León Tolstoi - Resurrección

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León Tolstoy

RESURRECCIÓN Entonces se le acercó Pedro y le preguntó: « Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces? » Dícele Jesús: «No digo yo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.» SAN MATEO, 18, 21-22. ¿Cómo ves la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo? SAN MATEO, 7, 3. El que de vosotros esté sin pecado, arrójele la piedra el primero. SAN JUAN, 8, 7. Ningún discípulo está sobre su maestro; para ser perfecto ha de ser como su maestro. SAN LUCAS, 6, 40. PRIMERA PARTE I En vano los hombres, amontonados por centenares y miles sobre una estrecha extensión, procuraban mutilar la tierra sobre la cual se apretujaban; en vano la cubrían de piedras a fin de que nada pudiese germinar en ella; en vano arrancaban todas las briznas de hierba y ensuciaban el aire con el carbón y el petróleo; en vano cortaban los árboles y ponían en fuga a los animales ya los pájaros; la primavera era la primavera, incluso en la ciudad. El sol calentaba, brotaba la hierba y verdeaba en todos los sitios donde no la habían arrancado, tanto en los céspedes de los jardines como entre las grietas del pavimento; los chopos, los álamos y los cerezos desplegaban sus brillantes y perfumadas hojas; los tilos hinchaban sus botones a punto de abrirse; las chovas, los gorriones y las palomas trabajaban gozosamente en sus nidos, y las moscas, calentadas .por el sol, bordoneaban en las paredes. Todo estaba radiante. Únicamente los hombres, los adultos, continuaban atormentándose y tendiéndose trampas mutuamente. Consideraban que no era aquella mañana de primavera, aquella belleza divina del mundo creado para la felicidad de todos los seres vivientes, belleza que predisponía a la paz, a la unión y al amor, lo que era sagrado e

importante; lo importante para ellos era imaginar el mayor número posible de medios para convertirse en amos los unos de los otros. Así, en la oficina de la prisión de una cabeza de partido se consideraba como sagrado e importante no el hecho de que la primavera regocijase y encantase a todos los hombres ya todos los animales, sino el de. haber recibido la víspera una hoja timbrada y numerada que contenía la orden de conducir aquel mismo día, 28 de abril, a las nueve de la mañana, al Palacio de Justicia a tres detenidos: dos mujeres y un hombre. Una de esas mujeres, considerada la más culpable, debía ser conducida por separado. Y he aquí que, de conformidad con semejante aviso, el 28 de abril, ,a las ocho de la mañana, el vigilante jefe entró en el sombrío e infecto coorredor del departamento de mujeres. Iba seguido por la vigilanta, mujer de aspecto cansado, de cabellera gris, vestida con una camisola cuyas mangas estaban adornadas de galones y la cintura recamada de azul. -¿Viene usted a buscar a Maslova? -preguntó, acercándose con el guardián a una de las celdas que daban al corredor. El vigilante, con un ruido de chatarra, hizo funcionar. a cerradura y abrió la puerta, por la que se escapó un aire más nauseabundo aún que el del pasillo. -¡Maslova! ¡Al tribunal! -gritó. Luego cerró la puerta y aguardó. Incluso en el patio de la prisión, el aire que llegaba de los campos era fresco y vivificante. Pero en .aquel corredor, la atmósfera se mantenía pesada y malsana, infectada de estiércol, de podredumbre y de brea, lo que hacía que todo recién llegado, desde el mismo momento de su entrada, se pusiera tríste y taciturno. La vigilanta lo notó también, por muy acostumbrada que estuviese a aquel aire viciado. Apenas entró en el comedor experimentó una especie de fatiga y somnolencia. . En la celda común de las presas se oían voces y el ruido de pasos producidos por pies descalzos. -¡Vamos! ¡Más aprisa! ¡Te digo que te apresures, Maslova! -gritó el vigilante jefe por la rendija de la puerta entornada. Dos minutos después apareció una mujer joven, bajita, de pecho amplio, vestida con un capotón de tela gris puesto encima de una camisola y de una saya blanca. Con paso seguro se acercó al vigilante y se detuvo a su lado. Llevaba medias de tela y, como calzado, unos trapos bastos arreglados en la misma cárcel a manera de zapatos; se cubría la cabeza con una pañoleta blanca que coquetamente dejaba escapar los bucles de una abundante cabellera negra. Su rostro tenía esa palidez particular que sigue a un largo enclaustramiento y que recuerda el tinte de las simientes de patatas guardadas en los sótanos. La misma palidez había invadido igualmente sus manos, pequeñas y anchas, y su cuello lleno, que emergía de la gran abertura del capotón. y en aquel color mate del rostro se destacaban unos ojos negros, brillantes y vivos, uno de los cuales bizqueaba ligeramente. La joven se mantenía erguida, adelantando su amplio busto. Al llegar al corredor levantó la cabeza, miró directamente al vigilante a la cara y se detuvo en una actitud que daba a entender que estaba dispuesta a hacer todo lo que se le mandase. La puerta de la celda iba a cerrarse cuando apareció el rostro pálido, arrugado y severo de una anciana que se puso a hablarle a Maslova. Pero el vigilante rechazó con el batiente de la puerta la cabeza de la presa, que desapareció. Una risa de mujeres resonó en el interior. Maslova sonrió igualmente y se acercó a la mirilla enrejada. Desde el otro lado la vieja le gritó con voz ronca: , -¡Sobre todo, procura no decir demasiado! ¡Repite siempre lo mismo y nada más! -¡Bah! -dijo Maslova sacudiendo la cabeza-. Me pase lo que me pase, nada podrá ser peor de lo que es. Todo es una misma cosa. -Desde luego que todo es una cosa, y no dos -dijo el vigilante jefe, convencido de haber hecho un brillante juego de palabras -.¡Vamos, en marcha!

El ojo de la vieja, pegado tras la mirilla de la puerta desapareció y .Maslova siguió al guardián con cortos y precipitados pasos. Bajaron la ancha escalera de piedra, pasaron ante las celdas de los hombres, más malolientes aún y más ruiidosas que las de las mujeres, y, bajo las miradas de los inquilinos de las celdas, llegaron así a la oficina de la cárcel, donde aguardaban dos soldados con el fusil en bandolera. El escribiente que se encontraba allí dio a uno de los soldados una hoja impregnada de olor a tabaco y dijo, señalando a la detenida: -Hazte cargo. El soldado, un campesino de Nijni-Novgorod, de cara marcada por la viruela, se puso el papel en la vuelta de la manga, sonrió y guiñó maliciosamente los ojos a su camarada, un chuvaco de anchos pómulos prominentes. Los soldados y la presa salieron de la oficina y luego franquearon la gran verja de la cárcel. El grupo caminó por la ciudad por el centro de la calzada. Los cocheros, los tenderos, las cocineras, los obreros y los empleados se detenían, examinando con curiosidad a la presa. Algunos sacudían la cabeza y pensaban: «He ahí adónde lleva una mala conducta, que afortunadamente no se parece a la nuestra.» Los niños miraban con espanto a «aquella criminab>, pero se tranquilizaban a la vista de los soldados que la ponían en la imposibilidad de hacer daño. Un campesino que acababa de tomar té en la posada y vendía carbón se acercó a ella, hizo la señal de la cruz y le entregó un copec. La joven enrojeció, bajó la cabeza y murmuró algunas palabras. Sintiendo miradas fijas en ella, observaba sin volver la cabeza a quienes se quedaban contemplándola al pasar, divertida por verse objeto de tanta atención. Gozaba también de la dulzura del aire primaveral al salir de la atmósfera malsana de la cárcel. Pero, habiendo perdido la costumbre de caminar, con sus zapatos de trapo se lastimaba al pisar sobre las piedras, esforzándose por no apoyarse demasiado en el suelo. Al pasar ante la tienda de un vendedor de harina en cuyo umbral picoteaban algunas palomas, la presa estuvo a punto de pisar a una de ellas. Ésta levantó el vuelo y, con un batido de alas, casi rozó la oreja de MasIova. Ella sonrió; luego, al recordar su situación lanzó un profundo suspiro. II La historia de la acusada Maslova era de las más triviales. Maslova era hija natural de una guardiana de ganado en la finca de dos viejas señoritas. Aquella mujer, soltera, traía un niño al mundo cada año. Como sucede ordinariamente, los pobres pequeños, nada más nacer, eran bautizados, y luego no tardaban en morir. La madre en efecto no quería alimentar a aquellos niños venidos sin que ella los pidiese, de los que no tenía necesidad y que la impedían trabajar. Hasta el número de cinco, todos se habían ido así. El sexto, nacido de un gitano de paso, era una niña, y su suerte habría sido la misma si el azar no hubiese llevado a una de las dos viejas señoritas a entrar en el establo para hacer reproches con motivo de una cierta nata que tenía gusto a vaca. Encontró allí a la parturienta tendida en tierra, con una niña muy hermosa a su lado que no pedía más que vivir. La vieja señorita reprochó a las sirvientas, además de la nata, haber dejado en aquel lugar a una mujer en ese estado. Luego, cuando se disponía a salir, percibió a la niña, se enterneció e incluso expresó el deseo de ser su madrina. Hizo, pues, bautizar a la pequeñuela y, apiadándose de su ahijada, mandó dar a la madre leche y un poco de dinero. Así, la niña pudo vivir. Tenía tres años cuando su madre cayó enferma y murió. y como su abuela, también guardiana de ganado, no sabía qué hacer de ella, las dos viejas señoritas la acogieron en su casa. Con sus grandes ojos

negros, era una niñita extraordinariamente viva y graciosa, y las dos ancianas se divertían viéndola. La más joven, y también la más indulgente, se llamaba Sofía Ivanovna; era la madrina de la niña. La mayor, María Ivanovna, se inclinaba más bien a la severidad. Sofía Ivanovna vestía a la niña, la enseñaba a leer y soñaba con hacer de ella una hija adoptiva. María Ivanovna, por el contrario, pretendía hacer de ella una sirvienta, una complaciente doncella. Partiendo de este principio, se mostraba exigente, daba órdenes a la niña y, en sus accesos de mal humor, incluso llegaba a pegarla. Cuando la niña creció, resultó que, debido a estas dos influencias .divergentes, se encontró siendo a medias una doncella ya medlas una señorita. Así, le daban un nombre correspondiente a esta situación intermedia: en efecto, no la llamaban ni Katka ni Kategnka, sino Katucha. Ella cosía, arreglaba las habitaciones, limpiaba el icono, servía el café y hacía lavados pequeños. De vez en cuando acompañaba a las señoritas y les leía. Varias veces la habían solicitado en matrimonio, pero siempre se había negado: mimada por el contacto con la existencia regañona de las dueñas, comprendía cuán difícil le resultaría vivir con un rudo trabajador. Hasta la edad de dieciocho años había vivido de esta manera. Por aquella época llegó a casa de las viejas señoritas su sobrino, entonces estudiante y rico príncipe además; y Katucha lo había amado, sin osar confesárselo ni a él ni a sí misma. Dos años después, el joven, en camino para la guerra contra los turcos, se detuvo durante cuatro días en casa de sus tías. Pero antes de su partida sedujo a Katucha; en el último instante le deslizó rápidamente un billete de cien rublos y partió. Cinco meses después, la muchacha no podía ya dudar de que estaba en cinta. A partir de ese momento, todo le pesaba, y su único pensamiento era conjurar la vergüenza que la amenazaba; servía a las ancianas señoritas, pero negligentemente y de mala gana: era algo más fuerte que ella. Se insolentaba con las ancianas y se arrepentía después. Finalmente, ella misma solicitó marcharse y nadie se opuso. Después que hubo abandonado a sus protectoras, entró como doncella en casa de un comisario de policía rural; pero el comisario, un viejo de más de cincuenta años, se apresuró a hacerle la corte, de forma que no pudo quedarse en casa de él más de tres meses. Como un día se hubiera mostrado más audaz aún, ella lo trató de imbécil y de viejo verde, y él la despidió por su impertinencia. Ya no podía pensar en buscar otro puesto, porque se acercaba el término de su embarazo. Entonces entró en pensión en casa de una viuda que tenía una taberna y era al mismo tiempo comadrona. El parto se realizó sin que tuviese que sufrir demasiado. Pero la comadrona, habiendo tenido que dirigirse al pueblo a asistir a una aldeana, pegó la fiebre puerperal a Katucha. El niño de ésta cayó igualmente enfermo. Hubo que enviarlo a un hospicio, donde murió en presencia de la mujer que lo condujo allí. Por toda riqueza, Katucha estaba en posesión de ciento veintisiete rublos: veintisiete ganados por ella y cien rublos que le había entregado su seductor. Pero al salir de casa de la comadrona no le quedaban más que seis. El dinero se le derretía en los dedos, bien por culpa de ella, bien sobre todo por culpa de los demás: se lo daba a quien lo quería. Sus dos meses de pensión en casa de la comadrona le habían costado cuarenta rublos; veinticinco se habían empleado para enviar al niño al hospicio; luego, en forma de préstamo y pretextando la compra de una vaca, la comadrona le había sacado cuarenta rublos más; quedaban veinte rublos y Katucha los había gastado sin saber cómo, en adquisiciones inútiles o en regalos; así, cuando estuvo curada, no tenía ya dinero y se encontraba en la obligación de buscar un puesto. Aceptó uno en casa de un guardia forestal, que estaba casado. Pero, lo mismo que el comisario, éste se puso, desde el primer día, a perseguirla con sus asiduidades. A la joven sirvienta le repugnaba, y procuraba defenderse de sus tentativas. Pero su amo la sobrepasaba en experiencia y en astucia y, justamente porque era el amo, podía darle las órdenes que convenían a sus propósitos; habiendo, pues, acechado el momento propicio, consiguió poseerla. Sin embargo, su mujer, que no tardó en saberlo, sorprendió un día a su marido en una habitación hablando a solas con Katucha, y golpeó a esta última en

la cara. Se originó entonces una pelea, y esto fue el pretexto para despedir a la sirvienta sin pagarle su salario. Entonces, Katucha se dirigió a la ciudad, a casa de una tía suya casada con un encuadernador. En otros tiempos, éste había estado en buena situación, pero sus clientes lo habían abandonado; se había entregado a la embriaguez y se gastaba en la taberna todo el dinero que podía procurarse. Los magros beneficios de un pequeño establecimiento de lavandería explotado por la tía permitían a ésta proveer a la alimentación de sus hijos y al sostenimiento de su borracho marido. Ofreció a Katucha enseñarle su oficio. Pero la existencia de las obreras empleadas en casa de su tía pareció tan penosa a la muchacha, que su sola vista la hizo vacilar y prefirió recurrir a una oficina de colocación y pedir alli un empleo de sirvienta. En efecto, encontró uno en casa de una dama viuda que vivía con sus dos hijos, todavía en el colegio. El mayor era alumno de sexto año, de bigote incipiente, y no llevaba una semana en la casa la bonita criada, cuando él descuidaba sus estudios para hacerle la corte. Pero la madre se dio cuenta y la despidió. No había otro empleo a la vista. No obstante, Katucha entabló conocimiento un día en la oficina de colocaciones con una dama cuyas carnosas manos estaban sobrecargadas de sortijas y brazaletes. Puesta al corriente de la situación de la joven, la dama le dio su direcci6n y la invitó a ir a verla, cosa que hizo Katucha. Recibió de la dama la acogida más afable, fue colmada de pastelillos y de vino azucarado y retenida hasta la noche, no sin que, en el intervalo, una doncella portadora de una esquela hubiese sido enviada afuera. Llegada la noche, un hombre de alta estatura, con barba y largos cabellos grises, penetró en la habitación y con ojos brillantes y labios risueños fue a sentarse cerca de Katucha y se puso a examinarla ya bromear con ella. La dama lo llamó un momento a la habitación contigua y algunas palabras llegaron a oídos de Katucha: «Completamente fresca, viene directamente del campo.» A continuación, la dama la hizo venir a ella y le dijo que aquel anciano señor era un escritor que tenía mucho dinero: dependía de ella saber agradarle y, en en ese caso, él le daría mucho. En efecto, ella le agradó, y el escritor le dio veinticinco rublos y prometió que vendría a verla con frecuencia. Katucha se dio prisa en gastar el dinero, empleando una parte en pagar la pensión que debía a su tía y el resto en comprarse un vestido, un sombrero y cintas. Al cabo de algunos días recibió un aviso del escritor para una nueva cita; y, como la primera vez, él le dio veinticinco rublos y la animó a instalarse en una habitación amueblada. Habiéndole alquilado el escritor un apartamento, Katucha conoció alli a un dependiente, muchacho divertido que vivía en una habitación que daba al mismo patio. Habiéndose enamorado de él, fue abandonada por el escritor, a quien le había contado lo que ocurría; y el dependiente no tardó en abandonarla igualmente, aunque le había prometido casarse con ella. Encontraba agradable vivir así, sola, en una habitación amueblada y se proponía continuar; pero la informaron de que eso no le estaba permitido: para obtener la autorización oportuna, si querla vlvlr de aquella manera, tendría que proveerse en la comisaría de policía de un billete amarillo y someterse al examen médico. Katucha volvió a casa de su tía, y cuando ésta la vio con un vestido a la moda, con un hermoso sombrero y un abrigo, la recibió con respeto y no se atrevió ya a renovarle su proposición de tomarla en su taller; a sus ojos se había elevado ahora a una categoría superior en la sociedad. Por lo demás, la misma Maslova no podía ya pensar en convertirse en lavandera. Provisionalmente, podía desde luego consentir aún en residir en casa de su tía; pero a su piedad se mezclaba un poco de desprecio cuando consideraba la vida de trabajos forzados que llevaban en el taller las lavanderas, pá1idas y delgadas en su mayoría, algunas ya roídas por la tuberculosis, agotadas por el lavado y el planchado y sometidas a treinta grados de calor con la ventana abierta en invierno y en verano. Maslova entonces se encontraba completamente sin dinero y en la imposibilidad de hallar un solo protector, y por esta época se encontró en su camino con una alcahueta encargada de recoger muchachas para las casas de tolerancia. Desde hacía ya mucho tiempo, Maslova había contraído la costumbre de fumar; además se había

dedicado a beber, sobre todo al final de sus relaciones con el dependiente. El aguardiente la atraía; en primer lugar porque le encontraba un gusto agradable, pero más aún porque le permitía olvidar todas las miserias del pasado y le daba un aplomo, una superioridad que ella no tenía de otro modo; por el contrario, sin beber, experimentaba fastidio y el sentimiento de su vergüenza. Antes que nada, la alcahueta empezó, pues, invitándola a una comida donde la emborrachó; después de lo cual, le ofreció hacerla entrar en la casa más hermosa y mejor de la ciudad, resaltándole todas las ventajas y todos los privilegios de la existencia que la aguardaba alli. Maslova, por tanto, tenía que elegir; por un lado, la humillación de ser criada y probablemente objeto de las persecuciones de los hombres, con la sola perspectiva de una prostitución clandestina y sin provecho; por el otro, una situación segura y tranquila, una prostitución declarada, muy lucrativa, bajo la protección de la ley. Se decidió, pues, por el segundo partido, que le daba además la ilusión de una especie de venganza contra el príncipe que la había seducido, contra el dependiente y contra todos los hombres a los que tenía motivos para detestar. Sin embargo, había para decidirla una tentación más poderosa; era la promesa hecha por la alcahueta de que tendría libertad para elegir todos los vestidos que le agradaran: de terciopelo, de brocado, de seda, y vestidos de baile que dejan al descubierto los hombros y los brazos. Maslova se vio ya, con el pensamiento, con un vestido de seda, de color amarillo claro; escotado y adornado con vueltas de terciopelo negro; entonces, no pudo resistir y firmó su compromiso. Inmediatamente fue pedido un coche y la alcahueta condujo a Maslova a una casa conocida y bien reputada en toda la ciudad: la casa de la señora Kitaieva. Aquel día marcó para Maslova el principio de una existencia que consiste en violar sin descanso las léyes divinas y humanas, esa vida a la que actualmente están condenadas centenares de miles de mujeres, no solamente con la autorización del poder legal, cuidadoso del bienestar de sus administrados, sino bajo su protección efectiva: vida degradada, monstruosa, que tiene por consecuencia, en nueve de cada diez casos, la decrepitud y la muerte prematura, después de horribles sufrimientos. Por la mañana, luego durante la mayor parte del día, es un sueño pesado, después de las orgías nocturnas. Hacia las tres o las cuatro de la tarde, un despertar extenuado, entre sábanas llenas de manchas; tomas, a sorbos, de café y de agua de Seltz; luego, en camisa, en peinador, en camisola, vagar ociosamente por las habitaciones, echando de cuando en cuando alguna mirada hacia la calle, por la ventana con las cortinas corridas; luego, aburridas, las mujeres se querellan; hay que lavarse, maquillarse el rostro, comprimir hasta el ahogo el cuerpo en un corsé, elegir un nuevo vestido y disputar para eso con la patrona, estudiar ante el espejo posturas sugestivas, cubrirse las mejillas de colorete y pintarse las cejas con khol, ingerir comidas grasas y almibaradas, endosarse un vestido de seda bajo el cual el cuerpo está medio desnudo, bajar a un salón donde los adornos chispean a las luces y, por último, recibir a los clientes: música, bailes, bombones, vino, tabaco. Después de eso, el comercio carnal con hombres jóvenes o maduros, adolescentes y viejos que renquean; solteros y casados; comerciantes, dependientes, armenios, judíos y tártaros; ricos y pobres; hombres sanos y enfermos; borrachos y sobrios; brutos y mundanos; soldados, funcionarios, estudiantes, colegiales; con gente de todas las clases, de todas las edades, de todos los temperamentos. Gritos, burlas y risas, y música, y tabaco, y vino, y otra vez vino y tabaco, y otra vez música, y así desde el crepúsculo al amanecer. y solamente llegada la mañana, la liberación y el sueño pesado. y todos los días así, desde el comienzo al final de la semana. Luego, al cabo de cada semana, la visita impuesta por la ley a la comisaría de policía. Los médicos y los funcionarios presen.tes se muestran un día graves y rudos. otro día su distracción consiste en humillar el pudor natural que debería proteger tanto a las criaturas humanas como a las bestias. Es la inspección de las mujeres, devueltas con licencia de continuar, durante toda la semana. que va a seguir, cometiendo los crímenes de lesa humanidad realizados con sus cómplices la semana anterior. Y así todos !os. días, los laborables como los festivos, en verano como en invierno.

Durante siete años, Maslova vivió esta vida. Con el intervalo de una estancia en un hospital, cambió dos veces de casa. Tenía veintiséis años cuando se produjo el acontecimiento por el cual la habían detenido y que la llevaba, en. prisión preventiva ya desde hacía seis meses, ante el tribunal de la Audiencia. III En el mismo momento en que Maslova, fatigada por una larga marcha, se acercaba con sus guardas a los edificios del tribunal, el sobrino de sus antiguas amas, el príncipe Dmitri Ivanovitch Nejludov, su seductor de antaño, estaba aún acostado sobre el blando colchón de plumas, en su gran cama de muelles. Vestido con un camisón de dormir de tela de Holanda, con una pechera finamente plisada, fumaba un cigarrillo y, con los ojos en el vacio, reflexionaba sobre lo que había hecho la víspera y sobre lo que tendría que hacer aquel día. Recordó que la víspera había. pasado la velada en casa de los Kortchaguin. Eran gentes muy ricas, muy honorables y, según opinión general, él debía casarse con su hija. Al recordar esto, suspiró; luego tiró su cigarrillo y alargó el brazo para coger otro de una pitillera de plata. Pero bruscamente cambió de idea y se decidió a incorporar su pesado cuerpo para echar fuera de la cama sus blancos y lisos pies y calzarlos con pantuflas. Recubrió seguidamente sus anchos hombros con un peinador de seda y, con paso pesado pero vivo, abandonó su alcoba para pasar al lado, a un gabinete de tocador impregnado de olor a elixires, agua de Colonia y perfumes. En varios sitios, sus dientes estaban rellenos o sujetos con plomo: empezó por cepillárselos con cuidado, con un polvo especial, y en seguida se los enjuagó con un agua perfumada; luego, con un jabón oloroso, se lavó las manos en un lavabo de mármol y puso gran cuidado en limpiar y pulir sus uñas, que conservaba muy largas. Terminado esto, abrió del todo el grifo del lavabo y se lavó la cara, las orejas y el cuello. En una tercera pieza, adonde pasó seguidamente, había instalado un aparato de duchas, cuyo surtidor de agua fría accionó a fin de refrescarse su musculoso y blanco cuerpo, ya pesado por la grasa. Se secó con un trapo-esponja, se puso ropa blanca bien planchada, se ca1zó sus botines brillantes como espejos, se sentó delante de la luna del tocador y, sirviéndose de un doble juego de cepillos, se peinó primero los bucles de su corta barba negra, y luego los cabellos, que ya le clareaban en la coronilla. Para su vestimenta no empleaba nunca nada -ropa blanca, trajes, calzados, corbatas, alfileres, pasadores- que no fuese a la vez de primera calidad, simple y poco llamativo, pero sólido y caro. Habiendo cogido, entre una docena de corbatas y otros tantos alfileres, los que le vinieron más a mano (en otros tiempos le habría divertido elegir, pero ya hoy esto no le decía nada), Nejludov se puso el traje que encontró cepillado y preparado sobre una silla y, aunque incompletamente refrescado, pero limpio y perfumado, entró en el largo comedor cuyo entarimado había sido encerado la víspera por tres mujiks. Este comedor estaba amueblado con un enorme aparador de roble y una mesa extensible, igualmente de roble, con las patas esculpidas en forma de garras de león y ampliamente separadas, lo que daba a aquel mueble un aspecto imponente. La mesa estaba recubierta por un mantel fino, y sobre ella había una cafetera de plata llena de oloroso café, un azucarero también de plata, una ponchera llena de nata, y panecillos frescos, así como bizcochos, en una cesti1la. El correo de la mañana había sido colocado cerca de! cubierto: cartas, periódicos y un ejemplar de la Revue Jes Deux Mondes. Cuando Nejludov iba a abrir las cartas, la puerta que daba acceso al corredor se abrió para dar paso a una mujer alta, ya de edad, vestida de negro y tocada con una pañoleta de encajes. Era Agrafena Petrovna, doncella de la difunta princesa, la madre de Nejludov, ésta muerta recientemente en la misma casa. La doncella de la madre ejercía ahora con el hijo las funciones de ama de llaves.

Durante un período de diez años, Agrafena Petrovna había hecho, con la madre de Nejludov, estancias prolongadas en el extranjero, y esto le había dado el porte y los modales de una dama. Estaba desde su infancia en la casa de los Nejludov, y así había conocido a Dmitri Ivanovitch cuando éste era solamente «Mitegnka». -Buenos días, Dmitri Ivanovitch -dijo ella. -Buenos días, Agrafena Petrovna. ¿ Qué hay de nuevo? –preguntó Nejludov. -Es una carta de la princesa -respondió ella -.No sé si es de la señora o de la señorita. La doncella de los Kort chaguin la ha traído hace ya bastante tiempo y espera en mi habitación. Y tendiendo la misiva, Agrafena Petrovna sonrió significativa. Nejludov cogió la carta y respondió: -Está bien; que espere un momento. Pero al mismo tiempo había visto la sonrisa de Agrafena Petrovna y se había ensombrecido, a causa del significado de aquella sonrisa: evidentemente, Agrafena Petrovna no ignoraba que la carta procedía de la joven princesa Kortchaguin, con quien, probablemente, iba a casarse su amo. y esta suposición le resultaba desagradable a Nejludov. -Entonces -dijo Agrafena Petrovna -, voy a avisar a la doncella que siga esperando. Previamente volvió a colocar en el sitio que le estaba asignado un cepillo de mesa que alguien había movido y abandonó la estancia. Nejludov abrió el sobre perfumado entregado por Agrafena Petrovna; la carta que abrió estaba escrita sobre un papel gris y grueso, con una letra suelta de rasgos puntiagudos. Y leyó: «Habiéndome encargado voluntariamente de recordarle las cosas, le traigo a la memoria que hoy, 28 de abril, debe usted formar parte de! jurado en el tribunal de la Audiencia y que por consiguiente no le será posible en absoluto acompañarnos, con Kolossov, a visitar la galería de cuadros, según la promesa hecha por usted ayer con su habitual falta de reflexión; à moins que vous ne soyez disposé à payer a la cour d'assises les 300 roulbles d'amende que vous vous refusez pour votre cheval. Pensé en esto ayer, inmediatamente después que se marchó. ¡Piense usted ahora por su parte! »Princesa M. Kortchaguin.» La otra página llevaba escrito: «Maman vous fait dire que votre couvert vous attendra jusqu'à la nuit. Venez absolument à quelle heure que ce soit. »M.K.» Nejludov, fruncidas las cejas, vio en este billete una nueva tentativa de la campaña iniciada hacía justamente dos meses por la princesa, con la intención de encerrarlo en lazos cada vez menos fáciles de romper. Por diversas razones, independientes de ese estado de espíritu que hace vacilar, en el umbral del casamiento, a los hombres de edad madura acostumbrados al celibato, y, por otra parte, medianamente enamorado, no pensa.ba apenas en declararse en aquellos momentos, aunque estuviera decidido a casarse. El motivo que se lo impedía no tenía nada que ver en absoluto con la seducción y el abandono, sobrevenidos diez años antes, de Katucha por Nejludov; esto él lo había olvidado totalmente y no tenía por qué encontrar en ello un obstáculo para su casamiento. El motivo era, pues, completamente distinto y consistía en relaciones mantenidas con una mujer casada y que ésta no quería en modo alguno romper, aunque él se hubiese decidido recientemente a hacerlo. Nejludov era muy tímido con las mujeres, y esta misma timidez había incitado precisamente a la dama en cuestión a plegarlo bajo su yugo. Estaba casada con un mariscal de la nobleza del distrito en el que Nejludov participara en las elecciones. Nejludov se había sentido arrastrado poco a poco aun amorío, que por días resultaba más envolvente y, al mismo tiempo, más penoso. Al principio no había podido resistir a la seduccion; pero luego se reconocía culpable para con su amante, Sin por eso

resolverse a romper contra la voluntad de ella los vínculos existestes. He ahí por qué Nejludov creía no poder declararse a la señorita Kortchaguin, ni siquiera aunque él lo hubiese querido. Justamente en el correo del príncipe había una carta. del marido de su amante. Al reconocer la letra y el sello, enrojeció y se sintió fustigadó por una oleada de energía, como ocurre a la aproximación de un peligro. Pero, una vez que hubo abierto la carta, recuperó su calma. El mariscal de la nobleza del distrito donde se encontraban las principales propiedades de Nejludov escribía al príncipe para informarlo de que a finales de mayo se iba a inaugurar una sesión extraordinaria del Consejo general, y le rogaba que acudiese sin falta a fin de «echarle una mano»; se debía, en efecto, deliberar allí sobre dos cuestiones de gran importancia: la de las escuelas y la de los caminos vecinales, destinadas las dos a levantar, por parte de los reaccionarios, una violenta oposición. Este mariscal de la nobleza, liberal él mismo, luchaba, con el apoyo de algunos otros liberales del mismo matiz, contra la reacción que se había producido bajo Alejandro III; dedicado enteramente a esa tarea, no encontraba ya tiempo para darse cuenta de que lo engañaba su mujer A propósito de esto, Nejludov repasó en su memoria las angustias que ya lo habían asaltado varias veces, como por ejemplo aquel día en que había creído que todo estaba descubierto, y el duelo que juzgaba inevitable con aquel marido, aunque él se proponía tirar al aire; luego, una escena terrible con su amante: ésta, en un acceso de desesperación, corriendo para ahogarse en el estanque del parque, y cómo él la buscó. Y pensó: «No puedo ir allí en estos momentos ni puedo hacer nada mientras no haya recibido su respuesta.» En efecto, ocho días antes había escrito a la dama una carta categórica en la que reconocía su falta y se declaraba dispuesto a todo para redimirla, pero insistía al final en la necesidad, por interés de ella misma, de romper para siempre sus relaciones. Y la respuesta a aquella carta no llegaba, lo que, sin embargo, era para él un buen augurio. Porque si, en efecto, ella estuviese resuelta a no romper, habría respondido hace ya tiempo, mejor aún, habría acudido ella misma, como ya lo había hecho otras veces. Nejludov se había enterado de que cierto oficial le hacía la corte y, aunque experimentaba un sufrimiento causado por los celos, se alegraba por la esperanza de haberse liberado de una mentira que le pesaba. En su correo, Nejludov encontró una segunda carta que le llegaba del intendente pnncipal de sus bienes. Éste insistía en que el príncipe se dirigiese a su finca, a fin de ver confirmar allí los derechos sucesorios que tenía de su madre y para decidir al mismo tiempo el tipo de gerencia que quería aplicar en lo sucesivo a sus bienes. La cuestión se planteaba de dos modos: ¿se debía continuar administrando aquellos bienes como se había en vida de la princesa difunta? O bien, siguiendo los consejos dados antaño por el intendente a la princesa y renovados al joven príncipe, ¿no convendría más aumentar el inventario y cultivar directamente las tierras que se habían arrendado a los campesinos? En este último caso, el rendimiento de la explotación sería superior. El intendente se excusaba además, del ligero retraso sufrido en el envío al príncipe de una suma de tres mil rublos de renta la cual le sería expedida por el próximo correo. La, culpa era de los colonos, tan poco escrupulosos en la ejecución de sus pagos, que el intendente había tenido que pasar lo suyo para conseguir recaudar aquel dinero, y con algunos incluso había tenido que recurrir a la fuerza. Esta misiva le resultó a Nejludov a la vez agradable y desagradable. Le complacía verse a la cabeza de una fortuna mas considerable que en el pasado; pero se acordaba, por otra parte, de. que en los tiempos de su primera juventud, partidano entusiasta de las teorías sociologistas de Spencer, y siendo él mismo gran terrateniente, había quedado impresionado tras la lectura de Social statics, por su situación y por el hecho de que la equidad no admite la propiedad rústica individual. Con la franqueza y la decisión de la juventud, no solamente había dicho entonces que la tierra no puede ser objeto de una propiedad pnvada; no solo había escrito a la universidad un estudio sobre este tema, sino que además había distribuido realmente entre los mujiks la parcela de terreno que

su padre le había dejado, no queriendo poseer esa tierra en contra de sus convicciones. Ahora que había heredado de su madre grandes propiedades, debía: o bien renunciar a su tierra, como lo había hecho diez años antes respecto a las doscientas deciatinas ( una deciatina vale aproximadamente una hectarea –nota del traductor.) de la tierra de su padre, o bien considerar como erróneas sus antiguas teorías sobre esta cuestión. El primero de estos dos partidos era de hecho inaceptable, ya que las rentas de sus propiedades constituían sus únicos medios de vida. No se sentía con valor para volver a entrar en el ejército; y la costumbre de una vida de ocío y de lujo no era cosa que le pudiera hacer pensar en renunciar: sacrificio que sin duda por otra parte sería inútil, ya que Nejludov no se sentía ni con la fuerte convicción ni con el amor propio y el deseo de asombrar que había tenido en su juventud. En cuanto al segundo partido, consistente en olvidar la argumentación clara y bien trabada que prueba la ilegitimidad de la posesión individual de la tierra, argumentación que había extraído del Social statics de Spencer y cuya brillante confirmación había encontrado posteriormente en las obras de Henry George, no podía ya adoptarlo. Por eso la carta de su intendente le resultaba desagradable. IV Habiendo acabado de tomar su café, Nejludov pasó a su despacho para asegurarse, por la citaci6n oficial, de la hora en que debía presentarse en el Palacio de Justicia y para responder a la princesa. Para dirigirse a ese gabinete atravesó su estudio, donde, sobre un caballete, se alzaba un cuadro empezado, en tanto que diversos bosquejos colgaban de las paredes. Desde hacía dos años trabajaba en aquel cuadro sin conseguir acabarlo nunca; viéndolo, así como todos aquellos bosquejos y el estudio entero, experimentó más fuertemente que nunca la sensación de su incapacidad para progresar en la pintura y se convenció de que carecía de talento. En verdad, esta sensación podía provenir de una delicadeza exagerada de su gusto artístico; con todo, la comprobación le resultó desagradable. Siete años antes había abandonado el ejército porque se había descubierto talento de pintor, y desde lo alto de su carrera artística había considerado con desdén todas las demás ocupaciones. Ahora se daba cuenta de que ya no tenía derecho para proceder así. Incluso el solo recuerdo de sus tentativas de artista le resultaba desagradable. Estaba, pues, en un estado de espíritu más bien melancólico cuando penetró en su inmenso despacho, tan adomado y cómodo como era posible. Se acercó a una enorme mesa de escritorio provista de cajones etiquetados y abrió el que llevaba la indicaci6n Urgente, donde encontró en seguida la citación que buscaba. Se le informaba en ella que debería encontrarse a las once en el Palacio de Justicia. Nejludov se sentó y empezó su carta dando las gracias a la princesa por su invitación y diciéndole que trataría de llegar para la cena. Pero rompió el billete que acababa de escribir, encontrándolo demasiado íntimo. Escribió otro; lo halló demasiado frío, casi descortés, y lo rompió igualmente. Llamó, y un lacayo, hombre de edad, de aspecto grave, mentón rasurado y patillas, con un delantal de indiana gris, se presentó en la habitación. -Haga venir un coche, por favor. -A sus órdenes. -y diga a la enviada de los Kortchaguin que está bien, que doy las gracias y que haré todo lo posible por ir. -A sus órdenes. Nejludov pensó: «No es lo más educado, pero no puedo de cidirme a escribir. Por lo demás, hoy la veré.» Seguidamente se vistió y salió a la escalinata. En la calle lo esperaba ya un elegante coche, el que utilizaba de costumbre, con ruedas de caucho.

-Anoche -le dijo el cochero, volviendo a medias su moreno y poderoso cuello, embutido en el blanco cuello de su camisa -llegué a casa del príncipe Kortchaguin cuando usted acababa de salir. El portero me dijo: «Se acaba de marchar.» Nejludov pensó: «¡Hasta los cocheros están enterados de mis rdaciones con los Kortchaguin!» y de nuevo afrontó la cuestión de casarse o no con la joven princesa. Y, como en la mayoría de las cuestiones que se le planteaban en aquellos momentos, seguía sin conseguir resolver ésta en un sentido o en otro. El casamiento, desde un punto de vista general, se presentaba con dos bazas favorables. Primeramente, además de la calma del hogar doméstico, había la posibilidad de una vida honesta que suprimiría los inconvenientes de una vida sexual irregular; por otra parte, y éste era un punto importante, Nejludov tenía la esperanza de dar, con una familia e hijos, un sentido a su vida, ahora sin objeto. Por el contrario, reacio al matrimonio en general, había en él ese tipo de temor profesado por los solteros de una cierta edad, relativo a.la pérdida de su libertad, y también el miedo irrazonable que inspira siempre el misterio de la naturaleza femenina. Favorable en el caso particular del casamiento con Missy ( como ocurre en todas las familias de la alta sociedad, Missy era el sobrenombre usado en la intimidad por la joven princesa Kortchaguin: su verdadero nombre de pila era María), el argumento perentorio se basaba en la excelente familia a la que pertenecía la muchacha y también en que, en todas partes, en sus vestidos su manera de hablar, de caminar, de reír, se diferenciaba del común de las mujeres, no por una virtud particular, sino por su «distinción». Él tenía esta cualidad en alta estima y no encontraba otra palabra para definlrla. Segundo argumento: la joven princesa lo apreciaba más que. nadie y, consiguientemente, según él, ella lo comprendía mejor; ahora bien, por el hecho de que ella lo comprendiera y por tanto reconociese sus brillantes cualidades, Nejludov sacaba la conclusión de que ella era inteligente y de juicio acertado. Pero esto no impedía que hubiese, contra d casamiento con Missy en particular, argumentos igualmente sólidos: primero, no era imposible que Nejludov conociese a una muchacha que tuvlese más cualidades aún que Missy y que, por tanto, fuera más digna de él; en segundo lugar, puesto que ella tenía veinitisiete años, sin duda había querido a otros hombres, y Nejludov encontraba en este pensamiento motivo para atormentarse. Que en el pasado ella hubiese querido a alguien que no fuera. él, era una cosa inadmisible para su vanidad. En buena logica, ¿cómo habría podido exigir de ella el presentimiento de que un día lo encontraría en la vida? y sin embargo, corisideraba como una ofensa que ella hubiese podido amar a otro hombre antes que a él. Así los argumentos adversos eran de fuerza igual; y Nejludov, riéndose de sí mismo, se comparaba sin molestia con el asno de Buridán. Pero le era preciso resignarse a hacer como el asno, puesto que no sabía hacia cuál de los dos haces de heno dirigirse. «Por lo demás -pensó-, antes de poder comprometerme, me haría falta haber recibido la respuesta de la mujer del mariscal de la nobleza y que no se interpusiese ya este asunto. Así, le resultó agradable verse obligado a retrasar su decisión. Y mientras su coche corría silenciosamente sobre el asfalto, en el patio del Palacio de Justicia se dijo aún: «Pensaré en todo eso más tarde. Lo que me importa ahora es cumplir un deber social, poniendo en eso el mismo cuidado que en todo lo que hago. Estas sesiones, a la larga, son frecuentemente muy interesantes.» Y , pasando ante el portero, entró en el vestíbulo del tribunal. V Cuando Nejludov entro en el Palacio de Justicia, los corredores ofrecían ya una gran animación. Corrían guardias, portadores de papelotes; los ujieres, los abogados y los procuradores se paseaban

de arriba abajo; los demandantes y los procesados en libertad se pegaban humildemente a las paredes o aguardaban sentados en los bancos. _¿El tribunal? -preguntó Nejludov a un guardián. -¿Qué tribunal? ¿Es la sala de lo civil o la sala de lo criminal? -Entonces, es la sala de lo criminal. Es lo primero que tenía que haber dicho. Vaya a la derecha y luego a la izquierda, segunda puerta. Nejludov siguió las indicaciones. Ante la puerta designada había dos hombres en pie, conversando. Uno de ellos, un grueso comerciante, se había preparado sin duda para su tarea bebiendo y comiendo copiosamente, porque parecía estar en una disposición de ánimo de lo mas gozoso; el segundo era un dependiente de origen judío. Los dos estaban hablando de la cotización de las lanas; Nejludov se acercó y les preguntó si era efectivamente allí el lugar de reunión de los jurados. -Aquí, caballero, aquí, desde luego. ¿Un jurado también, sin duda, uno de nuestros colegas? -añadió -Soy jurado. el buen comerciante con una sonrisa y un regocijado guiño de los ojos -. Pues bien, vamos a trabajar juntos -continuó en cuanto Nejludov hubo respondido de manera afirmativa. y añadió -: Baklachov, del segundo gremio -tendiendo su ancha mano al príncipe -.¿ Ya quién tengo el gusto de hablar? Nejludov dijo su nombre y pasó a la sala del jurado. En aquella salita se habían reunido unos diez hombres de todas las condiciones. Acababan de llegar, y unos estaban sentados en tanto que los otros paseaban de arriba abajo. Se examinaban mutuamente y entablaban conocimiento. Se veía alli a un coronel retirado, vestido con su uniforme; otros miembros del jurado iban con redingote o chaqueta; sólo uno tenía una blusa de mijik. Algunos de ellos habían tenido que abandonar sus asuntos para cumplir con su deber de jurados y se quejaban de ello en voz alta, lo que, por otra parte, no impedía leer en sus rostros una satisfacción mezclada de orgullo y la conciencia que tenían de cumplir un gran deber social. Después de examinarse previamente, los jurados habían formado grupos, sin ligazón más completa. Se hablaba del tiempo, de la primavera precoz, de los asuntos escritos en el registro de los pleitos. Muchos de entre ellos mostraban un gran interés en entablar conocimiento con el príncipe Nejludov, cuya presencia en medio de aquella asamblea constituía evidentemente, a los ojos de aquéllos, un honor excepcional. y Nejludov, como le pasaba siempre en circunstancias parecidas, encontraba eso natural y legítimo. Si le hubiesen preguntado qué razón podría invocar que justificase su superioridad sobre el común de los hombres, se habría visto muy apurado para responder: su vida, durante estos últimos tiempos sobre todo, no había tenido nada de muy meritorio. A decir verdad, sabía hablar fluidamente el inglés, el francés y el alemán; su ropa blanca, sus trajes, sus corbatas y sus pasadores procedían siempre de los primeros proveedores; pero, incluso a sus propios ojos, eso no podía constituir la prueba evidente de una superioridad manifiesta. Y sin embargo, tenía el convencimiento profundo de esta superioridad; consideraba todos los homenajes recibidos como cosa que se le debía, y habría tenido como afrenta no recibirlos. Justamente una afrenta de este tipo le aguardaba en la sala de los jurados. Entre éstos se encontraba un tal Peter Guerassimovitch (Nejludov nunca había sabido su nombre de familia y poco le importaba), al que conocía porque aquel hombre había sido en otros tiempos preceptor de los hijos de su hermana. Después, había terminado sus estudios y actualmente era profesor en el liceo. Nejludov lo había encontrado siempre insoportable, a causa de su familiaridad, de su risa llena de suficiencla y sobre todo de su «vulgaridad», según la palabra empleada por la hermana de Nejludov. -¡Ah, también la suerte lo ha designado a usted! -dijo el otro, avanzando hacia él con una risa espesa -.¿ y no se ha hecho usted dispensar? -Nunca he pensado en obtener una dispensa -replicó secamente Nejludov.

-¡Ah...! ¡Es verdaderamente un hermoso rasgo de valor cívico. Pero ya verá usted el hambre que va a pasar sin tener tampoco la posibilidad de dormir -replicó el profesor acentuando su risa. «He aquí- pensó Nejludov -un hijo de pope que pronto me va a tutear.» y le dio a su rostro una expresión tan sombría como si acabara de enterarse de la muerte de todos sus parientes; tras lo cual volvió la espalda a Peter Guerassimovitch y se dirigió hacia un grupo formado alrededor de un personaje de alta estatura, rasurado, de lo más representativo, y que peroraba con animación. Este personaje refería un proceso que se juzgaba actualmente en la sala de lo civil, y hablaba de él como si conociese todos los entresijos del asunto, designando por sus nombres de pila a jueces y abogados. Se empeñaba particularmente en demostrar la dirección maravillosa dada a los debates por un abogado famoso, tanto que la parte contraria, una anciana. señora, perdería su causa con toda seguridad, aun teniendo cien veces razón. -¡Un abogado de genio! -exclamó. Se le escuchaba con respeto, y algunos jurados que trataban de decir algo se veían interrumpidos en seguida, ya que sólo él tenía la pretensión de saber con certeza lo que se ventilaba. Aunque había llegado con retraso al Palacio de Justicia, Nejludov tuvo que resignarse a una espera prolongada en la sala del jurado. Se aguardaba, para abrir la vista, la llegada de uno de los miembros del tribunal que faltaba. VI El presidente del tribunal de la Audiencia, por su parte, había llegado muy temprano al Palacio. Era un hombre alto y grueso que llevaba largas patillas grisáceas. Aun que estaba casado, hacía una vida muy disipada, y su mujer obraba de igual manera: el principio de ambos era no molestarse el uno al otro. Ahora bien, aquella misma mañana, el presidente había recibido de un aya suiza que en tiempos había vivido en casa de él un billete en el que le daba cuenta de que pasaba por la ciudad para dirigirse a Petersburgo, y que lo esperaría en el hotel de Italia, entre las tres y las seis horas de la tarde. Se comprenderá la prisa del "residente en querer empezar la vista del día y, sobre todo, terminarla, para poder reunirse antes de las seis con la pelirroja Clara Vassilievna, con la que el verano precedente había esbozado una novela. Nada más entrar en su despacho, echó el cerrojo a la puerta, cogió dos pesas de un cajón de su armario y ejecutó veinte movimientos hacia arriba, hacia abajo, al frente, detrás y de costado; hecho esto tres veces, flexionó las rodillas con agilidad, elevando las pesas por encima de la cabeza. «La hidroterapia y la gimnasia; no hay nada como eso para dar agilidad», pensaba, pellizcándose los prominentes bíceps del brazo derecho con la mano izquierda, en la que brillaba un anillo de oro. Se disponía además a hacer el molinete, ya que siempre se preparaba para las vistas largas con este doble ejercicio, cuando la puerta se movió bajo el empuje de una mano que intentaba abrirla. A toda prisa, el presidente hizo desaparecer sus pesas y abrió la puerta. -Excúseme -murmuró. Uno de los jueces del tribunal, hombre bajito de hombros angulosos, de cara triste y que llevaba gafas con montura de oro, entró en el despacho. -¿También hoy se ha retrasado Matvei Nikititch? –dijo el juez con aire descontento. -Desde luego -dijo el presidente, poniéndose su uniforme-. Siempre se atrasa. -Es de una frescura inaudita-dijo el otro, quien se sentó y cogió un cigarrillo. Este juez era, por su parte, de una escrupulosa exactitud. Por la mañana había tenido con su mujer una escena muy desagradable, a causa de que ella había gastado demasiado rápidamente el dinero que él le había entregado para el mes. Él le había negado un anticipo que ella le pedía, y así se había formado

la escena. La mujer había declarado entonces que suprimiría la cena y que por tanto que no contase con cenar en casa. Seguidamente él se había marchado y, sabiendo que su mujer era capaz de todo, temía que llegase a ejecutar su amenaza. «¿Qué ventaja tiene vivir de una manera honrada e irreprochable?», pensaba, mirando al grueso presidente, rebosante de salud y de buen humor, quien, con los codos separados, alisaba con sus hermosas y blancas manos los abundantes y sedosos pelos de sus grandes patillas y los extendía a continuación por los dos lados de su galoneado cuello. «Éste está siempre contento y satisfecho. Yo, por el contrario, no tengo más que disgustos.» En aquel momento, el escribano vino a traerle al presidente los papeles que éste había pedido. El presidente encendió también un cigarrillo. -Gracias -dijo -.Bueno, ¿por qué asunto vamos a empezar? -Pues por el envenenamiento -respondió el escribano con semblante de indiferencia. -Está bien; sea entonces el envenenamiento -replicó el presidente, calculando que aquel asunto bastante simple estaría acabado a eso de las cuatro y que así podría marcharse. -¿Todavía no ha llegado Matvei Nikititch? -pregunt6. -Todavía no. ¿Y Breve? -Está ahí. -Dígale, si lo ve, que empezaremos por el envenena.miento En aquella temporada judicial, Breve era el fiscal interino encargado de sostener la acusación. Efectivamente el escribano, al salir, se cruzo con el por el encargado de sostener la acusación. Efectivamente el escribano, al salir, se cruzo con él por el corredor. La cabeza echada hacia delante, el uniforme desabrochado, su cartera bajo la axila, el fiscal marchaba a grandes zancadas, casi corriendo, haciendo sonar sus tacones y gesticulando con el brazo. -Mijail Petrovitch pregunta si está usted preparado –le dijo el escribano. -Desde luego. Siempre estoy preparado. ¿Por qué se empieza? -El envenenamiento. -Perfectamente-respondió el fiscal. En realidad, era menos perfector de lo quería dar a entender: una parte de la noche se la había pasado juzgado a las cartas en el café con algunos jóvenes; luego, despedida de un camarada y libaciones numerosas; habían jugado hasta las dos de la madrugada, tras de lo cual habían ido a ver mujeres, justamente en la casa donde, seis meses antes, vivía Maslova. Así, el joven fiscal ni siquiera había tenido tiempo para echar un vistazo al sumario de aquel caso de envenenamtento que se iba a juzgar. El escribano no lo ignoraba; precisamente por eso le había sugerido al presidente empezar por aquel asunto del que el fiscal no había estudiado aún una palabra. El escrlbano era liberal, casi podría decirse un radical. Breve, por el contrario, era conservador, ortodoxo lleno de celo, como buen funcionario alemán que ejercía en Rusia. Además de que le tenía antipatía y envidiaba su puesto, el escribano lo detestaba personalmente. -¿Y el asunto de los Skoptsy? (Secta religiosa cuyos adeptos formulan voto de castidad y, como garantía preventiva, se hacen castrar)-preguntó el escribano. -Es imposible faltando los testigos -replicó el fiscal-. Así lo he declarado y lo confirmaré en el tribunal. -¿Qué importancia: tiene eso? -Imposible -reiteró Breve. Y corrió a su despacho agitando el brazo. No era tanto la ausencia de algunos testigos insignificantes lo que lo impulsaba a diferir aquel asunto de los Skoptsy como su suposición de que, juzgado en una gran ciudad y por jurados pertenecientes en su mayor parte a clases instruidas, terminaría sin duda con una absolución. De acuerdo con el presidente,

preferiría que esa causa fuera trasladada a la audiencia de una cabeza de partido; habría así más posibilidades de obtener una condena por parte de un jurado compuesto casi exclusivamente de campesinos. Sin embargo, la animación aumentaba en el corredor. La concurrencia se amontonaba sobre todo ante la sala del tribunal de lo civil, donde se celebraba la vista del caso del que había ha blado, en medio de los jurados, el personaje representativo, aficionado a los procesos «interesantes». Durante una interrupción se había visto salir de la sala a aquella anciana señora a la que el «genial abogado» había sabido desposeer de todos sus bienes, en provecho de un hombre de negocios que no tenía a ellos el menor derecho; esto lo sabía los jueces y, mejor aún, el demandante abogado. Pero los argumentos de este último eran tan sutiles que resultaba imposible no despojar a la anciana señora de sus bienes para dárselos al hombre de negocios. La pleiteante era una mujer fuerte, envuelta en un vestido nuevo, con grandes flores en el sombrero. Al salir al corredor se detuvo y agitó sus cortas y gordezuelas manos, repitiendo a su abogado; -¿Qué vamos a hacer ahora? ¡Se lo suplico! Dígame lo que hay. El abogado miraba las flores del sombrero, no escuchaba y reflexionaba, el espíritu en otra parte. Detrás de la anciana señora salió de la sala de audiencia el abogado famoso que había sabido arreglar las cosas de forma que la mujer de las flores quedase tan bien expoliada, en tanto que el hombre de negocios, del que había recibido diez mil rublos, obtuvo de aquello más de cien mil. Pasó rápidamente con aire satisfecho, bombeando su reluciente pechera en la ancha escotadura de su chaleco. Todos los ojos se volvieron hacia él y, ante esas miradas, todo su porte parecía decir: «¡Por favor, señores, estos testimonios de admiración son exagerados!» Luego se alejó con paso rápido. VII Matvei Nikititch, el juez al que aguardaban, llegó por fin. Imediatamente después, el portero de estrados, hombre bajito y enjuto, de cuello largo, de paso desigual, entró en la sala del jurado. Era un buen hombre, que había hecho sus estudios en la universidad; pero, debido a su afición por la bebida, lo habían despedido de todos los puestos que había ocupado. Obtuvo el empleo de portero de estrados tres meses antes, gracias ala recomendación de una condesa que estaba encariñada con su mujer; y él, por su parte, se alegraba, como de una cosa extraordinaria, de haberse mantenido allí hasta entonces. -Bien, señores, ¿están aquí todos? -preguntó, poniéndose su binóculo para mirar a los jurados. -Me parece que sí -respondió el festivo comerciante. -Vamos a comprobarlo- dijo el portero de estrados. Según una lista que se sacó del bolsillo, fue diciendo los nombres y mirando a los jurados, bien a través de su binóculo bien por encima de éste. -¿El consejero de Estado I. M. Nikiforov? -Heme aquí- respondió el personaje representativo que conocía tan a fondo los procesos. -¿El coronel retirado Iván Semenovitch Ivanov? -Aquí estoy -respondió el hombre del uniforme. -¿El comerciante del segundo gremio Peter Baklachov? -iPresente! -exclamó el jovial comerciante, paseando su ancha sonnsa por toda la concurrencia -.Estamos listos. -¿El teniente de la Guardia, príncipe Dmitri Nejludov? -Yo soy-dijo Nejludov. El portero de estrados se inclinó, pareciendo así, con esta muestra, de deferencia y de amabilidad, querer establecer una distinción entre Ne¡ludov y los demás jurados. .-¿El capitán Yuri Dmietrivitch Dantchenko? ¿El comerciante Grigory Efimovitch Kulechov? Etcétera, etcétera.

Excepto dos, todos los jurados estaban allí. -Y ahora, señores -dijo el portero con un ademán de invitación hacia la puerta -, tómense la molestia de entrar en la sala de audiencia. Se produjo un movimiento de conjunto, pero al salir de la sala, cada cual se apartaba con cortesía a la puerta para dejar pasar a su colega. Luego, desde el corredor, los jurados penetraron en la sala de audiencia. Ésta era una pieza larga y grande, una de cuyas extremidades estaba ocupada por un estrado realzado con tres escalones. En el centro de aquel estrado se alzaba una mesa, cubierta por un tapete verde con bordes de verde más oscuro; tres sillones, con altos respaldos de roble esculpido, estaban alineados detrás de la mesa; colgado de la pared, detrás de los sillones, un retrato de colores llamativos, con marco dorado, representaba al emperador de uniforme, con el gran cordón en forma de collar cayendo en punta sobre el pecho, las piernas separadas y la mano sobre el pomo de la espada. En el ángulo de la derecha, una imagen del Cristo coronado de espinas estaba empotrada en un retablo ante el cual había un pupitre; una pequeña tarima estaba reservada al fiscal igualmente a la derecha del estrado. En el fondo de la izquierda se alzaba la mesa del escribano; y delante, más cerca del público, el banco de los detenidos, desocupado aún como el estrado, estaba rodeado de una barandilla de madera. A la derecha, y frente al banquillo de los detenidos, había una serie de asientos de altos respaldos para los jurados, y, por debajo de ellos, mesas dispuestas para los abogados. Una reja de madera separaba el estrado del resto de la sala, donde bancos en forma de gradas se elevaban hasta la pared del fondo. En las primeras filas de esos bancos estaban sentados cuatro mujeres y dos hombres: aquéllas, vestidas como obreras o sirvientas; éstos, sin duda obreros también. Seguramente aquel grupo estaba muy impresionado por la decoración imponente de la sala, porque no hablaban más que en voz baja, con timidez. Después de haber introducido y colocado a los jurados, el portero avanzó hacia el centro del estrado y, para impresionar a la concurrencia, anunció con voz retumbante: -jEl tribunal! Todo el mundo se puso en pie, y los jueces subieron al estrado. Primero el presidente, con sus bíceps y sus hermosas patillas; luego el juez tristón de gafas con montura de oro, que parecía más enfurruñado aún, porque precisamente cuando iba a entrar en la sala se había encontrado con su cuñado, candidato a la magistratura, el cual le advirtió que volvía de casa de su hermana y que no habría cena -Así es que tendremos que irnos a comer a un restaurante -había dicho el cuñado riéndose. -No veo motivo alguno de risa -había respondido el juez, cada vez más melancólico. Iba seguido por el segundo juez del tribunal, aquel mismo Matvei Nikititch que siempre se retrasaba. Era un hombre barbudo, con grandes ojos bondadosos de bolsas hinchadas. Pero sufría de una dolencia y estómago, y aquella misma mañana el doctor lo había sometido a un nuevo régimen que lo obligaba a permanecer en casa hasta mucho más tarde que antes. Llegaba al estrado con aire muy preocupado, y lo estaba, en efecto. Tenía la manía de querer adivinar, por diferentes procedimientos basados en el azar, la respuesta a enigmas que él mismo se planteaba. Esta vez se había dicho que si, para recorrer el trayccto de su despacho a su sillón, el número de pasos resultaba divisible por tres, es que se curaría de su dolencia con el nuevo régimen; si no, resultado nulo. Pero como en total sólo había veintiséis pasos, el juez, en el último momento, hizo trampa dando un pasito más; y así pudo contar el vigesimoséptimo al llegar a su sillón. El presidente y los dos jueces, erguidos sobre el estrado con sus uniformes de cuello galoneado de oro, ofrecían un espectáculo imponente. Ellos mismos, por lo demás, tenían conciencia de eso, y, casi confusos por su grandeza, los tres se apresuraron a sentarse, bajados los ojos con modestia, sobre sus asientos esculpidos, ante la gran mesa verde sobre la cual estaban depositados un objeto triangular coronado por el águila imperial, recipientes de cristal parecidos a los que se ven, llenos de bombones, en

los escaparates de las confiterías, tinteros, plumas, hojas de papel en blanco y una gran cantidad de diversos lápices recién afilados. El sustituto del fiscal entró detrás de los jueces. También él se dirigió lo más rápidamente posible a su asiento, con su iruceparable cartera bajo la axila y agitando el brazo. Inmediatamente que se acomodó, no teniendo un minuto que perder para preparar su requisitoria, se sumergió en el estudio de los autos. Hay que decir que, nombrado recientemente fiscal interino, era sólo la cuarta vez que actuaba en el tribunal de la Audiencia. Su gran ambición le dejaba esperar una brillante carrera, con la condición esencial de obtener condenas en todos los procesos en que interviniera. Del asunto del envenenamiento no conocía más que las líneas generales, y ya habia montado el plan de su requisitoria; no le quedaba más que profundizar los detalles, cosa en la que trabajaba activamente en aquellos momentos, tomando notas, en sus papeles. En cuanto al escribano, sentado al extremo opuesto del estrado, y habiendo desplegado ante él todos los folios que tendría que leer, daba un vistazo a un articulo de un periódico prohibido que había recibido la vispera, pues se proponía hablar de eso al juez de la gran barba, que tenía las mismas opiniones políticas que él. VIII Habiendo consultado sus papeles y hecho algunas preguntas al portero de estrados y al escribano, que respondieron afirmativamente, el presidente ordenó introducír a los acusados. Al punto, detrás de la reja de madera, la puerta se abrió y entraron dos guardias con la gorra en la cabeza y el sable desenvainado. Detrás de ellos aparecieron los tres detenidos, primeramente el hombre, pelirrojo, pecoso, y luego las dos mujeres. El primero llevaba un capote de preso, demasiado largo y demasiado ancho para él. Mantenía sus grandes dedos alargados sobre la costura del capote para sujetar así sus mangas demasiado largas, que le caían sobre las manos. Ni los jueces ni el público atraían en absoluto sus miradas, que fijaba obstmadamente en el banco junto al cual estaba pasando. Después de haberle dado la vuelta, se sentó, elevó los ojos hacia el presidente y se puso a agitar sus músculos maxilares como si hubiese murmurado algo. Iba seguido por una mujer de cierta edad, vestida igualmente con un capote carcelario. Un pañuelo de lana le cubría la cabeza; su rostro era de una palidez mate; sus ojos, enrojecidos, sin cejas ni pestañas. Parecía perfectamente tranquila. Al llegar a su sitio, habiéndosele enganchado el vestido, lo desenganchó cuidadosamente, sin apresurarse, y se lo alisó antes de tomar asiento. La otra mujer era Maslova. Desde su entrada, atrajo sobre ella las miradas de todos los hombres presentes en la sala, que se volvieron para examinar intensamente su dulce rostro, su fino talle, su robusto pecho, que se combaba bajo el capote. Incluso el guardia ante el cual tuvo que pasar la siguió con los ojos hasta el momento en que se sentó; y, como si hubiera cometido una falta al hacer eso volvió bruscamente la cara, se sacudió y miró con fijeza la ventana que se hallaba delante de él. Sentados los detenidos y Maslova ya en su sitio, el presidente se volvió hacia el escribano. Empezaron los trámites habituales: lista de los jurados, juicio contra los ausentes, condena a una multa, examen de las excusas presentadas por algunos, sustitución de los ausentes por suplentes. Luego el presidente enrolló unos papelitos, los colocó en la vasija de crlstal y, después de haber estirado hacia arriba ligeramente las bordadas mangas de su uniforme dejando ver su antebrazo fuertemente velludo, se puso con ademanes de prestidigitador a retirar los papelitos uno tras otro, a desenrollarlos ya leerlos. Luuego se bajó las mangas e invitó al pope a que prcocediera a obtener por parte de los jurados la prestación del juramento.

