemos mil escrúpulos en la librería, encontrando en ellos y leyéndolos, y es cosa que no se puede hacer de una vez, porque cada día vienen libros nuevos, y los que están acá son en mucho número
y se tardará mucho tiempo en limpiarse y si mañana sale otro catálogo, como se sospecha y es menester, podrían haberse echado a perder muchos buenos libros». En aquellos años seguía siendo bibliotecario fray Juan de San Jerónimo. En los siguientes cumplieron estas funciones el padre Sigüenza primero y fray Lucas de Alaejos después. Y en los escritos de ambos se acusa la marcada influencia espiritualista que les contagió don Benito Arias Montano, a pesar de lo cual nunca fueron molestados por ello por el Santo Oficio. El Escorial asumió así, en cierto
sentido, el carácter de templo con derecho de asilo que tuvieron las iglesias en tiempos anteriores. El hecho de que algo se encontrase o buscara refugio en su recinto lo hacía inviolable para cualquier autoridad que no fuera la de su dueño y señor. Y así, del mismo modo que un Cristo podía allí mostrar impunemente sus genitales sin que clérigo alguno pudiera rompérselos a martillazos o borrarlos con una capa de pintura, como sucedió incluso y nada menos que en la Capilla Sixtina vaticana, los armarios de su biblioteca podían albergar libros perseguidos; precisamente por encontrarse allí, podían dormir tranquilos en sus estantes
para servir al conocimiento de quienes habían recibido permiso del monarca para ejercer su cristianismo por encima del bien y del mal proclamado por decreto desde la intransigente autoridad romana, tan a menudo enfrentada a las aspiraciones políticas de Felipe II.
11 Un mundo de videntes, soñadores, y presagios y noticias de tesoros escondidos, con algún que otro intento fraudulento
El mundo de los sueños, a pesar de las más modernas tendencias de la psicología —y hasta quién sabe si precisamente a causa de ellas— sigue siendo no sólo un misterio para el ser humano, sino, en buena parte, fuente principal de su pensamiento ocultista y de todas las tendencias mágicas que hacen acto de presencia en nuestra existencia. Al mismo tiempo, se incardina de tal manera en nuestra más profunda intimidad que solemos resistirnos, incluso inconscientemente, a retenerlos en la memoria, quizá por temor a que nos descubran ante los
demás nuestra propia sombra junguiana. Así han pasado a formar parte del subconsciente o, al menos, de algo que hemos dado en considerar como tal. A pesar de ello, persiste de antiguo una corriente analógica generalizada que no podemos soslayar. Procedente de las profundidades de la Tradición nos empuja a separar el mundo de los sueños de nuestra propia identidad y a no considerarlos como simples productos de la mente. Por el contrario, tendemos a considerarlos más bien como misteriosas escapadas de la conciencia por inextricables sendas del espacio y del tiempo, permitiéndonos recorrer lugares y vivir momentos que
nada tienen que ver con nuestras vivencias interiores. Entonces, los identificamos con la supuesta objetividad de lo que nos rodea y, sobre todo, con el misterio que determina nuestro destino y el de nuestro entorno. Incluso existe una corriente científica marginal, aunque no por ello menos rigurosa y digna de tomarse en cuenta, que ha tratado de penetrar experimentalmente en este aspecto de lo onírico y ha llegado a conclusiones inquietantes para las mentes más rabiosamente racionalistas,[166] apuntando la posibilidad física de que el ser humano pueda romper durante el sueño las barreras del tiempo e
internarse en un espacio-tiempo einsteiniano del que sólo admitimos su vertiente teórica, pero nunca su eventual posibilidad de convertirse en evidencia experimental. Ha habido incluso investigadores rigurosos de los saberes tradicionales que han apuntado la posibilidad de que las profecías de Nostradamus respondieran a este tipo de experiencias; y que su complicada interpretación se debiera a que el mago habla en sus Cuartetas y en sus Décadas de instantes de un futuro que habría contemplado en estado onírico, aunque le resultaron imposibles de fijar en un espacio cronológico determinado. De ahí sus aparentes incongruencias y su
falta de concreción temporal a partir de instantes de un tiempo que caía lejos de su inmediata percepción consciente. Es decir, que posiblemente pudo tener la percepción de qué iba a ocurrir y dónde en el futuro que describía, pero ignoraba en qué instante de dicho futuro iba a suceder lo que había visto. Sería en esas circunstancias cuando el sueño se convertiría supuestamente en visión, en agüero o en profecía. Y es esa presunta cualidad la que ha dado pie a la mayor parte de las videncias que, en la boca o en la pluma de los agoreros, han tratado de adivinar el destino de una persona, de un colectivo, de un país o de la Humanidad entera. Una lógica
racional, aferrada a los conceptos físicos —palpables— del espacio y del tiempo, niega tajantemente esa posibilidad. Sin embargo, el componente analógico del entendimiento humano la admite, aunque ignore los eventuales caminos que sigue para saltar sobre esas barreras temporales que consideramos imposibles de atravesar. Hay épocas de la historia en las que la misma inseguridad que planea en el ambiente empuja a la urgencia de buscar una luz que ilumine el futuro. Suele suceder esto, con preferencia, en tiempos de crisis generalizada, en momentos inseguros de la historia en los que el destino parece presentar pocas
perspectivas de un futuro de tranquilidad y bienestar. En esas situaciones, los seres humanos, lo mismo que se entregan a los supuestos poderes de sanadores y curanderos cuando les falla la fe en la sapiencia de los médicos, se confían a los agüeros de los videntes o a las lecturas planetarias de la Astrología para atisbar y adoptar unas normas de conducta acordes con lo que predice el destino que les dicen leer. En lo concerniente a la Astrología, el siglo XVI y, concretamente, el casi medio siglo que abarca el reinado de Felipe II se mostró tan inclinado a ella como cualquier otro instante de la historia, sino más. Hoy sabemos —y ahí
están las cartas astrales para demostrarlo— que el rey, a la hora de tomar sus más importantes decisiones, se guió a menudo por horóscopos puntuales y sobre todo, por los pronósticos de la Carta Astrológica que le preparó Matías Haco en su juventud y que se encuentra en la biblioteca escurialense.[167] Naturalmente, la tal carta, conocida como el Prognosticon, fue hecha pensando en la importancia del personaje que la encargaba. Sin embargo, estudiándola con cuidado, se aprecia la sinceridad de quien la realizó y su sutil manera de exponer sus aspectos más negativos, de manera que
no pudieran ofender el orgullo del que el mismo Haco cita con deliberado anonimato como «el Nativo», al que lógicamente halaga siempre que se presenta la ocasión: «De aquí resulta bastante claro qué extraordinarias dotes son concedidas a este nativo, qué cualidades naturales más virtuosas e íntegras, cuántos valores humanos, qué poder tan heroico y tan completo; así es, observa el corazón del león en la décima casa, en la radiación benéfica de Júpiter y de Venus; observa también que el punto culminante del cielo está a la vista de su regente. Todos estos datos indican el más grande dominio e imperio, de tal modo que no habrá otro
igual ni mucho menos superior». Estudiando su texto, y aun reconociendo aciertos parciales, coincidencias más o menos curiosas — por ejemplo, el que fija, con bastante exactitud, el año del ascenso al trono del monarca (1556)—, sorprende comprobar, sin embargo, que Felipe tomó en cuenta muy a menudo aquellos pronósticos, hasta el punto de seguirlos eventualmente con una exactitud que nos permite suponer que creía en ellos más que en las conveniencias políticas o en las oportunidades personales que se desprendían de su cumplimiento. Incluso cabe sospechar que ciertas decisiones del monarca, como la de su boda con su
tía María Tudor, a todas luces absurda, pudo deberse al idílico panorama de felicidad conyugal que Haco anunciaba para aquel año (1554), vaticinando una unión en la que la esposa seguiría amorosamente al esposo en todos sus viajes, cuando la realidad demostró que, antes de un año, Felipe abandonaría a su esposa en Inglaterra y apenas volvería a verla, ni siquiera después de su muerte (1558). Igualmente, la carta pronosticaba para el príncipe una vida repleta de viajes y profundas experiencias por todos sus reinos, cuando lo cierto fue también que, desde su regreso a la Península después de la campaña contra Francia y el Papado, no
volvió a salir de ella en los cuarenta años que le quedaban de reinado.[168] A pesar de todo ello, Felipe no sólo conservó durante toda su vida varios de sus horóscopos y los consultó con asiduidad, sino que muchas de sus decisiones, unas equivocadas y otras incluso indiferentes, al menos en apariencia, fueron producto de aquellas consultas. Así sucedió con el momento previsto del traslado de la corte a Madrid. La exaltación de la ciudad a capital del reino fue decidido según el consejo de las estrellas, pues así adquiría la futura sede real su propia carta astrológica, que habría de servirle como indicativo propicio a lo largo de
su historia futura.[169] Por su parte, las fechas de la colocación de las primeras piedras en el monasterio y en la iglesia de El Escorial fueron decididas con arreglo a fechas astrológicamente favorables.[170] La Astrología guió igualmente el instante de zarpar la Invencible —algo que para muchos constituyó un horóscopo equivocado—, el día y hora del prendimiento del príncipe don Carlos, el ataque a la ciudad sitiada de San Quintín, las fechas exactas de las cuatro bodas del rey y, en general, muchos de los momentos cruciales del remado. Por supuesto que estas tendencias no fueron exclusivas de Felipe II, sino que
formaron parte íntima de la vida del país y de muchos de cuantos rodeaban al monarca. De Antonio Pérez, que fue su secretario de Estado y, con el tiempo, uno de sus peores enemigos, se sabe que «vivía rodeado de una comunidad de fervorosos de la Astrología; y que, como lujo inusitado, que en toda España se comentó, tenía un astrólogo de cámara, el clérigo La Hera».[171] Incluso se tiene constancia de que, perseguido por la Inquisición después de haberse refugiado en tierras aragonesas, explayó sus odios hacia Felipe II mediante un extraño acertijo astrológico que le fue entregado como prueba de cargo al tribunal inquisitorial
que había incoado proceso contra él y que, una vez resuelto, demostraba claramente que se había valido de horóscopos y mensajes de los astros para lanzar sus invectivas contra el rey y augurarle una muerte cercana.[172] El monarca conocía al dedillo todas aquellas estratagemas. Y sin duda, también las creía, lo que determinó muchas de sus reacciones aparentemente atolondradas y varios de los que los historiadores consideran caprichos poco fundamentados de su personalidad. Siguiendo las tendencias del soberano, tan infalible e incluso necesario se consideró el conocimiento astrológico como ciencia fundamental y
digna de estudio, que las mismas Cortes de Castilla, en 1570, solicitaron de Felipe II que mandase que la graduación universitaria en Medicina no pudiera concederse sin que el candidato fuera previamente bachiller en Astrología.[173] Sin embargo, en este sentido, la Iglesia oficial no compartía tales entusiasmos, al menos abiertamente. Y contra lo que sin duda era la voluntad no expresada del rey, la Iglesia no se conformó con mandar a la Universidad de Salamanca al inquisidor Juan de Arrese con un edicto condenatorio de dichos estudios, sino que el mismo papa Sixto V promulgaba en 1585 la bula Coeli et Terrae proclamando que Dios era el
único capaz de conocer el destino de los hombres y denunciando todo tipo de prácticas adivinatorias.[174] Algo que, como veremos, él mismo estaba lejos de aborrecer. En dichas prácticas —y más aún en la agorera de los sueños que en la astrológica, que parecía exigir otras implicaciones científicas— estaba involucrada toda la sociedad española de su tiempo. Las clases populares, por instinto primario e impulsos numinosos inmediatos; las que tenían acceso a una educación superior: clero, nobleza y alta burguesía, porque la misma filosofía humanística, a través de las tendencias neoplatónicas y lulianas, así como por el
auge de los estudios cabalísticos vertidos al cristianismo, estaba dando muestras de una inclinación de corte intelectual hacia los saberes tradicionales y a través de ellos, mostraba una peligrosa querencia hacia aquellas posturas mágicas que se encontraban sometidas a estrecha vigilancia y siempre bordeando el filo de la condena eclesiástica, a paso y medio de una comparecencia culpable ante los tribunales del Santo Oficio. Naturalmente, todo eso sucedía cuando el rey lo consentía y lo propiciaba. Y la Inquisición podía contar con tal consentimiento siempre que los afectados no gozaran de una
estima concreta o del especial interés particular del monarca. Pues si tal llegaba a suceder, flotaba en torno al asunto como una conspiración de silencio que permitía a los presuntos afectados continuar con sus prácticas sin que a nadie se le ocurriera llamarles siquiera la atención o fueran requeridos para declarar ante los inquisidores. Eso hizo, entre otras cosas, que las ideas familiaristas de Arias Montano pudieran expresarse con toda libertad, aunque con discreción, y que no sólo el maestro pudiera convertir literalmente a su ideario a varios frailes jerónimos de El Escorial y que los libros de los líderes de su secta circulasen sin problemas por
las universidades y entre la intelectualidad española de su tiempo, [175] sino que el propio Montano, cuando abandonó su cargo en el monasterio, pudiera inaugurar en Sevilla y en su famosa peña de Alájar una suerte de escuela de estudios bíblicos con fuertes implicaciones espiritualistas. Y que hasta Pedro de Valencia, su discípulo predilecto, pudiera crear más adelante un centro de enseñanzas montanistas en Zafra, donde se veneraban sin paliativos las ideas de los familiaristas flamencos importadas desde Amberes por el maestro. Otro tanto podríamos decir del otro gran personaje escurialense, Juan de
Herrera, que no sólo vimos cómo se interesó por las prácticas mágicas derivadas de las enseñanzas lulianas, sino que pudo llegar a ser, como sugiere Taylor,[176] el maestro de saberes mágicos de Felipe II y el beneficiario de una serie de experiencias marginadas con sentidas. Así se desprende del permiso que le fue concedido para emprender la prospección de tesoros escondidos, algo que estaba, si no estrictamente prohibido, sí puesto bajo la especial vigilancia de los tribunales inquisitoriales, precisamente por lo que aquella búsqueda contenía de implicaciones ocultistas y de relación con las creencias y las prácticas que se
creían propias de mahometanos irredentos. Herrera, además, se interesó por el mundo de los sueños, lo mismo que Felipe II. Y si en la Biblioteca del primero, exhumada por Sánchez Cantón, [177] aparece curiosamente el tratado De Insomnium de Sinesio en la relación de libros de su propiedad entregados por el monarca a la Biblioteca de El Escorial figuran el De Somnium Interpretationes de Artemidoro y algunos libros más referidos al tema de los sueños proféticos. Precisamente esta inclinación del arquitecto Herrera por el mundo de la interpretación de los sueños le hizo involucrarse en un epi sodio
tremendamente curioso que, en cierto sentido, resulta emblemático a la hora de completar el universo ocultista de la España de Felipe II. Su protagonista principal —aunque hubo otros muchos que también lo fueron y de los que habremos de ocuparnos ahora mismo— fue una muchacha madrileña llamada Lucrecia de León, nacida la mayor de cinco hermanos en octubre de 1568 en el seno de la familia de media cepa.[178] Nunca asistió a escuela alguna, por lo que era prácticamente analfabeta, y ya desde muy niña, aunque sólo se conocían sus cualidades en el ambiente familiar más inmediato, dio en soñar y en interpretar sus propios sueños y los
de sus allegados, dando muestras de unas dotes proféticas que sorprendieron a quienes la oían e indignaron a su propio padre, que, al parecer, trató de evitar aquellas peligrosas muestras de las facultades de su hija sometiéndola a algunas tandas de azotes que no hicieron efecto alguno sobre la muchacha. Todos estos detalles, como la mayor parte de los que vamos a narrar a continuación, fueron cuidadosamente recogidos en los distintos interrogatorios llevados a cabo por el Santo Oficio cuando el asunto cayó finalmente en manos de los inquisidores. Fue el caso que la familia de Lucrecia, aunque no muy íntima, tenía
amistad, probablemente de carácter comercial por parte del padre, con un personaje segundón de la nobleza española, don Alonso de Mendoza. Hijo, y luego hermano, de los condes de Coruña y descendiente directo de otro hermano del cardenal Cisneros, fue catedrático de Sagrada Escritura en la Universidad Complutense —de Al-calá de Henares— hasta que tuvo que abandonar el cargo para incorporarse como magistral a la sede catedralicia toledana. Se sabe de él que fue ferviente lulista —en algo tenia que seguir la tradición iniciada por su tío abuelo el cardenal—, que practicaba la alquimia y que tenía amigos entre todos los magos,
videntes y astrólogos próximos a la Corte, entre los que se contaba un tal Miguel de Piedrola. Piedrola era un vidente laico sin padres conocidos, que había adquirido por entonces cierta fama en las altas esferas debido a los aciertos que tuvo anunciando sucesos tales como la muerte en Flandes de don Juan de Austria y la del papa Gregorio XIII, al que sucedería, según dijo, precisamente Sixto V. Piedrola trasladó su residencia de Nápoles a Madrid, donde había solicitado del rey que se le permitiera indagar en la historia de su propia familia, porque una visión le había revelado que era descendiente del
último heredero de los reyes de Navarra. Felipe II, seguramente conocedor de su fama y tal vez interesado secretamente en sus visiones, le hizo dar dinero para que pudiera probar aquellos orígenes y, cuando los probó, le concedió una pensión que permitiría a Piedrola afincarse en Madrid, donde su fama ya se había confirmado. Allí pudo alquilar por algún tiempo una mansión donde recibía visitas y donde vivían sus criados a cuerpo de rey, mientras él elegía para sí como refugio una cueva de los alrededores de la ciudad. La gente se repartía entre quienes le admiraban y los que le vituperaban, pero entre sus
admiradores abiertos e incondicionales se encontraba el mencionado don Alonso de Mendoza, a quien Piedrola recomendó que tuviera en cuenta a Lucrecia de León, a la que, al parecer, conoció a través de uno de sus sueños proféticos. Hay que pensar que, si Piedrola y don Alonso sabían de Lucrecia, el rey tenía que saber también de ella, porque ninguno de los dos se ocupó de mantener su relación en secreto, sino que la divulgaron entre sus amistades de la corte, siempre próximas al soberano. Don Alonso quedó prendado de los poderes de la muchacha y de los aciertos que se cumplían en los sueños
de Lucrecia. Y, dispuesto a aprovecharse de ellos y conocer a través suyo tantas cosas como podrían revelársele, la puso en contacto con un fraile adscrito al templo de San Francisco, fray Lucas de Allende, muy amigo entonces del secretario real Antonio Pérez, al que encargó que se convirtiera en confesor de la muchacha y que transcribiera al pie de la letra todos sus sueños, que luego el fraile le iría pasando a él para estudiarlos y sacar de ellos las consecuencias que fuera menester. A partir de aquel momento, los sueños de Lucrecia de León comenzaron a ser la comidilla de la corte, pues los
que los transcribían —unas veces fray Lucas, otras, por encargo suyo, se dedicó a redactarlos un tal Domingo Navarro, un antiguo soldado metido a santiguador[179] que llegó a enamorarse de la muchacha— no se recataban a la hora de hacer públicas las señales proféticas que aparecían en ellos. Incluso se organizaron reuniones para comentarlos y analizarlos, a las que se sabe que asistieron en alguna ocasión fray Luis de León, que se mostró muy escéptico con ellos, y Juan de Herrera, que, como dije más arriba, estaba profundamente interesado en la oniromancia, como lo demostraban algunos libros de su biblioteca. Se habló
entonces de muchos aciertos surgidos de las pesadillas de Lucrecia, que llegó a pronosticar puntualmente la muerte de la reina doña Ana de Austria y el desastre de la Invencible. Al parecer, la fama de la muchacha llegó hasta Roma y el pontífice Sixto V envió al mismísimo nuncio para consultar a la vidente sobre cierto dinero que tenía que ser entregado a la Santa Sede.[180] Y hasta se sabe que otros videntes menos honrados que ella, como un individuo llamado don Guillén de Casáus, se aprovecharon de algunos de aquellos sueños para darlos a conocer como suyos. Otros más modestos siguieron con admiración los
sueños proféticos de la muchacha, como fue el caso de Martín de Ayala, llamado el Sacamanchas por ser tintorero, que tenía también sus pequeñas visiones y era admirador incondicional de la fama adquirida por sor María de la Visitación, otra monja iluminada de Lisboa sobre la que habremos de volver. Y todavía hubo otro pequeño visionario, apellidado Trijueque, que, como Sacamanchas, como Piedrola y como la misma monja lisboeta, coincidieron con Lucrecia de León, no sólo en el tiempo, sino en la más sonada de sus profecías, aunque la de la visionaria de Madrid fue la que más fama llegó a alcanzar, reuniendo en torno suyo todo un pequeño
ejército de fieles creyentes dispuestos a cumplir a rajatabla lo que sus sueños iban indicando que debía hacerse para que la profecía no se tornara en agüero desastroso para ellos. El asunto profético en cuestión fue, nada menos, el que llegó a ser conocido como la Nueva Pérdida de España. Tengamos en cuenta que se trataba de un tema recurrente, propicio a extenderse entre la ciudadanía ante un cúmulo de acontecimientos nada optimistas que estaban teniendo lugar en aquellos momentos, los últimos años de la década de los ochenta, cuando la campaña antifelipista ya emprendida a través de Antonio Pérez amenazaba,
junto a otras circunstancias, la estabilidad del reino. La gente vivía inquieta, creía ver señales por todas partes; y no sólo a través de la imaginación calenturienta de los videntes, sino hasta en los fenómenos naturales o en los que parecían más insólitos y aptos para transformarse en mensajes ocultos que avisaban de la proximidad de un desastre sonado. Recordemos: por entones, se dijo que en León llovió cera; y, por cierto, esa cera fue mostrada al rey en El Escorial para que la examinase. Incluso se habló de dos niños recién nacidos y mellizos, que se lanzaron a hablar apenas salieron del vientre de su madre, pronunciando uno
la palabra «mortandaz» y el otro «grandes trabajos». Más o menos, aunque los sueños de Lucrecia, hábilmente dirigidos por Mendoza y Allende, parecían los más coherentes, el gran agüero común a los distintos videntes venía a anunciar que se preparaba una gran invasión, emprendida conjuntamente por ingleses, franceses y musulmanes, que se apoderaría de toda la Península. Que dicha invasión, lanzada desde todos los puntos cardinales, terminaría con el rey y con toda la dinastía de los Habsburgo y que sumiría a España en una terrible crisis, de la que apenas se podrían salvar los que lograsen mantenerse a
buen recaudo en un cierto escondite que les serviría de refugio, hasta que llegase la hora de salir y restaurar el reino perdido. Al pairo de aquella profecía, se creó una asociación de presuntos salvadores de la patria encabezada por el mismísimo don Alonso de Mendoza: la Congregación de la Nueva Restauración; y de ella, según una transcripción atrabiliaria de los sueños de Lucrecia, saldría una nueva dinastía y hasta, según parecía entenderse, un papa español que renovaría la Iglesia. Incluso se comenzó a buscar con avidez el lugar donde tendrían que ocultarse aquellos elegidos de la fortuna, aunque nadie sabía por cuánto tiempo, hasta que
futuras visiones lo indicasen en su momento apropiado. El lugar elegido fue, finalmente, una caverna en las cercanías de Toledo llamada la cueva de Sopeña. Ni las más minuciosas pesquisas han permitido averiguar dónde estuvo emplazada, aunque se sabe que se encontraba en terrenos propiedad de don Cristóbal de Allende, hermano de fray Lucas, que la cedió para aquella operación de tintes semisecretos que se emprendió para preparar el acontecimiento en el que, por lo visto, todos creían. Incluso se tiene noticia de que fray Lucas, ya once años antes de las visiones apocalípticas de Lucrecia (1577), obtuvo un permiso
especial para celebrar la misa en el altar que se había improvisado junto a la entrada de la cueva. Naturalmente, debido a la cantidad de gente que tenía que encontrar refugio en aquel enclave y al tiempo impreciso que se suponía que tendría que permanecer en ella, la caverna en cuestión exigía ser reparada, ampliada y acondicionada con todo lo necesario para hacer viable su función. Es entonces cuando nos encontramos con la sorpresa —que no tendría que haberlo sido tanto— de que el mismo Juan de Herrera se ofreció para emprender aquellas obras y hasta colaboró con dinero para comprar los alimentos, las ropas y las armas y municiones que
habrían de almacenarse en la cueva, así como todo lo necesario —muebles, enseres y hasta elementos de ocio— que tendrían que servir para mantener allí cómodos y por tiempo indefinido a sus escogidos habitantes. La cosa llegó lo bastante lejos como para que la autoridad —sin duda alguna, el monarca en persona— considerase que era el momento de intervenir y cortar por lo sano, antes de que aquella locura colectiva comenzara a expandirse. Los sueños de Lucrecia de León se volvieron peligrosamente agresivos contra Felipe II y en ellos se le comenzó a acusar de tiranía y se destacó su culpabilidad en todos los
desastres habidos y por haber. Se le adjudicaron culpas unas veces ciertas y otras ficticias; incluso se le hacía responsable —ya dentro de España, lo que comenzaba a ser intolerable— del asesinato del" príncipe don Carlos. La Congregación comenzó también a hacer alarde público de su existencia, hasta el punto de confeccionar estandartes cuyo diseño, al parecer, había sido indicado por personajes que aparecían en los sueños de Lucrecia. Así, aunque este hecho no figura en acta alguna, es verosímil pensar que, en un momento determinado, fue el mismo Felipe II quien dio luz verde para que el Santo Oficio interviniera para acallar aquella
locura que estaba tomando peligrosos aires mesiánicos. Y entre septiembre de 1589 y mayo de 1590 fueron todos prendidos y metidos en las cárceles secretas de la Inquisición, Lucrecia incluida. Naturalmente, no vamos a entrar aquí en los detalles de los distintos procesos, que ya han sido desmenuzados convenientemente.[181] Sólo merece la pena recordar que, según las actas que se han conservado —pues la Inquisición dejaba siempre constancia de todas sus actuaciones— la muchacha soñadora fue, entre todos, la más dispuesta a colaborar con los interrogadores en todo aquel turbio asunto; y que, a través de
sus declaraciones, cabe sospechar que actuó siempre con toda su buena fe a cuestas, mientras todos cuantos se encontraban a su alrededor, aprovechándose con toda probabilidad de sus visiones, se habían dedicado a manipularlas conforme a sus criterios, transcribiendo a su manera lo que ella contaba y luego ni siquiera se le permitía leer, entre otras cosas porque nunca llegó a aprender las primeras letras. El proceso conjunto, aunque mejor habría que hablar de procesos paralelos y coincidentes, terminó en 1594. Don Alonso de Mendoza, que resultó ser el principal encausado, estaba ya
totalmente loco a su avanzada edad y fue recluido en el convento de agustinos de Toledo. Fray Lucas de Allende sufrió la misma pena, pero sólo por espacio de dos años. Y Lucrecia, a quien leyeron la sentencia el 20 de agosto de 1595, salió como penitente, con soga en la garganta y vela amarilla en la mano, abjuró de levi y la condenaron a cien azotes y a dos años de reclusión, siendo desterrada de Madrid y Toledo y diez leguas a la redonda para toda la vida. La reclusión la cumplió en el hospital de San Lázaro y, una vez terminada, dejó de saberse de ella. Este asunto, como puede comprobarse, no figura ni en los
manuales de historia ni en casi ninguna de las biografías de Felipe II. Sin embargo, debió de ser lo bastante inquietante en su tiempo como para ocupar un puesto de importancia en la preocupación diaria de los españoles de entonces, e incluso cabe pensar que del mismo rey. Pues es fama que el monarca trató siempre de mantenerse al corriente de todo cuanto se cocía en sus tierras. Y, si tenemos en cuenta que muchos de los que intervinieron en aquel tinglado, desde Herrera al alguacil visionario Trijueque, sin olvidar al propio don Alonso de Mendoza, fue gente más o menos próxima a la corte y más o menos también en contacto con personas
cercanas al rey, cabe suponer que éste tuvo cumplida noticia de todo lo que iba sucediendo y que debió de contemplarlo, cuando menos, con una cierta curiosidad, pues la intervención inquisitorial se llevó a cabo en el momento oportuno, cuando dejó de tener interés la posibilidad de que aquellos agüeros apocalípticos supuestamente soñados por Lucrecia dejasen de representar un peligro más que hipotético. Todo estaba sucediendo, además, en un instante crítico para el país, en el que se unía el desastre de la Invencible, anunciado también por los sueños de la visionaria Lucrecia, con el monumental tinglado del asunto de
Antonio Pérez, del cual fueron amigos —y hasta partidarios en su momento— los dos protagonistas decisivos de este asunto, tanto don Alonso como fray Lucas de Allende, este último en concreto tan amigo, aunque luego renegó de ello ante los tribunales, que incluso recibió en secreto del secretario encarcelado joyas y otros bienes para que se los pusiera a buen recaudo hasta que se aclarase su delicada situación. Don Alonso, por su parte, era un lulista casi diríamos que practicante, a más de haber realizado sus pinitos en el campo de la Alquimia y de la magia. Fuera acreedor en el último momento de la simpatía o la antipatía del rey, estaba
inmerso —y Felipe II lo sabía— en el mismo universo analógico que formaba parte de la querencia discreta del soberano y de un sector de su entorno inmediato, lo que, sin duda, le concedía un margen de relativo interés en cuanto a los asuntos en los que pudiera encontrarse involucrado. Y sólo cuan do se hizo evidente que, detrás de éste, había un conato de rebelión —aunque dicha rebelión no fuera activa, sino pasiva y dejada en manos de la Providencia—, se decidió poner fin a su desarrollo y terminar de un plumazo con sueños y presuntas mancias y visiones en los que el mismo rey andaba puesto en tela de juicio. Pues si algo no
consentía Felipe II era precisamente la duda de ninguno de sus súbditos sobre su condición de monarca absoluto que se había adjudicado, por encima de cualquier juicio. Así, lo mismo que puso precio a la cabeza de Guillermo de Orange cuando éste entró directamente en el terreno de las descalificaciones a través de su Apología, y lo mismo que actuó contra su hijo el príncipe don Carlos en cuanto éste se rebeló abiertamente contra él y sus decisiones, igual que se había levantado contra la Santa Sede cuando Paulo IV se permitió negarle su derecho ilimitado a ser el monarca más poderoso de la tierra y a decidir la catolicidad española al
margen de los decretos vaticanos, así terminó de un plumazo con las actividades mágicas de la Congregación comandada por Mendoza y servida por la vidente Lucrecia, en cuanto sus sueños comenzaron a atentar contra el propio convencimiento del rey sobre el destino que Dios le tenía reservado: el de convertirse en rey indiscutible de un mundo en el que ya era el soberano más poderoso. Todavía hubo otro asunto que rozó los límites de lo fantástico en los últimos años de la vida del rey Felipe y dejó una impronta de misterio que traspuso su muerte para prolongarse por
algunos años durante los primeros del reinado de su hijo. Tampoco se trató de un acontecimiento decisivo capaz de poner por sí mismo una nota digna de figurar en los manuales de historia, pero sí constituyó la comidilla del reino por algún tiempo y su recuerdo puede ayudar ahora a que nos formemos una idea del panorama analógico que sirvió de fondo a una parte fundamental del vivir de los españoles y hasta rozó sutilmente la vida de la corte junto con otros acontecimientos más trascendentes y decisivos. Su protagonista, además, no fue en modo alguno un personaje de peso en la política o en la cultura de su tiempo,
sino un cristiano nuevo, descendiente de moriscos granadinos, que probablemente tuvo conciencia del triste y cercano destino que aguardaba a sus hermanos de marginación y trató de detener un exilio cantado: un acontecimiento que tendría lugar pocos años después y que ya se masticaba como inevitable en el ambiente de la Granada de fines del siglo XVI.[182]. Sin duda, los sucesos de la historia, por mucha entidad propia que tengan en sí mismos, obedecen a un contexto determinado y no nacen por generación espontánea, sino como consecuencia de un ambiente que los propicia. Y este del que vamos a ocuparnos ahora arrastraba
sus motivaciones desde la terrible y salvaje guerra de las Alpujarras (1568) y, más atrás todavía en el tiempo, desde la conquista de Granada (1492), el último reducto musulmán de la Península, y de las consecuencias que tuvo para los moriscos que eligieron quedarse en su tierra contra vientos de marginación y mareas de presiones religiosas. Hagamos, pues, un poco de historia desde entonces, aunque tengamos que abandonar por unos momentos la España de Felipe II en la que andamos ahora buceando. El día de la Epifanía de aquel año de 1492, tras cuatro jornadas de pillaje al ser ocupada Granada —por la
soldadesca cristiana, hicieron su entrada solemne y triunfal en la ciudad Femando V de Aragón e Isabel I de Castilla. Días antes de esa fecha se habían concertado las capitulaciones que, oficialmente al menos, habrían de regir la convivencia de dos sociedades radicalmente distintas en aquel régimen de adhesión definitiva que suponía la conquista. Según los pactos establecidos entre vencedores y vencidos, se sentaban las bases de la futura relación entre los dos pueblos y en ellas no se hablaba para nada de asimilación de los segundos a los esquemas culturales y religiosos de los primeros, sino que, por el contrario, y sobre el papel, se proclamaba el respeto
de los cristianos hacia las costumbres, creencias, lengua y propiedades de los musulmanes. Resultaría imposible, desde nuestra perspectiva temporal, analizar a quinientos años vista las intenciones de los llamados Reyes Católicos cuando impusieron —pues imposición fue, y no aceptación— los pactos que figuraban en las Capitulaciones. Tal vez abrigaban la vaga intención de cumplirlos, pese a sus mismos convencimientos, contando con una más que problemática adhesión del clero. Tal vez pensaban en hacer de ellos papel mojado, una vez rendidos los últimos disconformes. Quizás confiaron ingenuamente en la fuerza de
la razón para que todo se desarrollase con la problemática autoridad de una convicción compasiva. O tal vez las mismas capitulaciones llevaban en sí mismas la dosis suficiente de doble intención para volver las tornas de la convivencia establecida en cuanto le conviniera a cualquiera de los estamentos interesados en el problema: la nobleza, el clero secular, las órdenes religiosas o la Corona misma. En cualquier caso, si las capitulaciones granadinas fueron sólo un trámite burocrático sin intención de ser cumplido, muy pronto se aprovecharon las mínimas oportunidades para comenzar a violarlas, primero con el
soporte de una legalidad a menudo sospechosa, luego lanzando a diestro y siniestro órdenes y decretos, pastorales, bulas y hasta consejos que fueron relegando a extremos inverosímiles la libertad, el derecho a la propiedad y el respeto por las costumbres y los hábitos de los moriscos de la Vega. Pero, en el fondo, el problema más candente entre todos, porque era el que afectaba a lo más íntimo de la identidad de los moriscos, fue la constante presión que vino ejerciendo la Iglesia, echando mano de todos sus recursos, para suprimir la pervivencia de la religión islámica en una España que se preciaba de ser, en el momento de los primeros
amagos protestantes, la nación defensora a ultranza del Catolicismo frente a tantos fantasmales peligros como acechaban la estabilidad de su poder político. Se estableció que los moriscos de la vega granadina podían poseer propiedades, pero se les prohibió comprar más, aunque sí se les permitía y aun se propiciaba la venta de las que tenían. En la ciudad se les fue apartando de la antigua medina y se les empujaba hacia barrios periféricos como el Albaicín y la Antequeruela. Se multiplicaron los abusos de los recaudadores de impuestos, obligando a muchos moriscos a convertirse en monfíes[183] y a lanzarse a la serranía, o
a colaborar subrepticiamente en las constantes acciones de los piratas magrebíes y turcos sobre las poblaciones costeras. En el campo de las costumbres y de las creencias, el obispo fray Hernando de Talavera comenzó propiciando la convivencia y alentando todos aquellos rasgos que podían ser compatibles entre cristianos y musulmanes, para atraer a éstos voluntariamente al seno de la Iglesia. Pero el espíritu del primer arzobispo, judeoconverso por más señas, se vio pronto superado por presiones y amenazas veladas sobre los moriscos, que aceleraron un proceso de conversiones masivas y de emigraciones
casi obligadas para quienes no optaban por la taqqya.[184] En 1526 entró a saco en Granada el tribunal de la Inquisición y, si es cierto que en vida de Carlos V se conformó a menudo con castigos económicos, cobrándose en bienes las condenas de los que eran descubiertos como criptomusulmanes, la subida al trono de Felipe II, con su idea de querer «más fe que farda» supuso presiones cada vez más duras para eliminar no sólo los ramalazos del islamismo, sino los trajes moriscos, los hábitos gastronómicos, la lengua tradicional — la algarabía— y hasta lo poco que iba quedando de aquellas celebraciones y danzas que fray Hernando pretendió
incorporar años antes a los actos religiosos ortodoxos, con el fin de atraer a los nuevos súbditos mediante una convivencia que ya era prácticamente imposible. En esta situación aparece el personaje central de esta aventura de tintes heterodoxos y decididamente mágicos, que conmovió la vida granadina en la última década del siglo XVI y cuyos ramalazos llegaron hasta la cámara regia. Se trataba de Alonso del Castillo, un morisco que nació ya cristiano entre 1520 y 1530, hijo de un converso acomodado perteneciente a una de aquellas familias que, una generación antes, colaboraron con los
castellanos en la ocupación del último territorio andalusí de la Península: los Venegas, los Zegríes, los León, los Belvís.[185] Estudió medicina en la recién fundada universidad de Granada, pero luego dedicó su vida a la profesión de intérprete y traductor de árabe al servicio de la Corona. En 1554 tradujo las inscripciones del palacio de la Alhambra. Entre 1568 y 1572 intervino como truchimán y traductor de documentos en la guerra de las Alpujarras, naturalmente en el bando adicto a la Corona. Así tuvo la oportunidad de asistir a la lucha más salvaje que se produjo durante ese siglo en la Península, donde cristianos y
musulmanes se enzarzaron en una definitiva pelea a muerte que, sobre las víctimas que produjo, preparó el terreno para la próxima expulsión de los moriscos, en una de las más absurdas y torpes acciones políticas de los Habsburgos, sólo comparable con la expulsión de los judíos por parte de los Reyes Católicos (1492). Entre 1573 y 1574, cuando se estaba construyendo El Escorial, Alonso del Castillo estuvo en su incipiente biblioteca dedicado a catalogar y ordenar los primeros manuscritos árabes que recogió el monasterio y entre 1579 y 1587, se hizo cargo del intercambio epistolar entre el rey Felipe II y el sultán
de Marruecos Abu-l’Abbas al-Mansur. Por fin, entre 1588 y 1607, en torno a la fecha de su muerte, que es insegura, anduvo metido de lleno en el problema por el que le hemos traído a estas páginas: la interpretación y la traducción del pergamino de la Torre Turpiana y de los libros plúmbeos del Sacromonte. Siempre se mostró a los ojos de la autoridad como un cristiano sincero. Casi demasiado sincero, podríamos decir, si calamos en la intención de las que parece que fueron sus últimas palabras, cuando en la hora de su muerte dicen «que comulgó y recibió el Santísimo Sacramento por viático y decía a todos: “Esto que he recibido es