Este pope era un viejecillo de cara amarilla y biliosa, de sotana pardusca; llevaba alrededor del cuello una cruz de oro, y, prendida en la pechera, una pequeña condecoración. Arrastrando penosamente sus hinchadas piernas, se acercó al pupitre colocado ante el icono. Los jurados se pusieron en pie y lo siguieron en masa. -Os lo ruego -dijo el pope, haciendo mover con su regordeta mano, mientras esperaba la llegada de todos los jurados, la cruz suspendida sobre su pecho. Ordenado desde hacía cuarenta y seis años, se preparaba, como lo había hecho últimamente el arcipreste de la catedral, a celebrar dentro de cuatro años sus bodas de oro. Sus funciones en el tribunal databan de la inauguraci6n de ]a jurisdicción de audiencia territorial. Se enorgullecía de haber hecho prestar juramento a más de diez mil personas y de emplear su vejez en bien de la Iglesia, del Estado y de su familia; a esta última calculaba poder legarle cómodamente, además de su casa, unos treinta mil rublos en títulos seguros. Nunca se le había ocurrido pensar que hacía mal obligando a la gente a jurar sobre aquel evangelio que prohibe expresamente todo juramento; y, lejos de pesarle, esta función le agradaba, por. que le proporcionaba ocasión de entablar conocimiento con personajes de categoría. Así, aquel día se había sentido encantado por sus relaciones con el abogado célebre y le había respetado doblemente al enterarse de que el juicio contra la anciana señora del sombrero de grandes flores le había reportado diez mil rublos. Cuando los jurados subieron los escalones del estrado el pope, inclinando a un lado su calva cabeza, coronada de cabellos grises, la hizo pasar por la abertura grasienta de la estola volvió a poner en orden sus ralos cabellos y, volviéndose hacia los jurados, dijo con su lenta voz de anciano al mismo tiempo que su regordeta mano, con roscas, se levantaba. plegados los dedos como para tomar una pulgarada de rapé: -Levantaréis la mano derecha y colocaréis vuestros dedos así. Ahoha, repetid conmigo. -Empezó-: Prometo y Juro, ante Dios todopoderoso, ante el Santo Evangelio y la cruz vivificante de nuestro Señor... -dijo, deteniéndose tras cada miembro de la frase. -¡No bajéis la mano! ¡Mantenedla así!reprochó a un joven que había dejado caer ]a suya- que el asunto en el cual... El personaje representativo de ]as patillas, el coronel, el comerciante y otros jurados mantenían con un placer particular la mano alta y fija; los demás, por el contrario, lo hacían con pocas ganas, si no con negligencia. Algunos proferían muy alto la fórmu]a del juramento, con un aire que parecía decir: «¡Hablaré, hablaré bien!» Los otros hablaban en voz muy baja, se retrasaban y, asustándose luego, se apresuraban a recuperar el compás. Y algunos, como si temiesen soltar algo. Mantenfan firmemente su pulgarada con un gesto provocativo; otros apartaban los dedos y volvían a juntarlos. Pero todos parecían molestos, excepto el pope, convencido de que realizaba una obra grave y útil. Después del juramento, el presidente invitó a los jurados a escogerse un jefe. Se levantaron de nuevo, pasaron a la sala de deliberaciones y casi todos se pusieron a fumar cigarrillos. Hubo quien propuso dar la presidencia al personaje representativo, y todos consintieron en ello. Luego tiraron sus cigarrillos y volvieron a entrar en la sala. El jefe del jurado declaró al presidente que él era el elegido, y todos se volvieron a sentar en sus sillas de altos respaldos. A continuación, todo transcurrió sin incidentes, y también con una cierta solemnidad; y esta solemnidad, esta regularidad hacían pensar a los magistrados ya los jurados que cumplían un deber social grave e importante. y éste era también el sentimiento experimentado por Nejludov. Habiéndose sentado los jurados, el presidente les dirigió un discurso sobre sus derechos, obligaciones y responsabilidades. Hablando, cambiaba sin cesar de postura: se acodaba, bien sobre el brazo izquierdo, bien sobre el derecho; ora se adosaba al fondo de su sillón, ora se apoyaba en el brazo del mismo; o también apilaba ordenadamente las hojas de papel que tenía sobre la mesa, levantaba la plegadera o jugaba con un lápiz.

Hizo conocer seguidamente a los jurados sus derechos: hacer preguntas a los detenidos por conducto del presidente, tener un lápiz y papel, examinar las piezas de convicción; sus obligaciones eran: juzgar según la justicia, no según la injusticia; su responsabilidad consistía en observar el secreto de sus deliberaciones; por tanto, si en el ejercicio de sus funciones de jurados se comunicaban con terceros, se harían acreedores a una pena severa. Toda la concurrencia escuchó aquello con recogimiento. El comerciante, que expandía en torno de él un tufo a aguardiente y reprimía ruidosos hipidos, inclinaba la cabeza a cada frase del presidente en señal de aprobación. IX Después de su alocución, el presidente se volvió hacia los acusados: -Simón Kartinkin, levántese usted - dijo. -Simón se levantó bruscamente; sus músculos faciales se movieron aún más aprisa. -¿Su nombre? -Simón Petrov Kartinkin - respondió de una sola tirada, con una voz seca, el acusado, que de antemano habla preparado sus respuestas. -Profesión? -Nos somos campesino. -¿Qué gobierno? ¿Qué distrito? -Gobierno de Tula, distrito de Kaprivino, comuna de Kupianskkkoie, pueblo de Borki. -¿Qué edad tiene usted? -Año trigésimo cuarto, nacido en mil ochocientos... -¿Qué religión? -Nos somos de la religión rusa, ortodoxa. -¿Casado? -De ninguna manera. -¿En qué trabajaba usted? -Nos trabajábamos en los corredores del Hotel de Mauritania. -¿Ha comparecido ya alguna vez ante la justicia? -Nos no hemos comparecido nunca ante la justicia, porque como nos vivíamos antes... -¿Nunca ha comparecido usted ante la justicia? -¡Dios me libre! ¡Nunca! -¿Ha recibido usted una copia del acta de acusación? -Nos la hemos recibido. -Siéntese usted... Eufemia Ivanovna Botchkova- prosiguió el presidente dirigiéndose a una de las mujeres. Pero Simón seguía estando en pie y tapaba a Botchkova. -¡Kartinkin, siéntese usted! Kartinkin persistía en quedarse de pie. -¡Kartinkin, siéntese usted! El portero de estrados, adelantando la cabeza y poniendo ojos feroces, lo intimó, con voz severa, a que se sentase. Solo entonces se sentó; pero puso en ello la misma brusquedad que había puesto en levantarse y, envolviéndose en su capote, continuó moviendo las mejillas. -¿Cómo se llama usted? El presidente se dirigía así a una de las acusadas, sin ni siquiera mirarla, sin dejar de consultar un

papel que tenía en la mano. Acostumbrado a este procedimiento, y para ir más aprisa, le era fácil hacer dos cosas a la vez. Botchkova tenía cuarenta y tres años. Estado social: aldeana de Koloma. Profesión: sirvienta en el mismo Hotel de Mauritania. Nunca había comparecido ante la justicia. Había recibido copia del acta de acusación. Pero había una especie de provocación atrevida en sus respuestas, como si hubiese querido decir: «Sí, es muy cierto que soy Eufemia Botchkova, y he recibido la copia, y me enorgullezco de ello, y no concedo a nadie el derecho a reírse de eso.» No hubo que decirle que se sentara: lo hizo en cuanto su interrogatorio acabó. -¿Cómo se llama usted? -dijo el galante presidente con una dulzura muy particular a la otra acusada. Y añadió de una manera afable, viendo que Maslova se quedaba sentada -: Tiene usted que levantarse. Maslova se puso en pie con aire sumiso; la cabeza derecha, el pecho adelantado, sin responder, clavando en el presidente sus ojos negros y risueños que bizqueaban ligeramente. -¿Cómo la llaman a usted? -¡Lubov! –respondió ella vivamente. Mientras tanto, a cada interrogatorio de los detenidos, Nejludov, provisto de sus impertinentes, examinaba al interrogado. y fijos los ojos en el rostro de esta acusada, pensaba: «Es imposible. ¿Cómo Lubov?», se decía al oír la respuesta. El presidente quería hacer otra pregunta. Pero el juez de gafas le había dicho humorísticamente algunas palabras que lo detuvieron. Asintió con una inclinación de cabeza y se volvió hacia la detenida: -¿Cómo Lubov? -preguntó-. Está usted inscrita con nombre. La acusada guardaba silencio. -Le pregunto cuál es su verdadero nombre. -Su nombre de pila -intervino el juez escrupuloso. -En otros tiempos me llamaban Catalina. Y Nejludov seguía diciéndose: «¡Es imposible!» Sin embargo, ya no dudaba: era desde luego la ahijada-doncella por la que había tenido un acceso de pasión, a la que había seducido, en un momento de locura, y abandonado luego. Desde entonces, es verdad, había evitado traer a la memoria aquel recuerdo desagradable, humillante para él, porque él, tan orgulloso de su lealtad, tenía conciencia de haberse conducido cobardemente con aquella mujer. Y era ella, en verdad. Él reconocía en sus rasgos ese no sé qué de misterioso que caracteriza cada rostro, lo singulariza entre todos y lo hace único, sin sosias... A pesar de la palidez enfermiza y del abotagamiento, volvía a encontrar aquella singularidad en todo el conjunto del rostro, desde la boca, los ojos que bizqueaban un poco, el timbre de la voz, sobre todo la mirada sumisa y tentadora, en fin, en la persona toda. -Debería usted haber respondido todo eso inmediatamente -dijo el presidente, siempre con el mismo tono benévolo-. ¿y el nombre de su padre? -Soy hija natural- respondió Maslova. -Eso es indiferente; ¿cómo la han llamado, por el nombre de su padrino? -Mijailovna. «Pero, ¿qué crimen ha podido cometer?», se preguntaba Nejludov, todo anhelante. -¿Su nombre de familia, su apellido? -siguió preguntando el presidente. -Por el nombre de mi madre se me llamó Maslova. -¿Clase social? -Mestchanka. (Clase intermedia entre campesinos V burgueses, con residencia en una ciudad) -¿De religión ortodoxa? -Ortodoxa. -¿Qué profesión tenía usted? ¿Qué oficio? Maslova se quedó callada. El presidente insistió:

-¿Qué oficio? -Yo estaba en una casa -dijo ella. ¿En qué casa? -preguntó severamente el juez de gafas. -Ustedes lo saben muy bien -replicó Maslova con una sonrisa. y después de haber lanzado rápidamente una mirada hacia la sala, volvió a clavar los ojos en el presidente. En la expresión de sus rasgos había algo tan extraño como la había. de tan trágico y lastimero en sus palabras, y también en la mirada rápida que había paseado por la concurrencia, que el presiden:e bajó la cabeza, al mismo tiempo que se hacía un gran silencio en la sala. Pero, desde el sitio donde estaba el público se alzó una risa. Alguien dijo «chist» para imponer silencio. El presidente levantó la cabeza y continuó su interrogatorio. -¿Ha sido procesada alguna vez? Maslova lanzó un suspiro y respondió en voz muy baja: -Nunca. -¿Ha recibido copia del acta de acusación? -La he recibido -respondió ella. -Siéntese usted. La acusada levantó los bajos de su saya con la gracia que ponen las damas de gran atuendo en levantar la cola de su vestido, y se sentó. Luego, escondió las manos en las mangas de su capote y continuó mirando al presidente. Se llamó seguidamente a los testigos, a los que se hizo salir luego. A continuación se invitó al médico perito a venir a la sala de audiencias. Finalmente, el escribano se levantó y leyo el acta de acusación con voz fuerte y clara. Pero como pronunciaba mal las eles y las erres y además leía rápidamente, el sonsonete continuo de su voz daba ganas de dormir. Los jueces se apoyaban ora sobre un brazo, ora sobre el otro de su sillón, sobre la mesa, sobre sus papeles; cerraban y abrían alternativamente los ojos y hablaban en voz baja. Un guardia ahogó un bostezo nervioso. En el banco de los detenidos, Kartinkin no dejaba de mover sus maxilares; Botchkova, sentada, no perdía nada de su calma y de vez en cuando se rascaba con un dedo los cabellos bajo el pañolón, Maslova, ora permanecía inmóvil, los ojos clavados en el lector, ora se agitaba, como si hubiese querido protestar; enrojecía, luego suspiraba penosamente , cambiaba la posición de sus brazos, lanzaba una mirada hacia el fondo de la sala y la volvía luego hacia el escribano. Nejludov, sentado en la segunda silla de la primera fila de los jurados, sin abandonar sus impertinentes, continuaba examinando a Maslova: un trabajo profundo y doloroso se llevaba a cabo en su alma. X El acta de acusación estaba formulada así: «El 17 de enero de 188..., la policía fue informada por el gerente del Hotel de Mauritania,. sito en esta ciudad, de la muerte repentina, en su establecimiento, de un comerciante de paso del segundo gremio, procedente. de Sliberia: Feraponte Smielkov. Según la declaraclon del médico del cuarto distrito, la muerte de Smielkov fue causada por una congestión cardíaca provocada por el uso excesivo de licores; y el cuerpo de Smielkov fue enterrado al tercer día despues de su muerte. Pero al cuarto día que siguio al fallecimiento, al volver de Petersburgo uno de sus camaradas, comerciante de Siberia, Timojin, habiéndose enterado de la muerte de su compañero Smielkov y de las circunstancias en que se había producido, la declaró sospechosa y poco natural. Estaba convencido de que Smielkov había sido

envanenado por crimmales que le habían robado su di.nero y un anillo de brillantes que no se había encontrado en el inventario de su equipaje. »En consecuencia, se ordenó un atestado que reveló lo que sigue: »Primero. -Que tanto el gerente del Hotel de Maurztania como el empleado del comerciante Starikov, con quien Smielkov tenía negocios en la ciudad, sabvan que Smielkov debía poseer 3.800 rublos, que había retirado del banco, siendo así que en la maleta y en la cartera de Smielkov, selladas inmediatamente después de su muerte, no se encontraron más que 312 rublos y 16 copeques. »Segundo. -Que la víspera de su muerte, Smielkov pasó todo el día y toda la noche en compañía de la prostltuta Lubka, que había ido en dos ocasiones a su ,habitación del hotel. »Tercero. -Que esta prostituta vendío a su patrona el anillo de brillantes que había pertenecido a Smielkov. »Cuarto. -Que la sirvienta del hotel, Eufemia Botchkova, al día siguiente de la muerte del comerciante Smielkov, puso en su cuenta corriente en el Banco del Comercio 1.800 rublos. »Quinto. -Que según declaración de la prostituta Lubka, el sirviente de corredor Simón Kartinkin le entregó un paquete de polvos, incitándola a verter este polvo en vino ya darlo al comerciante Smielkov, lo que la prostituta Lubka reconoció por su parte haber hecho. »En su interrogatorio, la prostituta Lubka declaró que durante la visita del comerciante Smielkov a la casa de tolerancia donde ella “trabajaba”, como ella dice, fue en efecto enviada por él a la habitación que él ocupaba en el Hotel de Mauritania, para coger dinero y llevárselo al comerciante, y que habiendo abierto la maleta con la llave que él le entregó, ella cogió cuarenta rublos, según la orden que le habían dado, pero que no cogió más, de lo que pueden testimoniar Simón Kartinkin y Eufemia Botchkova, en presencia de los cuales había abierto y vuelto a cerrar la maleta tras recoger el dinero. »En lo que concierne al envenenamiento de Smielkov, la prostituta Lubka ha declarado que durante su tercera visita a la habitación de Smielkov, impulsada por Simón Kartinkin, efectivamente dio a beber al comerciante, diluidos en aguardiente, ciertos polvos que ella creía simplemente que eran un soporífero, a fin de que se durmiese y ella pudiera quedar libre más pronto; pero que no cogió ningún dinero y que la sortija se la dio el mismo Smielkov, porque le había pegado y ella había querido irse. »Interrogados por el juez de instrucción, en concepto de acusados, Eufemia Botchkova y Simón Kartinkin, han declarado lo que sigue: »Eufemia Botchkova ha declarado que no sabe nada sobre el dinero robado, que ella no entró en la habitación del comerciante y que Lubka hacía allí lo que quería. y que si le han robado algo al comerciante, no podía haberlo hecho más que Lubka cuando vino a buscar dinero con la llave dada por Smielkov .» Al llegar a este pasaje del acta de acusación, Maslova se estremeció y, boquiabierta, se quedó mirando a Botchkova. »Cuando se le mostró a Eufemia Botchkova su recibo de! banco de 1.800 rublos -continuó leyendo el escribano- y se le preguntó de dónde había sacado tanto dinero, declaró que lo había ganado, durante dieciocho años de servicio, en común con Simón, con quien tenía el propósito de casarse. »Interrogado en concepto de acusado, Simón Kartinkin confesó, en un primer interrogatorio, que él y Botchkova fueron incitados por Maslova, venida de la casa de toleranaa con la llave, que él robó el dinero y lo repartió con Maslova y Botchkova; igualmente confesó haber dado a Maslova los polvos para dormir al comerciante. Pero, en su segundo interrogatorio, negó su participación en el robo y el hecho de haber entregado los polvos a Maslova, echando la culpa de todo sobre esta última. En cuanto al dinero depositado en el banco por Botchkova declaró como ella que lo habían ganado juntos, durante sus servicios de dieciocho años en el hotel, gracias a las propinas dadas por los clientes. »Al fin de dilucidar las circunstancias de! asunto, se juzgó necesario hacer la autopsia de! cadáver de

Smielkov y examinar tanto el contenido de sus vísceras como las modificaciones sobrevenidas en el organismo. El examen de las vísceras ha demostrado, en efecto, que la muerte de! comerciante Smielkov fue causada por envenenamiento.» Seguía el enunciado de los careos e interrogatorios de testigos, y el acta de acusación concluía así: «El comerciante de segundo gremio Smielkov, dado a la embriaguez y al desenfreno, había entrado en relaciones con la prostituta llamada Lubka, en la casa de tolerancia de Kitaieva. Encontrándose en la dicha casa de tolerancia el día 17 de enero de 188..., envió a la mencionada prostituta Lubka, provista de la llave de su maleta, a la habitación que él ocupaba en el hotel, para que ella retirase de esa maleta una suma de cuarenta rublos de la que tenía necesidad para sus liberalidades. Habiendo llegado a la habitación de! hotel y habiendo retirado el dinero, Maslova se puso en connivencia con Botchkova y Kartinkin, a fin de robar todo el dinero y los objetos preciosos del comerciante Smielkov y repartírselos entre ellos. Y eso es lo que ocurrió (en este punto, de nuevo Maslova se estremeció tuvo un sobresalto y se puso toda roja): Maslova recibió una sortija de brillantes y probablemente una pequeña suma de dinero que, o bien la ha escondido, o bien la ha perdido, ya que aquella misma noche se hallaba en estado de embriaguez. A fin de disimular los rastros del robo, los cómplices resolvieron atraer de nuevo al comerciante Smielkov a su habitación y envenenarlo con arsénico que se encontraba en poder de Kartinkin. Con este objeto, Maslova regresó a la casa de tolerancia y persuadió al comerciante Smielkov para que volviese con ella al Hotel de Mauritania. En cuanto éste regresó, Maslova, quien había recibido los polvos de manos de Kartinkin, los vertió en el aguardiente que dio a beber a Smielkov, y de ello resultó la muerte de este último. »Por lo expuesto en estos resultandos, el campesino del pueblo de Borki, Simón Kartinkin, de treinta y tres años; la mestchanka Eufemia Ivanovna Botchkova, de cuarenta y tres años, y la mestchanka Catalina Mijailovna Maslova, de veintisiete años, son acusados de haber, el 17 de enero de 188..., siendo cómplices, robado al comerciante Smielkov su dinero, que se elevaba a la suma de 2.500 rublos, y, con el fin de ocultar las huellas de su crimen, de haber hecho beber veneno al comerciante Smielkov y de haber así ocasionado su muerte. »Este crimen está previsto en el artículo 1.455 del código penal.» En virtud de tales y cuales artículos de la jurisdicción penal, Simón Kartinkin, Eufemia Botchkova y Catalina Maslova comparecen ante el tribunal de la Audiencia que se reúne con participación de los jurados. Habiendo terminado así la larga lectura de! acta de acusación, el escribano alineó las hojas delante de él, se sentó y se alisó con las dos manos sus largos cabellos negros. Toda la concurrencia lanzó un suspiro de alivio, cada cual teniendo la agradable convicción de que el debate estaba ya abierto y que todo iba a esclarecerse para satisfacción de la justicia. Nejludov fue el único que no experimentó aquel sentimiento: continuaba pensando con angustia en el crimen que había podido cometer aquella Maslova, a quien, diez años antes, él había conocido jovencita, inocente y graciosa. XI Terminada la lectura del acta de acusación, el presidente, después de haber recogido el parecer de sus asesores, se volvió hacia Kartinkin con un aire que quería decir: «Ahora, de un modo cierto, vamos a enterarnos de todo en sus menores deta1les. » -¡El campesino Simón Kartinkin! -dijo, inclinándose hacia su izquierda. Simón Kartinkin se levantó, alargados los brazos sobre la costura de su capote, en una actitud militar, e inclinó todo el cuerpo hacia delante, sin cesar de agitar sus maxilares. -Se le acusa a usted de haber robado el 17 de enero de 188..., con complicidad de Eufemia

iJamás! -Está bien. Botchkova y Catalina Maslova, de la maleta del comerciante Smielkov, una suma de dinero que era propiedad de éste; luego, de haberse procurado arsérnco y de haber aconsejado a Catalina Maslova que lo vertiera en el aguadiente del comerciante Smielkov, cosa que ella hizo y que ocasionó la muerte del mencionado Smielkov. ¿Se reconoce usted culpable? -concluyó el presidente inclinándose hacia la derecha. -Es absolutamente imposible, porque nuestro oficio es servir a los clientes. -Ya dirá usted eso más tarde. ¿Se reconoce usted culpable? -De ninguna manera... Yo solamente... -¡Ya nos dirá usted eso más tarde! ¿Se reconoce usted culpable? -reiteró el presidente con voz tranquila pero firme. -No puedo hacerlo, porque... -Bruscamente, el portero de estrados se volvió de nuevo hacIi Simón Kartinkin y lo hizo callar con un «¡chist!» enérgico. Con un aire que quería decir que esta parte del asunto estaba liquidada, el presidente, sujetando un papel en una mano alzada en alto, cambió el codo de sitio y se dirigió a Eufemia Botchkova: -Eufemia Botchkova, se la acusa de que el 17 de enero de 188..., en complicidad con Simón Kartinkin y Catalina Maslova, robó una suma de dinero y una sortija de la maleta del comerciante Smielkov; luego, habiéndose repartido ustedes el producto del robo, de haber hecho tragar al comerciante Smielkov, para que no descubriera el latrocinio, veneno, a resultas del cual murió. ¿Se reconoce usted culpable? -¡No soy culpable de nada! -respondió la acusada con voz firme y atrevida -.Ni siquiera entré en la habitación, y, puesto que entró esta basura, ella es la que hizo todo. Ya nos dirá usted eso más tarde –dijo de nuevo el presidente con su voz tranquila y firme -.Entonces, ¿no se reconoce usted culpable? -No cogí dinero ninguno, no di nada a beber, ni siquiera entré en la habitación. Si hubiese entrado, la habría echado a ella afuera. -¿No se reconoce usted culpable? – -Catalina Maslova -dijo en seguida el presidente, dirigiendose a la otra detenida-, se la acusa a usted de haber ido desde la casa pública a una habitación del Hotel de Mauritania, con la llave de la maleta del comerciante Smielkov de haber robado de esta maleta dinero y una sortija... Decía esto como si recitase una lección aprendida, inclinando al mismo tiempo el oído hacia el asesor de la izquierda, quien le hacía notar que, en la enumeración de las piezas de convicción, faltaba un bote. Robó usted de la maleta el dinero y la sortija- repitió el presidente-, y, después de haber repartido los objetos robados, después de haber vuelto con el comerciante Smielkov al Hotel de Mauritania, dio usted a beber a Smielkov veneno en su aguardiente, causándole así la muerte. ¿Se reconoce usted culpable? -¡No soy culpable de nada! -respondió vivamente la acusada Como lo dije desde el principio, lo sigo diciendo: «No cogí nada, nada, nada. y fue él quien me dio el anillo.» -¿No se reconoce usted culpable de haber cogido los dos mil seiscientos rublos de plata? -preguntó el presidente. -No cogí nada, nada más que los cuarenta rublos. -¿Y de haber vertido los polvos en el vaso del comerciante Smielkov, se reconoce usted culpable? -Eso, lo confieso. Pero me habían dicho, y yo lo creía, que esos polvos eran para dormir y que no producirían ningún mal. No pensé en eso ni lo quise. ¡Juro ante Dios que no lo quise! -dijo ella -Así, pues, no se reconoce usted culpable de haber robado el dinero y la sortija del comerciante

-¿y después? -¿Después? Pues me quedé y luego me marché. Smielkov- dijo el presidente -; pero, por el contrario, confiesa usted que echó los polvos, ¿ no es así? -Eso, lo confieso; pero yo creía que eran unos polvos para dormir. Se los di solamente para que se durmiese. Yo no quería que pasase aquello, y no lo pensé. -Muy bien -dijo el presidente, visiblemente satisfecho por los resultados obtenidos -.Cuéntenos usted ahora cómo ocurrió la cosa -prosiguió adosándose a su sillón y poniendo las manos sobre la mesa -Diga todo lo que sabe. Puede usted aliviar su situación mediante una confesión sincera. Maslova continuaba mirando con fijeza al presidente, pero guardaba silencio. -Vamos, díganos cómo ocurrieron las cosas. -¿Qué cómo ocurrieron?- dijo bruscamente Maslova-. Yo había llegado al hotel. Me condujeron a la habitación donde él se encontraba, ya muy cargado de bebida. –Pronunció la palabra él con los grandes ojos abiertos de par en par y una expresión significativa de terror -.Yo quería irme, y él se opuso... Se calló de nuevo, como si hubiese perdido el hilo de su relato, o bien como si otro recuerdo le hubiese atravesado la memoria. En aquel momento, el fiscal interino se levantó a medias, apoyandose con afectación sobre los codos. -¿Desea usted hacer una pregunta? -preguntó el presidente. Y, a la respuesta afirmativa del fiscal, el presidente le hizo comprender con un ademán que podía hablar. -He aquí la pregunta que querría hacer: ¿conocía con anterioridad la detenida a Simón Kartinkin? -preguntó el fiscal con énfasis y sin mirar a Maslova. Y, hecha la pregunta, contrajo los labios y frunció las cejas. Habiendo repetido la pregunta el presidente, Maslova lanzó sobre el fiscal miradas de espanto. -¿A Simón? -dijo ella -.Sí, lo conocía. -Me haría falta saber además cuáles eran las relaciones de la acusada y de Kartinkin. ¿Se veían a menudo? -¿Que cuáles eran nuestras relaciones? Él me recomendaba a los viajeros del hotel, pero eso no eran relaciones -respondió Maslova, pasando alternativamente sus miradas del presidente al fiscal. -Quisiera saber por qué Kartinkin recomendaba solamente a Maslova a los viajeros, excluyendo a otras muchachas -dijo el fiscal, con los ojos semicerrados y una ligera sonrisa mefistofélica. -No lo sé. ¿Cómo podría saberlo? -respondió Maslova, quien detuvo un instante su mirada sobre Nejludov -Él recomendaba a las que quería. «¿Me habrá reconocido?», pensaba Nejludov, sintiendo que toda la sangre le subía al rostro. Pero Maslova no lo había distinguido en el grupo de los jurados, y en seguida volvió a clavar en el fiscal sus miradas despavoridas. -Así, pues, la detenida niega haber tenido relaciones íntimas con Kartinkin. Está bien. No tengo más que preguntar. Y el fiscal, retirando prestamente su codo del pupitre, se puso a escribir. En realidad, no escribía nada y se limitaba a pasar su pluma sobre las letras de sus notas; pero había visto que después de haber hecho una pregunta, los fiscales y los abogados anotaban para sus discursos puntos de referencia destinados seguidamente a aplastar al respectivo adversario. El presidente no se dirigió a continuación a la detenida, porque en aquel momento le pedía al juez de gafas su aprobación sobre el orden de las preguntas preparadas y anotadas con anticipación: Y prosiguiendo su interrogatorio, preguntó: -¿Qué pasó después? -Volví a casa- continuó Maslova, ya con un poco más de valor y mirando sólo al presidente -; di el

-Usted se marchó. ¿ y qué pasó después? -¿Cuándo se lo dio? dinero a la patrona y me acosté. Apenas me había quedado dormida, la muchacha Berta me despertó diciéndome: «iBaja, tu comerciante ha vuelto!» Yo no quería bajar, pero mi patrona me dio la orden de que lo hiciera. y él estaba allí, en el salón, ofreciendo bebidas a todas las señoritas; y luego quiso pedir más vino, pero ya no tenía dinero. (La palabra él la había pronunciado con un terror evidente.) La «señora» no quiso fiarle. Entonces él me envió a su habitaci6n del hotel, habiéndome dicho dónde tenía el dinero y la cantidad que debía coger. y me marché. El presidente proseguía en voz baja su conversación con el de la izquierda y no había oído nada de lo que había dicho Maslova; mas, para hacer creer que lo había escuchado todo, creyó que era su deber repetir las últimas palabras: -Llegué al hotel e hice exactamente lo que el comerciante me había ordenado- dijo Maslova -. Entré en la habitaci6n, pero no entré sola; llamé a Simón Mijailovitch ya ésa también- añadió señalando a Botchkova. -¡Mentira! ¡Lo que se dice entrar, no entré...! -empezó a decir Botchkova; pero le cortaron la palabra. En presencia de ellos cogí los cuatro billetes rojos ( los billetes rojos eran los de diez rublos- N del T.) -contmuó Maslova con aire sombrío y sin mirar a Botchkova. -Al coger esos cuarenta rublos- intervino de nuevo el fiscal- , ¿no vio la acusada cuánto dinero había en la maleta? A esta pregunta del fiscal, Maslova se estremeció de nuevo. No sabía cómo ni por qué, pero sentía que aquel hombre quería hacerle daño. -No conté- dijo Maslova -; vi que no había más que billetes de cien rublos. -Por tanto, la acusada vio billetes de cien rublos. No tengo más que preguntar. -Y luego -continuó el presidente, consultando su reloj-, llevó usted el dinero, ¿no? -Lo llevé. -¿Y después? -Después, el comerciante me hizo ir de nuevo a su habitación- dijo Maslova. -Y bien, ¿como le hizo usted tomar los polvos? -preguntó el presidente. -Los eché en el aguardiente y se lo di. -¿ Y por qué se los dio usted? Ella no respondió en seguida y dejó escapar un profundo suspiro. -Él no me dejaba nunca. En fin, yo estaba cansada. Entonces salí al corredor y le dije a Simón Mijailovitch: «¡Si quisiese dejarme marchar! ¡Estoy tan cansada!» y Simón Mijailovitch me dijo: «También a nosotros nos fastidia. Démosle unos polvos para hacerlo dormir y podrás irte.» Yo dije: «Bien», y pensé que eran unos polvos que no causaban daño. Me dio un papel, volví a entrar en la habitación, y él, que estaba acostado detrás del biombo, me mandó que le diese aguardiente. Entonces cogí la botella que estaba sobre la mesa; llené dos vasos, uno para él y otro para mí, eché los polvos en su vaso y se lo di. ¿Cómo iba a dárselos si hubiese sabido lo que era? -Bueno, ¿y cómo entró usted en posesión del anillo? -preguntó el presidente. Él mismo me lo dio. -En cuanto llegué a su habitación, quise irme; entonces me dio un golpe en la cabeza y me rompió el peine. Me enfadé y quería marcharme; para que no me fuese se quitó la sortija del dedo y me la dio. En aquel momento, el fiscal interino se levantó de nuevo y, con el mlsmo aire de falsa bonachonería, pidió autorización para hacer unas nuevas preguntas. Habiendo recibido el permiso, inclinó la cabeza sobre el cuello bordado de oro de su uniforme y preguntó: -Quisiera saber cuánto tiempo permaneció la acusada en la habitación del comerciante Smielkov. Un espanto súbito se apoderó de nuevo de Maslova. Paseó del. fiscal al presidente una mirada inquieta y respondió muy aprisa:

-Entró también. -¿Y para qué entró? -No me acuerdo cuánto tiempo. -Está bien. Pero, ¿no ha olvidado igualmente la acusada si, a su salida de la habitación del comerciante Smielkov entró en algún otro sitio del hotel? Maslova reflexion6 un momento: -Entré en la habitación contigua, que estaba vacía –respondió. -¿Y para qué entró usted alli? -preguntó el fiscal, que se olvidó de dirigirse a ella indirectamente. -Para arreglarme un poco mientras esperaba un coche. -¿Kartinkin entró no entro en esa habitación con la acusada? -Todavía quedaba en la botella aguardiente, que bebimos juntos. -¡Ah! Bebieron ustedes juntos. Muy bien. ¿y la detenida habló de algo con Simón? Maslova, de súbito, se ensombreció, se puso púrpura y respondió vivamente: -No hablé de nada. Todo lo que hubo, lo he dicho; y no sé nada más. ¡Hagan de mí lo que quieran: no soy mentirosa, eso es todo! -No tengo nada más que preguntar- dijo el fiscal al presidente, con un encogimiento de hombros, y se apresuró a anotar en el boceto de su discurso que la detenida misma confesaba haber entrado con Simón en una habitación vacía. Hubo un silencio. -¿No tiene usted nada que añadir? -Lo he dicho todo -repitió Maslova. Luego lanzó un suspiro y se sentó. El presidente anotó entonces algo en sus papeles. Escuchó una comunicación que le fue hecha al oído por el juez de la izquierda y declaró suspendida la vista durante veinte minutos; luego se levantó a toda prisa y abandonó la sala. El asesor que le había hablado era el juez de luenga barba y grandes ojos bondadosos; ese juez se sentía el estómago un poco revuelto y había expresado el deseo de darse un masaje y tomar alguna medicina. Es lo que había dicho al presidente y por lo que éste había suspendido la vista. Después de los jueces, se levantaron igualmente los juraos, los abogados y los procuradores, con la conciencia de haber cumplido ya en gran parte una obra importante, y se dispersaron por todos lados. En cuanto entró en la sala del jurado, Nejludov se sentó ante la ventana y se puso a pensar. XII Sí, desde luego era Katucha. Y las relaciones entre Nejludov y ella habían sido las siguientes: Él la había visto por primera vez cuando, en su tercer año de universidad se había instalado en casa de sus tías para preparar allí cómodamente su tesis sobre la propiedad de la tierra. Pasaba ordinariamente los veranos con su madre y su hermana, en la finca que la primera poseía en los alrededores de Moscú. Pero, habiéndose casado su hermana aquel año mismo, su madre había partido al extranjero. Nejludov, teniendo que escribir su tesis, se había decidido a pasar el verano en casa de sus tías. Sabía que en aquel retiro encontraría una calma propicia para su trabajo, sin que nada viniera a distraerlo. Las viejas señoritas querían mucho a su sobrino y heredero, y él también las quería y le gustaba la simplicidad de aquella vida a la antigua usanza. Se encontraba entonces en aquella disposición de ánimo entusiasta propia del joven que por primera vez reconoce por si mismo y no por indicación de los demás toda la belleza y todo el precio de la vida; que concibe la posibilidad de una perfección continua, tanto para él como para el mundo entero, y que se entrega a ella no solamente con la esperanza, sino con la completa certidumbre de alcanzar la perfección

con que sueña. Aquel mismo año, en la universidad, había leído la Social statics de Spencer, y la argumentación de éste sobre la propiedad rústica le había causado una impresión muy fuerte, sobre todo en su condición de hijo de una propietaria de grandes fincas. Su padre no había tenido fortuna; pero su madre había aportado como dote diez mil deciatinas de tierras. y por primera vez comprendía él la crueldad y la injusticia del régimen de la propiedad rústica privada. Siendo, por naturaleza, de esos que extraen del sacrificio, realizado en vista de una necesidad social, un alto gozo moral, había decidido inmediatamente renunciar por su parte al derecho de propiedad sobre su tierra y dar a los campesinos todo lo que le correspondía de su padre. Sobre ese tema estaba concebida su tesis. En casa de sus tías, en el campo, llevaba una vida de las más regulares. Se levantaba muy temprano, a veces a las tres de la madrugada, y, antes de la salida del sol, a menudo incluso entre la neblina del alba, iba a bañarse al riachuelo que corría al pie de la colina; luego volvía a la vieja casona, a través de los prados húmedos todavía de rocío. Después de haber tomado café, trabajaba en compulsar documentos para sus tesis; pero con más frecuencia aún, en lugar de leer o de escribir, salía de nuevo y erraba a través de campos y bosques. Antes del almuerzo descabezaba un sueñecito en un rincón del jardín; durante la comida, divertía y encantaba a sus tías con su alegría comunicativa; seguidamente montaba a caballo o se paseaba en barca; por la noche se ponía a leer, o bien, en el salón, charlaba con las viejas señoritas. y como frecuentemente, en las noches de luna sobre todo, no podía dormir, hasta tal punto la alegría de vivir tenía en vela a su juventud, bajaba al jardín y caminaba por él hasta el alba, dando rienda suelta a sus fantasías. Así, apacible y gozosa, había sido su vida durante su primer mes de estancia en casa de sus tías; y durante ese mes, ni una sola vez había parado la atención en la muchacha, semipupila y semidoncella, en aquella viva y ligera Katucha de ojos negros que convivía con él. Habiéndose criado bajo las alas de su madre, era todavía, a los diecinueve años, tan ingenuo como un niño. La mujer no evocaba en él otra idea que la del matrimonio; y todas las que, desde su punto de vista, no podían casarse con él, eran a sus ojos «gentes» y no mujeres. Ahora bien, aquel mismo verano, el día de la Ascensión, las viejas señoritas recibieron la visita de una dama vecina, acompañada por sus hijos: dos muchachas y un colegial; además, un pintor joven, de origen campesino, que estaba en casa de ella. Después del té, la gente joven se divirtió persiguiéndose por un prado cuya hierba había sido segada recientemente y que se extendía delante de la casa. Habiendo rogado a Katucha que toma se parte en el juego, llegó un momento en que Nejludov tuvo que correr con ella. Le gustaba ver a Katucha, pero no se le ocurría que entre ella y él pudiera establecerse alguna relación particular . -A esos dos -dijo el alegre pintor -será imposible alcanzarlos -.Y sin embargo él corría muy bien, con sus piernas de mujik, cortas y un poco zambas, pero poderosas -.A menos que no tropiecen. -¡Y no nos alcanzaréis nunca! -¡Uno, dos, tres! Dieron la señal con palmadas. Katucha, reteniendo apenas su risa, cambió de sitio con Nejludov, le agarró la mano con su nerviosa manecita y se lanzó ligeramente hacia la izquierda, haciendo oír el frufrú de su falda almidonada. También Nejludov corría bien. Pero como le interesaba no dejarse alcanzar por el pintor, se puso a correr con toda la velocidad que podía. Cuando se volvió, vio que el pintor perseguía a Katucha y que ésta, que corría rápidamente, con sus jóvenes y ágiles piernas, lo esquivaba y seguía alejándose ala izquierda. Había allí un bosquecillo de lilas tras el cual no se había aventurado nadie. Ahora bien, Katucha miró a Nejludov y le hizo una señal con la cabeza para que viniese detrás del macizo, adonde él la siguió en cuanto hubo comprendido. Pero detrás del bosquecillo de lilas se encontraba una zanja cubierta de ortigas y de cuya existencia él no tenía idea. Tropezó, se pinchó las manos, se mojó con el

rocío que la proximidad de la noche había puesto ya en las hojas, y cayó en la zanja. Pero se levantó muy pronto, riéndose, y de un salto volvió a encontrarse en terreno llano. Katucha, cuyos grandes ojos negros resplandecían como casis húmedos, se 1anzó a su encuentro. Se abordaron y se tendieron la mano. -¿Qué ha sido? ¿Se ha pinchado usted? -le preguntó ella, sonriendo y mirándole a los ojos mientras con una mano se arreglaba la trenza deshecha. -No sabía que hubiera una zanja - respondió Nejludov, sonriendo igualmente y sin soltar la mano de Katucha. Y como ella se le había acercado, él, sin saber cómo, acercó su rostro al de la muchacha. Ella no se apartó y él le estrechó más fuertemente la mano y la besó en la boca. -¡Vaya una ocurrencia! -dijo ella, y con un rápido movimiento se soltó la mano y se alejó de Nejludov. La muchacha cogió dos ramas de lilas, se golpeó con ellas las ardientes mejillas, lanzó hacia atrás una mirada a Nejludov y, balanceando vigorosamente el brazo, corrió a reunirse con los demás jugadores. A partir de aquel momento, las relaciones entre Nejlúdov y Katucha se modificaron. En lo sucesivo, la situación de ambos pasó a ser la de un muchacho y una muchacha, los dos inocentes e ingenuos y que se sienten atraídos el uno hacia eo otro. Todo se llenaba de sol para Nejludov si Katucha penetraba en la habitación donde él se encontraba o si distinguía a lo lejos su delantal blanco; todo le parecía lleno de interés, gozoso, importante: la vida para él se transformaba en embriaguez. Por su parte, ella experimentaba una impresión semejante. y no solamente la presencia o el acercamiento de Katucha producían este efecto sobre Nejludov, sino que el solo pensamiento de que ella existía lo colmaba de felicidad; y también en ella, el pensamiento de que existía él. y si, por casualidad, recibía él de su madre una carta que lo entristecía; si estaba descontento de su trabajo o sentía uno de esos accesos de vaga tristeza frecuentes entre los jóvenes, Nejludov pensaba en Katucha, y su pena se desvanecía inmediatamente. Katucha estaba muy ocupada en la casa, pero era diligente; le gustaba leer en sus momentos de ocio. Nejludov le prestó obras de Dostoievski y de Turgueniev que él mismo acababa de leer; el Remanso de paz, de Turgueniev, tuvo sobre todo la virtud de encantarla. Varias veces al día, cuando se encontraban en el corredor, en el balcón, en el patio, cambiaban algunas palabras; y a veces, Katucha, que vivía con la anciana Matrena Pavlovna, camarera de las dos señoritas, era acompañada por Nejludov a la habitación que ocupaban las dos sirvientas, y allí tomaban el té. y los dos extraían un encanto delicioso de esas conversaciones en presencia de Matrena Pavlovna. Pero cuando se encontraban solos, sus conversaciones languidecían: Sus ojos inmediatamente se ponían en desacuerdo con sus labios y mantenían un lenguaje más grave: entonces sus bocas se callaban; sentían que los invadía la desazón y se apartaban inmediatamente. Todo el tiempo que Nejludov pasó en casa de sus tías se deslizaron así las nuevas relaciones entre los dos jóvenes. Pero las señoritas se dieron cuenta; se inquietaron por ello y creyeron que era su deber informar por carta a la princesa Elena Ivanovna, madre de Nejludov. La tía María Ivanovna temía una.relación galante entre Dmitri y Katucha: ¡temor muy quimérico! Desde luego, Sin darse cuenta, Nejludov amaba a Katucha, pero como aman los inocentes; y su amor era la principal salvaguardia contra una caída de uno u otro. No sólo no tenía deseo de poseerla físicamente, sino que una especie de terror lo invadía ante el solo pensamiento de que eso fuera posible. La otra tía, Sofía Ivanovna, tenía un temor diferente. De espíntu más poético y conociendo el carácter entero y resuelto de su sobrino, tenía miedo de que se le ocurriese el pensamiento de casarse con la muchacha a pesar del origen y de la condición social de ésta. y este temor no dejaba de tener sus fundamentos.

Si Nejludov mismo hubiese tenido conciencia de su amor por Katucha y hubiesen tratado de persuadirlo de la imposibilidad en que se encontraba de unir su destino con el de la joven, seguraemente, con su franqueza habitual, habría decidido que nada impediría su casamiento con cualquier muchacha que fuese, con tal que él la amase. Pero sus tías no le participaron sus temores, y se marchó sin darse cuenta de su amor por Katucha. Estaba convencido de que el amor que sentía por ella era más que una manifestación de la alegría de vivir que llenaba todo su ser y que era compartida por aquella muchacha gozosa y encantadora. Pero cuando, el día de su partida la vio de pie en la escalinata, al lado de sus tías, cuando vio los grandes ojos negros llenos de lágrimas, clavados tiemamente en él, tuvo sin embargo la impresión de que aquel día abandonaba algo muy bello que no volvería a encontrar jamás. y una dolorosa tristeza lo invadió. -¡Adiós, Katucha, y gracias por todo! -le murmuró tras el gorrito de Sofía Ivanovna, antes de subir en el coche que iba a llevárselo. -¡Adiós, Dimitri Ivanovitch!- dijo ella con su voz acariciadora. Luego, esforzándose en reprimir las lágrimas que empezaban a correrle de los ojos, huyó a la antecámara para llorrar allí a sus anchas. XIII Tres años pasaron antes de que Nejludov volviese a ver a Katucha. y cuando volvió a verla, durante un alto que hizo en casa de sus tías, cuando iba a incorporarse a su regimiento, pues acababa de ser nombrado oficial, era ya un hombre muy diferente del que había pasado el verano, tres años antes, en casa de las ancianas señoritas. En otros tiempos había sido un muchacho leal y desinteresado, siempre dispuesto a entregarse de todo corazón a lo que pensaba que era el bien; hoy no era más que un egoísta refinado, un libertino que no amaba más que su placer. En otros tiempos, el mundo divino se le aparecia como un enigma que él se esforzaba en descifrar con un gozoso entusiasmo; ahora, todo en esta vida era para él simple y claro, todo le parecia subordinado a las condiciones del medio ambiente. En otros tiempos consideraba importante y necesario la comunión con la naturaleza, con los hombres que habían vivido, pensado y sentido antes que él (filósofos y poetas); ahora consideraba necesarias e importantes las instituciones humanas y la compenetración con sus camaradas. En otros tiempos, la mujer era a sus ojos una criatura misteriosa y encantadora, que extraía su encanto de su misterio mismo; ahora, la mujer, cualquier mujer, exceptuando a sus parientes o a las mujeres de sus amigos, tenía según él un sentido muy definido: era únicamente el instrumento de un goce ya apreciado y que era el que más le agradaba. En otros tiempos no tenía necesidad alguna de dinero; apenas gastaba la tercera parte de la asignación que le entregaba su madre; podía renunciar a la herencia paterna y dársela a los campesinos; ahora hallaba insuficientes los mil quinientos rublos mensuales dados por su madre y ya había tenido con ella desagradablés explicaciones sobre asuntos de dinero. En otros tiempos consideraba que su ser espiritual era su verdadero yo; ahora consideraba como su yo su ser bestial, sano y vigoroso. Y la transformación tan profunda que se había operado en él provenía simplemente de que había abandonado su creencia en sí mismo en provecho de su creencia en los demás. y la causa de este cambio de creencia se fundaba en que vivir creyendo en sí mismo le parecia demasiado difícil, porque para vivir creyendo en sí mismo tenía que decidirse no en favor de su yo animal, únicamente preocupado por el placer, sino casi siempre en contra de él; mientras que al vivir creyendo en los demás se ahorraba tener que decidir nada, pues todo se encontraba decidido de antemano contra su yo moral, en beneficio de su yo animal. Más aún, su creencia en sí mismo lo exponía sin cesar a la desaprobación de los hombres; creyendo por el contrario en los demás, estaba seguro de merecer el elogio de quienes lo rodeaban.

Así., cuando los pensamientos, las aventuras o las palabras de Nejludov versaban sobre Dios, la verdad, la riqueza o la pobreza, todos los que él frecuentaba juzgaban sus preocupaciones irrazonables, a menudo ridículas; con una benévola ironía, su madre y sus tías lo llamaban «nuestro querido filósofo»; y cuando, por el contrario, leía novelas, contaba anécdotas escabrosas o citaba detalles sobre el vodevil representado en el Teatro Francés, todo el mundo lo aplaudía y lo encontraba encantador. Si, creyendo que era su deber limitar sus necesidades, llevaba un abrigo usado o se abstenía de beber vino, todo el mu.ndo lo tachaba de originalidad que tenía por móvil la vanagloria y el deseo de singularizarse; pero, por el contrario, cuando el dinero gastado en sus placeres excedía de sus recursos, bien en las cacerías, bien en el lujo con que había adornado su despacho, todos alababan su buen gusto y le daban objetos de valor. Cuando era casto y experimentaba el deseo de seguir siéndolo hasta su casamiento, su familia entera temblaba por su salud; por el contrario lejos de entristecerse su madre casi se había alegrado al enterarse de que ya se ha:bía convertido en hombre y que acababa de quitarle a uno de sus camaradas una cierta dama francesa. En cuanto al episodio de lo que había podido pasar con Katucha y en las veleidades que había tenido Nejludov de casarse con ella, la princesa no podía pensar en eso sin terror. Igualmente, cuando Nejludov había dado a los campesinos la pequeña finca que había heredado de su padre, porque la posesión de la tierra le parecía una injusticia, su decisión había dejado estupefactos a todos sus familiares y conocidos, que acudieron a hacerle reproches y a gastarle bromas sin cuento. Le habían repetido hasta la saciedad que, lejos de enriquecerlos, el regalo hecho por él a los campesinos los había empobrecido, que habían montado tres tabernas en su pueblo y habían dejado en absoluto de trabajar. Por el contrario, cuando su entrada en el regimiento de la Guardia le había abierto las puertas de la alta aristocracia y había empezado a gastar tanto dinero, que su madre había tenido que tomar un anticipo Sobre su capital, la princesa Elena Ivanovna apenas se había contristado, considerando que era natural e incluso conveniente para él vacunarse así contra la enfermedad de la locura de la juventud, y eso en buena con'tpañía. Al principio, Nejludov había presentado cierta resistencia a aquel nuevo género de vida; pero la lucha le resultaba muy difícil, porque todo lo que él tenía por bueno, cuando creía en sí mismo, era tenido por malo por los demás, en tanto que, a la inversa, lo que le parecía malo lo declaraba excelente la gente que lo rodeaba. Por eso acabó cediendo: había dejado de creer en sí mismo para empezar a creer en los demás. Muy al principio, esta capitulación ante sí mismo le había resultado desagradable; pero esta primera impresión fue pasajera; había comenzado a fumar y a beber vino, y como aquel sentimiento penoso había desaparecido por sí mismo, se sintió como aliviado de un peso. Desde entonces, con su naturaleza apasionada, Nejludov se había entregado por entero a aquella vida nueva que era la de su medio ambiente y había ahogado por completo en él la voz que reclamaba otra cosa. Su llegada a Petersburgo marcó el principio de ese cambio que cu1minó al ser admitido en el regimiento de la Guardia. En general, el servicio militar es disolvente, desde el momento en que pone a los hombres en condiciones de completa ociosidad. El honor especial del regimiento, del uniforme, de la bandera, al mismo tiempo que el poder discrecional de los jefes y la sumisión de los subordinados, ocupan el lugar del trabajo útil y de los deberes impuestos a todos los hombres. Pero cuando, a este disolvente contenido en el servicio militar mismo, desde el punto de vista general, con su honor del regimiento, del uniforme y de la bandera y la autorización de la violencia y del asesinato, viene a añadirse el de la riqueza y el del contacto con la familia imperial ( como sucede en los regimientos de la Guardia, donde sirven solamente los oficiales ricos y nobles), resulta de ello un estado de egoísmo insensato. y en este estado se encontraba Nejludov después que se había hecho oficial y que vivía como sus camaradas. No había más que hacer sino ponerse un bonito uniforme bien confeccionado por otros; un casco y

armas, igualmente hechos, limpiados y servidos por otros; caracolear sobre un soberbio caballo, nutrido y educado también por otros; galopar con sus camaradas, blandir el sable, disparar tiros y enseñar este oficio a otros hombres. Ésa era toda la tarea, y los colocados en más altos lugares: jóvenes y viejos, el zar, su camarilla, todos, no solamente aprobaban esta ocupación, sino que la alababan y se mostraban agradecidos por la misma. Se consideraba, además, bueno e importante gastar el dinero sin profundizar en sus orígenes, comer y sobre todo beber en los círculos de oficiales o en los establecimientos más caros; luego, los teatros, los bailes, las mujeres; de nuevo la galopada y el molinete del sable; y una vez más el dinero tirado a manos llenas, el vino, las cartas y las mujeres. Un paisano que llevase una vida semejante no podría menos de sentir vergüenza en el fondo. Los militares, por el contrario, consideran esa vida como absolutamente indispensable y se glorían de ella, sobre todo durante la guerra, como le ocurría a Nejludov, que había entrado en el servicio después del comienzo de las hostilidades contra Turquía. «¡Estamos dispuestos a sacrificar nuestra vida!, y, por consiguiente, esta vida despreocupada y alegre que llevamos es no solamente excusable, sino incluso indispensable para nosotros. Por eso es la que llevamos.» Tal era el razonalniento inconsciente de Nejludov en este período de su vida; y gozaba viéndose liberado de todos los frenos morales a los que se había atenido en su juventud, con lo que no cesaba de dejar que se consumase en él un verdadero estado de locura egoísta. Y en ese estado se hallaba cuando, después de tres años, volvió junto a sus tías. XIV Nejludov se había parado en casa de sus tías primeramente porque la finca de éstas se encontraba en la ruta que él tenía que seguir para incorporarse a su regimiento; después, porque las dos viejas señoritas se lo habían suplicado encarecidamente; pero a él mismo lo que le interesaba sobre todo era volver a ver a Katucha. Quizá llevaba de antemano, en el fondo de su alma, respecto a la muchacha, un mal designio dictado por el instinto animal predominante en él; en cualquier caso, no se lo confesaba, y lo único que se confesaba era su deseo de volver a encontrarse en los lugares testigos de la felicidad que había experimentado con ellas, y volverla a ver, y volver a ver a sus tías, personas un poco ridículas, pero amables y buenas y que siempre lo habían envuelto en ternura y admiración. Llegó a finales de marzo, un Viernes Santo, en pleno deshielo, con una lluvia torrencial, tanto que al acercarse a la casa se sentía mojado y empapado, pero valiente y muy en forma, como lo estaba siempre en aquel período de su vida. «Con tal que ella siga todavía aquí!», pensaba al penetrar en el patio, todo lleno de nieve fundida, y al distinguir la vieja morada y el muro de ladrillos que rodeaba el recinto y que él conocía tan bien. Se había forjado la esperanza de que, en cuanto ella oyese la campanilla, correría a recibirlo en la escalinata, pero en su lugar aparecieron dos mujeres, con los pies descalzos y las faldas arremangadas, que llevaban cubos y estaban ocupadas sin duda alguna en fregar el suelo. Ni el menor rastro de Katucha. y Nejludov vio solamente avanzar a su encuentro al viejo lacayo Tijon, él también con delantal, y que evidentemente acababa de suspender alguna operación de limpieza. En la antecámara fue recibido por Sofía Ivanovna, con vestido de seda y sombrero. -¡Qué amable has sido viniendo! -exclamó Sofía Ivanovna besándolo -.Machegnka ( diminuto de María, N del T.) está un poco malucha; esta mañana se ha cansado en la iglesia. Nos hemos confesado. -Tía Sonia (diminuto de Sofía, N del T.), le deseo unas felices fiestas -dijo Nejludov, besándole la mano -.¡Perdóneme, la he mojado! -¡Ve ahora mismo a cambiarte a tu habitación! Estás empapado. ¡Si ya tienes bigote...! ¡Katucha,

pronto, Katucha, que le preparen café! -¡Inmediatamente! -respondió, desde el corredor, una voz, tan agradablemente conocida por Nejludov. y el corazón de éste latió gozosamente. ¡Ella aún seguía allí! Y era como si el sol se hubiese mostrado entre las nubes, Alegremente, Nejludov siguió a Tijon, quien lo condujo a la misma habitación donde se había alojado en otros tiempos. Le habría gustado preguntar al sirviente cómo estaba Katucha, lo que hacía, si tenía novio. Pero Tijon se mostraba a la vez tan respetuoso y tan digno, insistía tanto para echar él mismo agua de la jarra sobre las manos de Nejludov, que éste no se atrevió a hacerle preguntas sobre la muchacha, y se limitó a interesarse por los nietecitos del criado, por el viejo caballo de su hermano, por el perro guardián Polkan. Todo el mundo estaba con vida y con buena salud, excepto Polkan, afectado por la rabia el año anterior. Mientras Nejludov se cambiaba de traje, oyó unos pasos rápidos en el corredor y luego llamar a la puerta. Nejludov reconoció los pasos y la forma de llamar: sólo ella andaba y llamaba de esta forma. Se echó a toda prisa sobre los hombros su abrigo completamente empapado; luego se acercó a la puerta y gritó: -¡Entre! Era ella, Katucha, siempre la misma, pero más encantadora que en otros tiempos. Como antes, sus negros ojos bizqueaban ligeramente, brillaban y reían; y, como antes, llevaba un de lantal blanco de una limpieza incomparable. Venía a traerle, de parte de su tía, un jabón perfumado al que hacía un momento le habían desgarrado la envultura; una toalla esponja y otra mayor, de tela, con bordados rusos. y el jabón, acabado de salir de su envoltura, con sus letras en relieve, y las toallas, y la misma Katucha, todo estaba igualmente limpio, fresco, intacto y delicioso. Los labios de la muchacha, rojos, fuertes, encantadores, se plegaban como antes, con una alegría desbordante, a la vista de Nejludov. -¡Bienvenido, Dmitri Ivanovitch! -dijo ella con un ligero esfuerzo, y su rostro se ruborizó. -¡Te saludo...! ¡La saludo...! -No sabía si debía hablarle de «tú» o de «usted», y también él sintió que se ruborizaba -.¿Cómo está usted? -Bien, a Dios gracias. Su tía le manda su jabón preferido, el de rosa -dijo ella dejando el jabón en la mesa y colocando después las toallas sobre el respaldo de una silla. -Ellos tienen los suyos ( Por deferencia, los sirvientes rusos hablan de sus amos en tercera persona y en plural ) -protestó solemnemente Tijon, señalando con el dedo un gran neceser con cerraduras de plata lleno de frascos, brochas, polvos, perfumes y de instrumentos de aseo. -Déle las gracias a mi tía. ¡ Y qué contento estoy de haber venido! -añadió Nejludov, sintiendo que en el fondo de su alma todo volvía a ser dulce y luminoso como en otros tiempos. Katucha sonrió, y ésa fue su respuesta; luego abandonó la habitación. La acogida que hicieron a Nejludov sus tías, quienes siempre lo habían adorado, fue esta vez más solícita aún que de costumbre. ¡Dmitri, que se iba a la guerra, podía resultar herido, muerto! Esto las emocionaba. La primera intención de Nejludov había sido detenerse allí solamente un día; pero, al volver a ver a Katucha se decidió a quedarse junto a ella hasta el día de Pascua, y como había quedado citado con su camarada Schönbok en Odessa, le telegrafió que sería mejor que viniera a reunirse con él en casa de sus tías. Desde el primer instante en que volvió a ver a la muchacha, Nejludov sintió renacer en él el sentimiento de antes. Como en otros tiempos, no podía impedir una sincera emoción cuando veía el delantal blanco de Katucha; ni oír sin placer su voz, su risa, el ruido de sus pasos; ni soportar con indiferencia, sobre todo cuando ella sonreía, la mirada de sus ojos negros como casis humedecidos; igualmente, y aún más que antaño, no podía, sin turbarse, verla ruborizarse en su presencia. Se sentía

enamorado, pero no ya como en los tiempos en que su amor era para él un misterio, cuando no osaba confesárselo a sí mismo, cuando tenía la convicción de que no se podía amar más que una vez; ahora sabía que estaba enamorado y se alegraba de ello y, siempre tratando de no pensar en eso, sabía también en qué consistía este amor y sus resultados posibles. Como en todos los seres humanos, en Nejludov había dos hombres: uno, el hombre moral que buscaba su bien en el bien de los demás; otro, el hombre animal, que busca tan sólo su bien personal a costa del de todos los demás. y en el período de locura egoísta provocado en él por la vida en Petersburgo y por la vida militar, el hombre animal había adquirido suficiente ventaja para ahogar las necesidades del alma. Sin embargo, cuando volvió a ver a Katucha y sus antiguos sentimientos respecto a ella se despertaron, el hombre moral alzó de nuevo la cabeza y reclamó sus derechos. Esto fue la causa de una lucha inconsciente, pero sin tregua, que se libró en él durante estas dos jornadas que precedieron a las Pascuas. En lo íntimo de su alma, él sabía que su obligación era marcharse y que obraba mal al prolongar su estancia en casa de sus tías; sabía que nada bueno podría salir de ello; pero en vista del placer y la alegría experimentados, imponía silencio a su conciencia y permanecía allí. El sábado por la tarde, víspera de Pascuas, el sacerdote, acompañado del diácono y del sacristán, vinieron para celebrar maitines; hablaron de todas las fatigas que habían tenido que soportar para franquear en trineo las charcas producidas por el deshielo durante el camino de tres verstas que separaba la iglesia de la casa de las ancianas señoritas. Nejludov, con sus tías y todos los sirvientes, asistió a la ceremonia. No dejó de examinar a Katucha, quien permanecía junto a la puerta, el incensario en la mano. y cuando, siguiendo la costumbre, hubo cambiado con el pope, y luego con sus tías, los tres besos, y cuando estaba a punto de regresar a su habitación, oyó en el corredor la voz de Matrena Pavlovna, la vieja camarera; y ésta decía que se preparaba a ir a la iglesia con Katucha para asistir a la bendición del pan pascual. «¡También yo iré!», se dijo Nejludov. El camino estaba tan intransitable, que no se podía soñar siquiera en ir a la iglesia ni en coche ni en trineo. Por eso Nejludov hizo ensillar el viejo caballo, aquel al que llamaban «el potro del hermano», y, en lugar de irse a acostar, se puso su brillante uniforme, se colocó su capote de oficial y, sobre el viejo caballo demasiado nutrido, pesado, relinchando sin cesar en medio de la noche, a través de la nieve y del fango, se dirigió a la iglesia del pueblo. XV Aquella misa nocturna debía marcar uno de los recuerdos más duraderos y radiantes en la vida de Nejludov. Cuando, después de una larga carrera a través de las tinieblas, alumbradas solamente, a trechos, por el reflejo blanco de la nieve, penetró por fin, cabalgando el potro, que movía las orejas al ver las lamparitas encendidas alrededor de la iglesia, en el patio de ésta, el servicio había comenzado ya. Al reconocer en el jinete al sobrino de María Ivanovna, los campesinos lo condujeron a un sitio seco, donde pudo apearse, le recogieron el caballo y le abrieron las puertas. de la iglesia, ya llena de gente. A la derecha estaban los mujiks. Los viejos, con caftanes confeccionados en casa, los pies rodeados de tiras de tela blanca y calzados con alpargatas hechas de corteza de tilo nuevo. Los jovenes, con caftanes de paño nuevo, ceñidos los riñones con una faja clara, y en los pies grandes botas. A la izquierda estaban las mujeres, tocadas con pañolones de seda vestidas con justillos de terciopelo de mangas rojo vivo faldas azules verdes, rojas, y calzadas con zapatos herrados: Las de más edad, modestas, con sus pañolones blancos y sus caftanes grises, se habían colocado en el fondo. Entre ellas y

las mujeres mejor vestidas se alineaban los niños, muy arregladitos, con los cabellos untados de aceite. Los mujiks se santiguaban haciendo grandes ademanes y ceremoniosos saludos, echando hacia atrás su cabellera cuando se incorporaban; las mujeres, sobre todo las viejas, miraban obstinadamente el icono rodeado de cirios, apoyaban vigorosamente sus dedos cruzados por turnos sobre la frente, los hombros y el vientre, mascullando oraciones, se inclinaban y se ponían de rodillas. Imitando a las personas mayores, los niños rezaban con fervor, sobre todo cuando las miradas se posaban en ellos. El iconostasio o biombo de oro lanzaba un raudal de luz en medio de los cirios envueltos en oro. De la misma manera el gran candelabro estaba todo guarnecido de velas. Cantores de buena voluntad formaban dos coros en que el mugido de los bajos se acompasaba con el soprano agudo de las voces infantiles. Nejludov avanzó hasta la primera fija. La aristocracia ocupaba el centro, representada por un propietario rural del país, con su mujer y su hijo, este último vestido de marinero; luego el comisario de policía rural, el telegrafista, un comerciante calzado con botas altas y el alcalde del pueblo con su medalla al cuello; ya la derecha de la tribuna-púlpito, detrás de la mujer del propietario, Matrena Pavlovna, con un vestido de colores cambiantes, cubiertos los hombros con un chal ribeteado por una banda blanca. Cerca de ella, Katucha, con vestido blanco plisado, ceñido el talle por un cinturón azul, y con un lazo rojo en sus negros cabellos. Todo tenía aire de fiesta; todo era solemne, alegre y encantador: los sacerdotes, con su casulla de plata, cortada por una cruz de oro; el diácono y el sacristán, con sus estolas bordadas de oro y de plata; los cantos de alegría de los sochantres aficionados, de relucientes cabellos; las bendiciones repetidas del sacerdote, que elevaba el cirio por encima de los fieles; la manera como todo el mundo salmodiaba muchas veces: «¡Cristo ha resucitado! ¡Cristo ha resucitado!» Todo eso era bello, pero más bella aún era Katucha, con su vestido blanco, su cinturón azul, su lazo rojo en sus negros cabellos y sus ojos encendidos de alegría. Nejludov comprendió que ella lo veía sin volverse. Vio eso al pasar muy cerca de ella para ir hacia el altar. No teniendo por qué hablarle, se las compuso sin embargo para decirle: -Mi tía la avisa que se comerá después de la misa final. Como siempre, en cuanto Katucha divisó a Nejludov, su joven sangre le afluyó al rostro y sus negros ojos se detuvieron en él risueños, dichosos, en una mirada ingenua de arriba abajo. -Sí, ya lo sé- respondió ella. En aquel momento, el sacristán, que atravesaba por entre la muchedumbre con un jarrón de cobre, pasó cerca de la muchacha y, sin verla, la rozó con su estola. Por deferencia había querido borrarse ante Nejludov y así había rozado a Katucha. Pero Nejludov se quedó estupefacto al ver que el sacristán no comprendía que todo lo que existía en la iglesia, en el mundo, no existía más que para Katucha y que ella sola, centro del universo entero, no debía pasar inadvertida. Para ella brillaba el oro del iconostasio, ardían los cirios del candelabro; para ella subían todos aquellos cantos de alegría: «¡La Pascua del Señor! ¡Humanos, alegraos!». Y todo lo que era hermoso y bueno en la tierra era para Katucha, y Katucha debía comprenderlo así, porque Nejludov lo sentía al ver las formas esbeltas de la joven, moldeadas en su vestido blanco plisado, y su rostro lleno de alegría recogida, diciéndole que todo lo que cantaba en él debía también cantar en ella. En el intervalo entre la misa nocturna y la misa de la aurora, Nejludov salió de la iglesia. Delante de él, la muchedumbre se apartaba y lo saludaba. Algunos lo reconocían; otros preguntaban: «¿Quién es?» Se detuvo en el atrio. Los mendigos lo rodearon; les distribuyó todo el dinero menudo que llevaba en el portamonedas y bajó la escalera del patio. Ya el alba empezaba a despuntar, pero el sol no aparecía aún. Los fieles iban a sentarse entre las tumbas que rodeaban la IglesIa. Katucha se había quedado en el interior, y Nejludov se detuvo para aguardarla.