el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo: ésta es la verdad, lo demás es mentira…”».[186] Haciendo historia casi esquemática de lo que fue el gran tinglado de los Plomos del Sacromonte, digamos que en el año de 1588 se estaba procediendo a la demolición de la llamada Torre Turpiana, un viejo alminar que quedaba en pie de la vieja Mezquita Mayor de Granada, situada junto a la nueva catedral, todavía en obras. La intención era dejar espacio para construir la tercera nave del templo. El 18 de marzo, que era la fiesta de San Gabriel —un arcángel, por cierto, venerado tanto por cristianos como por musulmanes—
apareció entre el material de derribo una caja de plomo, embetunada por dentro y por fuera y envuelta en lienzos, como para evitarle humedades de siglos. Al ser abierta al día siguiente, festividad de San José, se comprobó que la arqueta contenía varios objetos que aparecían designados como reliquias según rezaba un pergamino que, en parte, las describía y las alababa. Las reliquias eran curiosas. Había una pequeña imagen de la Virgen vestida con traje «egipciano»: según la moda morisca; un pedazo triangular de lienzo, un huesecillo y un montoncito de arenas oscuras. Del lienzo se explicaba en el pergamino que era la mitad de un paño
con el que Nuestra Señora enjugó sus lágrimas en el Calvario. Parte de él fue inmediatamente reclamado por Felipe II, que lo mandó colocar sin tardanza en los armarios de reliquias de El Escorial, donde permaneció al menos hasta el expolio de la Francesada. Las otras reliquias eran, según el pergamino, un fragmento del dedo pulgar de san Esteban protomártir y otras de las que nada se decía, pero que debían de haber pertenecido a santos de gran prestigio, porque según san Cecilio, que era el presunto autor del texto del pergamino, eran altamente milagrosas. El descubrimiento cayó en Granada como agua celestial, porque comenzaba
entonces a fabricarse su historia cristiana y por este medio se confirmaba además la autenticidad de san Cecilio, que por entonces era proclamado santo patrón de la ciudad. El pergamino no era menos misterioso. Contenía un largo texto en el que se alternaban el latín, el castellano y el árabe, en el que, al parecer, el mismísimo san Cecilio, uno de los Varones Apostólicos discípulos tradicionales de Santiago, contaba cómo había adquirido aquellas reliquias y había obtenido, con ellas, el texto de una profecía escrita nada menos que por san Juan Evangelista en la que, con palabras crípticas, se unían el anuncio de la
llegada de Mahoma, la venida del Anticristo y el Juicio Final. La profecía, además, estaba escrita de forma harto extraña: como un losange o cuadrado mágico rectangular, de 48 por 29 casillas (1.329 en total), en el que la lectura debía hacerse a partir de dos recorridos del pergamino, tomando en el primero aproximadamente los cuadrados impares y en el segundo los pares, aunque con unos misteriosos intercalados de letras griegas que no parecían tener nada que ver con el contexto total. Aun contando con el discreto silencio de la Iglesia, aleccionada por las normas del Concilio de Trento, el
hallazgo fue inmediatamente calificado de milagroso. El presunto pañuelo de la Virgen, sobre todo, comenzó a curar a diestro y siniestro y hasta se aseguraba que un simple trozo de tela que lo tocase adquiría sus mismas propiedades terapéuticas. Nadie paraba mientes, por el contrario, en detalles tales como el «otro» milagro consistente en que san Cecilio escribiera en pleno siglo I en castellano ¡y nada menos que con letras árabes califales! en un documento planteado como auténtico. Mucho menos parecía caer en la cuenta ninguna cabeza medio sensata de que lo que allí se pretendía demostrar era que, a través de un santo de origen presuntamente árabe,
se daba por supuesto el cristianismo sincero de los moros ya antes de la aparición del Profeta. Así se trataba de propiciarse un intento de conciliación imposible entre pueblos secularmente enfrentados y, sobre todo, la conveniencia de detener una discriminación radical que ya era un hecho consumado entre ambos pueblos. El cabildo catedralicio, intentando entrever una luz en aquel misterio que toda Granada y hasta el mismo rey aceptaban a pies juntillas, encargó la traducción del texto árabe del pergamino a un morisco converso, el licenciado Miguel de Luna, recomendado por el beneficiario de la parroquia de San
Cecilio. En esa traducción le ayudó el racionero mayor de la catedral, Francisco López Tamarid; y, cuando la concluyeron, se encargó otra traducción a nuestro Alonso del Castillo y le mandaron copia del original, para su juicio, al doctor Benito Arias Montano, que se encontraba en su peña de Alájar y fue uno de los pocos que sospecharon inmediatamente de la magnitud de aquella superchería. Por su parte, el tal Alonso del Castillo no se limitó a hacer una traducción esmerada y pulida, sino que le antepuso un prólogo pomposamente dedicado al arzobispo, don Pedro de Castro, en el, que, sobre calificar de «santa» la letra arábiga,
proclamó su convencimiento respecto a la autoría de san Cecilio. Pasaron siete años escasos desde este descubrimiento y la polémica aún no se había calmado del todo cuando, casi a las puertas de Granada, en una colina que se elevaba desde el Darro frente al Generalife y entonces llamaban Valparaíso, un lugar que contenía antiguas ruinas romanas[187] y que era frecuentada por los buscadores de tesoros, sucedió que el 21 de febrero de 1595, dos de aquellos prospectores, metidos por los subterráneos del viejo fortín, encontraron una lámina de plomo arrollada, con una inscripción que declaraba que en aquel lugar había sido
martirizado san Mesitón en tiempos del emperador Nerón. La memoria aún reciente de los hallazgos de la Torre Turpiana hizo que se siguiera buscando, con fiebre de hallazgos milagrosos. Pronto surgieron huesos y cenizas y, al poco, otra lámina de plomo que acreditaba el martirio de san Tesifón, de origen árabe también, como san Cecilio, y presunto autor de un escrito titulado Los Fundamentos de la Iglesia, que el tal plomo añadía que andaba escondido en la misma caverna. El tal libro apareció dos meses después, estaba escrito en árabe —también árabe califal, no cúfico— sobre cinco laminillas circulares de plomo unidas por una
anilla; y en su primera «página» presentaba signos extraños, entre los que figuraban pentáculos y estrellas salomónicas unidas por trazos geométricos y conjuntos de líneas entrecruzadas, puntos, triángulos y cruces. Apenas tres días después, una niña de ocho años encontraba otro juego de laminillas circulares de plomo, también escritas en árabe supuestamente por san Tesifón y tituladas Libro de la Esencia de Dios. La fiebre de los hallazgos siguió dando sus frutos desde entonces y, hasta 1606, se fueron encontrando no menos de diecinueve escritos plúmbeos de similares características, cada uno de
ellos constitutivo de un libro que se presentaba como escrito por uno u otro santo y todos ellos referidos, en lengua arábiga, a cuestiones de fe y de dogma e implicadas además con el Apóstol Santiago, con la Virgen o con san Pedro. Muchos de ellos dejaban escapar un leve tufillo a magia, tratando de compaginar su práctica con una ortodoxia más que problemática que, en principio, pocos pusieron en duda, pero sobre la que Roma se pronunció negativamente, aunque lo hizo nada menos que cien años después de los primeros descubrimientos.[188] Curiosamente, en las traducciones que se hicieron de estos textos siempre
anduvo metido, directa o indirectamente, nuestro médico morisco el licenciado Alonso del Castillo. Más curiosamente aún, los veredictos eclesiásticos más serios —en uno de los últimos estuvo implicado nada menos que el padre jesuita Atanasius Kircher— proclamaron sin paliativos que aquellos escritos atentaban contra el dogma cristiano por intentar identificarlo con determinados errores claramente emanados de las enseñanzas coránicas. Tal sucedía con la ausencia de cualquier mención al Dios Trinitario, con la omisión constante de nombrar a Cristo como Hijo de Dios y con la sutil tergiversación idiomática de algunos
textos sagrados, para demostrar que se decían cosas que la Iglesia negaba y condenada a rajatabla. Pero mientras tenía lugar la polémica, el pueblo aceptaba hasta con entusiasmo el prodigio y lo hacía suyo. El monte Valparaíso se convertía en el Sacromonte —Monte Sagrado, como el que dicen que albergó el cuerpo del apóstol Santiago— y el arzobispo don Pedro Vaca de Castro ordenaba levantar, sobre el lugar de los hallazgos, una abadía que muy pronto se convertiría en meta de peregrinaciones masivas de granadinos y andaluces en general. Lo que hoy se piensa, con un gran margen de certeza, es que aquellos
plomos fueron escritos, en buena parte al menos, por el mismo Alonso del Castillo, que sería también el promotor de todo el tinglado de los milagrosos descubrimientos en connivencia con otros moriscos, uno de ellos el citado Miguel de Luna, probable autor de otra parte de los textos arábigos atribuidos a los santos mártires. Sin embargo, la última palabra tal vez nunca pueda llegar a pronunciarse. Pues, extrañamente, los Plomos del Sacromonte, reclamados por el Vaticano después de la condena que tuvo lugar en 1682, se quedaron allí para siempre. Y cuando un investigador como Miguel José Hagerty ha intentado tener acceso a
ellos para efectuar un estudio definitivo —pues todo cuanto hoy se conoce de ellos son las copias y traducciones que se hicieron entonces—, no ha recibido de los archivos pontificios otra respuesta que el silencio administrativo o la vaga noticia de que allí nadie sabe nada de su paradero actual. Como si a los Libros Plúmbeos del Sacromonte se los hubiera tragado el mismísimo Infierno. Si nos preguntamos sobre el porqué de ese apasionante y gratuito espectáculo montado desde la sombra por un viejo morisco versado en latines, tendremos que ahondar en unos motivos que, pese a todo, no son tan absurdos, si
tenemos en cuenta la situación de los musulmanes granadinos en los cien anos que siguieron a su conquista. Alonso del Castillo no fue cristiano por taqqya, pero sus conocimientos de las dos vertientes religiosas le hizo ver que a los seres humanos no los han separado nunca las ideas fundamentales de sus creencias, sino aquellos aspectos de la teología especulativa que sólo entienden los mismos doctores que se han empeñado en inventarla. Por desgracia para el sentimiento religioso vital, son esos teólogos los que proponen las divisorias y sus seguidores incondicionales los que las convierten en principios excluyentes y autoritarios,
mediante los cuales, y contando siempre con la íntima incomprensión del pueblo, a quien sólo le cabe aceptar y callar, logran extender ese poder que les convertirá, por las buenas o por las bravas, en mentores exclusivos de la grey que se han adjudicado. En un momento histórico en el que la suerte de los moriscos estaba prácticamente decidida —recordémoslo de nuevo: la expulsión comenzaría en 1609—, Alonso del Castillo hizo seguramente un intento original por acercar posiciones abiertamente encontradas, sacando a la luz supuestas pruebas que entusiasmaron por igual a cristianos y a musulmanes, que
descubrieron que aquellos santos venerados en las filas cristianas hablaron y escribieron en su propia lengua y se expresaron en términos que en modo alguno atentaban contra sus más arraigadas creencias.
12 Las ligazones discretas: Brotes de conjura en torno al rey No existen excepciones. Todas las épocas de la historia han acusado el choque violento entre distintas ideologías que han pre tendido dominar cada instante histórico y consecuentemente, hacerse dueñas del
poder universal. De ese choque permanente han nacido los incontables conflictos que caracterizan cada período del pasado y del presente. Y hasta cabe asegurar sin temor a equívocos graves que, matices puntuales aparte, esos conflictos los vienen causando dos únicas posturas extremas, ambas fanáticas, ambiciosas, intemporales y permanentes, cada una de las cuales ha tratado de prevalecer sobre su opuesta en su irreconciliable deseo de conducir al planeta o a una parte de él por el camino de su propia y distorsionada visión de la realidad. Se me podrá acusar de simplista, pero hay veces en que resulta necesario
reducir el discurso de la historia a sus esquemas primarios. Y ello por dos razones. La primera, porque el ser humano debe aprender que los errores que comete y los horrores puntuales que padece por ellos no forman parte de un instante determinado de la civilización y el progreso. Pues, aunque cambien su aspecto y hasta alguna de sus premisas, se trata de la eclosión violenta de estructuras ideológicas idénticas que se vienen arrastrando desde miles de años atrás. La segunda, porque sólo conociendo las líneas generales seguidas por el comportamiento humano al filo del tiempo —ese comportamiento fanático extremo e irreconciliable, que
forma parte de nuestra personalidad colectiva—, podremos ser capaces de evolucionar, hasta llegar a discernir dónde se encuentra esa vía intermedia capaz de librarnos de los conflictos que ocasiona. Ese discernimiento podría alcanzarse con la convergencia de unas minorías realmente lúcidas, capaces de detectar el peligro al que conducen los integrismos. Pero esas minorías han resultado siempre discriminadas y han sido perseguidas con saña desde los dos extremos ideológicos representados por quienes ansían alcanzar a toda costa el poder y reducir al resto del colectivo humano a su santa voluntad. En este sentido podemos establecer,
en líneas más o menos generales, que esas dos posturas vienen representadas, respectivamente, una por la preponderancia extrema y desequilibrada de la razón; la otra por el predominio igualmente escorado del comportamiento analógico. Y del mismo modo, seguramente deberíamos pensar que sólo podría restablecerse el equilibrio existencial —y, por lo tanto, la eliminación de los conflictos milenarios que vienen conformando nuestro secular discurrir histórico— a través de una conciencia radicalmente distinta y, sobre todo, equilibrada y lúcida sobre la naturaleza del mundo y de la realidad que representa.
Tendríamos que recurrir a una visión más holística, capaz de conjugar los dos factores mediante el reconocimiento de los límites y de las posibilidades internas de cada individuo y de cada pueblo. Pero, sobre todo, reconociendo la importancia capital que tienen ambos factores en el desarrollo humano, prescindiendo de los fundamentalismos que dan lugar a optar por las posturas extremas, encaminadas al único fin de alcanzar los más altos hitos de poder y de dominio. Lo peligroso para esa postura intermedia (preocupada esencialmente por el ser humano y radicalmente contraria a la lucha y a las mortales
manifestaciones establecidas por alcanzar las máximas cotas de autoridad), es que los extremos en eterno conflicto ideológico son incapaces de reconocer sus intenciones ecuménicas y suelen descargar sus furias sobre quienes optan por ella, considerando cada fracción que esa actitud total forma en realidad parte de la contraria y que, si interviene en el conflicto, aunque sea como mediadora, es para desbaratar sus propios planes de prepotentes ambiciones dominadoras. Precisamente la época que aquí estamos tratando: el tiempo de Felipe II, con todos sus conflictos ideológicos, religiosos y políticos a flor de piel,
constituye un ejemplo diáfano que puede llevarnos a comprender mejor la presencia de los extremismos ideológicos irreconciliables y aun la tímida aparición de esas minorías proclives a propiciar el entendimiento ecuménico y tal vez moderadamente salvador. Sin embargo, los distintos juicios emitidos sobre este momento histórico, tarados a menudo por la ideología extremista de quienes los han expuesto, inclinados a una u otra de las posturas extremas que mencionábamos, han malogrado la posibilidad de establecer una visión objetiva de esa realidad, cargando sus tintas satanizadoras sobre quienes se oponían
al dominio universal representado por los integrismos enfrentados en irreconciliable lucha por el poder. Dejando aquí a un lado el problema que representaba para Europa la presencia del mundo islámico como supuesta amenaza suprema para la civilización occidental —lo que de ninguna manera debe llevarnos a condenar sin paliativos su ideario—, el conflicto ideológico que enfrentaba a buena parte del continente y amenazaba su integridad a través de la batalla en pos del poder absoluto estaba representado, por un lado, por el catolicismo a ultranza. Este catolicismo fue, ya entonces, incapaz de evolucionar
desde su postura extrema como sostén de la única verdad trascendente que reconocía. Enfrente de él, en el otro extremo, el conflicto lo encabezaba el joven protestantismo en reciente e imparable expansión, portador de un cambio radical en las estructuras doctrinales del cristianismo. Pero, sobre todo, dispuesto a no tolerar las injerencias unitaristas de Roma en la solución de los asuntos internos propios de los distintos países que formaban parte del mundo cristiano. Dos Estados representaban ambos extremos. Uno de ellos era la Inglaterra de Isabel Tudor, con su recién estrenado infringimiento de la tutela de Roma
desde la ruptura llevada a cabo por Enrique VIII. Por un tiempo, el breve reinado de María Tudor, el país volvió por sus antiguos fueros católicos, propiciados por el matrimonio de Felipe II con su tía. Pero fue tan traumático aquel breve regreso a la férula eclesial que, después de las represalias de los católicos, con más de cuatrocientos protestantes notorios arrojados como pasto de las llamas purificadoras, la subida al trono de Isabel Tudor, la hija de Ana Bolena, supuso h implantación definitiva y sin retroceso posible al dominio protestante, con un número equitativo de ejecuciones para saldar la deuda de sangre contraída.
En el otro extremo del integrismo se encontraba la España de Felipe II, formando una piña detrás de su rey en su autoelegida condición de guardiana de los valores eternos de un catolicismo a ultranza, reafirmados por las conclusiones del Concilio de Trento y de sus teólogos españoles. Aquí, en nuestro país, la Inquisición campaba por sus respetos, siguiendo las directrices —y no pocas veces, hasta las órdenes directas— marcadas por el soberano absoluto del que dependía. Se sucedían los autos de fe limpiando el territorio nacional de criptojudíos y de erasmistas confundidos con diabólicos protestantes; y el método, tan eficaz por su
contundencia, pretendía exportarse, con muy pocas variaciones, a los territorios que eran propiedad hereditaria del soberano. Los demás países del continente constituían, en buena parte, la tierra donde ese conflicto se dilucidaba. Allí, la violencia de los idearios afloraba en cada esquina y la lucha se planteaba abierta e irreconciliable, haciendo que la vida humana perdiera su razón de ser en aras de los valores hipertrofiados defendidos por los dos bandos en conflicto. Francia se debatía entre la tremenda fuerza de su Iglesia, adicta a Roma, y la potencia en alza de los hugonotes, que amenazaban con
apoderarse del poder absoluto y con colocar en el trono a sus particulares aspirantes a la corona. Flandes, Borgoña y los territorios del noroeste europeo, políticamente ligados a la España felipista a través de su soberano, se caracterizaban por un manifiesto progreso económico en un régimen de relativas libertades otorgado por el emperador Carlos V, pero que pronto se vería amenazado por la represión inquisitorial impuesta por su hijo, el rey castellano. Mientras pudo, aquel rincón de Europa fue un país donde convivieron no sólo católicos y protestantes, sino buena parte de los judíos expulsados de la Península a raíz
de las medidas fundamentalistas adoptadas por los Reyes Católicos. Las instituciones flamencas, al margen del monarca que las gobernase, eran propicias a la introducción pacífica de un protestantismo que luego serviría como motivo de reivindicaciones políticas ajenas a lo religioso, pero tendentes al mantenimiento de la identidad que Felipe II se empeñaba en arrebatarles. Por su parte, los países alemanes, sobre todo desde la subida al solio imperial de Rodolfo II, mantuvieron su independencia trente a las dos partes en litigio, fomentando una convivencia que, en aquellos momentos, hizo que sus
soberanos, y sobre todo el pacífico Rodolfo, tuvieran que soportar la crítica más cruel de todos los extremistas, que lanzaron sobre el emperador, desde ambos lados, las peores críticas y las más amenazadoras intrigas. En términos generales, cuando nos adentramos en los estudios que han hurgado en este período especialmente afectado por el problema del enfrentamiento doctrinal, resulta prácticamente imposible descubrir si hubo o no mentes más objetivas y serenas que se opusieran a la violencia. Se pregunta uno si acaso no hubo espíritus capaces de vislumbrar y hacer valer una vía intermedia, susceptible de
establecer soluciones que no pasaran por la integración indiscriminada en uno u otro de los bandos enfrentados en su empeño imparable por alcanzar el poder absoluto. En la mayoría de los casos, sin embargo, no es que tales intenciones no existieran, sino que la documentación que poseemos, procedente casi siempre de una u otra de las grandes fuerzas en litigio, carga las tintas sobre estos pequeños colectivos con ánimos conciliadores, adscribiéndolos al bloque enemigo por no haberse mostrado proclives a su integración en su propio esquema de conducta. Son, a gran escala, como esos individuos de buena voluntad que intentan interceder
en una reyerta y terminan recibiendo los golpes de los contendientes, cada uno de los cuales les considera partidarios del enemigo al que se enfrentan. En tiempos de nuestro Felipe II, estas tendencias existieron, sin duda. Y hasta alguna vez se habla de ellas, reconociendo eventualmente su papel esencial en el devenir histórico del momento. En el caso concreto de España, numerosos autores reconocen la presencia de personajes singulares y de pequeños grupos de pacifistas —incluso los llaman precisamente por este nombre —, que trabajaron a su aire en pro de un intento de entendimiento con la facción contraria y por una humanización,
cuando no por la desaparición total, de los métodos represivos representados por la Inquisición y por el absolutismo extremo de Felipe II. Y hasta se reconoce que, frente a esta minoría conciliadora, se encontraba otro grupo activo, el partido belicista, cuyas figuras emblemáticas estaban representadas por la del duque de Alba y don Juan de Austria, que habían optado por métodos expeditivos tendentes a lograr las metas de poder propuestas por el monarca, recurriendo a los más altos niveles de violencia y a la política de tierra quemada y cabeza cortada, para terminar con cualquier tipo de sedición o de protesta que pudiera enfrentarse a los
proyectos reales de dominio universal y absoluto. Se sabe que, aun manteniendo su fidelidad al monarca —un sentimiento que parecía prevalecer siempre sobre cualquier otro—, los componentes del bando pacifista, encabezados por Ruy Gómez de Silva, el príncipe de Éboli, aconsejaron a Felipe II, siempre que tuvieron la ocasión, propugnando un entendimiento pacífico con los súbditos de la Corona que se mostraban reticentes al dominio indiscriminado y violento esgrimido por el rey y los belicistas. Incluso se tiene conocimiento documentado de que, de un modo o de otro, intrigaron, aunque siempre con
discreción, por lograr que prevalecieran sus propósitos. Hasta se sabe que, a espaldas del mismo soberano —aunque sin duda, en muchos casos, con su consentimiento tácito, que no con su aquiescencia—, mantuvieron discretos contactos con los rebeldes flamencos en la búsqueda de canales de concordia que pudieran terminar con la terrible violencia que se había desatado en los Países Bajos, cuando Felipe porfió por implantar en aquella tierra, a través del duque de Alba, los métodos inquisitoriales vigentes, tan eficaces en España. La intransigencia política y religiosa implantada aquí desde los tiempos de los Reyes Católicos ya había
logrado excelentes resultados en un país —el nuestro— mayoritariamente dócil a los sueños de dominio absoluto enarbolados por la Corona. Y Felipe II, secundado con entusiasmo por los belicistas más exacerbados, quiso trasplantar también a tierras de Flandes los mismos principios vigentes en sus territorios peninsulares; obedeciendo a un convencimiento de tintes fundamentalistas según el cual recurría a aquellas soluciones extremas por el bien de las tierras y de los hombres que formaban parte de su patrimonio familiar. Sin embargo, hay un punto sobre el que, cuando menos, tendríamos que
reflexionar. El punto en cuestión radicaría en averiguar si aquellos personajes que formaban el bando que llamamos pacifista constituían, en efecto, un grupo inconexo de gentes unidas apenas por una conciencia común, o si llegaron a estar organizados de alguna manera, formando parte de algún tipo de asociación secreta. Asociación secreta volcada a un intento por alcanzar un2s fines determinados que sus componentes canalizaron a su modo, sin siquiera aparecer como colectivo presuntamente adscrito a un ideario concreto. Es cierto que las noticias que nos han llegado a través de la
documentación existente no aportan ninguna luz sobre este extremo. Para la mayoría de los investigadores, fueron éstos personajes a los que unió esporádicamente su propia conciencia, que fueron más o menos amigos entre sí y que coincidieron en unas convicciones que, en general, no pasaron de charlas de salón y de alguna que otra tímida acción que ni siquiera llegó a ser solidaria y meditada, sino apenas recurrente. Y que, si mostraron en algún momento sus reticencias frente a la manera de actuar de Felipe II, lo hicieron a título individual, pero sin un propósito claro y previamente establecido. Y más allá todavía: que, si
actuaron desde la sombra, y aun esto siempre más o menos en solitario, lo hicieron porque cada uno de ellos, por su cuenta, no hizo sino tentar a su modo la conquista del poder. Una conquista parcial que, en su caso, equivaldría a la de los favores del monarca: de la gracia real, como apunta Marañón.[189] Sin embargo, a poco que prescindamos —a la fuerza— de la fiabilidad necesaria, por ausencia de esa documentación a todas luces inexistente, nos surgen toda una serie de indicios que, cuando menos, inducen a pensar en la posibilidad de que, detrás de aquellos personajes que, en apariencia, formaban parte de una corte esencialmente
antiaristocrática, como la llamó Morayta,[190] amagaba la formación de un movimiento organizado que ni siquiera llegó a ser apuntado por este autor, ni por ningún otro, al menos que yo tenga noticia, pero que dejaba asomar su evidencia más allá de esa profunda sospecha. Hemos de guiarnos, pues, por indicios; pero esos indicios nos llevan, si no a corroborar tales sospechas, sí al menos a incidir sobre ellas, dejando su confirmación al impensable hallazgo de algún documento definitivo gracias al cual pudieran ser sancionadas sin reticencias por ese academicismo que dicta las leyes de lo que puede decirse y
de lo que conviene callar por las preguntas sin respuesta posible que implican. La clave de esta búsqueda tendríamos que localizarla en torno al momento de la siniestra aventura de Antonio Pérez, que contribuyó a ensombrecer los últimos años del reinado de Felipe II. Es de sobra conocido todo cuanto gira en torno al que fue secretario de Estado y, durante muchos años, hombre de la absoluta confianza del rey, desde el momento de su imparable ascensión en la soberana estima hasta convertirse en el más acérrimo enemigo del monarca, en su víctima emblemática y en fuente
fundamental para la alimentación de aquella Leyenda Negra que ensombreció el reinado y la política española de todos los reyes de la Casa de Austria. Resultaría inútil volver sobre ello en detalle, porque resulta un asunto tan complejo y ha sido ya tan minuciosamente estudiado[191] que casi forma parte de los acontecimientos elementales conocidos por cualquier interesado por la historia de la España Moderna. Quizás nos baste, pues, resumir, siquiera para refrescar memorias, que el origen de todo aquel conflicto se concentra en el asesinato de Juan de Escobedo, que fue secretario de don Juan de Austria cuando éste se
hallaba en Flandes, poco antes de su muerte, en calidad de gobernador encargado de combatir a los rebeldes flamencos, ya abiertamente levantados en armas contra la política represiva de Felipe II. Escobedo, como se sabe ya a través de una completa documentación que no admite reticencias ni interpretaciones de ningún tipo, fue directamente mandado asesinar por Antonio Pérez, con la tácita aquiescencia del rey. Se conocen desde el nombre y la suerte de los asesinos a sueldo que actuaron en aquella ocasión hasta los motivos políticos —que no personales ni supuestamente escabrosos, como se intentó alegar hasta no hace
tanto tiempo— que hicieron aconsejable a Felipe II la desaparición de aquel personaje. El caso fue que, llegado el momento de explicar y justificar el crimen, la culpa recayó sobre la persona más directamente implicada en él y no sobre quien lo había inspirado, dando lugar a la prisión, tormento, proceso y condena de Pérez y de la princesa de Éboli y a la huida del secretario y, posteriormente, a su persecución por tierras aragonesas, donde buscó refugio, con la intervención de un tribunal inquisitorial que seguía órdenes expresas del monarca Y, por fin, a la sonada escapada del condenado más allá de las fronteras, donde, desde
Francia y desde Inglaterra, pasó el resto de sus días responsabilizando a Felipe II del crimen por el que se le acusaba y levantando una muralla de maledicencias y culpabilidades que ensombrecieron —sin duda con una gran parte de razón— la figura del que se proclamaba el más justo y poderoso de los caudillos de la cristiandad. Lo cierto es que, en todo este gran tinglado, Antonio Pérez nunca se encontró solo. Hubo toda una serie de personajes que, antes y después del acontecimiento que desató el conflicto, se mostraron sus enemigos o sus partidarios y cargaron las tintas más negras sobre su persona o salieron en su
defensa, ayudándole más o menos subrepticiamente, en la medida en que pudieron hacerlo. Y, en medio de esta maremágnum de posturas encontradas, resulta cuando menos curioso, si no altamente significativo, que aquellos que se mostraron abiertos partidarios de Antonio Pérez y proclives a prestarle su ayuda —a menudo incluso casi en secreto—, coincidían en sus actitudes con la postura que anteriormente hemos dado en llamar pacifista, activamente contraria a los aspectos represivos y belicistas de la política flamenca de Felipe II. Entre aquellos personajes se encuentran muchos miembros de la
nobleza, de la burguesía y de la Iglesia que, por cierto, Marañón des cribe acertada y puntualmente en su exhaustivo estudio.[192] Comenzando por la princesa de Éboli, ya fallecido su esposo, Ruy Gómez de Silva, amigo íntimo y sincero de Felipe II desde su juventud y compañero de su hijo el príncipe don Carlos, que tomó su relevo y manifestó su adhesión al secretario desde mucho antes de que se cometiera el asesinato que destapó la caja de los truenos del conflicto. De esta mujer, uno de los personajes más extraños y conflictivos de su época, se ha dicho casi todo cuanto cabe decir, desde sus problemáticos devaneos con
el mismo Pérez y hasta con el rey —algo que ya cabe poner en serias dudas, aunque estructuró las primeras razones de los historiadores para explicar la persecución implacable a la que fue sometido el secretario—, hasta su sagacidad política, rodeándose de toda una serie de personajes complejos que formaron su círculo de Pastrana (muchos de los cuales formaron también parte de ese partido pacifista del que hemos trazado parcialmente el ideario). Tampoco tendríamos que dejar de lado el hecho de que fue precisamente en sus dominios alcarreños donde tuvo lugar el inicio de un movimiento iluminista[193] de corte casi mesiánico, del que los
jueces inquisitoriales destacaron fundamentalmente su vertiente exclusivamente herética, olvidando que sus miembros tuvieron a menudo implicaciones políticas y antieclesiásticas muy específicas y un ideario frontalmente opuesto a la sangrienta violencia con que se manifestaba el Santo Oficio, al que el rey manejaba de modo arbitrario y siempre a su exclusiva conveniencia. Entre los personajes que aparecen como partidarios, amigos y protectores de Antonio Pérez surgen además, curiosamente, miembros de una nobleza cuyos antecedentes familiares proclaman un constante interés por el conocimiento
y por el cultivo de las ideas más avanzadas de su tiempo, algunas de ellas peligrosamente controvertidas, mal vistas por la Iglesia triunfante y sometidas estrechamente a la vigilancia de sus tribunales. Ideas que, en muchos casos, partían del pensamiento ecuménico de Llull y de los cabalistas cristianos que abrazaron sus métodos y su doctrina. No hay que olvidar, y pido perdón por la insistencia, que la mayor parte de estos personajes formaban parte de una nobleza culta y preocupada por el pensamiento más profundo de su tiempo. Éste fue el caso de la familia de los Mendoza, que dio escritores de alto mérito y de la que procedía don Íñigo
López de Mendoza, quinto duque del Infantado, amigo sincero de Antonio Pérez y leal defensor suyo ante la caterva de enemigos que surgió a raíz de su persecución por los poderes represivos del rey. Los Mendoza, de quienes formaba parte también el conde de Mélito, igualmente partidario acérrimo de Pérez, se habían distinguido por sus claras inclinaciones imperialistas en la guerra de las Comunidades de Castilla y en las re vueltas de las Germanías del Reino de Valencia. Abrazaron sinceramente la causa de Carlos V frente a la tan falsamente ensalzada rebelión comunera, como muestra de presunto patriotismo
de una nobleza feudal de tintes medievales, que fue la que en aquel conflicto se opuso frontalmente a las ideas políticas renovadoras y europeístas que representaban el joven emperador y los nobles alemanes que constituían el entorno inmediato, del que se acompañó al pisar por primera vez sus dominios españoles.[194] También se vio involucrada esta familia en sospechas de luteranismo por las ideas humanísticas y erasmistas pro clamadas más o menos discretamente por algunos de sus miembros. Y gentes muy cercanas a su entorno más inmediato, como las beatas María de Cazalla y Petronila de Lucena, se vieron involucradas en las
persecuciones emprendidas contra los alumbrados. Amigo incondicional de Pérez fue también otro del mismo nombre, Íñigo López de Mendoza, éste Marqués de Mondéjar y cuarto conde de Tendilla. Su familia descendía del judío converso Ruy Capón, que dejó toda una larga parentela entre la nobleza castellana. Don Íñigo se enfrentó a don Juan de Austria en la guerra de las Alpujarras, dando muestras de su benevolencia con los moriscos frente a la crueldad y los métodos represivos llevados a cabo por el bastardo del emperador. Tras la contienda, para apartarle de la política interna de España, se le concedió el
virreinato de Nápoles. Otro declarado disconforme con la política violenta de don Juan de Austria y amigo incondicional de Antonio Pérez fue don Luis de Fajardo, tercer marqués de los Vélez,[195] cuyo padre, don Pedro, sufrió también la altanería del hijo de Carlos V en la misma contienda de las Alpujarras. Fue esta familia, antes de obtener el marquesado en tiempos de los Reyes Católicos, la que mandó construir la capilla familiar que hoy puede admirarse en la catedral de Murcia y que, al decir de muchos, contiene una riqueza tal en elementos simbólicos que puede hacerla coincidir con el Templo de la Sabiduría del que hacía mención el
profeta Nostradamus en sus escritos. Luego, el primer marqués, siguiendo posiblemente la fama familiar de una estirpe de grandes constructores, sería el que mandaría levantar el castillo de Vélez Blanco, que llegó a ser una de las muestras más emblemáticas del estilo renacentista primitivo, antes de que buena parte de su estructura fuera comprada por marchantes americanos que trasladaron sus mejores piezas a los Estados Unidos. Los contactos del tercer marqués con Antonio Pérez fueron notorios. Y fue el mismo secretario quien, ya muerto don Luis de Fajardo, le atribuyó en su Advertimiento Particular, que escribió
en su descargo encontrándose preso en la cárcel de Zaragoza, una frase altamente comprometida por su ataque directo a la política flamenca del rey y de su hermano don Juan de Austria: decía, según parece, que si con el sacramento en la boca le pidieran parecer sobre qué vida importara más quitar de por medio, la del príncipe de Orange[196] o la de Juan de Escobedo, votara por la de éste[197] En cualquier caso parece cierto y muy probado que Antonio Pérez involucró a don Luis en la decisión que llevó al asesinato de Juan de Escobedo. Y que fue a su testimonio al que recurrió para demostrar que tanto el rey como él se mostraron
absolutamente conformes con la necesidad de eliminar al secretario de don Juan de Austria, como medida extrema para frenar las ambiciones políticas del bastardo, que incluso concibió a espaldas de su hermano la idea de contraer matrimonio con Isabel I de Inglaterra. Adepto incondicional de los príncipes de Éboli, partidario de su ideario pacifista y buen amigo del secretario fue igualmente el duque de Sessa, nieto del Gran Capitán, luchador también contra el Islam en las Alpujarras y en Lepanto. Fue un hombre culto y un diplomático ejemplar, por cuanto logró durante su cargo ser
gobernador de Milán. Antonio Pérez, perseguido, no escatimó elogios con él, llamándole «uno de los mayores entendimientos de España». Y se cuenta de él que se mostró tan liberal mientras pudo que terminó arruinado, con sus bienes sacados a pública subasta, hasta el punto de que el rey convocó a su Consejo de Estado para concederle una ridícula pensión que Pérez era el encargado de llevarle personalmente cada mes. Fue, además, excelente poeta y hombre de profunda cultura, pero ha sido insistentemente denigrado por los investigadores proclives al felipismo integrista, que reprueban abiertamente su ascendencia judía, pues fue también
lejano pariente de Ruy Capón, algo que para estudiosos como Walsh suponía ya un baldón y una herencia peligrosa y fuente segura de intrigas y conspiraciones.[198] Por endilgarle taras, se le colgaron tendencias luteranas y se le hace pariente de Carlos de Sessa —lo que pudo ser posible—, que fue quemado por protestante irredento en el Auto de Fe de Valladolid de 1559, el primero al que Felipe II asistió en calidad de rey. Incluso se le pone al frente de conspiraciones antifelipistas y se le responsabiliza, junto al Almirante de Castilla, duque de Medina de Rioseco, de haber colaborado con el príncipe don Carlos cuando éste intentó
pasar sin permiso de su padre a los Países Bajos para hacerse cargo de su gobierno, entrando en contacto con los rebeldes flamencos. El mismo Walsh, no sé si acaso con algún conocimiento de causa que no llega a explicar, le atribuye la fundación de una logia masónica en 1563, enlazada con las que, al parecer, y con los mismos o parecidos fines, comenzaban a funcionar con éxito en la Inglaterra isabelina. Este Almirante de Castilla que acabamos de citar, don Luis Enríquez de Cabrera, apoyó también decididamente a Antonio Pérez y fue quien logró del hijo de Escobedo que retirase la denuncia de asesinato con la que pensaba cobrarse
con pingües beneficios económicos la muerte de su propio padre. Además, era pariente de la princesa de Éboli y se mostró adicto a las ideas iluministas que proliferaron en Toledo propaladas por los alumbrados de Pastrana, junto con algunos conversos. Unido a varios clérigos, intentó revivir el espíritu de una Iglesia —precisamente la de los alumbrados— perfectamente ortodoxa, sólo que contraria al inmovilismo pétreo de la clerecía gobernante. Por complementar sucintamente a este grupo de partidarios del secretario perseguido, tendríamos que recordar a don Rodrigo de Mendoza, amigo por igual de Antonio Pérez y de don Juan de
Austria; a don Francisco Hurtado de Mendoza y Fajardo, marqués de Almazán y puntal poderoso del partido pacifista; a don Alonso Pimentel, hijo natural del conde de Benavente y amigo íntimo de Pérez, y a la familia de los Rojas Sandoval, todos cuyos miembros fueron incondicionales del secretario. Por completar a medias la lista, en la que estarían incluidos numerosos eclesiásticos, tendríamos que recordar a fray Lucas de Allende, de quien se dio cuenta de algunas actividades cuando menos sospechosas e inquisitorialmente incorrectas, cuando tratamos el caso de Lucrecia de León en el capítulo precedente.
Como vemos, se trata, en general, de miembros de una nobleza de gran solera, gente de cultura en su mayor parte, no relacionada directamente con los asuntos de Estado, pero colaboradores fieles del monarca allí donde fueron requeridos; muchos de ellos implicados en ideas iluministas y en alguna que otra ocasión proclives a adentrarse en el campo del esoterismo. No pocos fueron también amigos de Arias Montano y de algunos de ellos se sabe que se hicieron mandar por éste de Amberes los textos fundamentales de los místicos dirigentes de la Familia Charitartis, a la que siguieron con fruición e incluso, en ocasiones, intercambiaron
correspondencia espiritual con ellos a través, sobre todo, de Plantin el impresor. Pero posiblemente, entre estos personajes y estas familias que hemos descrito, hay una varios de cuyos miembros, sin haber destacado en modo alguno por hacerse dignos de figurar en las páginas más brillantes y sonadas de la historia, aparecen como un factor recurrente en estos escenarios. Me atrevería a decir que como una cierta extraña autoridad en la sombra que, pudo, en cierto sentido, constituir el motor que movía los hilos de la unidad de criterios de todos aquellos amigos de Pérez que hemos venido mencionando.
Me refiero a la familia de los Bracamonte. Sobre ella escribí hace poco tiempo un extenso artículo que creo haber oído que sembró, cuando menos, algunas inquietudes no manifestadas en más de un historiador. [199] Remito a aquel trabajo a quien quiera conocer con más detalles algunas circunstancias concretas, de las que aquí haré apenas un breve resumen. Los Bracamonte constituyeron una vasta familia de la nobleza española, descendientes todas sus ramas de un personaje singular procedente de Francia, Sieur Robin de Braquemont, más o menos conocido entre nuestros estudiosos como Mosén Rubí de
Bracamonte. Este caballero, descendiente de normandos y nacido en aquellas tierras,[200] fue durante toda su vida servidor fiel del duque Luis de Orléans, hijo de Carlos V de Francia y hermano del rey loco Carlos VI. Por indicación suya, intervino de manera activa como guardador de las llaves del palacio pontificio de Aviñón y como protector directo de Benedicto XIII, el papa cismático Luna. Braquemont financió también, de manera subrepticia y disimulada, la primera expedición a Canarias de Jean de Béthencourt, pariente suyo muy próximo, y pasó buena parte de su vida en Castilla, donde casó por dos veces, la primera
con una hermana del cardenal Pedro González de Mendoza, muerto en la batalla de Aljubarrota (1386) —a la que asistió nuestro hombre, a las órdenes del duque de Borbón— y la segunda con una hija de Ferrán Álvarez de Toledo, fundador del futuro ducado de Alba. Enrique III el Doliente concedió a este Mosén Rubí el señorío de Fuente el Sol, donde hoy existe todavía una aldea que lleva su nombre y que tal vez conserva en el altar mayor de su iglesia el único retrato conocido de este caballero. Y toda su vida, hasta su fallecimiento en 1419, discurrió como la de un extraño personaje que sirvió de enlace político y casi de carácter secreto entre la corte de
Castilla y el ducado de Orléans, al servicio de la corona francesa. Mosén Rubí tuvo posesiones importantes en la Vieja Castilla y en Toledo (en Mocejón, donde murió) y de sus cinco descendientes inmediatos, solamente una hija, Juana, casada con Álvaro González Dávila, «mariscal y mayordomo del rey de Aragón», primer señor de Peñaranda y caballero de la más alta influencia en la política de su tiempo, sería la heredera de todos los bienes y títulos adquiridos o gana dos por Mosén Rubí en tierras castellanas de Ávila, Salamanca y Toledo, incluido el señorío de Fuente el Sol. Pero es de destacar, en este sentido, el hecho de que, a pesar de
la importancia social del marido y de la pérdida oficial del apellido de la esposa según la costumbre española, es precisamente el linaje de los Bracamonte el que deriva de este matrimonio. A partir de la fundación de la estirpe castellana de los Bracamonte, varios miembros de esta extensa familia comienzan a aparecer esporádicamente en la historia en las épocas más diversas y en las más diversas circunstancias. Pero resulta significativo comprobar cómo, aun hoy, su genealogía resulta prácticamente imposible de seguir de manera clara, si exceptuamos los primeros tiempos de los señores de
Peñaranda. Incluso resulta extraño comprobar cómo miembros destacados de la familia parecen haber sido escamoteados de las enciclopedias y de los libros de historia. Y cómo, más a menudo de lo que parecería lógico presumir, los pocos investigadores que han incidido en el intento de establecer esa genealogía,[201] incurren en errores y contradicciones que impiden fijar más claramente la continuidad de la estirpe, aunque, curiosamente, no las características del singular blasón de la familia, descrito siempre, y sin comentarios, como «de plata, con un chevrón de sable, acompañado en el cantón [escuadra]
siniestro del jefe de un mazo [mallete] del mismo color; bordura de azur; con ocho áncoras de oro». Este escudo, de claras incidencias masónicas y eventualmente con ligeras variantes, aparece repetido en numerosas casas y sepulturas de varias iglesias -San Vicente, por ejemplo- y de la misma catedral de Ávila. y, sobre todo, en varios puntos muy concretos del templo que en aquella ciudad es conocido de todos como la capilla de Mosén Rubí de Bracamonte. Quien así quiera, puede aún encontrar dicha capilla después de trasponer el recinto histórico por la puerta de San Vicente y de caminar un
trecho por la calle que llaman de López Nuñez, junto a la plazuela también llamada de Mosén Rubí, presidida por una casa del siglo XVI —que ocupa actualmente, una congregación de religiosas misioneras de Santo Domingo — y por la silueta de la mencionada capilla, que hoy se denomina de La Anunciación. Pongamos atención. El templo en cuestión es de planta poligonal e irregular y a sus espaldas se abre la plazuela de Fuente el Sol, en cuyo centro se alza una cruz de piedra compuesta por una pilastra rematada por una Tau invertida y apoyada en un zócalo que luce tres rosas labradas en cada uno de
sus cuatro lados. En lo alto de la puerta de entrada, sobre la imagen que representa el Misterio de la Encarnación, aparece la figura de Dios Padre perfectamente enmarcada en un triángulo, tal como suele ser representado el ojo del Gran Arquitecto del Universo en la tradición masónica. En cuanto a los muros exteriores, están cuajados con blasones de esta familia, compuestos por las figuras de la escuadra y el mallete, un emblema también de claras reminiscencias masónicas que apenas se localiza en otros lugares de España, a no ser que recordemos los escudos que aparecen en la iglesia mallorquina de Santa Eulalia,
en pleno barrio judío de la ciudad de Palma, que fue sede de la cofradía de los obradors, una auténtica logia de constructores y canteros que tuvo a su cargo, durante muchos años, el mantenimiento y custodia del santuario mariano de Nuestra Señora de Lluc, la patrona del Archipiélago Balear. Sólo siglos después surgiría otra representación semejante, más recientemente estudiada, levantada en la catedral soriana de Burgo de Osma en honor del venerable Palafox, que iba para santo y se quedó en el camino.[202] La capilla de Mosén Rubí no está incluida en los recorridos turísticos oficiales de la ciudad. Precisamente por
eso, las monjas que la custodian no la consideran monumento de visita obligada y, a pesar de que abiertamente no se niegan a mostrarla a los que lo solicitan, mantienen un grado de independencia que les permite una cierta reticencia a la hora de admitir visitas. Alegan a menudo obras que impiden entrar en el monumento, establecen los horarios a su conveniencia y suelen negarse a permitir que el lugar sea fotografiado, con la excusa de su carácter privado. Pero si algún curioso logra entrar en su recinto entenderá perfectamente las razones vergonzantes que despiertan las reticencias de las sores: las mismas razones, por otra
parte, que despertaron las de la autoridad religiosa de la época en que fue construida, pues se tiene noticia de que en 1530 el Santo Oficio prohibió el remate de las obras. Al recinto de la capilla de Mosén Rubí se accede por un pequeño atrio interior flanqueado por dos columnas: las mismas que en las logias representan a las llamadas Jakin y Boaz que, según la tradición masónica, que las nombra siempre como J. y B., estaban colocadas a la entrada del sancta sanctorum en el Templo de Salomón. La planta del templo se levanta en forma de dodecágono, pero, siguiendo también el modelo simbólico aceptado por el
ideario masónico,[203] ocho de sus ángulos son convexos y cuatro cóncavos, como marcaron los modelos de las logias escocesas desde el siglo XVIII. A la derecha, según entramos, se encuentra un coro de sólo siete poltronas, que más parece un estrado presidencial. Sobre el sillón principal se aprecia la figura de un globo terrestre atravesado por un puñal esgrimido por una mano sin cuerpo. Otros signos de clara procedencia masónica están —o estuvieron— presentes en la ornamentación de la capilla, desde los emblemas de los grados 3º. y 4º. que aparecen en los vitrales y en las tres primeras gradas —
triangulares— de la escalera que conduce a h torre campanario, hasta la forma pentagonal del púlpito ya desaparecido, pero recordado y descrito por el historiador don Modesto Lafuente, que precisaba que estaba labrado en mármol blanco y sostenido por una pilastra triangular que lucía igualmente los signos de distintos grados de la jerarquía masónica. Exactamente sucedía lo mismo con el altar, también posteriormente transformado, aunque se ha conservado frente a a en lo alto, el triángulo en el que se inscribe el nombre hebreo de Yavé, alegoría del grado 30 (kadosh) de la masonería tradicional. En el centro de la capilla se levantan
los bultos de sus patronos, Mosén Rubí y su esposa. El caballero adopta la actitud de desnudar su espada con la mano izquierda, tal como indica el rito masónico para ese mismo grado 30. La mujer tiene posada su mano derecha sobre el antebrazo izquierdo y fija la mirada en el suelo, en postura meditativa. Y el templo, tanto en sus vidrieras como a lo largo de sus muros, luce numerosas veces los signos del mallete y la escuadra presentes en el blasón de los Bracamonte, que todavía se repite, corno decíamos, tanto en diversas tumbas de Ávila como en el escudo de la ciudad de Peñaranda de Bracamonte, que fue feudo y propiedad
de una de las ramas principales de su descendencia, la de los condes de este nombre. Por lo que también se sabe a través, sobre todo, de los escritos del padre Ariz ya mencionados, la capilla en cuestión, que formaba parte de una fundación piadosa, fue mandada levantar por un nieto en cuarto grado del primer miembro de la estirpe, llamado Diego de Bracamonte —y no por el mismo Mosén Rubí, como aventura a insinuar Walsh—, que se lanzó a aquella obra como requisito fundamental que se le impuso para poder acceder a unos bienes testamentarios de otro miembro de la familia. Fue iniciada entre 1515 y
1516 y, al parecer, en 1530, el Santo Oficio prohibió momentáneamente el remate de las obras. Igualmente se sabe que, desde su terminación definitiva (1560) hasta ahora, jamás obispo alguno de la diócesis toledana llegó a consentir su consagración, como era preceptivo en todos los edificios religiosos de Castilla. Las razones parecen claras: la capilla de Mosén Rubí, más que un templo cristiano, se configura como una auténtica logia masónica, aun habiendo sido levantada cuando menos dos siglos antes de que la masonería se convirtiera en una realidad reconocida en los Estados del mundo occidental y comenzase a expandirse por sus
colonias. Del resto de los Bracamonte apenas se sabe nada, si exceptuamos el cruel y egoísta comportamiento que tuvieron los primeros señores de Peñaranda con sus vasallos, a los que, al parecer, esquilmaron tanto como las leyes vigentes les permitieron. Por lo demás, aún pueden detectarse algunas noticias de otro Bracamonte que se unió a la reforma de san Pedro de Alcántara y mereció los elogios de la mismísima santa Teresa por su profunda vida de santidad. Otro intervino en las conversaciones de la Paz de Westfalia y aun otro fue guerrillero que luchó contra Felipe V a favor de las pretensiones del
archiduque de Austria. Pero hay sobre todo un instante de resurgir de extraños idearios en la época de Felipe II, en cuyo desarrollo aparece involucrado otro pequeño grupo de Bracamontes, todos ellos habitualmente tachados de criptojudíos[204] y relacionados directamente con el tenebroso asunto que ahora tratamos y que tuvo como protagonista a Antonio Pérez y como coro de la conspiración a los príncipes de Éboli y a toda una larga serie de amigos y correligionarios suyos, involucrados en aquel partido «pacifista» del que el mismo Marañón comentaba cuánto se había escrito «sobre la ortodoxia sospechosa de
alguna de las familias que formaban el partido que hemos llamado liberal». Aunque este autor niega tajantemente tales vinculaciones heterodoxas, no queda sino reconocer que algún viso de verdad pueden tener, después de las investigaciones ya mencionadas y posteriormente llevadas a cabo sobre la secta de los alumbrados tanto por Márquez[205] como por Huerga.[206] Pues bien, en aquel contexto, todavía no convenientemente aclarado, la familia Bracamonte representa un papel y no precisamente de los más secundarios. Así nos encontramos con un Juan de Bracamonte amigo íntimo de Antonio Pérez y firmante del documento
en el que se protestaba por las precarias condiciones en las que el reo se encontraba en el castillo de Turégano. Este Juan, aunque se carece de datos que lo confirmen plenamente, sería, a su vez, el padre de Francisco Bracamonte Dávila, gentilhombre de Felipe II y casado en 1612 con Luisa, la hija de Antonio Pérez. También a él se le achacaban orígenes judíos, lo mismo que al secretario del rey, y de él se sabe que era señor de las villas de Fuentelsol y Cespedosa, antiguos feudos de Mosén Rubí de Bracamonte, el fundador de la familia, así como comendador de Villarrubia y Alcaide del Sacro Convento de Calatrava. Hijo de ambos,
nieto por tanto de Antonio Pérez, fue el también llamado Francisco Bracamonte Dávila, al que se tiene por capitán de corazas y caballero de la Orden de Santiago. Se conoce de él la circunstancia de que sufrió investigación sobre limpieza de sangre antes de poder entrar en ella, en la cual encuesta se dice que apareció aquel presunto origen judío que se achacaba a toda la familia. Pero entre todos ellos, merece lugar aparte otro Bracamonte, también olvidado y llamado Rodrigo. Ignoro el parentesco inmediato que pudo tener con los demás, pero de éste se tiene noticia cierta y única de haber sido un caballero abulense, sin más referencias. Se le
atribuyó la redacción y difusión, en los momentos de peor prisión de Antonio Pérez, de una ola de pasquines subversivos que aparecieron en la ciudad de Ávila quejándose de la falta de libertades con motivo de la persecución del secretario. Entre otras cosas, se decía en aquellos escritos: «Oh, España, España, vuelve en ti y defiende tu libertad… Y tú, Felipe, conténtate con lo que es tuyo y no pretendas lo ajeno y dudoso, ni des lugar ni ocasión a que aquellos por quienes tú tienes la honra que posees defiendan la suya, tan de otros conservada por leyes de este reino defendida». Este personaje fue prendido con los demás
conspiradores de aquella conjura sin consecuencias que no lograron escapar, pero todos sufrieron castigos menores excepto él, que fue ajusticiado. Con estas notas, necesariamente incompletas, sólo he tratado de llamar la atención sobre unos personajes y unos acontecimientos donde se dan, en determinados momentos clave de la historia de la España de Felipe II, unas señales necesariamente imprecisas y nunca totalmente documentadas que entreabren la puerta a investigaciones más profundas sobre aspectos olvidados o silenciados del acontecer de nuestro pasado. La investigación lúcida de estas circunstancias nos pondría en contacto
con las veladuras de otros idearios que, bajo la forma de asociaciones secretas, trataron de mover los hilos de los grandes acontecimientos, intentando reconducirlos por caminos que coincidirían con los idearios defendidos por estos colectivos. Sin duda influidos por factores tradicionales que fueron surgiendo en momentos claves de la historia, estos idearios llegaron a formar parte soterraña del acontecer político de los pueblos de Europa y, si es cierto que mantuvieron generalmente en secreto sus últimas intenciones, por lo que suponían de infringimiento de las normas de conducta establecidas y reconocidas
desde los más altos niveles del poder, no siempre pudieron evitar ser localizados y en determinados casos, puestos en la picota. Esto es lo que sucedió con la Orden del Temple doscientos años antes de la época que aquí estamos tratando de penetrar. Y es perfectamente asumible —e incluso existen indicios suficientes para aceptar la idea— que la Orden, aun después de condenada y destruida, prolongó su existencia en la sombra y propició la aparición de otros movimientos afines y en cierto modo paralelos, corno los de los primeros masones especulativos, creados a partir de la incorporación ideológica a las logias secretas de
constructores de espíritus afines a sus idearios esotéricos. Y nada impide aceptar que tales idearios se instituyeran en sociedades discretas creadas con el propósito firme de influir en favor de sus principios introducidas subrepticiamente entre los núcleos de poder de su tiempo. Es lógico pensar, sin embargo, que, salvo que la documentación relativa a alguna de estas asociaciones fuera descubierta e investigada hasta sus raíces, algo bastante improbable, su existencia seguirá siendo un misterio que sólo alcanzará a conocerse atando cabos que, generalmente, permanecen sueltos. O bien interpretando, aunque a
menudo sólo a medias, las claves que pudieron dejar a lo largo de su singladura histórica. Hilar estas claves y poner al descubierto su realidad suele ser una labor imposible. Pero, sin duda, tales claves existen y sólo haría falta asociarlas convenientemente para que permitieran descubrir evidencias que siempre tratan de escabullirse en la oscuridad testimonial que supone la carencia de documentos públicos y publicados que podrían confirmarlas. Ante esta circunstancia, sólo cabe preguntarse si la historiografía tiene derecho a negar su existencia por el hecho de que carezcamos de esa documentación.
Una de tales claves podría ser el reconocimiento, por parte de los investigadores académicos, de la presencia de ese tipo de masonería especulativa —tal vez podríamos hablar, mejor, de una premasonería que no abandonaría su estado de latencia hasta el siglo XVIII— que, con toda probabilidad, se vendría arrastrando desde fines de la Edad Media, incorporando a sus idearios a varios miembros de la sociedad europea del siglo XVI y, más que probablemente también, promocionada por familias marranas que salieron de España a raíz del edicto de expulsión lanzado por los Reyes Católicos. La pertenencia a estas
asociaciones secretas, que ya habrían tenido sus primeros atisbos en la Europa del siglo XVI[207] a través de numerosas órdenes militares de tono menor instituidas por reyes y por miembros destacados de la alta nobleza europea, habría pasado desapercibida en muchos casos y tomada como una suerte de exaltación casi lúdica de románticos idearios caballerescos ya periclitados. [208] Pero llegaría un momento, cuando las circunstancias históricas así lo aconsejaron, en que, poco a poco, todas estas manifestaciones del infringimiento del orden establecido se fueron uniendo y adquiriendo, entre el anonimato y el secreto, la influencia decisiva que llegó
a tener, a partir del siglo XVIII, una masonería ya reconocida y masivamente odiada por los sectores más fundamentalistas de la sociedad y por el integrismo exacerbado de una Iglesia que veía en ella una considerable merma, tan inteligente como imparable, del poder que siempre había ostentado. Felipe II, como cabeza política de esa Iglesia en su siglo, pudo ser el objetivo fallido de esta conspiración aún poco y mal organizada. Pero la misma calidad de sus miembros, todos ellos componentes de un sector importante de la más influyente sociedad de su tiempo, pudo hacer que el mismo monarca no actuara contra ellos más que
cuando la urgencia política así se lo aconsejó. De lo que no parece caber duda es de que Felipe II tuvo conocimiento cabal de su existencia o, cuando menos, de la existencia de unas fuerzas cuya influencia no podía despreciarse a la hora de tomar decisiones políticas determinadas. Igualmente, pudo saber que luchar contra ellas abiertamente suponía tomar partido por el integrismo total, cuando su concepto del poder absoluto le impulsaba a controlar también las variantes ideológicas que pudieran surgir en el ámbito de su autoridad. Su misma inclinación por los conocimientos ocultos, que ya hemos
tenido la oportunidad de repasar, le llevaban seguramente a interesarse por los movimientos secretos, que, en su mayor parte, basaban sus idearios en la posesión o, al menos, en la tendencia a adquirir los más profundos conocimientos transmitidos por la Tradición.
13 El Sebastianismo portugués y la tradición del Rey del Mundo Todos los pueblos han porfiado a lo largo de su historia por la búsqueda, el encuentro y el mantenimiento de una identidad que les afirmara en su razón de ser. En general, cuando un accidente histórico grave viene a poner en peligro
esa identidad y amenaza la subsistencia o la unidad misma del pueblo, surge en la mente colectiva la conciencia mágica que, más allá de cualquier motivo racional y palpable, trata de devolver la esperanza perdida a través de la recuperación de un elemento determinado del pasado que habrá de reordenar la situación y poner las cosas en el lugar que les corresponde. Factores analógicos como éste, generalizados más allá de las diversas formas culturales y presentes en las civilizaciones más dispares y en pueblos que no han tenido jamás el menor contacto mutuo, emergen más allá de las modas y muy por encima de los tiempos.
Han permanecido aletargados en la memoria colectiva y sólo necesitan para manifestarse del estímulo de la situación límite o del peligro inminente ante una desintegración. Y se traducen a través de la esperanza del regreso de aquel con el que el pueblo ha identificado el arquetipo paradigmático de sus señas de identidad y cuya desaparición ha provocado la angustia de su pérdida y de lo que ésta conlleva. El pueblo de Israel sigue esperando un Mesías prometido por Yavé, que reunirá a vivos y muertos, los juzgará, los conducirá a la Gloria y justificará así los siglos de marginación que sufrió antes de recuperar la Tierra Prometida.
El cristianismo, nacido en el seno de un colectivo de hebreos que creyó a pies juntillas en la realidad tangible de esa llegada, sigue ahora esperando la Segunda Venida de Cristo para que se cumpla la profecía evangélica y triunfe definitivamente la Iglesia como poder efectivo universal. Pero ya mucho antes de que ese cristianismo mesiánico acaparase la devoción y determinase las formas de vida del mundo mediterráneo, la esperanza de la venida —o del retorno— de un Salvador perdido formó parte de la tradición egipcia. En las tierras del valle del Nilo se transformó en doctrina la vuelta de Osiris y de su estirpe, recuperada gracias a la magia
sagrada de los poderes de Isis. Y del mismo modo surgió en la historia de los macedonios, cuando el pueblo esperó inútilmente el regreso de Alejandro Magno, muerto muy lejos de la patria que había engrandecido con sus conquistas. El Sacro Imperio romano germánico también vivió un tiempo aguardando la vuelta de Federico Barbarroja, ahogado en un río cuando se dirigía a la conquista de Tierra Santa para mayor gloria de aquella cristiandad a la que creía representar. Por su parte, los bretones creyeron por mucho tiempo que el rey Arturo regresaría de la isla de Avalon para liberarles de los conquistadores sajones. Y muchos
veteranos de las glorias napoleónicas murieron convencidos de que el emperador regresaría algún día de Santa Elena para devolver a Francia la grandeur perdida en Waterloo. En el fondo de esta idea subyace un paradigma mucho más amplio. El ser esperado es tenido por un caudillo omnipotente, un Rey del Mundo capaz de unir todo aquello que su ausencia está a punto de dispersar: un ser único e irrepetible, soñado más que conocido, al que se ha adjudicado gratuitamente el imposible poder de identificar su todopoderosa voluntad con la de aquellos que se ponen bajo su autoridad protectora. En muchos casos, la esperanza en
aquel regreso pareció a punto de cumplirse cuando surgieron suplantadores dispuestos a aprovecharse de la añoranza popular y asumir fraudulentamente la personalidad del desaparecido. Y el pueblo, a menudo, se volcó sobre ellos sin detenerse siquiera a pensar en lo burdo de la trampa que se le tendía, sólo pendiente del cumplimiento de las esperanzas o de las profecías que habían anunciado aquel regreso imposible. El medievo de la Península Ibérica conoció también un curioso caso de añoranza del rey perdido en la persona de Alfonso I el Batallador. Reinando ya sobre Aragón y Cataluña su sobrino
nieto Alfonso II, corrió por todo el reino la voz de que el viejo monarca, supuestamente muerto en 1134 tras la batalla de Fraga —la única derrota que, según dicen, sufrió en todos sus años de reinado— no había fallecido; recuperado de sus heridas y buscando el perdón por su derrota, había peregrinado secretamente a Tierra Santa y ahora regresaba para recuperar el trono y devolver a su reino el esplendor que él le había dado.[209] Lo más significativo de aquel suceso fue que muchos aragoneses, sin pensar en la absoluta imposibilidad de que aquel regreso fuera cierto, pues se produjo más de cuarenta años después de la
muerte del monarca y de la obligada subida al trono de su hermano Ramiro el Monje, se lanzaron entusiasmados en seguimiento del suplantador, que por algún tiempo logró primero reunir numerosos partidarios incondicionales y posteriormente eludir la persecución oficial y refugiarse al otro lado de los Pirineos. El mismo Alfonso II hizo abrir la tumba de su tío abuelo para comprobar la presencia de su cadáver y eliminar cualquier posibilidad de que hubiera podido sobrevivir y regresar reivindicando su incumplida voluntad. Y sólo entonces, después de constatarlo, dio órdenes precisas y contundentes para que el falso monarca fuera preso y
ahorcado, casi en secreto, junto a las murallas de Barcelona, para evitar cualquier conato de alzamiento popular. Aun así, corrió la voz de que, una vez ejecutado, el falso Alfonso el Batallador fue enterrado junto al rey carismático al que había suplantado, en la misma abadía de Montearagón donde reposaban los restos del auténtico. Tres sigilos más tarde, a Felipe II le tocó vivir una experiencia parecida y tuvo que enfrentarse a la misma creencia popular, con motivo de su acceso a la corona portuguesa tras la muerte en Alcazarquivir del rey don Sebastián, su pariente, que se había lanzado a una mesiánica aventura africana muy
superior a sus posibilidades de salir triunfante. Del mismo Felipe, a pesar de su derecho de acceder al trono portugués en caso de muerte de don Sebastián sin sucesión directa, se afirma que quiso disuadir a su sobrino de su obsesión por cruzar el Estrecho y pasar a territorio africano para emprender aquella conquista, tan imposible como una nueva Cruzada. Sin embargo, no puede negarse que el problema de la unidad peninsular rondaba como una aspiración recurrente desde los últimos años de la Edad Media y persistía en al ánimo de Felipe II como complemento necesario a su íntimo convencimiento de estar predestinado a convertirse en Rey del
Mundo. Se sabe que, en 1577, se entrevistó con don Sebastián en el monasterio de Guadalupe y lo que hablaron entre ellos no ha pasado de ser lucubraciones de los historiadores. Pero Cabrera, el primer historiador del reinado, deja entrever en su obra que el monarca español pudo incluso animar a su sobrino a emprender aquella aventura loca y descabellada, prometiéndole una exigua ayuda que en modo alguno podría haberle evitado la catástrofe que le aguardaba al otro lado del Estrecho.[210] Es más, aquella ayuda podría justificar posteriormente las aspiraciones del monarca español a la corona portuguesa. Don Sebastián de Portugal, nieto de
don Manuel el Afortunado y de María, hija de los Reyes Católicos, e hijo de don Juan III y de María, hermana de Felipe II, a sus poco más de veinticuatro años, unía a su condición de rey absoluto, común a todas las monarquías de su tiempo, una personalidad enfermiza que le hacía muy semejante, incluso físicamente, a su difunto primo el príncipe don Carlos. Habían fracasado todos los intentos de casarle y tener descendencia y buena parte de los testimonios que han dejado sus contemporáneos parecen indicar que, cuando menos, era impotente, sufría de escrófulas y su escasa inteligencia le llevaba a creer en un mundo muy distinto
al que sus sueños imaginaban. Era, en cierto sentido, un romántico enfermizo y exaltado. Y su personalidad le llevaba a actuar por impulsos apasionados que nada ni nadie eran capaces de frenar. Cuando se le metió entre ceja y ceja la búsqueda mesiánica de aquella gloria guerrera imposible, y nada menos que a través de algo que en mala hora se le ocurrió llamar Cruzada, no se detuvo ni ante la pobreza extrema que atenazaba a sus súbditos y que había llevado a la bancarrota a su país, ni ante su misma incapacidad para dirigir un ejército que, sobre mal armado y precipitadamente convocado, era escaso y carecía de preparación, compuesto como estaba de
campesinos, menestrales y cabreros. [211] Sin embargo, a pesar de las reticencias de unos pocos, logró entusiasmar a la totalidad de Portugal con la empresa: partió como un héroe, arribó a duras penas a las costas africanas con la ayuda de la armada castellana y, en su primer encuentro con la morisma, frente a Alcazarquivir, ante un ejército que cuadruplicaba sus fuerzas, el rey cayó de los primeros y quienes le rodeaban callaron momentáneamente su muerte «para no tener el oprobio de haber salvado la vida mientras perecía su rey».[212] De toda la expedición apenas salvaron la vida un millar de hombres y el cadáver
del rey parece que tuvo que ser devuelto casi en secreto a Portugal, pasado algún tiempo, gracias a las gestiones directas que llevaron a cabo, por encargo de Felipe II, el duque de Pastrana, hijo de la princesa de Éboli, y el duque de Medina Sicionia. Con este suceso, se abría en Portugal un período conflictivo ante la inseguridad del inmediato destino del reino, ya que don Sebastián había muerto soltero y sin hijos y, por lo tanto, el país carecía de un heredero directo que pudiera sucederle. La única solución que se vislumbraba era la incorporación a la corona peninsular — que no de España—, propiedad familiar
de Felipe II, que era, además, hijo de otra hija del Afortunado, la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V. Basta ver las historias al uso del país vecino para comprobar cómo llegó a mitificarse hasta nuestros días aquella aventura y su posterior desenlace. Muerto don Sebastián sin sucesión, el aspirante más inmediato a la corona era el único hijo que quedaba de don Manuel el Afortunado, el anciano cardenal infante don Enrique, que efectivamente heredó la corona, pero falleció en 1580 comido por los achaques. Los portugueses se declararon entonces débiles defensores de otro aspirante autóctono a la corona. Se
trataba de don Antonio, prior de Crato, que fue uno de los pocos que se salvaron del desastre de Alcazarquivir, según muchos debido a su cobardía, que lo alejó prudentemente del escenario del combate. Tal vez a causa de esta circunstancia, los portugueses, al mismo tiempo que defendían sus derechos, sentían de nuevo en sus carnes el peligro de su pérdida de identidad si eran absorbidos por la corona filipina e incorporados a una unidad política peninsular que de ningún modo deseaban.[213] Las aspiraciones del prior de Crato provocaron las revueltas de los años siguientes, que contaron con numerosos partidarios a pesar de ser
este personaje sólo hijo natural de don Luis, el último descendiente directo del Afortunado y tío de don Sebastián. Don Antonio era hijo de una judía conversa: Violante Gomes, llamada la Pelícana, y durante dos años, bajo su bandera, tanto la tierra portuguesa como sus islas ofrecieron resistencia inútil a las tropas españolas, mandadas una vez más por el duque de Alba, el caudillo preferido de Felipe II para ocasiones en que el destino se tenía que dilucidar con contundencia. Se tienen noticias puntuales de esta guerra a través de los cronistas contemporáneos y hay incluso un curioso relato escrito por uno de los mercenarios alemanes enrolados por
España para aquella campaña,[214] en el que describe menos aquella guerra que toda una serie de curiosas tradiciones portuguesas y gallegas que vivió allí, destacando la unidad cultural de ambos pueblos. En 1585, tras cinco años tensos en los que el fantasma de una guerra casi civil volvió a hacer su aparición en la Península, la paz, aunque precaria, volvió a un Portugal empobrecido y vacilante en su identidad. Fue entonces cuando la situación comenzó a traducirse en nostalgia y en esperanza mesiánica por el imposible retorno del rey perdido que fuera capaz de arrojar al otro, impuesto por oscuras leyes
sucesorias. Precisamente en torno a estas fechas fue cuando hizo acto de presencia, en la región de Alburquerque, un extraño ermitaño que se presentaba ante la feligresía con aires misteriosos que parecían esconder un profundo secreto que desvelaba a medias a través de pláticas de doble sentido, como si tuviera un interés especial en que la gente deseara saber algo más sobre él. Incluso llegaron a atribuirle la difusión de una vieja profecía que, al estilo de las de las antiguas sibilas, afirmaba que «rey portugués que perdiera batalla tendría que hacer penitencia antes de poder sentarse de nuevo en el trono que
le correspondía por derecho». Y esa afirmación hizo sospechar a algunos y concebir esperanzas a muchos, que creyeron que detrás de aquel ermitaño se ocultaba el soberano desaparecido, que llevaba aquella vida de secreto anonimato para purgar su derrota y hacerse perdonar de su pueblo. El falso anacoreta nunca llegó a afirmar su identidad con el monarca perdido, pero permitió subrepticiamente que muchos lo creyeran. Y hasta hizo que dos individuos, que se hicieron pasar por altos dignatarios de la corte, llegasen hasta él para rendirle pleitesía. Las autoridades portuguesas adictas al nuevo rey tuvieron que prenderle y
seguramente lo habría pasado peor si no hubiera intercedido por él el mismo Felipe II, que le libró de ser ahorcado y se limitó a recomendar que se le condenase a galeras para el resto de su vida. No pasó mucho tiempo antes de que, cerca de Eviceira, surgiera otro supuesto penitente, aunque éste no tan anónimo, pues se supo al menos que su nombre era Mateo Álvarez. Esta vez cambiaba el paisaje, pero no las intenciones. Unido a varios compañeros que formaban con él una especie de corte, hacía vida eremítica junto a la playa y dejaba que le rindieran pleitesía sin decir nada, pero dejando entrever
que guardaba celosamente su anonimato para revelarlo cuando fuera oportuno. Las mismas autoridades municipales fueron las encargadas de propalar la supuesta buena nueva y muchos portugueses se desplazaron hasta allí para estar cerca del que creyeron su rey perdido, que se daría a conocer cuando las circunstancias fueran favorables, aunque, de momento, se limitaba a decir sin demasiada convicción que no era el rey, sino un miserable picapedrero de la Isla Terceira que se dedicaba a hacer penitencia por su vida disipada. Pero aseguraban quienes le escucharon que lo decía de tal modo que nadie dudaba de que ocultaba una realidad más profunda.