Haciendo resonar los clavos de las botas sobre las losas, la multitud continuaba saliendo y se diseminaba por el patio y por el cementerio de la iglesia. Un viejo de cabeza bamboleante, antiguo pastelero de María Ivanovna detuvo a Nejludov y lo besó tres veces; luego su mujer, una viejecita toda arrugada, cubierta la cabeza con un pañuelo de seda, le tendió un huevo teñido de amarillo azafrán. Detrás de ellos, un joven y vigoroso mjik, vestido con un caftán nuevo con un cinturón verde, se acerco sonriendo. -¡Cristo ha resucitado! -dijo con una mirada risueña y bondadosa; y pasando los brazos por el cuello de Nejludov, cosquilleándole el rostro con su. corta barba rizada, mIentras lo impregnaba con su olor especial y sano de mujik, lo besó tres veces en plena boca con sus labios fuertes y frescos. Mientras Nejludov se besaba con el mujik y recibía de él un huevo teñido de color de ladrillo, vio salir de la iglesia el vestido tornasolado de Matrena Pavlovna y la querida cabecita negra de lazo rojo. Inmediatamente Katucha lo divisó, a pesar de la mucheumbre que los separaba; y él vio cómo se le aclaraba el rostro. En el atrio, la joven se detuvo para dar unos céntimos a los mendigos. Uno de ellos, que se le acercó, tenía una gran llaga roja en lugar de nariz. Ella cogió algo de su vestido, luego avanzó hacia él y lo besó tres veces, sin repulsión, con el mismo centelleo en los ojos. Al mismo tiempo sus ojos se encontra ron con los de Nejludov; y era como si le hubiesen preguntado: «¿Está bien lo que estoy haciendo?» «¡Desde luego, mi bienamada, todo está bien, todo es hermoso, te amo!» Las dos mujeres bajaron los escalones, y Nejludov avanzó hacia ellas. Su intención no era desearles la Pascua, pero no podía impedir acercarse a Katucha. -¡Cristo ha resucitado! -dijo Matrena Pavlovna con una señal de cabeza, una sonrisa y una voz que demostraban la igualdad de todos aquel día; luego se secó la boca con el pañuelo y se la ofreció a Nejludov. -¡Verdaderamente resucitado! -respondió él, y la besó. Lanzó una mirada a Katucha, que enrojeció y vino a colcarse muy cerca de él. -¡Cristo ha resucitado, Dmitri Ivanovitch! -¡Verdaderamente resucitado! - dijo él. Se besaron dos veces y se detuvieron, preguntándose si debían continuar; e inmediatamente, habiendo decidido que sí debían, se besaron una tercera vez, y los dos sonrieron. -¿No van ustedes a casa del sacerdote? -preguntó Nejludov. -No, esperaremos aquí, Dmitri Ivanovitch -dijo ella, haciendo un esfuerzo para hablar. El pecho se le levantaba febrilmente; ella no dejaba de mirarlo a los ojos con sus ojos sumisos, vírgenes y amantes. En el amor entre hombre y mujer sobreviene siempre el minuto en que este amor alcanza su apogeo y no tiene ya nada de premeditado ni de sensual. Nejludov había conocido ese minuto en aquella noche de la resurrección de Cristo. Ahora, sentado en la sala del jurado, si trataba de rememorar todas las circunstancias en que había visto a Katucha, se alzaba aquel minuto único borrando todo el resto: la negra cabecita cuidadosamente peinada, con su lazo rojo, su vestido blanco plisado, moldeando su talle virgen y esbelto y su pecho naciente, y aquel rubor, y aquellos ojos negros radiantes y tiernos, y, en todo su ser, los dos rasgos principales: la pureza de su amor virginal, no solamente hacia él, él lo sabía, sino hacia todos y hacia todo; no solamente hacia lo que había de bueno en el mundo, sino también hacia aquel mendigo al que había besado. Ese amor, él lo sentía aquella noche en ella como en él mismo; y sentía que ese amor los fundía a los dos en un ser único. «¡Ah, si hubiese podido perdurar en el sentimiento experimentado aquella noche! Sí -cavilaba, sentado ante una ventana en la sala del jurado-, todo lo que ocurrió de terrible entre nosotros no llegó

sino después de aquella noche aniversario de la resurrección de Cristo.» XVI Al regreso de la iglesia, Nejludov comió con sus tías. Para reaccionar contra la fatiga, siguiendo una costumbre contraída en el regimiento, bebió varios vasos de aguardiente y de vino. Luego se retiró a su habitación, se tendió en la cama sin desnudarse y se quedó dormido inmediatamente. Lo despertó un golpe dado a la puerta, y la manera de golpear le indicó que era ella. Saltó de la cama frotándose los ojos. -Katucha, ¿eres tú? ¡Entra! -dijo él. Ella entreabrió la puerta. -Lo llaman para comer –dijo Llevaba su mismo vestido blanco, pero no el lazo en los cabellos. Ella lo miraba a los ojos, el rostro radiante, como si le hubiesen anunciado alguna cosa extraordinariamente feliz. -Ahora mismo voy- respondió, cogiendo un peine para ponerse en orden los cabellos. Ella permaneció todavía unos minutos sin decir nada. Él, dándose cuenta, tiró el peine y se lanzó bruscamente hacia ella. Pero, en el mismo instante, ella se volvió con un movimiento ligero y se deslizó, con paso rápido, por la alfombra del corredor. «¿Cómo he podido ser tan imbécil como para no retenerla?», pensó Nejludov. Y corrió detrás de ella por el pasillo. Él mismo no sabía lo que quería de la muchacha. Pero tenía la impresión de no haber hecho, cuando ella había entrado en su cuarto, lo que habría hecho todo el mundo. -¡Katucha, espérate! -le dijo. Ella se volvió y preguntó, deteniéndose: -¿Qué pasa? -No pasa nada; únicamente... Y, haciendo un esfuerzo. sobre sí mismo, recordando cómo obraban todos en casos parecidos, le pasó el brazo alrededor del talle. Ella le miró fijamente a los ojos. -No está bien, Dmitri Ivanovitch, no está bien –dijo, poniéndose toda roja ya punto de llorar. Luego, con su nerviosa manecita, apartó el brazo que la había enlazado.. Nejludov la soltó. Tuvo de pronto una sensación de malestar y de vergüenza, más aún, de repugnancia contra sí mismo. En aquel instante decisivo habría debido creer en él mismo; pero no comprendió que esa vergüenza y esa repugnancia eran el mejor sentimiento de su alma; por el contrario, se imaginó que sólo su estupidez hablaba en él y que su deber era hacer como hace todo el mundo. Persiguió de nuevo a Katucha, la volvió a agarrar por el talle y le deslizó un beso en el cuello. Pero ese beso no se parecia en nada a los dados en dos ocasiones anteriores: el primero, inconsciente, tras el bosquecillo de lilas; luego, los de aquella mañana, en la iglesia. En este momento su beso tenía algo de terrible, y ella lo comprendió. -Pero, ¿qué hace usted? -exclamó ella con espanto, como si hubiese destruido para siempre algo infinitamente precioso; y huyó a todo correr. Nejludov llegó al comedor. Encontró allí, ya sentados a la mesa, a sus tías vestidas con sus mejores galas, al médico y a una vecina. Todo transcurrla como de ordinario, pero en el alma de Nejludov rugía la tempestad. No comprendía nada de lo que se le decia, respondía equivocadamente y no pensaba más

que en el beso robado a Katucha, no pudiendo pensar en ninguna otra cosa. Cuando ella entró en el comedor, él no levantó los ojos hacia ella, pero todo su ser sentía, aspiraba su presencia, y tenía que hacer un esfuerzo para no mirarla. Después de la comida volvió a su habitación. Muy conmovido, caminó largo rato de arriba abajo, el oído al acecho de los rumores de la casa, esperando el paso de Katucha. No solamente el animal que estaba en él había levantado la cabeza, sino que había pisoteado al ser espiritual que había existido en Nejludov cuando su primera estancia y todavía aquella mañana en la iglesia. y esta temible bestia humana reinaba ahora en su alma. Pero, aunque no cesase de espiar a Katucha, no pudo, ni una sola vez durante el día, encontrarse a solas con ella. No cabía duda de que ella lo esquivaba. Pero, hacia el anochecer, se vio obligada a entrar en una habitación contigua a la que él ocupaba. Habiendo consentido el médico en quedarse hasta el día siguiente, la joven había recibido la orden de prepararle una habitación donde pasar la noche. Al ruido de sus pasos, Nejludov, caminando quedamente y reteniendo el aliento, como si fuera a cometer un crimen, se deslizó en la habitación donde ella estaba. Ella tenía las manos metidas en una funda a fin de introducir allí la almohada. Se volvió hacia Nejludov y sonrió, pero no con aquella sonrisa gozosa y confiada de otros tiempos, sino con una sonrisa temerosa, angustiada. Parecía decirle a Nejludov que lo que hacía estaba mal, y éste se detuvo un instante. En aquel momento la lucha aún era posible. Muy débilmente, él oía la voz de su verdadero amor, que le hablaba de ella de sus sentimientos para con ella, de la vida de ella. Pero otra voz le decía: «¡Ten cuidado, vas a dejar escapar tu felicidad, tu placer!». Y la última voz ahogó a la primera. Con paso resuelto, avanzó hacia la joven, obedeciendo a un sentimiento bestial, irresistible. Teniéndola ceñida en un sólido abrazo, sintió que era necesario hacer algo más; y la sentó en la cama y él se sentó junto a ella. -¡Dmitri Ivanovitch, querido, por favor, déjeme! -murmuró ella con voz suplicante -¡Ahí viene Matrena Pavlovna! -exclamó desprendiéndose bruscamente. En efecto, alguien venía. -¡Escucha! -le susurró Nejludov -. Iré a reunirme contigo por la noche. Estarás sola, ¿verdad? -¿Qué dice. usted? ¡Nunca en la vida! ¡No está bien! -decían sus labios; pero toda su persona, conmovida, turbada, decia otra cosa. Era, desde luego, Matrena Pavlovna. Entró en la habitación trayendo cobertores. Lanzó a Nejludov una mirada de reproche y regaño a Katucha por haberse olvidado de recoger la colcha que hacía falta. Silenciosamente, Nejludov salió, sin ni siquiera sentir verguenza. En la mirada de Matrena Pavlovna había leído una censura, y ella tenía, bien lo sabía él, derecho a censurarle, porque lo que él hacia estaba mal; pero es que ya el instinto bestial, suplantando su antiguo amor por Katucha, lo dominaba, reinaba unico en él. Se sentía obligado a satisfacer ese instinto y no pensaba más que en los medios de conseguirlo. No pudo estarse quieto en un sitio durante la velada, y unas veces entraba en la sala de sus tías y otras iba a su habitación o salía a la escalinata. Su solo pensamiento era volver a ver a Katucha; pero ésta lo esquivaba, vigilada además por Matrena Pavlovna. XVII Transcurrida así la velada, vino la noche. El médico fue a acostarse y las tías se retiraron a sus habitaciones. Nejludov sabía que en aquellos momentos Matrena Pavlovna ayudaba a desnudarse a las viejas señoritas. Katucha debía de estar sola en la cocina. De nuevo Nejludov salió a la escalinata. La noche era sombría, húmeda, pegajosa; una neblina blanca, producida en primavera por la fusión de la nieve, llenaba el aire. Del río, a cien pasos de la casa, llegaban ruidos extraños: era el hielo que se

rompía. Nejludov bajó la escalinata, franqueó los charcos de agua para poner los pies en nieve dura y avanzó hasta la ventana de la cocina. El corazón le latía con tanta fuerza en el pecho, que llegaba a oír los latidos; ora se le paraba la respiración, ora le salía jadeante en un soplo penoso. Una lamparilla alumbraba la cocina. Katucha estaba alli sola, sentada cerca de la mesa, los ojos fijos en el vacío, la expresión pensativa. Y, durante largo rato, Nejludov se quedó observándola, con la curiosidad de saber qué haría ella a continuación. La muchacha conservó la misma postura durante algunos minutos, alzó los ojos, sonrió, hizo una señal de cabeza como si se hubiese dirigido un reproche a sí misma; luego, con ademán convulso, posó las manos sobre la mesa y volvió de nuevo a mirar el vacío. Él seguía alli mirándola, escuchando a pesar suyo los latidos de su propio corazón y los ruidos extraños que llegaban del río. Allá. lejos, en medio de la bruma, se proseguía un trabajo incesante y lento; algo parecía roncar, partirse, hundirse, y delgados témpanos resonaban como cristal. Nejludov, inmóvil, seguía en el fatigado y pensativo rostro de Katucha las fases de un trabajo interior igualmente penoso; y tenía lástima de ella, pero era una lástima singular que le aumentaba su deseo de poseerla. A partir de aquel instante, el deseo lo invadió por entero. Llamó a la ventana. Como movida por un choque eléctrico, todo su cuerpo se estremeció y su rostro adquirió una expresión de terror. Luego se levantó sobresaltada, corrió a la ventana y pegó la cara al cristal. La expresión de susto se mantuvo cuando, con las dos manos colocadas por encima de los ojos para ver mejor, reconoció a Nejludov. Éste nunca le había visto un semblante tan serio. Ella sonrió después que él le hubo sonreído, pero por sumisión a él, pues Nejludov notó claramente que en el alma de la muchacha persistia el espanto en lugar de la sonrisa. Con la mano le hizo señas para que viniese a reunirse con él en el patio. Ella sacudió la cabeza: ¡no, no saldría!, y se quedó cerca de la ventana. Él volvió a pegar la cara al cristal, dispuesto a gritarle que saliera; pero ella se volvió en el mismo instante hacia la puerta. Sin duda, alguien la había llamado. Él se alejó de la ventana. La neblina era tan intensa, que a cinco pasos de la casa no se distinguían ya las ventanas, sino solamente una gran masa sombría, agujereada por el resplandor rojo de una lámpara. En el río, siempre el mismo ronquido, el mismo frotamiento el mismo, crujir, el. mismo tintineo de los témpanos. De pronto, a traves de la niebla, cantó un gallo, y otros respondieron en el. corral; otros, más lejos, en el campo, lanzaron sus llamamientos alternados, que pronto fueron fundiéndose en un único gran ruido. Era ya el canto de los gallos anunciando el alba. El silencio planeaba por los alrededores de donde sólo subía el tumulto del río. Habiendo dado algunos pasos de arriba abajo delante de la casa y habiéndose mojado varias veces los pies en los charcos de agua, Nejludov se acercó de nuevo a las ventanas de la cocina. A la luz de la lámpara volvió a ver a Katucha, sentada cerca de la mesa, en una actitud indecisa. Pero apenas se hu~ acercado a la ventana, ella levantó los ojos hacia él. Él llamó. Inmediatamente, sin ni siquiera mirar quién llamaba, salió de la cocina; él oyó el rechinar de la puerta al abrirse y luego, al cerrarse. Corrió a esperarla delante de la escalinata y, sin decir palabra, la enlazó entre sus brazos. Apretada contra él, ella alzó la cabeza y ofreció sus labios al beso. y se mantuvieron de pie, en la esquina de la casa, en un sitio seco. y cada vez mas crecía en Nejludov el deseo de poseerla. Pero la puerta rechinó de nuevo, y, en la noche, la. voz irritada de Matrena Pavlovna gritó: -¡Katucha!Ésta se arrancó de los brazos de Nejludov y se lanzó hacia la cocina. Él oyó echar el cerrojo; luego, en el silencio que se hizo de nuevo, el resplandor rojo de la lámpara desapareció. No quedó nada más que la bruma y el estruendo del río. Nejludov se acercó a la ventana y no pudo ver nada. Llamó y no recibió respuesta. Volvió a entrar en la casa por la escalinata grande y se dirigió a su habitación, pero no se acostó. Un rato más tarde, se

quitó las botas y avanzó por el pasillo hasta la habitación donde se acostaba Katucha. Al pasar ante la de Matrena Pavlovna, oyó que ésta roncaba apaciblemente. Siguió andando, pero de pronto Matrena Pavlovna tosió y se removió en su lecho. Nejludov quedó inmóvil durante cinco minutos. Luego todo se calló y él oyó de nuevo el ronquido de la anciana. Prosiguió su camino, evitando con cuidado hacer crujir el suelo. Por fin se encontró ante la puerta de Katucha. Ni un soplo en el interior; con toda seguridad, ella no dormía, porque él habría oído el murmullo de su respiración. Pero, apenas susurró: «¡Katucha!», ésta se lanzó hacia la puerta y, con un tono que parecía de enfado, lo intimó a que se márchase. -Pero, ¿qué hace usted ahí? ¿Es posible? ¡Van a despertarse sus tías! -decían sus labios. Pero todo su ser decía: «¡Soy toda tuya!» Y eso fue lo único que oyó Nejludov. -Te lo ruego, ábreme solamente un momento, te lo suplico- Hablaba sin pensar en lo que decía. Se hizo un silencio; luego Nejludov oyó palpar una mano que en las tinieblas buscaba el cerrojillo de la puerta. Ésta se abrió y Nejludov penetró en la habitación. Agarró a Katucha, vestida solamente con un camisón de tela gruesa, con los brazos desnudos, la alzó en vilo y se la llevó. -¡Oh!, ¿qué hace usted? -murmuraba ella. Pero, sin escuchar sus palabras, se la llevaba a su habitación. -¡Oh, no está bien! ¡Déjeme! -decía ella; y, sin embargo, se apretaba contra él. .. . . . . . . . . . . . . Cuando la hubo abandonado, toda temblorosa y callada, él salió a la escalinata y se quedó allí de pie, buscando el sentido de lo que acababa de ocurrir. Fuera había más claridad. Abajo, el crujido, el derrumbamiento, el tintineo de los témpanos aumentaban cada vez más ya aquellos ruidos se añadía además el murmullo del agua. Detrás de la cortina de bruma que empezaba a desvanecerse transparecía vagamente la media luna, alumbrando en semitinieblas algo sombrío y trágico. «¿Qué es todo esto? ¿Me ha sucedido una gran dicha o una gran desgracia? -se preguntaba Nejludov -.¡Bah, todo el mundo se comporta así», concluyó; y fue a acostarse. XVIII Al día siguiente, Schönbok, amigo de Nejludov, vino a recogerlo a casa de sus tías. Guapo, brillante, jovial, encantó literalmente a las señoritas con su elegancia, su cortesía, su generosidad y su afecto hacia Dmitri. Pero aun gustándoles mucho, su generosidad les parecía exagerada. Se asombraron al verle dar un rublo aun mendigo ciego, distribuir quince como propinas a la servidumbre y desgarrar sin vacilación un pañuelo de batista bordado para vendar la pata de Suzette, la perrita de Sofía Ivanovna. Ahora bien, ésta sabía que semejantes pañuelos no pueden costar menos de quince rublos la docena. Nunca las dignas tías habían visto nada parecido; ignoraban igualmente que ese Schonbok tenía 200.000 rublos de deudas y que estaba bien resuelto a no pagarlos jamás; por eso veinticinco rublos más o menos apenas tenían importancia para él. No pasó más que un día en casa de las señoritas ya la noche siguiente volvió a ponerse en camino con Nejludov. Llegados al límite extremo del plazo que les habían concedido para incorporarse a su regimiento, no podían prolongar su estancia. Durante este primer día, el alma de Nejludov no podía librarse del recuerdo de la noche anterior. Dos sentimientos opuestos combatían en ella: uno, el recuerdo ardiente de un amor bestial que, aun no habiendo dado todo lo que prometía, dejaba sin embargo la satisfacci6n de un deseo realizado; el otro, la conciencia de haber cometido un acto malo, con obligación de repararlo, y esto no por ella, sino por él.

Porque, en el estado de locura egoísta en que se encontraba, Nejludov no podía pensar más que en él. Se inquietaba por la manera como se podría considerar su conducta respecto a la muchacha, y no pensaba en modo alguno en lo que ésta podría sentir ni en lo que a ella le sucedería. Creía desde luego que Schonbok había adivinado sus relaciones con Katucha, y eso halagaba su amor propio. -He aquí -le dijo este último desde que hubo visto a la muchacha -la causa de tu repentino afecto por tus tías y el porqué estás aquí desde hace cuatro días. La verdad es que en tu lugar yo habría hecho otro tanto: es encantadora. Y Nejludov pensaba que, a despecho de sus deseos no saciados, era más ventajoso aún partir y romper de un solo golpe relaciones difíciles de continuar. Pensaba también que era deber suyo dar dinero a Katucha, no por ella ni porque tuviera necesidad, sino porque eso es lo que se hace siempre y porque lo habrían considerado como un hombre sin honor si no le hubiese pagado por haberla poseído. Y, en efecto, resolvió darle una suma adecuada a la respectiva situación de ambos. El día de la partida, después del almuerzo, la esperó en la antecámara. Al verlo, ella se puso toda roja y quiso pasar, señalando con una mirada la puerta abierta de la cocina. Pero él la retuvo. -Quería decirte adiós -le dijo, tratando de meterle en la mano un sobre donde había puesto un billete de cien rublos -. Toma.. Ella comprendió, frunció las cejas, sacudió la cabeza y rechazó la mano tendida de Nejludov. -¡Vamos, toma! -murmuró él. Le hundió el sobre en la abertura del corpiño. Y, como si se hubiese quemado los dedos, frunciendo a su vez las cejas y gimiendo, corrió a encerrarse en su habitación. Allí, caminando de arriba abajo, se retorcía, se sobresaltaba, lanzaba exclamaciones, como torturado por un dolor físico al recuerdo de su última entrevista con Katucha. Pero, ¿qué hacer? ¿No obraba todo el mundo así? ¿No era así como había obrado Schonbok con aquella institutriz cuya historia le había referido? ¿y su tío Gricha? ¿y su propio padre, cuando había tenido de una campesina de sus tierras aquel hijo natural, Mitegnka, que vivía aún? Y puesto que todo el mundo obraba así, así era como él tenía que obrar. Basándose en todo aquello, procuraba tranquilizarse, pero sin conseguirlo completamente. En lo más profundo de su alma juzgaba su acción tan fea, tan baja, tan cruel, que no solamente había perdido el derecho de juzgar a los demás, sino incluso de mirarlos a la cara. Y sin embargo, estaba obligado a considerarse a sí mismo como un hombre lleno de nobleza, de honor y de generosidad: solamente a ese precio podía continuar viviendo la vida que vivía. No tenía para eso más que un solo medio: no pensar en lo que acababa de hacer. Empleó ese medio. La existencia que le aguardaba. el ambiente, los camaradas, la guerra, eran propicios a ese olvido. y cuanto más vivía, más olvidaba; tanto, que había olvidado del todo. Sin embargo, una vez, a su regreso de la guerra, habiéndose detenido en casa de sus tías con la esperanza de volver a ver allí a Katucha, había sentido que se le oprimía el corazón al enterarse de que ya no estaba allí, que había abandonado la casa poco después de haberse él marchado, para dar a luz, y que luego, según las ancianas señoritas, se había degradado completamente. A juzgar por las fechas, el niño nacido de ella podría ser de él; pero también podía no ser de él. Al contarle aquello, sus tías habían añadido que incluso antes de abandonarlas, Katucha se había desenfrenado completamente: era una naturaleza viciosa como su madre. Este juicio de sus tías agradaba a Nejludov, quien se encontraba así absuelto en cierto modo. Tuvo al principio la intención de buscar a Katucha y al niño; pero en el fondo de su alma le resultaba penoso y humillante el recuerdo de su conducta, y no realizó esfuerzo alguno para encontrarla; más aún, olvidó su falta y cesó completamente de pensar en aquello. Y he aquí que ahora un azar extraordinario le recordaba todo eso, lo obligaba a condenar el egoísmo,

la crueldad y la bajeza gracias a los cuales. durante. diez años, había podido vivir tranquilamente con una falta semejante sobre la conciencia. Pero estaba aún lejos de consentir en una confesión sincera de su indignidad; y, todavía en aquel momento, pensaba únicamente en evitar que todo fuera descubierto y que las revelaciones de Katucha, o de su defensor, no lo mostrasen ante todos tal como había sido. XIX Tal era la disposición de espíritu de Nejludov mientras, en la sala del jurado, aguardaba que se reanudase la vista. Sentado cerca de la ventana, ola el ruido de las conversaciones de sus colegas y fumaba sin cesar. Sin duda alguna, el comerciante jovial apreciaba mucho la manera de matar el tiempo empleada por Smielkov. La verdad es que las francachelas del individuo eran bárbaras, a lo siberiano. y no tenía pelo de tonto: había elegido una agradable jovencita. El jefe del jurado exponía consideraciones tendentes a colocar todo el nervio del asunto en los expertos. Peter Guerassimovitch bromeaba y se reía a carcajadas con el dependiente judío. Nejludov respondía con monosílabos a las preguntas que le hacían y deseaba solamente que lo dejasen tranquilo. Cuando, con su pasito saltarín, el portero de estrados entró en la sala para volver a llamar a los jurados, Nejludov experimentó un sentimiento de espanto, como si fuese, no a juzgar, sino a ser juzgado él mismo. En el fondo de su alma, a partir de entonces, se encontraba miserable, indigno de mirar a los demás hombres a la cara, y, sin embargo, la fuerza de la costumbre lo llevó, con un paso muy seguro, al estrado, donde volvió a ocupar su asiento, en primera fila, muy cerca del asiento del jefe del jurado; tras lo cual cruzó con desenvoltura las piernas y se puso a jugar con sus lentes. Traían en aquel momento a los detenidos, a los que también habían llevado fuera de la sala. Habían introducido a nuevas figuras: los testigos. Nejludov observó que Katucha lanzaba ojeadas frecuentes a una gruesa dama chillonamente vestida de seda y de terciopelo y tocada con un enorme sombrero adornado con un gran lazo. Sentada en primera fila detrás de la rejilla, tenía sobre el brazo desnudo hasta el codo un elegante ridículo. Nejludov se enteró pronto de que era la patrona de la casa donde Maslova había vivido en último lugar. Inmediatamente se procedió a la audición de los testigos: nombres, religión, etcétera. Después que les preguntaron si querían o no declarar bajo juramento, el pope reapareció sobre d estrado arrastrando penosamente las piernas; de nuevo, ajustando la cruz de oro que le colgaba sobre el pecho, se dirigió hacia el icono, para hacer prestar allí el juramento a los testigos y al perito, con la misma serenidad y la misma seguridad de cumplir una función esencialmente importante y útil. Acabada esta formalidad, el presidente hizo salir a todos los testigos, con excepción de la dama gruesa, Kitaieva, patrona de la casa de tolerancia. La invitaron a que dijese lo que sabía sobre el envenenamiento. Con una sonrisa afectada, la cabeza escondida en su sombrero y cada una de sus frases pronunciada con acento alemán, expuso, con minuciosidad y método, todo lo que sabía. Primeramente, el mozo del hotel, Simón, había venido a su establecimiento para buscar en él a una de sus señoritas y llevársela al comerciante siberiano. Ella había enviado a Lubacha, esto es, Lubov. Algún tiempo después aquélla había vuelto con el comerciante. Estaba ya en éxtasis -añadió Kitaieva con una ligera sonrisa - Luego había continuado bebiendo y convidando a todas las mujeres hasta que, no teniendo ya más dinero encima, había enviado, al hotel donde se alojaba, a esa misma Lubacha, por la que sentía una verdadera predilección -aña.dió, volviendo los ojos hacia la detenida. A estas palabras, Nejludov creyó ver sonreír a Maslova y eso le hizo sentir disgusto. Un sentimiento

extraño, impreciso, de repulsión y de sufrimiento, le invadió el corazón. -¿Querría la testigo damos a conocer su opinión sobre Maslova? -preguntó, tímido y ruborizándose, el defensor de signado de oficio para la muchacha. Mi opinión no puede ser mejor -respondió Kitaieva -. Es una joven de excelentes modales y llena de elegancia. Se ha criado en una noble familia y sabe incluso francés. Quizás alguna vez haya bebido con cierto exceso, pero jamás hasta el punto de perder la cabeza. ¡Es una muchacha excelente! Katucha, que había tenido los ojos clavados en la patrona, los volvió en seguida a los jurados y los detuvo en Nejludov. El rostro de la joven se puso grave, rígido. Bizqueando, uno de sus ojos tenía una expresión severa y, durante un rato bastante largo, aquella extraña mirada pesó sobre Nejludov; y, a pesar del espanto de éste, le era imposible despegar su vista de aquellos ojos que bizqueaban y cuyo blanco despedía chispas. Se acordó de la espantosa noche, del crujido del hielo en el río, de la niebla y sobre todo de aquella luna escotada y tumbada que, habiendo salido hacia el amanecer, había alumbrado algo sombrío y terrible. y esos dos ojos negros, atornillados a los suyos, le recordaban vagamente aquella cosa negra y terrible. «iMe ha reconocido!», pensaba. Y, maquinalmente, se retrepó en su asiento, aguardando el choque. Pero ella no lo había reconocido. Tranquilamente lanzó un suspiro, y de nuevo se quedó mirando con fijeza al presidente. y Nejludov suspiró también: «¡Ah! -pensó-. ¡Que acabe esto de una vez!» Experimentaba una impresión a menudo sentida ya en las cacerías, cuando se trataba de rematar a un pájaro herido: mezcla de repulsión, de lástima y de pena. El pájaro herido se debate en el morral: se vacila y se siente al mismo tiempo disgusto y lástima, y uno querría acabar lo antes posible y olvidar. Sentimientos idénticos llenaban por aquel entonces el alma de Nejludov al escuchar las respuestas de los testigos. XX Ahora bien, como hecho a posta, el asunto se iba alargando. Cuando, uno a uno, fueron interrogados los testigos y el perito; cuando, según la costumbre, el fiscal y los abogados hubieron hecho, con aire muy importante, numerosas preguntas perfectamente inútiles, el presidente invitó a los jurados a tomar conocimiento de las piezas de convicción, consistentes en un anillo enorme con una rosa de brillantes, hecho para un índice de grosor extraordinario, y un filtro que había servido para analizar el veneno. Tales objetos estaban sellados y etiquetados. Los jurados iban a levantarse de sus asientos para examinar esos objetos, cuando el fiscal se puso en pie para pedir que antes de mostrar las piezas de convicción se diese lectura de los resultados de la autopsia practicada en el cadáver. El presidente, metiendo prisa al asunto para ir lo más pronto posible a reunirse con su suiza, no ignoraba que el único efecto de esta lectura sería aburrir a todo el mundo y retardar la hora de comer, ni que el fiscal exigía esa lectura únicamente porque tenía derecho para ello. No pudiendo oponerse, tuvo que consentir. El escribano exhibió unos papeles y, con voz monótona, hablando con media lengua al llegar a las eles ya les erres, se puso a leer. Del examen exterior del cadáver resulta que: 1.º La estatura de Feraponte Smielkov era de 2 archines y 12 verchoks. (aproximadamente 1.90 m. N de T). 2.º La edad, por lo que era posible juzgar a resultas del examen exterior, era de unos cuarenta años. 3.º En el momento del examen, el cadáver estaba hinchado. 4.º La epidermis era de color verdoso y estaba cubierto de manchas negras. 5.º La piel estaba levantada con ampollas de diversos tamaños, en algunos sitios reventadas y colgantes.

6.º Los cabellos, de un rubio oscuro, muy espesos, se separaban de la piel al menor contacto del dedo. 7.º Los ojos estaban fuera de sus órbitas, y la córnea turbia. 8.º De las ventanillas de la nariz, de las orejas y de la boca entreabierta fluía un pus pegajoso y fétido. 9.º El cuello del cadáver había casi desaparecido a consecuencia de la hinchazón de la cara y del busto. Etcétera, etcétera. En cuatro páginas, en veintisiete puntos, se alargaba así la descripción detallada resultante del examen exterior del espantoso, del corpulento, del gran cadáver hinchado y descompuesto del jovial comerciante que tanto se había divertido en la ciudad. Y esta lectura macabra aumentó aún más el indefinible sentimiento de disgusto experimentado por Nejludov. La existencia de Katucha, el pus que fluía de las ventanillas de la nariz del comerciante, los ojos salidos de sus órbitas, y su propia conducta pasada con relación a la muchacha, eran otros tantos hechos que le pareclan del mismo tipo y que le daban la impresión de apretarlo y sofocarlo. Terminada esta lectura del examen exterior, el presidente, creyendo que ya se había acabado, lanzó un suspiro de alivio y levantó la cabeza, pero a continuación el escribano pasó a un segundo documento: el examen interior del cadáver. El presidente volvió a dejar caer la cabeza, se acodó en la mesa y cerró los ojos. El comerciante, vecino de Nejludov, esforzándose en escapar al sueño, no por ello dejaba de perder algunas veces el equilibrio; los acusados mismos y los guardias que los custodiaban se habían inmovilizado. El examen interior del cadáver había demostrado que: 1 La piel que envolvía el cráneo estaba ligeramente se parada de los huesos, pero sin huella alguna de hemorragia. 2 Los huesos del cráneo eran de dimensiones normales y estaban intactos. 3 En la envoltura cervical se veían manchitas pigmentarias de un matiz mate pálido. Etcétera, etcétera. Y así 13 puntos más del mismo género. Seguían los nombres de los testigos de la encuesta, sus firmas y por fin las conclusiones del médico perito afirmando que por los accidentes comprobados en el estómago, en los intestinos y en los riñones del comerciante Smielkov se podía deducir, con un cierto grado de verosimilitud, que Smielkov había muerto por la absorción de un veneno, tragado por él con el aguardiente. En cuanto a juzgar con exactitud, por las modificaciones sufridas en el estómago y en los intestinos, sobre la naturaleza misma del veneno, eso era imposible; y en cuanto a la hipótesis de la absorción del veneno junto con el aguardiente, se derivaba de la gran cantidad de aguardiente encontrada en el estómago del comerciante. -Bueno, eso prueba que bebía de lo lindo - murmuró de nuevo al oído de Nejludov el comerciante, su vecino, que se ha bía despertado de pronto. La lectura del llamado proceso verbal había durado casi una hora; pero el fiscal era insaciable. Cuando el. escribano hubo acabado de leer las conclusiones del médico perito, el presidente dijo, volviéndose hacia el fiscal: -Creo que no hay utilidad ninguna en leer el resultado del análisis de las vísceras. -Perdón; pido que se lleve acabo su lectura - dijo el fiscal con tono severo, sin mirar al presidente e inclinandose un poco hacia un lado; y el tono de su voz daba a en.tender que tenía derecho a exigir esta lectura, que no renunciaría a ella a ningún precio y que la negativa de esta lectura entrañaría la casación del proceso. El juez de la gran barba se sentía trabajado de nuevo por su dolencia de estómago. -¿Para qué esa lectura? -preguntó al presidente-. No puede ser más que una pérdida de tiempo.

¡Esta escoba no barre mejor, pero emplea más tiempo! El juez de gafas con montura de oro permanecía mudo. Miraba ante él con aire sombrío, resignado a no esperar nada bueno de su mujer en particular ni de la vida en general. Y la lectura del acta empezó: «Año 188..., día 15 de febrero, nosotros, los abajo firmantes, a requerimiento de la inspección médica nº 638... -el escribano se había puesto de nuevo a leer con tono resuelto, elevando la voz para tratar de vencer su propia somnolencia y la de todos los asistentes -, en presencia del inspector médico, hemos procedido al análisis de los objetos que se enuncian más abajo: »1.º Del pulmón derecho y del corazón (contenidos en un recipiente de cristal de seis libras); »2.º del contenido de! estómago (en un recipiente de cristal de seis libras); »3.º del estómago (contenido en un recipiente de cristal de seis libras); »4.º del hígado, el bazo y de los riñones (contenido en un recipiente de cristal de tres libras); »5.º de los intestinos (contenidos en un recipiente de greda de seis libras)...» Al principio de esta lectura, el presidente murmuró algo al oído de cada uno de sus asesores. Luego, habiendo respondido los dos afirmativamente, hizo una señal al escribano para que se detuviera. - El tribunal – declaró estima inútil la lectura de esa acta. Inmediatamente el escribano se calló y reunió sus folios, en tanto que el fiscal, con aire furibundo, garrapateaba una nota. - Los señores jurados- dijo el presidente- pueden desde ahora tomar conocimiento de las piezas de convicción. Muchos se levantaron, visiblemente preocupados por saber cómo pondrían las manos durante esta inspección, y se acercaron a la mesa, donde sucesivamente examinaron la sortija, los recipientes y el filtro. El comerciante se aventuró a probarse la sortija en uno de sus dedos. -¡Vaya- dijo al volver a su puesto-, vaya un dedo! Grueso como un pepino -añadió, visiblemente divertido por la talla hercúlea que atribuía al comerciante envenenado. XXI Después del examen por los jurados de las piezas de convicción, el presidente declaró cerrada la instrucción judicial; y, sin interrupción, deseando además terminar cuanto antes la vista, concedió la palabra al fiscal, esperando que éste, siendo hombre, también tendría deseos de fumar y de comer y que se apiadaría de la concurrencia. Pero el fiscal interino no tuvo más piedad de él mismo que los demás. Tonto por naturaleza, tenía además la desgracia de haber salido del instituto con una medalla de oro y, luego, en la universidad, de haber ganado un premio por su tesis sobre las servidumbres en derecho romano; por lo que era vanidoso en el más alto grado y estaba infatuado de su persona, a lo que ha bían contribuido además sus éxitos con las damas; y, como consecuencia, su estupidez natural era gigantesca. Cuando el presidente le concedió la palabra, se levantó majestuosamente, haciendo resaltar, en su uniforme bordado, sus elegantes formas; puso las manos sobre el pupitre y, con la cabeza inclinada, paseando una amplia mirada por la concurrencia, exceptuando a los detenidos, empezó: -El asunto que se les somete, señores del jurado, constituye, si puedo expresarme así, un hecho de criminalidad esencialmente característica. Tal fue el comienzo de su discurso, preparado durante la lectura de los procesos verbales. En su opinión, su requisitoria debía tener un alcance social y semejarse así a los famosos discursos que habían servido de base a la gloria de los grandes abogados. Su auditorio, a decir verdad, no estaba formado aquel día más que por tres mujeres: una costurera, una cocinera, luego la hermana de Simón y,

por fin, un cochero; pero esta consideración no podía detenerlo. Las celebridades del foro habían empezado de la misma manera. El principio que él profesaba consistía en estar siempre a la altura de su situación, es decir, penetrar hasta lo más profundo de la psicología del crimen y poner al desnudo las llagas de la sociedad. Ven ante ustedes, señores del jurado, un crimen absolutamente característico, por decirlo así, de nuestro fin de siglo y que lleva en él, si me atrevo a decirlo, los rasgos específicos de ese proceso especial de descomposición moral que afecta en nuestros días a los numerosos elementos de nuestra sociedad y que se encuentra particularmente iluminado, por decido así, por las ardientes irradiaciones de este proceso... Habló así mucho tiempo, buscando, por un lado, acordarse de la agrupación de las frases que había preparado y, por otra parte y sobre todo, no detenerse un solo minuto, para que su discurso fluyese sin interrupción por lo menos durante una hora y cuarto. Una vez, sin embargo, perdió el hilo de su argumentación, y, durante bastante tiempo, tragó saliva; pero recuperó su impulso y hasta consiguió, con un torrente de elocuencia exacerbada, redimir su fallo pasajero. Ora hablaba con una voz blanda e insinuante, balanceándose sobre uno u otro pie y mirando fijamente a los jurados, ora con un tono calmoso y solemne, consultando sus papeles; o bien con una voz atronadora y exaltada, volviéndose hacia el publico y el jurado. Pero no se dignó honrar con una sola mirada .a los acusados, cuyos ojos estaban fijos en él. Su requisitona hormigueaba de fórmulas nuevas, de moda en su mundo, reputadas entonces, y todavía hoy, como el último grito de la ciencia. Hablaba de herencia, de criminalidad nata, de Lombroso, de Tarde, de evolución, de lucha por la vida, de hipnotismo y de sugestion, de Charcot y de decadentismo. Según su definición, el comerclante Smlelkov era el prototipo del ruso poderoso y natural que, con su naturaleza amplia, confiada y generosa, se había convertido en la presa de seres profundamente depravados en cuyo. poder había caído. Simón Kartinkin, producto atávico de la antigua servidubre, era el hombre incompleto, ignorante, desprovisto de principios e incluso de religión. Su amante, Eufemia, era una víctima de la herencia: su aspecto fisico y su carácter moral estigmatizaban bastante su degeneración. Pero el motor pnncipal del crimen era Maslova, fruto podrido hasta el corazón de la decadencia social contemporánea. - Esa criatura- proseguía él, siempre sin mirarla -, privilegiada entre sus cómplices, fue llamada a los beneficios de la instrucción. Acabamos de oír hace un rato la declaraclon de su patrona: nos hemos enterado no solamente de que la acusada sabe leer y escribir, sino de que sabe francés. Huerfana, llevando sin duda en ella el germen del crimen, criada en el seno de una familia noble e instruida, habría podido vivir de un trabajo honorable; pero abandonó a sus bienhechores para entregarse sin freno a sus instintos perversos; y, para satisfacerlos mejor, entró en una casa de tolerancia, donde se distinguía de sus compañeras gracias a su instrucción y, sobre todo, como ustedes mismos acaban de oírlo afirmar, señores del jurado, por boca de su misma patrona,. gracias a su, poder misterioso sobre los clientes, poder estudiado en estos últimos tiempos por la ciencia, por la escuela de Charcot sobre todo, y conocido con el nombre de sugestión. y este poder lo ejerció ella sobre el honrado e ingenuo gigante ruso caído entre sus manos; abusó de su confianza para despojarlo primero de su dinero y, después, de su vida. -.Caramba, lleva un poco lejos sus comparaciones! –dijo sonriedo el presidente, quien se inclinó hacia el juez severo. -¡ Un terrible imbéci1! -respondió este último. -Señores jurados -proseguía mientras tanto el fiscal, con un movimiento nervioso de su fino talle -, la suerte de estas gentes está ahora en manos de ustedes; y también, en parte, la suerte de la sociedad, que depende de la forma como ustedes juzguen. No dudo de que calarán el sentido fundamental de este

crimen; de que se convencerán del peligro que hacen correr a la sociedad estos fenómenos patológicos, estas individualidades como la de Maslova; y ustedes preservarán a la sociedad de su contagio; ustedes salvarán a los elementos sanos y robustos de esta contaminación que engendra la muerte. Y como aplastado él mismo por la importancia social del veredicto que habría de dictarse, encantadísimo con su discurso, el fiscal se dejó caer sobre su asiento. El sentido de su requisitoria, despojado de las flores de elocuencia, consistía en sostener que Maslova había hipnotizado al comerciante; que había monopolizado su confianza y que, una vez llegada, provista de la llave, a la habitación del hotel, para buscar alli una parte del dinero, había querido apoderarse de todo; pero que, sorprendida por Eufemia y Simón, había tenido que repartir con ellos. Luego, para borrar las huellas de su latrocinio, había obligado al comerciante a volver con ella al hotel, y alli lo había envenenado. Terminada la requisitoria, se vio como en el banco de los abogados se levantaba un hombrecito de edad madura, con levita y una amplia pechera almidonada, que inició inmediatamente un discurso para defender a Kartinkin ya Botchkova. Este abogado había recibido de ellos 300 rublos por su defensa, y, para hacerlos parecer inocentes, no descuidó nada en lo que se refería a echar todas las culpas sobre Maslova. Refutó primeramente la afirmación de esta última de que había requerido la presencia de Botchkova y de Kartinkin en la habitación cuando ella cogió el dinero. Esta afirmación, declaraba el abogado, no podía tener ningún valor por cuanto emanaba de una persona convicta de envenenamiento. Los 2.500 rublos ingresados en el Banco por Simón podían ser perfectamente el producto de las ganancias de dos criados laboriosos y probos, que recibían cada día de los clientes de tres a cinco rublos de propina. Pero el dinero del comerciante lo había robado, sin duda, Maslova, quien se lo había dado a álguien o lo había perdido, ya que el sumario demostraba que aquella noche ella se había hallado en un estado anormal. En cuanto al envenenamiento, ella sola lo había cometido. Consiguientemente, el abogado rogaba a los jurados que declarasen inocente a Kartinkin y a Botchkova del robo del dinero; añadía que en cualquier caso, si los jurados los reconocían culpables de robo, les rogaba que descartasen la participación en el envenenamiento y la premeditación. Para concluir y fastidiar al fiscal, el abogado hizo notar que «las consideraciones brillantes del señor fiscal sobre la herencia», a pesar de su importancia desde el punto de vista científico, no eran de tener en cuenta, ya que Botchkova había nacido de padre y madre desconocidos. Con expresión de enfado, el fiscal garrapateó rápidamente algo en un papel y se encogió desdeñosamente de hombros. El defensor de Maslova se levantó a continuación y, tímidamente, vacilante, expuso su defensa. Sin negar la participación de Maslova en el robo del dinero, insistió en desmentir que ésta tuviera intención de envenenar a Smielkov, arguyendo que no le había dado los polvos más que para dormirlo. Ensayó a su vez hacer una muestra de elocuencia, exponiendo el modo como su clinte había sido arrastrada al vicio por un seductor que quedó sin castigo y que, en cambio, todo el peso de la falta había recaído sobre ella. Pero esta incursión en el dominio de la psicologia no tuvo ningún éxito; todos comprendieron que el efecto había fallado y experimentaron una especie de malestar. En el momento en que el defensor insistía con torpeza sobre la crueldad de los hombres y la debilidad de la mujer, el presidente, para sacarlo de apuros, lo invitó a no apartarse de la discusión de los hechos. Después del abogado se levantó de nuevo el fiscal. Tenía que defender contra el primer abogado su teoría de la herencia y demostrar que aunque Botchkova fuese hija de padres desconocidos, no resultaba de ello una disminución del valor científico de sus argumentos. Porque esta ley de la herencia, está tan só1idamente establecida por la ciencia, que no solo se puede deducir el crimen de la herencia, sino también la herencia del crimen. En cuanto a la suposición emitida por el otro defensor, según el cual

Maslova habría sido pervertida por un seductor imaginario (el fiscal recalcó con ironía especial esta palabra «imaginario»), todo llevaba más bien a creer que la acusada, por el contrario, había sido siempre la seductora de las víctimas caídas entre sus manos. Después de exponer esto, volvió a sentarse con aire triunfal. El presidente preguntó entonces a los detenidos qué tenían que añadir en su propia defensa. Eufemia Botchkova reiteró por última vez que no sabía nada ni había participado en nada y afirmó con energía que Maslova era culpable de todo. Simón se limitó a repetir: -Será lo que ustedes quieran, pero yo soy inocente. Maslova no dijo nada. Habiéndole preguntado el presidente si tenía que añadir algo en su defensa se limitó a alzar los ojos sobre él, y luego, como un animal acorralado, los paseó por toda la sala, los bajó por fin y estalló en sollozos. -¿Qué tiene usted? -preguntó el comerciante a su vecino Nejludov, quien acababa de emitir bruscamente un sonido extraño, como un sollozo reprimido. Pero Nejludov seguía sin darse cuenta de su nueva situación, y atribuyó a la tensión de sus nervios tanto aquel sollozo imprevlsto como las lágrimas que inundaban sus ojos. Se puso sus lentes para ocultarlas, luego sacó el pañuelo y se sonó. El temor al oprobio en que incurriría si todas las personas presentes en el tribunal se enterasen de su conducta para con Maslova le impepedía tener conciencia del trabajo interior que se operaba en el. Y este temor era, desde el principio, más potente que todo lo demás. XXII Habiendo terminado de decir los detenidos lo que tenían que alegar en su defensa, se redactaron las preguntas que había que hacer a los jurados. El presidente empezó a continuación su resumen de los debates. Antes de entrar en el fondo del asunto explicó a los jurados, en el tono familiar de una charla íntima, que un robo con fractura es un robo con fractura; que un hurto es un hurto; que un robo en un sitio cerrado con llave es un robo en un sitio cerrado con llave, y que un robo en un sitio no cerrado con llave es un robo en un sitio no cerrado con llave. Explicando esto, miraba preferentemente a Nejludov, como si estas explicaciones se dirigiesen a él con la esperanza de que las comprendería y las haría comprender a sus colegas del jurado. Luego, pensando que los jurados ya estaban suficientemente penetrados de estas importantes verdades, pasó a desarrollar otro tema. Explicó que el asesinato es un acto que ocasiona la muerte de un hombre y que por tanto el envenenamiento constutuía desde luego un asesinato. Y cuando le pareció que los jurados estaban suficientemente imbuidos de esta verdad, les explicó que, en el caso en que robo y asesinato se hallasen reunidos, se daba lo que se llama un asesinato acompañado de robo. Aunque tuviese prisa en acabar el asunto lo antes posible, a fin de ir a reunirse con su suiza, el presidente tenía hasta tal punto la rutina del oficio, que una vez que había empezado a hablar, ya no se detenía. Por eso explicó prolijamente a los jurados que tenían derecho a declarar a los acusados culpables, si les parecían culpables; a declararlos inocentes, si les paredan inocentes; que si los reconocían culpables en un punto de la acusación e inocentes en el otro, tenían derecho a declararlos culpables en uno e inocentes en otro. Les dijo seguidamente que este derecho se les otorgaba en toda su extensión, pero que el deber de ellos era hacer un uso razonable de este derecho. Y cuando iba a explicarles que una respuesta afirmativa dada a las preguntas hechas se aplicaría al conjunto de la pregunta y que si querían que se aplicase únicamente sobre tal o cual fracción de la pregunta deberían

especificarlo, se le ocurrió la idea de consultar su reloj y vio que eran ya las tres menos cinco. Así, pues, abordó inmediatamente el fondo del asunto. -Las circunstancias de este asunto son las siguientes - empezó él; y repitió todo lo que ya se había dicho muchas veces por los abogados, por el fiscal y por los testigos. Hablaba y, a sus costados, los dos asesores lo escuchaban con recogimiento, mirando sus relojes a hurtadillas; encontraban el discurso excelente, tal como debía ser, pero un poco largo. El fiscal era de la misma opinión, así como todo el personal del tribunal y la sala entera. Habiendo terminado el presidente su resumen, todo parecía dicho. Pero él no podía decidirse a dejar de hablar, tanto le agradaba oír las entonaciones acariciantes de su voz, por lo que juzgó oportuno repetir una vez más a los jurados la importancia del derecho conferido a ellos por la ley, con qué prudencia y circunspección debían usar de ese derecho, usar y no abusar, y cómo estaban ligados por su juramento. Les dijo que representaban la conciencia de la sociedad y que el secreto de sus deliberaciones era sagrado, etcétera, etcétera. Desde el comienzo de su discurso, Maslova había clavado sus miradas en él, como con el temor de perderse una sola palabra. Así, Nejludov pudo examinarla largo rato sin temor a tropezar con su mirada. Sintió pasar entonces en él lo que ocurre en cada uno de nosotros cuando volvemos a encontrar un rostro familiar en otros tiempos. Primeramente nos impresionan los cambios sobrevenidos desde la separación; luego, poco a poco, la impresión de estos cambios se borra, el rostro vuelve a ser tal como era varios años antes. y ante los ojos del alma aparece sola la personalidad espiritual, exclusiva, de ese ser único. Eso era lo que experimentaba Nejludov. Sí; a pesar del capote de encarcelada, a pesar de todo el conjunto del cuerpo que se había hecho más ancho, el pecho ampliamente desarrollado, el espesamiento de la parte baja del rostro, las arrugas de la frente y de las sienes y la hinchazón de los párpados, era desde luego la misma Katucha que, en la noche aniversario de la resurrección de Cristo, había levantado hacia él su mirada tan inocente, lo había mirado con sus ojos llenos de amor y de felicidad y resplandecientes de vida. «¡Qué casualidad tan prodigíosa! ¡Este caso juzgado precisamente en esta vista en la que soy jurado, y yo, que no había vuelto a ver a Katucha desde hace diez años, la encuentro ahora aquí, en el banquillo de los acusados! ¿Cómo va a acabar todo esto? ¡Ah, si pudiera terminar pronto!» No cedía sin embargo al sentimiento de arrepentimiento que empezaba a hablar en él. Creía ver en aquello algo imprevisto, temporal, que pasaría sin modificar su vida. Se sentía en la situación de un perrito que habiéndose portado mal ha sido cogido por su dueño y le mete la nariz en su inmundicia. El perrito habría chillado y habría intentado alejarse lo más posible para escapar a las consecuencias de su acto; pero su dueño, implacable, no lo había soltado. Del mismo modo, Nejludov sentía la bajeza que había cometido, y también el brazo poderoso del dueño; pero no comprendía aún toda la gravedad de su acto, ni tampoco reconocia al dueño. Se. empeñaba en creer que la obra que estaba ante él no era la suya; pero brazos invisibles, aunque implacables, lo sujetaban de tal modo que él presentía no poder escaparse. Se esforzaba en aparecer valiente; cruzaba con aire desenvuelto las piernas una sobra otra, jugaba con sus lentes y, sentado en la segunda silla de la primera fila de los jurados, se comportaba con abandono y naturalidad. Sin embargo, en d fondo de su alma se daba ya cuenta de toda la crueldad, de la ignominia y de la bajeza, no sólo de su acto, sino de toda aquella vida ociosa, libertina, licenciosa y cruel que, desde hacia doce años, era la suya. y el terrible telón caído, durante esos doce últimos años, entre su crimen y los años que iban a seguir, empezaba a levantarse ya, permitiéndole por instantes echar una mirada hacia atrás.

XXIII Por fin el presidente terminó su discurso; levantó, con un ademán elegante, la lista de las preguntas y entregó la hoja al jefe del jurado. Los jurados se levantaron y, sin saber qué hacer con las manos, felices por poder abandonar sus asientos, pasaron en fila a su sala de deliberaciones. Habiéndose cerrado la puerta detrás de ellos, fue custodiada por un guardia, quien, con el sable desenvainado, se quedó alli de centinena Los jueces se levantaron y salieron a su vez; igualmente fueron sacados los acusados. Apenas llegaron a la sala de deliberaciones, los jurados, como ya habían hecho antes, empezaron a encender cigarrillos. El sentimiento de lo que había en su situación de artificial y de falso, la impresión experimentada más o menos profundamente por todos durante su permanencia ante el tribunal, se borró de sus almas en cuanto se sintieron libres, con el cigarrillo en los labios; así, aliviados y puestos a sus anchas, se instalaron con comodidad e inmediatamente empezaron las conversaciones más animadas. -La pequeña se ha dejado enredar; no es culpable- opinó el buen comerciante -. Hay que tener lástima de ella. -Ahora examinaremos todo eso -respondió el jefe del jurado-. Guardémonos bien de ceder a nuestras opiniones personales. -El presidente ha hecho una excelente exposición- dijo el coronel. -Sí, puede ser; yo estaba a punto de dormirme. -Lo que está claro es que si Maslova no hubiese estado de acuerdo con ellos, los dos criados habrían ignorado que el comerciante tenía tanto dinero -dijo el dependiente de tipo judío. -Entonces, según usted, ¿es ella la que ha robado? - preguntó un jurado. -¡Nunca adrnitiré eso! -exclamó el gordo comerciante -. La que dio el golpe fue esa canalla de sirvienta de ojos encarnados. -Todos estaban en el ajo- interrumpió el coronel-. Pero esa mujer afirma no haber entrado en la habitación. -Sí, sí, vaya usted a creerla. En toda mi vida creeré a semejante carroña. -Que usted la crea o no la crea, no significa nada –dijo el dependiente, con ironía -. Maslova era la que tenía la llave. -¿Y qué importancia tiene eso? -replicó el comerciante. - ¿ Y la sortija? -Pero si ella lo ha explicado muy bien- reiteró el comerciante -.El buen comerciante siberiano era un hombre de carácter; y además, había bebido mucho, y entonces le pegó. Después, eso se comprende, sintió lástima: «Vamos, toma, no llores más.» No olviden ustedes qué tipo de hombre era: dos archines y doce verschoks de altura y ciento treinta kilos de peso. -La cuestión no radica en eso -intervino Peter Guerassimovitch -.Lo que hay que saber es si ella premeditó y cometió el crimen o si fueron los criados. -Pero los criados no habrían podido actuar sin ella, puesto que era ella la que tenía la llave. Así, desordenadamente, la discusión prosiguió bastante tiempo. -Permitan ustedes, señores- opinó por fin el jefe dd jurado – Sentémonos a la mesa y deliberemos, se lo ruego -añadió, sentándose en su sillón presidencial. -jSon una plaga esas muchachas! -dijo entonces el dependiente. Y para confirmar su opinión de que Maslova era la principal culpable, contó cómo un día, una de esas muchachas, en el bulevar, había robado el reloj a uno de sus colegas. A continuación, el coronel

contó algo más raro y más concluyente todavía: el robo de un samovar de plata. -Por favor, señores, pasemos a las preguntas -dijo el jefe del jurado, golpeando en la mesa con su lápiz. Todos se callaron. Las preguntas estaban propuestas así al jurado: 1.º ¿ El campesino Simón Petrovitch Kartinkin, del pue blo de Borki, distrito de Krapivino, de treinta y tres años, es culpable de haber, el 17 de enero de 188..., en la ciudad de N..., con la intención de quitar la vida al comerciante Smielkov, con objeto de robarlo, en complicidad con otras personas, puesto veneno en el aguardiente, causando así la muerte de Smielkov, tras de la cual le habría robado una suma de cerca de 2.500 rublos y una sortija de brillantes? 2.º ¿La mestchanka Eufemia Ivanovna Botchkova, de 43 años, es culpable del crimen definido en la primera pregunta? 3.º ¿La mestchanka Catalina Mijailovna Maslova, de 27 años, es culpable del crimen definido en la primera pregunta? 4.º Si la acusada Eufemia Botchkova no es culpable en lo que se refiere a la primera pregunta, ¿lo sería por el hecho de haber, el 17 de enero de 188..., en la ciudad de..., estando de servicio en el Hotel de Mauritania, robado de la maleta cerrada con llave de un viajero de ese hotel, el comcrciante Smielkov, la suma de 2.500 rublos y, a este fin, de haber abierto, en aquel sitio, la maleta con una llave que se había procurado a este efecto? El jefe del jurado leyó la primera pregunta. -¿Qué dicen ustedes, señores? La respuesta no se hizo esperar. Todos opinaron en sentido afirmativo, tanto en lo referente al robo como al envenenamiento. Un solo jurado se negó a declarar a Kartinkin culpable: un viejo artelstchik (De la palabra Artel, asociación de artesanos, de obreros, etcétera, que trabajan en común y se reparten seguidamente las ganancias.-N del T.)que, por lo demás, respondía negativamente a todas las preguntas. El jefe del jurado pensó al principio que aquel hombre no comprendía y empezó a explicarle que Kartinkin y Botchkova eran desde luego culpables; pero el artelstchik afirmó haber comprendido muy bien y que, según él, lo mejor era tener piedad. -Tampoco nosotros -añadió -somos santos. y nada pudo hacerlo desistir de aquella idea. La respuesta a la segunda pregunta, relativa a la Botchkova, fue: «No, no es culpable.» Se juzgó que faltaban las pruebas de su complicidad en el envenenamiento, como, por lo demás, había dicho con tanta insistencia su abogado. El comerciante, empeñado en que se considerase inocente a Maslova, insistió en sostener que Botchkova era el eje de todo el asunto. Varios jurados fueron de su opinión; pero el jefe del jurado, deseoso de permanecer en una legalidad estricta, hizo notar que no existía de eso ninguna prueba material. Después de una larga discusión, prevaleció su parecer. Por el contrario, en la cuarta pregunta se declaró a Botchkova cúllpable de haber robado el dinero. A petición del artelschik, se añadió: «Pero merece circunstancias atenuantes.» La pregunta concerniente a Maslova provocó un debate muy vivo. El jefe del jurado afirmaba que era culpable tanto del envenenamiento como del robo. El comerciante sostenía lo contrario; el coronel, el dependiente y el artelstchik eran de esta opinión. Los demás jurados vacilaban, pero se inclinaban más bien hacia la opinión de su jefe: la principal razón de ello era la fatiga general, y la opinión preferida sería aquella que pusiese antes de acuerdo a todo el mundo y liberase a los jurados. Por los interrogatorios y por lo que él sabía de Maslova, Nejludov albergaba la convicción de que ella no era culpable ni del robo ni del envenenamiento. Había creído al principio que ése sería el parecer de todo el mundo; pero tuvo que reconocer su error. A consecuencia de la oposición provocada por el

jefe del jurado, del cansancio de todos y del hecho de que el buen comerciante no sabía disimular que Maslova le agradaba físicamente y ponía mucha torpeza en defenderla, la mayoría, respecto a aquella pregunta, se inclinaba en un sentido afirmativo. Nejludov, viendo eso, pensó en tomar la palabra; pero se llenó de miedo ante la idea de interceder en favor de Maslova, como si todo el mundo fuera a adivinar sus relaciones con ella. Se decía, sin embargo, que no podía consentir en dejar pasar así las cosas y que su deber era intervenir. Enrojecía, palidecía luego; y por fin iba a decidirse a hablar, cuando Peter Guerassimovitch, silencioso hasta entonces, pero evidentemente irritado por el tono autoritario del jefe del jurado, intervino para decir precisamente lo que quería decir Nejludov. -Permítame -dijo -.Afirma usted que ella es culpable del robo porque tenía la llave de la maleta; pero ¿es que los criados no podían, también, abrir la maleta con otra llave? -¡Claro, naturalmente! -apoyaba el comerciante. -En realidad, es imposible que ella haya cogido el dinero. En su situación, ¿qué habría podido hacer con él? -¡Exactamente, es lo mismo que yo digo! -insistía el comerciante. -Soy más bien de la opinión de que su llegada al hotel con la llave inspiró la idea del robo a los criados, quienes aprovecharon la ocasión y luego le echaron todas las culpas a ella. Peter Guerassimovitch hablaba con voz irritada, irritación que se transmitió al jefe del jurado y que lo incitó a aferrarse con más fuerza a su propio parecer. Pero Peter Guerassimovitch habló con tanta convicción, que la mayoría se puso de su parte; se reconoció que Maslova no había robado el dinero ni la sortija, y que ésta le había sido dada como regalo. Quedaba por determinar su culpabilidad en el envenenamiento. El comerciante, su ardiente defensor, declaró que se la debía declarar inocente, puesto que ella no tenía motivo alguno para envenenar a Smielkov; a lo que el jefe del jurado respondió que era imposible declararla inocente toda vez que ella misma confesaba haber echado los polvos. Los echó, es verdad -dijo el comerciante -, pero creyendo que era opio. -También el opio puede causar la muerte -interrumpió el coronel, al que le gustaban las digresiones. A propósito de eso, contó !a aventura de la mujer de su cuñado, que había tomado opio por accidente y habría muerto si oportunamente no se hubie.se. encontrado un médico. Hablaba con tanta dignidad y dominio, que nadie se atrevía a interrumpirlo. Sólo el dependiente, siguiendo el ejemplo, se arriesgó a cortar el hilo de su relato. -Uno puede muy bien acostumbrarse al veneno -dijo y tomarlo sin peligro hasta cuarenta gotas... Un pariente mío... Pero el coronel. no era hombre que se dejase interrumpir; prosiguio su historia y todo el mundo tuvo que enterarse detalladamente del papel que el opio había representado en la vIda de la mujer de su cuñado. -Pero, ¡señores! ¡Son ya más de las cuatro! –exclamó un Jurado. -Bueno, señores -propuso el jefe del jurado-, ¿qué les parece si la reconocemos culpable sin intención de robar? ¿Les parece bien? Satisfecho por su éxito, Peter Guerassimovitch consintió. -Pido que se añada: «pero merece circunstancias atenuantes» -exclamó el comerciante. Inmediatamente todos consintieron en eso. Sólo el artelstchik insistió de nuevo en declararla no culpable. -Pues a eso es a lo que llegamos -le explicó el jurado -. Es como si dijéramos: ella no es culpable. -¡Vaya, pues! Pero añdiendo: « y merece circunstancias atenuantes.» Eso borrará lo que queda -dijo gozosamente el comerciante. Estaban todos tan fatigados, se habían embrollado tanto en todas aquellas discusiones, que a nadie se le ocurrió la idea de añadir a la respuesta. «Sí, pero sin intención de causar la muerte.»