La cosa alcanzó un punto en que se llegó a improvisar una especie de amago de coronación en la misma localidad de Eviceira, después de la cual el falsario se permitió escribir algunas cartas, entre ellas una al archiduque Alberto, gobernador del reino en nombre de Felipe II, para que desalojase inmediatamente su palacio de Lisboa, que él acudiría a ocupar. El archiduque Alberto mandó gente de armas que hicieron huir momentáneamente a la improvisada corte, con lo que ni siquiera se hicieron prisioneros. Y apenas se marcharon volvieron a las andadas, pero a la segunda fue la vencida y Mateo Álvarez fue llevado a
Lisboa y ejecutado junto a sus más allegados cómplices. Hubo entonces muchos portugueses que lloraron por segunda vez por el monarca perdido. La tercera aparición de un presunto don Sebastián revivido tuvo lugar entre 1593 y 1595 y no precisamente en tierras portuguesas, sino en el corazón mismo de Castilla, en Madrigal de las Altas Torres, donde no se había vivido la aventura, aunque se tuvo noticia puntual de ella. El promotor del nuevo tinglado fue esta vez un fraile agustino lisboeta que llegó a provincial de la orden, fray Miguel de los Santos, el cual, después de haberse manifestado en Portugal como fiel seguidor del prior de
Crato, fue enviado por sus superiores a Madrigal para que enfriase sus afanes políticos ejerciendo como vicario del convento de Santa María la Real. A aquel cenobio mandaba la más rancia nobleza española a las que consideraba sus cabezas locas para que expiasen sus pecados. Y es de sospechar que expiarían los propios y los ajenos, pues muchas de las monjas de aquella clausura no arrastraban consigo más falta que la de haber nacido bastardas de príncipes o de señores de la más alta nobleza del país. Entre otras, se encontraba allí entonces encerrada doña Ana de Austria, hija bastarda de don Juan de Austria, el héroe de Lepanto y
de las Alpujarras, que a su vez arrastraba su bastardía como hermano espúreo del rey Felipe. Fray Miguel de los Santos sabía muy bien de la profunda añoranza de los portugueses por su rey perdido y de su convencimiento, abrigado por muchos compatriotas, de que vivía escondido en alguna parte aguardando el momento apropiado para su reaparición. Y, habiendo encontrado en Madrigal a un pastelero que guardaba ciertas semejanzas físicas con el monarca, puso en práctica un meditado plan de resurrección que casi llegó a tener éxito. En primer lugar preparó en secreto al pastelero, sin padres conocidos,[215]
enseñándole aires cortesanos, habla portuguesa correcta y los más variados recuerdos y conocimientos del entorno histórico y familiar del rey difunto. Dicen que incluso convenció fácilmente para seguir con la farsa a Gabriel de Espinosa, que ése era el verdadero nombre del pastelero, prometiendo casarle con la monja doña Aria, la hija de don Juan de Austria, que, al parecer, se tragó la patraña gracias a los conatos de raptos místicos y agoreros del vicario, que le auguró un brillante futuro. Y hasta debió de enamorarse perdidamente del impostor, porque se tiene noticia de que llegó a hacerle muchos y valiosos regalos que
conservaba en su celda como parte de su dote desde que entró en el convento. Al parecer, incluso el resto de las monjas se sumó ingenuamente al juego, soñando en ver a una de sus pupilas convertida en reina de Portugal. El agustino, mientras tanto, se apresuró a escribir secretamente a Francia, contando los planes que había concebido a los reyes y al prior de Crato, que permanecía exiliado en la corte de Enrique III. Dichos planes se basaban en llevar en triunfo al falso don Sebastián hasta Portugal, echar del país a los españoles y luego hacerle desaparecer definitivamente para que don Antonio recuperase la corona a la
que aspiraba. Esta vez, sin embargo, el plan fue puesto al descubierto por una ramera a la que el pastelero debió de confiarse demasiado. El alcalde de Madrigal, don Rodrigo de Santillán, se apresuró a detener a Gabriel de Espinosa y a sus cómplices y, casi sin levantar la voz ante el escándalo que acababa de destapar, los hizo procesar a todos en Medina del Campo a pesar de las protestas de los agustinos, que comenzaron a excomulgar autoridades a diestro y siniestro por violaciones de clausura y por detención ilegal de sus miembros. Luego los culpables fueron llevados a Valladolid, donde parece ser que el buen alcalde los
hizo ahorcar a todos. No obstante, la tradición de Madrigal de las Altas Torres sigue señalando el lugar en donde supuestamente se levantó el cadalso para su legendario pastelero. Lo curioso de este acontecimiento es que su fama se expandió por todas partes y hasta llegó a convertirse en tema de tragicomedia en la pluma de los escritores del Siglo de Oro. Todo el mundo habló de aquella aventura imposible, incluso el cronista del rey, pero en ninguna parte se puede confirmar que Felipe llegase a tornar cartas en el asunto y todo parece haber discurrido como algo de cuya solución se encargaron pequeños subalternos, sin
que el monarca tuviera que intervenir en ningún momento y sin que diera nunca ni siquiera su opinión, al menos en documentos escritos conocidos. De aquellos días en los que se juzgaba y se castigaba al pastelero de Madrigal sólo se cuenta que había fiestas en el monasterio de El Escorial en honor a una determinada boda o de cualquier otro acontecimiento. Pero el rey parece que jamás se pronunció sobre el asunto, como si hubiera preferido ignorar el sentir de los portugueses, que siguieron esperando durante siglos el regreso de su rey don Sebastián. Así fue creándose sobre su figura, con el tiempo, un ideario de sebastianismo
latente que ha pasado a representar los ideales nacionalistas de un importante sector del pueblo portugués. Precisamente el mismo año de la muerte de Felipe II, en 1598, habría de aparecer en Venecia el último y seguramente más profundo ramalazo de esta perdurable obsesión mítica portuguesa. En aquella ciudad, según comprueba André Coyné,[216] se habían refugiado numerosos portugueses seguidores de don Antonio. Y fue allí donde encontraron a otro sosias del rey desaparecido: un tal Marco Tulio, más conocido como el Calabrés, que mantuvo en vilo a los españoles durante cuatro años, hasta que fue prendido y
ejecutado, sin que ni Francia ni Inglaterra, países a los que se recurrió para que intercedieran por su vida, llegasen a hacer nada por salvarle de la oprobiosa ejecución. Lo que tuvo de importante aquel último intento de resurrección del mito del rey perdido fue que un alto personaje de la nobleza portuguesa, don Joâo de Castro, nieto nada menos que de un virrey de las Indias, estableció a través de sus escritos algo que, desde entonces y hasta nuestros días, ha constituido una idea analógica recurrente del espíritu nacionalista portugués: el Sebastianismo, que ha formado parte de la personalidad
colectiva de aquel país hasta nuestros mismos días. Este noble, a través de sus escritos,[217] fue el propagador de un paradigma mágico que, aprovechando la figura mítica del rey añorado, imprimió carácter al espíritu luso, desencadenando toda una serie de esquemas tradicionales que, desde entonces, han venido a dar forma y sentido al aspecto más profundo de la personalidad del pueblo y ha alimentado sus esperanzas de grandeza. Unas esperanzas que el mismo don Joâo revelaba en sus páginas al atestiguar, nada menos que «ante el Altísimo», que aquel personaje, al que conoció en prisión, era «el verdadero rey de
Portugal don Sebastián, que Dios debería salvar para convertirle en su capitán general en la conquista del Universo». No hacía con ello más que confirmar lo que muchos portugueses habían convertido ya en una realidad asumida más allá de cualquier argumento razonable. Esta convicción fue avalada por las profecías casi ingenuas expandidas y popularizadas por un zapatero de Trancoso llamado Bandarra, el cual, a través de unas Rimas que muy pronto pasaron a formar parte del acervo popular, anunció el regreso del rey don Sebastián basándose en ciertas profecías bíblicas entresacadas de los libros de Daniel y
de Jeremías. Según éstas, don Sebastián se habría retirado «a una isla brumosa de otro mundo», de donde regresaría el día señalado llegando desde el mar por la desembocadura del Tajo, montado en un caballo blanco y seguido nada menos que del rey Arturo y de las tribus perdidas de Israel. La profecía se redondeaba asegurando que, encabezando un ejército ya definitivamente invencible, tomaría el camino de Tierra Santa convirtiendo a su paso a turcos y judíos hasta alcanzar como Rey del Mundo la Jerusalén Terrenal que, a partir de aquel momento, se identificaría con la Celeste, completando numinosamente el ciclo
más glorioso de la historia de la humanidad.[218] Aunque ni los historiadores españoles de la época ni los biógrafos de Felipe II confirmen estos extremos, creo que no pueden caber dudas de que, a pesar de los reiterados silencios habituales del rey a la hora de expresar públicamente sus más recónditos pensamientos. Este esquema de gloria trascendente que henchía el espíritu portugués debió de estar muy presente en el ánimo de nuestro monarca cuando se apoderó de la corona del país vecino. Ni historiadores de la época ni biógrafos de Felipe II confirman este extremo y hemos visto que el propio rey
era reacio a expresar sus más recónditos pensamientos. Aun así podemos notar que su mismo paradigma vital, expresado a través de muchas de sus actitudes y en algunas de sus obsesiones, estaba presidido por este gran esquema universalista que sintió profundamente, aunque nunca lo llegó a expresar de manera abierta y decidida y que, tal vez por ello mismo, tampoco llegó a ca lar hondo en todos los pueblos sobre los que gobernaba e imponía su autoridad. Sin embargo, hay que reconocer que tanto en Portugal como en el resto de la Península —y sobre todo, en Castilla, aun que mucho menos en la Corona de Aragón— se daban las circunstancias
apropiadas para que surgieran los elementos constitutivos del mito del Rey del Mundo asumido discretamente por sus soberanos. Tanto Felipe II como el desaparecido rey don Sebastián de Portugal eran propietarios efectivos de vastísimas zonas del planeta que, en el caso del monarca español, permitieron asegurar que en sus dominios nunca se ponía el sol. Las tierras sobre las que se extendían sus propiedades eran mucho más extensas de lo que nunca llegara a ser aquel Imperio Romano que aún servía de modelo político a los esquemas de poder al uso y abarcaban la casi totalidad de América, buena parte del Pacífico y vastas zonas de África y
Asia, sin contar con las conflictivas posesiones europeas de los Habsburgo. Poetas como Ercilla en La Araucana y Camoês en Os Lusiadas cantaron las ideas del Gobierno Universal regido por sus respectivos soberanos. Sin embargo, hacía falta otro tipo de dominio que hiciera efectiva aquella autoridad y que obligase a que fuera reconocida sin reticencias por el resto de los pueblos de la tierra. Ese concepto del poder estaba plasmado en el mito del Rey del Mundo, un supuesto soberano secreto universal cuya tradición flotaba desde tiempo inmemorial sobre la conciencia colectiva del mundo conocido. Ciertamente, la tradición del Rey
Oculto y todopoderoso, que se manifestaría ante el mundo entero cuando la Humanidad más necesidad tuviera de él, se había originado ya localmente, durante el siglo XII en Aragón, precisamente a través de la aventura ya mencionada del herrero que pretendió usurpar la personalidad del difunto Alfonso el Batallador en tiempos del reinado de su sobrino nieto Alfonso II. Sin embargo, habría que recordar que la tradición era universal, como ya hemos indicado, y que iba mucho más allá de las esperanzas de un determinado colectivo, manteniéndose latente, como paradigma total, asumido en círculos iniciáticos más o menos ocultos y
discretos, entre los que destacaron aquellos que, como en el entorno del mismo rey Felipe, estudiaron a fondo las doctrinas de Ramón Llull y asumieron el esquema existencial trascendente que se revelaba en una parte sustancial y recóndita de su obra y en la obra de los pensadores ocultistas del Renacimiento que bebieron de sus doctrinas. No tendríamos que olvidar que, en sus últimos años, en torno a 1305, Ramón Llull intentó, aunque inútilmente, la aventura descabellada de alcanzar el reino del mítico Preste Juan, el soberano todopoderoso que gobernaba el mundo desde un lugar nunca localizado; y que, para obtener un salvoconducto que le
permitiera adentrarse en las tierras prohibidas de Asia, el beato mallorquín visitó en Chipre al que sería el último maestre de la Orden del Temple, Jacques de Molay. Su esperanza no logró convertirse en realidad, debido al peligro inmediato que suponía tener que atravesar territorios guardados por un Islam en plena conciencia de victoria sobre el cristianismo cruzado, pero su convicción, o cuando menos su afán de penetrar en aquel secreto universal, se transmitió a través de su obra, apasionadamente estudiada por las mentes más lúcidas del siglo XVI. Pero las noticias sobre aquellas tierras de Asia en las que gobernaba un
Rey del Mundo seguirían llegando a tierras cristianas. Del Preste Juan se aseguró que había mantenido correspondencia con papas y emperadores. Y hasta corrió la noticia de que hizo llegar al emperador Federico II Staufen ciertos regalos prodigiosos que le permitieron convertirse en el soberano más poderoso de la Europa de su tiempo. En la España del siglo XV volvieron a actualizarse las noticias sobre aquel personaje cuando se conoció la relación del viaje emprendido por un joven noble castellano, Pero Tafur,[219] donde contó con todo detalle cómo, encontrándose en el célebre monasterio de Santa Catalina,
a los pies del monte Sinaí, llegó hasta allí un extraño viajero, español de origen y convertido al Islam, con un espléndido séquito de mujeres y de servidores, que le confesó que venía de más allá de la India, de una tierra extraña e ignorada de los viajeros, donde sus habitantes, profundamente sabios y poderosos, conocían todos los secretos de la vida y de la historia y tenían incluso fabulosos poderes que les permitían gobernar la tierra desde su desconocido refugio o, al menos, controlar cuanto en el resto del mundo acontecía. Por su parte, los portugueses, al emprender primero y fomentar
posteriormente la Ruta de las Indias, tal y como afirma André Coyné en el estudio que hemos mencionado, obedecieron exotéricamente a razones de expansión política, religiosa y comercial, pero en el espíritu de los súbditos de don Enrique el Navegante —cuyo emblema, recordémoslo, fue la tierra representada por la esfera armilar — permanecía viva la intención de encontrar el reino del Preste Juan, aquel personaje mítico, supuestamente heredero de la tradición del Melkisedeq bíblico, a medio camino entre el Emperador Universal y el Sumo Sacerdote, que hasta apareció envuelto en su halo de autoridad en las últimas
manifestaciones de la saga artúrica como depositario definitivo del Grial. Incluso se puede afirmar que fueron los portugueses los que llevarían a cabo la traslación de este mito a tierras etíopes y los que comenzaron a considerar como personificación inmediata del Preste Juan al reysacerdote cristiano de los coptos abisinios. Etiopía se transformó así en la nueva tierra donde se ubicaba el Agartha de las tradiciones esotéricas medievales y su rey, teóricamente descendiente directo de Salomón, pasó a ser considerado como el Preste Juan del que se contaba que mantuvo relación epistolar con los soberanos y sumos
pontífices del medievo. Y hasta hubo aventureros, y precisamente portugueses, que llegaron a luchar por él defendiendo su vasto imperio frente a la creciente amenaza del Islam a costa de su propio sacrificio, como fue el caso de Cristováo de Gama, sobrino del navegante Vasco de Gama.[220] Para Felipe II, pues, el apoderarse de Portugal iba, sin duda, más allá del simple deseo de lograr la propiedad de la totalidad de la Península. En cierto sentido, hacerse el dueño de aquel remo tuvo que significar para él convertirse en heredero directo de la tradición, a la vez aghártica y griálica, sobre la que se había configurado aquel Estado que fue
en su día el centro esotérico del ideario templario, con reyes que siempre vivieron y fueron tenidos como seres medio míticos, a caballo entre la realidad inmediata y la leyenda que, casi indefectiblemente, les convertía en protagonistas de una historia trascendente y en aspirantes a aquel gobierno absoluto del mundo con que soñaba Felipe II más allá de toda manifestación puntual de su auténtico poder como monarca en cuyo imperio no se ponía el sol.
14 Para cerrar, como si se tratara de un epílogo Estoy convencido de que la medida por la que podemos calibrar la identidad de cualquier personaje emblemático de la historia no se encuentra sólo en función de su figura, por más decisiva que ésta hay sido en los acontecimientos que pudo protagonizar, sino que siempre
tendrá que aparecer ligada al entorno y al momento en el que surgió. Por más que creamos haberla superado con nota, esta es todavía la asignatura pendiente de buena parte de la Historiografía que estudia y nos cuenta los hechos del pasado. Con todo cuanto representó en el mundo de su tiempo, marcándolo con su impronta y haciendo vivir en Europa pendiente de su presencia y hasta de su voluntad, tampoco Felipe II se libró de cumplir con los esquemas marcados por el tiempo en el que le tocó vivir y que él mismo trató de moldear a su imagen y semejanza. Lo único que intentó y no era poco— fue ser reconocido como
caudillo de aquel mundo que se agitaba entre aires que pedían cambio y moles anquilosadas de doctrinas contra las que cualquier intento de renovación peligraba estrellarse. El rey llamado el Prudente lo fue porque no sólo optó por mantener en sus dominios las estructuras ultraconservadoras y los esquemas estáticos de una cultura cristiana casi ahogada en su propio letargo inmovilista, sino porque, frente a cualquier corriente proclive a la renovación de los valores humanos y religiosos, levantó siempre nuevos muros de dogmatismo intransigente, valiéndose para ello incluso de las doctrinas que la Iglesia más temía:
aquellas que trataban de resucitar la magia y los métodos ocultos de una Tradición arcana que la creencia católica abominaba. Su conciencia mesiánica, favorecida por la inmensa extensión que habían alcanzado sus dominios territoriales, le llamaba a ejercer el derecho de regir la totalidad del mundo en que vivía y a imponer urbi et orbi sus principios, como un sumo pontífice laico, aunque para ello tuviera que decantarse por esquemas de conducta que para el resto de los mortales debían permanecer prohibidos y condenados. Y lo hizo a pesar de que esos esquemas se apoyaran, a menudo, en la misma
inclinación por lo oculto por la que habían optado muchos de los hombres de Conocimiento de su tiempo, perseguidos sin paliativos por el poder eclesial. Optó, pues, por los mismos principios analógicos seguidos por aquellos que marcaron, frente al monolitismo doctrinal eclesiástico, las pautas de una conciencia humanística abierta a otras corrientes de un Saber más universal y menos encorsetado que aspiraban a alcanzar como total y definitivo, más allá de imposiciones teológicas. En esa contradicción entre creencia y conciencia basculaban la actitud y la voluntad del monarca más poderoso del planeta.
Felipe II no era un ocultista, pero, siempre que le convino, se sirvió del Ocultismo y de sus principios para alcanzar sus fines. Y uno de aquellos factores de lo doctrinalmente rechazado de los que echó mano para afianzarse en su intención oculta de convertirse en el soberano predestinado desde las Alturas a regir la marcha del mundo fue precisamente la construcción del monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Allí, desde su primera concepción hasta su remate definitivo, acumuló y conjugó —y aún puede vislumbrarse, a poco que se ponga la debida atención en sus elementos estructurales— todos los
factores de poder que le cupo reunir para el mejor cumplimiento de sus proyectos mesiánicos. No le importó que vinieran de rincones reservados al Diablo, porque también ese diablo caería bajo su férula cuando alcanzase el poder al que aspiraba. Lo que importaba realmente era reunirlos en torno suyo, servirse de ellos para alcanzar su meta y colocarse a la siniestra de Dios Padre —puesto que la diestra estaba doctrinalmente ocupada por Jesucristo—, para decidir el destino del planeta que aspiraba regir. O a salvar, como él mismo habría dicho si hubiera sido capaz de expresar sus intenciones.
Hoy, cada día, uno tras otro, decenas de autocares con viajeros de todo el mundo se estacionan en la explanada cercana a las puertas del monasterio de El Escorial. Los turistas cumplen así el rito de la curiosidad programada que organizan las agencias de viajes en este universo de ocio y consumo en el que nos movemos como integrantes del mundo que llamamos desarrollado. En grupos de quince, veinte o cincuenta, los visitantes van recorriendo las pocas partes del monumento abiertas al público, escuchando las explicaciones que les proporcionan los guías autorizados, siempre los mismos contando las mismas cosas, a menudo
incluso tocadas con ese detalle erudito malamente memorizado y nunca totalmente asimilado que abre, aun sin proponérselo, las puertas de un recóndito misterio del pasado que no despierta siquiera el interés de los visitantes que escuchan ausentes. Entre datos y anécdotas a menudo carentes de sentido, la sombra del monarca que mandó levantar este monumento único en Europa flota, como una nube a veces sombría, entre los asistentes a esta ceremonia casi ritual. El nombre de Felipe II es la referencia obligada para todo aquel que penetra en el recinto del monasterio más emblemático de la Península. Y, entre
anécdotas y datos eruditos que luego se olvidan, la figura de aquel rey al que la imaginación siempre viste de negro y recuerda tan a menudo tocada con el sombrero de ala corta que reproducen muchos de sus retratos, parece dominar con su presencia fantasmal cada rincón, cada bóveda, el motivo y la historia de cada pintura y de cada volumen y cada documento hasta la biblioteca monástica, que sigue siendo una de las más ricas e insólitas de España. Los bultos de los monumentos funerarios y los féretros de los panteones, los jardines tristones y los oscuros patios interiores, los armarios repletos de reliquias y los frescos, las estatuas de
los reyes de Israel y las imágenes de multitud de santos se hacinan por todas partes. Y todo viene a combinarse en un conjunto singularmente armónico que, sin que cuente el paso de los siglos, sigue empapado por la personalidad de aquel monarca a quien obsesionó acumular en el enorme recinto monástico todo cuanto significaba algo en su mundo y le confería ese cierto sentido totalizador de la Creación, que tan necesario le era para alcanzar, como ser humano, el supuesto conocimiento de la obra de su Creador. Pero que, sobre todo, le permitiría compartir su presunta grandeza. Poco queda realmente vivo de la
idea fundacional originaria, pero aún se reconoce que El Escorial fue concebido, más que como un templo, o como un palacio, o como un convento, o como una tumba o una escuela, como un paradigma que intentó acumular y mostrar en su recinto todo cuanto aquel monarca aspiró a hacer y pretendió ser. Con mucha más exactitud que un test o un estudio psicológico profundo, configura todavía hoy viejas esperanzas, convicciones, deseos y culpabilidades: las señas precisas de la identidad de un rey que gobernaba sobre medio mundo y que, sintiéndose en la obligación y el derecho de ser el amo del planeta, cifró en la construcción de aquel recinto la
sinrazón sagrada de toda su singladura vital. Dijo alguien, creo que fue el gran historiador don Claudio Sánchez Albornoz, que la grandeza de un gobernante se mide por su capacidad para erigir monumentos que den cuenta cabal de su paso por la historia. Si eso es cierto —y miles de ejemplos parecen atestiguarlo—, en esos monumentos se expresa de algún modo el ideario totalizador de su constructor y hasta, muchas veces, sus mismas contradicciones existenciales: la diferencia entre lo que el individuo fue y lo que aspiró a ser, entre su personalidad verdadera y la que,
consciente o sin darse siquiera cuenta, se atribuyó a sí mismo. En líneas generales, debemos reconocer que, en el caso de Felipe II como en el de otros muchos personajes punteros de la historia, todos los cronistas de su tiempo, lo mismo que la mayor parte de los historiadores posteriores, han estructurado el objeto de su estudio sobre estereotipos culturales preestablecidos. De un modo o de otro, todos sienten la necesidad de adecuar su trabajo y sus conclusiones a la idea previa que han aceptado, de tal manera que rechazan las contradicciones que pueden surgir —reales o aparentes —, para mostrar una realidad
transformada a su imagen y semejanza, de tal manera que todo parezca haber sucedido conforme a los módulos ideológicos que les sirvieron de base al emprender su trabajo. En consecuencia, sus conclusiones obedecen, por un lado, a las circunstancias que mandan en el instante histórico o en el contexto ideológico que configura su paradigma cultural, aquel que han seguido previamente para conducir su trabajo por los caminos de sus propias convicciones. Por otro, suelen molestarles —y por eso mismo las soslayan o las tergiversan— las pruebas que ponen de manifiesto rasgos muy distintos a los preestablecidos, que se
oponen o se contradicen con los que previamente habían aceptado. En esta España nuestra, ondulante e históricamente variopinta, escorada tan pronto al fundamentalismo más exacerbado como a la idea —casi siempre coja y manca, por lo demás— de algo que llamamos liberalismo o incluso, a veces, democracia, sin una idea clara de lo que las palabras significan realmente, la figura de un rey tan nuestro —por haberlo merecido— y tan emblemático de nuestras sinrazones viscerales como Felipe II ha sufrido los vaivenes de identidad que se le atribuyen en cada circunstancia precisa. Y así ha pasado a ser, a los ojos de los
historiadores, tan pronto un genio de la política imperial y un cruzado de la Fe, en el mejor sentido de la palabra, como un monarca atrabiliario, sujeto a todas las taras inherentes a la institución que representó y poseído de ideas en las que ni cabía el humanismo tolerante ni la compasión por el prójimo, si éste se desviaba de las obligaciones que él mismo había asumido como rector de los destinos de aquel medio mundo que había heredado como propiedad familiar. A Felipe II le ha sucedido lo mismo que a Julio César, a Napoleón, a Alejandro, a Atila o a Tamerlán, de quienes ya resulta imposible obtener una
opinión objetiva respecto a la influencia que Llegaron a tener sobre los acontecimientos de un tiempo que condicionaron con su presencia. Y ha sufrido en el contexto de nuestra propia historia local, sólo que a lo grande, las mismas contradicciones que otros antepasados suyos, como Pedro I de Castilla, llamado aún por unos el Cruel y por otros el Justiciero, según pintaran bastos o copas en quienes interpretaron el laberinto de su reinado. Curiosamente, llega a suceder que, en el único gran testimonio material y palpable que nos queda de su reinado, aquel en el que volcó su ideario y sus esperanzas: el Real Sitio de San
Lorenzo de El Escorial, cabe vislumbrar mejor que en todos los estudios que se han dedicado a su persona lo que fue y lo que pretendió ser aquel monarca tan controvertido. Sabemos, a través de las crónicas que dieron cuenta de cada paso que condujo al remate de aquella obra única, que el rey la afrontó como si se tratara del fiel reflejo en piedra de sí mismo, como si constituyera su testamento hológrafo al mundo que medio gobernó y el mensaje palpable de su ideario hecho evidencia. Así pues, tendríamos que partir de lo que esta construcción emblemática significa y representa para comenzar a entender lo que Felipe II fue en realidad y cómo lo
concibió corno un paradigma vital propio, que aquel mundo que consideraba suyo tenía que aceptar, como él mismo lo había aceptado: para cumplir con su destino trascendente y con la misión sagrada que se había impuesto a sí mismo. El Escorial, en este sentido, representa con su presencia inmutable el resumen de todas las actitudes, el esquema de todas las creencias y el más fiel retrato espiritual de su creador; todo ello seguramente más fidedigno que todas las interpretaciones que puedan llevarse a cabo sobre una documentación que nunca puede ser objetiva, porque expresa siempre
intenciones antes que evidencias. En cierto sentido, el monumento escurialense representa la culminación de un reinado que viene marcado por lo que aquella obra resumió y por lo que ha venido a significar, desde entonces, como plasmación de una forma precisa de afrontar la existencia. Por una parte, expresa con toda fidelidad la síntesis del ideario y la instantánea más fiel de quien lo erigió. Por otra, supone el análisis minucioso de una personalidad y el testamento ideológico de una actitud vital que pervive más allá del tiempo en que se concibió. Sólo exige ser debidamente escarbado, interpretado hasta sus mismos cimientos. Resumen de
creencias y cúmulo de convicciones personales e intransferibles, El Escorial es como un mapa que refleja la geografía genética de su creador, o como una enciclopedia que explica, como ninguna otra podría haberlo hecho a lo largo de miles de páginas, su peculiar manera de concebir la existencia, la política, el poder, las creencias y las esperanzas trascendentes. Por eso, el reinado de Felipe II podría ser contado —y más aún que contado, entendido— desde el momento preciso en que mandó levantar El Escorial, donde plasmó y concentró sus intenciones y plasmó los rasgos probablemente más auténticos de su
identidad. Hay, en todo el tiempo de su construcción, que abarca cuarenta y dos años de reinado, un antes que prepara la realización de la obra, un ahora que la lleva a cabo y un después que la define, traza sus claves y revela sus consecuencias. Y todo el monumento se explica y hasta se manifiesta en función tanto del continente que representa la estructura del edificio, como del contenido con que se llenó aquel rincón de la sierra madrileña. Cada piedra, cada ángulo, cada estructura arquitectónica, cada patio, cada volumen de los que componen su biblioteca, cada reliquia en sus relicarios y cada pintura en los altares o en las estancias tienen su
particular sentido y su especial significado, en relación con el espíritu de quien no sólo lo creó, sino que pretendió concentrar en él toda su concepción del mundo y todas sus convicciones trascendentes, todos sus fantasmas y hasta los rincones más inaccesibles de su sombra junguiana. Así, El Escorial es el lienzo en el que se proyectan la figura, la política y todos los ideales de Felipe II. Y hasta cierto punto, el monasterio y sus variados significados permiten entender los acontecimientos del reinado y hasta, en muchos casos, las aparentes contradicciones que tanto han permitido facilitar el acceso a los más dispares
puntos de vista con los que que se ha observado todo aquel vasto período de historia universal condensado en el monumento. Un monarca tan emblemático como lo fue Felipe II no permite reducir su personalidad a los actos que emanan de su poder y de sus decisiones personales de cada instante. Muy al contrario, por afinidad o por oposición, esa personalidad configura y define su propio entorno, promoviendo entre sus súbditos determinadas actitudes que le son afines, al tiempo que persigue otras que le resultan hostiles. Hay acontecimientos que sólo pueden llegar a producirse en el ámbito de un concreto
sustrato ideológico. Del mismo modo, surgen en su entorno personajes y personalidades que son propias de ese sustrato y que difícilmente podrían haberse dado en otro ambiente que el que viene marcado por el personaje emblemático protagonista del instante, el único capaz de transformar el entorno a su imagen y semejanza. En este sentido, resultarían imposibles de concebir acontecimientos como las guerras de Granada, la muerte del príncipe don Carlos, el desastre de la Invencible, la represión flamenca, la explotación del imperio americano o el acoso y derribo de personajes relativamente oscuros como Antonio
Pérez sin que sobre todos ellos flotase la personalidad concreta del monarca en cuyo reinado sucedieron tales acontecimientos. Y me estoy refiriendo a sucesos emblemáticos y señeros, pues, si nos adentramos en otros que ni siquiera han merecido su inserción en las páginas de los manuales de historia o en los estudios biográficos que se han escrito sobre este soberano de medio mundo —episodios que, al menos en parte, hemos mencionado en este trabajo —, podremos encontrarnos con un ambiente generalizado en el que comprobaremos que mucho de cuanto sucedió responde, en uno u otro sentido, a circunstancias en las que se confunden
y se enzarzan como ramos de cerezas lo mágico y lo lógico, la ortodoxia más exacerbada y un recóndito pensamiento analógico dominado por la Tradición arcana, el humanismo renacentista y el viejo sentimiento esotérico procedente del pasado, todo cernido en el tamiz de la Tradición medieval todavía latente en las manifestaciones del paradigma mágico imperante. Desde la perspectiva interna que nos proporciona el monasterio de El Escorial y todo cuanto se movió en su ámbito físico y temporal, el reinado de Felipe II surge ante nosotros como dotado de una personalidad concreta. Es como un mundo cerrado que se define en
sí mismo y no tiene otro antecedente ni otra consecuencia que su propia identidad, reflejo de la del rey que llenó con su personalidad aquel período y el emblemático monumento que lo define y lo aísla de lo que antecedió y de todo cuanto sucedió después. Todo, o al menos mucho de cuanto sucedió antes de concretarse su proyecto puede ser considerado como preparación a la obra. Mucho de cuanto sucedió desde entonces hasta la muerte del monarca —prácticamente todo—, cabe ser visto como causa y, a la vez, consecuencia directa de la personalidad que configuró cada detalle de aquel monumento que marcaría con la
presencia de su mole grandiosa e inquietante una España estereotipada sobre sus estructuras analógicas y fijada desde entonces al sentido estricto de sus mármoles, de sus torres y hasta de su misma ubicación en las faldas de la sierra de Guadarrama. Si comparamos el monasterio de El Escorial con los demás monumentos emblemáticos de la identidad peninsular —yo diría que éstos se reducen a tres: la catedral de Compostela, Montserrat y la Medina Azahara cordobesa— apreciaremos inmediatamente su diferencia esencial, en tanto que aquellos otros monumentos, aunque reflejo de unos idearios determinados en
un tiempo concreto, constituyen una visión sectorial del pasado. El mensaje de Compostela se diluye a lo largo del Camino Jacobeo y no es más que el colofón, por lo demás artificiosamente estructurado por la Iglesia, de una tendencia trascendente nacida de la conciencia universal. Montserrat, en su proyección colectiva, no pasó de ser reconocido como expresión aceptada del alma de un pueblo concreto, el catalán, que vio en él el reflejo sagrado de su propia identidad. Medina Azahara, como nos muestra su ruina esencialmente irrecuperable, nació de la visión trascendente de un monarca — Abd al-Rahman III— con aspiraciones
universalistas, pero enfrentado a la voluntad colectiva del pueblo sobre el que dominaba, que se apresuró, en cuanto pudo, a reducir a escombros aquel testimonio concebido como proyección de una idea totalizadora. Frente a ellos, El Escorial permanece, admirado por unos, odiado por otros, ensalzado unas veces o denigrado otras, sin que su auténtico mensaje haya sufrido alteración alguna en lo esencial desde su primitiva concepción. Nos sigue ofreciendo lo que Felipe II quiso que significara y sigue representando, por encima del tiempo, el idea rio que propició su construcción. Continúa provocando las mismas
reacciones que en aquel instante en que el lego Villacastín se encaramó a la azotea del Patio de Reyes para colocar la última piedra de la obra y declararla finiquita y sigue conteniendo los mismos mensajes " que Felipe II introdujo en sus muros, lo mismo que encerró en ellos las incontables reliquias que siguen enterradas entre sus argamasas. Es decir, que El Escorial nació con la misma vocación de perennidad que su creador y sigue ejerciéndola, sin que los acontecimientos del pasado le hayan alterado su sentido originario. Y ese sentido, a poco que escarbemos forzando nuestra voluntad interpretativa, en cuanto seamos capaces de
desentrañar lo que revela —que no desvela—, nos habrá de conducir a un mundo —el de Felipe II— que diseña una especialísima concepción de la existencia, fundado en el conflicto universal mantenido a lo largo de milenios entre lo racional y lo analógico, entre el mundo de las apariencias tomadas como realidad única e indiscutible y aquel otro que marca otra realidad nunca demostrada por el pensamiento racional, pero que está presente en la conciencia colectiva de la humanidad.
Apéndice 1 Cronología del reinado de Felipe II Nota: Deliberadamente, para no confundir al lector con un exceso de datos, no he tratado de hacer que esta cronología fuera exhaustiva. Su fin principal ha sido el de relacionar algunos acontecimientos señeros del reinado con otros que, en apariencia
carentes de importancia, vienen a coincidir con ellos en circunstancias que los complementan. Así cabe en muchos casos comprobar cómo determinados hechos sobre los que la Historiografía académica insiste estuvieron a menudo íntimamente ligados a otros momentos con claro componente mágico, de tal modo que las actitudes analógicas los explican y hasta, en ocasiones, vienen a justificarlos.
Nacimiento de Felipe II en
Valladolid. Nacimiento de Benito Arias Montano en Fregenal de la Sierra (Badajoz). Nacimiento de John Dee (†1608). Posible nacimiento de Giordano 1527 Bruno (†1600). Saqueo de la ciudad de Roma por los lasquenetes de Carlos V. El doctor Torralba dice haberlo presenciado y lo cuenta en Valladolid al día siguiente de haber sucedido. Detección de aquelarres en Navarra. Carlos V es proclamado emperador en Bolonia. El
1529 papa prohíbe al emperador la enajenación de los bienes de la Iglesia para la lucha contra el Turco. Probable nacimiento de 1530 Juan de Herrera en Maliaño (Cantabria). Condena inquisitorial del doctor Torralba. Fundación de la Universidad de Granada, a 1531 la que comienzan a acudir moriscos de familias pudientes convertidas. Fundación de la
1532 Universidad de Santiago. Se detecta la presencia de brujas en Aragón, que son 1536 relajadas por la Inquisición en Zaragoza. Nacimiento de Antonio Pérez. Nacimiento de la Princesa de Éboli. Fundación de una Universidad en Tortosa. El emperador ordena 1540 detener e investigar a cristianos nuevos de Amberes, por sospecha de proselitismo con los
protestantes. 1542
Ampliación de la Universidad de Zaragoza
Felipe casa a los 16 años con María de Portugal. Primera regencia del príncipe 1543 en ausencia de su padre, que le escribe para su gobierno las Advertencias y Consejos. Convocatoria del Concilio de Trento (29-6) por Paulo II. 1545 Nace el príncipe don Carlos y su madre muere en el sobreparto.
Publicación del Indice de Lovaina, con la relación de los libros protestantes prohibidos. Felipe es regente del reino en ausencia de Carlos V. El emperador escribe a su hijo refiriéndole 1546 lo que está dispuesto a reclamar a la Iglesia y Felipe le contesta recomendándole que ni siquiera pida permiso al papa. Sor Magdalena de la Cruz es detenida por la Inquisición. Llega a España el
1547 archiduque Maximiliano para casar con la Infanta María, hermana de Felipe. Nacimiento en Nola de 1548 Giordano Bruno (fecha alternativa con la de 1527). Fin del primer período del Concilio de Trento. Suspensión provisional por Paulo III al trasladarlo de Trento a Bolonia. Ignacio de Loyola aprecia «el olor de bondad y santidad del príncipe Felipe». Felipe es 1549 mandado llamar por Carlos V
para proclamarle rey de los Países Bajos. Fundación de la Universidad de Gandía por los jesuitas. Expulsión de marranos de Amberes, acusados de vender armas y proporcionar información a los turcos. Carlos V envía emisarios a John Dee ofreciéndole entrar al servicio de la corte 1550 imperial. Libera a Ponce de la Fuente de pesquisas inquisitoriales y pretende hacerle obispo de Tortosa.
Reanudación del Concilio 1551 de Trento, II período, siendo papa Julio III. Antonio Pérez pasa 4 años en el escritorio de su padre, Luis de Centellas escribe su carta a un alquimista sobre el Arte Trasmutatoria. Primera edición de la Brevísima relación del padre Bartolomé de Las Casas en Sevilla. Se 1552 concierta el matrimonio de la princesa de Éboli (12 años) con Ruy Gómez de Silva, secretario favorito del príncipe Felipe y 24 años
mayor que ella. Fundación de la Universidad de Almagro. Muerte a manos de su 1553 padre de Mustafá, hijo de Solimán el Magnífico. El 13-8 embarca Felipe hacia Inglaterra para casar con María Tudor. Antonio Pérez inicia tres años de estudios en diversas 1554 universidades: Lovaina, Venecia, Padua. Aparición de El libro de los mártires, del protestante John Foxe. Muerte
de Miguel Servet en la hoguera de Ginebra a manos de Calvino. 11-4: Muerte de Juana la Loca. A finales de año, Carlos V convoca al príncipe Felipe 1555 en Bruselas para ser reconocido como rey de los Países Bajos. Muerte de Ignacio de Loyola en Roma. 16-1 abdicación de Carlos V y coronación de Felipe II. Comienza guerra contra el papa Paulo IV. Nostradamus 1556 envía a Felipe un profecía
que, según dicen, el joven rey arrojó al fuego sin leer siquiera. Abril: Felipe regresa a Inglaterra para pedir soldados para Flandes. Estudios de Antonio Pérez en Alcalá y Salamanca. Primeras experiencias alquímicas propiciadas por Felipe II en Malinas, poniendo a trabajar a Tiberio de Roca. Luis de Centelles escribe sus Coplas sobre la Piedra Filosofal. Y 1557 Caravantes da a la imprenta su Praxis artis alchimiae.
Auge del protestantismo español y de la represión antiprotestante inquisitorial, hasta 1562, con focos en Sevilla y Valladolid. El 10-8 batalla de San Quintín. Destrucción del ejército francés de Montmorency por Filiberto Manuel, duque de Saboya. 21-9: muerte de Carlos V en Yuste. Autos de Fe en Valladolid este año y el 1558 siguiente, fundamentalmente contra protestantes. 17-11:
muerte de María Tudor. Experimentos alquímicos en Malinas con Pedro Sternberg para obtener plata. Paz de Cateau-Cambrésis. Felipe II regresa de los Países Bajos (Laredo, agosto) y nunca volverá a salir de la Península. Entierro provisional de Carlos V. El duque de Alba comienza a manejar la política española. Se consuma el matrimonio de los príncipes de Éboli. Búsqueda de emplazamiento para El Escorial, nombrando
comisión de expertos. Decreto de prohibición de las obras de Erasmo en España. Auto de Fe del 29-5 en Valladolid, con 1559 relajación de 14 víctimas, entre ellas el doctor Cazalla, reclamado como miembro de la masonería. Asisten la gobernadora princesa doña Juana y el príncipe don Carlos. Otro el 8-10, ya presente el rey, con relajación de 12 personas, entre ellas Carlos de Sesso, al que Felipe II dirige su frase sobre la leña que llevaría él mismo para quemar a su hijo «si
fuera tan malo como él». Entre este año y el siguiente son relajadas en Sevilla unas 50 víctimas, en su mayoría protestantes. Comienza el proceso del arzobispo Carranza. Matrimonio de Felipe II con Isabel de Valois. Auto de Fe en Toledo con 50 relajados y otro en Sevilla; otro en Murcia con 29 criptojudíos 1560 relajados. Autos de Fe en Toledo con asistencia del rey. Expedición a Túnez. La corte se traslada a Ma-drid (19-9).
Traslado de la corte a Madrid. La población de la capital aumenta en 20 años de 6.000 a 40.000 habitantes. Aparece el libro de Caravantes Praxis artis Alchimiae. Felipe ofrece a los jerónimos el monasterio que 1561 piensa erigir y ellos aceptan y eligen la primera comunidad que se hará cargo de él. Incendio de Valladolid. Nace el primer hijo de la princesa de Éboli. Los calvinistas franceses llevan a cabo
matanzas de católicos. Comienza el desmonte de El Escorial y el primer acúmulo de materiales para su construcción. Nombrado primer prior fray Juan de Huete. Comienza el III período del Concilio de Trento, promovido por Felipe 1562 II. Accidente de don Carlos, que obliga a una trepanación y le pone a las puertas de la muerte, para ser salvado milagrosamente por la momia de fray Diego de Alcalá. Se planifica la planta del
monasterio. Segunda expedición a Túnez. Primera piedra de El Escorial (16-4). Primera piedra del templo (20-8). Clausura del Concilio de Trento por Pío IV. Relaciones del rey con doña Eufrasia de Guzmán, de quien tendrá al príncipe de Áscoli, Antonio Luis de Leiva (nombre del 1563 esposo de doña Eufrasia). Presunta fundación de una logia masónica por el duque de Sessa (según Amorebieta, 1860). Giordano Bruno entra
en la orden dominicana en el convento de Nápoles. Aparición de la secta de alumbrados de Sevilla. Se encuentra en Madrid el archiduque Rodolfo, futuro emperador y primo del rey. Permanece en España hasta 1571. Se rumorea que el rey sufre un atentado por parte de rebeldes aragoneses, del que 1564 sale ileso y así lo comunica a las cortes aragonesas en carta personal. Grave caída de don Carlos, tras hablarse de él
como aspirante a la mano de María Estuardo. Auto de Fe en Barcelona con asistencia del rey. Llega a España la reliquia de san Eugenio procedente de Francia. Un brazo es llevado a El Escorial. La reina le pide un hijo al santo. Giordano Bruno, novicio dominico. 1565 Carranza es enviado a Roma y allí es juzgado y condenado. Don Carlos proyecta un viaje a los Países Bajos, probablemente con la intención de gobernados por
su cuenta. Fundación del Archivo de Simancas. Muerte de Solimán el Magnífico. Antonio Pérez, secretario de Estado para los asuntos de Italia. Casa por obligación con Juana Coello, de quien tuvo un hijo. Le persigue el odio del duque de Alba. Nacimiento de Isabel Clara Eugenia. Comienza a dar señales de vida en 1566 Flandes una sociedad libertaria secreta de la que forman parte el príncipe de Orange y Montigny e,
indirectamente, el conde de Egmont. Montigny acude a España para presionar reivindicaciones ante el rey, que finge conceder perdones que, en realidad, se reserva. Rebelión abierta en los Países Bajos. Restablecimiento del edicto de Carlos V contra los moriscos, restringiendo sus libertades. Primera embajada a Persia. Nuevas relaciones con alquimistas. Aparición de la Exposición de algunas
mañas de la Inquisición de González Montano. Cortes en Castilla para pedir dinero para El Escorial. El duque de Alba es enviado a Flandes. Felipe II proyecta ir. Se hacen todos los preparativos y en el último momento aplaza indefinidamente el viaje, mientras don Carlos hace 1567 preparativos secretos para huir de España. Se compra para los jerónimos la abadía de Parraces, cercana al Escorial. (6-4): Capítulo general de jerónimos en Lupiana. El rey manda instalar
un laboratorio alquímico en Madrid, en el que se trabaja en pos de oro bajo la vigilancia del secretario Pedro del Hoyo, que intercambia notas y cartas con Felipe II a propósito del progreso del trabajo. Muere Juan Bautista de Toledo y le sustituye Juan de Herrera. Felipe pasa la Navidad en El Escorial solo y meditando. Estalla la Guerra de las Alpujarras. Prisión del príncipe don Carlos (18-1). Muere el príncipe el 25-7,
siete meses después de su detención. Felipe hace destruir todos los papeles de su instrucción procesal. Ni uno solo se ha recuperado. Muerte de la reina Isabel. Ejecución de Egmont y de 1568 Horn. Felipe II recibe noticias de Tremelius y de sus conspiraciones. En Baeza, cristianos viejos acusan de prácticas iluministas a discípulos del beato Juan de Ávila, en buena parte cristianos nuevos. Edictos de gracia y relaciones inquisitoriales con los
alumbrados. Fracaso del duque de Alba en Flandes. No es ajeno a ello Arias Montano, partidario de una política más humana. Santa Teresa funda 1569 con los príncipes de Éboli los conventos de Pastrana. Montigny es juzgado en el Alcázar de Segovia y declarado reo de lesa majestad. Comienza el II período de El Escorial. Llega a España la
4.ª esposa, Ana de Austria. Regresa a Madrid don Juan de Austria, victorioso de las 1570 Alpujarras. Ejecución secreta de Montigny en Simancas. Antonio Pérez es ya secretario de Estado y tiene la confianza del rey. Los moriscos granadinos son dispersados por Castilla: son unos 100.000. Victoria de Lepanto (7-4). La noticia le es transmitida al rey en El Escorial. Los trofeos son destinados a la futura Biblioteca. Es prior
1571 fray Hernando de Ciudad Real. Bendición de la Iglesia Vieja. Rodolfo II parte de España para ser proclamado emperador. Nace el futuro Felipe III. Noche de San Bartolomé en Francia. Comienza el proceso de la Inquisición contra fray Luis de León. Es enviado a 1572 Flandes el duque de Medinaceli para que inspeccione la gestión de Alba. Se detecta aparición de una estrella nova. Giordano
Bruno es ordenado sacerdote. Nueva embajada a Persia. Muere el príncipe de Éboli. Antonio Pérez es testigo de su testamento y la princesa se hace provisionalmente carmelita. Traslado de los restos de Carlos V a El Escorial, Ya están allí los del 1573 príncipe don Carlos y los de la reina Isabel de Valois. Muere en El Escorial doña Juana de Portugal, hermana. de Felipe II y madre del rey don Sebastián. Alba es relevado y se comprueba la
creciente influencia de Antonio Pérez sobre el rey. Traslado de todos los cuerpos reales a El Escorial. Comienzan a detectarse 1574 alumbrados en Llerena. Segundo edicto de gracia y aumento de delaciones. Colapso de la Hacienda pública, fray Antonio de Villacastín celebra con espectacular cabalgata el inicio de las obras del templo de El Escorial. Traen la
quijada de una ballena pescada en Valencia. Comienzan a acumularse libros para la futura Biblioteca, entregando Felipe II su propia Biblioteca privada, bajo la custodia de fray Juan de San Jerónimo. Muere recién nacido el infante Carlos Lorenzo y nace el infante don Diego, que también muere muy pronto. 1575 Felipe II pasa largas temporadas en el monasterio en obras. Villacastín recomienda que los obreros del Real Sitio trabajen a
destajo para paliar la lentitud de la obra, algo que preocupa al rey. Se divide la obra del templo en 10 destajos para 1O cuadrillas. Juan de Herrera sustituye a J. B. de Toledo en las obras. Se dice que Toledo muere entonces, pero no es seguro. Acompañando al rey a Toledo, Herrera tiene problemas con la Inquisición, de los que el rey se inhibe. Miguel de Piedrola el vidente predice la muerte de don Juan de Austria si va a Flandes. 1-1: Creación de una
congregación de obras y fábrica de El Escorial. Herrera opta por la labra de la piedra en la cantera. Se presentan hasta 60 maestros al destajo. Se eligen 20. La iglesia avanza a buen ritmo. Antonio Pérez aloja a don Juan de Austria en su 1576 residencia de La Casilla. Comienza su papel como espía doble. Llega a España el médico y alquimista Leonardo Fioravanti. Muere la esposa de Herrera. Giordano Bruno es acusado por primera vez de herejía y
se escapa de su convento dominico. Rodolfo II es nombrado emperador. Felipe II reside en El Escorial hasta mayo, vigilando la obra. Alecciona a Juan de Austria para su nuevo papel como gobernador de los Países Bajos. Entrevista con don Sebastián de Portugal en Guadalupe. El cardenal Quiroga sucede a Carranza en el arzobispado de Toledo y asume las funciones de Inquisidor General. Fundación
de la biblioteca en El Escorial, que se encarga a fray Juan de san Jerónimo. Llega al Escorial el 1-3 Benito Arias Montano. Primera aportación, la 1577 biblioteca de don Diego de Mendoza. Llega a España el Crucifijo de Benvenuto Cellini. Motín de canteros, hábilmente mediado por Villacastín. Tormenta el 21-7 que libera rayos que provocan un pequeño incendio. Rumores sobre el perro negro, finalmente cazado (?) por Villacastín y ahorcado. Fray
Lucas de Allende obtiene licencia para decir misa en la boca de la cueva de Sopeña. El obispo Carranza muere en Roma. Aparición de un cometa que espanta a media Europa. Bruno publica en Venecia De’Segni dei tempi, obra desaparecida. 31-3: Asesinato de Juan de Escobedo. Aparición de ediciones europeas de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, del padre Las Casas. Trabajan ya pintores en lienzos y bocetos
para el Monasterio, así como frailes en libros del coro. Recogida de plantas y especies animales en América para el monasterio por el naturalista Hernández. Jacome Trezzo prepara el altar mayor. El rey conoce en El Escorial 1578 la muerte de don Sebastián de Portugal en Alcazarquivir. Fallecen don Juan de Austria y, al poco tiempo, su amigo el duque de Sessa. Mueren el príncipe Fernando de Austria y el príncipe Wenceslao, prior de San Juan. Todos son enterrados en el Monasterio.
El obispo Quiroga es nombrado cardenal. Indagaciones inquisitoriales cerca de los carmelitas descalzos de Sevilla, acusados o sospechosos de iluminismo. Detención de Antonio Pérez y de la princesa de Éboli. Ella en la torre de Pinto y en Santorcaz, él en arresto domiciliario, pero figura aún como secretario hasta 1585. Herrera sustituye piedras blandas de la iglesia.
El duque de Alba es 1579 desterrado a Uceda por una falta sin importancia: permitir el casamiento de su hijo contra lo que Felipe II había proyectado, pero es sacado de su destierro para hacerse cargo del ejército enviado para ocupar Portugal. Bruno exiliado en Ginebra. Formación de la Unión de Utrecht por la independencia de los Países Bajos. Felipe se proclama rey de Portugal al extinguirse la familia real portuguesa. El
duque de Alba abre paso guerrero a la llegada de Felipe II. El pretendiente portugués, don Antonio, prior de Crato, huye a Francia e 1580 Inglaterra. Aparición de la Apología de Guillermo de Orange. El rey pone precio a la cabeza del príncipe: 25.000 coronas de oro. Muere la reina Aria de Austria. Primera edición de los Ensayos de Montaigne. Felipe II es jurado rey de Portugal en Tomar. Las Azores siguen sin conquistar.
La princesa de Éboli es recluida en su propio palacio. El rey recomienda a Mascarenhas que provoque la guerra Persia-Turquía. Es entonces el shah Muhammed Khudabanda (1577-1588). Se incoa proceso inquisitorial 1581 contra Alonso de Mendoza. Muerte de Iván, hijo de Iván el Terrible. Giordano Bruno en París, conferencias sobre atributos divinos que atraen la atención de Enrique III; publica dos libros sobre el arte de la memoria. Bruno consigue en Tolosa un puesto
de profesor en la Universidad. Declaración de independencia de los Países Bajos. Se separa el proceso de la princesa de Éboli del de Antonio Pérez, que sigue firmando documentos en la secretaría, aun que se inicia su proceso «de visita» de carácter secreto. Floravanti publica los cuatro tratados Della Fisica, dedicados al rey, el 4º. dedicado a la Alquimia. Visita El Escorial 1582 la emperatriz doña María,
hermana de Felipe II. Muerte del príncipe don Diego. Creación de la Academia de Matemáticas, inspirada por Herrera. Segundo matrimonio de Herrera e interés por los tesoros escondidos. El 5-10, se añaden 10 días al calendario gregoriano. Auto de Fe en Lisboa con asistencia del rey. Se construyen las dos torres a la entrada del templo escurialense. Felipe II regresa de Portugal y va directo a las obras del monasterio. Se
coloca la estatua de san Lorenzo sobre la entrada. Se celebra fastuosa fiesta por el fin de la obra. Colocación de las estatuas de los reyes de Israel. Villacastín coloca en persona la Última Piedra del monasterio. Muerte violenta de los astrólogos Pedro de la 1583 Hera y Rodrigo de Morgado, de las que posteriormente se acusaría a Antonio Pérez cuando ya estaba refugiado en Aragón. Terminado el monasterio, y en los años siguientes, se abate la mala suerte sobre Herrera con la
muerte de la práctica totalidad de los suyos. Rodolfo II pide a Felipe la mano de su hija, pero éste rechaza la propuesta. por la vida que lleva. Bruno pasa de Francia a Londres. Asesinato de Guillermo de Orange a manos de Baltasar Gérard, borgoñón. 1584 Termina la instrucción procesal contra Antonio Pérez. Muerte de Iván el Terrible. Los turcos se apoderan de Túnez.
Antonio Pérez conducido a Turégano. Se le incoa proceso por la muerte de Escobedo. Incursión de Drake en tierras españolas de América (durante 2 años). Felipe II hace apresar todos los barcos ingleses y protestantes en general atracados en puertos españoles. Luego revoca — tarde— la decisión. Tumultos 1585 en Nápoles. Rendición de Amberes. Cortes en Aragón, narradas por Enrique Cock. De allí se trae Felipe la cabeza de san Hermenegildo y
un hueso de la nalga de san Lorenzo. Se celebra la fiesta de san Lorenzo el 9-8, con sermón de fray José de Sigüenza. Un ermitaño de Alburquerque despierta en los portugueses el primer brote de sebastianismo. Carta a la Comunidad de El Escorial. Se termina la cripta y se entierran los 16 cuerpos reales que estaban destinados a ella y que la comunidad tenía en custodia. Se constituye la Congregación de la Nueva Restauración, el
círculo de visionarios con Alonso de Mendoza, fray 1586 Lucas de Allende y Piedrola. Sublevación de la comarca de Ribagorza con intervención de franceses del Béarn para sofocarla, que son traídos por el conde de Aranda y el duque de Villahermosa. Sor María de la Visitación actúa en el convento de la Anunciada de Lisboa. Fray Luis de Granada es ganado a su causa mística. 18-2: Ejecución de María Estuardo; se le rinden honras
en El Escorial. Felipe II recibe de ella como regalo póstumo un diamante tabla, que manda colocar al padre Sigüenza entre las reliquias. Guerra en Flandes. En Toledo recibe el cuerpo de santa Leocadia. Se concluye el interior del colegio y seminario. Se construyen por Herrera las llamadas casas de los Oficios. Drake ataca Cádiz. Se constituye el Círculo de El Escorial, como contribución al estudio de la 1587 obra de Ramón Llull, con la aquiescencia y el entusiasmo
de Herrera. Fray Lucas de Allende se convierte en director espiritual de Lucrecia de León y en transcriptor de sus sueños. A instancias del rey, es detenido Piedrola por la Inquisición y procesado. Se inaugura el templete de El Escorial, sobre planos de Herrera y se construyen las estanterías para la Biblioteca. Congregación eclesiástica sobre las concesiones apostólicas, presidida en Madrid por don Alonso de Mendoza. Primeros contactos de Lucrecia de León con el
grupo. Aventura trágica de la Invencible. Lucrecia de León anuncia el desastre, más la muerte del rey y la Pérdida de España, provocando la búsqueda y acondicionamiento de la cueva de Sopeña. Detención de Lucrecia por la Inquisición y puesta en libertad por súplicas de don Alonso de 1588 Mendoza ante el cardenal Quiroga, arzobispo de Toledo e Inquisidor General. Conoce entonces a fray Luis de León.
Prendimiento de sor María de la Visitación en Lisboa. Piedrola es penitenciado por la Inquisición. Muerte del visionario Trijueque. Aparece la arqueta de plomo con supuestas reliquias al derribar la torre Turpiana de Granada. Expedición de Drake a Lisboa y La Coruña, para imponer en Portugal al Prior de Crato. Se remata el facistol del coro de El Escorial. Se celebra la canonización de san Diego de Alcalá. Fallece
el prior fray Miguel de Alaejos y le sustituye fray Juan de San Jerónimo, que renuncia y es nombrado fray 1589 Diego de Yepes. Se funda la Congregación de la Nueva Restauración para prevenir el desastre anunciado por Lucrecia. Se derrumba en El Escorial la estatua de san Juan Evangelista mientras la colocan, pero, con sus 600 arrobas, ni se rompe ni deja señal de su caída. Arias Montano abandona definitivamente su trabajo en El Escorial y se traslada a la
Peña de Alájar. Arrecia la gota del rey que le impide ir a El Escorial en Semana Santa. Cuando llega en junio, lo hace en medio de extraordinarias medidas de seguridad que nadie entiende. Mientras colocan la estatua de san Pedro, un rayo cruza todo el monasterio sin hacer daño alguno. Tras ser sometido a tormento, Felipe II insta a Antonio Pérez a que diga toda la verdad sobre la muerte de Escobedo. Pérez huye de la
cárcel de Madrid, se refugia en los dominicos de 1590 Calatayud e invoca el privilegio de Manifestación. Entra en la cárcel foral de Zaragoza. En Castilla, mientras, se le condena a muerte. Escribe el Memorial. Al no poder actuar contra él, el rey lo entrega a la Inquisición, por hereje. Va a sus cárceles el 24-5. El 24-9, sublevación popular. Diego de Santiago instala un vaso destilatorio en la Torre de la Botica de El Escorial. Comienza el proceso de
Lucrecia de León y de todos sus seguidores. Muerte del vidente Sacamanchas. Fuga a Francia de Antonio Pérez (t en 1611). La Inquisición le condena por hereje por las palabras que dijo dudando de Dios en su prisión de Turégano y le 1591 somete a Auto de Fe, al que no comparece, al año siguiente. Auto de Fe en Toledo con asistencia del rey. Aparece el libro de memorias escurialenses de fray Juan de San Jerónimo.
Antonio Pérez intenta invadir Aragón con bearneses. Vive en Inglaterra hasta 1595. Muere la Princesa de Éboli. Muerte de Alejandro Farnesio. Don Alonso de Mendoza es declarado loco. En Zaragoza tiene lugar el Auto de Fe en el que son condenados a diversas penas los que se opusieron a la 1592 voluntad inquisitorial frente a los fueros aragoneses. Motín en Ávila con pasquines contra la tiranía real; ejecución de
don Diego de Bracamonte (21-10) y del párroco de San Martín. Ejecución del Justicia de Aragón Lanuza a los 26 años en Zaragoza y alteración de los fueros en las cortes de Tarazona. Bruno prendido por la Inquisición en Roma. Cortes en Madrid. Aparece el Toque de Alquimia de Ricardo Estanihurst, escrito en El 1593 Escorial. Antonio Pérez en Londres. Don Alonso de Mendoza recluido en el monasterio de San Agustín.
Condena y sentencia de Lucrecia de León. Se construye la parroquia de la villa de El Esco.rial como donación real. 30-8: consagración del templo por el nuncio papal Camilo Cayetano, patriarca de 1594 Alejandría. Se entierran reliquias de san Lorenzo y los 12 apóstoles en el altar mayor. Muerte del cardenal Quiroga, protector de Antonio Pérez, que publica en Londres las primeras Relaciones. Guerra entre Francia y
España. Se manda derribar la ermita de la Virgen de la Herrería, en el término del Real Sitio de El Escorial. Consagración de la iglesia del monasterio. La imagen se trasladó (y sigue allí) a una 1595 capilla particular de allí mismo. Desenlace del episodio del Pastelero de Madrigal. Comienzan a descubrirse en Granada los Plomos del Sacromonte.
Ataque de Howard a Cádiz, según plan trazado por Antonio Pérez. Vuelto a 1596 Francia es intermediario en el conflicto entre Francia e Inglaterra contra Felipe II. Los tercios toman Amiens. Gran recogida de reliquias que son trasladadas a El Escorial. Muerte de Juan 1597 de Herrera. Aparición del resto de los Plomos del Sacromonte. Paz de Vervins con Francia. Las reliquias
provenientes de Europa están el 6-3 en Barcelona y el 12-6 en El Escorial. Muerte de Felipe II el 13-9 a las 5 de la mañana. La misma fecha en que, en 1584, se puso la última piedra al monasterio. Ese mismo año fallece en 1598 Sevilla Benito Arias Montano. Muerte de fray Hernando del Castillo, O.P., amigo y protector de Antonio Pérez. Aparece el primer volumen de sus Relaciones. Diego de Santiago escribe en Sevilla el Arte Separatoria en dos Libros. El Edicto de
Nantes termina con la lucha de católicos-calvinistas en Francia.
Apéndice 2 De ceterae dramatis personae Nota: Los personajes que se consignan a continuación no fueron, en general, figuras prominentes del reinado de Felipe II. La mayor parte de ellos ni siquiera han merecido ser citados en los textos que narran los momentos fundamentales de aquella época. Incluso
de algunos de ellos ni siquiera se habla en las páginas precedentes, y otros que sí fueron importantes y que han sido seguidos a lo largo de este libro, se les menciona aquí exclusivamente en función de sus relaciones con estos personajes oscuros y desconocidos que, sin embargo, aparecen en estas páginas porque constituyeron el cañamazo sobre el que se bordó aquel período de la historia, el coro que cantó la música de aquel tiempo y que, en cierto sentido, marcó los ritmos del ambiente en el que se desarrolló el paradigma analógico del que el mismo monarca formaba parte, a pesar de los empeños de ciertos sectores del historicismo académico por
negar esta circunstancia. Un asterisco tras un nombre* citado significa que el personaje está incluido en la presente relación en el lugar alfabético correspondiente. AGRIPPA, Enrique Cornelio: (1486-). Uno de los ocultistas más importantes del siglo XVI, que supo mezclar la búsqueda de lo desconocido con el escepticismo. Comenzó siendo capitán en la corte de Maximiliano y luego pasó mucho después al servicio de su nieto Carlos V como historiógrafo. Profesor de medicina y de hebreo en París, Turín, Metz y Friburgo, explica luego Teología
en Colonia, uniendo a sus enseñanzas las de los escritos de Hernies en Pavía. Ejerció medicina en Lyon y llegó a ser médico de Luisa de Saboya, madre de Francisco I. El 1530 publicó en Bruselas su obra magna, De occulta philosophia, que le valió un año de cárcel. Su última obra fue unos Commentaria in artem brevem Raimuni Lulli. Murió en el hospital de Grenoble en 1535. Había abrazado la doctrina luterana, alternándola con sus investigaciones mágicas y alquímicas, defendiendo la posibilidad de la trasmutación metálica. Sus obras completas no se publicaron hasta 1600 en Leiden.
ALAEJOS, fray Lucas de: Heredero espiritual tardío de Arias Montano, continuador de la tradición escriturística del maestro. Tomó el hábito jerónimo en 1584 y pasó al Colegio escurialense en 1590. Fray Bartolomé de Santiago, en sus Memorias Sepulcrales, advierte que se preciaba altamente de este discipulado. Predicó ante los reyes, fue ayudante de fray José de Sigüenza en la Biblioteca, su sucesor como bibliotecario y rector del colegio, donde fue el último gran hebraísta, siendo luego prior del monasterio durante seis años. Murió en 1631. Del Reyno de Christo, su obra clave, permanece
inédita, como todas las demás que escribió. ALLENDE, fray Lucas de: Franciscano, con cierta influencia en la Orden, en la que ostentó algunos cargos circunstanciales. Fue amigo de don Alonso de Mendoza,* que le habló de Lucrecia de León en 1587, convenciéndole de que se convirtiera en su director espiritual y transcribiera sus sueños. Perteneció al llamado «círculo de Antonio Pérez», donde llegó a ser uno de los agentes de confianza del secretario perseguido, hasta el punto de estar al tanto de su fuga a Aragón — conocimiento que compartió con Jácome
Marengo*— y guardarle joyas y documentos que aquél le entregó. A pesar de ello, al ser interrogado por la Inquisición (1590), negó su amistad con el fugado y con Alonso de Mendoza, acusando a fray Juan de Calderón de ser correveidile de Pérez ante el nuncio del papa. Aunque de religiosidad fuera de toda sospecha, dicen que fue hombre incapaz de guardar secretos debido a su carácter extrovertido e hizo alarde de conocer los mensajes de la vidente Lucrecia de León, algo que ella le censuró siempre. Se dice que los amigos de Antonio Pérez trataron de envenenarle sin éxito por su lengua demasiado suelta.
ARAGÓN, don Juan de: Conde de Ribagorza, ahorcado en la plaza pública de Torrejón de Velasco tras haber sido condenado bajo la acusación de homosexualidad con sus criados. El conde había matado a su esposa, doña Luisa Pacheco, que mantenía relaciones con el caballero toledano Pedro de Silva. y que era, a su vez, hermana de doña Inés de Pacheco, esposa del conde de Chinchón, de gran influencia cerca del rey. Al no poderle condenar por ese hecho, pues el asesinato por lavar el honor no era punible en la época, se le atribuyó el otro, que probablemente era también cierto, pero del que nadie le
había acusado. En cualquier caso, la ejecución fue un golpe a las reivindicaciones forales aragonesas. El condado de Ribagorza no le fue entregado a su hermano menor, don Hernando de Aragón,* a quien seguramente correspondía, y quedó de disposición real. Don Hernando, duque de Villahermosa, era un antiguo amigo de Antonio Pérez y siguió siéndolo después de su huida a Aragón. ARANDA, Conde de: Don Luis Jiménez de Urrea, nacido en Epila a principios del siglo XVI y fallecido en 1565, fue cabeza de la aristocracia aragonesa con el duque de Villahermosa,* no alcanzó
la grandeza de España que se le concedió a su amigo. Walsh le cita como cabeza de una conjura de tintes masónicos en el caso Pérez, de quien era amigo, así como que era enemigo oculto de la Iglesia. (Su descendiente el conde de Aranda en tiempos de Carlos III sí fue masón.) Este de ahora era amigo de jesuitas, tradujo la Arcadia de Sannazaro y el Orlando Furioso de Ariosto. Y dice de él Marañón que «estaba a partir un piñón con el Santo Oficio». En 1591 fue a la cárcel de la Inquisición para sacar de ella a Antonio Pérez. Pudo ser de los que le preparasen su huida a Aragón. Posteriormente, lo mismo que el duque de Villahermosa,
repudió esa amistad, pero siguió colaborando con sediciosos que trataban de conseguir un Aragón independiente y convertido en república que no habría dudado en dirigir. AYALA, Martín de, llamado Sacamanchas: Tintorero de profesión, fue sujeto de pocas luces y recibió en su oratorio privado presuntas revelaciones —en su mayor parte catastrofistas— que influyeron de manera supersticiosa en medios populares. Guillén de Casáus* mantuvo contactos con él y ambos se intercambiaron sueños premonitorios. Admiraba a Sor María de la Visitación,* con la que se mantenía en permanente
contacto espiritual, y llegó a decir que daría por ella la vida. Transcribió, muy a su capricho, sueños de Lucrecia de León, que no confiaba en él y llegó a ordenarle que rompiera muchos de los papeles en los que decía transcribirlos, aunque los llenaba de apreciaciones personales. AZCOITIA, Cristobalito de: Niño santiguador de la época de Felipe III, famoso por su precocidad al aprender a leer y escribir. A los cuatro años se hizo famoso por sus facultades de sanador con sólo santiguar a los enfermos que acudían a él. Fue recibido en Madrid por el príncipe Baltasar Carlos y la
reina. La Inquisición le investigó y no vio en él nada que le hiciera digno de ser procesado. BARREFELT, Henrik Jansen, llamado Hiël: Dirigente de la Familia Charitatis que se independizó de su fundador Niclaes,* cuando éste dio muestras de inclinarse por sus propios intereses antes de seguir por la senda de la espiritualidad originaria de la secta. Sin embargo, cayó en el mesianismo, a pesar de lo cual sus seguidores, Arias Montano y Plantino* entre otros, siguieron teniéndole por su maestro espiritual. Se le considera un hombre de inteligencia restringida, pero, a pesar de
ello, logró ser respetado y seguido por otros de inteligencia muy superior a la suya, como tan a menudo sucede con determinados líderes mesiánicos. BRAVO, licenciado Agustín: alquimista del Círculo de El Escorial, de quien Leonardo Fioravanti* reproduce un texto en el capítulo X de su Física, diciendo que no había en España otro corno él que lo supiera todo. CAMPANELLA: Astrólogo del papa Urbano VII CARAVANTES: Alquimista del siglo XVI, autor de Praxis Artis Alchemiae.
CARDONA, Catalina de, llamada «la buena mujer»: Saludadora al servicio de Felipe II, que la respetó durante toda su vida. Tuvo la mayor parte de sus pacientes entre miembros de la nobleza castellana de la época. CASÁUS, Guillén de: Nacido en Sevilla (1541) de estirpe noble, su familia le dejó a los 14 años al servicio del duque de Osuna al marchar su padre a Indias como gobernador de las provincias de Nicaragua y Costa Rica. Llegó a capitán de infantería en la guerra de las Alpujarras y estuvo en Indias como gobernador de Yucatán, Cozumel y Tabasco, casando allí y abandonando a
su esposa e hija cuando tuvo la oportunidad de regresar a la Corte. En América comenzó a proclamar haber tenido visiones proféticas y al volver a España, entró en el círculo que se centraba en torno a don Alonso de Mendoza,* aunque no llegó a gozar de las simpatías de sus componentes por su fanfarronería y su empeños en mostrar sus cualidades con evidente desprecio hacia las de los demás. Llegó a hurtarle a fray Lucas de Allende* papeles con sueños de Lucrecia de León* y luego los hizo pasar por suyos. Otros los sacó de un libro de poca difusión llamado el Artemidoro. La misma Lucrecia proclamó que los personajes principales
de sus sueños le advirtieron de la maldad de Casáus y le aconsejaron que tuviera cuidado con él. CASTRO, Rodrigo de: Hijo del conde de Lentos y arzobispo de Sevilla, decidido enemigo de Antonio Pérez, contra el que no dudó declarar en Lisboa en 1582 empleando información confidencial que hace que Marañón le llame decididamente soplón. Hermano suyo fue Pedro de Castro, obispo de Cuenca, que fue el denunciante ante la Inquisición del Catecismo del obispo Carranza y el encargado de detenerle de motu propio en Torrelaguna.
CAZALLA, doctor Agustín: Protestante procesado por la Inquisición y relajado en el Auto de Fe de Valladolid de 1590. CENTELLES, Luis de: Alquimista valenciano que vivió en el siglo XVI. El 18 de septiembre de 1552 es la fecha de su Carta Alquímica al doctor Manresa, en la que cita la presencia de otro alquimista discípulo suyo, Baltasar de Zamora. Posteriormente escribió las Coplas sobre la Piedra Filosofal, 28 octavas de versos alquímicos que fueron muy populares entre los alquimistas de su tiempo, porque se han encontrado numerosas copias, la mejor de las cuales
se incluye en un códice existente en la Biblioteca Nacional, junto a otros escritos del mismo corte y de diferentes autores. Fioravanti las incluyó en uno de los escritos que dedicó a Felipe II. CÉSAR el Barbero: Alquimista del Círculo de El Escorial. CÉSPEDES, Eleno o Elena: Nacido/a en Alhama en 1546, era esclava a la que compró un tal Francisco Lombardo y casó con ella. Tuvieron un hijo, después de lo cual ella se mostró con un carácter marcadamente masculino, apuñalando a cierta persona en una reyerta. Se disfrazó de hombre y pasó por los más
diversos oficios como tal, desde pastor a cirujano. y siendo soldado en la guerra de las Alpujarras. En Yepes forzó a una muchacha y, sometido a inspección por doctores, se comprobó que era hombre, casándose después con una muchacha de Ciempozuelos. Desde su presunto cambio de estado se mostró como un don juan nato. Lo detuvo la Inquisición en Ocaña y se comprobó «que se le estaba pudriendo el sexo», que se le acabó cayendo. CHAVES, Diego: Dominico llamado por Antonio Pérez «teólogo de rasgada conciencia». Era pariente lejano de su mujer, Juana Coello. Había sido
confesor del príncipe don Carlos y probablemente sabía de su historia más que muchos que creían conocerla. Fue también posteriormente confesor del rey y Marañón apunta si acaso el rey no le eligió «con un sentinuento mortificatorio». Se mostró amigo y defensor del obispo Carranza. Fue duro en su comportamiento con el secretario. COVARRUBIAS y Orozco, Sebastián: Polígrafo de la época de Felipe II, aunque publicó sus Emblemas morales en el reinado siguiente (1610). En ellos hace referencias a la Alquimia, denotando profundo conocimiento del Arte y realiza una profunda crítica de
los falsos sopladores. Della Roca, Tiberio: Alquimista italiano que trabajó para Felipe II en 1557, encontrándose el rey en Malinas. Prometió que con una onza de sus polvos y seis de mercurio podía hacer un metal que pasaría por plata y que resistiría determinadas pruebas. El embajador véneto informó a su gobierno de que el ejército español estaba siendo pagado con plata alquímica.[221] Felipe le hizo abandonar las pruebas convencido por su propio confesor, que se mostraba contrario a aquellas prácticas.