Nejludov estaba tan conmovido, que tampoco él cayó en la cuenta. Las respuestas, pues, se redactaron y se entregaron en esta forma al tribunal. Rabelais cuenta que un jurista, llamado a dirimír un proceso, después de haber enumerado una multitud de artículos y de leyes y leído veinte páginas de galimatías latino-jurídico, propuso a los pleiteantes dictar el juicio a la suerte. Si los dados arrojaban un número par, el acusador tendría razón; si el número era impar, la tendría el acusado. En este caso ocurrió lo mismo. Se tomó tal decisión, y no otra, no porque todos los jurados fuesen de la misma opinión, sino porque el presidente del tribunal había prolongado tanto su resumen, que se le había olvidado decir, siguiendo la costumbre en casos parecidos, que los jurados podían responder: «Sí, pero sin intención de causar la muerte.» Además, las respuestas fueron adoptadas porque el coronel había contado demasiado prolijamente la aventura de la mujer de su cuñado; en tercer lugar, porque Nejludov estaba tan conmovido, que no se había dado cuenta de que las palabras «sin intención de robar» deberían haber ido acompañadas de las otras palabras: «sin intención de causar la muerte»; en cuarto lugar, porque Peter Guerassimovitch había salido de la sala momentáneamente mientras el jefe del jurado releía las respuestas. Principalmente, estas respuestas fueron adoptadas porque los jurados, fatigados y deseosos de recobrar su libertad, habían atrapado al vuelo el primer parecer que se les había propuesto. El jefe del jurado llam6. El guardia, que se había mantenido ante la puerta con el sable desenvainado, volvió a meter la hoja en la vaina y se apartó. Los jueces volvieron a sentarse en sus sillones, y los jurados entraron en la gran sala. El jefe del jurado llamó. El guardia, que se había mantenido ante la puerta con el sable desenvainado, volvió a meter la hoja en la vaina y se apartó. Los jueces volvieron a sentarse en sus sillones, y los jurados entraron en la gran sala. ¡Vea usted la estupidez que han hecho!-dijo el presidente a su asesor de la izquierda -.Esto significa .trabajos forzados y, sin embargo, ella es inocente. -¿Y por qué habría de ser inocente? -dijo el juez severo. -Es algo que salta a la vista. Creo que sería ocasión de aplicar el artículo ochocientos diecisiete. (El artículo 817 establece que el tribunal tiene derecho a módificar la decisión del jurado si la juzga mal fundamentada.) -¿Y usted, qué piensa usted de esto? -preguntó el presidente al juez benévolo. Este no respondió inmediatamente. Miró el número del papel que tenía delante de él, sumó las cifras y vio que la suma no era divisible por tres. Se había dicho que si el total era divisible, daría su consentimiento, y, aunque no era así, se decidió, por bondad, a dar su aquiescencia. -Creo también -respondió -que se debería proceder así. -¿Y usted? -preguntó el presidente al juez escrupuloso. -Bastante hablan ya los periódicos -respondió éste con tono resuelto -de que- los jurados absuelven a los culpables. ¿Qué dirían si es el tribunal mismo quien se pone a absolver? No doy mi consentimiento. El presidente sacó su reloj. «Lo siento, pero, ¿qué puedo hacer?», pensó. Luego devolvió las respuestas al jefe del jurado para que las leyese. Todos los jurados se levantaron, y su jefe, después de haber cargado el peso del cuerpo, ora sobre un pie, ora sobre otro, leyó las preguntas y las respuestas. Ninguno de los funcionarios: el escribano, los abogados y hasta el fiscal, pudo ocultar su asombro. Unicamente los detenidos, que no comprendían el sentido de las respuestas, permanecían inmóviles en su banquillo. Luego todo el mundo volvió a sentarse y el presidente preguntó al fiscal qué penas

-¡Vaya, usted no ha visto nada! proponía contra los acusados. Este, encantado por el inesperado éxito de su requisitoria contra Maslova, éxito que atribuyó a su elocuencia, consultó un volumen, se levantó y dijo: -Pido, para Simón Kartinkin, la aplicación del, artícu1o 1.452 y del 4.º párrafo del artículo 1.453; para Eufemia Botchkova, la aplicación del artículo 1.659; y para Catalina Maslova, la aplicación del artículo 1.454. Todos estos artículos enunciaban las penas más severas, -El tribunal va a retirarse para deliberar sobre la aplica ción de la pena -dijo el presidente, levantándose. Todos se levantaron después de él y, con el sentimiento de haber cumplido una obra buena, salieron y se dispersaron por la sala. -Pues bien, padrecito, hemos metido la pata dijo Peter Guerassimovitch acercándose a Nejludov, a quien el jefe del jurado daba algunas explicaciones -, He aquí que hemos despachado a la desgraciada a trabajos forzados. -¿Cómo? ¿Qué dice usted? -exclamó Nejludov, sin darse cuenta, esta vez, de la chocante familiaridad del profesor. -Sin duda alguna -respondió éste -. Se nos olvidó anadir en nuestras respuestas... «Culpable, pero sin intención de causar la muerte.» El escribano acaba de decirme que el fiscal pide contra ella quince años de trabajos forzados. -Pues todos estuvimos de acuerdo- dijo el jefe del jurado. Peter Guerassimovitch protestó, declarando que era evidente que, puesto que Maslova no había cogido el dinero, no podía haber tenido la intención de causar la muerte. -Pero -replicaba el jefe del jurado para justificarse- yo releí las respuestas antes de que entráramos en la sala. -No tuve más remedio que salir unos momentos durante esa lectura -dijo Peter Guerassimovitch, quien se dirigió luego a Nejludov -:Pero usted, ¿cómo ha podido dejar pasar eso? -No me di cuenta de nada -dijo Nejludov. -Pero se puede reparar el error -dijo Nejludov, -No, ahora ya todo está acabado, Nejludov dirigió los ojos hacia los detenidos, Mientras se decidía el destino de éstos, ellos continuaban sentados e inmóviles entre la reja de madera y los guardias, Maslova sonreía, Entonces, un mal pensamiento se deslizó en el alma de Nejludov. Cuando hacía unos momentos preveía la absolución y la puesta en libertad de Maslova, se había inquietado por el modo con que tendría que conducirse respecto a ella. Ahora, la deportación a Siberia iba a suprimir tajantemente la posibilidad de reanudar las relaciones. El pájaro herido iba a dejar pronto de debatirse en el morral y de evocar el recuerdo. XXIV Se confirmaron las previsiones de Peter Guerassimovitch. Cuando los tres jueces volvieron de la sala de deliberaciones, el presidente sacó un papel y leyó: «El 28 de abril de 188.,., por orden de Su Majestad Imperial, la sección criminal del tribunal del distrito de N..., en virtud de la decisión de los señores miembros del jurado, conforme al tercer párrafo del artículo 771, al tercer párrafo de los artículos 776 y 777 del código de procedimiento criminal, ha condenado al campesino Simón Kartinkin, de 33 años de edad, y a la mestchanka Catalina Maslova, de 27 años de edad, a la privación de todos sus derechos civiles e individuales y a trabajos forzados: Kartinkin, por un plazo de ocho años; Maslova, por un plazo de cuatro años, con, para los dos, las con-

secuencias del artículo 25 del código penal. »A la mestchanka Eufemia Botchkova, de 44 años de edad, ala privación de sus derechos individuales y del uso de sus bienes ya un encarcelamiento de tres años, con las consecuencias del artículo 48 del código penal. »Ha condenado además a los tres detenidos, conjunta y solidariamente, a pagar todos los gastos del proceso, debiendo a cargo de la Hacienda dichos gastos en caso de insolvencia, la cual procederá a la venta de las piezas de convicción, a la restitución de la sortija ya la destrucción de los recipientes. de cristal. Kartinkin permanecía inmóvil, en la misma actitud militar, los brazos rígidos a lo largo dd cuerpo y las mejillas en movimiento; Botchkova aparecía absolutamente tranquila; Maslova, al leerse la sentencia, enrojeció. -¡No soy culpable! ¡No soy culpable! -exclamó, con una voz que resonó en toda la sala -.¡Es pecado! ¡No soy culpable! ¡Yo no quería eso; no lo pensaba! ¡Es verdad lo que digo! Y, dejándose caer en el banquillo, estalló en violentos sollozos. Cuando Kartinkin y Botchkova se levantaron para salir, ella se quedó sentada, sin dejar de sollozar; para obligarla a levantarse fue necesario que uno de los guardias le tirase de la manga del capote. .«No, no se puede dejar que las cosas queden así», se dijo Nejludov, olvidando su mal pensamiento de hacía unos instantes. Y, sin reflexionar, se precipitó hacia el corredor para ver una vez más a Maslova. Ante la puerta se apretujaba la muchedumbre animada de los jurados y de los abogados, dichosos por haber concluido; Nejludov tuvo que esperar algunos minutos antes de poder abandonar la sala. Cuando llegó al corredor, Maslova estaba ya lejos. Corrió hacia ella, sin preocuparse de la extrañeza que provocaba, y no se detuvo hasta haber llegado a su altura. Ya ella no lloraba, pero dejaba escapar grandes sollozos entrecortados, mientras se enjugaba con la punta de su pañolón el enrojecido rostro. Pasó ante él sin verlo, y él la dejó pasar para luego reemprender su carrera a través del corredor con objeto de buscar al presidente del tribunal. Cuando Nejludov lo al. canzó, el presidente estaba ya en el vestíbulo y dispuesto a marcharse. Acercándose a él, que en aquel momento se ponía un elegante abrigo claro y recibía de manos del portero su bastón con puño de plata, Nejludov le dijo: -Señor presidente, ¿Podría hablarle un momento del asunto que se acaba de juzgar? Soy miembro del jurado. -Pero, ¡cómo! ¿No es usted el príncipe Nejludov? Tengo mucho gusto en volverlo a ver -respondió el presidente, con un apretón de manos. Se acordaba con placer del baile en que se habían conocido y donde él mismo había bailado con más encanto y viveza que los jóvenes. -¿En qué puedo servirle? -Nuestra respuesta referente a Maslova se basa en una equivocación. Inocente del envenenamiento, he aquí que se la condena a trabajos forzados -dijo Nejludov con aire sombrío. -Pero el tribunal ha dictado su sentencia según las respuestas de ustedes -dijo el presidente, avanzando hacia la puerta -, aunque en modo alguno hayamos encontrado relación en esas respuestas con las preguntas. El presidente se acordó entonces de que había tenido la intención de explicar a los jurados que la respuesta: «Sí, culpable., no haciendo constar la salvedad: «sin intención de matar afirmaba el asesinato con premeditación; pero que, con la prisa de acabar, no lo había dicho. -Pero, ¿no se podría reparar este error? -Siempre se encuentran motivos de casación. Hay que dirigirse a los abogados -dijo el presidente, ladeándose el sombrero sobre la oreja y acercándose a la puerta.

-¡Pero es espantoso! -Mire usted, para Maslova no había más que dos soluciones posibles... Haabiéndose sacado las patillas sobre el borde del traje, agarró ligeramente a Nejludov para arrastrarlo hacia la salida, pues el presidente parecía sin duda deseoso de ser agradable al príncipe. ¿Sale usted también? -le dijo. -Sí- respondió Nejludov, quien se puso con rapidez su abrigo y siguió al presidente. Fuera brillaba un sol radiante, y las calles estaban llenas de ruido y de animación. A causa del estrépito que formaban sobre d pavimento las ruedas de los vehículos, el presidente tuvo que levantar la voz: -Mire usted- dijo -, la situación era un poco rara. Para este asunto no había más que dos soluciones posibles. Maslova podía ser casi absuelta, es decir, condenada a algunos meses de carcel, condena de la que se habría deducido su prisión preventiva; la pena que quedara sería insignificante. O bien había que condenarla a trabajos forzados. Nada de términos medios. Si ustedes hubiesen añadido las palabras: «pero sin intención de causar la muerte», habría sido absuelta. -¡Es imperdonable en mí no haber pensado en eso! -dijo Nejludov. -Pues bien, ahí está el quid de la cuestión -replicó el presidente, sonriendo y mirando su reloj. El último plazo de la cita fijada por Clara iba a expirar dentro de tres cuartos de hora -.Y ahora, si usted lo desea, diríjase a un abogado. No se trata más que de encontrar una motivo de casación: eso se encuentra siempre. Calle Dvorianskaia- dijo a un cochero -. Treinta copeques por la carrera; nunca doy más. -¡Dígnese subir su excelencia! -Mis mejores saludos -terminó el presidente, despidiéndose de Nejludov -.Y si puedo serle útil: casa Dvornikov, calle Dvorianskaia: ¡es fácil de retener! Luego saludó a Nejludov con una última inclinación con descendiente de cabeza y se alejó. XXV Su conversación con el presidente y el contacto con el aire fresco del exterior habían calmado un poco a Nejludov. Atribuyó en gran parte a la fatiga la extraña emoción que acababa de experimentar y que habían exagerado las circunstancias anormales en que se encontraba desde por la mañana. «Desde luego- pensó -, he aquí un encuentro asombroso y extraño. Mi deber es suavizar lo antes posible la suerte de esa infortunada. Por tanto, ahora mismo voy a enterarme de la dirección de Fanarin, o de Nikichin.» Se trataba de dos abogados famosos cuyos nombres le acudieron a la memoria. Deshizo el camino andado, volvió a entrar en el Palacio de Justicia, se quitó el abrigo y subió la escalera. En el primer corredor encontró a Fanarin y lo abordó diciéndole que tenía que hablar con él. El abogado, que lo conocía de vista y de nombre, se apresuró a dispensarle una buena acogida. Estoy un poco cansado; pero si no es cosa de mucho tiempo, cuénteme su asunto. Pasemos por aquí. Hizo pasar a Nejludov a una sala, sin duda el despacho de algún juez, donde se sentaron cerca de la mesa. -Bueno, ¿de qué se trata? Ante todo -dijo Nejludov -, debo rogarle que no diga a nadie la participación que tomo en el asunto del que quiero hablarle. Naturalmente, ni que decir tiene. ¿Y bien...? Soy jurado. y hoy hemos condenado a trabajos forzados a una mujer que no es culpable. Eso me atormenta. A pesar suyo, enrojeció y se turbó. Fanarin lanzó sobre él una rápida mirada, bajó los ojos y escuchó.

-Dígame -instó. -Hemos condenado a una inocente. Quisiera que se presentara recurso contra la sentencia, llevando el juicio a una jurisdicción superior. -Al Senado- precisó el abogado. Y he venido a pedirIe a usted que se encargue de este asunto. Nejludov tenía prisa sobre todo de zanjar un punto delicado, y añadió ruborizándose: -Sus honorarios y todos los gastos, por considerables que sean, corren de mi cuenta. -Sí, sí, no discutiremos sobre eso -replicó el abogado, sonriendo complacidamente al ver la inexperiencia de Nejludov -. Bueno, ¿en qué consiste ese asunto? Nejludov sé lo resumió brevemente. -Muy bien. Mañana mismo pediré los autos y los examinaré. y pasado mañana... No, más bien el jueves... El jueves, pues, si usted quiere venir a mi casa a eso de las seis de la tarde, le daré una respuesta. Estamos de acuerdo, ¿no es así? Tengo todavía varias cosas que hacer en el Palacio antes de volver a casa. Nejludov se despidió de él y abandonó el Palacio de Justicia. Aquella nueva conversación había aumentado su calma; se estimaba dichoso por haber emprendido ya algunas medidas en defensa de Maslova. Gozaba del hermoso tiempo y aspiraba deliciosamente los efluvio primaverales. Conductores de coches de punto parados delante de él le ofrecían sus servicios, pero él prefería caminar. Todo un enjambre de pensamientos y recuerdos relativos a Katucha y a su conducta para con ella ocupaban su mente. y se sintió lleno de tristeza. «N- se dijo-, ya pensaré en eso más tarde. Ahora tengo que distraerme de tantas impresiones penosas.» Recordó la cena de los Kortchaguin y consultó su reloj. No era tan tarde que no pudiese llegar para cenar. Las campanas de un tranvía resonaron detrás de él; echó a correr, llegó al vehículo y subió. Descendió más lejos, en la plaza, escogió un coche. bien enjaezado y, diez minutos después, se vio ante la escalinata de la gran casa de los Kortchaguin. XXVI Que su señoría se digne entrar; lo esperan arriba- dijo con una complaciente sonrisa el grueso portero de los Kortchaguin, avanzando hasta la escalinata al encuentro de Nejludov -. Están a la mesa y han dado orden de no recibir a nadie más que a usted. Luego, el portero fue hacia la escalera y tiró del cordón de una campanilla. -¿Hay gente? -preguntó Nejludov, quitándose el abrigo. -Aparte la familia, están los señores Kolossov y Mijai Sergueievitch -respondió el portero. En el rellano de la escalera apareció la elegante silueta de un lacayo con librea y con guantes blancos. -Que su señoría se digne subir. Le ruegan que entre. Nejludov subió la escalera, atravesó el grande y magnífico salón que le era tan conocido y penetró en el comedor. Toda la familia Kortchaguin estaba reunida alrededor de la mesa, con excepción de la princesa Sofía Vassilievna, la madre de Missy, que comía siempre en su habitación. La cabecera de la mesa estaba ocupada por el viejo Kortchaguin, quien tenía a su izquierda al médico de la casa ya su derecha a Iván Iva novitch Kolossov, ex mariscal de la nobleza, actualmente miembro del consejo de administración de un banco y colega de opinión liberal de Kortchaguin. A la izquierda, miss Rader, institutriz de la hermanita de Missy; luego, esta hermana, de cuatro años de edad; a la derecha, frente a ella, Petia, el hermano de Missy, colegial de sexto año, que preparaba sus exámenes, prolongando así la estancia de toda la familia en la ciudad, y un estudiante, su repetidor. Más lejos, uno frente a otro,

Catalina Alexeievna, madura señorita de cuarenta años, eslavófila, y Mijail Sergueievitch o Micha Teleguin, primo de Missy; finalmente, al otro extremo de la mesa, Missy, y cerca de ella un cubierto no utilizado. -¡Ah, esto sí que es magnífico! ¡Dése prisa; no estamos más que en el pescado! -exclamó el viejo Kortchaguin, alzando los ojos sobre Nejludov y masticando con precaución con sus dientes postizos. -¡Esteban! -gritó en seguida al majestuoso camarero principal, con la boca llena y señalando con los ojos el cubierto vacío. Nejludov conocía al viejo Kortchaguin desde hacía mucho tiempo, y lo había visto muy a menudo a la mesa. Pero aquella noche quedó desagradablemente impresionado por su rostro sanguíneo y congestionado, por su boca sensual, por su grueso cuello, por el conjunto de su semblante, además de la manera como se metía un pico de la servilleta en el escote de su chaleco. y por toda aquella corpulencia de general obeso. A pesar suyo, se acordó de haber oído hablar de la dureza de aquel hombre .en los tiempos en que, siendo gobernador de provincia, había hecho fusilar y ahorcar a numerosos desgraciados, Dios sabe por qué, puesto que, rico y bien emparentado, no tenía motivo alguno para mostrar tanto celo. -¡En seguida van a servir a su señoría! -dijo Esteban, sacando de un cajón del aparador un cucharón, mientras el elegante lacayo ponía en orden el cubierto colocado junto a Missy en el que la servilleta almidonada y artísticamente plegada dejaba ver en una de las esquinas un escudo de armas bordado. Primeramente, Nejludov dio la vuelta alrededor de la mesa v estrechó las manos de los comensales. Todos, con excepción del viejo Kortchaguin y de las damas, se levantaron para ten derle la suya. Aquel paseo y aquellos apretones de mano, dados a gentes en su mayor parte desconocidas, le parecieron aquella noche particularmente ridículos y desagradables. Se excusó de su retraso e iba a sentarse en el sitio vacante entre Missy y Catalina Alexeievna, cuando el viejo Kortchaguin exigió que tomase al menos entremeses, si no un vasito de aguardiente. Le fue preciso, pues, acercarse a la mesita donde estaban la langosta, el caviar, el queso y los arenques. Creía no tener hambre; pero, habiendo probado el queso, se puso a devorar con avidez. -Bueno, qué, ¿ha socavado usted los cimientos? -le preguntó Kolossov, empleando con ironía la expresión reciente de cierto periódico reaccionario que hacía campaña contra la institución del jurado -. Habrá usted absuelto a culpables y condenado a inocentes, ¿no es así? ¿Qué me dice? -¡Socavado los cimientos! ¡Socavado los cimientos! -repitió el viejo príncipe con una risita. Su confianza en el ingenio y en la ciencia de su amigo, cuyas ideas compartía, no tenía límites. A riesgo de parecer descortés, Nejludov no respondió a Kolossov. Se sentó ante su plato, se sirvió sopa y continuó comiendo con un apetito feroz. -¡Déjenlo que se fortalezca!- dijo Missy, sonriendo y mostrando con el empleo de aquella frase la familiaridad de sus relaciones. Kolossov, con un tono desenvuelto y en voz alta, siguió discutiendo el artículo del periódico reaccionario sobre la institución del jurado. Miguel Sergueievitch replicaba contraponiendo los errores groseros que se contenían en otro artículo reciente del mismo periódico. Como siempre, Missy se mostraba totalmente distinguida y llevaba un atuendo de una elegancia discreta y sobria. -Sin duda estará usted agotado de hambre y de cansancio, ¿no?- le dijo a Nejludov cuando éste hubo acabado su sopa. -Pues no, no demasiado. ¿ y usted? ¿Han ido ustedes a ver esos cuadros? -No; nuestra visita se ha diferido para más adelante. Hemos ido a jugar al lawn-tennis en casa de los Salamatov. Y, mire usted, la verdad es que míster Crooks juega de una manera admirable. Nejludov había venido a casa de los Kortchaguin para distraerse. El lujo y la riqueza de la casa, de

acuerdo con sus gustos refinados, habían hecho siempre que le resultaran agradables esas visitas, así como la atmósfera de halago acariciante con que se le envolvía allí. Pero aquella noche, por una casualidad singular, todo lo encontraba desagradable: desde el portero, la ancha escalera, las flores, los lacayos y los adornos de la mesa, hasta Missy, a la que no tuvo más remedio que juzgar afectada y poco seductora. Le molestaba el tono de suficiencia y grosería de Kolossov, su liberalismo, y la silueta bovina y sensual del viejo Kortchaguin, y las citas francesas de la madura señorita eslavófila, y los rostros enfurruñados de la institutriz y del repetidor; y más aún aquella frase de tono familiar con que había hablado de él Missy. Ésta seguía inspirándole dos sentimientos contrarios. Unas veces era perfecta, porque la veía a través de un velo o como al claro de luna, y le parecía fresca, bella, inteligente, natural; otras veces, como bajo los rayos deslumbrantes del sol, le era imposible no darse cuenta de sus imperfecciones. y aquel día él estaba en esta última disposición. Distinguía las arrugas de su frente, la señal de las tenacillas rizadoras en sus cabellos, y los huesos salientes de sus codos; le impresionaba sobre todo la anchura de las uñas de sus grandes dedos, que le recordaban los dedos macizos del padre de la joven. -¡Qué juego tan aburrido ese lawn-tennis! -opinó Kolossov -. En nuestros tiempos, el juego de la pelota era mucho más divertido. -Pues no -exclamó Missy -.No sabe usted lo que es. No hay nada más locamente fascinante. Nejludov tuvo la impresión de que ella había dicho aquella palabra «locamente» con una afectación insoportable. Se entabló una discusión. Intervinieron en ella Mijail Sergueievitch y Catalina Alexeievna. Únicamente la institutriz, el repetidor y los niños permanecieron mudos y aburridos. -Vamos, siempre están disputando! -dijo con una risa exagerada el príncipe Kortchaguin, quitándose la servilleta de! escote del chaleco. Cuando se levantaba, un lacayo se apresuró a retirarle la silla. Después de él, todo el mundo se levantó para dirigirse hacia una mesita donde había vasos de agua tibia perfumada. Los comensales se enjuagaron la boca y continuaron una conversación que no interesaba a nadie. -¿No es verdad que no hay nada como el juego que revele tanto el carácter de la gente? -preguntó Missy a Nejludov, invitándolo así a corroborar su propia opinión. Había visto en el rostro del príncipe una expresión concentrada y severa, que ya le había notado otras veces, y quería conocer la causa de la misma. -A decir verdad, no sé nada de eso y nunca he pensado sobre esa cuestión- respondió Nejludov. -¿Quiere usted que subamos a la habitación de mamá? -preguntó ella entonces. -Sí, sí- respondió él, y encendió un cigarrillo. Pero el tono de su respuesta indicaba con bastante claridad que no tenía grandes deseos de hacer eso. La joven se calló y le lanzó una mirada inquisitiva que lo puso de mal humor. «Verdaderamente -se dijo-, parece que he venido aquí para propagar el aburrimiento.» Y , esforzándose en parecer amable, dijo que iría con gusto a presentar sus homenajes a la princesa, si es que ella quería recibirlo. -Mamá estará encantada. Podrá usted fumar en su habitación como aquí. Iván Ivanovitch ya está allí sin duda. Sofía Vassilievna, la señora de la casa, no se dejaba ver más que acostada. Desde hacia ya ocho años recibía a sus visitantes tendida en un canapé, envuelta en encajes y cintas, entre los terciopelos, los dorados, los marfiles, los bronces, las lacas y las flores. No veía, y lo repetía frecuentemente, más que a «sus amigos», es decir, a aquellos que a su juicio se destacaban sobre el común de los mortales. Nejludov era uno de ésos, porque pasaba por inteligente, porque su madre había hecho buenas migas con los Kortchaguin y porque la princesa deseaba que Missy se casara con él.

La habitaci6n de Sofía Vassilievna estaba precedida de un salón grande y de otro pequeño. En el grande, Missy, que caminaba delante de Nejludov, se detuvo de pronto y se quedó mirándolo, agarrando nerviosamente el respaldo dorado de una silla baja. Ella tenía el más vivo deseo de casarse; Nejludov era para ella un buen partido. Además, le agradaba y se había hecho a la idea, no de que ella le pertenecería, sino de que él sería de ella. Perseguía su objetivo con esa astucia inconsciente y tenaz que ponen en ello las neuroticas. Queriendo, pues, obligar a Nejludov a explicarse, le dijo a quemarropa: -A usted le ha pasado algo; lo veo. Dígame qué es. Él se acordó de su aventura en la Audiencia frunció las cejas y enrojeci6. -Sí -respondió, negándose a mentir -, me ha ocurrido algo extraño, inesperado y grave. -¿Qué es? ¿No puede usted decirmelo? -Por ahora, no. Permítame que no le diga nada. Me ha pasado una cosa sobre la cual es preciso que siga reflexionando- añadió, ruborizándose aún más. -¿Y no me lo dirá usted? Se le contrajo un músculo del rostro, y la joven soltó el respaldo de la silla. -No, no puedo- replicó Nejludov, comprendiendo que, con aquella respuesta suya a la joven, se respondía a sí mismo y reconocía la gravedad de lo que le había pasado. -Como usted quiera. Entonces, venga conmigo. Sacudió la cabeza, como para alejar un pensamiento inoportuno, y reanudó más rápidamente su marcha. Nejludov creyó notar que ella hacia un esfuerzo para reprimir las lágrimas. Le dio vergüenza y se reprochó la pena que le estaba causando; pero la menor debilidad lo habría perdido, o ligado para siempre, y, aquella noche sobre todo, eso era lo que más temía. Así, pues, silencioso, la acompañó hasta la habitación de la princesa. XXVII La princesa Sofía Vassilievna acababa de terminar su cena, muy delicada pero muy reconfortante y que ella siempre tomaba sola, por temor a que la vieran en aquella ocupación poco poética. El café lo servían sobre un velador cerca de su canapé, y ella fumaba cigarrillos. Era morena, delgada y larguirucha, con largos dientes y grandes ojos negros, y se esforzaba en darse aún aires de jovencita. Se chismorreaba sobre sus relaciones con su médico. Nejludov, hasta entonces no interesado por aquellas hablillas, no tuvo más remedio que acordarse de ellas al entrar en la habitación, cuando distinguió, sentado muy cerca del canapé, al médico de barba untada de brillantina y elegantemente recortada. Al verlo, experimentó una impresión de desagrado. En una butaca blanda y baja estaba sentado Kolossov, agitando con su cuchara el azúcar de su café, cerca de un vasito de licor colocado en el velador. Missy, habiendo entrado en la habitación con Nejludov, no permaneció más que un instante. -Cuando mamá se canse y los despida, vendrán ustedes a verme, ¿no es así? -dijo ella a Kolossov ya Nejludov, con un tono como si nada anormal hubiese ocurrido entre ella y este último. Salió de la habitación alegremente y con un paso deslizante sobre la blanda alfombra. -Hola, ¿cómo está usted, querido amigo? Siéntese y cuente -dijo la princesa Sofía Vassilievna, con la sonrisa afectada y que quería parecer natural de su boca surtida de hermosos y largos dientes muy bien imitados -. Ha vuelto usted de la Audiencia, decían estos señores, de muy mal humor. ¡Tales sesiones deben resultar tan penosas para hombres de corazón...! -añadió ella en francés. -Sí, es verdad -replicó Nejludov -. Alli uno siente muy a menudo su... uno siente, quiero decir, que

no tiene derecho a juzgar... -Comme c'est vrai! -exclamó la princesa, fingiéndose impresionada por lo acertado de aquella reflexión; porque poseía el arte de adular siempre a sus interlocutores. -Bueno, ¿cómo va su cuadro? -continuó -. Me interesa enormemente. Si no fuera por mi debilidad, hace ya mucho que habría ido a verlo a su casa. -Lo he abandonado por completo -respondió secamente Nejludov, asqueado por la falsedad de aquellas adulaciones, tan visible, aquella noche, como por el disimulo de la vejez. Y, a pesar de sus esfuerzos, ya no podía ser amable. -¡Qué lástima! ¿Sabe usted que el mismo Repin me ha afirmado que nuestro amigo tiene un gran talento? -dijo ella, volviéndose hacia Kolossov. «¿Cómo no le da vergüenza mentir de esa manera?», pensaba Nejludov, indignado. Sin embargo, dándose cuenta de que Nejludov no estaba verdaderamente en forma y que una conversación agradable con él era imposible, Sofía Vassilievna se volvió hacia Kolossov y le pidió su opinión sobre un nuevo drama que se acababa de representar; eso con un tono que hacía prever la aceptación, como de un oráculo, de la opinión que él emitiera: Kolossov se mostró muy duro en su juicio y aprovechó la ocasión para exponer sus teorías sobre el arte. Como siempre, la princesa se mostraba impresionada por lo acertado de los comentarios de su amigo y no se arriesgaba a defender al autor del drama más que para capitular al instante o encontrar un término medio. Nejludov miraba y escuchaba, pero veía y oía otra cosa. Escuchando ora a Sofía Vassilievna, ora a Kolossov, comprobaba que ninguno de los dos tenía el menor interés por el drama, como no lo tenían el uno por el otro, y que el solo objeto de su conversación era satisfacer una necesidad física: activar la digestión por la agitación muscular de la lengua y de la garganta. Comprobaba además que Kolossov, habiendo bebido aguardiente, vino y licores, estaba un poco ebrio; no con esa embriaguez de los mujiks que beben de cuando en cuando, sino con la de la gente que está acostumbrada a beber. No titubeaba y no decía estupideces, pero su estado de excitación y de contento de sí mismo era anormal. Además, Nejludov se daba cuenta de que en lo más animado de la conversación, la princesa, inquieta, no apartaba los ojos de la ventana, por la que se deslizaba un oblicuo rayo de sol capaz de alumbrar demasiado crudamente su propio ocaso. -¡Qué verdad es eso! -respondió ella a un comentario de Kolossov, al mismo tiempo que apretaba el botón de un timbre eléctrico. En aquel momento, sin decir nada, como familiar de la casa, el médico se levantó y salió. y Sofía Vassilievna lo siguió con los ojos, sin interrumpir la conversación. -¡Felipe! Tenga usted la bondad de bajar esa cortina -dijo al guapo lacayo que había entrado a la llamada de! timbre -. No; por mucho que usted diga, hay algo místico; y no existe poesía sin misticismo -continuó, dirigiéndose a Kolossov, mientras uno de sus negros ojos espiaba con mal humor los movimientos del lacayo, ocupado en bajar la cortina -. Sin poesía, el misticismo es superstición; y la poesía sin misticismo es prosa -prosiguió ella con una sonrisa contrita y el ojo clavado en el lacayo -. Pero, no, Felipe! No es esa cortina. Es la de la ventana grande -dijo al fin con un aire de sufrimiento y como si hubiese quedado agotada por el esfuerzo que le habían costado tantas palabras. Para calmarse, se llevó a la boca, con su mano cargada de sortijas, el perfumado cigarrillo. Silencioso y sumiso, caminando ligeramente sobre la alfombra, con sus piernas musculosas y sus pantorrillas salientes, el guapo lacayo se acercó a la otra ventana y, mirando a la princesa, se puso a bajar cuidadosamente la cortina, a fin de que ni el menor rayo pudiese caer sobre ella. Pero tampoco esta vez estaba haciendo lo que quería Sofía Vassilievna, quien de nuevo tuvo que interrumpir su disertación sobre el misticisimo para aleccionar al implacable y torpe Felipe que tanto la fatigaba. Por un momento, un relámpago pasó por los ojos de lacayo.

«El pobre debe de estarse diciendo: ¿qué diablos es lo que quieres en definitiva?», pensó Nejludov ante aquella escena. El guapo y robusto Felipe reprimió inmediatamente su movimiento de impaciencia y se puso a ejecutar las órdenes de la indolente, débil y sofisticada princesa. -Desde luego, hay mucho de verdad en la doctrina de Darwin, pero a veces va demasiado lejos -continuó Kolossov, agitándose en su butaca y mirando a la princesa con ojos soñolientos. -Y usted, ¿cree usted en la herencia? -preguntó a Nejludov, cuyo silencio la tenía desazonada. -¿La herencia? No, no creo en ella- respondió sin desprenderse de las visiones extrañas que obsesionaban su imaginación. Se figuraba posando como modelo, al lado del robusto y guapo Felipe, a Kolossov desnudo, con su vientre en forma de calabaza, su cabeza calva y sus brazos esqueléticos, caídos como cuerdas. Y, vagamente también, entrevió los hombros de Sofía Vassilievna, recubiertos ahora de seda y de terciopelo, tal como debían de ser. Pero esa imagen resultaba realmente demasiado repugnante, y la rechazó. Sofía Vassilievna se quedó mirándolo con fijeza. -Pero -dijo ella -me olvido de que Missy le está esperando. Vaya a reunirse con ella; creo que tiene intención de interpretarle un trozo de Grieg. Es muy interesante. «¡No tiene que interpretarme nada! ¿A qué vienen todas estas mentiras?», pensó Nejludov, levantándose y estrechando la mano transparente, huesuda y cargada de anillos de Sofía Vassilievna. En el salón se encontró con Catalina Alexeievna, quien lo detuvo al pasar. -Lo cierto es -le dijo ella en francés, siguiendo su costumbre -que las funciones de jurado, ya lo veo, le deprimen a usted un poco. -Sí, excúseme. Esta noche no me siento en forma, y no tengo derecho a imponer mi malhumor a los demás -respondió Nejludov. ¿Y por qué no está usted en forma? -Eso, permítame que no se lo diga- replicó él, buscando su sombrero. -¿Se olvida usted, pues, de que nos dijo que había que decir siempre la verdad y que incluso se aprovechó de eso para decirnos a todos verdades crueles? ¿Por qué hoy no quiere usted decir la verdad? ¿Te acuerdas, Missy? -añadió Catalina Alexeievna, volviéndose hacia la joven, que acababa de entrar. -Es que entonces era un juego - respondió gravemente Nejludov -.El juego permite esas cosas. Pero en la vida real, somos tan malos... o yo soy tan malo..., que no me es posible pensar en decir la verdad. -No se retenga usted. Diga más bien que todos somos malos -replicó alegremente la madura muchacha, sin fijarse en la gravedad de Nejludov. -No hay nada peor que decirse que no se está en forma- interrumpió Missy -.Por mi parte, nunca me lo confieso a mí misma; por eso siempre estoy en forma. Vamos, sígame, vamos a tratar de disipar su mauvaise humeur. Nejludov experimentó el sentimiento que deben de experimentar los caballos en el momento de ser embridados y enjaezados. Nunca hasta entonces había experimentado tanto miedo a dejarse enjaezar. Se excusó diciendo que tenía necesidad de volver a su casa, y se preparó a despedirse. Missy le retuvo la mano más tiempo que de costumbre. Recuerde que lo que es grave para usted lo es al mismo tiempo para sus amigos -dijo ella -.¿Vendrá usted mañana? -No lo creo- respondió Nejludov, y sintiendo que el rubor le subía al rostro, se apresuró a salir. -¿Qué significa todo esto? Comme cela m’intrigue! -dijo Catalina Alexeievna cuando él hubo abandonado el salón -. Es preciso que me entere. Quelque affaire d'amour-propre. Il est tres susceptible, notre cher Mitia !

«Plutôt une affaire d'amour sale», pensó Missy, pero sin decirlo. Miraba delante de ella con aire sombrío, muy distinto del que tenía en presencia de Nejludov. Sin embargo, ni siquiera delante de Catalina Alexeievna se habría atrevido a formular aquel juego de palabras de mal gusto, y se limitó a decir: -Todos tenemos nuestros días buenos y nuestros días malos. «¿También se escapará éste? -pensó Missy -.Estaría muy mal por su parte, después de todo lo que ha pasado.» Si le hubiesen preguntado a Missy lo que quería decir con aquellas palabras «todo lo que ha pasado», no habría podido alegar nada preciso. Tenía, sin embargo, una impresión absolutamente clara de las esperanzas despertadas en ella por Nejludov y casi una promesa de casamiento. Desde luego, ninguna palabra precisa los había ligado, pero miradas, sonrisas, alusiones y silencios bastaban, a juicio de ella, para. que lo considerase como si le perteneciese. Por eso el pensamiento de perderlo le resultaban tan penoso. XXVIII Vergüensa y disgusto, disgusto y vergüenza! », pensaba Nejludov, volviendo a pie a su casa. por un camino recorrido a menudo. La penosa lmpresión nacida en el de su conversación con Missy no se disipaba. Se sentía «formalmente» al abrigo de los reproches de la joven, en cuanto se trataba de declaración que hubiera podido comprometerlo; y sin embargo, no estaba menos ligado a ella. Lo compr:ndía, y con todas las fuerzas de su ser comprendía también la imposibilidad de casarse con ella. ¡Vergüenza y disgusto, disgusto y vergüenza!», se repetía ante el pensamiento no sólo de sus relaciones con Missy, sino de todo lo que lo rodeaba. «¡Todo es disgusto y vergüenza!», repitió, ubiendo la escalinata de su casa. -No cenaré -le dijo a su criado Kornei, quien lo esperaba en el comedor dispuesto a servirle-. Puede usted retirarse. -A sus órdenes -respondió el criado, que, en lugar de marcharse, quitó la mesa. Nejludov no pudo abstenerse de creer que el otro obraba así para contrariarlo. Miraba a Kornei con malhumor; habría querido que todo el mundo lo dejase en paz, y todo el mundo se ponía de acuerdo para llevarle la contraria. Cuando Kornei salió, Nejludov se acercó al samovar paraprepararse su té; pero oyó en la antecámara los pasos de Agrafena Petrovna, y, para no verla, salió precipitadamente y pasó al salón, cuya puerta cerró tras él. Tres meses antes, su madre había muerto en aquel salón. Dos lámparas de reflectores lo alumbraban, iluminando los dos grandes retratos del padre y de la madre de Nejludov colgados en la pared. Y éste se acordó de sus últimas relaciones con su madre. Falsas también, y, también allí, vergüenza y disgusto. Se acordaba de que en los últimos tiempos de la enfermedad de su madre había deseado positivamente su muerte. Era, había pensado entonces, para que se librase de sus sufrimientos; hoy comprendía que la había deseado para librarse él mismo de la vista de sus sufrimientos. Con el deseo de evocar en él recuerdos mejores, se acercó al retrato, firmado por un pintor célebre y por el que se pagó en tiempos cinco mil rublos. La madre de Nejludov estaba representada con vestido de terciopelo negro, descubierta la garganta. El artista, eso se notaba, había puesto el mayor cuidado en pintar bien el nacimiento de los senos, su separación, el cuello y los hombros, que su modelo tenía muy bellos. A él le pareció esta vez que era absolutamente vergonzoso y desagradable. Se espantó de lo que había de repulsivo y de sacrílego en aquella figura de su madre bajo el aspecto de una belleza semidesnuda. La cosa resultaba tanto más chocante cuanto que hacía tres meses, allí mismo, la misma mujer se había tendido sobre un diván, seca como una momia, exhalando un olor que infectaba toda la

casa. Se acordó de que, la víspera de su muerte, ella le había cogido una mano entre sus pobres manos descarnadas, lo había mirado a los ojos y le había dicho: «¡No me juzgues, Mitia, si no he hecho lo que era preciso! » Y que de sus ojos enturbiados por el sufrimiento habían salido lágrimas. «¡Qué disgusto!», se dijo una vez más frente al retrato donde su madre, con una sonrisa triunfante, desplegaba sus magníficos hombros y sus brazos de mármol. y la desnudez de aquel pecho lo hizo pensar en otra joven, vista por él aquellos últimos días e igualmente escotada. Era Missy, quien, una noche de baile, le había rogado que viniese a verla con su nuevo vestido. Con verdadera repugnancia se acordó del placer que había experimentado al ver los bonitos hombros y los bellos brazos de Missy. «¡Y delante de ese padre grosero y sensual, con su pasado de crueldad, y esa madre bel esprit, de reputación sospechosa!», pensaba. Todo aquello era repugnante y vergonzoso. ¡Vergüenza y disgusto, disgusto y vergüenza! «No, no -se dijo -, ¡Es preciso que me libere, que rompa todas estas relaciones mentirosas con los Kortchaguin, con María Vassilievna, con la herencia y con todo lo demás...! Sí, escaparme, respirar en paz. Ir al extranjero, trabajar en mi cuadro en Roma.» Y se acordó de sus propias dudas sobre su talento. Bah, ¿qué importa eso? Lo importante es respirar en libertad. Iré a Constantinopla y luego a Roma. Me iré en cuanto cierren los tribunales y quede arreglado este asunto con el abogado.» De nuevo se irguió ante él la imagen viviente de la condenada, con sus negros ojos que bizqueaban un poco. ¡Ah, cómo había llorado ella al gritar aquellas últimas palabras! Con un gesto brusco, tiró el cigarrillo que acababa de encender, encendió otro y se puso a caminar de arriba abajo por la habitación. Luego, con el pensamiento, volvió a ver los minutos sucesivos pasados con Katucha: la escena de la habitacioncita, el desencadenamiento de su pasión bestial, su desilusión una vez satisfecha aquélla. Volvió a ver el vestido blanco y el cinturón azul, y la misa nocturna. «Sí, aquella noche la amé, la amé verdaderamente, con un amor fuerte y puro; y la había amado antes, ¡oh, cuantísimo!, cuando residía en casa de mis tías para escribir mi tesis.» Volvió a verse a sí mismo tal como era entonces, y eso lo inundó con un perfume de frescor, de juventud, de vida dichosa; y se agravo aun mas su tristeza. Le pareció enorme la diferencia existente entre el hombre de entonces y el de ahora: tanta y quizá más aún que la que existía entre la Katucha de la iglesia y la prostituta, la amante del comerciante siberiano, juzgada por él hacía poco. Valeroso y libre entonces, nada le parecía imposible; ahora, sepultado en una existencia inútil y vacía, miserable y estúpida, sin salida y de la cual muy a menudo se negaba a salir. Recordó que orgullo extraía entonces de su franqueza y de su principio de decir siempre la verdad, y de su manera de decirla; en tanto que ahora estaba sumido en la más espantosa mentira, considerada verdad por quienes lo rodeaban. Y tampoco había salida de aquella mentira en la que se hundía por la fuerza de la costumbre, en la que se pavoneaba. ¿C6mo liberarse en sus relaciones con María Vassilievna? ¿Cómo resolverse a poder mirar cara a cara al marido y a los hijos de aquella mujer? ¿Cómo romper su trato con Missy? ¿Cómo poner de acuerdo el hecho de haber proclamado él mismo la injusticia de la propiedad rústica y el de poseer la herencia de su madre, indispensable para su existencia? ¿Cómo redimir su falta para con Katucha? Y, sin embargo, las cosas no podían quedar así. «No puedo -se decía él- abandonar a una mujer amada en otros tiempos, pagando solamente a un abogado para arrancarla de esa cárcel que no ha merecido. ¡Querer lavar mi falta con dinero es lo que yo creía suficiente cuando daba cien rublos a Katucha!» Volvió a ver el momento en que, en el vestíbulo de la casa de sus tías, se había acercado a la joven, le había deslizado el dinero y había huido. «¡Ah, ese maldito dinero, ah, ah, qué asco!», se dijo en voz alta, como lo había dicho entonces. «Solamente un miserable, un canalla, podía obrar así. ¿ Y soy yo ese

canalla, ese miserable? –exclamó- ¿Pues quién sino yo?», se respondió. y continuó denunciándose a sí mismo: «Y además, no es eso todo. ¿No es una bajeza tus relaciones con Maria Vassilievna, tu amistad con su marido? ¿Y tu actitud en lo que se refiere a tus bienes? So pretexto de que el dinero procede de tu madre, ¿no disfrutas de la riqueza que consideras ilegítima? ¿Y toda tu vida, ociosa e inútil? Y, como coronamiento de todo eso, ¿qué puedes decir de tu conducta respecto a Katucha? ¡Eres un miserable! ¿Qué importa el juicio de los demas? Tú puedes engañados, pero no puedes engañarte a ti mismo.» Y comprendió que el objeto de una aversión que él sentía desde hacía algún tiempo, y sobre todo aquella noche no eran ni los hombres ni el viejo príncipe, ni Sofía Vassilievnna, ni Missy, ni Kornei, sino él mismo, y, ¡cosa extraña!, aquel reconocimiento de su indignidad, aunque penoso, contenía algo de calmante y de consolador. Varias veces en el curso de su existencia había ya procedido a lo que él llamaba «limpiados de conciencia»; crisis morales en las que el decaimiento, casi la detención de su vida in. terior, lo habían obligado a barrer las porquerias que manchaban su alma. Hecho eso, no dejaba nunca de imponerse reglas jurándose seguirlas. Escribía un diario, volvía a empezar una nueva vida «turning a new leaf», como él decía. Pero la seducción del mundo volvía de nuevo a atrapado, y volvía otra vez al punto de partida, si no más bajo. El verano en que pasó las vacaciones en casa de sus tías había marcado la primera de aquellas «limpiezas». Fue su despertar más vivo y más entusiasta. Sus consecuencias habían durado bastante tiempo. El segundo despertar ocurrió cuando, habiendo abandonado su empleo de funcionario, soñó con sacrificar su vida y había partido a guerrear contra los turcos. En aquella ocasión, la recaída tuvo lugar antes que otras veces. Un nuevo despertar había ocurrido cuando abandonó el ejército y partió al extranjero para dedicarse a la pintura. Desde entonces, y hasta el día de hoy, había transcurrido un largo período sin que «limpiase su conciencia». Por eso nunca había llegado a una suciedad tal, a un tal desacuerdo entre lo que exigía su conciencia y la vida que llevaba. Se quedó aterrado. El abismo era tan grande, y la suciedad tan fuerte, que en el primer momento desesperaba de poder desprenderse de ella. «Más de una vez has tratado de corregirte, de hacerte mejor, y has fracasado -le decía una voz tentadora -.¿Vale la pena empezar una vez más? ¿Es que eres tú el único que estás en ese caso? Todo el mundo es como tú. ¡Es la vida!» Pero el ser libre, el ser moral, y que es en nosotros el único verdadero, el único poderoso, el único eterno, ese ser, en aquel momento, se había despertado en él. Le era imposible no creer en él. Por colosal que fuera la distancia entre lo que era y lo que habría querido ser, aquel ser interior afirmaba que todo le era posible aún. «Romperé, por mucho que me cueste, los lazos de mentira en los que me revuelco, y confesaré todo; diré y haré la verdad -se dijo con decisión en voz alta -. Diré la verdad a Missy: que soy un libertino, que no puedo casarme con ella y que le pido perdón por haberla turbado. Diré a Maria Vassilievna..., o mejor, no a ella, sino a su marido, le diré que soy un miserable, que lo he engañado. Dispondré de la herencia conforme a la verdad. Diré también a Katucha que soy un miserable, que pequé contra ella. y haré todo lo posible por suavizar su suerte. Iré a verla y le pediré que me perdone. Sí, le pediré perdón como hacen los niños... Me casaré con ella si es preciso...» Se detuvo, juntó las manos como hacía en su infancia, elevó los ojos y dijo: -¡Señor, ven en mi ayuda, instrúyeme, penetra en mí para purificarme! Rezaba. Pedía a Dios que penetrara en él para purificarlo; y ese milagro, pedido en su oración, se había, sin embargo, cumplido ya en él. Dios, viviendo en su conciencia, había vuelto a tomar posesión de ella. Y no solamente sentía Nejludov la libertad, la bondad, la alegría de la vida; sentía también la fuerza del bien, y todo el bien posible que un hombre pudiera hacer, él se sabía capaz de hacerlo

también. Sus ojos estaban bañados de lágrimas. Buenas, en tanto que lágrimas de felicidad, nacidas del despertar del ser moral dormido en él desde hacía años; pero malas también, porque eran lágrimas de enternecimiento por sí mismo y por su bondad de alma. Se ahogaba. Avanzó y abrió la ventana que daba al jardín. La noche era fresca, blanca de luna. A lo lejos resonó un ruido de ruedas, y luego todo volvió a quedar en silencio. Bajo la ventana, sobre la arena de la alameda y sobre el césped, se perfilaba la sombra de un gran álamo desnudo. A la izquierda, bajo los diáfanos rayos de la luna, el techo de la cochera parecía todo blanco. Al fondo se entrecruzaban las ramas de los árboles y transversalmente la línea negra del seto. Y Nejludov contemplaba el jardín, lleno de una dulce luz argentada, y la cochera, y la sombra del álamo; escuchaba y aspiraba el soplo vivificante de la noche. -¡Qué hermoso es todo! ¡Qué hermoso es todo, Dios mío! -decía. Y estas palabras eran la expresión de lo que pasaba en su alma XIX Maslova no fue llevada a la cárcel hasta las seis, doloridos los pies después de quince verstas ( medidas itineraria equivalente a 1.067 metros) de marcha desacostumbrada por una calzada de piedra. Aunque aniquilada por la severidad imprevista de la sentencia, tenía hambre. Durante una suspensión de la vista, los guardianes habían comido en su presencia pan y huevos duros; la boca se le hizo agua y se dio cuenta de que tenía hambre, pero le habría parecido humillante pedirles algo. y la vista recomenzó y duró todavía más de tres horas, y había acabado por no sentir ya hambre, sino únicamente debilidad. La lectura de la sentencia la había encontrado en esta disposición de espíritu, y al escucharla creyó estar soñando. La idea de los trabajos forzados no consiguió implantarse fácilmente en su espritu. Pero la acogida que se le dio a la lectura de su condnna por los magIstrados y los jurados le hizo ver pronto la realidad de la misma. Entonces, sublevada, había gritado su inocencia con todas sus fuerzas, pero también su grito fue acogido como una cosa natural, prevista y sin alcance en su situación. Se había deshecho en lágrimas, fatalmente resignada a soportar hasta el fin la extraña y cruel injusticia que se había realizado en detrimento de ella. Una cosa sobre todo la asombraba: que aquella dura sentencia le fuese infligida por hombres, por hombres jóvenes y no viejos, los mismos que de ordinario la miraban con tanta complacencia. Únicamente el fiscal era la excepción. En la sala de los presos, aguardando el comienzo de la vista, y luego, durante las suspensiones, había visto que aquellos hombres, so pretexto de que tenían que hacer algo alli, pasaban por delante de la puerta de la estancia donde se encontraba e incluso entraban para tener ocasión de mirarla. ¡Y estos mismos hombres la habían condenado a la cárcel, aunque ella fuese inocente de lo que se la acusaba! Había comenzado a llorar, hasta quedar, poco a poco, sin lágrimas y completamente postrada. Cua.ndo, despues de la vista, la encerraron en el calabozo del Palacio de Justicia en espera de su traslado a la cárcel, no tenía más que un pensamiento: fumar. En este estado la encontraron Botchkova y Kartinkin, llevados igualmente después de la sentencia al mismo calabozo. Botchkova se había puesto a insultarla, diciéndole que era un «piojo carcelario». -Qué, ¿has ganado, te has justificado? ¡No te has escapado, pendón! ¡No tienes más que lo que mereces! ¡En la cárcel no te darás ya aires de princesa! Maslova permanecía impasible, con las manos hundidas en las mangas de su capote, la cabeza baja, mirando obstinadamente a dos pasos delante de ella; se limitó a decir: -Yo no me ocupo de usted; déjeme tranquila. No me ocupo de usted -repitió varias veces. Luego se calló.

Se animó un poco cuando se llevaron a Botchkova ya Kartinkin, y un guardia entró a traerle un envío de tres rublos. -¿Eres tú Maslova? -preguntó. Y añadió, tendiéndole el dinero -: Esto te lo envía una señora. -¿Qué señora? -¡Vamos, toma! No tenemos por qué daros conversación. El dinero le era enviado a Maslova por Kitaieva, la patrona de la casa de tolerancia. Ésta, al salir de la Audiencia, había preguntado al portero de estrados si podía dar un poco de dinero a Maslova. Al escuchar la respuesta afirmativa, se quitó con precaución el guante de piel de Suecia que recubría su blanca y gordezuela mano y sacó del bolsillo de detrás de su falda de seda una cartera de última moda atiborrada de billetes. Entre una gran cantidad de cupones y de títulos ganados por ella, eligió un billete de dos rublos cincuenta, añadió cincuenta copeques en plata y entregó todo al portero de estrados. Éste llamó al guardia y le entregó la suma en presencia de la señora. -Se lo ruego, le entregará eso, ¿verdad? -dijo Karolina Albertovna al guardia. Este último se sintió vejado por semejante desconfianza; de ahí su malhumor contra Maslova. Ésta no dejó de sentirse encantada al recibir tal dinero, que le iba a permtir realizar su deseo. «¡Con tal que pueda procurarme pronto cigarrillos...!», se dijo; y en este único deseo de fumar se concentraban todos sus pensamientos. Tenía tantas ganas, que aspiraba con avidez el olor de tabaco que entraba, a bocanadas, en su celda. Pero tuvo que aguardar mucho tiempo para satisfacer su deseo. El escribano, encargado de ordenar el traslado de los condenados desde la Audiencia a la cárcel se habia en efecto olvidado de ellos y se había retrasado discutiendo con un abogado el articulo del periódico prohibido Por fin, a eso de las cinco se hizo partir a Maslova entre sus dos guardias, el de Nijni-Novgorod y el chuvaco, que la hicieron salir por una puerta trasera del palacio. En el vestíbulo del tribunal ella les había dado veinte copeques rogándoles que fuesen a comprarle dos panes blancos y cigarrillos. El chuvaco se había echado a reír: -Está bien, te lo compraré- había dicho. Honradamente, había ido a comprar los panes y los cigarrillos y le había devuelto lo que quedaba. Pero estaba prohibido fumar en ruta; así, pues, Maslova había llegado hasta la cárcel sin haber podido satisfacer sus ganas de fumar. En el momento de llegar entraba un convoy de un centenar de presos y se había cruzado con ellos a la puerta. Los había viejos y jóvenes, barbudos o afeitados, rusos y de otras razas. Algunos llevaban rapada la mitad de la cabeza y tenian hierros en los pies. Llenaban el vestíbulo de polvo, del ruido de sus pasos y de sus conversaciones y de un acre tufo a sudor. Todos, al pasar cerca de Maslova, la habían mirado; algunos se habían acercado a ella para requebrarla. -iVaya, vaya, la hermosa muchacha! -había dicho uno. ¡Mis respetos a la madrecita!- había dicho otro, guiñando un ojo. Y uno de ellos, moreno, con la cabeza rapada y enormes bigotes, haciendo resonar sus hierros, se le había acercado para agarrarla del talle. -¿Es que no reconoces a tu amiguito? ¡Vamos, no tengas tantos escrúpulos! -le dijo, enseñando los dientes y con los ojos brillantes cuando ella lo rechazó. -¿Qué haces tú ahí, bribón?- gritó el subdirector de la cárcel, apareciendo de improviso. Inmediatamente, el forzado se retiró, agachando la espalda. y el subdirector se volvió hacia Maslova. -¿ Y tú, qué vienes a hacer aquí? Maslova estaba tan cansada, que le faltaron fuerzas para decir que volvía del tribunal. -Llega de la Audiencia, señoría -respondió uno de los soldados, llevándose la mano a la garra. -Hay que entregársela al guardián jefe. ¿Qué significa este desorden?