De LAGUNA, Andrés: Médico al servicio de Felipe II, a quien dedicó su traducción del Dioscórides, donde hizo importantes referencias al arte de la Alquimia, escritas de tal modo que revelan el indudable conocimiento que el monarca tenía de aquellas prácticas. De MULA, Marcantonio: Embajador de la República de Venecia cerca de Felipe II. Formó parte de la embajada extraordinaria enviada para felicitar al rey por la paz de Cateau-Cambrésis y por su matrimonio con Isabel de Valois. Posteriormente sería embajador ante la Santa Sede y recibiría el capelo
cardenalicio de manos de Pío IV, llegando a ser bibliotecario del Vaticano y recopilador de la obra de los Padres de la Iglesia. De SANTIAGO, Diego: Alquimista el Círculo de El Escorial, conocido sólo por la cita que de él hace Fioravanti.* DEE, John: (1527-1607) Filósofo hermético clave de la Inglaterra del siglo XVI. Procedía de una familia noble y era baronet de Gradhill. Estudió en Cambridge y Amsterdam y llegó a ser miembro del Trinity College y a enseñar astrología judiciaria en Lovaina. Comenzó a ser conocido desde muy
joven entre la nobleza re formadora del entorno de los Tudor a través de Dudley, conde de Leicester y favorito de Isabel I. Se consideraba ligado familiarmente a la leyenda artúrica, como descendiente del legendario soberano griálico. Su relación con un soplador con ínfulas de alquimista, Edward Kelly, le hizo caer en numerosas desgracias, teniendo que huir de Inglaterra y siendo encarcelado a su regreso, hasta que fue liberado por Isabel I y nombrado su consejero astrológico. En 1564 presentó su Monas Hieroglyphica al emperador Maximiliano II de Austria, dedicándose después a un extraño exhibicionismo espiritista que le hizo conocer a Rodolfo
II, a quien se supone que introdujo en los secretos de la transmutación. Tras una vida errante, regresó a Inglaterra en 1589 y, aun ostentando el cargo de rector del Manchester College, murió en 1607 en la más absoluta miseria. ESCALANTE, Lucas de: Aparejador mayor en la obra del monasterio de El Escorial, premiado por Felipe II por permanecer en la obra durante todo el tiempo que ésta se prolongó. Fue colaborador fundamental en la preparación de los enormes bloques de los sillares. ESTANISHURST, Ricardo: Alquimista
que formó parte del Círculo de El Escorial y del que es conocido su tratado Toque de Alquimia, escrito para el rey en 1593 y dividido en 6 capítulos. El tratado incluye métodos espargíricos y, sobre todo en los libros quinto y sexto, da consejos útiles para distinguir a los buenos de los falsos alquimistas. Defiende igualmente el saber alquímico, pero sobre todo como arte para lograr la depuración de los metales, a los que atribuye cualidades paralelas a las del cuerpo humano, con sus posibilidades para enfermar y sanar. Aun así, cita el caso de un alquimista llamado Garnet, capaz de transformar en oro fino el azogue fundido sobre el que vertía una
cantidad insignificante de «cierto polvo roxo» que poseía. FABARA, Marqués de: Don Lorenzo Téllez de Silva, primo carnal de Ruy Gómez, príncipe de Éboli, que fue quien le facilitó el matrimonio con la marquesa siciliana de Fabara. «Arrojado en la guerra e insensato en la paz», le llama Marañón. Luchó en las Alpujarras junto al Marqués de los Vélez al frente de un grupo de mercenarios. Estuvo en Lepanto y La Goleta con don Juan de Austria. Buscó aventuras en España con el duque de Pastrana (hijo de la Éboli), don Alonso de Leyva y una veintena de filibusteros.
Felipe II Intervino a instancias de Medinasidonia y le envió a la expedición de las Azores, donde combatió con gloria, al mismo tiempo que hacía elogios del Prior de Crato, aspirante a la corona de Portugal frente a los derechos de Felipe II. Mintió en el proceso de Antonio Pérez (1590) acusándole de amores con la Éboli y equivocando las fechas que cita como claves de su acusación. FERNÁNDEZ, Yuan: Alquimista del Círculo de El Escorial, conocido únicamente por la referencia que hace de él Leonardo Fioravanti.
FICINO, Marsilio: (1433-1499). Filósofo y médico, importante en el entorno de esta historia por la influencia que sus escritos tuvieron sobre todo el pensamiento renacentista y, sobre todo, sobre la Cábala cristiana del siglo XVI, profundamente influida por el neoplatonismo, en el que fue un auténtico maestro. Fue el maestro de la Academia de Florencia, fundada por Cosme de Médicis. En ella se formó Lorenzo, de quien Ficino fue maestro. En su obra combatió por igual el panteísmo averroísta y el materialismo de los alejandristas y dedicó sus mejores escritos a la inmortalidad del
alma, siempre inspirado, pero no siguiendo al pie de la letra, por el maestro Platón. Sin embargo, se ve profundamente influido por los principios de la Cábala y, de hecho, se le considera uno de los puntales de la llamada Cábala cristiana. Pero, sobre todo, se le tiene por el filósofo que supo compaginar el cristianismo con las doctrinas herméticas, que une a la tradición en la que igualmente están incluidas las enseñanzas zoroástricas. FIORAVANTI, Leonardo: (1551?-1588). Médico y alquimista boloñés, ya célebre entre los españoles residentes en la Italia de su tiempo, se trasladó a España
entre 1576 y 1577, habiendo estado ya al servicio de Carlos V en 1551. Aquí adquirió fama de nigromante y santo, todo en una pieza. En 1582 publicó los cuatro libros Della Fisica, dedicados a Felipe II y editados en Venecia; el cuarto de esos libros está dedicado a los saberes alquímicos y es donde cita a numerosos amigos suyos que formaron parte del Círculo de El Escorial, a los que conocemos gracias a él. Allí mismo confiesa su pecado por haberle robado materialmente a cierto canciller un escrito con la fórmula para lograr la Piedra Filosofal. FORTE,
Vencenio:
Alquimista
del
Círculo de El Escorial. GOZAR, Lorenzo: Alquimista dedicado al arte espargírico, autor de De Medicinae Fonte (1589). GRACIÁN, Jerónimo: Alquimista, autor del Diálogo de Alquimia. GRANITA, Lorenzo: Alquimista del Círculo de El Escorial citado por Fioravanti,* el cual pide en su libro que aquellos que logren obtener oro gracias a la fórmula que apunta, entreguen a este personaje, «que vive en Madrid, cerca del Carmeno», la décima parte de sus beneficios.
GURREA y Aragón, Francisco de: Conde de Luna, hermano del duque de Villahermosa* y del conde de Robargorza.* Amigo de Antonio Pérez, como todos los demás miembros de su familia. Culto y de formación humanística, dejó numerosos apuntes sobre los sucesos de su tiempo. Leal a la monarquía, tuvo buenas amistades en la corte (don Cristóbal de Moura), pero no dejó por ello de defender los fueros aragoneses. HACO, Matías: Astrólogo encargado de Confeccionar el primer horóscopo de Felipe II, el Prognosticon que se conserva en El Escorial.
HEREDIA, Diego, señor de Bárboles: Noble aragonés amigo de Antonio Pérez y víctima de los sucesos de Zaragoza con motivo de la prisión inquisitorial de éste. El tribunal le acusó de tener libros de nigromancia en lengua arábiga. Era buscador de tesoros escondidos. HIËL: (v. Barrefelt) IDIÁQUEZ, Juan de: Sucesor de Antonio Pérez en el cargo de secretario y consejero de Estado (1579) llegó en 1594 a presidente del Consejo de órdenes y a caballerizo mayor de la reina Margarita. Se interesó por los asuntos proféticos (que probablemente
comunicaría al rey mismo) y tuvo información sobre los mismos a través de Guillén de Casáus.* JIMÉNEZ de Urrea, don Luis: (v. Aranda, conde de). LEÓN, fray Luis de: Agustino. Creyó en principio los sueños de Lucrecia de León pero fue amonestado amistosamente por Arias Montano. Posteriormente, en 1588, y a instancias de don Alonso de Mendoza,* se avino a examinarla de nuevo en el convento de las carmelitas de Toledo y de aquella visita sacó la conclusión de que los sueños de Lucrecia eran
«muchacharrerías», pidiendo a don Alonso que no hiciera caso de aquellas cosas y aconsejando que se la exorcizase sin que ella llegara a percatarse. Incluso se ofreció a buscar el exorcista idóneo. LÓPEZ de MENDOZA, Íñigo. (v. Mondéjar, marqués de). LUNA, conde de: (v. Gurrea y Aragón, Francisco). MAGDALENA de la CRUZ, Sor: Mística beata del convento de carmelitas de Córdoba, que tuvo gran ascendente sobre la familia real, hasta el
punto de recibir regalos de la reina doña Aria de Austria, que se desplazaba a menudo a verla. MARÍA de la VISITACIÓN, Sor: Priora del convento de la Anunciada de Lisboa desde 1583, donde entró a los 11 años. Visionaria y estática, mantuvo contactos espirituales con otros videntes españoles como el Sacamanchas Martín de Ayala.* Su momento de auge fue en torno a 1586, en que decía ver a Jesucristo y que Dios le concedió el favor de las siete llagas impresas por rayos de fue go. Todos los jueves, a la hora del Ángelus, sentía los dolores de la corona de espinas. El mismo fray Luis
de Granada creyó en aquellas manifestaciones milagrosas. Sospechosa de servir intereses prosebastianistas en Portugal, fue interrogada por la Inquisición y terminó confesando las trampas que hacía para simular sus levitaciones y la aparición de sus llagas. Fue sentenciada en 1588 y condenada a la pérdida de su cargo y a cárcel perpetua en un monasterio. MEDINA de RIOSECO, duque de: Don Luis Enríquez de Cabrera y Mendoza: de la familia de los Bracamonte de Ávila, pariente de la princesa de Éboli y amigo del príncipe don Carlos y del duque de Sessa.* Descendiente de judíos según
Walsh (pero por la parte de los Bracamonte, lo cual no podía ser cierto) y Almirante de Castilla. Partidario irredento de Antonio Pérez. Murió en 1595. Se le encuentra por todas partes menos en la mar Océana, de donde era Almirante (Marañón). Un antecesor suyo formó parte de los alumbrados, a la vez que su cuñado el marqués de Villena. MENDOZA, Alonso de: A caballo entre la credulidad y el racionalismo, formaba parte de una familia ilustre de su tiempo, la de los condes de Coruña, en cuyo seno nació en 1537. Por parte de su madre era sobrino biznieto del cardenal Cisneros. Entre sus hermanos hubo
funcionarios de la Casa Real, un canónigo de Toledo y un embajador en Inglaterra y Francia; entre sus hermanas, un aya del príncipe. En 1566 obtuvo la cátedra de Escritura en Alcalá de Henares y posteriormente fue promovido a la Magistralía de Toledo. Aun así, tuvo problemillas con la Inquisición (1583), al parecer por ver los toros desde balcones de gente poco recomendable. En 1587 presidía en Madrid una Congregación eclesiástica encargada de administrar concesiones económicas que el rey mismo advirtió algo fraudulentas. Salió incólume de las acusaciones. Fue amante de una dama toledana, doña Jerónima Doria, que fue la que le
denunció cuando comenzó a tener contacto, aunque puramente espiritual, con Lucrecia de León y con los demás visionarios del entorno, de todos los cuales se convirtió en cabeza visible. Fue igualmente el que puso en contacto a la vidente Lucrecia de León con fray Lucas de Allende.* MENDOZA, don Diego de: Su biblioteca pasó a formar parte de la de El Escorial. MERCADO, Pedro del: Alquimista de la época de Felipe II, autor de unos Diálogos de Philosophia Natural y Moral, publicados en Granada, 1558.
MÍJARES, Juan de: Primer aparejador en cantería del monasterio de El Escorial. Transmierano, que ya trabajó en el Hospital Tavera de Toledo bajo las órdenes del arquitecto montañés Bartolomé Bustamante. MONDÉJAR, marqués de: Íñigo López de Mendoza, también cuarto conde de Tendilla, descendiente lejano de Ruy Capón, israelita y pariente lejano de varias familias nobles españolas de la época. Virrey de Nápoles por la más que probable influencia de Antonio Pérez y enemigo casi declarado de don Juan de Austria, con quien tuvo que relacionarse durante su estancia en Italia.
MOURA, Cristóbal de: Portugués, anduvo junto a Felipe II en todo el asunto de la sucesión de Portugal. Protegido de la reina María de Portugal y de Ruy Gómez de Silva, formó parte de lo más influyente de la corte. Preparó el terreno para la coronación de Felipe II como rey de Portugal y obtuvo el título de marqués de Castel-Rodrigo, luego con grandeza de España. Guillén de Casáus* le tuvo informado (y al rey a través suyo) de todas las visiones y todos los pronósticos apocalípticos que surgieron en torno a 1588. MOREJÓN,
Antonio:
Inquisidor
y
amigo de Antonio Pérez y afecto al conde de Amida* y del resto de los partidarios aragoneses de Pérez. Se supone que revelaba al secretario fugitivo las decisiones del Santo Oficio antes de que se llegaran a hacer públicas. NICLAES, Henrick: Fundador y primer maestro reconocido de la secta espiritualista de la Familia Charitatis, que comenzó su actividad, a caballo entre el catolicismo y el protestantismo, en torno a 1550. Convenció a numerosos adeptos escogidos entre los grandes comerciantes de Amberes para que financiasen la fundación de la imprenta
que sería regida por Plantino.* Posteriormente, sospechoso de haberse servido de donaciones para su beneficio particular, fue abandonado por sus mejores seguidores, que se inclinaron por la dirección de Hiël.* PIEDROLA Baeumont, Miguel de: Se sabe muy poco de él, salvo que abandonó a un sacerdote de quien era criado en su adolescencia y se dedicó a la milicia por algún tiempo. Tuvo sus primeras visiones estando en Nápoles y en ellas (1575) predijo con acierto la muerte de don Juan de Austria («si iba a Flandes») y la de Gregorio VII, dando incluso el nombre de su sucesor, Sixto V.
Aún joven supo que descendía de los herederos de los reyes de Navarra e informó de ello a Felipe II, que ordenó darle dinero y una cédula real para que pudiese probar lo que decía, lo cual le supuso una pensión vitalicia. Su fama como vidente cuyos augurios se cumplían empezó a extenderse por la corte, donde se le conoció una vida llena de aventuras y prodigios. Escribió un libro de profecías y, ya en Madrid, alquiló una casa para recibir visitas y albergar a sus criados, mientras él mismo se iba a vivir a una cueva de las afueras de la ciudad. Fue el primero, antes de Lucrecia de León, en profetizar la caída de España en manos de una
nueva invasión islámica, con la consiguiente desaparición de la Casa Real española. Estuvo en contacto con fray Lucas de Allende* y don Alonso de Mendoza,* que apoyaron sus visiones. Se le llegó a considerar un Segundo Bautista. Pero fue descalificado por un franciscano italiano llamado precisamente fray Giovanni Battista y tuvo que ser reivindicado en su «justa» fama por don Alonso de Mendoza en una carta escrita a Felipe II. Su personalidad fue reconocida por fray Luis de León y negada por Benito Arias Montano. PETER, Benito: Jesuita nacido en Ruzafa (Valencia) en 1535 y muerto en
Roma en 1610, donde desempeñaba la cátedra de Sagrada Escritura en el Colegio Romano. En sus escritos manifiesta su fe en la Magia Natural («la parte más noble de los conocimientos naturales»), al tiempo que brama con quienes la utilizan torcidamente. Sobre la Alquimia, acepta la transmutación metálica, pero destaca lo peligrosa que puede ser la actividad de los alquimistas si, viendo fracasados sus propósitos, los truecan por la fabricación mágica de «medicinas de peligrosos efectos». PÉREZ, Luis: Banquero marrano y familista, entroncado familiarmente con Antonio Pérez. Nació en Zaragoza, pero
huyó a Amberes tempranamente hacia 1540. Fue miembro activo de la secta familiarista y ayudó económicamente a la fundación de la imprenta de Plantino.* PLANTIN, Christophe, o PLANTINO (1511-1589): Fundador en 1554 de la imprenta anverpiana que llevó su nombre y que fue considerada como una de las más prestigiosas de Europa. Su marca era una mano que emerge de las nubes y sostiene un compás rodeado de una banderola en la que se lee: «Labore et Constantia», algo que suena remotamente a filiación masónica. Miembro de la secta de la Familia Charitatis, puso en contacto con ella a
Arias Montano mientras éste se encontraba en Amberes dirigiendo la Biblia Políglota encargada por Felipe II entre 1569 y 1572. En 1583 pasó a Leyden, donde fundó una segunda imprenta que luego legó a su arrugo y discípulo Raphaelengius, también adepto de la Familia. PONCE de la Fuente, Constantino: Sacerdote muerto en las cárceles inquisitoriales en 1559, predicador y canónigo de la catedral de Sevilla, tuvo ideas protestantes que no captó Carlos V cuando le llamó a su lado y estudió a fondo sus escritos, hasta el punto de que llegó a proponerle como consejero
espiritual y confesor de su hijo, el futuro Felipe II. QUIROGA, Cardenal: Nacido en Madrigal (1512), fue colegial de Santa Cruz de Valladolid, vicario en Alcalá de Henares, canónigo en Toledo y auditor del tribunal de la Rota en Roma. Visitador del reino de Nápoles. Oidor del Consejo Real. Obispo de Cuenca en 1572 y sustituto del obispo Carranza en Toledo, a instancias, según parece, de Antonio Pérez, de quien siempre se mostró partidario. Fue nombrado cardenal en 1578. Luego, Inquisidor General. Falló una profecía de Lucrecia de León sobre su muerte, que le dio seis
años menos de vida, y falleció en 1594. RENGIFO, Padre (S.I.): Gran amigo de Antonio Pérez, por quien intercedió ante Felipe II, sobre el que tenía gran predicamento, viajando a Portugal apenas fue detenido el secretario, a pesar de las recomendaciones que le hizo la Compañía en este asunto. Parece ser que fue de los principales colaboradores en la fuga del secretario a Aragón. Fue astrólogo judiciario. Levantó horóscopos a Felipe II en los que se aseguraba que en su reinado «se había de tornar a perder España». A Pérez le aseguró que pasaría apuros de muerte en Aragón, pero le consoló
anunciándole la inmediata muerte del rey, lo que no se cumplió con exactitud, pero debió de llegar a oídos del rey, porque se pierde el rastro del jesuita a poco de la fuga de Antonio Pérez y sólo se vuelve a hablar de él una vez fallecido el rey. Parece que, mientras tanto, vivió en Barcelona como confesor del duque de Feria. SANTIAGO, Diego de: Boticario sevillano entregado a la Alquimia en la época de Felipe II, de quien se convierte en Destilador Real. Es autor de dos libros titulados De Arte Separatoria (Sevilla, 1593). Inventor de un vaso destilatorio que se instala en la Torre de
la Botica del monasterio. SANTINI, Anzolo de: Alquimista perteneciente al Círculo de El Escorial, al que Fioravanti dedica el segundo capítulo de su Fisica, llamándole «alchimísta terribilissimo in Corte del Re Catolico di Spagna» y deseándole que en su compañía se encuentren todavía César el Barbero, el señor Juan Fernández y el licenciado Agustín Bravo. SEGUÍ, Juan: Canónigo mallorquín, lulista convencido, a quien Felipe II encargó la composición de Vida y hechos del glorioso doctor y mártir
Ramón Llull. Se supone que este libro pudo ser decisivo a la hora de conocer los orígenes de las aficiones del monarca por las doctrinas lulianas. SESSA, duque de: Nieto del Gran Capitán, gran personaje de la corte de Felipe II, tomó parte en las guerras de Granada y en Lepanto junto a don Juan de Austria y estuvo casi a punto de ser nombrado gobernador de Flandes. Formó parte del partido de los «pacíficos» del príncipe de Éboli. Amigo y defensor de Antonio Pérez. Murió el 3 de diciembre de 1578, poco después que su amigo don Juan de Austria. Walsh apunta antecedentes
judíos, del judío Ruy Capón. Y se ha insistido en sus simpatías por la reforma protestante, tanto por parte suya como de su esposa, pero no parece que tuviera que ver con el protestante Carlos de Sessa, que fue quemado como relapso en Valladolid en 1559. Se le atribuye haber fundado una logia masónica en 1563. Por eso se le ha considerado como cabecilla de una conspiración internacional contra Felipe II, porque tanto él como el Almirante de Castilla, duque de Medina de Rioseco,* estuvieron de parte del príncipe don Carlos cuando éste se carteaba con los rebeldes flamencos. A pesar de todo cuanto se dice de él, protección a Pérez
incluida, se sabe que Felipe II le tuvo en gran estima hasta su muerte. A su muerte le sucedió en el título su sobrino, don Antonio Folch Cardona, también amigo de Antonio Pérez. SIGÜENZA, Fray José de: Fraile jerónimo que se incorporó al monasterio de El Escorial con casi cuarenta años en 1584; discípulo y sincero devoto de Arias Montano, de quien recibió las enseñanzas de la Familia Charitatis que posteriormente impartiría a sus discípulos del seminario escurialense, apartándose radicalmente de las enseñanzas escolásticas oficiales y adhiriéndose a una interpretación
personal de las Sagradas Escrituras basada en un sentido interiorista de la religión, lo que le valió un proceso inquisitorial en 1592, a pesar de la consideración en que le tenía Felipe II. Se presentaron 24 acusaciones contra él, entre ellas la de su pertenencia secreta al luteranismo, al judaísmo y la de recomendar a los monjes que no leyeran libros devocionales al uso, proclamando que el estudio de la filosofía escolástica era una pérdida de tiempo. Sin embargo, los cargos presentados contra él le costaron apenas seis meses de reclusión en el monasterio de la Sisla. Fue autor de una curiosa Historia del Rey de Reyes y de la más importante Historia
de la Orden de San Jerónimo, cuyo último volumen está totalmente dedicado a la fundación y construcción del monasterio de El Escorial. Se le considera importante erudito y dotado, además, de profundo talento poético. STERNBERG, Pedro: Alquimista en Malinas. SURIANO, Miguel: Embajador véneto, primero ante el emperador Fernando y posteriormente ante Felipe II, en cuya corte residió durante 28 meses. Allí propició siempre que pudo la paz con la Iglesia. Posteriormente volvió a ejercer como embajador en la corte de
Maximiliano II. Como embajador ante la Santa Sede, propició la Liga contra el Turco. TÉLLEZ de Silva, d. Lorenzo: (v. Fabara, marqués de). TOLEDO, Juan Bautista de: Madrileño de nacimiento, pasó su juventud en Italia, donde comenzó estudiando dibujo, pintura, escultura, arquitectura y matemáticas. Hermoseó la ciudad de Nápoles bajo las órdenes del marqués de Villafranca. Allí trazó diversas calles y proyectó el Palacio de Puzzo, el castillo de San Erasmo y la iglesia de Santiago. Cuando trabajaba con Miguel
Ángel en San Pedro de Roma como aparejador de obras, le contrató Felipe II para El Escorial después de ver rechazada su invitación hecha al maestro Buonarotti. Comenzó reformando el palacio real de Madrid y ampliando galerías del Pardo y una nueva mansión real en Aranjuez, así como la fachada de las Descalzas Reales de Madrid, y la habilitación de las estancias reales en el convento de San Jerónimo el Real. Su familia entera murió en un naufragio cuando venía a España a reunirse con él. Comenzó a trabajar en la obra de El Escorial en 1561 y, desde el primer momento, tuvo como ayudante a Herrera, que fue su heredero espiritual. Durante
mucho tiempo se le consideró autor del Discurso de la Figura Cúbica, cuyo manuscrito se conserva en El Escorial y que, en realidad, parece ser el mismo cuya autoría se atribuye, ya definitivamente, a Juan de Herrera. TORRALBA, el doctor: Nigromante de la época de Carlos Y fue médico de la reina de Portugal y en 1527 aseguró haber presenciado el Saco de Roma y haberlo contado al día siguiente en Valladolid. TREMELIUS, Emmanuel: Judío converso de Ferrara, nacido en 1510 y muerto en 1580. Su conversión se debió
al cardenal Flaminio y, a raíz de ella, fue nombrado profesor de lengua hebrea en la universidad de Lucca y posteriormente, de nuevo convertido al protestantismo, desempeñó cátedra de hebreo en Cambridge hasta que la subida al trono de María Tudor le obligó a huir a Alemania, donde enseñó lengua hebrea en Heidelberg. Allí escribió Targum in duodecim prophetas minores (1567), Novum Testamentum in syriaco latinuni (1569) y una traducción de la Biblia Sacra (Francfurt, 1575-79) con más de 30 ediciones, pero los biblistas consideraron que se había apartado considerablemente del texto original. También tradujo al griego y al hebreo el
catecismo de Calvino (París, 1551). Según Walsh, fue miembro activo de una Liga Internacional de tintes masónicos, con la cual trató de organizar una confederación de príncipes protestantes contra Roma y Felipe II, que aparecía como paladín diabólico del catolicismo. TRIJUEQUE: Alguacil de Corte, se las dio de visionario y formó parte desde 1586 hasta su muerte, en 1588, del grupo encabezado por Alonso de Mendoza,* aunque sus visiones coincidían puntualmente con las de Martín de Ayala, Sacamanchas* y, sobre todo, con las de Piedrola.*
TRUJILLO, Francisco, y Martín de la Vera: Según las Memorias Sepulcrales, fueron discípulos y ayudantes de Arias Montano en la Biblioteca de El Escorial, pero nada más se sabe de ellos. VALENCIA, Pedro de: Nacido en 1555 y discípulo de Benito Arias Montano. Fundador y alma de la escuela de Zafra, donde se impartían las enseñanzas de Montano, con quien había entrado en contacto a raíz de su lectura de la Biblia Políglota. Allí se distinguió como experto escriturista y el mismo Nicolás Antonio, ya en el siglo XVIII, se quejaba
de lo abandonada que se mantenía su obra, inédita en su mayor parte.[222] Es digno de mención su admirable discurso acerca de las brujas, donde, al pairo del proceso de Logroño de 1610, realiza un estudio sobre los orígenes de estos cultos, entroncándolos con las religiones precristianas. Mantuvo correspondencia con el padre Sigüenza.[223] VÍCTORES de TEJEDA, Diego: Nacido en Zamora hacia 1562 e hijo de un clérigo capellán de la Iglesia Mayor de aquella ciudad, sirvió en Madrid a don Alonso de Toledo, gentilhombre del rey. Se hizo amigo de fray Lucas de Allende,* que creyó reconocer a
Víctores en uno de los sueños de Lucrecia de León mientras los transcribía. Para probar su sospecha, fray Lucas encargó a Víctores que sustituyera a Sacamanchas en la transcripción de los sueños de la muchacha y, de su contacto con ella, nació un profundo amor que no llegó a resultado alguno. VILLAHERMOSA, Duque de: Don Hernando de Aragón (v. Aragón, Juan de). Amigo de Antonio Pérez y enemigo encarnizado de Felipe II desde la muerte de su hermano. Aunque se asustó con las revueltas aragonesas provocadas por Pérez e hizo acto de sumisión al rey, fue
encarcelado con el conde de Aranda,* bajo la acusación de que ambos querían convertir Aragón en una república libre y que habían hecho entrar tropas del Béarn en Aragón para sofocar la revuelta de Ribagorza. Y seguramente fue mandado matar en secreto por el mismo Felipe II, aunque esta acusación (según Marañón) no tenía más certeza que el deseo de conservar la autonomía de los fueros aragoneses, que el rey veía con malos ojos. La acusación le añadió el sambenito de ser descendiente de judía, una tal Estenga Conejo, hija del chamarilero Aliatar. VILLALPANDO, Juan Bautista (1552,
1608): Jesuita y escriturario, publicó su estudio comentario sobre sobre el Libro de Ezequiel y el Templo, escrito en asociación con el padre Prado, entre 1596 y 1604, financiado por Felipe II. Se supone que en la Biblioteca Nacional ha de existir una Relación de la antigua Jerusalén remitida a Felipe II y aún inédita.
Apéndice 3 En torno al Número de Oro y su razón analógica Lo admito: resulta cuando menos impropio que un profano casi integral de las matemáticas, como es mi caso, ose penetrar en los entresijos de esa Divina Proporción, cuyas implicaciones llegan a abarcar la totalidad de los campos del
Conocimiento. Sin embargo, se da la circunstancia de que vivimos en un mundo complejo. Por un lado, los límites del saber se nos han desbordado hasta obligarnos a que nos ciñamos a ínfimas parcelas estancas de conocimiento cuando penetramos en cualquier actividad investigadora. Por otro, parecen alcanzarse en cada disciplina tales grados de progreso que quienes trabajan en cualquiera de ellas llegan a menudo a la peligrosa conclusión de que su especialidad es la única que importa a la hora de encontrar esa Piedra Filosofal que solucionará todos los misterios que aún quedan por descubrir en el universo.
No creo que pueda ser malo, pues, que un intruso se adentre alguna vez en territorio prohibido ya que, aunque corra el peligro de ser defenestrado por ignorante y atrevido, cabe también que aporte a esa parcela que le es ajena linfa nueva procedente de otros paradigmas, dando pie a que los especialistas se fijen —si están dispuestos a ello— en factores que podrían habérseles pasado por alto de no haber surgido alguien que se hubiera atrevido a pisar sin permiso su territorio sagrado. Al profano le queda, además, otra cualidad sobre el especialista: su capacidad de asombro, la que le permitirá sorprenderse ante
circunstancias a la que el entendido se ha acostumbrado ya a tomar por evidencias irrebatibles y, consecuentemente, aceptadas a ciegas, sin cuestionarse el profundo misterio que arrastran consigo.
La cifra irracional Tratemos de hablar en lenguaje corriente. En el mundo de las matemáticas existen los llamados números irracionales. Son aquellos a los que resulta imposible acceder totalmente, porque, por más que nos acerquemos a ellos, siempre dejarán
fuera de nuestro alcance una partícula de su integridad. Es decir, que conservarán un ápice de misterio al que nunca podremos acceder. Sorprende comprobar cómo, desde el oscuro instante en que fue descubierto, el Número de Oro apareció como una cifra de este tipo, imposible de conocer en su exacta magnitud, porque, siendo el resultado de una operación a la vez aritmética y geométrica, sus decimales se prolongan hasta el Infinito, sin que la más exacta calculadora pueda llegar a fijar su límite preciso: 1,61803398875… y así, decimales hasta el infinito.
Lo cual obliga a adjudicarle un signo particular que, al menos en teoría, lo define, lo completa y lo diferencia de cualquier otro. Este signo, que ni siquiera ha sido homologado por los especialistas de nuestros días, lo representan unos por d y otros por F. En el fondo, la cuestión es meramente formal y no importa demasiado. Lo que sí es importante es que a dicha cifra se llega por dos caminos distintos. Uno es geométrico y se define como
La magnitud que divide un segmento de recta
AB en dos partes tales que la mayor es la media proporcional entre el todo y la menor.
Es lo que, en términos matemáticos, se define como media y extrema razón y se expresa como AB/AM = AM/MB que es lo mismo que AM2 = AB X MB.
Lo que significa que la longitud de uno de los segmentos es la media geométrica (otra forma de expresar la tradicional media y extrema razón) de las longitudes de los otros dos. Esa media, sean cuales sean sus magnitudes convencionales —metros, codos, palmos, millas o pulgadas—, nos dará como resultado el Número de Oro: Φ o Phi: 1,618… Se trata, pues, de una constante paralela a la que presenta la relación de la circunferencia y el círculo con su correspondiente radio y que conocemos por π: 3,141592… o, reducida, 3,1416. Es decir, el número π o Pi.
A la caza del número sagrado La primera definición geométrica de esta ecuación fue dada por fra Luca Paccioli en su tratado De divina Proportione, publicado en Venecia en 1509 con dibujos de Leonardo da Vinci. Pero el matemático franciscano no hizo entonces más que expresar una evidencia que venía ya utilizándose en la escultura y en la arquitectura desde tiempos muy remotos, casi imposibles de fechar. Porque esa proporción se consideraba, casi instintivamente, como la cúspide de perfección y como modelo
de belleza y equilibrio perfectos y, concretada en una ecuación numérica, estaba representado por Φ = 1/2 (V5 + 1) = 1,618… Sin embargo, a este número irracional puede llegarse también aritméticamente, partiendo de la llamada serie de Fibonacci. Leonardo Fibonacci vivió entre 1177 y 1240 y llegó al Número de Oro a partir del establecimiento de una serie indefinida de números racionales en la que, comenzando por el 1 y el 2, cada cifra es el resultado de la suma de las dos anteriores. Así:
2+1=3 3+2=5 5+3=8 8 + 5 = 13 13 + 8 = 21 21 + 13 = 34 …dividiendo cada cifra resultante por la anterior, vamos obteniendo magnitudes irracionales que, sucesivamente, nos aproximan a la que llamamos Phi: el Número de Oro: 5 : 3 = 1,666666666… 8 : 5 = 1,6 13: 8 = 1,625 ........
34 : 21 = 1,6190476… 55 : 34 = 1,617647… 89 : 55 = 1,6181818… ........ 233 : 144 = 1,6180555… 377 : 233 = 1,6180257… 610 : 377 = 1,6180371… ............. 1597 : 987 = 1,6180344... 2584 : 1597 = 1,6180338 4181 : 2584 = 1,618034 ........... 17711 : 10946 = 1,6180339… (F) y así puede seguirse hasta el infinito, aproximándonos cada vez más y no llegando nunca definitivamente a Φ, a
esa magnitud que pudiéramos considerar como definitiva, pero esencialmente inalcanzable. Anotemos, sin embargo, que la serie de Fibonacci no es única. De hecho, se puede llegar al mismo resultado, camino del número irracional F, comenzando la serie con cualquier par de cifras, con tal de que cada una de ellas sea la suma de las dos anteriores, como podría ser la siguiente: 2 – 4 – 6 – 10 – 16 – 26 – 42 – 68 – 110 – 178 – 288 – 466 – 754… O esta otra:
3 – 4 – 7 – 11 – 18 – 29 – 47 – 76 – 123… O como puede ser la que comienza con las medidas establecidas para el rectángulo del monasterio de San Lorenzo el Real de El Escorial: 735 x 580 pies, que reducidas, nos dan la razón 19 x 15.[224] Estas series tienen todas una propiedad común: a medida que progresan, el cociente de dividir cada cifra por su anterior da como resultado un número irracional que se va aproximando cada vez más a Φ cuanto más arriba se realiza la operación. Por
eso podernos comenzar la serie por cualquier conjunto de 2 cifras y el resultado será siempre el mismo. Por ejemplo, la razón citada 15 / 19 habrá de darnos la siguiente progresión: 15 } 1,26666666 (19/15) 19 } 1,784736 34 } 1,5588235 53 } 1,641094 87 } 1,6091954 140
} 1,6274285 227 } 1,61684 367 } 1,5912806 584 } 1,6284246 951 } 1,6140904 1.535 } 1,6195439 2.486 } 1,6174577 4.021 } 1,6182541 6.507 } 1,6179499
10.528 } 1,6180661 17.035 } 1,6180217 27.563 } 1,6180386 44.598 } 1,6180321 72.161 } 1,6180346 116.759 } 1,6180337 188.920 } 1,618034 305.679 } 1,6180334 494.599
} 1,618034 800.278 } 1,6180334 1.294.877 …hasta que, llegados a un determinado punto de la serie, el cociente coincidirá ya siempre, y con una exactitud prácticamente total (dentro de su esencial irracionalidad), con el Número de Oro. Así podría establecerse que toda sucesión de dos números, tomada como punto de partida de la
serie de Fibonacci, tiende a desarrollarse en pos de la Razón Áurea, que se alcanza o llega a su máxima aproximación en diferentes momentos de su desarrollo.
Una relación por encima de los tiempos Muy a menudo, cuando se ha tratado de establecer el motivo último por el que una construcción de la Antigüedad —
templo, palacio, tumba— se levantó de una manera concreta y con unas medidas determinadas, se presta a duda razonable el sistema de medida que se empleó en cada caso. A los investigadores se les rompen los esquemas cuando ignoran si hay que calcular en codos reales, en palmos, en pulgadas o en cualquiera de las varias magnitudes que las distintas culturas adjudicaron al pie. Y el problema se multiplica cuando se empeñan en realizar su reducción a nuestro Sistema Métrico Decimal. Corrientemente, las dudas impiden que las mediciones y las consecuencias que implican aquellas magnitudes se lleven a cabo con
exactitud. Sin embargo, no siempre resulta imprescindible conocer estos detalles, puesto que, se mida por el sistema que se quiera, la relación existente dentro de las distintas magnitudes será siempre la misma. Tanto da, pues, que la establezcamos partiendo del litro o del celemín, de la legua marina o del codo real: la relación que nos lleva al establecimiento de las proporciones es en todos los casos equivalente. Una figura geométrica cualquiera puede haber sido medida por cualquier sistema, pero la relación existente entre sus lados o entre sus ángulos es indefectiblemente igual.
Según apreció el arquitecto Moessel, muchas de las construcciones sagradas de la Antigüedad se estructuraron a partir del círculo ideal en el que se inscribía su planta, sobre las figuras del pentágono, el decágono o el pentágono estrellado: el llamado Pentáculo. Sucedía en el templo del mundo egipcio y en el de Grecia, en la concepción formal de la basílica romana y en los esquemas de los templos selleros de la Gran Época cristiana: románico y gótico. Y si nos preguntamos por el motivo de esta querencia, lo más probable es que nos ten gamos que inclinar por uno muy concreto que, sea cual sea el sistema que elijamos, nos
llevará directamente a nuestro Número de Oro, significativamente presente en la relación que existe entre el lado del pentáculo y el del pentágono, sujeta precisamente a la Proporción áurea que da como resultado la magnitud F:
…en el que
AC/AB = F
No deja de ser significativo que esta figura del Pentáculo, llamada en ocasiones el sello de Salomón (y que difiere siempre simbólicamente de la estrella de David, caracterizada por sus seis puntas) haya formado parte durante mucho tiempo del simbolismo estructural de los monumentos sagrados y se haya integrado en los que se han dado en llamar los conocimientos secretos de los constructores. Secreta era la cifra, puesto que ni el pentáculo ni el pentágono aparecían nunca en las
estructuras visibles del edificio sagrado, aunque dichas formas estuvieran integradas en el esquema que conformaba la totalidad de la edificación. Y secreta era la proporción expresada, puesto que se basaban en una cifra irracional a la que siempre se tiende, pero que nunca habrá de ser humanamente alcanzada.