-A sus órdenes. señoría. -jSokolov! ¡Hazte cargo de ella! -gritó el subdirector. El guardián jefe se acercó, la agarró por un hombro con malhumor y, haciéndole una señal con la cabeza, la condujo él mismo por el corredor de las mujeres. Allí la registraron por todas partes sin encontrar nada (el paquete de cigarrillos lo había escondido dentro del pan) y la hicieron entrar de nuevo en la sala de donde había partido por la mañana. XXX Esta sala a la que llevaban de nuevo a Maslova era una gran pieza de nueve archines ( medida de longitud = 0.71m.- N.del T.) de largo por siete de ancho con dos ventanas; por todo mobiliario, una vieja estufa blanca en sus tiempos y una veintena de camas de tablas desunidas y que ocupaban los dos tercios de la superficie de la sala. Hacia el centro, frente a la puerta, ardía un cirio ante un icono ennegrecido de grasa y adornado con un viejo ramillete de siemprevivas. A la izquierda, detrás de la puerta, el cubo de las basuras. Acababan de pasar la lista de retreta y de encerrar alas presas para la noche. Quince personas ocupaban la sala: doce mujeres y tres niños. Había aún claridad y sólo dos mujeres estaban acostadas. Una de ellas dormía, tapada la cabeza con su capote: era una idiota, encarcelada por vagabunda, y que dormía día y noche. La otra, condenada por robo, era tísica. Sin dormir, permanecía extendida, abiertos los grandes ojos, posada la cabeza sobre su capote; un hilo de saliva corría de sus labios, apretada la garganta en un duro esfuerzo para no toser. Entre las demás mujeres, vestidas la mayoría solamente con camisas de tela gruesa, unas cosían, sentadas en sus camastros; otras, de pie junto a las ventanas, miraban pasar por el paño el convoy de los presos. De las tres mujeres que cosían, una era la vieja Korableva, quien por la mañana había hablado a Maslova por la mirilla de la puerta. Era una mujer alta y fuerte, de cara enfurruñada, con grandes cejas fruncidas, carrillos que le caían bajo el mentón, cabellos ralos y amarillentos, griseando ya en las sienes, y una verruga cubierta de pelos en la mejilla. Había sido condenada a prisión por haber matado a su marido, al que encontró a punto de violar a su hija. Decana de la sala, gozaba del privilegio de vender aguardiente. En aquellos momentos cosía, provista de gafas y sosteniendo la aguja al modo campesino, esto es, con tres dedos de su gran mano callosa. Cerca de ella, cosiendo igualmente, estaba una mujercita morena de nariz roma, con ojillos negros, aire bonachón y, además, muy charlatana. Guardabarrera de ferrocarril, había sido condenada a tres meses de cárcel por haber causado un accidente al olvidar, una noche, agitar su bandera al paso de un tren. La tercera era Fedosia, o Fenitchka, como la denominaban sus compañeras, joven aún, toda blanca y toda rosa, con claros ojos de niña y, alrededor de su cabecita, dos largas trenzas enrolladas de rubios cabellos. Estaba en la cárcel por tentativa de envenenamiento contra su marido, al día siguiente de casarse, sin motivo aparente; tenía entonces apenas dieciséis años. Ahora bien, durante sus ocho meses de prisión preventiva no sólo se había reconciliado con su marido, sino, más aún, se había enamorado de él. Cuando se celebró el juicio, ella le pertenecía en cuerpo y alma, lo que no había impedido que el tribunal la condenase a trabajos forzados en Siberia, a pesar de las súplicas de su marido, de su suegro y sobre todo de su suegra, que sentían por ella una verdadera ternura y que habían hecho toda clase de esfuerzos para que la absolvieran. Buena, alegre, siempre risueña, era vecina de cama de Maslova y había congeniado pronto con ella, y la colmaba de cumplidos y de atenciones. Cerca de allí, en una cama, estaban sentadas otras dos mujeres. Una, de unos cuarenta años, delgada y pálida, con algunos restos de belleza marchita, amamantaba a un niño. Era una campesina condenada por rebelión contra la autoridad. Habiendo ido un día a su pueblo la policía para llevarse por la fuerza al regimiento a uno de sus sobrinos, los campesinos, juzgando ese acto ilegal, se habían rebelado,

avasallando al comisario de policía rural, y la mujer había saltado a los belfos del caballo sobre el cual habían hecho subir a su sobrino, a fin de liberar a éste. Una viejecilla, jorobada, de cabellos ya grises, estaba sentada cerca de la joven madre. Fingía querer atrapar a un grueso niñito de cuatro años, ventrudo, que corría alrededor de ella lanzando carcajadas. Y, en camisa, el niño corría, repitiendo sin cesar: -¡No me coges! ¡No me coges! El hijo de aquella vieja había sido condenado por tentativa de incendio, y ella había sido reconocida cómplice. Resignándose, en cuanto a ella, a su pena, no dejaba de gemir por su hijo, encarcelado igualmente, y sobre todo por su viejo marido; pues ella temía que su nuera se hubiese ido y que el viejo no tuviera a nadie para lavarlo y quitarle los piojos. Además de estas siete mujeres, otras cuatro. en pie ante una ventana abierta, se agarraban a los barrotes de hierro; hablaban con los presos que pasaban por el patio, los mismos que Maslova había encontrado en el vestíbulo. Una de esas mujeres, que expiaba un robo, era una alta pelirroja de cuerpo desmalazado, con pecas en todo su joven rostro. Con voz aguardentosa, lanzaba a través de la ventana gran cantidad de palabras chocarreras. A su lado había una mujercita morena a la que su largo tronco y sus cortas piernas daban el aire de tener diez años. Su rostro, de color de ladrillo, estaba lleno de manchas; sus ojos eran grandes y negros, con gruesos labios recortados, levantados sobre una fila de blancos y prominentes dientes. Soltaba risotadas al escuchar las respuestas de su vecina a los presos del patio. Su coquetería le había merecido el apodo de la Hermosa. Estaba condenada por robo e incendio. Delgada, huesuda, lastimosa, se erguía detrás de ella otra mujer, condenada por ocultación de objetos robados; inmóvil, con una camisa de tela gris muy sucia, pesada con su vientre fecundado, permanecía en pie, muda, sonriendo a veces, con aire aprobador y enternecido, a lo que ocurría en el patio. La cuarta detenida, de pequeña estatura, fuerte, de ojos salientes y aire bonachón, había sido condenada por venta fraudulenta de aguardiente. Era la madre del niño que jugaba con la jorobada y de una niñita de siete años, autorizados a compartir su prisión porque no habían sabido a quién confiárselos. La madre, como las demás mujeres, miraba por la ventana, pero sin dejar de hacer punto de media, y cerraba los ojos, pareciendo desaprobar lo que decían los presos que pasaban por el patio. En cuanto ala niñita de siete años, tenía cabellos de un rubio casi blanco, en desorden; agarrada con su delgada manecita a la falda de la pelirroja, fija la mirada, escuchaba atentamente los juramentos cruzados entre las mujeres y los presos y los repetía en voz baja, como si se los hubiese aprendido de memoria. Por último, la duodécima detenida era la hija de un sacristán; había ahogado a su hijo recién nacido en un pozo. Era una muchacha alta, larguirucha, rubia, con una trenza gruesa y corta, dorada y mal peinada, y ojos salientes y fijos. Descalza y en camisa de tela gris, caminaba sin tregua de arriba abajo por el estrecho espacio que dejaban las camas, sin ver a nadie ni hablar con nadie, y, cuando llegaba a la pared, daba una brusca media vuelta. XXXI Cuando la puerta se abrió para dejar paso a Maslova, todas se volvieron hacia ella; incluso la hija del sacristán detuvo su paseo, levantó las cejas al examinar a la recién llegada y luego, sin decir palabra, reemprendió su marcha de autómata. Korableva pinchó su aguja en el saco que estaba cosiendo, y, por encima de sus gafas, interrogó a Maslova con la mirada: -¡Perra suerte! -exclamó con su voz de bajo -.¡Ha vuelto! ¡Yo que pensaba que la iban a dejar en libertad! Se quitó las gafas y las depositó sobre la cama, juntamente con su labor. -Precisamente estábamos diciendo con la madrecita que quizá te habrían soltado ya. Parece que de

vez en cuando ocurre eso. Y hay veces en que incluso le dan a una dinero -dijo la guardabarrera con voz cantarina -. Y he aquí lo que te ocurre; no hemos adivinado. ¡Estamos en las manos de Dios, cariño! -añadió ella con voz enternecida y continuando su costura. -Entonces, ¿de verdad te han condenado? -preguntó Fedosia con compasión, mirando a Maslova con sus azules ojos infantiles. y todo su rostro joven y alegre pareció a punto de inundarse de lágrimas. Maslova no respondió nada. Se acercó a su cama, vecina a la de Korableva, y se sentó. -Y quizá ni siquiera has comido, ¿verdad? -dijo Fedosia, sentándose al lado de ella. Maslova, sin responder, depositó los panes sobre la cabecera y se desnudó; se quitó su polvoriento capote, deshizo el pañolón que recubría los bucles de sus negros cabellos y volvió a sentarse. La vieja jorobada, que, al extremo de la sala, jugaba con el niño, se acercó a su vez: -¡Ts!, ¡ts!, ¡ts! -dijo con un chasquido de la lengua e inclinando compasivamente la cabeza. El niño acudió detrás de ella. Boquiabierto y con ojos como platos, se quedó mirando los panes traídos por Maslova. esta, después de todo lo que le había pasado, al volver a ver aquellos rostros llenos de compasión, sintió ganas de llorar y le temblaron los labios; sin embargo, se contuvo hasta el momento en que la vieja y el niño se le acercaron. Pero ante las exclamaciones de la primera y las miradas serias del niño que iban desde los panes a ella, no pudo dominarse. Todos sus rasgos se estremecieron y estalló en sollozos. -Siempre te lo dije: ¡escoge un abogado ladino! -dijo Korableva-. Bueno, ¿qué ha pasado? ¿Deportación? Las lágrimas le impidieron a Maslova responder. Recogió el pan y tendió a Korableva el paquete de cigarrillos, donde estaba representada una dama toda rosa de alto pescuezo y escotada en triángulo. Korableva miró la imagen y meneó la cabeza, pareciendo desaprobar a Maslova por haber gastado tan tontamente su dinero; luego sacó un cigarrillo, lo encendió en la lámpara y, habiendo dado una chupada, se lo tendió a Maslova, quien, todavía llorando, se puso a fumar con avidez. -¡Trabajos forzados! -gimió ella por fin entre dos sollozos. -¡No sienten temor de Dios esos malditos vampiros! -exclamó Korableva -¡Han condenado a esta muchacha por nada! En aquel momento, las cuatro mujeres, en pie ante la otra ventana, lanzaron una gran risotada. Se oyó también la risa fresca de la niña mezclada a las risas enronquecidas y agudas de las mujeres. Sin duda, uno de los presos había provocado aquel estallido de alegría chocarrera con un gesto equívoco. -¡Vaya, el perro rapado! ¿Habéis visto lo que ha hecho? -clamó la mujer pelirroja, moviendo su desmalazado cuerpo. -¡Vaya una piel de tambor! ¡Pues sí que hay mucho de qué reír!- dijo Korableva, señalando con la cabeza a la mujer pelirroja. Y, dirigiéndose a Maslova -: ¿ y por cuántos años? -Por cuatro -respondió Maslova, con una abundancia tal de lágrimas, que una de ellas cayó sobre su cigarrillo. Maslova lo miró con malhumor, lo tiró y cogió otro. Aunque ella no fumaba, la guardabarrera recogió inmedia tamente la colilla y dijo a su vez: -¡Ay, hermosa mía, qué verdad cuando dicen que nos comen los puercos! Hacen lo que les da la gana. ¡Y nosotras que habíamos creído que te pondrían en libertad! Matveievna aseguraba que te absolverían. Y yo le respondí: «No, cariño, mi corazón presiente que la van a devorar.» Y he aquí que es cierto- proseguía la guardabarrera, escuchando con un placer visible el sonido de su propia voz. Durante este tiempo, los presos habían acabado de atravesar el patio. Las mujeres que habían cruzado con ellos groseras pullas abandonaron la ventana para acercarse a Maslova. Llegó primeramente la tabernera con su hijita. -Qué, ¿han sido muy severos?- preguntó sentándose al lado de Maslova y sin dejar de hacer punto

apresuradamente. -¡La han condenado porque no tenía dinero! -replicó Korableva -.Si lo hubiese tenido, habría podido pagar a un abogado astuto y ladino que habría hecho que la absolvieran. Hay uno (no me acuerdo ya de su nombre), uno peludo, con una gran nariz; ése, muchacha, te sacaría completamente seca del fondo del agua. Había que haber cogido a ése. -¡Ah, sí, cogerlo! -dijo la Hermosa mostrando sus dientes -.¡Ese no pediría menos de mil rublos! -Sin duda,. es tu estrella- interrumpió la buena vieja condenada por incendio -. No es porque yo lo diga. El miserable que le quitó la mujer a mi hijo y que le hizo poner a él entre rejas para que alimentase a los piojos y que me ha hecho encerrar a mí en mi vejez... -continuó, recomenzando su historia por centésima vez. -No hay medio de evitar la cárcel ni la pobreza. Si no es la una, es la otra. Son todos lo mismo -dijo la tabernera. Y de repente, mirando la cabeza de su hija, soltó la media que estaba tejiendo cogió a la niña entre sus rodillas y, con gran destreza, se puso a buscarle entre los cabellos -.¿Por qué te dedicaste a vender aguardiente? -y se respondió -:¿Con qué, si no, habría dado de comer a mis hijos? Esta palabra de «aguardiente» dio a Maslova ganas de beberlo. Me gustaría beber un vaso -dijo a Korableva. Se enjugó las lágrimas con la manga de la camisa y no dejó escapar un sollozo más que de tarde en tarde. -Entonces, dame- dijo Korableva. XXXII Maslova había escondido también su dinero en el pan. Lo retiró y tendió el billete a Korableva. Ésta no sabía leer; se lo enseñó a la Hermosa, quien le dijo que aquel cuadradito de papel valia dos rublos cincuenta. La vieja fue entonces a la estufa, abrió la puerta del tiro y sacó un frasco de aguardiente. Al ver aquello, las mujeres que no eran vecinas suyas regresaron a sus puestos. Esperando el aguardiente, Maslova sacudió el polvo de su capote y de su pañolon, subió a su camastro y se puso a comer su pan: -Te había dejado té, pero ahora está frío -le dijo Fedosia, quien tomó de una plancha una tetera y un vaso de hierro fundido envueltos en un trapo. La bebida estaba en efecto completamente fría y sabía más a hierro que a té. Sin embargo, Maslova la bebió comiendo su pan. -¡Toma, Finaschka! -le gritó al niño, partiendo un pedazo de pan, que le dio. Korableva tendió el frasco de aguardiente y el vaso, y Maslova le ofreció un poco, igual que a la Hermosa. Ellas tres componían la aristocracia del lugar , siendo las únicas que de vez en cuando tenían dinero, y compartían siempre entre ellas lo que tenían. Maslova, pronto toda animada, contó lo que le había impresionado en la Audiencia y remedó los ademanes y el tono del fiscal. Dijo el interés que habían mostrado todo el día los hombres por acercársele. En la vista, todo el mundo la había estado mirando, y aun después del juicio, en la habitación donde la habían encerrado, no dejaba de venir gente a verla. -Uno de los guardias me decía: «Es a ti a quien vienen a ver.» Entonces llegaba alguien: «¿Dónde está tal papel?, Y yo veía que él no tenía necesidad de papel alguno, pero que me comía con los ojos. ¡Vaya unos farsantes! -contaba ella, sonriendo, con un movimiento de cabeza en el que se transparentaba un reproche. -Siempre ocurre así- aprobó la guardabarrera, quien de nuevo empezó a perorar con su voz cantarina -.Caen como moscas sobre el azúcar. Para otra cosa, no se les ve venir; mas para eso, siempre están dispuestos. -Y aquí -continuó Maslova, sonriendo -también tuve una buena acogida. Al entrar en la cárcel, el

paso estaba cortado por una bandada de presos a los que traían de la estación. Menos mal que el subditector acudió a librarme. Había uno sobre todo que estaba rabioso: tuve que pegarle para que me soltase. -¿ Y cómo era? -preguntó la Hermosa. -Uno moreno, con grandes bigotes. -Seguro que era él. ¿Quién? -Pues Stcheglov. Acaba de pasar por el patio. – ¿Qué Stcheglov es ése? -¿Cómo, no conoces a Stcheglov? Se ha escapado ya dos veces de Siberia. Lo han vuelto a coger, pero se evadirá una vez más. Los guardias le tienen miedo -añadió la Hermosa, que a menudo transmitía clandestinamente cartitas a los presos y conocía todos los líos de la cárcel-. Seguro que se escapará de nuevo. -Es posible. Pero no nos llevará con él -comentó Korableva Escucha -continuó, volviendose hacia Maslova -, será mejor que nos cuentes lo que te ha dicho tu abogado para tu instancia. ¿Tienes que firmarla ahora? Maslova respondi que no sabía nada de eso. Entonces la mujer pelirroja, con los brazos manchados de pecas hundidos en su espesa cabellera y rascándose furiosamente la cabeza con las uñas, se acercó a las tres mujeres, que continuaban saboreando su aguardiente. -¿Quieres que te diga lo que tienes que hacer, Catalina? -le dijo a Maslova -.Es preciso que digas: «Estoy descontenta del juicio», y declarárselo así al fiscal. -¿Qué tonterías vienes a decir? -le preguntó Korableva con su voz irritada de bajo -.¡Tiene que ver esta fulana que ha comerciado con aguardiente! ¡No hace falta que vengas a damos consejos! Sabemos lo que hay que hacer; no se te necesita. -¿ Es que te estoy hablando a ti? ¿ A qué te metes en esto? - Lo que te tienta es el aguardiente, ¿verdad? Por eso vienes a dártelas de sabia. - Vamos, sírvele un vaso- dijo Maslova, siempre generosa. - Espera, tú verás qué es lo que le voy a servir. - ¿Cómo? Has de saber que no te tengo miedo- exclamó la mujer pelirroja avanzando hacia Korableva- ¡ Basura! - ¿Basura yo? ¡ Piojo de carcel!- gritó la pelirroja. Y como ésta hubiera dado un paso al frente, Korableva le dio un golpe en el pecho desnudo y graso. Como si no hubiera esperado más que aquella provocación la pelirroja hundió bruscamente los dedos de una de sus manos en los cabellos de Korableva, tratando con la otra mano de golpearla en la cara, mientras su adversaria le agarraba el brazo. Maslova y la Hermosa intentaron apartarlas, pero la pelirroja había agarrado tan sólidamente los cabellos de la vieja, que no se podía conseguir que los soltara. Korableva, bajada la cabeza, golpeaba al azar sobre el cuerpo de su enemiga y se esforzaba en morderle el brazo. Alrededor de ellas se habían amontonado las mujeres, que gesticulaban y gritaban. Incluso la tísica se había levantado para ver la pelea. Los niños se apretaban uno contra otro y lloraban. Y el estrépito se hizo de tal magnitud, que acudieron la vigilanta y el vigilante. Separaron a las dos adversarias. Korableva deshizo su trenza gris, de la que cayeron puñados de cabellos arrancados por la pelirroja. Ésta, por otra parte, trataba de arreglarse sobre el pecho amarillento los jirones de su camisa desgarrada. Y a coro se pusieron a gritar, a vocear sus agravios y sus explicaciones. -Sí, sí, ya sé- dijo la vigilanta -; el aguardiente es la causa de todo esto. Mañana por la mañana se lo

diré al director, que va a ajustaros las cuentas. Huelo muy bien el aguardiente. Bueno, calladas ya, o, si no, ¡ay de vosotras! No tengo tiempo de poneros de acuerdo. Cada una a su sitio y silencio. Pero no era cosa fácil lograr el silencio. Durante mucho tlempo, las mujeres disputaron entre ellas, en desacuerdo sobre el origen de la pelea. Por último, el vigilante y la vigilanta se marcharon y las mujeres se dispusieron a acostarse para pasar la noche. La vieja jorobada fue a rezar delante del icono. -¡Vaya dos piojos carcela:ios que querían damos una lección. -dijo de repente la pehrroja desde el otro extremo de la sala, con su voz aguardentosa y añadiendo los juramentos más soeces de su repertorio. -Tú- replicó Korableva usando vocablos parecidos ten culdado de que no vaya a dejarte tuerta esta noche. Se callaron un instante. -Si no me hubieran sujetado, te habría arrancado todos los pelos -gritó de nuevo la pelirroja. A lo que no se hizo esperar una respuesta apropiada de Korableva. Y, de cuando en cuando, el silencio de la sala se veía cortado por una nueva explosión de amenazas y de invectlvas. Las presas estaban todas acostadas y algunas roncaban ya. Únicamente la vieja jorobada y la hija del sacristán seguían en pie. La primera,. en sus largos rezos, continuaba sus salutaciones. delante del icono; la segunda, después de la marcha de los vlgilantes, se había levantado para reanudar sus idas y venidas. Maslova no dormía tampoco, no dejando de pensar que ahora era «un piojo carcelario». Dos veces ya, en pocas horas, le habían aplicado aquel epíteto: primero Botchkova y luego la pelirroja. No podía acostumbrarse a. aquella idea. Al principio, Korableva le había vuelto la espalda para dormir; luego se volvió bruscamente. -Era algo en lo que no había pensado, que no había previsto en absoluto. ¡Yo, que no he hecho nada! -gimió Maslova en voz muy baja -. A los demás que hacen daño, no les dicen nada, y yo, sin haberlo hecho, me veo perdida. -¡No te atormentes, muchacha! También se vive en Siberia. No morirás aí. -No moriré, ya lo sé; pero, ¿y la vergüenza? ¿Era ésa la suerte que me esperaba a mí, que estaba acostumbrada a vivir con el mayor desahogo? -Contra Dios no puede ir nadie -respondió Korableva, suspirando -. Contra El, nadie puede ir. -Es verdad, madrecita, pero de cualquier manera es duro. Se callaron. -Escucha a la llorona esa -dijo Korableva, haciendo observar a Maslova un ruido extraño que llegaba desde el fondo de la sala. Era la mujer pelirroja que lloraba porque la habían insultado, la habían pegado y le habían negado aquel aguardiente del que tenía tantas ganas. Lloraba también porque en toda su vida no había sufrido más que injurias, afrentas, humillaciones y golpes. Había creído poder consolarse con el recuerdo de su primer amor, de sus relaciones con un joven obrero. Se había acordado bien del comienzo, pero también del fin, cuando su amante, ebrio, le había rociado con vitriolo el sitio más sensible y se había regocijado, con sus camaradas, viéndola retorcerse de dolor. y llena de tristeza, creyendo no ser oída, se había puesto a llorar, como los niños, resollando y bebiéndose las saladas lágrimas. -Es una lástima -murmuró Maslova. -Desde luego, es una lástima- respondió Korableva -; pero, ¿por qué se mete en líos? XXXIII A la mañana siguiente, al despertar, Nejludov experimentó al punto la sensación vaga de que la víspera le había ocurrido algo muy hermoso y muy importante. y sus recuerdos se precisaron. «Katucha,

el tribunal.» Sí, y su resolución de repudiar la mentira, de decir en lo sucesivo toda la verdad. Y, por una extraña coincidencia, encontró en su correo la carta tanto tiempo esperada de María Vassilievna, la mujer del mariscal de la nobleza. Ella le devolvía su libertad y le expresaba sus mejores deseos de felicidad en su próximo casamiento. «¡Mi casamiento! -pensó él con ironía -. ¡Cuán lejos está eso!» Se acordó de su proyecto de la víspera de decir todo al marido, de pedirle perdón y de ofrecerle la reparación que exigiera. Aquella mañana eso no le parecía ya tan fácil de cumplir. ¿Para qué hacer la desdicha de un hombre con la revelación de una verdad que lo haría sufrir? «Si me lo pregunta se lo diré; es inútil ir a decírselo yo mismo.» Al reflexionar, vio que tampoco era nada fácil decirle toda la verdad a Missy. También en ese caso, si hablaba, resultaría ofensivo para ella. Más valía dejar la cosa en un sobrentendido. Decidió solamente no ir más a casa de los Kortchaguin excepto para decirles la verdad si se la pedían. Por el contrario, en lo concerniente a sus relaciones con Katucha, no había por qué recurrir a ningún sobrentendido. «Iré a verla a la cárcel, se lo diré todo, le pediré que me perdone. Y, si es necesario, me casaré con ella.» La idea de sacrificarlo todo por satisfacer su conciencia y de casarse con Katucha en caso necesario lo enternecía particularmente aquella mañana. Su jornada empezaba con una energía a la que no estaba habituado desde hacía mucho tiempo. Cuando acudió al comedor Agrafena Petrovna a recibir sus órdenes, él le declaró inmediatamente, sorprendido él mismo de su firmeza, que iba a cambiar de alojamiento y que se veía obligado a renunciar a sus servicios. Desde la muerte de su madre, nunca había hablado con el ama de llaves de lo que pensaba hacer con sucasa. Por un convenio tácito, estaba reconocido que, hallándose a punto de casarse, continuaría habitando la grande y lujosa morada. Su proyecto de abandonar aquel apartamento indicaba, pues, algo imprevisto. Agrafena Petrovna lo miró con sorpresa. -Le estoy muy agradecido, Agrafena Petrovna, por su solicitud para conmigo, pero en lo sucesivo no tengo necesidad ni de una residencia tan grande ni de un personal tan numeroso. Mientras pueda usted seguir ayudándome, le pediré que se cuide de que embalen todas mis cosas, como se hacía en vida de mi madre. Cuando Natacha venga -Natacha era la hermana de. Nejludov -, ya verá ella lo que convenga hacer con esas cosas. Agrafena Petrovna meneó la cabeza. -¿Cómo lo que convenga hacer? -dijo -. Usted las necesitará. -No, Agrafena Petrovna, no las necesitaré -dijo Nejludov, respondiendo a los pensamientos secretos del ama de llaves -. Y luego, haga el favor de decirle a Kornei que le pagaré dos meses anticipados y que desde hoy vaya pensando en colocarse en otra parte. -Hace usted mal al obrar así, Dmitri Ivanovitch. Aunque vaya usted al extranjero, siempre le hará falta un apartamento. -No es lo que usted piensa, Agrafena Petrcivna -respondió Nejludov -. No voy al extranjero, o, si voy a alguna parte, no será allí. Al decir estas palabras se le empurpuraron las mejillas. «Vamos -pensó -, hay que decírselo todo. Aquí, nada me obliga a callarme y debo empezar inmediatamente diciendo la verdad.» Ayer me ocurrió una aventura muy rara y muy grave. ¿Se acuerda usted de Katucha, que servía en casa de mi tía María Ivanovna? -¿Cómo no? Fui yo quien la enseñé a coser. -Pues bien, ayer la condenaron en la Audiencia en un juicio donde yo era jurado. -¡Oh, señor, qué lástima! -exclamó Agrafena Petrovna-. y ¿por qué crimen la han condenado? -Por asesinato. y yo me siento responsable.

-¿Cómo es posible? He ahí una cosa blen extraña, en efecto- dijo Agrafena Petrovna; y una llama paso por sus apagados ojos. Ella conocía toda la historia de Katucha. Sí, soy yo quien tiene la culpa de todo. Y todos rnis planes han quedado trastornados por este encuentro. -¿Qué cambio puede resultar de eso para usted? -dijo Agrafena Petrovna reteniendo una sonrisa. -Puesto que yo tengo la culpa de que ella tomase ese camino, ¿no soy yo quien debo llevarle socorro? -Demuestra usted que tiene muy buen corazon. Pero ¿qué culpa tiene en todo eso? La misma aventura ocurre a todo el mundo; con una persona de juicio todo se arregla, todo se olvida, y la vida continúa- dijo Agrafena Petrovna con tono grave -.y usted no tiene por qué acusarse. Me enteré de que después ella se había salido dd buen camino: ¿de quén es la culpa? -Mía. Y soy yo quien tiene que repararla. -¡Oh, con lo difícil que será reparar eso! -Es una cuestión que me incumbe. Pero si esta usted preocupada por su propia situación, Agrafena Petrovna, me apresuro a decirle que lo que mi madre dejó dicho... -¡Oh, no, no me preocupo por mí! La difunta me colmó de tantos favores, que no tengo necesidades. Mi sobrina Lizegnka está casada y me invita a irme con ella: iré cuando tenga la certidumbre de que ya no puedo servirle a usted. Pero hace usted mal al tomar ese asunto tan a pecho: cosas parecidas le ocurren a todo d mundo. -Pues bien, yo pienso de otra manera. Y, se lo vuelvo a rogar, disponga todo lo necesario para que pueda marcharme de aquí. y no me guarde rencor. Le estoy muy agradecido por todo lo que ha hecho. Cosa sorprendente: desde que se había descubierto así mismo malvado y egoísta, Nejludov había cesado de despreciar a los demás. Por el contrario, experimentaba hacia Agrafena Petrovna y Kornei los más afectuosos sentimientos. Sintió el deseo de arrepentirse también ante Kornei; pero éste tenía un aire tan gravemente respetuoso, que no se atrevió a hacerlo. Al dirigirse al Palacio de Justicia, en el mismo coche y por las mismas calles que la víspera, Nejludov se asombraba de! cambio sobrevenido en él desde el día anterior. Se sentía un hombre completamente distinto. Su casamiento con Missy, tan próximo el día anterior, por lo que él creía, se le aparecía ahora como irrealizable. La víspera estaba persuadido de que ella se sentiría feliz casándose con él; hoy, no sólo se sentía indigno de desposarla, sino incluso de tratarla. «Si ella me conociera tal como soy, por nada en el mundo me recibiría. ¡ Y yo era lo bastante inconsciente como para reprocharle sus coqueterías con aquel otro joven! E incluso, unido a ella, ¿Podría yo tener un solo instante de felicidad o simplemente de reposo sabiendo que la otra, la desgraciada cuya perdición causé, está en la cárcel y que uno de estos días saldría para Siberia, por etapas, en tanto que yo, aquí, recibiría felicitaciones o haría visitas con mi joven esposa? O bien estando sentado en la asamblea, al lado del mariscal de la nobleza al que he engañado indignamente, contaría los votos a favor o en contra del nuevo reglamento de inspección de escuelas, etcétera, y me iría seguidamente a reunirme en secreto con la mujer de ese mismo amigo. ¡Qué vergüenza! O bien, reemprendería ese maldito cuadro que no acabaré jamás, porque no tengo por qué ocuparme con tales puerilidades. No, en lo sucesivo, nada de eso me es ya posible», se decía, alegrándose cada vez más de! cambio interior sobrevenido en él. «Ante todo -seguía pensando -, volver a ver al abogado, saber el resultado de su gestión; y luego, después de eso..., después de eso, ir a verla a la cárcel, y decírselo todo.» Y cada vez que, con el pensamiento, se representaba el modo como la abordaría, cómo le diría todo, cómo expondría ante ella la confesi6n de su falta, cómo le declararía que él solo tenía la culpa de todo y

que se casaría con ella para reparar su falta, cada vez que pensaba en eso, se extasiaba con su resolución y los ojos se le llenaban de lágrimas. XXXIV En el corredor del Palacio de Justicia, Nejludov encontró al portero de estrados de la sala de lo criminal. Le preguntó a qué sitio llevaban a los condenados después del juicio y qué persona podía dar la autorización para verlos. El portero le informó de que estaban repartidos por diversos lugares y que sólo al fiscal correspondía dar esa autorización. -Después de la vista -añadió -vendré a buscarlo a usted para conducirlo al despacho del fiscal, quien, de momento, no ha llegado aún. Ahora, le ruego que se dirija lo antes posible a la sala del jurado: la vista va a comenzar. Nejludov dio las gracias al portero, que hoy le pareció particularmente digno de lástima, y se dirigió hacia la sala del jurado. En el momento en que se acercaba a ella, los jurados salían para pasar a la sala de audiencias. El comerciante estaba tan alegre como la víspera y parecía haber bebido y comido copiosamente antes de venir. Acogió a Nejludov como a un viejo amigo; Peter Guerassimovitch, por su parte, a pesar de su familiaridad, no produjo en Nejludov la misma impresión desagradable. Este se preguntó si no debía revelar a los jurados sus pasadas relaciones con la mujer condenada la víspera. «Para hacer bien las cosas -pensaba -, habría debido levantarme ayer, en plena sesión, y confesar públicamente mi falta.» Pero, al volver a entrar en la sala de audiencias, cuando vio renovarse el procedimiento de la víspera: el anuncio del tribunal, los tres jueces de cuello bordado reaparecidos sobre el estrado, el silencio, el llamamiento a los jurados, el viejo pope, comprendió que, la víspera, no habría tenido. nunca el valor necesario para perturbar aquel aparato imponente. Los preparativos del juicio fueron los mismos que en la primera sesión, excepto que se suprimió el juramento de los jurados y la alocución del presidente dirigida a los mismos. Se juzgaba aquel día un robo con fractura. El acusado era un muchacho de veinte años, delgado, de hombros estrechos, la cara exangüe y vestido con un capote gris. Custodiado por dos guardias con el sable desenvainado, lanzaba una mirada a todo el que llegaba. Con un camarada, este muchacho había forzado la puerta de una cochera y se había apoderado de un paquete de viejas alfombras que valía en total tres rublos sesenta y siete copeques. El acta de acusación mencionaba que un agente había detenido a los ladrones en el momento en que emprendían la fuga con las alfombras a la espalda. Habían confesado completamente y los habían metido en la cárcel. El compañero del muchacho, un cerrajero, había muerto; por eso éste comparecía solo ante el jurado. Las alfombras figuraban sobre la mesa de las piezas de convicción. El proceso siguió las mismas fases que el de Maslova: el mismo aparato de interrogatorios, de declaraciones de testigos, de peritos. El agente que había detenido al acusado respondía a todas las preguntas del presidente, del fiscal, del abogado: -¡Perfectamente! ¡Yo no puedo saberlo! ¡Perfectamente! Pero, a pesar de su embrutecimiento y de su automatismo militar, se veía que sentía lástima del acusado y que no estaba muy orgulloso de su captura. Un segundo testigo, un viejecillo, propietario de la casa donde se había cometido el robo y propietario asimismo de las alfombras, hombre indudablemente bilioso, respondió, con visible malhumor, que reconocía desde luego el cuerpo del delito. y cuando el fiscal le preguntó si aquellas alfombras le eran de gran utilidad, respondió con tono irritado:

-¡Que el diablo se lleve esas malditas alfombras! No me servían para nada. Dada gustosamente diez rublos más, e incluso veinte, por haberme evitado tantas molestias. Sólo en coches ya me he gastado cinco rublos. Y, además, estoy enfermo. Tengo una hernia y reúma. Así hablaron los testigos. En cuanto al acusado, confesó y contó todo lo que había pasado. Como un animal cogido en el cepo, los ojos huraños, volviendo la cabeza en todas las direcciones, refería todo sin malicia. El asunto era de los más claros; pero, lo mismo que la víspera, el fiscal se encogía de hombros y se ingeniaba en hacer preguntas insidiosas, como para desmontar la astucia del acusado y rebatirla. Estableció, en su requisitoria, que el robo se había cometido en una habitación cerrada, con fractura, y merecía, por consiguiente, el castigo mas severo. Por su parte, el abogado, designado de oficio, afirmó que el robo se había realizado en un anexo de edificio no cerrado; y, aunque no hubiera por qué negar el delito, el acusado no era tan peligroso para la sociedad como decía el fiscal. .Luego el presidente, esforzándose en mostrarse tan imparcial como la vispera, explico punto por punto a los jurados lo que ellos sabían del asunto y no tenían derecho a ignorar . Como. la víspera, se suspendió la vista; los jurados fumaron cigarrillos; el portero de estrados anunció: «¡El tribunal!» Como la víspera, los guardias, que parecían amenazar al reo con sus sables, resistieron lo mejor que pudieron al sueño. Se supo por los debates que el acusado había sido colocado por su. Padre en una fábrica de tabaco, donde había permanecido cinco años y que, en el año en curso, había sido despedido como consecuencia de una disputa entre el director de la fábrica y sus obreros. Entonces se halló sin trabajo. Errando por las calles a la ventura, había entablado conocimiento con un obrero cerrajero, igualmente sin trabajo y bebedor. Una noche en que los dos estaban ebrios, habían violentado la puerta de una cochera y se habían apoderado del primer objeto que les cayó en las manos. Los cogieron. Habían confesado todo. El cerrajero había muerto en la cárcel, y sólo su cómplice era presentado ante el jurado como un ser peligroso que amenazaba a la sociedad. «¡Tan peligroso como la condenada de ayer! -pensaba Nejludov siguiendo las fases del proceso -. ¡Los dos son seres.peligrosos! ¡Sea! Pero nosotros que los juzgamos, ¿no somos peligrosos...? ¿ Yo, por ejemplo, el libertino, el mentiroso? ¿ Y los que, no conociéndome tal como yo era en lugar de despreciarme, me estimaban? »Con toda seguridad, este muchacho no es un gran criminal, sino un hombre como los demás. Todo el mundo se da cuenta de eso; todos lo ven, desde luego; no se ha convertido en lo que es, más que en virtud de condiciones propicias para hacerlo así. Parece, pues, claro que hay que suprimir primeramente las condiciones que producen tales seres. »Habría bastado con que hubiese un hombre -seguía pensando Nejludov mirando el rostro enfermizo y asustado del muchacho -, un hombre que lo hubiera socorrido en el momento en que, por necesidad, lo trasladaron del campo a la ciudad, o bien en la ciudad misma, cuando después de sus doce horas de trabajo en la fábrica iba a la taberna, arrastrado por camaradas de más edad. Si hubiese habido entonces alguien que le hubiera dicho: “¡No vayas ahí, Vania, no está bien!", no habría ido y no habría hecho daño. »Pero ni un solo hombre tuvo piedad de él durante todo el tiempo que vivió en su fábrica como un animalito. Todo el mundo, por el contrario: capataces, camaradas, durante esos cinco años le enseñaron que, para un muchacho de su edad, la sabiduría consiste en mentir, en beber, en jurar, en pelearse y en correr detrás de las muchachas. »Cuando luego, agotado, gangrenado por un trabajo mal sano, por el alcoholismo y la disipación, habiendo errado a la ventura por las calles, se deja arrastrar a introducirse en una cochera para robar allí

unas viejas alfombras fuera de uso, entonces, nosotros que no nos hemos cuidado de hacer desaparecer las causas que han traído a este niño a su estado actual, pretendemos remediar el mal castigándolo a é1... ¡Es horrible!» Así pensaba Nejludov, sin atender a nada de lo que le rodeaba. Se preguntaba cómo ni él ni los demás se habían dado cuenta de todo aquello. XXXV Durante la primera suspensión, Nejludov se levantó y salió al corredor, con la intención de abandonar el Palacio de Justicia para no volver más a él. «¡Que hagan lo que quieran con ese desgraciado!- se dijo -. Por mi parte, no quiero participar más tiempo en esta comedia.» Preguntó dónde estaba el despacho del fiscal y se dirigió allí inmediatamente. El escribiente se negó al principio a dejarlo pasar, alegando que el fiscal estaba ocupado; pero Nejludov siguió adelante, abrió la puerta de la antecámara, se dirigió al empleado que estaba allí sentado y le rogó que avisase al fiscal que un jurado deseaba hablarle por un asunto urgente. Su título de príncipe y su porte elegante impresionaron al empleado, que lo anunció al fiscal, y Nejludov pudo pasar en seguida. Visiblemente disgustado por su insistencia, el fiscal lo recibió de pie. -¿En qué puedo servirle? -le preguntó con tono severo. -Soy jurado, me llamo Nejludov y tengo absoluta precisión de ver a la condenada Maslova en la cárcel donde se encuentre -respondió Nejludov de un tirón, enrojeciendo al pensar que aquel paso tendría sobre toda su vida una influencia decisiva. El fiscal era un hombre bajito, delgado y seco, de cabellos cortos, grisáceos ya, con ojos muy vivos y una barbita puntiaguda sobre un mentón prominente. -¿Maslova? Sí, ya sé. Acusada de envenenamiento, ¿no es así? Mas, ¿para qué tiene usted necesidad de verla? Luego, con un tono más amable: -Disculpe mi pregunta, pero no puedo autorizarle sin estar enterado del motivo. -Tengo necesidad de ver a esa mujer; es para mí un asunto de la mayor importancia -dijo Nejludov, enrojeciendo de nuevo. -Bien -dijo el fiscal, que a1zó los ojos para fijar sobre NeJludov una mirada penetrante -.¿Ha venido ya su proceso, o no? -Fue juzgada y condenada irregularmente ayer a cuatro años de trabajos forzados. ¡Es inocente! -Bien -replicó d fiscal sin parecer escandalizarse por aquella afirmación de inocencia -. Juzgada ayer, debe de encontrarse todavía, antes de que expire el plazo para recurrir, en la perutenciaría de detención preventiva. Hay días señalados para ver a los presos. Le sugiero que se dirija allí. -Es que tengo necesidad de verla inmediatamente -dijo Nejludov con un temblor de su mandíbula inferior y comprendiendo que había llegado el momento decisivo. -Pero ¿por qué tiene usted necesidad de verla inmediatamente? -preguntó el fiscal, un poco inquieto y con las cejas fruncidas. -Porque ella es inocente y la han condenado a trabajos forzados. ¡Soy yo quien tiene la culpa de todo, y no ella! -añadió Nejludov con voz temblorosa y comprendiendo que no expresaba bien su pensamiento. -¿ y cómo es eso? -Fui yo quien la sedujo y la colocó en la situación donde se encuentra. Si yo no hubiese obrado así, ella no habría tenido que responder de la acusación que se le ha hecho. -No comprendo cómo justifica eso su deseo de verla. -Es que quiero seguirla... ¡Y casarme con ella!

-declaró Nejludov. Y, como siempre, cuando se afirmaba en esa resolución, le subieron lágrimas a los ojos. -¡Ah, se trata de eso! -dijo el fiscal-. El caso es curioso, en efecto. ¿No es usted el mismo que fue miembro de! Zemstvo ( Asamblea electiva de provincia o de distrito- N.del T.) de Krasnopersk? -continuó, como acordándose de haber oído hablar ya de este Nejludov que venía a comunicarle una resolución tan extraña. -Perdóneme, pero, que yo sepa, eso no se relaciona en lo más mínimo con mi petición -replicó Nejludov con tono molesto. -No, desde luego- respondió el fiscal con una imperceptible sonrisa y sin desconcertarse -; pero ese proyecto de usted es tan singular y tan diferente de las formas ordinarias... -Bueno, ¿Puedo conseguir esa autorización? -¿La autorización? Desde luego. Voy a entregársela ahora mismo. Tenga la bondad de sentarse. Él se sentó a su mesa y se puso a escribir. -¡Siéntese, se lo ruego! Nejludov permaneció en pie. Cuando el fiscal acabó de escribir, se levantó y, sin dejar de observar con curiosidad a Nejludov, le alargó el pase. -Debo decirle todavía otra cosa -explicó este último -, y es que, en lo sucesivo, me será imposible participar como jurado en esta serie de vistas. -Como usted sabe, tendrá entonces que alegar sus motivos ante el tribunal, que le otorgará dispensa. -Considero que todos sus juicios son inútiles e inmorarales: ¡he ahí mis motivos! -Está bien -dijo el fiscal con aquella misma imperceptible sonrisa, que equivalía a decir que esos principios ya le eran conocidos y que lo habían regocijado más de una vez -. No le costará trabajo comprender, ¿verdad? , que en mi calidad de fiscal no pueda ser de su opinión sobre este punto. Pero donde hay que explicar eso es ante el tribunal. Apreciará sus argumentos, los declarará aceptables o no, y, en este último caso, le impondrá una multa. Diríjase usted al tribunal. -Ya he dicho lo que tenía que decir y no iré a ninguna parte -replicó Nejludov con malhumor. -Reciba usted mis saludos -dijo entonces el fiscal, mostrando impacientemente sus deseos de verse libre de su extraño visitante. -¿A quien acaba usted de recibir?- le preguntó algunos instantes después un juez que se había cruzado con Nejludov en la puerta. -Es Nejludov, ya usted sabe, el que hace algún tiempo, en el Zemtsvo de Krasnopersk, se hizo notar por sus propuestas excéntricas. Imagínese que, siendo jurado, ha vuelto a encontrar, en el banquillo de los acusados, a una muchacha seducida por él, según dice. ¡Y quiere casarse con ella! -¿Es posible? -Acaba de decírmelo. Y no puede usted imaginarse con qué exaltación extravagante. -Se diría verdaderamente que ocurre algo de anormal en el cerebro de la gente joven de hoy día. -Pero es que éste no tiene un aire muy joven que digamos... Dígame, padrecito, ¿ha dicho ya todo lo que tenía que decir su famoso Ivanchekov? ¡Ese animal se ha propuesto matamos de aburrimiento! ¡Habla y habla hasta el infinito! -Simplemente, debería retirársele la palabra. Hablar hasta tal punto significa una verdadera obstrucción. XXXVI Al abandonar al fiscal, Nejludov se dirigió derechamente a la penitenciaría de detención preventiva.

Pero no encontró allí a Maslova. El director le explicó que debía de estar, provisionalmente, en la vieja prisión de los deportados, adonde Nejludov se hizo llevar en seguida. En efecto, Catalina Maslova se encontraba allí. La distancia entre las dos cárceles era muy grande, por lo que Nejludov no llegó sino al caer la noche. Cuando se disoponía a entrar, el centinela lo detuvo, y luego llamó; se abrió la puerta, y un vigilante avanzó al encuentro de Nejludov. Habiendo exihibido éste su pase, el otro le declaró que no podía dejado entrar sin autorización de! director. Nejludov se dirigió, pues, a la vivienda de dicho funcionario. En la escalera que llevaba a su apartamento oyó al piano los sonidos apagados de un trozo de música complicado y arrebatador. Una criada hosca, con un parche en un ojo, le abrió la puerta del apartamento, y los sonidos del piano, escapando de una habitación contigua, resonaron en sus oídos. Era la más conocida de las Rapsodias de Liszt, muy bien tocada, pero con la singularidad de que el ejecutante no pasaba nunca de un determinado pasaje, al llegar al cual se detenía y volvía a empezar. Nejludov preguntó a la criada de! parche si el director estaba en casa. La criada dijo que no. En aquel momento, la rapsodia se detuvo de nuevo y, tan ruidosa y retumbante como las veces pasadas, recomenzó hasta el punto fatídico. -¿Volverá pronto? -Voy a preguntar. Y la criada se alejó. La rapsodia se lanzaba ya en su carrera, cuando se detuvo, esta vez sin haber alcanzado su término habitual, y se dejó oír una voz de mujer: -Dile que no está ni estará hoy. Está de visita. ¿Para qué vienen a molestado aquí? -dijo la voz femenina detrás de la puerta. Y la rapsodia recomenzó, mas para interrumpirse después de algunas compases. Y Nejludov oyó el ruido de una silla movida por alguien. Sin duda alguna, la pianista, irritada, había tomado la decisión de acudir en persona a despedir al importuno capaz de atreverse a molestada. -¡Mi padre ha salido! -declaró ella, en efecto, con tono de malhumor. Era una muchacha pálida, con cabellos rubios en desorden y grandes ojeras. A la vista de un joven elegantemente vestido, cambió de tono. -Entre, si quiere. ¿Qué desea usted? -Quisiera ver a una mujer, detenida aquí. –Sin duda una detenida política, ¿verdad? -No, no política. Tengo un pase del fiscal. -Lo siento muchísimo. Mi padre ha salido y no puedo hacer nada sin él. Pero, entre, se lo ruego, siéntese unos momentos -continuó -.O bien, dirijase al subdirector. Debe de estar en el despacho y le dirá lo que haya... ¿Cómo se llama usted? -Muchísimas gracias -dijo Nejludov, eludiendo la pregunta. Y salió. Apenas había cerrado la puerta tras él, cuando resonaton los mismos sonidos brillantes, ruidosos y alegres, poco en armonía con el lugar y con el aspecto lastimoso de la joven que se empeñaba en repetidos con tanta terquedad. En el patio, Nejludov encontró a un joven funcionario de bigotes retorcidos y le preguntó dónde podría encontrar al subdirector. Precisamente era él. Cogió el permiso, lo examinó y declaró que alli se mencionaba únicamente la penitenciaría de detención preventiva, pero que no valía para aquella cárcel. -Por lo demás, es una hora muy avanzada. Vuelva mañana, si quiere. A las diez, todo el mundo puede visitar a los presos. El director estatá aquí. Podrá ver usted a la presa en el locutorio común o en la

oficina, si el director lo consiente. Frustrado así su esperanza de verla aquel día, Nejludov regresó a su casa. Caminaba por las calles conmovido ante el pensamiento de aquella entrevista, y los detalles de aquella jornada se amontonaban en su memoria. Se acordaba no del juicio, sino de su conversación con el fiscal y con los funcionarios de las cárceles. Y el hecho de haber buscado una entrevista con Katucha, de haber manifestado su intención al fiscal y de haber ido a las dos cárceles para verla lo trastornaba hasta tal punto, que tardó mucho tiempo en recuperar su calma. Una vez en su casa, sacó de un cajón su diario íntimo, abandonado desde hacía tanto tiempo, releyó algunos pasajes y añadió las líneas siguientes: «Desde hace dos años no he escrito nada en este diario y estaba convencido de que jamás volvería a entregarme a esta niñería. ¿Niñería? Nada de eso, sino una conversación conmigo mismo, con ese yo verdadero y divino que vive en cada hombre. Durante todo este tiempo, ese yo estaba dormido en el fondo de mi alma y yo no tenía a nadie con quien hablar. Pero bruscamente.. el 28 de abril, un acontecimiento extraordinario, que ha tenido como teatro la Audiencia donde yo era jurado, lo ha despertado. En el banquillo de los acusados vestida con el capotón de las presas, volví a encontrar a aquella Katucha a la que en otros tiempos seduje y abandoné. Una extraña equivocación, que era deber mío haber evitado ha tenido como consecuencia su condena a trabajos forzados. Hoy me he dirigido al fiscal y a la cárcel donde está detenida. No he podido hablar con ella, pero mi firme resolución es hacer todo lo posible por volver a verla, pedirle perdón y reparar mi falta, aunque para eso tuviera que casarme con ella. ¡Señor, ayúdame! ¡Qué alegría y qué bienestar llena mi alma! XXXVII Aquella noche de su condena, Maslova tardó mucho tiempo en dormirse. Acostada, abiertos los ojos y pensativa, miraba hacia la puerta, tapada de cuando en cuando por la hija del sacritán que seguía caminando por la sala. Pensaba que por nada en el mundo, cuando estuviese en la isla Sajalín, consentiría en casarse con un forzado y que se arreglaría de otra manera. Trataría de colocarse con algunas de las autoridades: un escribiente. un vigilante o incluso un simple guardián. Esas gentes son fáciles de seducir. «Con tal que no adelgace demasiado, porque entonces estaría perdida.» Se acordaba del modo como la habían mirado el abogado y el presidente y cómo la habían mirado también en la Audiencia todos aquellos con los que se había cruzado o que se habían acercado a ella de propio intento. Berta, su amiga, que había venido a verla a la cárcel, le había contado hasta qué punto su cliente preferido, un estudiante, estaba desolado por no encontrarla ya en casa de la Kitaieva. Se acordó de la pelea con la pelirroja y sintió lástima de ella; se acordó del panadero, que le había enviado un pan de más, y se acordó de muchos otros, excepto de Nejludov. En su infancia y en su juventud, pero sobre todo en su amor por Nejludov, no pensaba nunca. Eran para ella recuerdos demasiado penosos; los había sepultado en lo más profundo de su corazón para no tocarlos nunca más. En el curso de las sesiones de la Audiencia, ella no lo había reconocido no solo porque, cuando lo vio la última vez, iba de uniforme, sin barba, con un breve bigote y cabellos cortos pero abundantes, y sin embargo ahora había envejecido y llevaba toda su barba, sino, sobre todo, porque ella no había pensado jamás en él. Todos los recuerdos de su encuentro con él habían quedado sepultados en aquella terrible noche negra en que él pasó, a su regreso de la guerra, sin detenerse en casa de sus tías. En aquel momento, Katucha sabía ya que estaba encinta. Mientras había esperado volver a ver a Nejludov, el pensamiento del niño que iba a nacer, lejos de apenarla, la ponía por el contrario contenta y

la enternecían los movimientos que a veces notaba en su vientre. Pero desde aquella noche había cambiado. y el niño que iba a nacer no sería en lo sucesivo más que un estorbo. Sabiendo que Nejludov debía pasar cerca de su casa, las dos ancianas tías le habían rogado que se detuviese con ellas; pero él había telegrafiado que no podría hacerlo, pues tenía la obligación de llegar cuanto antes a San Petersburgo. Katucha formó entonces el proyecto de ir a la estación para verlo pasar . El tren la atravesaba de noche, a las dos de la madrugada. Después de haber ayudado a las señoritas a acostarse, Katucha se calzó una botas altas, se cubrió la cabeza con un pañuelo y partió en compañía de Machka, la hijita de la cocinera. La noche era negra y helada. A intervalos, la lluvia caía en grandes gotas apretadas y se interrumpía. A través de los campos no se podía distinguir el sendero a dos pasos, y en el bosque había la misma oscuridad que en un sótano. Katucha, aun conociendo muy bien el camino, estuvo a punto de extraviarse y llegó a la estación, donde el tren no se detenía más que tres minutos, cuando ya habían dado el segundo toque de campana. Corrió al andén y reconoció inmediatamente, en un coche de primera clase, a Nejludov sentado junto a la ventana. El vagón estaba vivamente alumbrado. Sentados frente a frente en las butacas de terciopelo, dos oficiales jugaban a las cartas. Sobre la mesita estaban encendidas dos grandes bujías; y Nejludov, con pantalón bombacho y en mangas de camisa, se mantenía apoyado sobre el brazo en el respaldo de un sillón y reía. En cuanto lo vio, ella, con sus dedos entumecidos, golpeó en el cristal. Pero, en el mismo instante, se dejó oír la señal de partida; el tren se movió lentamente y los vagones empezaron a desfilar con topetazos sucesivos. Uno de los jugadores se levantó, con las cartas en la mano, y miró por el cristal. Ella golpeó de nuevo y acercó su rostro a la ventanilla. Pero, en aquel momento, el vagón junto al cual se encontraba se puso en movimiento y ella se dedicó a seguirlo, los ojos siempre fijos en la ventanilla. Habiendo intentado el oficial bajar el cristal sin conseguirlo, Nejludov se levantó a su vez, apartó a su camarada y empezó a bajar el cristal. El tren, entonces, aceleró su velocidad, y Katucha tuvo que apretar el paso. Las ruedas giraban más rápidamente aún cuando, estando ya el cristal completamente bajado, el revisor apartó a la joven y saltó al vagón. Ella echó a correr sobre las mojadas losas de! andén, llegó hasta el final y estuvo a punto de caerse en los escalones que enlazaban el andén con el suelo. Siguió corriendo cuando ya estaba lejos el coche de primera clase. Los de segunda, y luego, más rápidamente, los vagones de tercera clase, pasaron ante la muchacha sin que ésta interrumpiese su carrera; por fin, el último vagón se alejó, con sus farolillos rojos, y Katucha sobrepasó el depósito de agua. El viento, que, en aquel lugar, no encontraba ya obstáculos, le arrancó el pañuelo de la cabeza y le pegó las faldas a las piernas. Aun habiéndosele volado el pañuelo, Katucha seguía corriendo. -¡Tita Mijailovna! -le gritó la niña, que tenía dificultad para seguirla -. Se le ha caído el pañuelo. Katucha se detuvo, se cogió con las dos manos la cabeza echada hacia atrás y estalló en sollozos. -¡Se ha ido! -exclamó. «Así, pues, él va ahí, en ese vagón bien iluminado, en una butaca de terciopelo, y se divierte y bebe -se había dicho ella -, y yo, yo estoy sola aquí, en el fango, en las tinieblas, bajo la lluvia y el viento, y lloro por mi suerte.» Se había sentado en el suelo, estallando en sollozos tan violentos, que la niña, asustada, no había podido menos que decirle para consolarla: -¡Tita, vamos a casa! «Va a pasar otro tren: tirarme debajo y todo habrá acabado», pensaba Katucha, sin responder a la niña. Iba a poner en ejecución ese proyecto, cuando, en un momento de calma que siempre sucede a una viva emoción, su hijo, el niño que llevaba en su ser, se había estremecido de pronto, chocando contra las paredes de su vientre, estirándose dulcemente, haciéndole sentir algo de menudo, de tierno y de lancinante. Inmediatamente, toda su desesperación desapareció. Todo lo que unos momentos antes la

había angustiado, el sentimiento de la vida que se le había hecho imposible, su odio hacia Nejludov, su deseo de vengarse de él mediante el suicidio, todo eso se había desvanecido. Se calmó, se levantó y volvió a ponerse el pañuelo a la cabeza, y se fue. Extenuada, completamente mojada y llena de fango, volvió a casa. Y desde aquel día se había producido en ella aquel trastorno de su alma que la llevó a aquello en que se había convertido. En aquella noche terrible había dejado de creer en Dios. Hasta entonces había creído en Dios y en el bien, y había creído que los otros también creían lo mismo; pero aquella noche se dijo que no había Dios, que nadie creía en Él, y que todos los que hablaban de Él, así como de su Ley, no tenían otro objeto que engañarla. Aquel hombre al que ella amaba, que la había amado, ella lo sabía, la había abandonado y pisoteado sus sentimientos. ¡Y él era el mejor de los hombres entre los que ella había conocido! ¡Los otros eran peores aún! Todo lo que le pasó a Katucha a continuación había fortificado en ella esa convicción. Las tías de Nejludov, aquellas viejas señoritas devotas, la habían expulsado el día en que ya no le fue posible trabajar como en el pasado. De las diversas personas con las que tuvo tratos a raíz de aquello, algunas, las mujeres, no vieron en ella más que dinero a ganar; las otras, los bombres, desde el comisario de la policía rural hasta los guardianes de la cárcel, la consideraron únicamente como carne para el placer. No había nadie en el mundo que buscase otra cosa que la satisfacción de sus instintos. Y el viejo escritor del que Katucha fue amante en tiempos había acabado de hacérselo comprender al declararle abiertamente que la satisfacción de los instintos sensuales es la única sabiduría, la única belleza de la vida. Él llamaba a eso la poesía, la estética. Nadie en el mundo vivía más que para sí, para su placer, y todo lo que se decía de Dios y del bien no era más que engaño. Y cuando, por casualidad, se planteaba la cuestión de saber por qué, en este mundo, todo estaba tan mal organizado y por qué los hombres no hacían más que atormentarse unos a otros y sufrir, ella se apresuraba a eludir esta pregunta importuna. Un cigarrillo, un vaso de aguardiente, una hora de amor, ¡Y todo se desvanecía! XXXVIII El día siguiente era domingo. A las cinco de la mañana, desde que resonó en el corredor de la sección de mujeres el sonido del silbato del vigilante, Korableva, ya despierta, despertó a Maslova. «¡Forzada!», se dijo Maslova con espanto mientras se frotaba los ojos y aspiraba a su pesar la hediondez infecta de la sala. Le entraron ganas de volver a dormirse, para encontrar de nuevo un refugio en la inconsciencia. Pero la costumbre y el espanto le habían ahuyentado el sueño, por lo que se incorporó, se sentó sobre el camastro, cruzando las piernas por debajo de ella, y se puso a mirar en torno. Todas las mujeres estaban ya despiertas; solo los niños dormían aún. La tabernera de ojos saltones retiraba con precaución el capote sobre el cual estaban acostadas las criaturas. La «amotinada» extendía, ante la estufa los trapajos que servían de panales a su reclen nacido, mientras éste en brazos de Fedosia, se retorcía, lloraba y lanzaba gritos contra los cuales resultaban impotentes las caricias de la joven. La tísica, el rostro todo inyectado de sangre y sujetándose el pecho con las dos manos, sufría su ataque de tos matinal y, en los intervalos de respiro, exhalaba profundos suspiros, casi gritos. La pelirroja, tendlda de espaldas, extendía sobre la cama sus gruesas piernas desnudas; en voz alta y rasposa, contaba un sueño embrollado que la tenía obsesionada. La vieja incendiaria, en pie ante el icono, farfullaba sin tregua las mismas palabras y hacía señales de la cruz y salutaciones. La hija del sacristán sentada en su cama, fijaba ante ella sus grandes ojos, agotados de insomnio. La Hermosa rizaba entre sus dedos sus negros cabellos gracientos. Pesados pasos de hombre retumbaron en el corredor; la puerta dejó paso a dos presos de expresión

adusta y huraña, vestldos. con chaquetas y pantalones grises arremangados hasta por encIma de la pantorrilla. Levantaron el pestilente cubo y se lo llevaron. Una a una, las mujeres salieron al pasillo para ir a lavarse al grifo. Esperando su turno, la pelirroja tuvo un altercado con. otra mujer salida de una sala vecina, y también con ella cambió injurias, gritos y vociferaciones. Por lo visto, estáis empeñadas en ir al calabozo -gritó el vlgliante, quien se acercó a la pelirroja y le aplicó en su espalda grasa y desnuda un golpe tan violento, que resonó en todo el corredor. -Que no te oiga más -añadió, alejándose. -.Verdareramente, el viejo tiene un puño sólido –dijo la pelirroja sin enfadarse por aquella dura caricia. -¡Darse prisa!- continuó el vigilante-. Es hora de ir a misa. Maslova no había acabado de peinarse cuando el director llegó con su séquito. En fila para la lista -gritó el vigilante. Salieron mujeres igualmente de otras salas; todas las presas se alinearon a lo largo del corredor en dos filas, las de la se gunda colocando las manos sobre los hombros de las mujeres situadas delante de ellas, y así se las contó. Después de la lista apareció la vigilanta, quien conducía a las detenidas a la misa. Maslova y Fedosia se encontraban en el centro de la columna, compuesta por más de cien mujures salidas de todas las celdas. Estaban uniformemente vestidas con camisolas y sayas blancas y la cabeza cubierta. con pañuelos igualmente blancos. Solamente algunas tenían vestidos de color: eran mujeres a las que se admitía a compartir la suerte de sus maridos. La larga columna cogía toda la escalera. Se oian los pasos amortiguados de los pies con calzados de fieltro, y un murmullo de voces, mezclado a veces con risas.. En un recodo, Maslova entrevió la figura malvada de su enemiga Botchkova, quien caminaba a la cabeza de la columna, y se la mostro a Fedosia. Al final de los escalones se estableció el silencio entre las mujeres que con señales de la cruz y profundos saludos, entraron dos a dos en la capilla todavía vacía y resplandeciente de dorados. En apretado tropel, fueron a colocarse a la derecha. Inmediatamente después, los hombres, con capote de tela gris, vinieron a colocarse a la izquierda y en el. centro de la capilla. Eran detenidos condenados a la deportación a, Siberia por decisión de sus comunidades rurales y presos alli provisionalmente. En lo alto de la nave se encontraban ya, a un lado, los forzados, con la mitad de la cabeza afeitada y cuya presencia revelaba un ruido de cadenas; al otro lado, los presos preventivos, no rapados y sin cadenas. La capilla de la prisión había sido edificada recientemente, gracias a la generosidad de un rico comerciante que habia gastado en eso varias docenas de millares de rublos. Chorreaba dorados y colores vivos. La capilla permaneció cierto tiempo silenciosa: no se oía más que los ruidos de narices que se sonaban, de toses, de gritos de niños y, de cuando en cuando, el chirrido de cadenas removidas. Pero pronto los presos del centro se apartaron para dejar paso al director de la prisión, quien avanzó hasta la primera fila. XXXIX Comenzó el oficio divino. Este oficio se desarrollaba como sigue: el sacerdote, llevando un vestido especial, de brocado, extraño y muy incómodo, rompía y colocaba menudos trozos de pan sobre un plato y luego los metía en una copa llena de vino, sin dejar de mascullar frases y plegarias. Durante este tiempo, el sacristán primeramente leía, y luego cantaba, alternando con el coro de los presos, diversas plegarias en eslavón

( antigua fórma, comparable al latín medieval, de la lengua rusa, empleda en el ritual de la iglesia ortodoxa. N. del T.), ya casi incomprensibles de por sí y que se hacían completamente ininteligibles a causa de la rapidez de la lectura y del canto... Su fin principal era desear la felicidad del emperador y de su familia. Se repetían varias veces, con otras o por separado, y de rodillas. El sacristán leía seguidamente algunos versículos de los Hechos de los Apóstoles, mascullando tan bien, que no se comprendía palabra. El sacerdote leía por el contrario muy claramente el pasaje del evangelio de San Marcos donde se dice que habiendo resucitado Cristo, y antes de subir al cielo y de sentarse a la derecha de su Padre, se apareció primero a María Magdalena y la exorcizó de los siete demonios; luego se apareció a sus once discípulos y les enseñó la manera de predicar d evangelio a todo ser viviente, declarando que el que no crea perecerá, en tanto que el que crea y sea bautizado, se salvará; y también que podrá exorcizar los demonios, curar a los hombres de la enfermedad por la imposición de manos, hablar nuevas lenguas, fascinar serpientes y, si bebe veneno, ser preservado de la muerte. El oficio consistía en transformar el trozo de pan cortado por el sacerdote y mojado en vino, gracias a manipulaciones y oraciones, en carne y sangre de Dios. Estas manipulaciones consistían en que el sacerdote elevaba los brazos cadenciosamente, aunque la túnica de brocado molestase sus movimientos, luego los bajaba hacia sus rodillas y tocaba la mesa o lo que allí se encontraba. El punto más importante era cuando el sacerdote, teniendo con sus dos manos una servilleta, la agitase según el rito por encima del plato y del cáliz de oro. En aquel momento, el pan y el vino se transformaban en carne y en sangre de Dios. Así, toda esta parte del oficio divino estaba rodeada por una especie de solemnidad particular. -¡Roguemos mucho a la santa, pura, bienaventurada Virgen María! -gritaba en voz muy alta el sacerdote desde detrás de un tabique; y el coro cantaba solemnemente la alabanza de la que, sin que su virginidad fuera manchada, puso en el mundo a Cristo: la Virgen María, más honrada a causa de eso que los querubines, más gloriosa que los serafines. Después de eso, la transubstanciación se había realizado; y el sacerdote quitó la servilleta que cubría el plato, rompió en cuatro el pedazo de pan del medio, lo mojó previamente en el vino y se lo metió en la boca. Había comido un trozo de la carne de Dios y bebido un sorbo de su sangre. El sacerdote descorrió seguidamente una cortina y abrió una puerta por la que iba a pasar,.después de haberse provisto de una taza dorada, para invitar a los fieles a comer igualmente la carne y a beber la sangre de Dios, contenidas en la taza. Únicamente se acercaron algunos niños. Después de haberles preguntado sus nombres, el sacerdote cogió con precaución de la taza, con la ayuda de una cucharilla, trozos de pan mojados en el vino y los hundió profundamente en la boca de cada uno de aquellos niños. Y el sacristán, después de haberles enjugado los labios, cantó con alegría un cántico en el que se decía que aquellos niños habían comido la carne de Dios y bebido su sangre. El sacerdote se llevó después la taza detrás del tabique y bebió toda la sangre y comió todo el trozo de la carne de Dios que quedaban; luego secó cuidadosamente sus bigotes con los labios, se enjuagó la boca, enjuagó la taza y volvió a salir todo contento, con paso firme, haciendo crujir las finas sudas de sus botas. Allí terminaba la parte principal del oficio cristiano. Pero, deseoso de consolar a los desgraciados presos, el sacerdote añadió al servicio ordinario una ceremonia particular. Se colocó ante la imagen de aquel Dios, de rostro negro y negras manos, que acababa de comer y que estaba alumbrado por una docena de cirios, y empezó a declamar, con voz de falsete, en un tono entre recitado y cantado, la serie de palabras siguientes: -¡Dulce Jesús, gloria de los apóstoles! ¡Jesús, alabanza de los mártires! ¡Señor todopoderoso, sálvame! .¡Jesús, sálvame! ¡Jesús, a ti recurro! ¡Sálvame, Jesús! ¡Ten piedad de mí! ¡Por las plegarias de tu nacimiento, Jesús; por todos tus santos, Profeta de todos, sálvame, Jesús! ¡Y concédeme las dulzuras del paraíso, Jesús, amante de la humanidad!

Aquí se detuvo, respiró, hizo la señal de la cruz y se inclinó hasta el suelo; y todos lo imitaron. El director, los vigilantes, los presos, todos se inclinaron; y en lo alto de la nave se oyó resonar más fuerte las cadenas. -¡Creador de los ángeles y dueño de las fuerzas! -continuó el sacerdote -.¡Jesús maravilloso, sorpresa de los ángeles! ¡Jesús todopoderoso, salvador de nuestros primeros padres! ¡Dulce Jesús, grandeza de los patriarcas! ¡Jesús el glorioso, Rey de reyes! ¡Jesús el bienaventurado, voluntad de los profetas! ¡Jesús espléndido, firmeza de los mártires! ¡Jesús el resignado, alegría de los monjes! ¡Jesús misericordioso, dulzura de los sacerdotes! ¡Jesús magnánimo, abstinencia de los que ayunan! ¡Jesús, el más dulce, felicidad de los santos! ¡Jesús el puro, castidad de las vírgenes! ¡Jesús eterno, salvación de los pecadores! ¡Jesús, hijo de Dios, ten piedad de nosotros! Era el punto de detención y la palabra «Jesús» se pronunciaba con un silbido estridente. Con la mano, el sacerdote se levantó entonces su sotana recamada de seda, hincó una rodilla y se inclinó hasta el suelo mientras el coro cantaba las últimas palabras: «¡Jesús, hijo de Dios, ten piedad de nosotros!» Los presos cayeron de rodillas y se levantaron a su vez, sacudiendo los cabellos que les quedaban en la mitad de la cabeza y haciendo resonar los hierros que laceraban sus piernas enflaquecidas. Eso continuó todavía mucho tiempo. Eran primero alabanzas que acababan con las palabras: «¡Ten piedad de nosotros!»; luego, otras alabanzas terminadas con aleluyas. Al principio, los prisioneros se santiguaban y prosternaban a cada invocación; luego empezaron a no inclinarse más que a cada dos invocaciones, y por fin a cada tres, y se sintieron muy dichosos cuando aquello acabó. Después de un suspiro de alivio, el sacerdote recogió su breviario y regresó detrás del tabique. Pero quedaba un último acto: el sacerdote cogió de encima de la gran mesa una cruz dorada cuyas extremidades estaban adornadas de medallones esmaltados y avanzó hasta el centro de la iglesia. Todos empezaron a desfilar y a besar la cruz: el director primeramente, y luego los vigilantes; a continuación, apretándose e intercambiando juramentos en voz baja, pasaron todos los presos. El sacerdote, charlando con el director tendía la cruz o la mano, ya hacia las bocas, ya hacia las narices de los presos, quienes se esforzaban en besar la cruz y la mano. Así terminó el oficio cristiano, celebrado para consuelo y enseñanza de las ovejas extraviadas. XV Nadie en la concurrencia, desde los sacerdotes y el director hasta Maslova, habían pensado un instante que ese mismo Jesús, cuyo nombre acababa de repetirse tantas veces con un silbido, había prohibido no solo juzgar a los hombres, encarcelarlos, martirizarlos, degradarlos e infligirles toda clase de suplicios, como se hacía aquí, sino además todas las violencias, diciendo que había venido para liberar a todos los presos. Nadie, entre los asistentes, había pensado que lo que se cometía allí era la más enorme blasfemia y una burla sangrienta contra aquel mismo Cristo, en el nombre del cual se cometían todos aquellos actos. Nadie había pensado que la cruz dorada con sus medallones esmaltados, traída por el sacerdote y besada por los fieles, no era otra cosa que la reproducción de la cruz sobre la cual Cristo fue ajusticiado precisamente porque había prohibido esos mismos actos que se cometían aquí en su nombre. El sacerdote procedía a ejecutar estas ceremonias con una conciencia tranquila, porque desde la infancia le habían inculcado que eran la verdadera y única creencia, profesada por todos los santos y adoptada hoy por todas las autoridades espirituales y temporales. Y lo que lo confirmaba particularmente en esta creencia era el hecho de haber, desde hacía dieciocho anos, extraído beneficios del cumplimiento de su sacerdocio de haber podido asegurar la existencia de su familia, pagar el colegío para su hijo y enviar a su hija a la escue]a eclesiástica.

Idéntica y más firme aún era la creencia del sacristán; porque el había olvidado completamente la esencia de los dogmas de su fe y solo sabía que la plegaria por los muertos, las horas eclesiásticas, las misas simples y las misas cantadas en fin todos los servicios tenían un precio fijo, pagado gustosamente por los verdaderos cristlanos. Por eso clamaba sus «misereres» y leía y cantaba todo lo que comportaba la regla con aquella misma tranquila seguridad que caracteriza para otros hombres la necesidad de vender madera, harina o patatas. El director de la cárcel y los vigilantes, aunque nunca se hubiesen planteado dudas ni hubiesen jamás tratado de saber en qué consistían los dogmas de aquella creencia ni lo que sigrnficaban esas ceremonias de iglesia, creían que era absolutamente preciso creer en aquella creencia, porque la autoridad Superior, y el zar mismo, creían en ella. Además, muy vagamente, porque no podían explicárselo, tenían la sensación de que aquella creencia justificaba sus funciones crueles. En cuanto a los presos, salvo un pequeño número que se burlaba de aquella religión, la mayoría creía que los iconos dorados, los cirios, las copas, las casullas, las cruces y las incomprensibles letanías contenían una fuerza misteriosa gracias a la cual se podían adquirir grandes comodidades en esta vida y en la vida futura. Aunque la mayoría, en diversas ocasiones y sin ningún resultado, había intentado conseguir esa adquisición de comodidades terrestres por medio de oraciones, de misas y de cirios, sin que sus plegarias hubiesen sido oídas, todos estaban firmemente convencidos de que esa falta de éxito se debía al azar y que esta institución, aprobada por los sabios y por los obispos, era una institución muy grave, importante y útil, si no en esta vida, al menos en la vida futura. Maslova creía lo mismo. Como los demás, experimentaba durante el oficio un sentimiento de recogimiento mezclado de fastidio. De pie en medio de la multitud de las presas, no podía ver más que las espaldas de las mujeres colocadas delante de ella. Pero cuando los asistentes se pusieron en movimiento para ir a besar la cruz y la mano del sacerdote, distinguió al director y a los vigilantes y reconoció detrás de ellos a un hombre de barbita y de cabellos rubios, el marido de Fedosia, que tenía los ojos tiernamente clavados en su mujer. Entonces Maslova, aun rezando, santiguándose y saludando como los demás, se absorbió en su conversación con Fedosia y en la contemplación de su marido. XLI Nejludov se había levantado temprano. En la ciudad, cuando salió de su casa, todo el mundo parecía dormir aún. Por la callejuela únicamente pasaba un campesino que gritaba con una voz especial: -¡Leche! ¡Leche! ¡Leche ! La primera lluvia cálida de la primavera había caído la víspera. La hierba verdecía en las junturas de los adoquines. En los parques, los abedules se habían adornado con frondas verdeantes; los cerezos de monte y los álamos estiraban sus hojas alargadas y olorosas. En las casas y en las tiendas limpiaban los cristales. Pero en el baratillo de los ropavejeros, que Nejludov tuvo que atravesar, había ya una muchedumbre que se apretaba alrededor de las barracas, en tanto que hombres cubiertos de harapos deambulaban con botas bajo el brazo y pantalones y chalecos remendados echados al hombro. Había mucha gente también en las tabernas. Se veía penetrar en ellas a obreros con blusas limpias y botas relucientes, felices de verse libres por un día de los trabajos de las fábricas, y mujeres que llevaban a la cabeza pañolones de seda de vistosos matices y chaquetillas adornadas de abalorios. Agentes de policía con uniforme de gala, sujetas sus pistolas al cinto por cordones amarillos, se inmovilizaban en las esquinas de las calles, esperando poder distraerse reprimiendo algún desorden. En las alamedas de los bulevares, sobre la hierba de los céspedes, húmeda aún, corrían y jugaban niños y perros mientras las

nodrizas, para charlar alegremente, se sentaban por grupos en los bancos. En las calles, todavía frescas y húmedas por la parte izquirda, a la sombra, y secas en el centro, retumbaba el ruido de pesadas carretas y de ligeros coches de punto y el sonido de los tranvías. En el aire tintineaban ruidos diversos, y el repique de campanas convocaba a los fieles a asistir a un oficio parecido al que se celebraba en la capilla de la cárcel. Por grupos, la gente endomingada se dirigía a las parroquias. El cochero de Nejludov no fue hasta la cárcel, sino que se detuvo en el recodo del camino que conducía hasta allí. Cerca de aquel recodo, a cien pasos de la cárcel, había un grupo de hombres y de mujeres, la mayoría con paquetes en las manos. A la derecha se extendían unas construcciones bajas, de madera, y a la izquierda se alzaba un edificio de dos pisos con un cartel. Al fondo se destacaba la enorme construcción de la cárcel, defendida por un soldado con el fusil al hombro. Ante la puertecita de las casas de madera estaba sentado un vigilante, con uniforme galoneado y con un libro registro sobre las rodillas. Era el encargado de inscribir los nombres de los presos que los visitantes solicitaban ver. Nejludov se le acercó y dijo: -Catalina Maslova. El vigilante anotó aquel nombre. -¿Por qué no se permite entrar? -preguntó Nejludov. -Están diciendo misa. En cuanto acabe podrá usted entrar. Nejludov se acercó al grupo de visitantes, del cual se destacó, para deslizarse hacia la puerta de la cárcel, un individuo cubierto de harapos, con un sombrero muy ajado, los pies envueltos en unas bandas de tela, sin más calzado, y la cara toda surcada en líneas rojas. -¡Eh, tú!, ¿adónde vas? -le gritó el soldado, empuñando el fusil. -¿Y tú por qué tienes que gritar así -respondió el hombre retrocediendo lentamente y sin impresionarse por los gritos del soldado -.¿No quieres dejarme entrar? Está bien, esperaré. Pero, ¿dónde se ha visto gritar así? ¡Ni que fuera un general! Una risa aprobadora acogió aquella broma. Casi todos los visitantes eran pobres diablos. Iban míseramente vestidos, y algunos completamente andrajosos; sólo unos pocos, hombres y mujeres, tenían un porte más cuidado. Cerca de Nejludov había un hombre bien trajeado, recién afeitado, gordo y sonrosado, que llevaba en la mano un pesado paquete que parecía estar lleno de ropa blanca. Nejludov le preguntó si venía a la cárcel por primera vez. El hombre respondió que ya había venido muchas veces, todos los domingos. Portero en un Banco, venía a ver a su hermano, condenado por falsificación; le contó a Nejludov toda su historia, y se preparaba a interrogarlo a su vez cuando su atención fue atraída por una calesa de ruedas cauchutadas, tirada por un buen caballo, de la que descendieron un joven estudiante y una dama con velo. El estudiante llevaba en la mano un gran paquete. Avanzó hacia Nejludov y le preguntó si creía que lo autorizarían a distribuir entre los presos una ración de pan blanco contenida en su paquete. -Es por deseo de mi novia, que me acompaña. Sus padres nos han permitido traer esto a los presos. -Vengo aquí por primera vez e ignoro las costumbres; pero haría usted bien dirigiéndose a aquel hombre- respondió Nejludov mostrando con el dedo al galoneado guardián sentado ante su registro. En aquel momento, la puerta principal, horadada por una ventanilla en el centro, se abrió para dejar paso a un funcionario con uniforme de gala, escoltado por un vigilante que cambió en voz muy baja algunas palabras con él y anunció luego que los visitantes podían entrar. El centinela se echó a un lado, y todo el mundo se precipitó por la puerta de la cárcel como temiendo llegar con retraso. Detrás de la puerta había un guardián que contaba en voz alta los visitantes al pasar: 16, 17, etcétera... Más lejos, en el interior del edificio, otro guardián les tocaba el brazo, antes de dejarlos franqucar una puertecita, y los recontaba. De esta manera podía asegurarse, a la salida, de que ningún visitante había quedado dentro de

la prisión y que ninguno de los presos había salido de ella. Demasiado ocupado con su cálculo para examinar las figuras de quienes entraban, aquel guardián tocó bruscamente el hombro de Nejludov, lo que no dejó de irritar a éste un poco, a pesar de sus buenas intenciones. Pero inmediatamente se acordó de para qué había venido y le dio vergüenza de su descontento. La puertecita daba a una gran sala abovedada, con estrechas ventanas guarnecidas con barras de hierro. En aquella sala había un nicho donde Nejludov divisó con sorpresa un gran crucifijo. «¿A qué viene eso aquí?», pensó, uniendo involuntariamente en su pensamiento la imagen del Cristo con hombres libres y no con presos. Caminó con paso lento, dejando fluir delante de él la oleada apresurada de los visitantes. Experimentaba a la vez un sentimtento de horror hacia los malhechores encerrados en aquella cárcel y un sentimiento de compasión hacia los inocentes como el acusado de la víspera y Katucha, que estaban encerrados allí en compañía de aquéllos, y un sentimiénto de timidez y de emoción ante la idea de la entrevista que iba a celebrar. Al otro extremo de la gran sala, un guardián anunció a]go. Pero, sumido en sus reflexiones, Nejludov no lo oyó y siguió en pos del grupo más numeroso. Así se encontró llevado al locutorio de los hombres, cuando habría debido dirigirse al de las mujeres. En el momento en que, el último de todos entró en el locutorio, se sintió impresionado meramente por un ruido ensordecedor, mezcla de voces numerosas que gritaban todas al mlsmo tiempo. Sólo comprendió la causa de aquella barahúnda al llegar al centro de la sala, donde, a semejanza de un enjambre de moscas sobre un trozo de azúcar, la muchedumbre de los visltantes se apretaba ante un enrejado. Ese enrejado era doble; iba desde el techo hasta el suelo y dividía la sala en dos mitades. Por el pasillo intermedio se paseaban los vigilantes. A un lado estaban los presos; al otro, los visitantes. Estaban separados por dos enrejados y un espacio vacío de tres archines, lo que imposibilitaba a los visitantes no solo entregar cualquier cosa a los presos, sino incluso verlos bien. Y no resultaba menos difícil hablar a través de ese espacio; para hacerse oír había que gritar con todas las fuerzas A ambos lados de la división, las caras se apretaban contra ei enrejado: mujeres, maridos, padres, madres e hijos trataban de verse y de decirse lo que querían. Y como todos deseaban hacerse oír y las voces se cubrían recíprocamente pronto cada cual se creía obligado a gritar más fuerte que sus vecinos. De ahí la barahúnda que había impresionado a Nejludov al entrar en la sala. No había que pensar en aprehender el sentido de las palabras. La única cosa posible era adivinar en los rostros de qué se trataba y las relaciones existentes entre los intelocutores. Muy cerca de Nejludov, pegada al enrejado, había una viejecita con un pañuelo a la cabeza que interpelaba a un joven, un forzado, cuya cabeza estaba semirrapada; y el preso, con las cejas fruncidas, parecía escucharla con la más viva atención. Al lado de la vieja, un hombre joven, con blusa, hacía señas con la cabeza a un preso que se le parecía, de barba gris, de rostro fatigado. Más lejos aún estaba el hombre harapiento, que gesticulaba mucho, gritaba y reía a carcajadas. Luego, sentada en el suelo, una joven de porte decoroso con un niño en brazos lloraba y sollozaba al volver a ver, sin duda por primera vez a un hombre de edad que estaba frente a ella, al otro lado del enrejado, con uniforme carcelario, cabeza rapada y hierros en los pies. Más allá de esta mujer, el portero de Banco que había hablado con Nejludov elevaba mucho la voz para ser oído por un preso calvo, de ojos chispeantes. Ante la perspectiva de tener que hablar con Katucha en semejantes condiciones, Nejludov se llenó de indignación contra los hombres que habían podido inventar y autorizar semejante suplicio. Se quedó estupefacto al pensar que nadie antes que él nunca, se había indignado ante una institución tan espantosa, ante una violación tan cruel de los sentimientos más sagrados. Lo escandalizó ver que soldados y vigilantes, visitantes y presos aceptaban como cosa natural e inevitable esta manera de conversar.

Nejludov permaneció así, inmóvil, durante varios minutos, bajo el peso de una extraña impresión de tristeza, consciente de su propia debilidad y de su desacuerdo con todo lo que le rodeaba. Sintió algo parecido a un mareo en el mar. No importa -se dijo Nejludov, volviendo a hacer acopio de valor -.Es necesario que haga lo que he venido a hacer. Pero, ¿cómo conseguirlo?» Buscó con los ojos una autoridad cualquiera, y vio, detrás de la multitud, al subdirector con el que había hablado la noche anterior. Nejludov avanzó hacia él. -Perdón, señor -le dijo con una deferencia exagerada -, ¿no podría usted indicarme la sección de las mujeres y dónde se autoriza a verlas? -O sea, que usted quería ir a la sección de las mujeres, ¿no? -Sí, deseo ver a una presa-respondió Nejludov, siempre con la misma cortesía afectada. -¿Por qué no lo dijo usted hace un momento, cuando se le indicó en la primera sala? ¿ Ya quién desea usted ver? -A Catalina Maslova. -¿Una detenida política? -preguntó el subdirector. -No, es simplemente... -Entonces, ¿una condenada? -Eso es, condenada desde anteayer -respondió dulcemente Nejludov, temiendo, por una palabra demasiado viva, enajenarse la buena disposición que percibía en el subdirector. Por el aspecto exterior de Nejludov, el funcionario juzgó que merecía una consideración particular y llamó a un funcionario subalterno todo cubierto de medallas. -Sidorov, lleve al señor a la sección de las mujeres -dijo. -¡A sus órdenes! En aquel momento, unos sollozos que desgarraban el alma se dejoron oír cerca del enrejado. Todo aquel espectáculo pareció extraño a Nejludov, y más extraño aún resultó para él la necesidad de dar las gracias al subdirector y al vigilante jefe y de sentirse agradecido a aquellas gentes, instrumentos de una obra tan cruel como la que se desarrollaba en aquella casa. Desde el locutorio de los hombres, el funcionario subalterno hizo pasar a Nejludov por el corredor, y por una puerta que estaba enfrente lo condujo al locutorio de las mujeres. Exactamente igual que el otro, este locutorio estaba dividido, mediante dos enrejados, en tres partes; aunque fuese sensiblemente más pequeño y los visitantes menos numerosos, los gritos y el ruido eran allí lo mismo de violentos. Igualmente allí la autoridad velaba entre los dos enrejados, pero esta vez en la persona de una vigilanta también de uniforme: galones en las mangas, ribetes azules y cinturón del mismo color. Y, como en la sección de los hombres, los visitantes, con los trajes más variados, se aferraban al enrejado; al otro lado estaban las presas, en su mayoría con uniforme carcelario; las demás, con sus vestidos de ciudad. No había ni siquiera un sitio libre en toda la extensión del enrejado. y el amontonamiento era tal, que varias personas se vieron obligadas a ponerse de puntillas para gritar por encima de la cabeza de las que se encontraban delante de ellas; también otras estaban sentadas en el suelo. La atención de Nejludov fue atraída por la alta y delgada figura de una gitana cuyos rizados cabellos se escapaban de un pañolon; cerca de la columna del enrejado, por la parte de las presas, ella explicaba algo con voz chillona y gesticulando con viveza a un visitante de traje azul ceñido por un cinturón, un gitano también, en pie al otro lado. Cerca del gitano, un soldado, sentado en el suelo, hablaba con una presa. Luego, asido al enrejado, un mujik bajito calzado con almadreñas de corteza, de barba rubia y rostro todo rojo, no hacía ningún esfuerzo por reprimir sus lágrimas. Escuchaba lo que le decía frente a él una presa rubia y bonita que, mientras le hablaba, lo miraba tiernamente con sus azules ojos. Eran Fedosia y su marido. Cerca de ellos había un hombre harapiento que hablaba con una mujer de pómulos

salientes y de rala cabellera; luego, dos mujeres, un hombre y de nuevo una mujer; y, frente a cada visitante, una presa. Maslova no se dejaba ver. Pero, oculta detrás de la primera fila, estaba en pie una mujer; y Nejludov, adivinando que era ella, sintió redoblar los latidos de su corazón y que se le paraba el aliento. Se iba acercando el momento decisivo. Se aproximó al enrejado; penosamente logró hacerse un sitio y clavó su mirada en Maslova. Colocada detrás de Fedosia, ella parecía escuchar sonriendo la conversaci6n de ésta con su marido. En lugar del capotón gris de la antevíspera, llevaba, ceñida al talle por un cinturón, una camisola blanca que se le abombaba por el pecho. De su pañolón se escapaban los bucles de sus cabellos negros. «Vamos, el momento se acerca- pensó Nejludov-. Pero, ¿cómo llamarla? ¿No se le ocurrirá acudir a ella?» Pero ella no venía. Esperaba la visita de Berta y no podía sospechar que aquel hombre estuviese allí por ella. -¿A quién desea usted ver? -preguntó la vigilanta a Nejludov, parándose delante de él. -A Catalina Maslova -respondió Nejludov, hablando con esfuerzo. -¡Eh, tú, Maslova- gritó la vigilanta -, gente que viene a verte! Maslova se volvió, levantó la cabeza, sacó el pecho, con aquella expresión de apresuramiento que Nejludov le había conocido antaño, y, deslizándose entre dos presas, se acercó al enrejado. Se puso a mirar a Nejludov con una mezcla de asombro y de interrogación, sin reconocedo. Pero muy pronto, por su porte, reconoció a un hombre rico y le sonrió. -¿Ha venido usted por mí? -preguntó, pegando al enrejado sus ojos risueños, bizqueando un poco. -Sí, he querido... Se detuvo, no sabiendo si debía hablarle de «usted» o de«tú». Se decidió por el «usted». -He querido verla... Yo... -¡No me hagas faenas! -gritaba, cerca de él, un visitante harapiento -.¿La cogiste o no? -¡Te digo que se muere! -gritaban del otro lado. Maslova no pudo entender nada de las palabras de Nejludov. Pero por la expresi6n del rostro de éste, mientras hablaba, creyó reconocerlo. Pero todavía dudaba. Se borró la sonrisa de sus labios, y un pliegue de sufrimiento le surcó la frente. -No se oye lo que usted dice -gritó ella, entornando los párpados para ver mejor, y la frente cada vez más arrugada. -He venido... «jSí, cumplo mi deber, expío », pensaba Nejludov. Ante este pensamiento, las lágrimas le llenaron los ojos y la garganta, y, aferrándose con los dedos al enrejado, se calló. Sentía que a la primera palabra estallaría en sollozos. Al lado de él gritaban: -Yo me dije: ¿por qué ibas adonde no debías ir? -¡Tan verdad como que Dios me oye que no sé nada de eso! -respondió una presa al otro lado. La emoción había impreso en el rostro de Nejludov una expresión que Maslova reconoció inmediatamente. -No estoy muy segura de reconocerlo -creyó ella, sin embargo, que era su deber decir, sin mirarlo. Y las mejillas se le empurpuraron; su rostro se ensombreció aún más. -He venido a pedirte perdón- dijo entonces Nejludov, con la voz más alta que pudo, monótonamente, como una lección aprendida. Tras decir a gritos estas palabras, se llenó de vergüenza y miró en torno de él. Pero juzgó que esa vergüenza era saludable y que su deber consistía en exponerse a ella. Con todas sus fuerzas gritó:

-¡Perdóname! ¡Tengo una gran culpa para con...! Inmóvil, ella no dejaba de mirarlo con sus bizqueadores ojos. Él no tuvo fuerzas para acabar su frase y, haciendo un esofuerzo para reprimir los sollozos que le sacudían el pecho, se alejó del enrejado. El subdirector, evidentemente interesado por aquel visitante, se había dirigido al locutorio donde estaba Nejludov. Al verlo apartarse del enrejado, le preguntó por qué interrumpía su conversación con la mujer que había venido a ver. Nejludov se sonó, se esforzó en dominarse y respondió: -Es imposible entenderse a través de ese enrejado. El subdirector reflexionó un instante. -Bueno -dijo -, se podría hacer venir aquí a la detenida algunos momentos. ¡María Karlovna! -gritó a la vigilanta -, haga venir aquí a Maslova. XLIII Pronto por una puerta lateral, entró Maslova. Acercándose suavemente a Nejludov, se detuvo y lo miró de arriba abajo. Como la antevíspera, sus negros cabellos se escapaban en bucles del pañolón. Su rostro enfermizo, abotagado, exangüe, sin embargo siempre agradable de ver, respiraba calma; sólo los negros ojos bajo los párpados hinchados resplandecían con un brillo particular. -Pueden ustedes hablar aquí -dijo el subdirector, alejándose. Nejludov estaba sentado en un banco pegado al muro. Maslova miró primeramente al subdirector con aire interrogativo. Cuando éste se hubo apartado, ella tuvo un encogimiento de hombros que denotaba su sorpresa y, decidiéndose a acercarse a Nejludov, se levantó la falda y se sentó junto a él sobre el banco. -Le será a usted difícil perdonarme, lo sé- empezó a decir Nejludov. Se detuvo, sintiendo que de nuevo las lágrimas le subían a los ojos; luego continuó -: Pero si no está en mis manos reparar el pasado, a lo menos estoy resuelto a hacer todo lo que pueda. Dígame usted... -¿Cómo se las ha arreglado usted para encontrarme? -preguntó ella eludiendo su pregunta. y ora su mirada se clavaba en él, ora la apartaba hacia el suelo. «¡Dios mío, ayúdame! ¡Enséñame lo que debo hacer!», se decía a sí mismo Nejludov, consternado por el cambio sobrevenido en el rostro ahora tan enfermizo de la joven. Fue anteayer- dijo él-; yo era jurado cuando la juzgaron en la Audiencia... ¿No me reconoció usted? No, en absoluto. No era momento de reconocer a nadie. -Así, pues, ¿hubo un niño? -preguntó Nejludov, sintiéndose enrojecer. Murió inmediatamente, a Dios gracias -respondió Maslova con voz seca y maligna, apartando los ojos. -¿Y de qué? ¿y cómo? -Yo misma me encontraba enferma y estuve a punto de morir -prosiguió ella sin levantar los ojos. -¿Cómo fue que mis tías la despidieron? -¿Es que se conserva a una criada con un niño? En cuanto me vieron encinta, me despidieron... Pero, ¿de qué sirve hablar de todo eso? Ya no me acuerdo de nada, lo he olvidado todo. Está bien acabado. -¡No, no está acabado! ¡No sabría resolverme a eso! ¡Quiero al menos redimir mi falta! -No hay nada que redimir: lo que se hizo, hecho está, y todo eso pasó -insistió ella. Y, con gran sorpresa por parte de él, Katucha lo miró de pronto con una sonrisa seductora y lastimosa.

Maslova no había soñado nunca con volver a ver a Nejludov, sobre todo en aquellos momentos y en aquel sitio. Su vista, pues, la había sorprendido al principio; luego la había hecho acordarse de cosas resueltamente enterradas en el fondo de ella misma. En los primeros momentos, al volver a ver a Nejludov, había recordado el mundo espléndido de sentimientos y de sueños suscitado en otros tiempos por el encantador adolescente que la había amado y al que ella había amado a su vez. Después recordó la crueldad de su incomprensible abandono y la larga serie de humillaciones y de sufrimientos que siguió a tales instantes de felicidad. Pero, sin fuerzas para ahondar en aquello, había recurrido al medio de rechazar los recuerdos dolorosos y ahogarlos en las brumas de su vida de disipación. Una vez más, acababa de hacer lo mismo. Al volver a ver a Nejludov, lo había identificado al principio con el adolescente amado en otros tiempos; pero resultándole aquello penoso, había renunciado a los pocos instantes. Y, desde entonces, aquel señor vestido con elegancia, con su barba perfumada, no era para ella más que uno de esos «clientes» acostumbrados, cuando tenían necesidad, a servirse de criaturas como ella y de los que criaturas como ella tenían el deber de servirse mientras podían hacerlo. De ahí su sonrisa acariciadora. Muda, reflexionaba, pues, sobre la manera como mejor podría servirse de él. -Sí -insistió ella -, todo eso acabó. ¡Y ahora resulta que me condenan a trabajos forzados! Estas terribles palabras llevaron un estremecimiento a sus labios. -Yo sabia que usted no era culpable, estaba seguro -dijo Nejludov. -Desde luego que no era culpable. ¿Es que soy quizás una ladrona? Aquí dicen que todo es culpa del abogado -continuó -; y que habría que firmar una instancia. Pero aseguran que eso cuesta muy caro.. -Sí, sin -duda -dijo Nejludov -.yo ya me he puesto de acuerdo con un abogado. -Pero hay que coger uno bueno... uno caro.. -Haré todo lo que sea posible. Nuevo silencio. Una breve y seductora sonrisa floreció otra vez en los labios de Maslova. Quisiera pedirle a usted... un poco de dinero. No mucho... diez rublos. Con eso me bastará. -¡Desde luego, no faltaba más! -respondió Nejludov todo confuso, sacando su cartera. Maslova lanzó una mirada rápida hacia el subdirector, que se paseaba por la sala. -Démelo sin que él lo vea; de lo contrario, me lo qui tarán. Nejludov sacó de la cartera un billete de diez rublos; pero, en el momento en que iba a dárselo, el subdirector se volvió. Escondió el billete en la palma de la mano. «¡Pero ésta es una criatura muerta!», pensaba Nejludov examinando aquel rostro tan encantador en otros tiempos, ahora degradado y abotagado, y el brillo maligno de los ojos negros que bizqueaban espiando alternativamente los movimientos de! subdirector y los de la mano que tenía el billete de diez rublos. Y Nejludov tuvo un momento de vacilación. El tentador, cuya voz había oído la pasada noche, habló de nuevo en él, para desviarlo de pensar en lo que debía hacer y para que pensase más bien en las consecuencias de lo que quería hacer. «Nunca -decía el tentador -harás nada de esta mujer. No conseguirás más que colgarte una piedra al cuello para ahogarte y dejar así de ser útil a los demás. Está bien darle dinero: todo el que lleves en la cartera. y luego decirle adiós y terminar con ella para siempre. » Pero Nejludov comprendió que en aquellos momentos se desarrollaba en él la crisis decisiva; que su alma se hallaba como colocada en una balanza oscilante y que el menor peso, el menor esfuerzo la harían inclinarse a un lado o a otro. Hizo ese esfuerzo, después de haber llamado en su ayuda a aquel Dios cuya presencia había sentido la víspera en su corazón. y Dios se manifestó en él. Resolvió decir todo inmediatamente a Maslova. -¡Katucha! ¡He venido a ti para implorar tu perdón! Y tú no me has respondido; no me has dicho si me perdonabas, si me perdonarás alguna vez- dijo,

pasando al tuteo. Pero Maslova no lo escuchaba y continuaba acechando alternativamente los diez rublos y al subdirector. En el momento en que éste se volvía de espalda, ella tendió la mano con un ademán rápido, agarró el billete y se lo guardó en el cinturón. -Es muy extraño lo que usted me dice -replicó ella con una sonrisa que a Nejludov le pareció un poco despreciativa. Tuvo la impresión de que esa sonrisa ocultaba una especie de odio hacia él y que nunca él llegaría a penetrar a fondo en aquella alma. Pero, cosa extraña, no sólo esa impresión no lo apartaba ya de Maslova, sino que, por el contrario, lo atraía más fuertemente hacia ella. Se sentía obligado, costase lo que costase, a despertar a aquella alma y, cuanto más difícil se le presentaba la tarea, tanto más lo atraía. Nunca, respecto a persona alguna, había experimentado un sentimiento como el que experimentaba hacia Maslova; no deseaba de ella nada para él mismo, sino únicamente que dejase de ser tal como la veía para volverse a convertir en la que él había visto en otros tiempos. -Katucha, ¿por qué me hablas así? Tú sabes, sin emba;go, que te conozco, que me acuerdo de lo que eras en otros tiempos en Panovo... -¡Lo que es viejo, se borra!- respondió ella secamente. -¡Me acuerdo de todo eso, Katucha, para reparar, para redimir mi falta! -insistió Nejludov. E iba a decirle que estaba dispuesto a casarse con ella; pero encontró su mirada y leyó en la misma algo tan vil y repulsivo, que no encontró fuerzas para acabar su confesión. ... En aqud instante, las personas que habían venido a visitar a los presos empezaron a salir. El subdirector, acercándose a Nejludov, le comunicó que había llegado el momento de poner fin a la entrevista. Maslova se levantó, esperando con resignación el momento de marcharse. -Hasta la vista; todavía tengo muchas cosas que decirle -dijo Nejludov tendiéndole la mano -.Vendré a verla de nuevo -añadió. -Pero me parece que ya ha dicho usted todo lo que tenía que decir. Ella le tocó la mano, pero no se la estrechó. -No, no he dicho todo. Trataré de conseguir la autorización necesaria para poder verla con más libertad, y entonces le diré la cosa importante que tengo que decirle. -Pues bien, venga usted- respondió ella, encontrando de nuevo para él la sonrisa que concedía a los hombres cuando quería agradarles. -Está usted más cerca de mí que una hermana -añadió aún Nejludov. -¡Qué cosa tan rara! -dijo ella, meneando la cabeza. y desapareció detrás del enrejado. XLIV Nejludov se había figurado que al volverlo a ver, al comprobar su arrepentimiento y su intención de acudir en su ayuda, Katucha se alegraría, se enternecería y volvería a ser inmediatamente la Katucha de otros tiempos. Comprendió que Katucha no existía ya y que, en lo sucesivo, existía sólo Maslova. Y eso lo sorprendió y lo consternó. Lo que lo asombraba sobre todo no era solamente que Katucha no se avergonzara de su estado ( de su estado de prostituta, porque sí tenía bastante vergüenza de su estado de presa), sino que incluso pareciera satisfecha y casi orgullosa de ser una prostituta. A decir verdad, aquello no tenía nada de sorprendente. Para poder obrar, todos tenemos necesidad de considerar como importante y buena nuestra ocupación. Resulta de ello, cualquiera que sea la condición de un ser humano, que él se hace naturalmente de la vida una concepción que hace resaltar, como importante y buena, su propia actividad.

Gustosamente, uno se persuade de que el ladrón, el espía, el asesino, la prostituta, se avergüenzan de su oficio o, al menos, lo consideran detestable. Eso es un error. Los hombres colocados por su destino y sus faltas en una situación determinada, por inmoral que sea ésta, se las componen siempre para que su concepción general de la vida haga resaltar, como buena y honorable, su situación particular. y para confirmar en ellos esta concepción, se apoyan instintivamente en otros hombres que se encuentran en una situación idéntica, que tienen un concepto semejante de la vida y del lugar que ellos ocupan en la vida. Uno se asombra al ver cómo los ladrones se enorgullecen de su destreza; las prostitutas, de su corrupción; los asesinos, de su crueldad. Pero uno se asombra solamente porque, siendo limitada la especie de aquéllos, el círculo y la atmósfera de los mismos se encuentran fuera de los nuestros. Y a nosotros no nos asombra, por ejemplo, ver a ricos enorgullecerse de su riqueza, es decir, de su robo y de sus defraudaciones; a los jefes del Ejército, enorgullecerse de su victoria, es decir, del asesinato; a los soberanos, enorgullecerse de su poder, es decir, de su violencia. No notamos en estos hombres su equivocada concepción de la vida, del bien y del mal, concepto que deforman con vistas solamente a justificar su situación. No lo notamos porque el círculo de estos hombres es grande y nosotros formamos parte de él. Maslova se había forjado una concepción de este tipo de la vida en general y de su propio papel en particular. Prostituta, condenada a trabajos forzados, no por eso dejaba de hacerse una concepción de la vida propia para justificar su conducta e incluso para enorgullecerse ante los demás de su condición. Esta concepción reposaba sobre la idea de que la mayor felicidad de los hombres ( todos sin excepción, viejos y jovenes, c01egiales y generales, sabios y analfabetos) consiste en la posesión carnal de la mujer. Maslova se creía segura de que, a despecho de todos los demás pensamientos que decían tener en la cabeza, todos los hombres no tenían otro pensamiento que aquél . Y sabiéndose una mujer agradable, apta para satisfacer o no, a voluntad, este deseo de los hombres, se estimaba en consecuencia infinitamente importante y necesaria. Toda su vida pasada, como su vida actual, no hacían más que confirmar la justeza de esta concepción. En todas partes, desde hacía diez años ( empezando por Nejludov, pasando por el viejo comisario de policía rural, para terminar en los guardianes de la cárcel), había visto a todos los hombres penetrados del deseo de poseerla. Quizás hubo en su camino a!gunos que no tuvieron aquel deseo, pero a ésos nunca se había parado a mirarlos. Así, pues, el mundo entero se le aparecía como una reunión de hombres llenos de lujuria, infatigables en desearla y que se esforzaban en poseerla por todos los medios posibles: seducción, violencia, astucia o dinero. Así era como Maslova comprendía la vida, lo que le permitía creer en la importancia de su posición. Se había adherido tanto más a aquella concepción cuanto que al perderla habría perdido al mismo tiempo la importancia que ella se atribuía. y para no perderla se aferraba instintivamente al círculo de personas que comprendían la vida de la misma manera. Presintiendo que Nejludov quería atraerla a otro ambiente, ella se resistía, previendo que allí perdería aquella posición en la vida que le daba la seguridad y la estima de sí misma. De ahí provenía también el cuidado con que procuraba ahogar en su corazón los recuerdos de su primera juventud, ya que aquellos recuerdos de sus primeras relaciones con Nejludov no concordaban con su concepción presente de la vida; sin duda, no había conseguido apagarlos por completo, pero los había relegado a lo más profundo de su corazón; los había borrado emparedados, como las abejas taponan la entrada de los nidos de ciertos gusanos que podrían, ellas lo saben, destruir sus colmenas. y por eso, al volver a ver a Nejludov, se había negado a considerar en él al adolescente al que amó en otros tiempos con un amor cándido y casto, y no había querido ver en él más que aun señor rico, con el que tenía el derecho y el deber de aprovecharse, manteniendo con él relaciones del mismo género que con los demás hombres de su «clientela».

«No, hoy no he podido decirle lo principal- pensaba Nejludov, abandonando el locutorio con la muchedumbre de los visitantes-.No le he dicho que me casaré con ella. Pero la pr6xima vez se lo diré.. » En la sala grande, los guardianes contaban de nuevo a los que pasaban, para que no saliese ningún preso y para que ningún visitante se quedase en la cárcel. y de nuevo Nejludov fue zarandeado y tocado en el hombro: no pensó en ofenderse por ello, ni siquiera en darse por enterado. XLV La resoluci6n de Nejludov era cambiar su forma material de vivir, alquilar su apartamento, despedir a su servidumbre e irse a vivir al hotel. Pero Agrafena Petrovna le demostró que no había para él ninguna razón plausible de cambiar su vida antes del invierno, porque en verano nadie querría alquilar el apartamento y, hasta entonces, hacía falta vivir y depositar los muebles en alguna parte. Así, todos los esfuerzos de Nejludov por modificar su vida exterior {habría querido vivir como simple estudiante} no desembocaban en nada. Y no solamente en su casa continuó todo como en el pasado, sino que se pusieron a descolgar, a inventariar, quitar el polvo de la ropa de lana y de las pieles, trabajo al que se dedicaron el portero y su ayudante, la cocinera y Kornei, el criado. Nejludov vio retirar de los guardarropas y colgar de cuerdas una gran cantidad de trajes, de uniformes, de viejas pieles de las que en lo sucesivo nadie podría hacer uso; vio descolgar tapices y transportar muebles de una habitación a otra; asistió a una multitud de limpiezas y tuvo que soportar el olor a naftalina esparcido por todas las habitaciones. Al pasar por el patio y mirar por las ventanas se asombró al descubrir la enorme cantidad de cosas inútiles que había guardado en su apartamento. «Su única razón de ser y su destino -pensaba él- no pueden ser otros, sin duda, que permitir a Agrafena Petrovna, a Kornei, al portero y a su ayudante, y a la cocinera, matar el tiempo. En realidad- seguía diciéndose a sí mismo -, no puedo cambiar mi tren de vida mientras no se decida la suerte de Maslova. Todo depende de lo que hagan con ella: devolverle la libertad o enviarla a Siberia. En este último caso, iré con ella.» El día convenido, Nejludov fue a casa del abogado Fanarin. Éste vivía en una casa grande y suntuosa, adornada con plantas raras, con espléndidas cortinas en las ventanas y un mobiliario impresionante, demostrando así el dinero ganado sin molestia y locamente disipado, como se ve en los advenedizos que se enriquecen demasiado rápidamente. En la sala de espera, Nejludov encontró, como en casa de un médico, a clientes que aguardaban su turno y que, melancólicamente sentados alrededor de las mesas, buscaban algún consuelo en la lectura: de revistas. Pero el pasante del abogado, instalado al fondo del salón delante de un majestuoso pupitre, reconoció inmediatamente a Nejludov, avanzó hacia él y le dijo que iba a advertir al «patrón» que había llegado. En el mismo instante se abrió la puerta del despacho de Fanarin y se vio salir de él al propio abogado, hablando con mucha animación con un hombre joven, rechoncho, de rostro rubicundo y grandes bigotes, vestido con un traje completamente nuevo. Por la expresión particular de las caras de los dos se adivinaba que acababan de concertar un espléndido negocio, no muy limpio, pero totalmente provechoso. -¡Es culpa suya, padrecito! -decía sonriendo Fanarin. -Yo bien quisiera ir al paraíso, pero mis pecados me lo impiden. -¡Está bien, está bien! ¡Ya sabemos lo que pasa! Y los dos se echaron a reír con afectación. -¡Ah, príncipe, tómese la molestia de entrar! -dijo Fanarin al distinguir a Nejludov; y, después de un rápido y último saludo al comerciante que se retiraba, introdujo a Nejludov en su despacho, severamente amueblado.

-Se lo ruego, fume a su gusto -continuó, sentándose frente a Nejludov y disimulando la alegría que seguía sintiendo por su excelente negocio. -Gracias -respondió Nejludov -. He venido por ese asunto de Maslova... -Sí, sí, perfectamente. ¡Qué canallas estos grandes burgueses! ¿Ha visto usted el que salía de aquí? ¡Figúrese que tiene doce millones de capital! ¡Y, si puede birlarle a uno un billete de veinticinco rublos, lo arrancará si es preciso con los dientes! Nejludov sintió una involuntaria repulsión hacia aquel hombre que, con sus modales caballerescos, parecía querer recordarle que él era de la misma formación que el príncipe y que no tenía nada de común con su anterior visitante. -Excúseme usted, pero ese canalla me ataca los nervios. Tenía necesidad de desahogarme un poco -continuó, como para excusar su digresión-.Y ahora, veamos nuestro asunto. He estudiado cuidadosamente los autos y «no he aprobado su contenido», como dice un personaje de Turgueniev. Ese maldito abogaducho se ha comportado horrendamente. Ha dejado escapar todos los motivos de casación. -En ese caso, ¿qué dice usted? -Espere un momento. Digale -declaró a su pasante, que acababa de entrar -, dígale que tendrá que ser como yo he dicho. Si tiene los medios, de acuerdo. Si no, todo es inútil. -Pero es que él insiste en que no puede aceptar. -Entonces, todo es inútil- repitió Fanarin; y de alegre y amable que era, su rostro se puso, de pronto, taciturno y malévolo. -Se dice que los abogados ganan dinero sin hacer nada -continuó, volviéndose para sonreír diligentemente a Nejludov-. Figúrese usted que he sacado de un proceso casi perdido de antemano a un deudor de mala fe, y he aquí que ahora todos sus compañeros vienen a acosarme. ¡Y si supiera usted el trabajo que me da eso! Pero nosotros también, como dice un escritor, «nosotros dejamos trozos de nuestra carne en el tintero». Volviendo. a su asunto de usted, o mejor dicho, al asunto que le interesa, le decía, pues, que ella ha sido condenada a despecho del sentido común. Apenas he encontrado motivos serios para el recurso; pero en fin, siempre se puede intentar. Vea usted aquí un proyecto de instancia que he preparado. Cogió un papel de su mesa y empezó a leerlo en voz alta, pasando rápidamente por encima las fórmulas de procedimiento para recalcar, por el contrario, ciertos pasajes: -«Instancia de fulano de tal, etcétera... ante el departamento criminal de casación en el Senado, etcétera, etcétera... contra el veredicto de la Audiencia, etcétera, etcétera, que reconoció a la mujer Maslova culpable de asesinato por envenenamiento en la persona del comerciante Smielkov y, en virtud del artículo 1.454 del código penal, la condenó, etcétera, etcétera, a trabajos forzados, etcétera, etcétera.. Al llegar aquí, el abogado se detuvo. Evidentemente, a pesar de su larga costumbre, se complacía en la lectura de su obra. -«Este veredicto -prosiguió -, nos parece viciado de ilegalidades de procedimiento y de errores graves que exigen que sea modificado. En primer lugar, el presidente interrumpió antes del fin la lectura del proceso verbal de autopsia del comerciante Smielkov .» Ya va una. -Pero ¿no accedió a eso el fiscal? -dijo Nejludov con sorpresa. -Eso no significa nada. También la defensa podía apoyarse en ese documento. -Pero dicho documento no tenía utilidad para nadie. -Eso no importa; siempre es un motivo de casación. Continuemos: «En segundo lugar, el presidente intermmpió al defensor de Maslova en el momento de su defensa en que juzgaba conveniente caracterizar la personalidad de la acusada y exponía los motivos secretos de su hundimiento, lo que el presidente declaró ajeno al asunto; ahora bien, como el Senado ha dicho en diversas ocasiones, la definición psicológica del carácter es de importancia capital en la valoraci6n de la criminalidad.» Ya

tenemos dos -dijo el abogado, alzando los ojos hacia Nejludov. -Aquel abogado hablaba muy mal y de manera ininteligible -comentó Nejludov. -Ese pequeñajo es completamente tonto- respondió Fanarin, riendo -; no podía decir más que estupideces. Pero de cualquier forma, es un motivo. Y después: «En tercer lugar, el presidente, contrariamente al enunciado categórico del primer párrafo del artículo 801 del código de enjuiciamiento criminal, no explicó a los jurados, en su resumen, de qué elementos jurídicos se compone el principio de culpabilidad; no les dijo que podían declarar que Maslova, al verter el veneno al comerciante Smielkov, no había tenido intención de causarle la muerte. Si hubiesen sido advertidos por el presidente de la posibilidad de semejante restricción, el acto de Maslova dejaba de ser considerado asesinato y se convertía en un homicidio por imprudencia.» Es el prinripal motivo. -Pero nos tocaba a nosotros comprender, y el error está de nuestra parte. -«Por último, en cuarto lugar, hay contradicción en las respuestas de los jurados. Maslova estaba acusada de envenenamiento premeditado en la persona del comerciante Smielkov, con un fin de lucro que aparecía como el único móvil del crimen. Ahora bien, los jurados han desechado el fin de robo y la participación de Maslova en ese robo. Se sigue de aquí que tenían la intención de rechazar igualmente todo propósito de asesinato por parte de la acusada; solamente por una equivocación, nacida de la laguna contenida en el resumen del presidente, la respuesta ha motivado una interpretación inexacta. Por eso se pudo aplicar a esta respuesta del jurado los artículos 808 y 816 del código de enjuiciamiento criminal; el deber del presidente era señalarles el error y enviarlos de nuevo a su sala de deliberaciones a fin de que diesen una nueva respuesta. -Pero, ¿por qué no lo hizo? -¡Ah, eso también a mí me gustaría saberlo! -exclamó alegremente Fanarin. -Entonces, ¿reparará el error el Senado? -Eso dependerá de los senadores que se encarguen de la instancia. Y escribimos más adelante: «Una situación tal no daba derecho al tribunal a aplicar a Maslova una pena criminal; y la aplicación a la acusada del tercer párrafo del artículo 771 del código de enjuiciamiento criminal es una violación flagrante de los principios fundamentales de nuestro derecho penal. Por lo expuesto, tengo el honor de solicitar, etcétera, la casación de la sentencia, en virtud de los artículos 909 y 910, del segundo párrafo del artículo 912 y del artículo 928 del código de enjuiciamiento criminal, etcétera, etcétera, y que el proceso sea llevado, a fin de un nuevo examen, a otra cámara de jurisdicción competente.. Esto es lo que hay -concluyó el abogado -. Todo lo que se podía hacer, lo he hecho. Pero, francamente, he aquí lo que pienso: apenas tenemos esperanzas de triunfar. Por lo demás, todo dependerá de la composición del departamento dd Senado. Si dispone usted de algunas influencias, hágalas entrar en juego. -Sí, tengo algunas. -Entonces, dése prisa, porque esos venerables magistrados pronto van a ir a cuidar sus hemorroides y serían tres meses perdidos. En fin, en caso de no tener éxito, nos quedará el recurso de gracia. Ahí es donde todo dependerá de un trabajo entre bastidores. No tengo necesidad de decirle que, también entonces, estoy dispuesto a servirle, no para maniobrar entre bastidores, sino para redactar la solicitud. -Se lo agradezco. Y en cuanto a los honorarios... -Cuando le entregue la copia de la instancia, mi pasante se lo indicará. -Quería pedirle otra cosa aún. El fiscal me entregó un permiso escrito para ver a la condenada en su prisión; pero en la cárcel me han dicho que para las entrevistas fuera de los días reglamentarios hacía falta otra autorizaci6n del gobernador. ¿Es eso verdad? -Creo que sí. De momento, el gobernador está ausente y es el «vice» quien lo reemplaza. Pero es un cretino tan grande, que le será a usted difícil obtener de él lo que quiera que sea. -¿No es Maslennikov?

-Sí. -Lo conozco- dijo Nejludov, levantándose para despedirse. Durante su conversación con el abogado, una mujercita espantosamente fea, toda amarilla y huesuda, con la nariz chata, había entrado con paso rápido en el salón de espera. Era la mujer del abogado. A pesar de su fealdad, se había vestido con un lujo inaudito, cubierta de seda y de terciopelo de vivos matices: amarillo y verde; el peinado de sus cabellos, que ya clareaban, era complicadísimo. Irrumpió triunfalmente en el salón de espera, acompañada por un largo señor de rostro terroso iluminado por una pálida sonrisa, con un redingote de forro de seda y una corbata blanca. Era un escritor, y Nejludov lo conocía de vista. -¡Anatolio! -dijo la dama a su marido, entreabriendo la puerta del despacho -.¡Ven! He aquí a Semen Ivanovitch que quiere leernos una de sus poesías; y, por tu parte, nos leerás tu ensayo sobre Garchin. Nejludov quiso retirarse; pero, después de haber cambiado algunas palabras en voz baja con su marido, la señora se volvi6 hacia él: -¡Se lo ruego, príncipe! Lo conozco y creo que es inútil toda presentación. jDénos la alegría de asistir a nuestra velada matinal literaria! Será muy interesante. Anatolio lee a la perfección. ¡Ya ve usted cuán variadas son mis ocupaciones! -dijo Anatolio, sonriendo; y con un gesto señalando a su mujer mostró que no se podía negar nada a una persona tan seductora. Muy cortésmente, pero con mucha frialdad, Nejludov dio las gracias a la señora Fanarin por el gran honor y dijo que, sintiéndolo mucho, no podía aceptar. Luego salió. -¡Qué antipático! -dijo de él la mujer del abogado en cuanto Nejludov se alejó. En el salón, una copia de la instancia fue entregada por el pasante a Nejludov. A su pregunta respecto a los honorarios, el otro lo informó de que Anatolio Petrovitch los había fijado en mil rublos, y eso únicamente por serle agradable, ya que nunca se ocupaba de asuntos de esa índole. -¿Y quién deberá firmar este papel? -preguntó Nej1udov. -La condenada misma, si sabe hacerlo; de lo contrario, Anatolio Petrovitch firmaría en nombre de ella -No, voy a llevársela a la condenada para que la firme -dijo Nejludov, muy contento de que se le presentara aquella ocasión de verla antes del día convenido. XLVI A la hora acostumbrada, los silbatos de los guardianes resonaron en los corredores de la prisión; se abrieron las puertas de hierro de las salas, se oyeron ruidos de pasos y, por los pasillos, se expandió la hediondez sofocante de los cubos que retiraban los presos. Los presos y las presas se lavaron, se vistieron, respondieron a la lista en el corredor y fueron a buscar agua hirviendo para su té. Aquel día, en todas las salas, las conversaciones fueron especialmente animadas y giraron sobre el acontecimiento de la actualidad: la paliza que iban a dar a dos presos. Uno de ellos era un joven empleado inteligente e instruido, llamado Vassiliev, condenado por haber matado a su amante en un acceso de celos. Era muy querido por todos sus camaradas de sala por su buen humor, su liberalidad y la manera como sabía tenérselas tiesas ante la autoridad; conociendo a fondo el reglamento, no admitía que se lo transgrediese. Por eso la autoridad no podía sufrirlo. Tres semanas antes, un preso, al pasar, había derramado sopa sobre el uniforme nuevo de un vigilante, y éste lo había maltratado. Vassiliev intervino, alegando que el reglamento prohibía golpear a los presos. ¿El reglamento? ¡Voy a enseñarte yo el reglamento! -había respondido el vigilante, injuriando, además, a Vassiliev. A una réplica de este último en el mismo tono, el vigilante quiso golpearlo, pero Vassiliev lo agarró

por las manos, lo sujetó y luego lo lanzó fuera de la sala. El vigilante había presentado queja, y el director condenó a Vassiliev al calabozo. Los calabozos consistían en una fila de celdas tenebrosas, cerradas por fuera con cerrojo. En esas celdas negras y frías no había ni cama, ni mesa, ni silla. Forzoso era, por tanto, que el preso se sentara y se acostara sobre el repugnante suelo; y las ratas eran allí tan numerosas y tan audaces, que, no contentas con correr alrededor y por encima de él, acudían a quitarle el pan de entre la manos. Vassiliev había declarado que, como no era culpable, no iría al calabozo, y lo arrastraron a viva fuerza. Cuando se debatía, dos de sus camaradas lo ayudaron a escaparse de las manos de los vigilantes, que habían pedido refuerzos, especialmente el de un cierto Petrov, de fuerza extraordinaria. Los tres rebeldes fueron reducidos y llevados al calabozo. Un informe al gobernador, exagerando el incidente, le había presentado como un comienzo de revuelta. y del palacio del gobernador llegó, como respuesta, la orden de inflingir treinta azotes a los dos principales culpables: Vassiliev y un vagabundo llamado Nepomniastchy. Los azotes se darían aquella misma mañana, en el locutorio de las mujeres. Desde la víspera, habiéndose propalado la noticia por la cárcel, no se hablaba de otra cosa en todas las salas. Korableva, la Hermosa, Fedosia y Maslova estaban sentadas y charlaban en su rincón favorito, arreboladas las cuatro y excitadas por el aguardiente que, gracias al dinero de Maslova, no faltaba para ellas. Bebían su té y hablaban de los azotes. -¡Como si se hubiese sublevado! -decía Korableva mordisqueando un terrón de azúcar entre sus sólidos dientes -.No hizo más que acudir en defensa de su camarada. ¡Pues bien, no hay derecho a azotar por eso! -Dicen que el muchacho es muy bueno -añadió Fedosia, sentada, con sus dos largas trenzas colgantes, sobre un taburete de madera frente al camastro en el cual estaba colocada la tetera. -¡Si tú le hablases del pobre muchacho, Mijailovna! -dijo la guardabarrera a Maslova, haciendo alusión a Nejludov. -Claro que le hablaré. Está dispuesto a hacer por mí cualquier cosa -respondió Maslova con una sonrisa de vanidad. -Pero Dios sabe cuándo vendrá, y dicen que ya han ido a buscar a Vassiliev- replicó Fedosia -.¡Es espantoso! -añadió con un suspiro. -Una vez vi azotar a un mujik en la prevención del pueblo. Mi suegro me había enviado a ver al starosta, y al llegar... Y la guardabarrera empezó un relato interminable. Pero su narración fue cortada bruscamente por ruidos de pasos y de voces en el corredor del piso de arriba. -¡Ya los están arrastrando los demonios! -declaró la Hermosa -.Ahora van a matarlo. Sobre todo porque los vigilantes están furiosos contra él porque les impide que hagan lo que les da la gana. Arriba no se oyó nada más. La guardabarrera reanudó su relato narrando cómo en presencia suya, bajo un cobertizo, habían azotado a muerte a un mujik; al ver aquello, las entrañas le habían saltado en el vientre. La Hermosa contó a su vez cómo habían azotado a Stcheglov sin arrancarle una queja. Luego Fedosia sirvió el té; Korableva y la guardabarrera se pusieron a coser, y Maslova se sentó en su cama. encogidas las piernas, con las rodillas entre las manos. Se disponía a descabezar un sueñecito cuando la vigilanta vino a decirle que fuera a la oficina, donde la requería un visitante. -¡No dejes de hablarle de nosotros! -dijo la vieja Menchova a Maslov, en tanto que ésta se arreglaba el pañuelo ante un espejo medio empañado -.Dile que no fuimos nosotros quienes prendimos fuego, sino aquel bribón de tabernero en persona: un trabajador lo vio. Dile que mande llamar a Mitri. Mitri se lo

explicará todo, claro como la luz del día. Que nos han metido en la cárcel, a nosotros que no hemos hecho nada cuando el bribón se pavonea en su taberna con la mujer de otro. -Es algo que va contra la ley -confirmó Korableva. -Se lo diré, se lo diré sin falta -respondió Maslova – ¡Vamos ! -añadió -, bebamos otro trago para darnos valor. Korableva le sirvió media taza de aguardiente que ella bebió de un golpe. Luego se enjugó la boca y, con una alegre sonrisa, repitiendo: «Para darnos valor», se unió a la vigilanta, quien la aguardaba en el corredor. XLVII Nejludov hacía ya mucho tiempo que estaba en el vestíbulo de la cárcel. Al llegar había enseñado al vigilante de semana la autorización del fiscal. -A la presa Maslova. -Imposible en este momento -declaró el vigilante -, el director está ocupado. -¿Esquién -¿A que esquiere día deusted visita? ver? -No, es un asunto especial. -¿Y cómo haré para ver al director? -¿En la oficina? -preguntó Nejludov. -No, aquí, en el locutorio -respondió el vigilante con visible embarazo. -Espérelo aquí. Cuando pase, dentro de un rato, lo verá usted. En el mismo momento apareció por una puerta lateral un joven sargento primero de galones resplandecientes de rostro sonrosado y de bigotes manchados de humo de tabaco, quien, al ver a Nejludov, se volvió severamente hacia el vigilante. -¿Por qué lo ha hecho usted entrar aquí y no en la oficina? -Me han dicho que el director iba a pasar por aquí dijo Nejludov, sorprendido de la actitud embarazada dd suboficial, que ya había notado en el vigilante. La puerta por la que había entrado el sargento primero se abrió de nuevo para dejar paso a Petrov, todo acalorado, la cara sudorosa. -¡Se acordará de esto! -dijo, dirigiéndose al suboficial. Pero este último señaló con los ojos a Nejludov; Petrov se calló, frunció las cejas y salió por otra puerta. «¿Quién se acordará? ¿Por qué tienen un aire tan embarazado? ¿ Y por qué el sargento primero le ha hecho una señal?», se preguntaba Nejludov. -No se espera aquí. Haga usted el favor de dirigirse a la oficina -le dijo el suboficial. Nejludov se disponía a salir cuando el director de la cárcel entró por la misma puerta que los demás. Parecía más embarazado aún que sus subordinados y no dejaba de suspirar. Al distinguir a Nejludov, dijo al vigilante: -Fedotov, es por Maslova, de la quinta sala... ¡A la oficina! -y dirigiéndose a Nejludov, dijo -: Haga usted el favor de pasar. Subieron por una empinada escalera a una habitacioncita alumbrada por una sola ventana y amueblada con una mesa y algunas sillas. El director se sentó. -¡Qué profesión tan dura! ¡Qué profesión tan dura!-dijo, suspirando y sacando de su estuche un gran puro. -Parece usted fatigado, ¿no? --preguntó Nejludov. -Estoy cansado de todo mi servicio. Verdaderamente, las obligaciones son demasiado duras. Uno

querría aliviar la suerte de estos desgraciados, y todo lo que se hace por ellos desemboca en algo peor. Si, por lo menos, encontrase un medio de irme de aquí. ¡Duro, duro oficio! Nejludov ignoraba el porqué de la penosa tarea del director; sin embargo, aunque no lo conociera, creyó percibir en él aquel día un sufrimiento excepcional, un ánimo particularmente triste y desalentado que lo movía a compasión. -Sí, creo desde luego que su profesión es dura -le dijo -. Pero, ¿por qué no renuncia usted a este puesto? -La falta de medios, la familia... -Pero, puesto que esto le resulta penoso... -Sin embargo, puedo decirle que, en la medida de mis fuerzas, hago todo lo que está en mi mano para suavizar la suerte de los presos; otro cualquiera, en mi lugar, los trataría de un modo muy distinto. ¿Cree usted que sea una insignificancía gobernar a cerca de dos mil individuos de esta especie? Hay que saverlos llevar. Son seres humanos; es imposible no tenerles lastima. Pero si se les mima, todo está perdido. Luego se puso a contar una aventura reciente: una riña entre dos presos, seguida por la muerte de uno de ellos. La entrada de Maslova, precedida de un vigilante interrumpió el relato. Nejludov la vio desde el umbral, incluso antes de que ella se hubiese dado cuenta de la presencia del director. Traía el rostro rojo e inflamado. Caminaba con paso suelto detrás del vigilante, sonriendo y sacudiendo la cabeza. Al ver al director se detuvo un instante ante él, con aire asustado; pero en seguida se volvió alegremente hacia Nejludov: -¡Buenos días! -le dijo toda risueña, estrechándole con fuerza la mano que simplemente había rozado la otra vez. Le he traído su instancia de casación, para que la firme -le dijo Nejludov, sorprendido al verla tan exuberante -.La ha redactado el abogado; no tiene usted más que firmarla y la enviaremos a Petersburgo. -Muy bien, la firmaré. Es fácil- dijo ella sonriendo y guiñando un ojo. Nejludov sacó el papel de un bolsillo y se acercó a la mesa. -.¿Puede firmarse esto aquí? -preguntó al director. -¡Vamos, siéntate allí! -dijo éste a Maslova-. Toma una pluma. ¿Sabes escribir? -En tiempos sabía- respondió ella con una sonrisa. Luego, después de haberse recogido la falda y arrezagado una manga de su camisola, se sentó ante la mesa, empuñó torpemente la pluma con su enérgica manecita y miró a Nejludov con una sonrisa interrogativa. El le indicó dónde debía poner la firma. Cuidadosamente, ella mojó y sacudió la pluma y escribió su nombre. ¿Es esto todo? -le preguntó, cuando hubo acabado, mirando alternativamente a Nejludov y al director y poniendo la pluma ora sobre el tintero, ora sobre los papeles. -Tengo todavía algo que decirle -le respondió él, quitándole la pluma de la mano. -Pues bien, dígalo. Al mismo tiempo el rostro volvió a ponérsele serio, como si le hubiese pasado un pensamiento por el espíritu o la hubiese invadido una somnolencia. El director se levantó y salió. y Nejludov se quedó a solas con Maslova. XLVIII