El secreto áureo del planeta Tierra Pero aún resulta más significativo comprobar cómo una parte importante de las formas que nos ofrece la naturaleza están constituidas por esta
estructura pentacular o, en su caso, por la espiral o la hélice, que giran abriéndose sobre su eje siguiendo a la micra las medidas geométricas determinadas por las estructuras pentaculares y, en consecuencia, por la ley inamovible que determina la serie de Fibonacci. Así sucede con la mayoría de las formas florales de cinco pétalos y con muchas familias de caracoles, especialmente los de la especie nautilus. Lo mismo ocurre con la estrella de mar, con el erizo marino y con la configuración de la flor del girasol, cuyas semillas se encajan en la corola siguiendo el mismo sistema
geométrico que el de los caracoles. E incluso se da en otras formas naturales en las que, como en las construcciones de los francmasones operativos, el pentáculo se camufla como si quisiera guardar el secreto cósmico de su naturaleza. Eso precisamente es lo que sucede con la estructura foliar del roble, que, por cierto, fue árbol sagrado de muchos pueblos de la Antigüedad. El roble genera sus hojas haciéndolas crecer de forma helicoidal a lo largo de sus ramas. Cada cinco hojas completan dos anillos de esa hélice ideal. Sin embargo, si nos detenemos a observar cómo se produce este crecimiento, nos daremos cuenta de
que la aparición de las hojas no sucede en un orden continuo, siguiendo un giro de la hélice hacia la derecha o hacia la izquierda, sino alternando su aparición de tal manera que, sobre el corte del plano, las hojas crecen siguiendo fielmente las direcciones que marca la línea del pentáculo, en el orden 1–3–5– 2–4; es decir, recorriendo con exactitud las trazas de un pentáculo ideal.
Los sueños de la imaginación Todo conduce a pensar que una parte fundamental de la naturaleza, casi podría atreverme a decir que la naturaleza
entera, se organiza siguiendo unas concretas relaciones estructurales que, aunque no parecen haber merecido la atención de una ciencia volcada a la racionalidad más exacerbada, están ahí por algo. Algo que ciertamente se nos escapa, pero que ha atraído siempre la atención de esa parte misteriosa de nuestro ser que llamamos intuición y que nos lleva a ver más allá de lo que nos puede consentir el razonamiento puro. No parece vano que, a lo largo de la historia cultural de la humanidad, la presencia de la Divina Proporción haya gozado siempre de un alto grado de sacralidad. Ni parece tampoco casual que la presencia —cierta o imaginada—
del Número de Oro haya asociado, en una meta única, a los factores que presuntamente lo relacionaban con lo suprahumano: con ese presunto Orden Superior que todo lo rige. Hay soñadores —siempre respetables, aunque sus sueños tengan que ponerse tantas veces en cuarentena— que aseguran, sin aportar más pruebas que las de su propio entusiasmo, que el Número de Oro se encuentra en la estructura misma del Ser Humano —y ahí está el Hombre de Leonardo inserto en el Pentágono para intentar demostrarlo—, en la Tabla Periódica de los Elementos, en las proporciones protónicas y neutrónicas de los gases
nobles, y hasta en las relaciones existentes entre las distancias de los planetas de nuestro sistema en torno al sol, como afirmó entusiásticamente el astrónomo Titius en el siglo XVIII. No creo que nadie, al menos hasta ahora, haya logrado demostrar con rigor absoluto estas afirmaciones. Ni pienso tampoco que esa Divina Proporción atribuida a la estructura humana pueda afirmarse más allá de los límites de un ideal de perfección sin duda cierto, aunque absolutamente teórico, que difícilmente podríamos alcanzar por más que nos esforzáramos. Sin embargo, no cabe tampoco duda alguna de que, pensando en términos de belleza ideal o
en emociones estéticas —dicen que esa Belleza con mayúscula es la que nos acerca más al concepto de lo Divino—, la humanidad ha hallado en el Número de Oro un motivo sustancial para desarrollar ese sentido de lo perfecto sagrado hacia el que tendemos a medida que nos acercamos a lo que objetivamente podría considerarse como la cima de una inalcanzable Unidad Universal a la que genéticamente tendemos.
Entre ritmos y cadencias Como todo el mundo sabe, las notas
musicales, como representación de los sonidos de la escala, se establecen a partir de las longitudes de onda que comportan tales sonidos. Estas longitudes de onda son llamadas sus frecuencias. Y no cabe duda, porque así lo ha establecido el ser humano mismo, que la relación entre los diferentes sonidos de las distintas escalas musicales —intervalos— determinan la belleza o la emoción estética que producen las melodías, los acordes y los ritmos marcados por los compases. Estas cualidades fueron ya establecidas por Pitágoras y su escuela y, a pesar de los cambios fundamentales que ha sufrido el llamado gusto musical a
través de las sucesivas culturas, las relaciones siguen siendo las mismas, desde que el físico Zarlin (15 17-1590) fijó la que en música se llamaría desde entonces la escala diatónica mayor la de las notas musicales que todo el mundo occidental hoy acepta y conoce: do — re — mi — fa — sol — la — si — do2, que comporta cinco intervalos de un tono y dos de medio tono, o semitonos. Pues bien, si calculamos las relaciones existentes entre los intervalos que pueden establecerse entre estas notas, nos encontraremos con que dichas relaciones siguen en sus frecuencias, y paso a paso, los números que componen
la serie de Fibonacci. La octava tiene una relación 2/1; la quinta justa (entre do y sol), 3/2; la sexta mayor (entre do y la), 5/3. Esa relación, progresivamente cercana al valor del Número de Oro, se mantiene inalterable en todos los intervalos de las sucesivas escalas que se enlazan conforme a las frecuencias establecidas. Y esa aproximación se multiplica cuando la escala pasa a ser la dodecafónica que ya vienen empleando corrientemente los compositores sin alteración alguna desde que la música se liberó en los inicios del siglo XX de las trabas académicas establecidas como normas inamovibles en el siglo XVIII, el siglo de la cultura racionalista por
excelencia. Dicha escala, que constituye la estructura habitual de la música contemporánea, desde Stravinski, Béla Bartok o Hindemith, juega sin trabas con los doce semitonos existentes en el intervalo de la Octava (de Do1 a Do2), estableciendo nuevas y mucho más precisas aproximaciones a la relación áurea marcada por la serie de Fibonacci.
La palabra y sus ritmos Los poetas, en general, no parecen haberse preocupado, al menos conscientemente, por el Número de Oro.
Ni seguramente lo ha tenido en cuenta el pueblo cuando ha inventado sus canciones y sus ritmos tradicionales. Sin embargo, la relación de los ritmos con las cadencias silátncas da a menudo, tanto en la poesía tradicional como en la culta, composiciones en las que se encuentra latente esa Proporción Áurea, dando cuenta y razón de un sentido especialísimo de la Estética, generalmente representado por la sucesión de versos de 8 y de 5 sílabas (relación 8/5 de la serie de Fibonacci), como sucede en esta letrilla tradicional asturiana recreada por el poeta local Federico Romero:
Señores: Juan de la Trena matrimonia con la Chana ¡Juya la pena! ¡Venga jarana! ¡Ésta sí que va a ser buena!…
O como surge en uno de los Dezires del poeta medieval Fernán Pérez de Guzmán: O María, luz del día e resplandor:
¿Quién tu virtud loaría e gran valor? Señora, pulchra e decora e mansueta de los cielos regidora muy discreta.
Ocasionalmente, la relación rítmica se establece en el interior mismo del verso, como alguna vez lo utilizó Juan Ramón Jiménez, jugando con el ritmo igualmente áureo 3/5/8.
He venido por la senda con un ramito de rosas del campo. Tras la montaña nacía la luna roja; … (Nocturno XIII)
Y como lo utilizó con aires de misterio Federico García Lorca en el estribillo de la Canción del jinete: Córdoba.
Lejana y sola. Jaca negra, luna grande, y aceitunas en mi alforja. Aunque sepa los caminos yo nunca llegaré a Córdoba Por el llano, por el viento, jaca negra, luna roja. la muerte me está mirando desde las torres de
Córdoba. ¡Ay, qué camino tan largo! ¡Ay, mi jaca valerosa! ¡Ay, que la muerte me espera antes de llegar a Córdoba! Córdoba. Lejana y sola.
Tal vez no se trate sino de una apreciación personal, pero, al margen de la intención expresa de los poetas, no
cabe duda de que el empleo, intuitivo o pensado, de los ritmos áureos, confiere a la obra poética dimensiones muy especiales, posiblemente relacionadas con un paradigma de perfección metahumana que difícilmente puede hallarse en otros ritmos habitualmente empleados. Tanto si la estructura de la Proporción Áurea interviene en esta apreciación, como si, efectivamente, forma parte de tantos otros aspectos del Conocimiento, como se nos ha pretendido encajar desde instancias esotéricas, no cabría duda de que muchas de las complicadas sendas por las que discurre la investigación de los secretos universales quedarían obsoletas
y cuando menos, nos darían un motivo trascendente para enfrentar la Realidad, mucho más unitario que la obligada diversidad a la que nos conduce la atornización en la que en la actualidad se encuentra el saber de la especie humana.
Apéndice 4 Reliquias: El gran basurero sagrado Cuenta don José Quevedo,[225] que en el monasterio de El Escorial se conservaban, aun después de la gran rapiña llevada a cabo por las tropas napoleónicas, nada más y nada menos que 7.422 reliquias sagradas, «entre ellas muchas de Jesucristo, de la
Virgen y de los Apóstoles». Allí se guardan aún diez cuerpos enteros de santos, 144 cabezas, 306 huesos de brazos, rodillas y piernas, sin contar con una cantidad in gente de otros huesos, de paños, de objetos que pertenecieron a un santo u otro y de pedazos de materia considerada santa por cualquier concepto. Estos despojos sagrados se reparten por todos los rincones del monasterio, incluso mezclados con la argamasa de sus cimientos o tras las piedras de sus muros, pero la mayor parte se guardan en sendos relicarios cuidadosamente alineados en los armarios situados en los testeros de las naves menores de la iglesia monástica.
Unas puertas construidas en la parte trasera de estos armarios los abren directamente sobre los aposentos privados de Felipe II. Y dicen sus biógrafos que este rey, obsesionado por la cercana presencia física de lo sagrado, acudía a menudo a solas, por la noche, para contemplar y acariciar aquellos restos benditos, rezar junto a ellos y meditar sobre las postrimerías. José Quevedo nos relata la siguiente escena: «… dos días antes de que le abriesen la pierna, quiso que con toda solemnidad le llevasen algunas reliquias en quienes tenía particular devoción, previniendo que cada uno de
los eclesiásticos que las trajesen fuese preparado para hacerle una plática espiritual. Su confesor, que era fray Gaspar de Córdoba, y Fray García de Santa María, Prior de El Escorial, vestidos con sobrepellices y estolas, tomaron, el primero la rodilla de San Sebastián, el segundo la costilla de San Albano, que le había enviado el papa Clemente VII con una indulgencia plenaria para el punto de su muerte y otra para que todo sacerdote que dijese misa en cualquier altar del monasterio, y cuantas veces quisiere, sacase un ánima del purgatorio. El Prior llevaba el brazo de San Vicente Ferrer. Todos dijeron sus antífonas y oraciones,
dirigiendo algunas breves y espirituales reflexiones, que le sirvieron de mucho consuelo. Después adoró y besó las santas reliquias con una devoción y fe admirables, y en seguida se entregó a discreción en manos de los facultativos». Por su parte, don Sancho Dávila, que dedicó su magna obra sobre el culto a las reliquias a su hijo y sucesor, Felipe III, se dirige a este rey recordándole cómo…«como resplandeciente rayo del rostro de su padre, desde niño nos fue alumbrando con su exemplo en la veneración que debemos a las Reliquias sagradas. Pues siendo de doze años […], descubierta la cabeza y de rodillas,
puesto delante de los Relicarios de El Escurial, los limpiaba y quitaba el polvo».[226] Ya hemos dado cuenta en su correspondiente lugar del afán que tuvo Felipe II por recoger reliquias allá donde sus enviados pudieran comprarlas o requisarlas. Así, se conserva la carta en la que el rey hacía este encargo a Ambrosio de Morales, en la que se dice: «El Rey á Ambrosio de Morales, nuestro cronista. Sabed, que por la deuoción que tenemos al seruicio y culto diuino, y particularmente a la veneración de sus santos y de sus cuerpos y Reliquias, y desseando
saberlas en nuestros reynos, Iglesias y monasterios della ay, manera y forma están sepultados, q dotaciones y fundaciones dexaron y las memorias, el testimonio y autoridad q dellas se tiene, la guarda y recaudo en que están y la veneración y decencia con que están tratados. Y assimismo por lo que toca a los cuerpos de los Reyes nuestros antecessores, mando q veays en q partes y lugares y en q uigilias, missas, oraciones y sacrificios q por ellos se hacen; y por la satis facción que tenemos de vuestra persona auemos acordado que vays y c. Dada en Madrid, a 18. De Mayo de 1572 años».
Que nadie sienta tentaciones de tomar estos hechos como meras supersticiones absurdas de otros tiempos. Que recuerde, sin ir más lejos, las cantidades que se pujan hoy en día en algunas subastas por poseer la bisutería de Jacqueline Onassis, las botas de Elvis, unas medias de Marilyn, la camisa acribillada a balazos de Clyde o una chupa de los Beatles. Estos personajes son los ídolos de nuestro tiempo como lo fueron los mártires en el pasado: el ejemplo a admirar o a seguir, el fetiche a palpar, el recuerdo que se tiene que poseer. Y el hecho de entrar en posesión de algo que les perteneció o
que formó parte de su persona significa para su poseedor ponerse en contacto con la magia que les atribuimos. En el fondo, poder guardar en una vitrina el cuchillo de Manson o conservar el autógrafo de un torero o de un político carismático no difiere tanto del orgullo por poseer un cabello del Profeta, una zapatilla de Confucio, o una uña de Buda, o posar el pie sobre la huella que dejó Adán sobre una roca de la India, o entrar en la casa en la que dicen que nació la Virgen María y respirar sus efluvios. Una tradición profundamente arraigada en los seres humanos, que ha pervivido más allá del tiempo y en todas
las culturas, es el convencimiento de que determinados individuos tenidos por excepcionales —santos o demonios, según se mire— pueden transmitir sus esencias a través de algo que formó parte de su persona o que, cuando menos, les perteneció y tocó su cuerpo. La Iglesia católica ha promovido siempre los recuerdos visibles y palpables de sus santos y mártires, y hasta de los hipotéticos arcángeles celestiales, asegurando que esos objetos son capaces de realizar prodigios y de conceder favores milagrosos a quienes los veneran. Y es notorio que muchos lugares sagrados han llegado a serlo —y El Escorial es uno de ellos— gracias al
convencimiento de que en ellos se encontraba aquella reliquia santa que, por su relación con el medio divino, era susceptible de transmitir su sacralidad a quienes se acercasen a ellas en busca de sus virtudes. Acumular esta santidad ha supuesto siempre el convencimiento de recibir a través de ella su influencia y compartir su gracia. En pleno auge de las peregrinaciones jacobeas, el obispo Gelmírez mandó emisarios con poderes ejecutivos por todo el reino de Galicia y por el naciente Portugal, a la busca y captura de cuantas reliquias pudieran apoderarse, para incrementar el tesoro de la basílica compostelana con la
acumulación de objetos santos que reforzarían las virtudes que ya de por sí se atribuían al cuerpo de Santiago, presuntamente enterrado en su cripta. Si recorremos las tierras del Maghreb, podremos ver cómo, tanto en los campos como en las ciudades, se levantan pequeños monumentos llamados zawuíyas, puestos al cuidado de guardianes anacoretas que suelen vivir en ellos una existencia solitaria venerada y respetada por todo creyente que se precie. Las zawuíyas son tumbas de antiguos maestros que, según la tradición islámica, han conservado las esencias sagradas del muerto que reposa en ellas y las transmiten a quienes eligen
recluirse allí para mantenerlas limpias a la veneración de los fieles que acuden para solicitar los favores del santón. Del mismo modo, en el mundo cristiano persiste la tradición de introducir reliquias entre las piedras o el cemento de los templos, porque esa presencia prestaría sus virtudes al lugar que las encierra. Cuenta el citado obispo don Sancho Dávila que todos los seres humanos poseen tres modalidades de vida: la vegetativa, la sensitiva y la racional. Y precisa con ejemplos que los milagros y prodigios que han podido demostrarse como propios de los cuerpos y las reliquias santas participan de estas tres
modalidades, mediante fenómenos (él no los llama así, naturalmente, sino milagros) que vienen a ser como manifestaciones puntuales de estas variantes vitales. Así, nos cuenta de santa Irene de Chipre, cuyo cuerpo tomó milagrosamente vida para hablar con su propio padre y darle cuenta del lugar donde había guardado cierta copa sagrada que nadie había logrado encontrar después de su muerte. Y es notorio también lo que se asegura que sucedió en el Concilio de Nicea, cuando dos santos obispos, Crisanto y Musoneo, fallecieron súbitamente antes de que tuvieran tiempo de firmar con sus
compañeros el decreto fundamental de aquella reunión, referido a la Fe. Los padres conciliares dejaron por la noche sobre sus tumbas el texto del decreto y como parece ser que ya se esperaba, a la mañana siguiente apareció el pergamino milagrosamente firmado por los dos difuntos. Por su parte, el hagiógrafo Metatastes, recurriendo a relatos de los Evangelios Apócrifos, cuenta que los Reyes Magos murieron casi al mismo tiempo. El primero en morir fue Melchor, cuando contaba con 116 años y durante la Octava de la Natividad. Baltasar, que tenía 112, falleció diez días después y, cuando fueron a
enterrarle junto a su compañero, la mano de éste salió de la tumba para ayudar al recién llegado a incorporarse a su lecho mortuorio. Gaspar moriría seis días más tarde y, cuando se disponían a enterrarle junto a los otros dos, los cuerpos de ambos se apartaron solos para dejar sitio al recién llegado. Dicen como cosa probada que ciertas cabezas de santos, celosamente guardadas en sus respectivos relicarios, son la más segura garantía para evitar las sequías y mantener fértiles los campos. Las de san Valentín y santa Engracia, hermanos de san Frutos, el anacoreta de las hoces de Duratón, se conservan en el pueblo segoviano de
Caballar y, desde tiempo inmemorial, vienen sufriendo la ceremonia que llaman de «las mojadas», que consiste en meterlas en la pileta de una fuente cuando amenaza la seca, porque son el remedio infalible para que acuda la deseada lluvia. Y hasta se dice que, hace ya siglos, un obispo de Segovia algo incrédulo, don Francisco de Benavente, quiso ver el milagro con sus propios ojos y acudió a una de estas ceremonias. La consecuencia fue que, tras introducir las cabezas en la fuente, se desató tal aguacero que tuvieron que sacar al prelado de su calesa con serio peligro de perecer ahogado.[227] No son éstas las únicas testas
milagreras de nuestra tradición. En Sorlada (Navarra) conservan, metido en un relicario de plata, el cráneo de san Gregorio Ostiense. Y el día de su fiesta le echan agua por una especie de embudo que el relicario tiene en su parte superior y la recogen en una pileta que colocan debajo. Los campesinos de los alrededores acuden en masa con botellas, cántaras y otros recipientes a recoger esas aguas para aspergiarlas por los campos, porque dicen que son el remedio más seguro para garantizar buenas cosechas. Muy cerca de allí, otro cráneo santo, esta vez el de san Felices, cumple más modestamente la misma misión. Y en otro pueblo navarro,
Obanos, se repite igual ceremonia con el cráneo de san Guillén, con una única diferencia: que el agua es sustituida por vino, porque las virtudes de la santa calavera no van dirigidas a los campos, sino a los fieles; y el vino es, en este sentido, mucho mejor aceptado que el agua lustral por la devota feligresía. Las cabezas santas, con la sangre que presuntamente transmite la vida, fueron consideradas como las partes del cuerpo que seguían conservando después de la muerte el espíritu o el hálito del santo al que pertenecieron. Por eso, en ocasiones, daban muestras de estar vivas, como un aviso de navegantes incrédulos. Incluso hay
lugares donde se conservan dos cráneos del mismo santo, uno de cuando era niño y otro de cuando fue adulto. Troyo Melvicio cuenta que a san Simeón Tridentino le seguían creciendo los cabellos después de muerto; los clérigos se los cortaban para repartirlos como reliquias entre los fieles y, al parecer, a las veinticuatro horas ya le habían crecido de nuevo. Por su parte, son célebres las ampollas con sangre santa, como la de san Pantaleón —que se licúa periódicamente en el convento madrileño de La Encarnación— y la de san Januario de Nápoles, que hierve durante la misa que se celebra en su honor todos los días 3 de agosto.
Pero lo cierto es que, entre la enorme variedad de santos despojos que pululan por el mundo cristiano, la cabeza sigue siendo considerada, sin duda, como la parte más importante del cuerpo sagrado del mártir. Hasta los templarios tuvieron las suyas en diversas encomiendas y muchas de ellas, por su función como objeto de veneración y de meditación, fueron consideradas como auténticos fetiches de la Orden, los baphomets de los que tanto se habló por parte de sus acusadores, que tomaron aquellos objetos de meditación por testimonios de algún culto prohibido. Hasta tal punto este tipo de reliquias
se convirtieron en elementos de especial devoción que se asegura de algunas de ellas que sus relicarios, tallados en forma de cabeza, representan no tanto al santo en cuestión como al donante que lo mandó labrar, porque, de ese modo, las virtudes del santo pasaban a su propietario y le propiciaban mejor su entrada en la Gloria. Eso es lo que sucede con el relicario en forma de busto que guarda el cráneo de san Valero, que Benedicto XIII, el Papa Luna, donó a la catedral de Zaragoza. Se tiene por seguro que ese busto reproduce fielmente los rasgos del pontífice cismático; más aún, que constituye el mejor retrato que se posee de él.
Claro está que, puestos a deambular por el vacilante terreno de lo milagros, nada supera a la devoción que despierta la momia reseca de un santo. Las crónicas contemporáneas dan cuenta del milagro que llevó a cabo la de fray Diego de Alcalá, que le fue puesta en la cama al príncipe don Carlos para que le salvara del descalabro que había sufrido cayéndose por unas escaleras. Otros despojos santos de esta categoría abundan por todo el mundo cristiano y han llegado a constituir la prueba más incuestionable de la santidad de quien cargó en vida con aquel cuerpo. Y hasta se asegura, con todas las pruebas formales que a menudo aporta la Iglesia,
que tales despojos han obrado milagros incluso sobre ellos mismos. Tal es el caso del obispo san Vuolstano, a quien enterraron «con la piel y los huesos» por las duras penitencias que practicó en los últimos años de su vida y que, al cabo de pocos días de ser sepultado se puso tan lustroso y lozano «que rebentaba en su pellejo», según cuenta uno de sus hagiógrafos. Algunos de estos cuerpos llegaron a expresar abiertamente su última voluntad desde ultratumba, indicando el lugar preciso donde querían ser enterrados y venerados por la feligresía. San Fausto —uno de tantos santos Faustos de nuestro santoral ibérico—
era natural del pueblecito leridano de Alguaire, donde hizo vida de santidad por muchos años. Cuando le llegó la hora del tránsito a la Gloria que Dios le tenía reservada, pidió que cargasen su cuerpo a lomos de un caballo, que dejasen al animal caminar a su aire y que le enterrasen donde él se detuviera. El caso es que la cabalgadura, seguida por el pueblo en masa, trotó por donde Dios le dio a entender por más de un centenar de kilómetros y, ya exhausto, sin haber comido ni bebido, se dejó caer a las puertas de la localidad navarra de Bujanda, donde recibieron al santo muerto como bendición del cielo. Y allí conservan aún su momia, metida en un
arca debajo del altar de la parroquia. Y aún sucede, pasados los siglos, que allí acuden periódicamente los vecinos del pueblo catalán de Alguaire a rendir veneración a su antiguo vecino. No deja de ser curioso comprobar la cantidad de santos que dejaron al azar de una cabalgadura el destino de su tumba. De entre los muchos que cuentan con idéntica tradición se encuentra el obispo san Prudencio, que lo fue del Burgo de Osma y que sus feligreses dejaron que fuera llevado por una mula en libertad, pasando por las anfractuosidades de los Cameros, hasta las estribaciones del monte Laturce, en la Rioja, donde, en torno a su tumba —
que conservó por mucho tiempo su cuerpo incorrupto—, llegó a fundarse un monasterio que contó en su día con poderes omnímodos sobre aquellos territorios de las sierras cameranas. Y, puestos a recordar la naturaleza de estas reliquias, tendríamos que recordar que también se consideraron como tales las hostias consagradas que, por una u otra razón, se lanzaron a obrar milagros y fueron veneradas como manifestación inmediata que eran del cuerpo de Cristo. Así sucedió, según dice la tradición más piadosa, con la hostia transformada en carne que se conserva en el Cebreiro gallego y con los que hoy se conocen como los
Corporales de Daroca, que rezumaron sangre después de una batalla y que, ante el deseo de muchos combatientes de llevárselos consigo, se acordó que fuera también una mula la que decidiera su destino definitivo. La mula en cuestión, según parece, cargó en sus lomos con los corporales milagrosos y, como llegó a ser habitual, cabalgó incansablemente por tierras valencianas y aragonesas, desde Llutxent hasta Daroca, donde cayó rendida y allí se decidió que se quedasen. Por supuesto, a nadie se le ocurre recordar el hecho, al parecer muy cierto, de que el dueño de la mula en cuestión era el sacerdote que acompañaba a la tropa cristiana y que
este cura era natural de Daroca, donde la mula dio fin a su largo periplo. Por alguna otra razón, otros santos prefirieron mantener en secreto el lugar donde habría de ser enterrado su cuerpo, conscientes seguramente del destino que tendrían reservado como objetos de trueque cultual. Eso dicen que quiso el eremita san Antonio Abad, que mandó a sus discípulos que no revelasen jamás el rincón de la Tebaida donde le enterraron. Pero cierto noble francés medieval tuvo en sueños una visión diáfana de aquel lugar secreto y mandó en su búsqueda. El cuerpo del anacoreta santo fue encontrado y apenas sacado de su tumba, comenzó a milagrear con
todos los enfermos que le eran acercados. Así fue como, en su honor, se fundó una orden que dedicó sus afanes a venerar su cuerpo santo, repartido a pedazos por todos los conventos de los antonianos, y a utilizarlo para, según decían, combatir con artes celestiales las alucinaciones psicotrópicas de los que padecían el mal que fue llamado desde entonces el Fuego de San Antón Entrar hoy en conocimiento de lo que contienen los más célebres relicarios de la cristiandad es aventurarse en un mundo en el que todo parece posible y en el que cualquier fantasía puede llegar a hacerse realidad palpable, cuando menos en apariencia.
Hay relicarios que contienen los objetos más inverosímiles que quepa imaginar. Desde el prepucio de Cristo, presuntamente guardado en el Vaticano y sometido a toda suerte de pruebas y discusiones sobre su sacralidad, hasta una sierra de la carpintería del patriarca san José, en el universo de las reliquias parece que todo tiene cabida. Los fieles cristianos recuerdan los fragmentos de la Cruz —tantos que se podría reconstruir con ellos el vigamen de varios navíos—, los cien mil clavos que debieron de atravesar a Cristo de pies y manos, el paño de la Verónica, el brazo de Santa Teresa de Jesús, el Cáliz de la Cena —con todas sus implicaciones
griálicas a cuestas—, la Sábana Santa y hasta el Santo Ca- tino, la bandeja que contuvo los manjares de la Última Cena. Pero ¿se acuerdan de las sandalias de san Pedro, de los innumerables cuer pos y cordones umbilicales de los Inocentes, del dedo amojamado con el que santo Tomás palpó las llagas de Jesús resucitado? Marketing devocional aparte, no cabe duda de que buena parte de las reliquias han pretendido ser un testimonio palpable que justifica y materializa los misterios de la fe. Y en algunos casos, han sido incluso testimonio altamente energético de esa realidad trascendente que constituye el
misterio sobre el que se basa buena parte de la doctrina cristiana. Las reliquias, en este sentido, parecen ser a menudo contenedores de las potencias sagradas y se han utilizado como punto de encuentro con lo inefable; un núcleo energético que podría resultar altamente peligroso de traspasar, tal como dice la tradición que sucedió con el Arca de las Reliquias que se conserva en la catedral de Oviedo. Cuenta el padre Carballo[228] que ese relicario, traído de Tierra Santa por Santo Toribio de Liébana, permaneció cerrado a cal y canto durante mucho tiempo, sin que nadie supiera a ciencia cierta lo que realmente contenía. Se
aseguraba que en una ocasión hubo curiosos que se atrevieron a abrirla y que de su interior surgió una luz cegadora que dejó ciegos a los atrevidos que intentaron penetrar su secreto. Por fin, en tiempos de Alfonso VI se decidió abrirla oficialmente y, para que en la Gloria no se creyera que guiaba afán alguno de malsana curiosidad, quienes llevaron a cabo la ceremonia la precedieron de un largo período de penitencia y rogativas, al cabo del cual procedieron a su apertura, para cubrirla con un forro de plata y venerar los sagrados objetos que contenía. La relación de estas reliquias sería interminable, casi imposible de concebir
que pudieran albergarse en tan reducido espacio, pero algunas de ellas, celosamente descritas en las crónicas contemporáneas, pretenden confirmar el milagro de que tantos testimonios sagrados pudieran estar allí guardados. Pues, efectivamente, parece que allí se encuentran nada más y nada menos que una pluma de las alas de san Miguel Arcángel, un pomo con leche de la Virgen, una tinaja procedente de las bodas de Caná, una esquirla del Lignum Crucis, un fragmento de la columna en la que ataron a Cristo, una tabla del pesebre de Belén donde nació y varias piedras de las que sirvieron para lapidar
a san Esteban. Por su parte, en una Nota piadosa editada en Valencia[229] en el siglo XIX, se da cumplida cuenta de lo que contienen los cuatro armarios y sus once estantes repletos de reliquias, entre las que cabe descubrir reliquias de las Once Mil Vírgenes, parte del cráneo del patriarca Zacarías, padre del Bautista, una de las saetas con que martirizaron a san Sebastián, un pedazo de la piel que le arrancaron a san Bartolomé, la mano con que san Lucas escribió su Evangelio, un poco de lana del colchón en el que murió la Virgen, un trozo del pañal de Jesús niño, un peine con cabellos de Nuestra Señora y cuatro
cuerpos enteros de otros tantos santos: Valentiniano, Sempronio, Secundino y Eusebio. Con todo lo que las reliquias contienen de superstición, y aun muy a menudo de manipulación devota —y pienso en las del pasado tanto como en esas otras que hoy constituyen objeto de deseo en nuestro mundo aparentemente desacralizado—, no cabe duda de que estos supuestos o reales testimonios de seres tenidos por excepcionales transmiten un convencimiento generalizado que lleva a creer a pies juntillas en el poder de lo que esos seres fueron, lo que les perteneció o lo que tocaron. Los reyes de la antigüedad
dedicaban un día de la semana a imponer sus manos sobre los enfermos, porque se tenía el convencimiento de que su contacto sagrado era capaz de curar los peores males. También hubo, y aun hay, muchos convencidos de que estar presente en la bendición Urbi el Orbe del Papa, aunque sea a través de la pantalla televisiva, supone poco menos que la salvación eterna de quien la recibe, porque la voz y el magnetismo sagrado del pontífice pueden transmitir efluvios benéficos procedentes del Más Allá. Por supuesto, ningún contador Geiger ha sido puesto a disposición de la feligresía para comprobar estos
convencimientos, aunque poco lo necesitan los creyentes para confirmarlos. Es la Tradición la que marca esta seguridad; o este afán de seguridad, que en ocasiones viene a significar lo mismo. En el juego del saber y del creer, es éste último el que, entonces como ahora, manda sobre nuestro inconsciente y determina lo que tiene que ser, más allá de lo que puede ser. Y si en ese convencimiento, cada día más atenuado pero siempre presente, juega la realidad metafísica de lo inefable, habrá cuando menos que tenerlo en cuenta. Y hasta creer en la evidencia de aquel san Cristóbal, el
gigante beatífico que aprovechó su enorme envergadura para pedirle a Jesucristo que propiciara el reparto de su cuerpo después de muerto, de modo y manera que ni lluvia, ni heladas, ni secas ni pedriscos amenazasen el lugar donde se conservase una reliquia suya. Pocos templos de la cristiandad carecen de un fragmento del cuerpo de san Cristóbal, aunque nunca se haya entretenido ningún investigador en comprobar si aquel ruego del santo fue debidamente cumplido. Los fieles creen en él y ante la creencia, importa muy poco que se cumplan los agüeros milagrosos que promete la tradición.