-Cálmese usted- dijo. El vigilante que había conducido a Maslova se sentó algo apartado junto al alféizar de la ventana. Por fin llegó el minuto decisivo para Nejludov. No había dejado de reprocharse el hecho de no haberse atrevido, en su primera entrevista con Maslova, a decirle lo principal: su intención de casarse con ella. Esta vez se lo diría todo, pasase lo que pasase. Ella se había sentado a un lado de la mesa; Nejludov se sentó al otro lado, frente a ella. La habitación donde se encontraban era clara, y Nejludov pudo, de cerca y por primra vez, examinar a Maslova: vio las arrugas alrededor de los ojos y de la boca y la hinchazón de los párpados. Y su lástima por ella aumentó aún más. Colocándose delante de la mesa de manera que no pudiera oírlo el vigilante, un hombre de tipo judío y de patillas grises, Nejludov se inclinó hacia Maslova y le dijo: -Si la solicitud de casación no es admitida, dirigiremos un recurso de gracia al emperador. Haremos todo lo que sea posible. -¡Si hubiese usted podido hacer todo esto antes! Me habría buscado un buen abogado. Mi defensor era un completo imbécil y no se ocupaba más que en hacerme cumplidos- añadió ella, echándose a reír -.¡Ah, si hubiese sabido que usted me conocía, la cosa habría ido de otra manera! Pero sin eso... Pues bien, se han dicho ellos, no es más que una ladrona. «¡Qué rara está hoy!», pensó Nejludov. Iba, sin embargo, a abordar la gran cuestión cuando ella tomó de nuevo la palabra. -Por mi parte, tengo algo que decirle. Hay en nuestra cárccl una viejecita que deja maravillado a todo el mundo. Una viejecita tan buena, que no encontraría usted a nadie igual. y he aquí que, Dios sabe por qué, la han condenado con su hijo; y todo el mundo sabe que son inocentes, aunque los hayan acusado de haber prendido fuego. Entonces -continuó Maslova remilgadamente -, al enterarse de que yo lo conocía a usted, ella me dijo: «Dile que haga venir a mi hijo y que él se lo ex.plicará todo.» El apellido es Menchov. Lo hará usted, ¿verdad? ¡Si usted supiese, una viejecita tan excelente...! En seguida se comprende que no es culpable. ¿No es verdad, mi buen amigo, que se ocupará usted de eso? -dijo ella, ora mirándolo, ora bajando los ojos con una sonrisa familiar. -Naturalmente, me cuidaré de eso, me informaré- replicó Nejludov, a quien aquella expansión asombraba cada vez más -.Pero de lo que quiero hablarle es de un asunto personal. ¿Se acuerda usted de lo que le dije el otro día? -¡Me dijo usted tantas cosas el otro día! ¿Qué me dijo? -preguntó ella, sin dejar de sonreírle y de volver la cabeza a uno y otro lado. -Le dije que había venido a rogarle que me perdonase. -¿Cómo, perdonar? ¡Siempre perdonar! Es inútil... Haría usted mejor... -Tengo que decirle además -prosiguió Nejludov -que quiero reparar mi falta, no con palabras, sino con actos... ¡Estoy resuelto a casarme con usted. A estas palabras, de pronto, el rostro de Maslova expresó espanto. Sus ojos dejaron de bizquear para clavarse con severidad sobre los de Nejludov. -¿ Y para qué hacerlo? -replicó ella con tono maligno. -Ante Dios, tengo el sentimiento de que debo hacerlo así. -¿Qué Dios se ha sacado usted de la manga? ¿Dios? ¿Qué Dios? Habría hecho mejor pensando en Dios antes, el día en que... Se detuvo, con la boca abierta. Por primera vez, Nejludov olió entonces el fuerte olor de aguardiente que exhalaba su aliento y comprendió la causa de su excitación. -¡No tengo necesidad de calmarme! ¿Crees que estoy borracha? ¡Pues sí, estoy borracha, pero sé lo que me digo! -replicó ella de un tirón, y la sangre le subió al rostro -. ¡Soy una presa, una cualquiera, y tú

-Déjela, Y con unsemovimiento lo ruego- dijo enérgico, Nejludov. se puso en pie. El vigilante se acercó a ella. eres un señor, un príncipe! ¡No tienes que liarte conmigo! ¡Ve a reunirte con tus princesas! ¡Por lo que a mí se refiere, mi precio es un billete rojo! -Por crueles que sean tus palabras -murmuró Nejludov con un temblor -, no son nada en comparación con lo que yo mismo siento. ¡No puedes figurarte hasta qué punto tengo conciencia de mi falta para contigo! -¡Conciencia de tu falta! -replicó ella con una risa malvada -.¡Nada de conciencia tenías cuando me pusiste en la mano los cien rublos! ¡Eso era lo que yo valía para ti! -Lo sé, lo sé; pero, ¿qué hacer ahora? Me he hecho el juramento de no abandonarte. Lo he dicho y lo haré. -¡Y yo te digo por mi parte que no lo harás! -exclamó ella con una grosera risotada. -¡Katucha! -dijo Nejludov, tratando de agarrarle una mano. -¡No me toques! ¡Yo soy una presa; tú, un príncipe! ¡No tienes nada que hacer aquí! -gritó, loca de cólera, retirando la mano-. ¡Vete de aquí! -continuó ella, oprimida con todo lo que volvía a subirle al corazón -.¡Te detesto! ¡Para ti he sido un objeto de placer y ahora quieres, gracias a mí, ganar tu salvación en el otro mundo! ¡De ti me repugna todo, lo mismo tu monóculo que toda tu sucia cara grasienta! ¡Vete de aquí! -¿Qué es eso de armar escándalo? ¡No puede permitirse...! -No debe comportarse de esta forma- respondió el vigilante. -Se lo ruego, espere todavía unos minutos. El guardián se alejó y volvió a colocarse junto a la ventana. Maslova se sentó de nuevo, bajó los ojos y se puso a jugar febrilmente con los entrecruzados dedos de sus menudas manos. Cerca de ella, en pie, se mantenía Nejludov, quien no sabía qué hacer. -¿No me crees? -preguntó. -¿Que usted quiere casarse conmigo? ¡Eso no será nunca! ¡Antes preferiría ahorcarme! ¡Sépalo de una vez! -No importa, no por eso dejaré de seguirte sirviendo. -Eso es cuenta suya. Pero no tengo necesidad alguna de usted. Se lo digo como lo pienso. ¿Por qué no me quedé muerta en aquel tiempo? -añadió. Y estalló en lastimeros sollozos. Nejludov quiso hablarle, pero no pudo: también a él lo ven cieron las lágrimas. Un instante después, ella alzó los ojos, dirigió hacia él como una mirada de asombro y se puso a secarse con su pañuelo las lágrimas que le corrían por las mejillas. El vigilante se acercó de nuevo y recordó que había llegado el momento de volver a conducirla. Maslova se puso en pie. -Hoy está usted muy agitada. Mañana volveré, si es posible. Y mientras tanto, le ruego que reflexione -dijo Nejludov. Ella no respondió una sola palabra y, sin mirarlo, salió con el vigilante -¡Bueno, hermosa mía -dijo Korableva a Maslova cuando ésta volvió a entrar en la sala -, ahora te van a sacar de apuros! Por lo visto está loco por ti. No pierdas el tiempo durante sus visitas. Él sabrá hacerte salir de aquí. La gente rica lo consigue todo. -¡Qué verdad es ésa! -dijo la guardabarrera con su voz cantarina -. El pobre ni siquiera encuentra una noche para casarse. Todo ocurre como lo desea el hombre rico. Había uno entre nosotros, querida mía... -¿Le has hablado de mi asunto? -preguntó la viejecilla. Pero, sin responder a nadie, Maslova se tendió en su cama y, con los ojos clavados en el vacío, permaneció acostada hasta el anochecer. Una dolorosa reacción se operaba en ella. Las palabras de Nejludov la transportaron de nuevo a ese mundo donde había sufrido, del que se había escapado y que empezó a odiar sin darse cuenta. Ahora, este olvido en el que

vivió se había disipado; pero, a su vez, el claro recuerdo del pasado le resultaba penoso. A la caída de la noche, compró de nuevo aguardiente y lo bebió con sus compañeras. XLIX Así estamos!», pensaba Nejludov al salir de la cárcel. Solamente ahora, y por primera vez, comprendía .la extensión de su falta. Si no hubiese intentado redimirla, repararla, jamás se habría dado cuenta de toda -¿Qué persona? la profundidad de la misma. Y jamás Katucha tampoco habría sentido la inmensidad del mal que él le había causado. Y desde aquellos tiempos, solamente ahora salía a la luz del día todo aquello, en todo su horror. Y solamente ahora se daba cuenta del enorme daño causado por él en el alma de aquella mujer, cuando ella misma vio y comprendió lo que él había hecho de ella. Hasta entonces él se había complacido en entemecerse de sí mismo, y su expiación le había parecido un juego; pero ahora experimentaba un verdadero espanto. En lo sucesivo le era ya imposible abandonar a aquella mujer e igualmente imposible imaginarse lo que podría resultar de sus relaciones con ella. Ante la puerta de la cárcel vio que se le acercaba un vigilante todo cubierto de cruces y de medallas, un hombre de cara astuta y desagradable, que le deslizó con misterio un papel en la mano. -Esto, para vuecencia -murmuró -.Es una carta de cierta persona... -Tómese usted la molestia de leerla; ya lo verá. Una presa política. Yo soy guardián de esa sección. Pues bien,. ella me suplicó... está prohibido, pero por humanidad... -añadió el vigilante con tono hipócrita. Un poco sorprendido al ver a uno de los guardianes de los presos políticos encargarse de semejante recado, en la cárcel misma, casi a la vista de todos ( él no sabía entonces que ese vigilante era al mismo tiempo un espía), Nejludov cogió el papel y lo leyó una vez que estuvo fuera. A lápiz, a toda prisa, habían escrito allí las líneas siguientes: «Habiéndome enterado de que viene usted a la cárcel y que se interesa por una detenida de la sección criminal, desearía vivamente hablar con usted. Solicite la autorización para verme: se la concederán. Le diré muchas cosas importantes, tanto para su protegida como para nuestro grupo. Su agradecida, Vera Bogodujovskaia.» . Vera Bogodujovskaia era maestra en un pueblo de la provincia de Novgorod en una época en que Nejludov fue allí con unos amigos para una cacería de osos. Ella le había pedido al príncipe que le diese dinero para poder abandonar la escuela e ir a estudiar a la universidad. Nejludov le dio la suma que ella deseaba, y, después, la olvidó totalmente. He aquí que ahora ella se le reaparecía en forma de una detenida política que, en la cárcel, habiéndose sin duda enterado de su historia, le proponía sus servicios. ¡Cuán fácil y simple era, pues, todo! ¡Y cómo, ahora, todo resultaba penoso y complicado! Nejludov tuvo un verdadero alivio al recordar el día en que había conocido a Vera Bogodujovskaia. Era la víspera del camaval, en un pueblo perdido a sesenta verstas del ferrocarril. La cacería había sido muy afortunada. Habían matado dos osos, cenado copiosamente y, en el momento de marcharse, el posadero había entrado a decir que la hija del diácono quería ver al príncipe Nejludov. -¿Es bonita? -preguntó uno de los cazadores. -¡Vamos, dejaos de bromas! -respondió Nejludov. Luego se levantó de la mesa, se enjuagó la boca y salió, no imaginando,qué podría querer de él una hija de diácono. En la habitación contigua, vestida con una ligera pelliza y tocada con un gorro de fieltro, había una muchacha musculosa, de rostro delgado y feo en el que únicamente los ojos tenían alguna belleza. -Aquí está el príncipe, Vera Efremovna. Háblele usted; yo les dejo -dijo el posadero. -¿En qué puedo servirla? -preguntó Nejludov. -Yo... yo... Mire, usted es rico, usted tira su dinero a tontas y a locas, cazando. Lo sé -contestó la

muchacha con mucho embarazo -.y yo, por mi parte, no deseo más que una cosa: hacerme útil a los demás. Y no puedo nada porque no sé nada. Sus ojos eran buenos y francos; su rostro expresaba a la vez tanta resolución y timidez, que Nejludov, como le ocurría con frecuencia, se hizo cargo inmediatamente del asunto, la comprendió y sintió lástima de ella. -Bueno, ¿qué puedo hacer por usted? -Soy maestra; quisiera ir a la universidad, y no me dejan ir. Bueno, no es que no me dejen, es que me hacen falta medios. Déme un poco de dinero. Se lo devolveré cuando haya acabado mis estudios. Yo me digo: «Las gentes ricas matan osos, emborrachan a los mujiks, y todo eso está mal; ¿por qué no harían también un poco de bien?» No necesito más que ochenta rublos. Y si usted no quiere, peor para mí -concluyó ella con buen humor. - Todo lo contrario; le agradezco la ocasión que me ofrece. Voy a traérselos en seguida. Nejludov volvió a entrar en el vestíbulo y divisó a uno de sus amigos que escuchaba la conversación. Sin responder a las bromas de sus camaradas, fue a sacar el dinero de su cartera y se lo llevó a la maestra. -Se lo ruego, no me dé las gracias; soy yo quien tengo que dárselas. Ahora, Nejludov experimentaba un gran placer recordando todo aquello; y también cómo había estado a punto. de querellarse con uno de sus amigos que qulso convertlr el incidente en una broma de mal gusto; cómo otro de sus camaradas lo había aprobado y cómo, habiendo terminado la cacería de manera feliz y alegre y sintiéndose él mismo contento, habla disfrutado durante la noche en el trayecto del pueblo a la estación de ferrocarril. Por parejas, los trineos se deslizaban sil:nciosamente a lo largo de! camino del bosque, bordeado de pinos bajos o alargados cargados de nieve. En la oscuridad, cuando uno de los cazadores encendía un perfumado cigarri1lo, estallaba un resplandor rojo. El batidor Ossip corría de un trineo a otro y se hundía en la nieve hasta las rodillas; hablaba a los cazadores de los alces que, en aquella época, erraban por el bosque y se alimentaban con la corteza de los álamos; les hablaba también de los osos que a esa hora descansaban bien calentitos en el hueco de sus cubiles. Nejludov se acordaba de todo eso, pero mucho más aún de la impresión deliciosa que extraía entonces de la conciencia de su salud, de su fuerza y de su despreocupación. «Una ligera pelliza, un aire frío y seco, la nieve que cae de las ramas sacudidas por el atalaje en forma de arco de las varas del trineo. El cuerpo caliente, la cara fresca, el alma libre de cuidados, de remordimientos y de temores y de deseos. ¡Qué bueno era todo! ¿Y ahora? ¡Dios mío! ¡Cómo ahora todo es doloroso y triste!» Sin duda alguna, Vera Efremovna se había convertido en una revolucionaria y la habían metido en la cárcel por su actividad subversiva. Era preciso ir a verla, sobre todo porque había prometido decir cómo se podría suavizar la situación de Maslova. L A la mañana siguiente, al despertar, Nejludov se acordó de pronto de todo lo que le había ocurrido la víspera, y se sintió lleno de espanto. A pesar de este terror, decidió proseguir más que nunca la obra empezada. Con este sentimiento consciente de su deber salió de su casa para dirigirse ala de Maslennikov. .Quería pedirle autorizaci6n para hablar, en la cárcel, no solo con Maslova, sino con la vieja Menchova y con su hijo, al que había hecho referencia Maslova. Al mismo tiempo quería solicitar autorización para ver a Bodogujovskaia, quien podía ser útil a Maslova. Nejludov conocía desde hacía mucho tiempo a Maslennikov. Eso databa de! regimiento, donde Maslennikov era el cajero. Era entonces un oficial cnncienzudo y bonachón que ni veía ni quería ver nada

-No sé si soy liberal u otra cosa -replicó Nejludov s que no fuera su regimiento y la familia imperial. Había pasado a la administración civil a instigación de su mujer, persona muy rica y muy hábil. Ésta se burlaba de su marido, lo mimaba y lo trataba como aun animalito sociable. El invierno último, Nejludov había ido a visitarlo; pero la pareja le había parecido tan desprovista de interés, que nunca más había vuelto a aquella casa. Al ver entrar a Nejludov, Maslennikov se puso radiante. El vicegobernador tenía el mismo rostro grueso y rubicundo, la misma corpulencia, el mismo atildamiento que antiguamente en el ejército. En el regimiento, Maslennikov llevaba un uniforme militar de una limpieza irreprochable, cortado conforme a la última moda y que le moldeaba los hombros y el pecho; ahora llevaba un uniforme civil del último modelo, que ceñía su grueso cuerpo y hacía resaltar su ancho pecho. A pesar de la diferencia de edad (Maslennikov tenía cerca de cuarenta años), los dos antiguos camaradas se tuteaban. -¡Dichosos los ojos! Es muy amable por tu parte haber venido. Voy a llevarte al salón de mi mujer. Dispongo justamente de diez minutos antes de la sesión. El jefe está ausente. Soy yo quien actúa como -¿Es una mujer? -Sí. -¿Por qué está allí? gobernador -dijo sin poder ocultar su satisfacci6n. -Pero es que yo he venido a verte para tratar de unos asuntos. -¿Qué ocurre? -preguntó Maslennikov mostrándose de pronto más reservado y adoptando un tono más severo. -Hay en la cárcel una persona por la que me intereso mucho -al oír la palabra «cárcel», el rostro de Maslennikov se puso más sombrío aún -; quisiera tener autorización para hablar con ella, no en el locutorio común, sino en la oficina, y no sólo en los días reglamentarios, sino con más frecuencia. Me han dicho que eso depende de ti, ¿no es así? -Ni que decir tiene, mon cher, que estoy dispuesto a hacer todo por ti -respondió Maslennikov tocando con sus manos las rodillas de Nejludov, como descendiendo de su altura -. Es posible; pero, mira, no soy más que un califa provisional. -Entonces, ¿Puedes darme un papel que me permita ver la a cualquier hora? -Condenada por envenenamiento. Pero la han condenado injustamente. -¡Vaya, he ahí la verdadera justicia! Ils n'en font pas d'autres! -añadió en francés, sin saber a ciencia cierta por qué -.Sé que no estamos de acuerdo sobre este tema -continuó -; pero, ¿qué hacer? C'est mon opinion bien arrêtée! -dijo, expresando las ideas que, durante un año, había extraído de los artículos de un periódico reaccionario -.Sé que tú, por tu parte, eres un liberal. Se asombraba siempre de que lo catalogasen en un partido cualquiera y de que lo llamasen «liberal», simplemente porque decía que, ante la justicia, todos los hombres son iguales y que no hay que hacer sufrir ni golpear a los hombres en general y muchísimo menos a los que todavía no están condenados. -No sé si soy liberal o no -continuó -, pero sé que nuestra justicia actual, con todos sus defectos, vale sin embar go más que la de antes. -¿A qué abogado te has dirigido? -A Fanarin. -¡Ah! jFanarin! -dijo Maslennikov con una mueca, acordándose de que, el año anterior, aquel Fanarin lo había obligado a comparecer como testigo en un juicio y de que durante media hora había divertido muy cortésmente a la concurrencia a expensas suyas -.Yo no te habría aconsejado que te dirigieses a él: C'est un homme taré. -Tengo que pedirte todavía otra cosa -continuó Nejludov sin prestar atención a aquel comentario -.

Conocí en otros tiempos a una muchacha, una maestra... Hoy, la desgraciada está en la cárcel, también ella, y me ha pedido que vaya a verla. ¿Podrías darme también una autorización? Maslennikov inclinó ligeramente la cabeza a un lado y reflexionó un instante. -¿Es una condenada política? -Sí, eso me han dicho. -Es que, mira, el derecho de visitar a los detenidos politicos no se concede más que a los parientes. Pero voy a darte una autorización general. Je sais que tu n'en abuseras pas... Et la protégée, est-elle jolie? -Hideuse. Con aire desaprobador, Maslennikov sacudió la cabeza, se dirigió a la mesa escritorio, cogió un papel con membrete impreso y se puso a escribir rápidamente: «Autorizo al portador de la presente, príncipe Dmitri Ivanovitch Nejludov, a visitar en la oficina de la cárcel a la mestchanka Maslova, así como a la reclusa Bogodujovskaia.» Y firmó con un ancho arabesco. -Ya verás el orden que reina en la prisión. Y eso que no es fácil mantenerlo en estos momentos, cuando los forzados son tan numerosos. Pero yo me cuido severamente de todo; me intereso mucho por eso. Verás lo bien organizado que está todo y cómo todo el mundo está contento. Lo esencial es saber tratar a esa gente. Así, hace poco, hubo algún roce: un caso de insumisión. Cualquier otro, en mi lugar, habría considerado eso como una revuelta y habría hecho que muchos desgraciados pagasen injustamente. Conmigo, por el contrario, todo se ha resuelto muy bien. Lo que hace falta es, por una parte, la preocupación por su bienestar, y por la otra, una mano firme -dijo, cerrando su puño blanco, gordezuelo, adornado con una turquesa montada en anillo, y que salía de una manga de tela fuerte, muy blanca, sujeta por un botón de oro -.¡La preocupación del bienestar y un puño firme! -Bueno, no sé- respondió Nejludov -; he ido allí dos veces y he sacado una impresión muy penosa. -¿Sabes una cosa? Deberías ir a ver a la condesa Passek -continuó Maslennikov mostrándose más expansivo -.Se ha dedicado por entero a esta obra. Elle fait beaucoup de bien. Gracias a ella, y, puedo confesarlo sin falsa modestia, gracias a mí, el régimen de nuestras cárceles se ha transformado por completo. En él no subsiste nada de los horrores del antiguo régimen; y los presos, ahora, se encuentran muy bien. Ya lo verás.., Pero, a propósito de Fanarin: no lo conozco personalmente; nuestras respectivas situaciones sociales nos alejan; lo que no impide que se trate realmente de un hombre detestable, Y además, en pleno tribunal, se permite decir unas cosas tales... -Muchas gracias por tu amabilidad- dijo Nejludov recogiendo el papel. Y, sin dejarle que acabara, se levantó para salir , -Pero, ¿y mi mujer? ¿Es que no vas a venir a verla? No, Preséntale mis excusas, pero hoy no tengo tiempo. -Ella no me perdonaría que te dejase marchar –insistió Maslennikov, acompañando a su antiguo camarada hasta los peldanos de la escalera; lo hacia asi con los hombres que no eran de primera importancia, sino de importancia media, y entre estos catalogaba a Nejludov -. ¡Vamos, un pequeño esfuerzo! ¡Solo un momentito! Pero Nejludov permaneció inflexible, Y, mientras el lacayo y el portero le tendian su abrigo y su bastón y le abrian la puerta, cerca de la cual estaba apostado un agente de policía, Maslenmkov le gritó desde lo alto de la escalinata: -¡Bueno, ,entonces ven el jueves sin falta! ¡Es el dia en que recibe mi mujer; le anunciaré tu visita! LI Al abandonar a Maslennikov, Nejludov se hizo Llevar directamente a la cárcel y se dirigió hacia el apartamento del director, que ya sabía dónde estaba situado.

-A ésa, sí. .-¿Es cierto -¡Claro, claro! eso? Como, en su primera, visita, oyó, al acercarse, las notas de un mal piano. En lugar de la rapsodia, tocaban hoy un estudio de Clementi, con el mismo exceso de vigor, la misma precisión y la misma velocidad. La criada del parche en un ojo, quien salió a abrirle a Nejludov, le dijo que el capitan estaba en casa y lo hizo entrar en un saloncito amueblado con un diván, una mesa, tres sillas y una enorme lampara colocada sobre una alfombra de punto de lana y velada con una pantalla de cartón rosa quemada por un lado. Un instante despues, con su aire cansado y lastimero entró el director. -Por favor, ¿en qué puedo servirle? -preguntó, abrochandose el botón de en medio de su uniforme. -He ido a ver al vicegobernador y me ha dado esta autolización -respondió Nejludov tendiendo el papel-. Querría ver a Maslova. -¿Markova? -preguntó el director, que habia oido mal a causa de la musica. - Maslova. El director se levantó y avanzó hacia la puerta que dejaba pasar las oleadas de Clementi. -¡Marussia, para por lo menos un minuto! -dijo con un tono que daba a entender claramente que aquella música era la cruz de su vida -.¡No se entiende nada! El piano calló, unas sillas fueron movidas con un arrebato de malhumor, y alguien entreabrió la puerta. Aliviado sin duda por el cese de la música, el director sacó de su estuche un gran puro y le ofreció otro a Nejludov, quien rehusó. -Bueno, quisiera ver a Maslova. Muy bien,. es posible. ¿Qué vienes a hacer aquí? -preguntó luego el director a una niña de cinco o seis años que se había deslizado en el salón y que, sin dejar de mirar a Nejludov, se dirijía hacia su padre-. ¡Ten cuidado, vas a caerte! continuó con una sonrisa, al ver que la pequeña sin mirar lo que tenía delante, se enredaba en la alfombra. -Bueno, si es posible, voy a ir ahora mismo -insistió Nejludov. -Lo que pasa, desgraciadamente, es que convendría que no viese usted hoy a Maslova. -¿Por qué? -La culpa es de usted mismo -respondió el director con una ligera sonrisa -.Créame, príncipe, no le entregue más dinero directamente. O bien démelo a mí; se lo administraremos. Ayer, sin duda, usted le dio dinero, y ella se agenció aguardiente: éste es un mal que no extirparemos nunca, y hoy está completamente borracha y ha armado un gran escándalo. -¡Desde luego! Yo mismo he tenido que adoptar medidas severas: la han trasladado a otra sala. Por lo demás, corrientemente es una detenida tranquila; pero, se lo ruego, no le entregue ya nunca dinero en mano. ¡Si conociera usted como yo a esta clase de gente! Nejludov se acordó de la escena de la víspera y toda su angustia le volvió de nuevo. ¿ Y a Bogodujovskaia, de la sección política, podría verla? -preguntó, después de un silencio. El director apartó dulcemente a su hijita, que continuaba mirando con fijeza a Nejludov, y acompañó a éste a la antecámara. Aún no había terminado Nejludov de ponerse el abrigo que le había traído la criada, cuando los borbotones de Clementi secamente ritmados, resonaron de nuevo. -Estaba en el conservatorio, pero todo va manga por hombro. Y ella tiene disposiciones- dijo el director mientras bajaban la escalera -.Querría tocar en conciertos. El director, acompañado de Nejludov, se dirigió a la cárcel. Al acercarse, la puertecita se abrió en seguida y los guardianes, saludando militarmente, los siguieron con los ojos. En el corredor, cuatro forzados que llevaban cubos se cruzaron con ellos; se escabulleron al divisar al director. Especialmente uno de ellos bajó la cabeza, adoptó un aire adusto y sus ojos relampaguearon.

-Vera Bogodujovskaia- respondió Nejludov. -Naturalmente, hay que alentar el talento y no se tiene derecho alguno a ponerle trabas; pero, mire usted, en un apartamento pequeño como el nuestro, ese piano que no se para nunca es a menudo penoso -continuó el director, sin prestar la menor atención a sus presos. Y, arrastrando sus cansadas piernas, condujo a Nejludov hasta el gran locutorio. -¿A quién me dijo usted que quería ver? -preguntó. -A Bogodujovskaia. -Está en la torre. Tendrá usted que esperar un poco. -¿No podría, mientras tanto, ver a los presos Menchov, madre e hijo, acusados de incendiaríos? -Él está en la celda veintiuno. Sí, se le puede llamar. -¿No puedo ver a Menchov en su celda? -Pero estará usted más cómodo en el locutorio. -No, eso me interesará. -Le advierto que no hay nada de interesante. En aquel momento, el atildado subdirector entró en la sala. -Lleve al príncipe a la celda de Menchov, la celda veintiuno -le dijo su jefe -. Luego volverá usted a traerlo a la oficina. Mientras tanto, diré que llamen... Perdón, ¿cómo dice usted que se llama ella? El subdirector era un joven oficial rubio, de bigotes en punta, que esparcía en torno de él un perfume de agua de Colonia. -¿Quiere usted tener la bondad de seguirme? -dijo a Nejludov con una amable sonrisa -.¿Es que le interesa nuestro establecimiento? -Sí, pero ese hombre me interesa aún más porque, como me han dicho, es inocente del crimen que se le imputa. El subdirector se encogió de hombros. -Puede ser -dijo con placidez, después de haberse detenido cortésmente para dejar que Nejludov entrase primero en un amplio corredor de una hediondez nauseabunda-. Pero con mucha frecuencia mienten... Pase, se lo ruego. Las puertas de las celdas estaban abiertas, y varios presos se encontraban en el corredor. Respondiendo apenas al saludo de los guardianes y mirando con el rabillo del ojo a los presos que se aconchaban contra la pared, se escabullían en sus celdas, o bien, en una rígida actitud militar, seguían con los ojos a la autoridad, el subdirector franqueó, con Nejludov, un gran pasillo y luego otro, a la izquierda, cerrado por una puerta de hierro y más sombrío y más infecto aún. A ambos lados había puertas cerradas con llave y atravesadas por pequeñas mirillas de medio dedo de diámetro. Nadie se encontraba en este segundo corredor, excepto un viejo guardián de cara triste y arrugada. -¿En qué celda está Menchov? -preguntó el subdirector. -En la octava a la izquierda. -¿ Y todas estas celdas están ocupadas? -preguntó Nejludov. -Todas, menos una. LII Puedo mirar? -preguntó Nejludov. Como usted quiera -respondió el subdirector con su sonrisa amable; y se puso a hablar con el guardián. Nejludov echó un vistazo a través de la mirilla de una de las celdas. Vio a un joven de elevada estatura con una barbita negra, que se paseaba de un lado a otro con paso rápido, vestido solamente con la ropa interior. Al oír ruido levantó la cabeza y la dirigió luego hacia la puerta, frunció las cejas y continuó caminando. Nejludov se detuvo delante de otra celda. Su mirada tropezó allí, al otro lado, con la mirada

-Se lo agradezco. inquietante de un gran ojo negro pegado contra la mirilla. Nejludov se retiró vivamente. Por una tercera abertura vio a un hombrecillo que dormía en una cama con las piernas encogidas y la cabeza tapada. En la celda siguiente, un preso de ancha cara pálida estaba sentado, la cabeza gacha y los codos descansando sobre las rodillas. Al ruido de los pasos, aquel hombre enderezó el busto y se volvió maquinalmente hacia la puerta; en todo su rostro, en sus grandes ojos sobre todo, había una expresión de aburrimiento y de desesperanza. Evidentemente, nada le importaba lo que a él se refiriese: nada bueno tenía que esperar . La angustia se apoderó de Nejludov. Dejó de mirar por las mirillas y se dirigió sin detenerse más a la celda 21, la de Menchov. El guardián metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Un joven musculoso, con un largo cuello, barbilla y bondadosos ojos redondos, estaba en pie, cerca de su camastro, y se apresuraba a ponerse el capote con aire de espanto. Sin detenerse, sus bondadosos ojos redondos, interrogadores e inquietos, erraban de Nejludov al subdirector y viceversa. -Éste es un señor que quiere hacerte unas preguntas sobre tu asunto. -Sí, me han hablado de su caso -dijo Nejludov, avanzando hasta el fondo de la celda y colocándose cerca de la ventana enrejada -.Quisiera oír de su propia boca el relato de lo que ocurrió. También Menchov se acercó a la ventana e inició sin dilación su relato. Hablaba al principio con timidez, lanzando miradas inquietas hacia el subdirector; pero, cuando éste hubo salido de la celda para ir al corredor a dar órdenes, fue animándose poco a poco y perdió toda su timidez. Sus palabras y sus modales eran los de un mujik honrado y sencillo; y Nejludov experimentaba una singular impresión al encontrarlo con el uniforme de preso, en una negra celda. Mientras lo escuchaba examinaba el bajo camastro con su jergón, la ventana pesadamente enrejada de hierro, las paredes sucias y húmedas, y el rostro lastimero, las formas enflaquecidas de aquel desgraciado mujik, tan desambientado con sus zapatos y su uniforme de penado. y se ponía cada vez más triste, negándose a creer en la veracidad de lo que le contaba aquel buen muchacho tanto lo horrorizaba el pensamiento de que se había podido, sin motivo, arrancar a un hombre de su vida normal, convertirlo en preso y encerrarlo en este lugar siniestro. Pero, por otro lado, experimentaba más horror aún al pensar que aquel relato verídico, hecho con semblante tan franco, pudiera ser una invención y una mentira. El preso contaba que inmediatamente después de su casamiento, el tabernero de su pueblo le había substraído a la mujer. Había reclamado justicia en todas partes; pero en todas partes el tabemero había sobomado a las autoridades y habla salido indemne. Un día, a viva fuerza, Menchov había llevado a su mujer a casa, pero ella se había fugado al dia siguiente. Entonces él había ido a reclamarla al tabemero y este le habla respondido que no estaba en casa {Menchov la había visto entrar allí) y lo había intimado a que se marchase, cosa que él no había hecho. Con la ayuda de un obrero, su rival lo había golpeado hasta hacerle sangre. Al día siguiente, un incendio se había declarado en la finca del tabemero. Habían acusado como autores a Menchov y a su madre. Pero Menchov no había prendido el fuego; aquel día estaba en casa de su compadre. -¿Es verdad que no fue usted quien prendió el fuego? -¡Ni siquiera se me ocurrió, barin! ¡Seguro que fue él, el bandido, quien provocó el incendio! Se dijo que acababa de asegurar sus propiedades. Y he aquí que se nos acusó a mi madre y a mí de haberlo amenazado con el.incendio. Es verdad que aquel día lo injurié, al reclamarle a mi mujer: mi corazón no se contenía ya. Pero lo de prender fuego, nunca, nunca lo hice. Ni siquiera estaba allí cuando el incendio se declaró. Fue él quien lo provocó para cobrar la prima del seguro y quien nos acusó después. -¡No es posible! -¡Tan verdad como si hablase delante de Dios, barin! ¡Sea usted mi padre! -exclamó, queriendo inclinarse hasta el suelo, pero Nejludov se lo impidió -. ¡Tenga piedad de mí, estoy muriendo por nada!

-¡Que hable uno solo! De pronto, sus labios temblaron, y se puso a llorar. Luego se arrezagó la manga del abrigo y se enjugó los ojos con la manga de su sucia camisa. -¿Ha acabado usted? -preguntó el subdirector. -Sí... ¡Vamos, no se desanime usted; haremos todo lo po sible! -dijo Nejludov, y salió. Menchov se lanzó hacia la entrada, y el guardián, al cerrar la puerta, lo rechazó al interior. Pero, mientras la puerta no estuvo completamente cerrada, el pobre diablo se obstinó en seguir mirando por la rendija. LIII Cuando Nejludov volvió a pasar por el gran corredor, era la hora de la comida, y todas las puertas de -No soy una autoridad; no puedo hacer nada. las salas estaban abiertas. Al ver en torno de él aquella multitud de hombres, todos vestidos de largos capotes amarillo claro, de pantalones cortos y anchos, calzados con kolys, y al examinarlos con curiosidad, Nejludov experimentó un extraño sentimiento: a la vez de compasión por aquellos presos, y de asombro y de horror por los hombres que los tenían así enclaustrados, y de vergüenza por él mismo que asistía a todo aquello con una mirada plácida. En uno de los corredores vio penetrar corriendo a un hombre en una sala, de la que salieron inmediatamente presos que se alinearon y saludaron al paso de Nejludov. -Dé usted orden, señoría... no sé cómo llamarlo, dé usted orden para que se decida de una vez nuestra suerte. -¡No importa! -replicó una voz indignada -.Hable de nosotros a la autoridad. No hemos hecho nada y hace ya dos meses que sufrimos aquí. -¿Cómo? ¿Por qué? -preguntó Nejludov. -Sí, nos han metido en la cárcel. Hace ya dos meses que estamos aquí, y no sabemos por qué. -Es exacto -dijo el subdirector -, pero el asunto es puramente fortuito. Todas estas gentes fueron detenidas porque tenían los salvoconductos caducados y había que enviarlos a su respectiva provincia; pero no hemos podido hacerlo porque allí se ha incendiado la cárcel. Todos los de las demás provincias han sido reexpedidos, pero nos vemos obligados a retener a éstos. -¿Cómo, no es más que por eso? -dijo Nejludov deteniéndose a la puerta. En grupo, unos cuarenta hombres con uniforme carcelario rodearon a Nejludov y al subdirector. Como algunos elevaban la voz al mismo tiempo, el subdirector los detuvo: Un campesino de unos cincuenta años, de alta estatura y de movimientos flexibles, salió de las filas. Explicó que los habían metido en la cárcel porque no tenían salvoconductos. A decir verdad, los tenían, pero habían caducado hacía unos quince días. Todos los años ocurría eso de tener pasaportes caducados y nunca les habían dicho nada; pero esta vez los habían detenido a todos y desde hacía dos meses los retenían en la cárcel como a criminales. -Somos todos carreros y del mismo gremio. Y hemos venido juntos a trabajar aquí. ¿Tenemos la culpa de que se haya quemado la cárcel en nuestra provincia? ¡Por el amor de Dios, haga algo por nosotros! Nejludov, mientras escuchaba aquel discurso, estaba un poco distraído porque, a pesar suyo, su atención había sido atraída por un enorme piojo gris que había abandonado los cabellos del venerable carrero para correrle por la mejilla. -¿Es posible? ¿Es verdad que solamente es por eso? -preguntó Nejludov dirigiéndose al subdirector. -Pues sí, habría que haberlos reexpedido a su provincia-respondió el subdirector.

-¿Quééstos -Pero quiere lodecir son de eso verdad. de castigarlos? -Azotarlos con varas, por orden superior. Apenas este último había acabado de hablar, cuando un hombrecillo, destacándose del grupo, tomó la palabra a su vez para quejarse del modo como los atormentaban sin motivo alguno los guardianes. -¡Nos tratan peor que a perros! -empezó a decir. -¡Vamos, vamos, tampoco hay que hablar más de la cuenta! -dijo el subdirector -.De lo contrario, ya sabes... -¿Qué tengo que saber? -replicó el hombrecillo con un tono desesperado -.¿Hemos merecido estar aquí? -¡Silencio! -gritó el subdirector. Y el hombrecillo se calló. «¿Es posible?», continuaba preguntándose Nejludov siguiendo por el corredor mientras centenares de ojos lo espiaban a su paso. -Pero, ¿es verdad que se puede retener a inocentes? -preguntó Nejludov una vez fuera del corredor. -¿Qué quiere usted que hagamos? Y, además, mire, esta gente miente mucho. Si hubiera que creerlos, todos serían inocentes. -Sí, éstos, lo reconozco. Pero es una especie completamente depravada; no se conseguiría nada de ellos sin severidad. Hay aquí unos bribones tan grandes, que sería una imprudencia acercarles el dedo a la boca. Por eso ayer no hubo más remedio que castigar a dos. -Yo creía que los castigos corporales estaban prohibidos. -No para los presos privados de sus derechos. A ésos se les puede aplicar. Nejludov se acordó entonces de todo lo que vio la víspera, mientras estaba aguardando en el vestíbulo, y comprendió que en aquellos momentos se había procedido al castigo. Y, más vivamente que nunca, experimentó una mezcla de curiosidad, de tristeza, de asombro, de vergüenza y de repugnancia que lindaba con la náusea. Sin escuchar al subdirector y sin mirar en torno de él, salió rápidamente de los corredores y se dirigió hacia la oficina, donde encontró al director; pero, preocupado por otras cosas, éste se había olvidado de ordenar que llamasen a Bogodujovskaia. No se acordó sino al ver entrar a Nejludov. -Voy a decir que la llamen inmediatamente --le dijo -. Mientras tanto, tómese la molestia de sentarse. La oficina se componía de dos habitaciones. En la primera, alumbrada por dos ventanas grasientas y adornada con uná estufa desconchada, se veía en un rincón una regla negra que servía para tallar a los presos; en otro rincón había colgada una gran imagen de Cristo. En esta primera sala se encontraban algunos guardianes. La segunda, más amplia, contenía una veintena de personas de uno y otro sexo, sentadas en grupos distintos sobre bancos colocados a lo largo de la pared, y hablando en voz baja. Una mesa estaba colocada cerca de la ventana. El director, sentado ante esta mesa; ofreció, cerca de él, una silla a Nejludov y, una vez sentado, éste se puso a examinar a las personas que estaban en la habitación. Ante todo, su atención fue atraída por la visión de un joven enchaquetado, de exterior agradable, que hablaba, gesticulando con animación, a una mujer de cejas negras, de edad madura. Más lejos, un hombre de edad, con gafas azules, inmóvil, tenía cogida por la mano a una joven con uniforme de presa y, sin hacer un movimiento, escuchaba lo que ella le decía. Un pequeño colegial, con uniforme escolar y de aire temeroso, en pie junto al anciano, no le quitaba ojo. En un rincón, detrás de ellos, una pareja de enamorados. La muchacha era una jovencita rubia, bonita, de aire enérgico, los cabellos cortados muy cortos y ataviada con un vestido a la última moda; él era un guapo muchacho de rasgos finos, de cabellos ondulados, con chaqueta de cuero. Los dos charlaban alegremente mirándose con amor. Más cerca de la mesa estaba sentada una mujer de cabellos grises, vestida de negro; evidentemente, una madre. Devoraba con los ojos a un joven tísico que llevaba también una chaqueta de cuero; ella

-¿Esme -Sí, -¡Está cierto? bien, preguntaba está bien! a quién -respondió he venido ella.a ver. -Sí, y ahora va a Siberia con su madre. -¿Y esa joven? trataba de hablarle, pero, ahogada por las lágrimas, no podía conseguirlo: empezaba una palabra y se detenía bruscamente. El joven tenía en la mano un papel con el que no sabía qué hacer y lo arrugaba con aire descontento. Cerca de la llorosa madre estaba en pie una muchacha fuerte y bella de grandes ojos salientes, con vestido gris y una esclavina, que la miraba tiernamente y le acariciaba el hombro. Todo era hermoso en aquella joven: tanto sus grandes manos blancas y sus cabellos ondulados, cortados muy cortos, como su nariz y sus labios firmes; pero el principal atractivo de su bello rostro procedía de sus grandes ojos de oveja, castaños, bondadosos y francos. Los quitó del rostro de la madre en el momento en que entraba Nejludov, y sus miradas se cruzaron. Pero se volvió en seguida para continuar su obra de consuelo. No lejos de la pareja amorosa estaba sentado un hombre moreno, velludo, de rostro sombrío, que hablaba con cólera a un visitante imberbe que tenía aire de pertenecer a la secta de los castrados. Nejludov, sentado cerca del director, examinaba con curio sidad aquellos grupos tan diversos. -No esperaba volver a encontrarla aquí. Lo distrajo en su tarea un niño de cabellos cortados al rape que se acercó a él y le preguntó con una vocecita aflautada: -¿Y usted a quién espera? Esta pregunta asombró al principio a Nejludov; pero se sintió conmovido por el rostro reflexivo, los ojos vivaces y móviles del niño, y, con la mayor seriedad, le dijo que esperaba a una señora. -¿Su hermana? -preguntó el pequeño. -No, no es mi hermana. Pero, ¿y tú, con quién estás aquí? -¿Yo? Con mamá. Es «una política» -respondió el niño. -¡María Pavlovna, llame a Kolia! -dijo el director, considerando sin duda como ilegal la conversación de Nejludov con el pequeño. María Pavlovna, la hermosa muchacha de ojos de oveja, se enderezó en toda su alta estatura y, con paso firme, casi masculino, se acercó a ellos: -Desde luego, le habrá preguntado a usted quién es, ¿verdad? -dijo ella a Nejludov con una ligera sonrisa, mirándolo con sus ojos confiados y tan sencillamente, que no podía dudarse que sus relaciones fueran con todos naturales, afectuosas y fraternales -.Es que quiere estar enterado de todo -continuó ella. Y le sonrió al niño con una sonrisa tan dulce y tan tierna, que éste le sonrió en respuesta, mientras involuntariamente Nejludov hacía lo mismo. -María Pavlovna, no tiene usted derecho a hablar a desconocidos; lo sabe muy bien- dijo el director. Y, tomando en su gran mano blanca la manecita de Kolia volvió junto a la madre del joven tísico. -Pero, ¿de quién es hijo ese niño? -preguntó Nejludov al director. -De una detenida política. ¡Y ha nacido en la cárcel! -respondió el director con una especie de satisfacción como si hubiese indicado un fenómeno peculiar de su estableciento. -Perdóneme, no sabría responderle sobre todas esas cosas. Por lo demás, he aquí a Bogodujovskaia. LV Vera Efremovna, pequeña, delgada, macilenta, cortados cortos los cabellos, entró en la habitación con su paso ágil, parpadeando sus grandes ojos sin malicia. -Bueno, gracias por haber venido -dijo ella estrechando la mano de Nejludov -.¿Se acuerda usted todavía de mí? Sentémosmos. -¡Oh, me encuentro aquí muy bien; tanto, que no podría desear nada mejor! -dijo Vera Efremovna.

Según su costumbre, clavaba en Nejludov la mirada de sus bondadosos ojos redondos y, mientras hablaba, no dejaba de girar en todas direcciones su cuello largo, delgado y amarillento, que salía del cuellecito sucio y arrugado de su blusa. Habiéndole preguntado Nejludov el motivo de su encarcelamiento, empezó, con viva animación, un relato mezclado todo él de palabras extranjeras, hablando de propaganda, de organización, de grupos, de secciones, de subsecciones y otras divisiones revolucionarias, conocidas por todo el mundo, creía ella, pero que Nejludov oía citar por primera vez. Al hablarle así. se creía segura del vivo placer y del poderoso interés que él tendría en conocer todos los misterios del «partido del pueblo». y él mismo, examinando aquel cuello flaco, aquellos cabellos ralos y mal peinados, se preguntaba por qué ella le contaba y por qué hacía todas aquellas cosas. Le tenía lástima, pero una lástima distinta a la que había sentido por el mujik Menchov, encerrado sin motivo en su celda hedionda. No le tenía lástima por la suerte que ella se había buscado sino por la evidente confusión que se arremolinaba en su cabeza. Ella se creía una heroína, dispuesta a sacrificar su vida por el éxito de su obra, y, sin embargo, apenas si sabía explicar en qué consistía esa obra. El asunto del que Vera Efremovna quería hablar a Nejludov era el siguiente. Una de sus camaradas, llamada Chustova, aunque no formaba parte de su «subgrupo», según su expresión, había sido detenida con ella y encarcelada, cinco meses antes, en la fortaleza de Pedro y Pablo. En su habitación no se habían encontrado más que papeles y libros, colocados allí en depósito por sus camaradas. Y Vera Efremovna, atribuyéndose en parte la responsabilidad de aquel encarcelamiento, suplicaba a Nejludov que usase de sus relaciones para obtener la puesta en libertad de Chustova. El otro asunto consistía en hacer gestiones para que se autorizase a un preso de la fortaleza de Pedro y Pablo, Gurevitch, a recibir la visita de sus padres y a tener libros técnicos, que le eran necesarios para sus trabajos científicos. Nejludov prometió hacer todo lo que estuviese en su mano a su llegada a Petersburgo. En cuanto a su propia historia, ella contó que después de haber terminado sus estudios de comadrona se había afiliado al partido de «La libertad del pueblo» y había trabajado con ellos. Al principio todo marchó a pedir de boca. Redactaron proclamas e hicieron propaganda en las fábricas; pero un buen día la policía detuvo a un miembro del partido y encontró en su casa unos papeles, y se había puesto a detener a todo el mundo. -A mí me detuvieron también, y ahora me deportan -concluyó ella acabando su historia -. Pero está muy bien así; me siento de maravilla: ¡Una serenidad olímpica! -añadió con una sonrisa turbada. Habiéndole preguntado Nejludov quién era la hermosa joven que le había llamado la atención, respondió que era la hija de un general. Afiliada desde hacía mucho tiempo al partido revolucionario, se había declarado culpable de haber disparado con un revólver sobre un gendarme. Ella vivía en el apartamento de los conspiradores, donde tenían una prensa de imprimir. Una noche fueron a hacer un registro; los conspiradores, resueltos a defenderse, apagaron las luces para tratar de hacer desaparecer los papeles comprometedores. Pero la policía entró a viva fuerza y uno de los conspiradores disparó e hirió mortalmente a un gendarme. A continuación se llevó a cabo una encuesta para saber quién había disparado, y la joven dijo que era ella, aunque nunca en su vida había empuñado un revólver ni matado a una mosca. Tuvieron que atenerse a su declaración, y ahora la enviaban a trabajos forzados. -¡Una persona estupenda, una altruista! -dijo Vera Efremovna con tono aprobador. El tercer asunto del que ésta quería hablarle se refería a Maslova. Como toda la cárcel, estaba enterada de la historia de Maslova y conocía ya el interés que sentía por ella Nejludov. Quería, pues, aconsejarle a este último que obtuviese que su protegida fuera trasladada a la sección política; o por lo menos, como los enfermos eran muy numerosos en aquellos momentos, que la colocasen como auxiliar en la enfermería, donde tenían necesidad de ayudas suplementarias. Nejludov le agradeció aquel buen consejo y le dijo que se esforzaría en aprovecharse de él.

-¿Y quién es él? LVI El director interrumpió la conversación diciendo a los visitantes que la hora concedida para las visitas había terminado. Nejludov se despidió de Vera Efremovna y se dispuso a salir; pero se detuvo a la puerta, curioso por saber lo que iba a pasar. -¡Señores, es la hora, es la hora! -decía el director, levantándose y sentándose alternativamente. Su advertencia no había tenido otro efecto que hacer las conversaciones más animadas, sin que nadie mostrase intenciones de irse. Algunos se habían levantado y hablaban en pie; otros continuaban conversando sentados, y otros, por último, se despedían llorando. La madre del joven tísico resultaba particularmente conmovedora. Éste continuaba dando vueltas entre sus dedos a la hoja de papel, y, en el enérgico esfuerzo que hacía para no ceder al contagio de la desesperación de su madre, su rostro adoptaba una expresión más y más maligna. Y la madre, apoyada la cabeza sobre el hombro de su hijo, se deshacía en lágrimas, con un silbido que le salía de la nariz. La hermosa joven de ojos de oveja (Nejludov la observaba involuntariamente), en pie, ante la madre deshecha en lágrimas, no dejaba de prodigarle sus consuelos. Erguido, el anciano de gafas azules retenía entre sus manos la mano de su hija, asintiendo con la cabeza a lo que ella le decía. Los dos enamorados se habían puesto en pie y, agarrándose por las manos, permanecían inmóviles uno frente a otro, sin hablarse clavados los ojos en los ojos. -¡Solo ésos son felices! -dijo a Nejludov, señalándoselos, el joven enchaquetado, que también se había detenido y asistía a aquella escena. Sintiendo clavadas en ellos las miradas de Nejludov y del joven, los enamorados alargaron sus brazos unidos echaron atrás el busto y, riendo, se pusieron a dar vueltas. -Se casan esta noche, aquí, en la cárcel, y ella lo sigue a Siberia -continuó el joven de la chaqueta. -Condenado a trabajos forzados. Por lo menos ellos se muestran alegres; pero esto, en cambio, resulta espantoso -prosiguió el joven al escuchar los sollozos de la madre del tísico. -¡Vamos, señores, se lo ruego, no me obliguen a obrar más duramente! -exclamó el director, repitiendo sus frases varias veces -.¡Se lo ruego! –prosigui¡ con un tono débil e indeciso -.¡Es imposible! ¡Lo digo por última vez! -repitió con tono melancólico, apagando y encendiendo altemativamente su cigarro habano. Se comprendía que, por muy sutiles, muy inveterados, muy rutinarios que fuesen en él los argumentos especiosos que dan licencia a un hombre para hacer sufrir a otros sin considerarse responsable de estos sufrimientos, el director tenía consciencia, sin embargo, de ser uno de los causantes de la desesperación que se cernía sobre toda aquella sala. y él mismo se sentía también oprimido por un peso doloroso. Por fin empezó la separación entre presos y visitantes: unos se dirigieron hacia la puerta de atrás, y otros, hacia la puerta de salida. Primeramente se alejaron los hombres con chaquetas de cuero: el tísico y el moreno velludo; luego María Pavlovna con el niñito nacido en la cárcel. Llegó después el turno de los visitantes: el anciano de gafas azules se fue, con su torpe paso, y Nejludov lo siguió. -Sí, son procedimientos extraordinarios -le dijo en la escalera el joven enchaquetado, por lo visto muy locuaz -.Menos mal que el capitán es un buen hombre y no toma al pie de la letra el reglamento de las cárceles. Aquí por lo menos se habla, se alivia un poco el corazón. Cuando Nejludov, que continuaba hablando con Medyntsev (éste era el nombre del joven locuaz), hubo bajado al vestíbulo. el director, con aire fatigado, se acercó a él:

-Muy bien -respondió Nejludov, apresurándose a salir. -Así, pues, si quiere usted ver a Maslova, haga el favor de venir mañana -dijo con la intención evidente de mostrarse amable con él. Espantosos le parecían los sufrimientos injustificados de Menchov, y no solamente sus sufrimientos físicos, sino esa duda, esa desconfianza hacia Dios y hacia el bien, fatalmente experimentada por el preso al comprobar la crueldad de hombres encarnizados en atormentarlo sin motivo; espantosas, la coacción y la tortura infligidas a aquellos centenares de inocentes, retenidos simplemente en la cárcel porque sus papeles estaban insuficientemente fechados; espantosa, la locura de aquellos guardianes, ocupados únicamente en hacer sufrir a sus hermanos e imaginándose que así cumplían una obra útil y buena; pero más espantoso aún se le aparecía a Nejludov el papel de aquel director debilitado, gastado, bueno sin embargo, obligado a separar a una madre de su hijo, a un padre de su hija, a seres como él mismo y como sus hijos. «Por qué todo esto», se preguntaba Nejludov, experimentando en el más alto grado ese malestar moral del corazón que llegaba a hacerse un dolor físico cada vez que iba a la cárcel. y no encontraba respuesta alguna a su pregunta. LVII Al día siguiente,. Nejludov se dirigió a casa del abogado; le expuso la situacion de Menchov y le rogó que hiciera el favor de encargarse del asunto. El abogado le respondió que estudiaría el sumario y que, si las afirmaciones de Menchov eran exactas (lo cual era muy probable), se encargaría gratuitamente de la defensa. Nejludov le habló a continuaci6n de los ciento treinta desgraciados detenidos a consecuencia de una equivocación. Quería saber de quién dependía el asunto y quién era el responsable. El abogado, visiblemente deseoso de dar una respuesta exacta se calló un instante. ¿Quién es el responsable? ¡Nadie! -dijo tajante -. Diríjase usted al fiscal: le echará toda la culpa al gobernador. Pregunte al gobernador: descargará toda su responsabilidad sobre el fiscal. En definitiva, no será culpa de nadie. -Mañana mismo iré a casa de Maslennikov para ponerlo al corriente. -Bah, será perder el tiempo -comentó el abogado sonriendo -. Creo que no es pariente de usted ni amigo íntimo, ¿verdad? Pues bien, es, permítame la expresión, un cretino de marca mayor y, además, un canalla tan astuto... Nejludov se acordó de los términos de que se había servido Maslennikov para definir al abogado. No respondió nada, se despidió y se hizo llevar a casa de Maslennikov. Eran dos cosas las que tenía que pedirle: primeramente el traslado de Maslova a la enfermería; luego, que interviniera a favor de aquellos supuestos ciento treinta vagabundos detenidos erróneamente. A pesar de su repugnancia en pedir favores a un hombre al que no estimaba en absoluto, para él era el único medio de conseguir su objetivo y tenía que pasar por aquello. Al acercarse a la casa de Maslennikov vio, delante de la escalinata, una hilera de carruajes: coupés, calesas y carrozas; se acordó de que era el día de visita de la mujer de Maslennikov y que este último le había hecho prometer que iría. Un magnífico lacayo con esclavina, y escarapela en el sombrero, ayudaba a bajar de una carroza detenida ante la escalinata a una dama cuya cola levantada dejaba ver, moldeados en una media negra, unos finos tobillos y pies calzados con zapatos descubiertos. y entre los coches que se estacionaban allí, Nejludov reconoció el landó de los Kortchaguin. Al divisarlo, el cano y rubicundo cochero se quitó el sombrero y le sonrió, con una mezcla de deferencia y de amabilidad, como a un barin al que conocía.

-¡Pero le gustaban los pasteles! Apenas había acabado de informarse por el portero de si estaba en casa Mijail Ivanovitch {Maslennikov}, cuando éste apareció en persona en lo alto de la escalera. Guiaba a un invitado, seguramente personaje de gran importancia, a juzgar por el honor que le hacía de escoltarlo hasta el final de los escalones. Mientras bajaba la escalera, este importante personaje militar hablaba, en francés, de una tómbola organizada en la ciudad en beneficio de los asilos y expresaba la opinión de que ésa era una ocupación excelente para las damas: «Ellas se divierten, y el dinero abunda.» -Qu'elles s'amusent et que le bon Dieu les bénisse! ¡Ah, Nejludov, buenos días! -dijo al divisarlo -. ¿Por qué no se le ve por ninguna parte? Allez présenter vos devoirs à Madame! ¡Y los Kortchaguin están aquí! Et Nadíne Buckshevden. Toutes les jolies femmes de la ville! -añadió, tendiendo, ligeramente levantados, sus anchos hombros militares a su criado, adornado de galones dorados, que le puso el abrigo -. Au revoir, mon cher! Estrechó por última vez la mano de Maslennikov. -¡Subamos-dijo éste a Nejludov con un aire muy excitado. Luego lo cogió del brazo, y corriendo, a pesar de su corpulencia, lo arrastró vivamente a la escalera. Su gozosa excitación se debía a la benevolencia que le había mostrado el alto personaje, Porque toda benevolencia llegada de lo alto ponía a Maslennikov tan alegre como aun perrito afectuoso acariciado o rascado detrás de las orejas por su amo. Mueve la cola, se echa al suelo, endereza las orejas o describe círculos alocados. Es lo que Maslennikov estaba dispuesto a hacer. No notaba la expresión seria del rostro de Nejludov, no lo escuchaba e, irresistiblemente, lo arrastraba hacia el salón, hasta el extremo de que Nejludov no tenía más remedio que seguirlo. -¡Los negocios, después! ¡Haré todo lo que quieras! -dijo Maslennikov atravesando el gran salón con Nejludov. -¡Anuncie a la générale que es el príncipe Nejludov! -dijo, sin dejar de caminar, a un lacayo que se les adelantó y corrió a dar el anuncio. -Vous n'avez qu'à. ordonner! ¡Pero antes ve a mi mujer! Ya el otro día tuve un disgtusto con ella por no haberte llevado a verla. Cuando entraron en el salón, avisada ya por ellacayo, Anna Ignatlevna, la mujer del vicegobemador, la «generala», como se titulaba, le hizo a Nejludov una pequeña señal de lo más amable con los ojos, por encima del círculo de sombreros y de cabezas que rodeaban su diván. Alrededor de la mesa del té en el otro extremo del salón, unas damas sentadas hablaban con militares y paisanos que estaban en pie, y se oía un bordoneo ininterrumpido de voces masculinas y de voces femeninas. -Enfin! ¿Es que no quiere usted ya tratamos? ¿En qué lo hemos molestado? Con estas palabras, que dejaban suponer entre ella y Nejludov una intimidad que nunca había existido, Anna Ignatievna acogió al recién llegado. -Ustedes se conocen, ¿verdad? La señora Bielavskaia Mijail Ivanovitch Tchemov... ¡Vamos, siéntese ahí, más cerca! -Missy, venez donc à notre table! On vous apportera votre thé...! Y usted... -dijo a un oficial que hablaba a Missy y del que evidentemente había olvidado el nombre -: venga también... Príncipe, ¿un poco de té? -¡Nunca, nunca me lo harán ustedes creer! ¡Ella no lo amaba, he ahí todo! -dijo una voz de mujer. -¡Siempre bromas tontas! -dijo, riéndose, otra dama de gran sombrero y toda resplandeciente de seda, de oro y de pedrerías. ¡C'est excellent, estas galletas, y tan ligeras! -dijo otra voz-. Déme una más. -¿Y usted se marcha en seguida? -Hoy es el último día. Por eso hemos venido.