notas
[1]
Así se conocía a los que después de ser enjuiciados por tribunales eclesiásticos eran entregados a las autoridades civiles para aplicarles la pena capital. <<
[2]
W. Th. Walsh, Felipe II. Espasa Calpe, Madrid, 1943, p. 608. <<
[3]
A él se debe, por cierto, uno de los retratos más crueles y siniestros que nos han llegado del príncipe don Carlos. <<
[4]
«Si fue un católico nominal, en parte se debió a que Felipe tuvo la previsión de hacerle educar por sacerdotes de ortodoxia intachable…». Walsh, op. cit., p. 770. <<
[5]
«…animal grosero, corpulento y pelirrojo y con cara acallada, de frente angosta para sus menguadas mandíbulas, de manos inmensas y ojos adormilados de perro harto». Así lo describe Walsh, op. cit., p. 404. <<
[6]
Historia de los Heterodoxos españoles. Numerosas ediciones, entre ellas, la más asequible hoy, por la BAC, Madrid, 2 vols., 1965. <<
[7]
La Philosophie Occulte ou la Magie. Bibliothéque Chacornac, París, 1910. Sobre su papel en la corte de Carlos V, v. Antonio Bernárdez, Enrique Cornelio Agripa Filósofo, astrólogo y cronista de Carlos V. Espasa-Calpe, Madrid, 1934. <<
[8]
Tomasso Contarini, Relación de su estancia en España (1593). En Viajeros extranjeros por España y Portugal, de J. García Mercadal, Aguilar, Madrid, 1952. <<
[9]
Se sabe también que ya Carlos V, entre 1548 y 1550, intentó contratar en secreto los servicios de Dee, probablemente como astrólogo de corte, pero que éste rehusó la oferta del Emperador. <<
[10]
Ruy Gómez conservaría la amistad incondicional del rey como secretario de su Consejo durante toda su vida. Fue el marido de la princesa de Éboli y volveremos a encontrarle en estas páginas. <<
[11]
Miguel Suriano, Relación de España (1559) y Marcantonio de Mula, Relación de la embajada, en la misma obra de García Mercadal ya citada en la nota 8. <<
[12]
Francisco Rodríguez Marín, Felipe II y la Alquimia. Tip. De la R. A. B. M. Madrid, 1927. <<
[13]
Se trata de un texto mágico que fue atribuido, de ahí su nombre, a don Juan Picatrix de Toledo, aunque su autoría debe adjudicarse a un autor árabe, Abu’l Cassim Maslama ben Ahmad, en cuya lengua fue escrito el original, del que se sospechó durante mucho tiempo que formara parte del Corpus Hermeticum de Hermes Trismegisto, al que se cita con enorme respeto. Los temas que trata giran en torno a la magia simpática y a los talismanes. V. la edición realizada por Marcelino Villegas para la Editora Nacional, Madrid, 1982. <<
[14]
Frances A. Yates, Giordano Bruno and the Hermetic Fadition. Routledge & Keegan Paul Ltd. Londres, 1964. Trad. esp. Giordano Bruno y la Tradición Hermética. Ariel, Barcelona, 1983. <<
[15]
VV. AA., Juifs el Judaísme au Languedoc. Edouard Privat Éditeur, Franjeaux, 1977. <<
[16]
Gershom Scholem, Las grandes corrientes de la mística judía. Siruela, Madrid, 1997. Aunque pueda parecer mentira, esta reciente edición es la primera que se publica en castellano de esta obra fundamental, cuyas primeras ediciones inglesas, francesas y alemanas se remontan ya a 1946. <<
[17]
Los dos Horizontes (Textos sobre Ibn al’Arabí). Trabajos de varios autores presentados al Primer Congreso Internacional sobre Ibn al’Arabí, Murcia, 12-14 de noviembre de 1990. Editora regional de Murcia, 1992. V. igualmente Henry Corbin, La imaginación creadora en el sufismo de Ibn’Arabí. Destino, Barcelona, 1993. <<
[18]
Así, al menos, lo han traducido sus exégetas ortodoxos y así lo presentó él mismo a la aprobación de la Iglesia. <<
[19]
Llull escribió indistintamente en latín, en árabe y en catalán. <<
[20]
Emilio Grahit, El Inquisidor fray Nicolás Eymerich. Gerona, imprenta de Manuel Llach, 1878. V. igualmente Nicolau Eymerich y Francisco Peña, Manual de Inquisidores. Muchnik Editores, Barcelona, 1983. <<
[21]
R. P. Festugière, La Révélation d’Hermés Trismégiste. 3 vols. Société d’Édition les Belles Lettres. París, 1981. <<
[22]
Francis A. Yates, Bruno, op. cit. <<
[23]
Según apunta René Taylor, en el artículo dedicado a «Raymond Llull» de L’Histoire Littéraire de la France (Littré, París, 1885) figuran alrededor de un centenar de obras apócrifas lulianas que giran en torno a los saberes ocultos. <<
[24]
Ms. A-IV-21. <<
[25]
Enciclopedia de los saberes alquímicos. Temas de Hoy, Madrid, 1995. <<
[26]
La idea se acerca mucho a la expuesta por el padre Teilhard de Chardin a través de su teoría del Punto Omega. V. El fenómeno humano. Taurus, Madrid, 1963. <<
[27]
Juan Eslava Galán, Cinco tratados españoles de alquimia. Tecnos, col. La Memoria del Fénix, Madrid, 1987. <<
[28]
La Philosophie Occulte ou la Magie, divisée en trois livres… Bibliothéque Chacornac, París, 1910. <<
[29]
La Alquimia espargírica, de la que Paracelso fue paladín, es la que busca los elixires susceptibles de curar enfermedades y devolver la salud a los cuerpos deteriorados. <<
[30]
Francisco Rodríguez Marín, Felipe II y la Alquimia. Tip. de la R. A. B. M. Madrid, 1927. <<
[31]
Felipe II se hacía remitir informes y notas de todos los asuntos que confiaba a sus colaboradores más inmediatos. Y parece ser que había dado órdenes expresas de que dichos escritos fueran redactados dejando un amplísimo margen en el papel, que serviría para que el rey escribiera en él las apostillas que considerase convenientes para corregir o complementar, o simplemente comentar, lo que sus subordinados le transmitían. <<
[32]
Citas de Javier Ruiz Sierra en «Los alquimistas de Felipe II». En Historia 16, n.° 12, abril de 1977, p. 49-55. <<
[33]
Fr. José de Sigüenza: op. cit. 2.ª parte, Discurso XIX. <<
[34]
La quintaesencia fue el descubrimiento que dio su fama al gran médico, científico y teólogo medieval valenciano Arnau de Vilanova, maestro de alquimistas. <<
[35]
Incluido en Cinco tratados españoles de Alquimia, de Juan Eslava Galán, op. cit. <<
[36]
Estanihurst cita como ejemplo a admirar y seguir en el campo de la espargiria al médico Pietro Andrea Mattioli, ya por entonces fallecido (1577), que defendió con todas sus fuerzas el empleo de sustancias minerales no metálicas debidamente purificadas para el tratamiento de las enfermedades. <<
[37]
El texto de este tratado lo incluyó don José Ramón de Luanco en su obra La Alquimia en España, reeditada en 1980 por la editorial Tres Catorce Diecisiete (Madrid) en su colección Aliatar, dirigida por Javier Ruiz Sierra. <<
[38]
Un lector que muy bien pudo ser, en primera instancia, el propio rey, para quien muy probablemente fuera escrito el Tratado. V. las notas introductorias de Edison Simmons en la edición de la Editora Nacional, col. de Visionarios, Heterodoxos y Marginados, Madrid, 1976. <<
[39]
El mejor estudio sobre él sigue siendo el que le dedicó Gregorio Marañón, Antonio Pérez, Espasa Calpe, Madrid, 1947. <<
[40]
Antonio Pérez, Relaciones y cartas. Edición crítica de Alfredo Alvar, Turner, Madrid, 1986. <<
[41]
Marañón, op. cit. T. I, p. 193. <<
[42]
Se han conservado las Instrucciones y Advertencias en forma de cartas que Carlos V escribió a su hijo en torno a 1545 y hay testimonios, como el del cronista Calvete de la Estrella en El felicísimo viaje del muy alto y muy poderoso Príncipe don Felipe (Bibliófilos Españoles, Madrid, 1930), donde se da cuenta de la cuidadosa lectura que el heredero hacía de ellas en momentos clave de su preparación como rey, como cuando aguardaba la partida de la escuadra que había de llevarle a Génova en 1549 para reunirse con su padre en su primer viaje a Flandes. <<
[43]
Lo hizo no sin antes consultar con los mejores teólogos españoles que, aun a conciencia de la amenaza de excomunión que pesaba sobre su rey y sobre ellos mismos, se mostraron partidarios de que el joven Felipe interviniese con las armas ante las exigencias del papa, alegando que la Santa Sede dejaba de tener autoridad sagrada cuando obedecía a esquemas estrictamente políticos y menos como Papa que como jefe de un Estado. <<
[44]
Rafael Altamira, Felipe II hombre de Estado. Instituto de Historia, México, 1950. <<
[45]
Recordemos que Carlos V abdicó en él en Flandes en 1556, haciendo que acudiera desde Inglaterra, donde residió algún tiempo como esposo de su tía María Tudor; y que Felipe, desde su regreso a España en 1559, no volvió a salir del territorio español, con la única excepción —y aun ésta relativa— de su estancia en Portugal en los primeros años de la década de los ochenta, cuando acudió allí precisamente para completar con la coronación su efímero ensayo de unidad política peninsular. <<
[46]
Gabriel Alomar Esteve, Luis Ripoll, Cátaros y occitanos en el reino de Mallorca, Palma de Mallorca, 1971. <<
[47]
Juan G. Atienza, Guía de las Brujas en España. Arín, Barcelona, 1986. <<
[48]
Antonio Márquez, Los alumbrados. Taurus, Madrid, 1972. <<
[49]
Alvaro Huerga, Historia de los alumbrados. Fundación Universitaria Española, 6 vols. a partir de 1978. <<
[50]
Álvaro Huerga Teruelo, Los alumbrados de Baeza. Instituto de Estudios Jiennenses, Excma. Diputación Provincial, Jaén, 1978 <<
[51]
M. Pelayo, Heterodoxos. L. V., cap. I, 4. <<
[52]
Jesús Imirizaldu, Monjas y beatas Embaucadoras. Biblioteca de Visionarios, Heterodoxos y Marginados, Editora Nacional, Madrid, 1978. <<
[53]
La mayor parte de estas beatas iluminadas, sometidas a interrogatorio, confesaron su relación con el Diablo, al que dijeron haber confundido con Jesucristo o con figuras supuestamente angélicas que las incitaban a seguir sus consejos. <<
[54]
Manuel Fernández Nieto, Proceso a la Brujería. Col. La Memoria del Fénix, Tecnos, Madrid, 1989. <<
[55]
Gustav Henningsen, The Witches Advocate. Reno, 1980. Ed. esp. El abogado de las brujas. Alianza Editorial, Madrid, 1983. <<
[56]
Génesis, 6, 15-16. <<
[57]
Éxodo, 37, 1-16. <<
[58]
Francis A. Yates, La Filosofía Oculta en la época isabelina. FCE, México, 1982. <<
[59]
El paralelismo de El Escorial con el Templo de Jerusalén viene de muy antiguo. Lo menciona ya la Descripción de Juan Alonso de Almeda (1594) y aparece en las Memorias de fray Juan de san Jerónimo, escritas mientras la obra se llevaba a cabo. Y fray José de Sigüenza dedica todo un capítulo de su historia a comparar ambas obras. <<
[60]
Cornelia von der Osten Sacken, Xarait Ediciones, Bilbao, 1984. <<
[61]
Libro de Memorias deste Monasterio de Sant Lorenzo el Real. En la Colección de documentos inéditos para la historia de España, vol 7, 1845. <<
[62]
La obra de Villacastín está inédita en su mayor parte e incluso falta un estudio sistemático de la enorme cantidad de notas que redactó. <<
[63]
Fundación del Monasterio de El Escorial. Aguilar, Madrid, 1963. Su contenido corresponde a los libros 3º. y 4º. de su Historia de la Orden de San Jerónimo, 2 vols. BAE, Madrid, 19071909. <<
[64]
Las Huelgas fue levantado por Alfonso VIII tras la batalla de las Navas de Tolosa; Guadalupe, por Alfonso IX después de la del Salado; San Juan de los Reyes, por los Reyes Católicos tras la victoria de Toro. <<
[65]
Fundación…, discurso I. <<
[66]
Los jerónimos se asentaron en España en tiempos de Gregorio XI (1373) y su primer prelado fue fray Pedro Fernández Pacha, camarero de Alfonso XI y de Pedro I. <<
[67]
No olvidemos que, por aquel tiempo, se daba el nombre de filósofos a los alquimistas buscadores de la Piedra Filosofal y el Elixir de la Vida, así como a los astrólogos conocedores de los secretos insondables de los cielos. En este apartado entraban también los estudiosos del hermetismo y los investigadores de la Cábala, a los que el soberano tuvo frecuentemente a su vera. <<
[68]
Madrid fue elegida como capital del reino y residencia oficial de la corte en 1560. Tenía entonces apenas 6.000 habitantes, que en veinte años se convirtieron en 40.000. Los motivos que alegó Felipe II para el cambio de capitalidad los cifró el mismo monarca en la circunstancia de que Valladolid se había convertido en un peligroso nido de herejes. <<
[69]
Marco Lucio Vitruvio, Los diez libros de arquitectura. Editorial Iberia, Barcelona, 1970. <<
[70]
Uno de aquellos lugares, según informaciones que me han llegado y cuyas fuentes no he podido comprobar (por lo que no puedo asegurarlas), habría sido Cuelgamuros, donde el general Franco hizo construir cuatrocientos años después su monumento emblemático particular, el Valle de los Caídos, donde quiso ser enterrado junto a sus muertos de la Guerra Civil. <<
[71]
Mircea Eliade, Herreros y alquimistas. Alianza Editorial, Madrid, 1974. <<
[72]
José Quevedo, Historia del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Nueva ed. facsímil por Hiperión, Madrid, 1986. <<
[73]
Juan G. Atienza, Los supervivientes de la Atlántida. Martínez Roca, Barcelona, 1977. <<
[74]
Las notas concernientes a este capítulo están referidas, fundamentalmente, a la información proporcionada por la Historia de la Orden de San Jerónimo de fray José de Sigüenza, editada por la Biblioteca de Autores Españoles, y a la recopilación titulada Studia Hieronymiana, dos volúmenes con trabajos de diversos autores publicados por la Orden Jerónima en Segovia, 1973. En las referencias obtenidas de la obra del padre Sigüenza prescindiré de tales notas. En cuanto a las informaciones debidas a los trabajos de la otra obra,
me limitaré a dar cuenta de sus autores, seguidos del título de su trabajo y la referencia Studia, op. cit. <<
[75]
<<
Benito Colombas en Studia, op. cit.
[76]
«Monachum nihil destruit nisi peccatum». <<
[77]
Amplío este concepto en Monjes y monasterios españoles en la Edad Media. Temas de Hoy, Madrid, 1992. <<
[78]
Muerto en 1377. Él fue el promotor más o menos directo de un movimiento eremítico que cristalizó en varios grupos, posteriormente instituidos en órdenes que se proclamaban seguidoras de san Jerónimo, unidos por la memoria del cenobita de Belén e imbuidos de su espíritu rebelde respecto a la actitud de la Iglesia oficial, aunque siempre fíeles a su autoridad. En Italia se unieron muchos de ellos en torno a Giovanni Colombini, muerto en 1367 y llamados gesuati por repetir constantemente «O, Gesu, Gesu!» en su incesante oración. V Baldomero Jiménez Duque en Fuentes
de la Espiritualidad Jerónima, en Studia, op. cit. <<
[79]
Fr. Pedro de la Vega: Crónica de los frayles de la Orden del bienaventurado Sant Hierónymo. Alcalá de Henares, 1539. <<
[80]
Ibid: fol. IXr-Xv. <<
[81]
Conviene recordar que san Bartolomé fue santo tradicionalmente martirizado mediante el despellejamiento, lo que le sitúa en paralelo con el símbolo de la serpiente, que personifica las corrientes telúricas y de la que se dice que es inmortal por su facultad de cambiar anualmente de piel. <<
[82]
«Síntesis histórica de la Orden Jerónima». En Studia, op. cit. <<
[83]
Hoy, después de la criba llevada a cabo por la Desamortización de Mendizábal (1835), la orden de los jerónimos se reduce a los escasos monjes de cuatro monasterios: El Parral (Segovia), San Isidoro del Campo (Sevilla), Yuste (Cáceres) y Santa María de los Ángeles de Jávea (Alicante). <<
[84]
Yittzhak Baer, Historia de los judíos en la España Cristiana. Altalena, Madrid, 1981. <<
[85]
A. Sicroff, El caso del judaizante jerónimo fray Diego de Marchena. En Homenaje a Rodríguez Moñino, vol. II, Madrid, 1960. <<
[86]
Op. cit. II p. 588. <<
[87]
Recordemos el célebre grabado que Alberto Durero dedicó al santo, repleto de significaciones ocultistas que han sido suficientemente destacadas por los analistas del esoterismo renacentista. <<
[88]
<<
Sigüenza, op. cit. L. III discurso II.
[89]
30 de noviembre. <<
[90]
Cornelia von der Osten Sacken, San Lorenzo el Real de El Escorial. Studien zur Baugeschichte und Ikonologie. Mäander Kunstverlag, 1979. Ed. española: El Escorial. Estudio Iconológico. Xarait ediciones, S. L. 1984. Vid igualmente Luis Manuel Auberson Marrón, «El Monasterio de San Lorenzo el Real y la divina proporción», en la revista anuario Patrimonio Nacional, 1963. Y Wolfgang Braufels, Die Heilige Dreifaltigkeit. Düsseldorf, 1954. Precisamente este autor demuestra, según Sacken, la aplicación de la sección áurea a través
de los dibujos de plantas y alzados que hizo Herrera y que grabó Perret entre 1583 y 1589. <<
[91]
735/580 = 19/15. <<
[92]
Fue en el libro de Mario Roso de Luna El Tesoro de los Lagos de Somiedo. Imp. Viuda de Pueyo, Madrid, 1916. Luego, visitando la iglesia, pude ver el fragmento recuperado, entonces custodiado por el párroco. <<
[93]
El de la S es una representación del signo serpentario, que representa las corrientes telúricas; en cuanto al de la T (tau o Teth), es la imagen simbólica del Hombre de pie sobre el Centro del Mundo. <<
[94]
Es decir, las más antiguas construcciones sagradas de la Edad Media cristiana, si añadimos algunas basílicas paleocristianas de tiempos del Imperio que también muestran la misma característica. <<
[95]
Exactamente lo mismo se cuenta en la Biblia cuando se relatan las violentas reacciones que tuvo el Arca de la Alianza contra las manos pecadoras que trataron de violar el secreto del Tabernáculo descargando su potente energía sobre los impíos. <<
[96]
Véase Apéndice 3. <<
[97]
Mathilda Gyka, El Número de Oro. Poseidón, Buenos Aires, 1966. <<
[98]
Esta bóveda se encuentra a la entrada de la iglesia mayor y sirve de distributorio que une las tres partes fundamentales del edificio: el palacio, el convento y el templo. <<
[99]
Comunicación personal. <<
[100]
René Taylor, «Arquitectura y magia. Consideraciones sobre la «idea» de El Escorial». En revista Traza y Baza, nº. 6, ediciones El Albir, Barcelona, 1976. Reedición ampliada por Siruela, Madrid, 1995. <<
[101]
Fray José de Sigüenza, Historia… Op. cit. Discurso III. El poeta al que alude es Juvenal, en su sátira 6ª. <<
[102]
El primero de ellos, probablemente, la Exposición de algunas mañas de la Inquisición, de González Montano. <<
[103]
Esta parte de la Leyenda Negra se originó a partir de los escritos del padre Bartolomé de las Casas y, sobre todo, de su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, publicada por primera vez en Sevilla en 1552 y posteriormente difundida por Europa como panfleto en manos de los enemigos políticos de la Casa de Austria. <<
[104]
Escrita en 1580. Ya antes, en otro escrito suyo, conocido como la Justificación (1568), incidía en los mismos o parecidos supuestos. Allí sentó las bases de la futura propaganda antiespañola cargando las tintas sobre las crueldades del duque de Alba en los territorios flamencos de los que fue gobernador. <<
[105]
Don Carlos. Edición española Biblioteca Arte y Letras, Barcelona, 1882. <<
[106]
Enzio Levi, La leggenda di don Carlos nel teatro spagnuolo del Seicento. R. I. v. XVI, 1913, p. 578-598. <<
[107]
Entre otras cosas, Felipe II no había visto a su sobrina desde que ésta tenía dos años. <<
[108]
Federico Bodoaro, «Relación de España». En Viajes de Extranjeros por España y Portugal, de J. García Mercadal, Aguilar, Madrid, 1952, vol. I. <<
[109]
Walsh, op. cit., cap. XXI, citando a Kockh, Quellen zur Geschichtes des Kaisers Maximilian der Zweite. <<
[110]
Componían entonces dicho consejo Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli; don Gómez Suárez de Figueroa, duque de Feria, el prior don Antonio y don Luis de Quijada, señor de Villagarcía. V. Luis Suárez Fernández, «Felipe II y don Carlos. Un conflicto generacional». En Historia 16, nº. 20, Madrid, diciembre de 1977. <<
[111]
Ibid. <<
[112]
Se sabe igualmente que don Carlos se planteó, en medio de su rebelión, la muerte de su padre como solución a sus conflictos y a sus ambiciones; y que esa solución encontró eco en las amistades que hizo entre rebeldes secretos de Flandes. Hay noticias fehacientes de que el confesor de don Carlos se negó a darle la absolución el día de Inocentes de 1567 en vista de que el príncipe, que le había confesado su deseo de ver morir a su padre, no dio señales de arrepentimiento cuando el sacerdote se las requirió. <<
[113]
Recordemos —como indico en el capítulo 3— que por aquellos días Felipe II contrataba servicios de dos hermanos alquimistas para proporcionarse unos dineros que le eran imprescindibles. <<
[114]
La historia fue fielmente contada, con toda su crueldad, por don Diego Hurtado de Mendoza, Guerra de Granada hecha por el rey d. Felipe II contra los moriscos de aquel reino, sus rebeldes. En Toledo, por Luis Tribaldos, 1627. Ed. reciente (1990) de la Universidad de Cádiz, facsímil de la edición llevada a cabo por la imprenta de Juan Oliveres de Barcelona, 1842. <<
[115]
André Clot, Solimán le Magnifique. Fayard, París, 1983. <<
[116]
Francis Carr, Ivan the Terrible. D. y CH. Devon, Londres, 1981. Ed. esp. por Edaf, Madrid, 1990. <<
[117]
Historia de la Orden:…, t. III, discurso VI. <<
[118]
Op. cit., p. 727. <<
[119]
Luis Cervera Vera, «Esquema biográfico de Juan de Herrera, arquitecto humanista intérprete de los cánones vitruvianos». En Homenaje a Juan de Herrera, Ediciones de la librería Estudio, Santander, 1988. <<
[120]
Aquel mismo año de 1548 comenzaba a dirigir Miguel Ángel Buonarotti las obras de San Pedro en Roma. <<
[121]
Cervera Vera, op. cit. <<
[122]
Situada en la calle que aún lleva su nombre alterado, Jacometrezo. <<
[123]
Así lo cuenta el padre Sigüenza textualmente: «Fray Antonio de Villacastín, el obrero principal, dio en lo que ahora se ve, que, sin mudar la planta de edificio, se levantase en alto otro tanto más, pues los cimientos que estaban sacados lo sufrían, y, doblándolo todo, habría para cien religiosos donde no cabían sino cincuenta. Correría la cornisa de toda la casa alrededor en un nivel; vendrían todas las aguas y tejados iguales; las fachadas por de fuera serían más hermosas, y todo el edificio cobraría doblada majestad y grandeza. Satisfizo a
todos su parecer que sin duda fue digno de la claridad y grandeza de su ingenio, y así se fue prosiguiendo, y por otros pareceres semejantes que ha dado este siervo de Dios, se ve una de las más acabadas y bien acertadas fábricas que se sabe haya habido en Europa». Fr. José de Sigüenza: Fundación del Monasterio de El Escorial. (Tercera parte de la Historia de la Orden de San Jerónimo) Aguilar, Madrid, 1963. <<
[124]
Igualmente tendríamos que recordar que las mismas láminas que se le conocen sobre plantas y alzados de la fábrica de El Escorial no responden a posibles proyectos trazados por él. La realidad es que fueron dibujadas por Herrera mucho después de que se rematase el conjunto de la obra, que fueron grabadas por Perret y estampadas por Francisco Tato en 1587, a los cuatro años de la finalización definitiva del monasterio. <<
[125]
Alfonso de la Lastra Villa, «Aportación de los montañeses a la obra de el Escorial», en el Homenaje a Juan de Herrera antes citado. <<
[126]
V. Fermín Sojo y Lomba, Los maestros canteros de la Trasmiera, Madrid, 1935. V., como complemento, mi libro En busca de Gaia. Los constructores del Camino de Santiago. RobinBook, Barcelona, 1993. <<
[127]
Memorial a Felipe II, recogido por Eugenio Llaguno y Amirola, Noticia de los Arquitectos y Arquitectura de España. Madrid, 1829. <<
[128]
Datos recogidos en Agustín Ruiz de Arcaute, Juan de Herrera, arquitecto de Felipe II. Madrid, 1936. <<
[129]
Ed. de Edison Simmons y Roberto Godoy en la Biblioteca de Visionarios, Heterodoxos y Marginados dirigida por Javier Ruiz Sierra, Editora Nacional, Madrid, 1976. <<
[130]
Theatre of the World, Londres, 1969. <<
[131]
Recordemos que Herrera fue promotor ante Felipe II de una escuela de Matemáticas que el rey dotó y que funcionó durante largo tiempo. <<
[132]
Recordemos que Agrippa sirvió durante años como cronista al emperador Carlos V, padre de Felipe II. <<
[133]
Luis Cercera Vera, op. cit. <<
[134]
Estos papeles existen en la Sección de Códices y Cartularios del Archivo de Simancas, hoy en el A. H. N. <<
[135]
Feo. Javier Sánchez Cantón, La librería de Juan de Herrera. CSIC, Madrid, 1941. <<
[136]
René Taylor, op. cit. ant.: «Arquitectura y magia. Consideraciones sobre la «idea» de El Escorial», en Traza y Baza. Cuadernos hispánicos de Simbología. n.° 6. Universidad de Barcelona, 1977. Hay edición más reciente y algo ampliada por Siruela, Madrid, 1992. <<
[137]
Ben Rekers, Arias Montano. The Warburg Institute, Londres, 1972. Ed. esp. por Taurus, Madrid, 1973. <<
[138]
Álvaro Huerga, Los alumbrados. Op. cit. <<
[139]
Sus discursos más sonados giraron en torno al divorcio y a la comunión bajo las dos especies. <<
[140]
C. Clair, Plantin. Londres, 1960. Ed. esp. por Rialp, Barcelona, 1965. <<
[141]
Historia crítica de la Inquisición española, edición más reciente por Hiperión, Madrid, 1980. <<
[142]
Entre otras, la estructura del Templo de Salomón, cuestión que será abordada más adelante. <<
[143]
En este sentido, recordemos que, según Humboldt, la mayor incidencia de lluvias de meteoritos sobre la Tierra se da precisamente en torno al 1O de agosto, que es el día de San Lorenzo. Más allá de esto, que la misma voz Escorial, aparte de su derivación de la palabra escoria, o tal vez subsidiaria a ella, deriva, muy probablemente, de una voz de origen vasco Aitz o Etz (EtzkariAlatz significa «roca prodigiosa»). Más curioso además, si tenemos en cuenta que otra localidad con nombre derivado de la misma raíz, Ezcaray, en la sierra riojana de la Demanda, significa en
euskera roca nevada y tiene a su vera el monte San Lorenzo, el más elevado de Castilla, y que allí se tiene una especial veneración a este mismo santo patrono del monasterio, al cual se le dedicaba una peregrinación anual precisamente en este día, durante la cual se subía a la ermita que se encuentra en la falda del monte. <<
[144]
143. Rekers, op. cit., p. 148. <<
[145]
144. Rekers, op. cit. <<
[146]
Mario Roso de Luna, De Sevilla al Yucatán. Sevilla, Imprenta La Exposición, 1918. <<
[147]
Julio Caro Baroja, De arquetipos y leyendas. Col. Fundamentos. Editorial Istmo, Madrid, 1991. <<
[148]
VV. AA., La Peña de Arias Montano en Alájar (Huelva)… en Actas del V Congreso Español de Espeleología. Camargo-Santander, Noviembre de 1990, pgs. 215-220. <<
[149]
Ben Rekers, Benito Arias Montano. The Warburg Institute, Londres, 1972. Ed. esp. por Taurus, Madrid, 1973. <<
[150]
Para la Inquisición, erasmismo y protestantismo venían a significar lo mismo; de hecho, los libros de Erasmo estaban entonces todos en el Índice. <<
[151]
Tratado de arquitectura, op. cit. <<
[152]
151. Fr. José de Sigüenza: Historia de la Orden de San Jerónimo, tomo III, dedicado íntegramente a la construcción de El Escorial. Aguilar, Madrid, 1963. <<
[153]
Fr. José de Sigüenza, op. cit., discurso X. <<
[154]
José Quevedo: Historia del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. 2ª. edición por Eusebio Aguado, en Madrid, 1854, facsimilada por Hiperión, Madrid, 1986. <<
[155]
«Dijeron luego todos que amenazaba a Portugal y extendía su cola o sus cabellos por la parte de España, que desde aquí miraba y caía al reino de Toledo y Valencia. Cuán verdadero fue el juicio, hasta ahora lo lloran los portugueses, y los castellanos no enjugarán tan pronto las lágrimas». Fr. José de Sigüenza, op. cit. discurso X. <<
[156]
Recordemos que Felipe II, entre los múltiples títulos que poseía, había heredado también el puramente teórico título cruzado de Rey de Jerusalén. <<
[157]
I. Reyes, 6. II Crónicas, 3-5. <<
[158]
Ez. 40-43. <<
[159]
Arias Montano describió y dibujó el Templo de Salomón en el Apparatum que constituía el último volumen de su polémica Políglota de Amberes: Antiquitatum Judaicarum Libri IX. In quibus praeter Judaeae Hierosolymorum, ac Templi Salomonis accuratam delineationem praecipui sacri ac profani gentis ritus describuntur. Lugduni Batavorum ex officina plantiniana, apud Franciscum Raphaelengium (1593). Por su parte, el jesuita Juan de Villalpando (15521608), en colaboración con el también jesuita Jerónimo Prado, publicó en
Roma, entre 1596 y 1604, Hieronymi Pradi et Joannis Baptistae Villalpandi e Societate Jesu in Ezechielem Explanationes et Apparatus Urbis ac Templi Hierosolymitani Commentariis et Imaginibus Illustratus. Opus Tribus tomis distinctum I-III. <<
[160]
Amplío estas cuestiones en el apéndice 4 de este libro. <<
[161]
Él sería el encargado de sustituir a El Greco en la composición del Martirio de San Mauricio y la legión tebana, cuando al rey le disgustó el tratamiento que aquél le había dado a la escena. <<
[162]
René Taylor, Arquitectura y magia, op. cit. <<
[163]
Autor de la mayor parte de los frescos de la Biblioteca, mayoritariamente atribuidos a Tibaldi. <<
[164]
Inquisición, 4.470 fol. 4. <<
[165]
No olvidemos que la librería de El Escorial contaba con su propia imprenta, en la que fueron impresos muchos de los manuscritos que fueron llegando al monasterio. <<
[166]
J. W. Dunne, Un Experimento con el Tiempo. M. Aguilar, Madrid, s.f. (c.1930). <<
[167]
Dicha carta ha sido reproducida en la edición, por la editorial Siruela (Madrid, 1992), del estudio ya mencionado de René Taylor, Arquitectura y Magia… <<
[168]
Consultar la Cronología que se incluye como apéndice de este libro. <<
[169]
El Consejo Real de Castilla encargó expresamente la carta astral de Madrid al licenciado González. V. Juan Blázquez de Miguel, Hechicería y superstición en Castilla-La Mancha. Toledo, 1985. <<
[170]
Respectivamente, el viernes 23 de abril de 1563 a las 11 de la mañana, festividad de San Jorge, para el conjunto del monasterio, y el viernes 20 de agosto del mismo año, a las seis de la tarde, festividad de San Bernardo, para la iglesia. <<
[171]
Gregorio Marañón, Antonio Pérez. op. cit., v. I, p. 304. <<
[172]
Aunque Llorente atribuye este jeroglífico a otra persona, cfr. su Historia Crítica de la Inquisición Española, v. III, p. 266 de la edición de Hiperión, Madrid, 1980. <<
[173]
Juan Blázquez de Miguel en Sueños y procesos de Lucrecia de León. Tecnos, La Memoria del Fénix. Madrid, 1987. <<
[174]
Ibid. p. 40. <<
[175]
Rekers, op. cit. <<
[176]
Taylor, Arquitectura y magia, op. cit. <<
[177]
F. J. Sánchez Cantón, La librería de Juan de Herrera. Madrid, 1941. <<
[178]
Su padre era representante de mercaderes genoveses en la capital de España. <<
[179]
El oficio de santiguador, muy cercano al de curandero, pretendía sanar los más diversos males imponiendo las manos con la señal de la cruz y rezando determinadas oraciones. Nunca provocó sospechas entre los inquisidores, antes bien se consideraba un oficio perfectamente ortodoxo <<
[180]
En esta ocasión, los personajes que aparecían en los sueños de Lucrecia, y que siempre eran los mismos, se negaron a pronunciarse, alegando que ellos no entraban en ciertas cuestiones de matiz rastreramente económico. <<
[181]
Blázquez Miguel, op. cit. <<
[182]
Como se recordará, la expulsión de los moriscos tuvo lugar, ya en el reinado de Felipe III, a partir de 1609. <<
[183]
Bandoleros. <<
[184]
Por tal nombre se conocía la conversión hecha con el propósito secreto de seguir practicando el islamismo en la intimidad. <<
[185]
Miguel Ángel Ladero Quesada, Granada, historia de un país islámico. Gredos, Madrid, 1979. <<
[186]
Darío Cabanelas Rodríguez, El morisco granadino Alonso del Castillo. Patronato de la Alhambra, Granada, 1965. <<
[187]
Probable resto de «un puesto avanzado tal vez, sobre la vía romana de Acci». José Godoy Alcántara, Historia crítica de los falsos cronicones. Ed. facsímil de la de 1868 por la colección Aliatar. Tres Catorce Diecisiete, Madrid, 1981. <<
[188]
La mayor parte de estos textos han sido publicados recientemente siguiendo la traducción realizada por el marqués de Estepa. Miguel José Haguerty, Los Libros Plúmbeos del Sacromonte. Editora Nacional, Biblioteca de Visionarios, Heterodoxos y marginados, Madrid, 1980. <<
[189]
Antonio Pérez, op. cit. <<
[190]
Miguel Morayta, Historia General de España, 10 vols. Felipe González Rojas, Editor, Madrid, 1890. Morayta fue catedrático de Historia Universal en la Universidad de Madrid y masón de alta graduación, lo que hizo que su historia, por sus antecedentes y por su misma forma de tratar críticamente nuestro pasado, fuera injustamente desautorizada por el academicismo imperante hasta nuestros días. <<
[191]
Fundamentalmente por Marañón op. cit., a quien hay que recurrir como fuente exhaustiva de todo cuanto se conoce hoy de este singular personaje. <<
[192]
Capítulos VI y VII de Antonio Pérez, op. cit. vol. 1. <<
[193]
Vid. Antonio Márquez, Los alumbrados, Taurus, Madrid, 1972. <<
[194]
Las ideas de la nobleza partidaria del nuevo emperador fueron, salvando la barrera del tiempo, paralelas a las de los afrancesados de las guerras napoleónicas, que, sentimientos patrioteros aparte, tuvieron la virtud de saber captar lo que la política imperial podía llegar a representar en una España todavía sumida en las ideas ancestrales de su remoto pasado, pegado a tradiciones obsoletas y totalmente negada a cualquier intento renovador en el campo de la política. <<
[195]
Gregorio Marañón, Los Tres Vélez. Espasa-Calpe, Madrid, 1946. <<
[196]
Guillermo el Taciturno, el mayor paladín de las libertades flamencas, mandado asesinar pocos años después por Felipe II. <<
[197]
Marañón, op. cit., p. 139, vol 1. <<
[198]
Walsh, op. cit., p. 489 y ss. Este autor carga las tintas incluso sobre su abuelo, Gonzalo Fernández de Córdoba, por su defensa de los judíos que vivían en sus tierras. <<
[199]
«La incierta historia de una caballero kadosh: Mosén Rubí de Bracamonte». En Historia 16, año XXI, nº. 245, septiembre de 1996. <<
[200]
Y en modo alguno de judíos, como quiso proclamar en su día Walsh, seguido por Marañón, sino de cristianos viejos de larga estirpe ortodoxa. <<
[201]
Fundamentalmente el mismo padre Ariz (op. cit.), el Diccionario de Apellidos de la Enciclopedia Heráldica y Genealógica y Alejandro Cioranescu en el volumen introductorio a la edición de Le Canarien. Instituto de Estudios Canarios. La Laguna, 1959. <<
[202]
Ángel Almazán de Gracia, «La capilla masónica del Venerable Palafox». En Abanco, Soria, nº 14, 1996. <<
[203]
Mariano Tirado Rojas, La Masonería en España. Tomo I. Madrid, 1892-1893. <<
[204]
Marañón, op. cit. <<
[205]
Antonio Márquez, Los alumbrados. Taurus, Madrid, 1972. <<
[206]
Álvaro Huerga, Historia de los alumbrados. 5 vols. Fundación Universitaria Española, Madrid, 19781994. <<
[207]
Y de las que formarían parte tanto el duque Luis de Orléans como muchos miembros de la nobleza española y francesa y en la que el fundador de la familia de los Bracamonte habría tenido un papel tan destacado como discreto. <<
[208]
Personalmente, tengo reunidas la historia y las circunstancias de no menos de cincuenta órdenes caballerescas de este tipo aparecidas en toda Europa desde la Guerra de los Cien Años. Muchas de ellas nacieron en los reinos peninsulares y, aunque en su mayor parte no pasaron de constituir, al menos en apariencia, una suerte de pacto lúdico de nobleza, algunas llegaron a tener importancia decisiva en la evolución social y política del reino donde se instituyeron. <<
[209]
Zurita, Anales de la Corona de Aragón. L. II, fol. 70 y ss. Recordemos, aunque sea de pasada, en el paralelismo que tuvo este hecho con la esperanza que cundió entre los bretones por el regreso de su rey Arturo, también desaparecido después de su única derrota y largamente añorado por su pueblo. <<
[210]
P. Luis Fernández y Fernández de Retana, España en tiempos de Felipe II. Vols. XIX y XX de la Historia de España dirigida por don Ramón Menéndez Pidal, Espasa Calpe, Madrid <<
[211]
Cabrera, L. 12, cp. VI. <<
[212]
Fernández de Retana, op. cit., II, 235. <<
[213]
Los derechos más inmediatos de Felipe II a la corona portuguesa le venían por distintos caminos, pero el más directo era a través de su madre, la emperatriz Isabel, hija de don Manuel el Afortunado y de Leonor, a su vez hija de los Reyes Católicos y hermana de Carlos V. <<
[214]
Se trata de Erich Lassota con Steblovo, que escribió un Viaje por España y Portugal. En J. García Mercadal, Viajes de Extranjeros por España y Portugal. Aguilar, Madrid, 1952, v. I, p. 1.253. <<
[215]
Cabrera dice de él que era «de los echados en la piedra y que la Santa Iglesia cría». t. IV cap. 14. <<
[216]
«Sébastianisme et Portugal». En la revista Política Hermética, nº. 10, p. 92 y ss. 1996. <<
[217]
Y, sobre todo, en su Paráfrasis de algunas profecías de Bandarra, zapatero de Trancoso. Vid. Coyné, op. cit. <<
[218]
Coyné, op. cit., p. 93. <<
[219]
Andanças e viajes de Pero Tafur por diversas partes del mundo avidos. Edición de José María Ramos. Librería Editorial Hernando, Madrid, 1934. <<
[220]
La Tierra del Preste Juan trasladada a Etiopía figuró en las cartas geográficas de aquel tiempo. Yo mismo poseo una, trazada por Ortelius, cuyo título denota su origen: Presbiteri iohannis sive abissinorum imperii descriptio y en la cual figura la genealogía cristianizada del Preste Juan como señor del mundo y descendiente de los reyes de Israel. Por su parte, el mapa portugués de Diogo Homem, trazado en 1555, dibuja cuidadosamente en las costas de Etiopía un soberbio trono en el que está sentado el Preste Juan enarbolando un enorme báculo con la cruz y mirando (?) hacia
las tierras de la India donde aparecen pintadas las armas de Portugal. <<
[221]
La labor de los embajadores venecianos y su Relaciones al gobierno de la República son una de las fuentes más valiosas con las que se han encontrado los historiadores a la hora de conocer los sucesos más íntimos y hasta secretos de la corte española del Siglo de Oro. Quienes cumplían estas labores, generalmente hombres muy preparados en la diplomacia, actuaban no sólo como tales, sino que incluso llevaban a cabo sutiles labores de espionaje que mantenían al senado de Venecia siempre enterado de lo que sucedía y se fraguaba en las cortes donde eran enviados, para
sumplir lo cual tenían que pasar por un entrenamiento casi equivalente a lo que supuso en los conflictos del siglo XX la preparación concienzuda de un agente secreto. V. J. García Font, Historia de la Alquimia en España. Editora Nacional, Madrid, 1976. <<
[222]
Bibliothecca Nova. Vol. II. <<
[223]
10 cartas publicadas en La Ciudad de Dios, T. XLI y XLIII (1896 y 1898). <<
[224]
1. 580 3 19 : 735 = 14,993197, es decir, prácticamente 15. 735 3 15 : 580 = 19,00862, es decir, prácticamente 19. <<
[225]
José Quevedo, Historia del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Imprenta y Librería de don Eusebio Aguado, Madrid, 1854. <<
[226]
Don Sancho Dávila, obispo de Jaén, De la veneración que se debe a los cuerpos de los santos y sus reliquias… En Madrid, por Luis Sánchez, 1611. <<
[227]
María de la Soterraña Martín Postigo, San Frutos del Duratón. Segovia, 1970. <<
[228]
Antigüedades de Asturias. Ed. 1864, II, 26. <<
[229]
Nota de las reliquias existentes en esta santa iglesia metropolitana de Valencia, Modo y orden con que se manifiestan a Los Fieles. Valencia, imprenta de don Benito Monfort, 1828. <<