-Entonces, ¿Puedes atenderme un momento? -¡Ah, sí! ¿Qué pasa? Ven por aquí. -¡Una primavera tan hermosa! Debe de estarse espléndidamente en el campo. Con sombrero y con vestido de rayas oscuras que dibu¡aba maravillosamente su fino talle, Missy parecía haber nacido con su vestido. Era muy bella. Se ruborizó al ver a Nejludov. -Creí que se había marchado usted- dijo ella -.Casi me he marchado -respondió Nejludov -. Sólo me retienen algunos asuntos. E incluso aquí he venido para resolver varios. -¡Se lo ruego, vaya a ver a mamá antes dc marcharse! ¡Tiene unos deseos enormes de verlo! -He venido a hablarte de dos asuntos. -¿Ah, sí? Ella comprendió que mentía y que él lo comprendía también. y se puso más arrebolada aún. -Creo que no tendré tiempo -respondió Nejludov con tono sombrío y sin parecer notar el rubor de la joven. Missy frunció las cejas, alzó ligeramente los hombros y se volvió hacia el elegante oficial, que tomó de sus manos su taza vacia y, chocando con su sable contra los sillones, la condujo mimosamente a la otra mesa. -¡Usted, usted también debería suscribirse para nuestro refugio! -¡Pero si yo no me niego! Únicamente es que quiero reservarme para la tómbola. Allí mostraré toda la generosidad de que soy capaz. -¡Bueno, ya lo veremos! -replicó una voz risueña. El «día» de Anna Ignatievna era de los más brillantes y la dama se mostraba encantada por eso. -Mika me ha dicho que se interesa usted por nuestras cárceles- dijo ella a Nejludov -.¡Cómo lo comprendo! Mika -era Maslenmkov, su corpulento marido- puede tener sus defectos, pero ya sabe usted lo bueno que es. Todos esos desgraciados presos son como hijos suyos. No los considera de otro modo. Il est d'une bonté...! Se detuvo, no pudiendo encontrar una palabra bastante expresiva para calificar la «bondad» de su marido, por orden del cual se azotaba a la gente. y de pronto, sonriendo, se volvió hacia una anciana señora de arrugado rostro, toda envuelta en cintas malvas, que acababa de hacer su entrada. Nejludov había permanecido sentado algunos instantes y, habiendo cambiado algunas palabras triviales, lo justo para no mostrarse incorrecto, se levantó y fue a reunirse con Maslennikov. Entraron en un gabinetito japonés y se sentaron cerca de la ventana. LVIII Y ahora, je suis à vous. ¿Quieres fumar? Pero aguarda un momento: no hay que desordenar esto. -Y acercó un cenicero -.¿Qué ocurre? El rostro de Maslennikov se ensombreció. No quedó en él ya ningún rastro de aquella alegre animación del perrito acariciado por su amo tras las orejas. Entre los ruidos de voces que llegaban del salón, la de una mujer decía: «Jamais, jamais je ne croirai!» Más allá, una voz de hombre contaba una historia donde salían a relucir sin cesar los nombres de la «comtesse Voronzoff» y de «Victor Apraksine». Desde un tercer ángulo se oían carcajadas. Y, aun escuchando a Nejludov, Maslennikov prestaba oídos a lo que ocurría en el salón. -Vengo a hablarte otra vez a favor de esa mujer- dijo Nejludov. -¡Ah, sí, esa a la que han condenado injustamente! Lo sé, lo sé. -Quisiera rogarte que dieses órdenes para que la trasladen al servicio de la enfermería. Me han dicho que es posible, ¿verdad?

-¡Es a la française! -dijo alguien. -¿Cómo a la française?; à la Zoulou! -¡Bah, siempre ha sido así! Maslennikov apretó los labios y reflexionó un momento. -Ignoro si es posible- respondió -. Por lo demás, me informaré, y mañana telegrafiaré. -Me han dicho que los enfermos abundan y que hay necesidad de auxiliares suplementarios. -¡Sí, sí! En cualquier caso, ya te tendré al corriente. -Si me haces ese favor... -dijo Nejludov. En el salón resonó una risa general, incluso podría decirse natural. -¡Otra vez es ese Víctor! -dijo Maslennikov sonriendo -. Una vez que está lanzado, resulta muy ingenioso. Y además -continuó Nejludov -, hay en este momento, en la cárcel del gobierno, ciento treinta obreros a los que mantienen tras las rejas simplemente porque sus pasaportes estaban caducados. Llevan así más de un mes. Y expuso el asunto con todos los detalles. -¿Cómo te has enterado de eso? -preguntó Maslennikov, cuyo rostro bruscamente había adoptado una expresión de inquietud y de descontento. -Al ir a ver a un acusado, esos infelices me detuvieron en el corredor y me rogaron... -¿Ya qué acusado ibas a ver? -A un campesino al que se le imputa injustamente el crimen de incendio; me he cuidado de buscarle un defensor. Pero no se trata de eso. ¿Es que es posible en verdad que estos hombres que únicamente han cometido la falta de haber dejado caducar sus pasaportes, sean encarcelados y que...? -Eso compete al fiscal- interrumpió Maslennikov con despecho -.¡Pues bien, ahí lo tienes! ¡Ya ves a lo que lleva esa justicia rápida y equitativa! Sin embargo, el deber del fiscal es visitar las cárceles e informarse de la legalidad de las detenciones. Pero él no hace nada, sino jugar al whist. -Entonces, ¿no puedes hacer nada? -preguntó Nejludov con tono contrito, acordándose de las afirmaciones del abogado respecto a que gobernador y fiscal se echarían las responsabilidades uno a otro. -Sí, lo haré. Voy a informarme sin tardanza. -¡Tanto peor para ella! C'est un souffre-douleur! -exclamó en el salón una voz de mujer, con seguridad muy indiferente respecto a lo que decía. -¡Tanto mejor, tomaré también ésta! -dijo más lejos la voz ronca de un hombre. -¡No, no, por nada en el mundo! -replicó una voz de mujer, con la misma risa. -De acuerdo, haré lo necesario -continuó Maslennikov apagando su cigarrillo entre los gruesos dedos de su blanca mano adornada con una sortija de turquesa -.Y ahora, volvamos junto a las damas. -¡Un momento todavía! -dijo Nejludov, parándose a la puerta -. Han infligido un castigo personal a dos presos. ¿Es verdad? Maslennikov se empurpuró. -¡Ah, ahora me hablas de eso! Decididamente, querido mío, será mejor no dejarte entrar allí. ¡Te metes en todo! Vamos, ven, Annette nos espera -dijo, agarrándolo por el brazo para arrastrarlo al salón. La animación que tenía después de la visita del alto personaje lo invadía de nuevo, pero esta vez no de álegría, sino de inquietud. Pero Nejludov se zafó el brazo; sin hablar con nadie, sin saludar, atravesó el salón, la gran sala, pasó ante los lacayos congregados en torno de él, franqueó el vestíbulo y se lanzó a la calle. -¿Qué le pasa? ¿Qué le has hecho? -preguntó Annette a su marido. Alguien se levantó para salir, alguien entró, y las charlas reanudaron su curso. Toda la concurrencia aprovechó aquel episodio para aumentar el diapasón de las habladurías. Al día siguiente, Nejludov recibió de Maslennikov una carta de una hermosa letra firme, sobre papel

grueso, satinado y con escudo de armas. Informaba a Nejludov que había escrito al médico para el traslado de Maslova a la enfermería y que, probablemente, aquello se llevaría a cabo. La carta tenía la despedida: «Tu viejo camarada, muy afectuoso., y la firma de Maslennikov estaba adornada con una artística y enorme rúbrica. «¡Imbécil!», no pudo menos de pensar Nejludov, basándose sobre todo en aquella palabra de «camarada» que significaba una especie de condescendencia. Dicho de otra manera, aunque ejerciese la más vergonzosa y más baja de las funciones, se consideraba como un hombre muy importante y creía, si no adular a Nejludov, al menos mostrarle que, de cualquier manera, no se envanecía demasiado de su grandeza, puesto que lo calificaba de «camarada». LIX Uno de los más arraigados y extendidos prejuicios reside en la creencia de que todo hombre posee en propiedad ciertas cualidades definidas: que es bueno o malo, inteligente o tonto, enérgico o apático, y así sucesivamente. Los hombres no son tan de una pieza. Podemos decir de un hombre que es más a menudo bueno que malo, más a menudo inteligente que tonto, más a menudo enérgico que apático, o viceversa; pero no es verdad decir de un hombre que es bueno o inteligente, lo mismo que no es verdad decir que es malo o tonto. Y sin embargo, no dudamos en establecer esta errónea división. Los hombres son semejantes a los ríos, hechos todos de la misma agua, pero cada uno de los cuales unas veces es moderado, otras veces rápido, ora ancho, ora lento, ora frío, ora limpio, ora turbio, ora caliente. Lo mismo pasa con los hombres. Todos llevan en ellos los gérmenes de las facultades humanas: a veces manifiestan unas, y, en ocasiones, otras, y a menudo parecen diferentes de ellos mismos, continuando sin embargo siendo ellos mismos. Pero en algunos hombres estos cambios son particularmente raros, y entre estos últimos se alineaba Nejludov. A consecuencia de causas diversas, tanto físicas como morales, se operaban en él cambios bruscos y completos. Y uno de estos cambios era el que acababa de producirse. El sentimiento de gozoso entusiasmo y el de su renovación, experimentados a raíz de la vista del tribunal y de su primera conversación con Katucha, habían desaparecido completamente para dejar sitio, después de su primera entrevista con ella, a una especie de terror, casi de repulsión contra la joven. Sin embargo, había resuelto no abandonarla y continuaba diciéndose que no modificaría su decisión de casarse con ella, si ella lo deseaba, aunque aquello le pareciese desagradable y doloroso. Al día siguiente de su visita a Maslennikov, regresó a la prisión para entrevistarse de nuevo con ella. El director le concedió la autorización para verla, no ya en la oficina, ni en la sala de los abogados, sino en el locutorio de las mujeres. A pesar de toda su bondad, el director mostraba, frente a Nejludov, una actitud más reservada que antes. Evidentemente, la visita de Nejludov a Maslennikov había provocado la orden de mostrarse más prudente con este visitante. - Sí, puede usted verla - dijo el director -. En cuanto al dinero, se lo ruego... Ya se lo he dicho, ¿no es así? Respecto a su traslado a la enfermería, como me ha escrito su excelencia, es cosa que puede hacerse, y el médico consiente en ello. Pero es ella la que no quiere. Dice que no tiene necesidad “de ir a vaciar las escupideras de los tiñosos”. ¡Ah, príncipe, bien se ve que no conoce usted a la gente de esta ralea! Nejludov no respondió nada y solicitó ver a Katucha. El director envió a un vigilante, y Nejludov lo siguió. Maslova, sola, estaba ya en el locutorio de las mujeres y salió desde detrás de la reja al entrar Nejludov. Dulce y tímida, avanzó hacia él y, mirando al vacío, le dijo en voz baja:

- ¡Perdóneme usted, Dmitri Ivanovitch! Anteayer le hablé de mala forma. - No soy yo quien tengo que perdonarla... - empezó a decir Nejludov. - ¡No importa! Pero de cualquier forma es preciso que me deje... - continuó ella. Y en sus ojos, que bizqueaban más que de costumbre, Nejludov leyó de nuevo una expresión hostil. - ¿Y por qué he de dejarla? - Pues porque... - Porque, ¿qué? Ella tuvo de nuevo aquella mirada que pareció maligna a Nejludov. - ¡Pues bien, porque sí - dijo ella -, déjeme! ¡Es cierto lo que le digo! ¡Es más fuerte que yo! ¡No se preocupe más de mí! - repitió con labios temblorosos -. ¡Preferiría ahorcarme! ¡Le juro que es verdad lo que le digo! En aquella negativa, Nejludov percibía una parte de odio hacia él, la inolvidable ofensa; pero comprendía que en aquello entraba también algo noble y bello. Y el modo seguro y apacible con que ella renovaba su prohibición de preocuparse de ello tuvo por efecto destruir inmediatamente todas sus dudas, volver a colocario en la disposición grave y enternecida con que se había encontrado respecto a ella días antes. -Katucha, sostengo lo que te he dicho -afirmó con una seriedad extraordinaria-. Te ruego que consientas en casarte conmigo. Y, si lo niegas, durante todo el tiempo que rehúses, seguiré a tu lado, lo seguiré; iré contigo adonde te lleven. - ¡Eso es cuenta suya! ¡Yo no diré una palabra más! - respondió ella. Y sus labios temblaron de nuevo. También él guardó silencio, no sintiéndose con fuerzas para hablar. Se arriesgó por fin: - Ahora tengo que ir al campo - le dijo -; después iré a Pete;sburgo, donde me cuidaré de su..., de nuestra instancia; y, si Dios quiere, haré que casen su condena. - ¡La casen o no, todo me es igual! Si no lo he merecido por esto, lo he merecido por otras cosas... Se detuvo, y Nejludov creyó ver que hacía esfuerzos para retener las lágrimas. - Bueno - dijo ella de pronto, como para ocultar su emoción -, ¿ha visto usted a Menchov? ¿No es verdad que esos pobres son inocentes? - Sí, así lo creo. - ¡Si supiese usted qué viejecita más buena es! Él le contó con detalle todo lo que había sabido de boca de Menchov. Luego, volviendo a ella, le preguntó si no tenía necesidad de nada. Ella respondió que no. Y se hizo un silencio. - En cuanto a la enfermería - continuó ella bruscamente, mirándolo con sus ojos que bizqueaban -, bueno, si usted lo desea, iré. Y en cuanto al aguardiente, está bien, no beberé más... Sin decir nada, Nejludov la miró a los ojos y vio que éstos sonreían. - Muy bien. Fue todo lo que pudo decir, y se despidió de ella. «¡Sí, sí, se ha convertido en otra mujer distinta!», pensaba. Después de las dudas de los días anteriores, experimentaba ahora un sentimiento completamente nuevo, un sentimiento de fe en la omnipotencia del amor. LX

Al volver a entrar en la gran celda maloliente, al regreso de aquella visita, Maslova se quitó el capote y se sentó en la cama, las manos apoyadas sobre las rodillas. En la sala se encontraban únicamente la tísica, la madre que amamantaba a su hijo, la vieja Menchova y la guardabarrera con sus dos hijos. Reconocida como loca la víspera, a la hija del sacristán la habían trasladado al manicomio. Las otras mujeres estaban en el lavadero. La vieja dormía, tendida en su camas; los niños jugaban en el corredor, ante la puerta abierta. La madre que amamantaba a su hijo, y la guardabarrera, ésta sin dejar de tejer la media que tenía en la mano, avanzaron hacia Maslova: - ¿Qué, lo has visto? - preguntaron. Maslova, sin responder, se sentó en su cama, dejando colgar las piernas. - ¡Vamos, no hace falta que te aflijas! -dijo la guardabarrera -. Lo esencial es no desanimarse. ¡Vamos, Katucha! - exclamó haciendo punto más aprisa con sus ágiles dedos. Maslova siguió sin responder. - Las demás han ido al lavadero. Dicen que los regalos para los presos han sido hoy muy numerosos - comentó la otra mujer. - ¡Finachka! - gritó desde la puerta la guardabarrera -. ¿Dónde estás, granujilla? Retiró la aguja de la media, la clavó en la madeja y salió al corredor. En el mismo instante se oyó un gran ruido de pasos y de voces de mujeres, y las inquilinas de la celda aparecieron en el umbral, desnudos los pies en sus zapatos, cada una llevando un pan blanco bajo el brazo; algunas tenían hasta dos. Fedosia se acercó inmediatamente a Maslova. - ¿Qué, pasa algo malo? - preguntó ella con ternura alzando hacia su amiga sus claros ojos azules -. ¡Aqui tenemos para nuestro té! - añadió, alineando los panes sobre la repisa. - ¿Qué? - dijo Korableva -. ¿Ha cambiado de opinión? ¿No quiere ya casarse? - No, no ha cambiado de opinión. Soy yo quien no quiere. - ¡Vaya una tonta! - declaró Korableva con su voz de bajo. - ¿Por qué? - dijo Fedosia -. Puesto que no pueden vivir juntos, ¿qué objeto tiene casarse? - Pero, ¿por qué dices eso tú ptecisamente? ¿Es que no va tu marido al destierro contigo? - preguntó la guardabarrera. -Nosotros estábamos ya unidos por la ley. Pero él, ¿de qué le serviría casarse, si no puede vivir con ella? - ¡Vaya una tonta! ¿De qué serviría? Pero, es que si se casa, la cubrirá de oro. - Él me ha dicho: «Adonde te envíen, yo iré contigo» - dijo Maslova -. Pero que venga o que no venga, no he de ser yo quien se lo pida. Ahora se marcha a Petersburgo - continuó después de un silencio -. Va a ocuparse allí de mis asuntos. Es pariente de todos los ministros. Pero, de cualquier forma, no tengo necesidad de él. -¡Desde luego! - aprobó inmediatamente Korableva, ocupada en poner orden en su bolsa y pensando evidentemente en una cosa muy distinta -. Bueno, ¿qué os parece ahora un poquito de aguardiente? - Yo, no - respondió Maslova -. Bebed vosotras. SEGUNDA PARTE I

El asunto de Maslova debía debatirse en el Senado probablemente lo más tarde dentro de quince días. Nejludov, pues, decidió ir en aquel momento a Petersburgo a fin de realizar allí las gestiones necesarias y, en caso de que fuera recusada la instancia, presentar el recurso de gracia, como le había aconsejado el abogado. En caso de que todo fracasara, y, según el abogado, era algo con lo cual había que contar, tan débiles eran los argumentos que se esgrimían, a Maslova la íncluirían sin duda en un convoy de forzados que partiría a comienzos de junio. Como Nejludov continuaba resuelto a seguirla a Siberia, había decidido trasladarse inmediatamente a los pueblos que le pertenecían para dejar arreglados allí todos sus asuntos. Se dirigió primeramente a Kuzminskoie, que era la propiedad más cercana, la más amplia y que le proporcionaba sus principales ingresos. Había vivido allí en su infancia y en su juventud; después volvió dos veces, y una tercera aún, a instancias de su madre, para instalar allí a un administrador alemán, en compañía del cual había inventariado la finca. Sabía, pues, desde hacía mucho tiempo la situación de ésta y las relaciones que existían entre los mujiks y la «oficina», es decir, el propietario; ahora bien, estas relaciones se reducían a una sumisión completa de los campesinos a la oficina. Todo aquello, Nejludov lo conocía ya, desde su estancia en la universidad, cuando profesaba y exaltaba la doctrina de Henry George, pues en virtud de esta doctrina había abandonado a los campesinos la tierra que le provenía de su padre. Más tarde, es cierto, al abandonar el ejército, se había puesto a gastar veinte mil rublos por año, y, al dejar de ser obligatorios para él todos aquellos conocimientos, los había olvidado por completo; y no solamente no se preocupaba de saber de dónde venía el dinero que le daba su madre, sino que incluso se esforzaba en no pensar en ello. Sin embargo, a la muerte de esta última, al ser necesario arreglar la herencia y necesitando disponer él mismo de sus bienes, había renacido en él el problema de sus derechos y de sus deberes de propietario rústico. Un mes antes no habría encontrado en él la fuerza necesaria para cambiar el orden existente de las cosas: no era él mismo quien administraba la propiedad, limitándose a vivir lejos de sus tierras y recoger los ingresos. Ahora que había resuelto hacer un gran viaje a Siberia, donde le haría falta mantener relaciones complicadas y difíciles con el personal de las cárceles, lo que le crearía una necesidad de dinero, no podia, pues, dejar sus asuntos en su antiguo estado, y era importante modificarlos, incluso en detrimento de sus intereses. Con este objeto había resuelto no cultivar él mismo la tierra, sino alquilarla a bajo precio a los campesinos, dándoles asi la facilidad de liberarse de la dependencia de los propietarios. A menudo, al comparar la situación del terrateniente actual con la del propietario de siervos, había comparado este alquiler de la tierra a los campesinos, en lugar de su cultivo por siervos de la gleba, a lo que hacían los poseedores de siervos al sustituir el diezmo por los trabajos obligatorios. No radicaba ahí la solución del problema, pero era un paso hacia esa solución: la transición de una forma de mayor violencia a otra más dulce. Y era lo que tenía intención de hacer. Nejludov llegó a Kuzminskoie hacia mediodía. Habiendo simplificado en todo su vida, ni siquiera había telegrafiado que llegaba. En la estación alquiló un pequeño tarentass de dos caballos. El cochero, joven mujik vestido con una casaca de nanquín, cortada por un cinturón más bajo que su largo talle, se había sentado de costado en su asiento para hablar más cómodamente con el barin; eso le resultaba tanto más fácil cuanto el caballo delantero era cojo y estaba fatigado, y el otro caballo era delgado y débil; podían, pues, así caminar a pasitos, lo que colmaba su deseo. El cochero hablaba del intendente de Kuzminskoie, no figurándose ni remotamente que se dirigía al propietario, pues Nejludov lo había tuteado en seguida.

- ¡Un alemán muy listo, verdaderamente chic! - dijo el cochero, quien había vivido en la ciudad y había leído novelas. Medio vuelto hacia el viajero, acariciando con la mano el largo mango de su látigo y queriendo indudablemente hacer demostración de su saber, continuó: - Se ha pagado un coche con una troika soberbia; y cuando va a pasear con su esposa, eclipsa a todo el mundo. En el invierno, en Navidad, tenía en su casa un hermoso árbol; llevé allí a invitados. Pues bien, tenía como chispas eléctricas y no se habría podido encontrar uno semejante en todo el gobierno. ¡Ah, ha amasado dinero de una manera espantosa! ¿Y por qué? Hace lo que se le antoja. Dicen que acaba de comprar una finca excelente. Nejludov creía que le resultaba indiferente saber la manera como el alemán administraba su propiedad y se aprovechaba de la misma; pero el relato del cochero de alta estatura no dejaba de producirle por eso una impresión desagradable. Gozaba con la esplendidez del día, con la carrera de las nubes grises que, por instantes, velaban el sol; gozaba con el espectáculo de los cameos de los mujiks detrás de sus carretas, de los espesos sembrados de verduras por encima de los cuales revoloteaban las alondras, de los bosques revestidos ya, de arriba abajo, de hojas tiernas, de los prados donde habían soltado a los caballos y a los bueyes; pero no gozaba de todo eso con la intensidad que habría deseado. Por momentos, algo desagradable lo ensombrecía, y cuando se preguntaba qué, se acordaba de las palabras del cochero sobre el modo como el alemán administraba su propiedad. Llegado a Kuzminskoie, donde empezó a ocuparse en arreglar sus asuntos, aquella impresión desapareció. Examinó los libros de la oficina y recibió las explicaciones de un escribiente que se esforzaba con toda ingenuidad en demostrarle la plusvalía de una propiedad, siendo así que los campesinos no tenían más que muy pocas tierras, enclavadas en las tierras señoriales; y eso, por el contrarío, fortificó a Nejludov en su resolución de ceder enteramente sus tierras a los mujiks, en lugar de explotar el dominio por su cuenta. Por el examen de los libros y las palabras del escribiente adquirió, en efecto, la prueba de que las dos terceras partes de sus campos seguían siendo cultivadas, como antes, por sus siervos de la gleba con la ayuda de aparatos perfeccionados, en tanto que se daba a los campesinos cinco rublos por deciatina para cultivar la otra tercera parte. Dicho de otra manera, a cambio de cinco rublos, el campesino tenía que labrar tres veces, arar igualmente tres veces y sembrar una deciatina; luego segar, agaviIlar, trillar y ensacar, trabajo por el cual un obrero habría pedido por lo menos diez rublos por deciatina. Además, se hacía pagar a los mujiks, a un precio muy elevado, todo lo que les proporcionaba la administración. Pagaban también con su trabajo el derecho de pasto en los prados y en los bosques; pagaban por las hojas de patatas y de cualquier manera siempre seguían siendo deudores de la administración; por tanto, terrenos casi improductivos se les alquilaban a cuatro veces más de lo que su valor podía proporcionar al cinco por ciento. Nejludov sabía ya todo eso; pero se enteraba hoy como si fuera una cosa nueva y se asombraba de que él y sus semejantes no viesen hasta qué punto era anormal ese estado de cosas. Por su pane, el intendente se ingeniaba en demostrarle los inconvenientes y los peligros de su proyecto. Según él, habría que dar por nada el material inventariado, por el que no ofrecían ni la cuarta parte de su valor; sin duda alguna los campesinos estropearían la tierra y, en definitiva, ¿cuánto no perdería él mismo? Pero todos aquellos argumentos no hacian más que confirmar a Nejludov en la belleza del acto que iba a realizar cediendo sus tierras a los campesinos y sacrificando así la mayor parte de su renta. Por eso quiso acabar aquello antes de su marcha. Encargó, pues, al intendente que se ocupase, cuando hubiera partido, de segar el trigo y venderlo, así como el material y las construcciones superfluas. Por el momento, le rogó que reuniese al día siguiente a los campesinos de Kuzminskoie y de los pueblos de los alrededores para que él mismo pudiera anunciarles su decisión y convenir con ellos el precio del arrendamiento.

Encantado de la firmeza que había opuesto a los argumentos del alemán y de su abnegación en favor de los mujiks, Nejludov abandonó la oficina para dar una vuelta por la casa. Pasó a lo largo de los parterres, descuidados este año, que se extendían ante la casa del administrador; atravesó la pista de tenis, invadida por la achicoria silvestre; en la alameda de los tilos, donde en otros tiempos iba a fumar su cigarro, se acordó de una novelita de galanteo bosquejada tres años antes con la encantadora señora Kirimov. Cuando hubo combinado el plan del discurso que pronunciaría al día siguiente ante los mujiks, volvió a entrar para tomar el té con el intendente, adoptó rcon él las disposiciones completas para la liquidación de la propiedad y, perfectamente tranquilo, dichoso por el servicio que iba a prestar a los campesinos, se dirigió a la habitación reservada para los huéspedes de paso, que le estaba destinada en la casa grande. Era una habitación pequeña y limpia. En las paredes había colgadas vistas de Venecia y un espejo colocado entre las dos ventanas; sobre una mesa, cerca de la cama de colchón de muelles, estaban situados un jarro de agua, un vaso, cerillas y un apagavelas. Delante del espejo, sobre la gran mesa, estaba abierta la maleta de Nejludov, que contenía el neceser y algunos libros: uno ruso, Ensayos a investigaciones sobre la ley de la criminalidad; uno alemán sobre el mismo tema, y una obra inglesa. Se había propuesto leerlos en los momentos libres, durante el examen de sus propiedades. Aquel día no tenía ya tiempo para eso y se disponía a acostarse a fin de estar dispuesto al día siguiente bien temprano para sostener su conversación con los campesinos. En un rincón había un viejo sillón de caoba con incrustaciones. La vista de aquel sillón, que había amueblado en otros tiempos la alcoba de su madre, despertó en su alma un sentimiento muy inusitado. Se sorprendió entristeciéndose por aquella casa que caería en ruinas, y aquel jardín que se quedaría yermo, y aquellos bosques, que serían talados; todas aquellas dependencias, cuadras, establos, graneros; aquellas máquinas, aquellos caballos y aquellas vacas, aunque no hubiese sido él quien lo hubiese establecido y conservado todo a costa de tantos esfuerzos. Hacía un momento le parecía fácil renunciar a aquellas pertenencias, pero ahora lo lamentaba; lamentaba incluso la pérdida de las tierras, con su parte de ingresos que pronto podían serle tan útiles. Llegó así a forjar numerosos argumentos para llegar a la conclusión de que sería insensato ceder sus tierras a los campesinos y abandonarles la explotación de sus bienes. «Esas tierras no debo poseerlas; y, sin poseerlas, no puedo cuidarme de toda esta propiedad. Y voy a irme a Siberia: por tanto, no tengo necesidad ni de casa ni de tierras», decía una voz en él mismo. «Todo eso es verdad - respondía otra voz -, pero no vas a Siberia para toda la vida. Si te casas, tal vez tengas hijos. Tus propiedades lo fueron legadas en debida forma y debes dejarlas tal como están. Es muy fácil abandonar, destruir, pero es muy difícil edificar. Te hace falta sobre todo pensar en el porvenir de tu vida, en lo que harás de ti, y regular sobre estas bases la cuestión de tus bienes. ¿Y es completamente definitiva tu decisión? Y otra cosa aún: ¿obras así verdaderamente pare satisfacer tu conciencia o no es más bien pare poder jactarte de ello ante otros hombres?» Nejludov se planteaba esta pregunta y se veía obligado a reconocer que la opinión de otros, el pensamiento de lo que dirían de él, influían en su decisión. Y cuanto más reflexionaba en aquello, más numerosas se le presentaban las preguntas y más insolubles se hacían. Pare evadirse de aquello, se acostó en la limpia cama y trató de dormirse, con la esperanza de que al día siguiente, con la cabeza tranquila, esas preguntas tan complicadas se resolverían por sí soles. Pero el sueño tardó en venir. Las ventanas entreabiertas al aire vivo de la noche dejaban pasar los rayos de la luna, el croar de las ranas, el canto de los ruiseñores en el fondo del parque; uno de éstos incluso cantaba muy cerca, bajo las ventanas, en un bosquecillo de lilas. Y su canto, y el croar de las ranas, le recordaron la música de la hija del director; al acordarse del director, se acordó de Maslova. Y el mismo croar evocó en él la manera como los labios de la presa temblaban al decirle: « ¡Hay que dejar eso! » Y fue el

intendente alemán el que se hundía en el estanque de las ranas y al que hacía falta recoger. En lugar de ello, se había convertido súbitamente en Maslova y gritaba: « ¡Yo soy una forzada; tú, un príncipe!» «No-se dijo Nejludov-, no cederé.» Y se despertó preguntándose: «Lo que hago, ¿está bien o está mal? ¡No sé nada y poco me importa! Sólo hace falta dormir.» A continuación sintió que se hundía a su vez en el mismo sitio adonde habían bajado el intendente y Maslova, y todo se desvaneció. II Eran las nueve cuando Nejludov se despertó a la mañana siguiente. Al primer ruido que hizo, el joven escribiente destinado a su servicio le trajo sus botines, que nunca habían estado tan relucientes; puso también a su alcance un cántato lleno de agua fresca y clara de manantial y le comunicó que los campesinos empezaban a reunirse. Nejludov saltó de la came y se acordó de los acontecimientos de la víspera. Ya no quedaba en él ninguna de sus vacilaciones en lo relativo a ceder sus tierras, y estaba sorprendido de haber tenido aquellos pensamientos. Se alegraba ahora de tener que ejecutar aquel acto, que lo hacía sentirse no solamente dichoso, sino complacido consigo mismo. Desde su ventana distinguía el césped de la pista de tenis, invadida por las achicorias silvestres y donde, a indicación del intendente, se agrupaban los campesinos. Las ranas no habían croado sin motivo la noche anterior: el tiempo había cambiado. Nada de viento, pero una llovizna menuda y tibia que caía desde por la mañana y se suspendía en gotitas de las hojas, de las ramas y de las hierbas. Un olor a verdura y a tierra sedienta de lluvia penetraba por la ventana entreabierta. Nejludov miraba la llegada sucesiva de los mujiks al césped, el modo como se quitaban su gorro o su gorra uno tras otro, formaban en círculo y hablaban, apoyados sobre sus bastones. El intendente, un hombre grueso y membrudo, con chaquetilla de cuello enterizo y de color verdes con enormes botones, penetró en la habitación. Anunció a Nejludov que la concurrencia estaba completa, pero que no había necesidad de que se diesa prisa en dirigirse allí; podia antes tome su café o su té, puesto que las dos cosas se las habían preparado ya. - No, gracias; primero voy a verlos - replicó Nejludov. Y, a punto ya de hablar con ellos, experimentaba un sentimiento inesperado de timidez y de vergüenza. El deseo que aquellos campesinos habían considerado siempre como un sueño, iba a ejecutarlo en provecho de ellos. Estaba dispuesto a cederles a bajo precio todas las tierras del pueblo, a ofrecerles ese bienestar. Y sin embargo, experimentaba como una especie de desazón. Cuando estuvo cerca de ellos y todos se hubieron destocado delante de él y vio al descubíerto sus cabezas rubias, rizadas, calvas o grises, la turbación que se apoderó de él le impidió hablar durante un largo rato. La fina lluvia continuaba cayendo, depositando gotitas sobre los cabellos y las barbas y sobre los pelos de los caftanes. Los mujiks clavaban los ojos en el barin, en espera de lo que éste iba a decir, en tanto que él mismo estaba demasiado turbado para hablar. El intendente se decidió a romper aquel silencio penoso; plácido y seguro de sí mismo, aquel alemán hablaba muy bien el ruso y se vanagloriaba de conocer a fondo al mujik. Los dos, él, fuerte y grueso, y, al lado, Nejludov, ofrecían un contraste impresionante con los rostros arrugados y los flacos cuerpos de los campesinos perdidos en sus caftanes. - He aquí que el príncipe quiere haceros bien. Quiere cederos las tierras, aunque no os lo merecéis -dijo el intendente.

- ¿Por qué no nos lo merecemos, Vassili Carlitch? ¿No hemos trabajado para ti? Estábamos muy contentos con la difunta princesa, ¡que el Señor le conceda el reino de los cielos!, y en cuanto al joven príncipe, gracias le sean dadas y que no nos abandone - respondió un pequeño mujik pelirrojo y locuaz. - Para esto os he convocado: si queréis, os cederé todas mis tierras - dijo Nejludov. Mudos, los campesinos parecían no comprender aquellas palabras o no creer en ellas. - ¿Y en qué sentido, por decirlo así, nos cede las tierras? -preguntó por fin un mujik de edad mediana, vestido con una casaca. - Os las arrendaré para que vosotros os beneficiéis de ellas por un precio módico. - ¡Bonito negocio! - murmuró un viejo. - Con tal que el precio esté a nuestro alcance... - opinó otro. '-¿Y por qué no aceptar la tierra? - Eso lo sabemos: ¡es la tierra la que nos da de comer! - Y pare usted será más tranquilidad. No tendrá que hacer más que recibir el dinero, en tanto que ahore, ¡cuántas molestias! - dijeron varias voces. - Vosotros tenéis la culpa - declaró el alemán -. Lo que teníais que hacer es trabajar y mantener el orden. - Pero eso no es fácil pare nosotros, Vessili Carlitch - replicó un flaco anciano de puntiaguda nariz -. Tú nos reprochas haber dejado ir el caballo al campo de trigo. Pues bien, yo que trabajo todo el día, un día largo como un año, manejando todo el tiempo la hoz u otra cosa, ¿qué más natural, cuando la noche llega, que se quede uno dormido2 Y he aquí que si el caballo se escapa a tu campo, es a mi a quien le arrancas la piel. - Es obligación vuestra tener más orden. - Eso del orden es fácil de decir. Pero nosotros no podemos hacer lo imposible - respondió un mujik de alta estatura, con el cráneo y el rostro todo negro de pelos. - Os he dicho muchas veces que pongáis vallas en vuestros campos. - ¡Danos tú la madera! - dijo un hombrecillo seco, escondido detrás de un grupo -. E1 verano pasado quise hacer una valla y corté un árbol; y me enviaste durante tres meses a alimentar mis piojos en la cárcel. ¡He ahí lo que son tus vallas! - ¿Qué dice? - preguntó Nejludov. - Der erste Dieb im Dorfe ( El ladrón de la aldea) - respondió el intendente en alemán -. Todos los años tala nuestros árboles. - Y, volviéndose hacia el campesino -: Eso te enseñará a respetar la propiedad del prójimo. - ¿Pero es que no te respetamos? - replicó un viejo -. Nos vemos obligados a ello porque nos tienes en tus manos y nos retuerces como al cáñamo. - ¡Vamos, hermanos! Nunca se os maltrata si no maltratáis vosotros a los demás. - ¡Sí, maltratarte! Este verano me rompiste la boca, y no, pasó nada. Al rico no le forman proceso, es evidente. - No tienes más que comportarte conforme a la ley. Aquello era, evidentemente, un torneo de palabras en que los campeones no tenían objetivo alguno y no sabían siquiera por qué discutían. Se notaba solamente, por un lado, la cólera contenida por el terror; y por el otro, la conciencia de la superioridad y de la fuerza. Apenado por tener que oír aquella conversación, Nejludov trató de enderezar la díscusión hacia el tema principal: establecer los precios y las fechas de pago. - Bueno, ¿qué decidís respecto a la cesión de mis tierras? ¿Estáis de acuerdo? ¿Y qué precio ofrecéis para arrendarlas? - La mercancía es de usted: es usted quien tiene que fijar el precio.

Nejludov les propuso uno mucho más inferior al que se pagaba corrientemente, lo que no les impidió regatear y encontrarlo demasiado caro. Él había pensado que acogerían su propuesta con entusiasmo, pero no vio manifestarse en ellos satisfacción alguna. Ésta existía no obstante, y Nejludov tuvo la prueba casi cierta de que consideraban su propuesta como una excelente ganga. En efecto, cuando se trató de saber si tomarían en arriendo las tierras toda la comunidad o solamente un grupo de campesinos, se entabló una discusión muy viva entre los que querían excluir a los débiles y a los malos pagadores y aquellos a los que se quería excluir; por fin, tras la intervención del intendente, se fijaron el precio y los plazos de pago. Los mujiks se retiraron hablando con animación, y Nejludov volvió a la oficina para redactar con el intendente el proyecto de contrato. Así, pues, todo se arregló como había deseado y esperado Nejludov. Los campesinos tenían la tierra con un treinta por ciento menos que en cualquier sitio de los alrededores, y, si sus rentas se veían así reducidas a la mitad, todavía seguían siendo respetables, sobre todo con lo que iba a producir la venta de la madera y del material. Todo, pues, parecía perfecto, y sin embargo Nejludov se sentía desazonado: había creído ver que, a despecho de las palabras de gratitud de algunos, los muliks parecían descontentos, como si hubiesen esperado algo más. Resultaba, pues, que él mismo se había privado de un gran provecho sin otorgarles sin embargo los beneficios que ellos esperaban. A la mañana siguiente, habiendo sido firmado el contrato, los ancianos de pueblo acompañaron en su regreso a Nejludov. Éste, que tenía el sentimiento desagradable de que dejaba detrás de él algo inacabado, subió al elegante coche del intendente, como lo había calificado el cochero la antevíspera, y partió hacia la estación, después de haberse despedido de los mujiks, que meneaban la cabeza con aire descontento. Y él también, sin saber por qué, se sentía descontento, triste y casi avergonzado. III Desde Kuzminskoie, Nejludov se dirigió a la propiedad legada por sus tías, aquella misma donde había conocido en otros tiempos a Katucha. También aquí, como en Kuzminskoie, quería ponerse de acuerdo con los campesinos pare cederles sus tierras; y, al mismo tiempo, contaba con informarse lo más exactamente posible sobre Katucha y su hijo. ¿Había muerto éste verdaderamente? ¿Cómo? Llegó temprano a Panovo. Primeramente, al entrar en el patio, se sintió impresionado por el abandono de todas las construcciones y sobre todo por la vieja vivienda. El tejado de hierro, otrora pintado en verde, estaba rojo de herrumbre y en muchos sitios levantado por el viento. En algunos puntos, donde era más fácil, habían robado las planchas que recubrían las paredes, y de éstas salían, grandes clavos herrumbrosos. Las dos escalinatas, la de delante y principalmente la de atrás, que era la que estaba más clavada en su recuerdo, se hallaban podridas, en ruinas, y no quedaba de ellas más que el esqueleto; en algunas ventanas había tablas que reemplazaban a los cristales; en el interior, todo estaba sucio y húmedo, desde el ala donde se alojaba el administrador, haste las cocinas y las cuadras. Sólo el jardín había escapado a aquel ambiente de desolación: había crecido con toda libertad y estaba lleno de flores. Detrás del seto, Nejludov veía, como una cortina de grandes nubes blancas, las ramas floridas de los cerezos, de los manzanos y de los ciruelos. El macizo de lilas estaba florido del mismo modo que doce años antes, el día en que Nejludov, jugando en persecución de Katucha, que entonces tenía dieciséis años, había caído delante de aquel macizo y se había pinchado con las ortigas del foso. Un alerce, plantado cerca de la casa por Sofía Ivanovna y que Nejludov habia visto de la altura de una estaca, se había convertido en un gran árbol y estaba revestido de un musgo aterciopelado, verde y amarillo El río

fluía entre sus orillas, espumeando ruidosamente en la esclusa del molino. Y más allá del curso de agua, el ganado disperso del pueblo pasaba en rebaños por la graders. El administrador, un seminarista que no había terminado sus estudios, salió sonriendo al encuentro de Nejludov. Sonriendo, lo invitó a entrar en la oficina, y siempre con la misma sonrisa, que parecía prometerle algo extraordinario, desapareció detrás de un tabique. Nejludov oyó cuchichear algunas votes, y luego todo calló. El cochero que había traído a Nejludov volvió a partir con un tintineo de cascabeles, después de haber recibido su propina. Un gran silencio reinaba alrededor de la casa. En una rápida carrera pasaron ante la ventana primeramente una muchacha descalza vestida con una camisa bordada; luego, detrás de ella, un mujik calzado con grandes bolas. Nejludov se sentó cerca de la ventana y se puso a mirar y a escuchar. El soplo fresco de la primavera, que levantaba sus cabellos sobre la frente humedecida por el sudor, y al mismo tiempo los cuadrados de papel colocados sobre el alféizar de la ventana, le traía un olor sano de tierra recién removida. Procedente del río se escuchaba el ruido cadencioso de las galas que golpeaban la ropa y el sonido que se extendía sobre la superficie de agua de la esclusa, y todavía, en el hondón del molino, la caída regular del agua; y al mismo tiempo, con un bordoneo asustado, una mosca pasó cerca de su oído. Nejludov se acordó hasta qué punto en otros tiempos, cuando aún era joven e inocente, le gustaba oír aquel ruido de las galas sobre la ropa mojada, y aquella caída regular de la esclusa; cómo entonces la brisa primaveral venía a levantar sus cabellos sobre la frente mojada y levantaba también los cuadrados de papel sobre el alféizar tallado de la ventana y cómo ya entonces una mosca había pasado zumbando cerca de su oído; y no sólo su pensamiento le representaba a aquel mismo adolescente que él había sido, sino que de nuevo se sentía fresco, puro, capaz de realizar las cosas más bellas, como lo había sido a los dieciocho años. Pero al mismo tiempo sentía la ilusión propia de los suéños, y una profunda tristeza le invadía. - ¿A qué hora quiere usted que le sirvan la comida? - le preguntó el administrador sonriendo. - Cuando usted quiera. No tengo hambre. Primeramente voy a dar una vuelta por el pueblo. - ¿No querría usted entrar antes en la casa? Dentro, todo está en orden. Ya que en el exterior... - No, después. Y ahora, dígame, se lo ruego, ¿hay aquí una mujer que se llama Matrena Jarina? Era la tía de Katucha. - Sí, está aquí, en el pueblo. Buenos quebraderos de cabeza me da. Es ella quien tiene la taberna. Por más que la reprendo y la amenazo con un proceso si no paga, en el último momento, me da lástima. Pobre vieja. Y además tiene mala suerte - dijo el administrador con aquella sonrisa en la que se manifestaban el deseo de ser amable con su dueño y la seguridad de que éste estaba tan versado como él en los negocios. - ¿Y dónde vive? Quiero it a verla. - Al otro extremo del pueblo, la tercera casa antes de la última. Después de una casa de ladrillos que verá usted a la izquierda, está su taberna. Por lo demás, ¿quiere usted que lo lleve? - dijo el administrador con una alegre sonrisa. - No, gracias, ya la buscaré yo. Mientras tanto, le ruego que reúna a los campesinos delante de la casa para que pueda hablarles a propósito de las tierras - dijo Nejludov con la intención de concluir con los mujiks aquella misma tarde si era posible, mediante acuerdos análogos a los que había concertado en Kuzminskoie. IV

En el sendero trazado a través de la pradera, Nejludov se encontró con la misma joven campesina de camisa bordada y delantal abigárrado a la que había visto pasar un momento antes corriendo ante la casa. Volvía del pueblo, corriendo siempre a paso vivo con sus grandes pies descalzos. Su mano izquierda, colgante, marcaba la cadencia de su carrera; con la mano derecha apretaba enérgicamente sobre el vientre un gallo rojo que balanceaba su cresta purpúrea y que, tranquilo en apariencia, no cesaba de mover los párpados, de extender o de recoger debajo de él una de sus negras patas o de pegar sus espolones al delantal de la joven campesina. Ésta aflojó el paso al acercarse al barin, se detuvo al llegar a su altura y echó atrás la cabeza para saludarlo; y solamente cuando él se hubo alejado ella reanudó su carrera en compañía de su gallo. Cerca del pozo, Nejludov encontró a una vieja de encorvada espalda que caminaba llevando dos cubos llenos de agua. Dejando los cubos en el suelo con mucha precaución, la vieja le saludó con aquel mismo movimiento de cabeza. Pasado el pozo, empezaba el pueblo. El día era claro y cálido; a las diez de la mañana hacía ya un calor bochornoso, y las nubes que se amontonaban velaban de vez en cuando el sol. A lo largo de la calle, un olor a estiércol, agrio y picante, pero no desagradable, emanaba de los carros que subían la cuesta y de los montones formados en los patios, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Detrás de los carros, los mujiks, descalzos, con las camisas y los pantalones manchados de estiércol, miraban con curiosidad a aquel barin alto y vigoroso, de sombrero gris, cuya cinta de seda espejeaba al sol y que subía por la calle del pueblo dando golpecitos a cada paso con su bastón nudoso con puño de plata. Los campesinos que volvían de los campos se removían sobre el asiento de su carros vacíos, se quitaban sus gorros y examinaban con sorpresa a aquel hombre extraordinario que iba avanzando. Para verlo, las mujeres salían a las puertas y, señalándolo, lo seguían con los ojos. En la cuarta puerta, Nejludov hubo de detenerse, a la salida de un patio, para dejar salir a una carreta muy alta cargada de estiércol sobre el cual habían colocado una esterilla para que sirviera de asiento. Un niño de seis años, esperando la ocasión para trepar a lo alto de la carreta, caminaba detrás de ella con el rostro resplandeciente. Un joven mujik calzado con botas de fieltro estaba ocupado en hacer salir unos caballos a la calle. Un potrillo gris azulado, alto de patas, franqueó la puerta; pero, asustado al ver a Nejludov, se arrimó a la carreta, golpeándose las patas contra las ruedas, y se precipitó hacia su madre, enganchada al mismo carro, la cual, inquieta, relinchó dulcemente. Otro carro era conducido por un viejo delgado que aún se mantenía bien derecho; iba descalzo, vestido con un pantalón a rayas y una blusa larga y sucia que dibujaba por detrás el arco saliente de su columna vertebral. Cuando por fin los vehículos se encontraron en la calle sembrada de restos de estiércol seco, el viejo volvió hacia la puerta y se inclinó ante Nejludov. - Sin duda es usted el sobrino de nuestras señoritas, ¿no? - Sí, sí. - ¡Bienvenido! ¿Ha venido usted a vernos? - prosiguió el campesino, a quien le gustaba hablar. - Sí, sí... Y vosotros, ¿cómo vivís? - preguntó Nejludov, no sabiendo qué decir. - ¡Vamos! ¡Hablar de nuestra vida! ¡De lo más miserable! - respondió el viejo locuaz, pareciendo hallar placer en decirlo. - ¿Y por qué miserable? - preguntó Nejludov franqueando la puerta cochera. - ¡Sí, de lo peor! - dijo el viejo, siguiendo a Nejludov bajo un tejadillo donde el suelo estaba limpio de estiércol-. Mire usted. Aquí, en mi casa, tengo doce almas - prosiguió, señalando a dos mujeres que, habiéndose arrezagado las mangas de sus camisas y sus fáldas hasta por encima de las rodillas, dejaban ver las pantorrillas manchadas de estiércol, y se mantenían en pie, con la horca en la mano, sobre lo que quedaba del montón de fiemo -. Todos los meses tengo que comprar seis libras de harina; ¿y dónde tomarlas?

- ¿Es que no tienes harina suficiente? - ¿De la mía? - exclamó el viejo sonriendo con desdén -. Tengo tierra para tres almas. En Navidad, toda la provision está ya consumida. - Pero entonces, ¿qué hacéis? - Uno se las arregla: no queda más remedio. Tengo un hijo en el servicio. Además, tomamos anticipos en casa de vuestra señoría, pero ya hemos cogido todo antes de la Cuaresma. Y los impuestos todavía no están pagados. - ¿Cuánto son los impuestos? - Diecisiete rublos cada plazo, nada más que por la casa. ¡Ah, Dios mío, una vida que ni siquiera sabe uno cómo valerse! - ¿No podría entrar en vuestra isba? - preguntó Nejludov. Al mismo tiempo avanzaba por el patio y pisaba la capa de estiércol de azafranado color amarillo y de violento olor que la horca no había removido aún. - Está bien, entre - respondió el viejo. Luego, con un movimiento rápido de sus pies descalzos entre cuyos dedos corría un líquido amarillento, se adelantó a NejIudov y le abrió la puerta de la isba. Sin dejar de ajustarse sus pañolones y bajarse las faldas, las mujeres miraban con temerosa curiosidad a aquel elegante barin, tan limpio, con sus gemelos de oro, que entraba en sus casas. Dos niñitas salieron corriendo de la isba; Nejludov se agachó, se quitó el sombrero y penetró en el zaguán y luego en la habitación, estrecha y sucia, impregnada de un agrio tufillo a cocina. Cerca del fogón, una mujer anciana, arremangada, dejaba ver sus desnudos brazos, flacos y curtidos. - Es nuestro barin, que viene a visitarnos - le dijo el viejo. - Pues bien, dignese entrar - dijo la vieja con afabilidad, echándose inmediatamente para abajo los puños de la camisa. - He querido ver un poco cómo vivíais - dijo Nejludov. - ¡Ya puedes ver cómo vivimos! - respondió con atrevimiento la vieja, sacudiendo nerviosamente la cabeza-. La isba está a punto de desplomarse, y es seguro que matará a alguien. Pero el viejo opina que está bien. Y así vivimos y reventamos - dijo la vieja con amargura -. Mira, voy a reunir a la gente de la casa para la comida; tengo que dar de comer a los trabajadores. - ¿Y qué vais a tomar de comida? - ¿Que qué vamos a tomar? ¡Oh, podemos darnos por satisfechos! Primer plato: pan y kvass (Bebida fermentada hecha con harina de trigo y de centeno. - N. del T.); segundo plato: kvass y pan. Ella se echó a rear, abriendo de par en par su boca desdentada. - No, sin bromas; enseñadme lo que vais a comer hoy. - Comer - dijo el viejo riendo -. Nuestra comida no tiene nada de complicada. ¡Enséñasela, vieja! La mujer meneó de nuevo la cabeza. - Se te ha ocurrido la idea de venir a ver nuestra comida de mujiks. ¡Ah, eres un barin curioso, ya lo veo; quieres saberlo todo! Pues bien, ya te lo he dicho: vamos a comer pan y kvass y luego stchi (Sopa de coles con carne, pero la gente humilde reemplaza la carne por el pescado.- N. del T.), porque nuestras mujeres han traído unos pescaditos; y después de eso, patatas. - ¿Y eso es todo? - ¿Qué más quieres? Le daremos color el stchi con un poco de leche - respondió la vieja sonriendo con aire astuto, dirigidos los ojos hacia la entrada. La puerta se había quedado abierta. E1 zaguán estaba lleno de gente: niños, jovencitas, mujeres con recién nacidos agarrados al seno; y toda aquella multitud amontonada miraba al extravagante barin que

quería enterarse de lo que comían los mujiks. Y la vieja sonreía, evidentemente con malicia, porque se sentía muy orgullosa de su manera de recibir a un barin. - Sí, puede decirse que es una pobre vida la nuestra - insistió el viejo-. ¡Bueno!, ¿qué queréis aquí?-gritó a los curiosos que se estacionaban a la puerta. - ¡Ahora, adiós! - dijo Nejludov, experimentando un poco de malestar y de vergüenza, sin saber definir el motivo. - Gracias humildemente por su visita - dijo el viejo. En el zaguán, la multitud se apartó para dejar pasar a Nejludov. Pero una vez en la calle y resuelto a continuar su paseo, se fijó en dos chiquillos, descalzos, que lo seguían. El mayor llevaba una camisa sucia, blanca en otros tiempos; el otro, flacucho, tenia una camisa rosa descolorida. Nejludov se volvió hacia ellos. - ¿Y adónde vas ahora? - le preguntó el chiquillo de la camisa blanca. - A casa de Matrena Jarina - respondió Nejludov -. ¿La conocéis? El más pequeño, el de la camisa rosa, se echó a reír. El otro respondió con gran seriedad: - ¿Qué Matrena? ¿Es vieja? - Sí, es vieja. -¡Ah! Entonces debe de ser Semenija, que vive al extremo del pueblo. Nosotros lo guiaremos. ¡Vamos, Fedia, guiémoslo! - ¿Y los caballos, entonces? - ¡Bah, eso no importa! Habiendo accedido Fediá, los tres empezaron a subir por la larga calle del pueblo. V Nejludov se sentía más a sus anchas con aquellos dos chiquillos que con las personas mayores, y charlaba con ellos mientras seguía caminando. El más pequeño, el de la camisa rosa, no reía ya y hablaba con tanta inteligencia y discernimiento como el mayor. - Bueno, ¿quién es el más pobre del pueblo? - preguntó Nejludov. - ¿El más pobre? Mijail es pobre, y luego Semion Makarov; está también Marfa, que es muy pobre. - Y Anissia lo es más todavía. Anissia ni siquiera tiene vaca. Pide limosna - recalcó el pequeño Fedia. - Es verdad que no tiene vaca - replicó el de más edad -, pero en casa de ella no son más que tres, mientras que en casa de Marfa son cinco. - Sí, pero Anissia es viuda - insistió el pequeño. - Dices que Anissia es viuda; pero Marfa es como si lo fuera también. Tampoco ella tiene a su marido. - ¿Y dónde está su marido? - preguntó Nejludov. - Alimenta sus piojos en la cárcel - respondió el mayor, empleando la expresión acostumbrada. - El verano pasado cortó dos chopos en el bosque del señor; entonces lo metieron en la cárcel - se apresuró a decir Fedia -. Hace ya seis meses que está allí, y su mujer pide limosna. Tiene tres hijos, y además su madre, que es muy vieja - añadió con aire de persona mayor. - ¿Y dónde vive? - Ésa es su casa - dijo el niño, señalando al borde del sendero que seguían una isba ante la cual se balanceaba con esfuerzo sobre sus arqueadas piernecitas un niñito muy pequeño de rubia cabeza.

- Vasska, bribonzuelo, ¿quieres entrar de una vez? - gritó desde la casa una mujer joven aún, vestida con una camisa y una falda tan sucias, que parecían cubiertas de cenizas. Con aire espantado a la vista de Nejludov, se lanzó a la calle, cogió a su hijo y se lo llevó a la isba. Se habría dicho que temía para él algo por parte del barin. Era la mujer cuyo marido estaba en la cárcel desde hacía seis meses por haber cortado dos chopos en los bosques de Nejludov. - Bueno, ¿y Matrena, también ella es pobre? - preguntó a medida que se acercaban a su isba. - ¿Cómo va a ser pobre? ¡Vende bebidas! - replicó con tono resuelto el chiquillo de la camisa rosa. Ante la isba de Matrena, Nejludov se despidió de sus dos guías, entró en el vestíbulo y pasó a la habitación contigua, que no tenía más de dos metros de anchura, por lo que un hombre demasiado alto no habría podido tenderse en el lecho que se encontraba detrás de la estufa. «En esta misma cama - pensaba -, Katucha ha dado a luz y ha estado mucho tiempo enferma.» Casi toda la habitación donde había entrado, tropezando con la cabeza en la baja puerta, estaba ocupada por un bastidor de tejer que la vieja acababa de poner en orden con ayuda de la mayor de sus nietas. Otras dos nietecillas suyas corrieron a la isba en seguimiento del barin y se detuvieron a la puerta, apoyándose en las jambas con las manos. - ¿Qué quiere usted? - preguntó con malhumor la vieja, irritada porque el negocio no marchaba bien, y siempre dispuesta, en su calidad de tabernera, a desconfiar de los desconocidos. - Soy el propierario. Querría hablar contigo. La vieja miró primero en silencio, examinándolo con atención. Y de pronto su rostro se iluminó. ¡Ah, eres tú, pichoncito mío! Y yo, vieja bestia, que no te reconocía. Y me decía: seguramente es un forastero cualquiera. ¡Y resulta que eres tú, mi halcón radiante! - exclamó ella esforzándose en que la voz le saliera amable. - Quisiera hablarte a solas - dijo Nejludov, señalando en dirección a la puerta, que se había quedado abierta, y donde estaban los niños y una mujer joven y flaca que llevaba un pequeño ser vestido de andrajos remendados, de rostro azulenco, sobre el cual el sufrimiento imprimía una especie de sonrisa. - ¿Qué tenéis que ver aquí? ¡Esperad a que coja la muleta! - gritó Matrena volviéndose hacia ellos -. ¡Cerrad la puerta, vamos! Los niños se eclipsaron, y la mujer se alejó con el suyo, tirando de la puerta tras ella. - ¡Y yo que me preguntaba que quién sería! ¡Y era mi guapo barin en persona, mi joya de oro que una querría estar viendo siempre! ¡Y he aquí dónde ha entrado! ¡No lo ha tenido a menos! ¡Ah, mi diamante! Siéntate por aquí, excelentísimo, allí, en el banco - prosiguió ella después de haber limpiado cuidadosamente, con su delantal, el banco que se encontraba en el sitio de honor, bajo los iconos -. Y yo que pensaba: ¿Quién diablos está ahí? ¡Y he aquí que es él, su excelencia en persona, mi barin, mi bienhechor, nuestro padre nutricio! ¡Perdóname! ¡Vieja tonta, me he quedado ciega! Nejludov se sentó. Delante de él, la vieja permanecía en pie, la mano derecha bajo la barbilla y el puntiagudo codo del brazo derecho sostenido por la mano izquierda. Y prosiguió con voz cantarina: - ¡Ay, qué viejo te has vuelto, excelencia! ¡Tú eras antes tan guapo, y ahora hay que ver cómo estás! Por lo que veo, son también tus preocupaciones. - Por mi parte, he venido a preguntarte si te acuerdas de Katucha Maslova. - ¿Catalina? ¿Cómo no acordarme de ella? Es mi sobrina. ¿Cómo no acordarme? ¡Cuántas lágrimas me ha hecho derramar! Y es que yo sé todo lo que pasó. Bueno, padrecito, ¿quién no ha pecado contra Dios y quién no está en falta con el zar? Es también la juventud; y el té, y el café que se ha bebido. Y entonces, el Impuro viene y lo estropea todo. Y es que es muy fuerte. Luego, ¿qué hacer? Porque si tú la hubieses abandonado, pero, ¡cómo la recompensaste! ¡Le regalaste un billete de cien rublos! ¿Y qué hizo ella? Imposible hacerla atenerse a razones. Tan dichosa como seria si me hubiese escuchado. Por

más que sea mi sobrina, te lo diré francamente: ¡es una muchacha sin principios! Podía haber estado muy bien en el puesto que le busqué. Pero no, no quiso someterse; insultó a su amo. ¿Es que nosotras tenemos derecho a insultar a nuestros amos? Entonces la despidieron. Y tampoco quiso continuar en un puesto muy bueno que le salió en casa del guarda forestal. -Quería preguntarte a propósito del niño. Ella dio a luz aquí, desde luego. ¿Dónde está el niño? - ¿El niño, padrecito? Ya me encargué yo bien de arreglar las cosas. Ella estaba muy enferma; no creían que pudiese escapar con vida. Entonces hice bautizar convenientemente a la criatura y lo envié luego a un hospicio. ¿Para qué dejar que se consumiese aquel angelito, puesto que la madre se moría? Otras se comportan de una manera distinta: retienen al niño, no pueden alimentarlo y el pobrecito se muere. Pero yo me dije: tengo que hacer un esfuerzo; voy a enviarlo al hospicio. Como tenía dinero, pude mandarlo allí. - ¿Tenía un número? - Claro que lo tenía. Pero murió inmediatamente. Ella me dijo que, apenas llegado al hospicio, murió. - ¿Quién es ella? - Aquella mujer que vivía en Skorodnoie. Era su profesión. Se llamaba Melania; pero ahora ha muerto. Una mujer muy inteligente. Fíjate lo que hacía: cuando le llevaban un niño, en lugar de conducirlo inmediatamente al hospicio, lo retenía en su casa y luego lo alimentaba. Cuando le traían otro, lo retenía también. Así esperaba hasta tener tres o cuatro para llevarlos todos juntos al hospicio. En su casa todo estaba organizado con mucho talento: ella tenía una gran cuna, como una cama de matrimonio, donde podía acostarse uno de largo y de costado. Pues bien, ella los acostaba a los cuatro, las cabezas bien separadas, para que no se diesen golpes, y las piernas recogidas en pañales. Y de ese modo los llevaba a todos a la vez. Les ponía biberones en sus boquitas y los pobrecillos no protestaban. - ¿Y qué pasó? -Retuvo así también al hijo de Catalina. Pero a éste no lo conservó más de quince días en su casa y allí le cogió la enfermedad. - ¿Era un niño hermoso? - ¡Oh, un niño tal que no podía haberlo mejor! ¡Tu vivo retrato! - añadió la vieja guiñando sus arrugados ojos. - ¿Y por qué enfermo? ¿Le dieron mal de comer? - Nada de eso. No fue más que la extrañeza. Se comprende, no era hijo suyo. ¡Con tal de poderlo llevar con vida hasta el hospicio! Me dijo que apenas llegado a Moscú, murió. Ella trajo un certificado: todo estaba en regla. Era una mujer que tenía muy buena cabeza. Y Nejludov no pudo enterarse de más detalles respecto a su hijo. VI Después de haber tropezado de nuevo dos veces con la cabeza en las puertas de la isba, Nejludov salió a la calle, donde lo aguardaban los dos chiquillos. Otros niños se habían unido a ellos, y también mujeres; entre ellas estaba la desgraciada que llevaba un niñito macilento cubierto de harapos remendados. Éste continuaba sonriendo, con una sonrisa de toda su carita de viejecillo, y no cesaba de mover sus grandes dedos engarfiados. Nejludov comprendía que era la sonrisa del sufrimiento, y preguntó quién era aquella mujer. - Es Anissia, de la que te he hablado - dijo el mayor de los chiquillos.

Nejludov se volvió hacia ella. - ¿Cómo vives? ¿De qué te alimentas? - le preguntó. - ¿Que cómo vivo? De lo que me dan - respondió Anissia. Y se echó a llorar. El rostro del niño envejecido se había dilatado en una sonrisa, y sus delgadas piernas se retorcían como gusanos. Nejludov sacó su cartera y dio diez rublos a la mujer. No había andado dos pasos cuando lo abordó otra mujer con un niño, y luego otra mujer. Todas proclamaban su miseria y solicitaban un socorro. Nejludov distribuyó entre ellas sesenta rublos en billetes pequeños que llevaba consigo; y, con un profundo sentimiento de tristeza, regresó a la casa, o, más bien, al ala habitada por el administrador. Éste salió a su encuentro con su inalterable sonrisa y le anunció que los campesinos se reunirían por la tarde. Nejludov le dio las gracias y, sin penetrar en el interior, fue a pasearse por el jardín, por los viejos senderos invadidos por la hierba y alfombrados con blancas flores de los manzanos, meditando en lo que había visto. Todo estaba tranquilo; pero, poco después, oyó en el alojamiento del administrador dos voces de mujeres irritadas que querían hablar a la vez, y de cuando en cuando se mezclaba 1a voz tranquila del administrador. Nejludov aguzó el oído. - ¡Esto es superior a mis fuerzas! ¿Es que quieres arrancarme entonces hasta la cruz que llevo al cuello? - decía una voz indignada de mujer. - ¡Pero ella no entró en el campo más que un momento! - decía otra voz -. ¡Devuélvemela, lo digo! ¿Por qué haces sufrir al animal y a los niños que están sin leche? - Paga, con dinero o con trabajo - respondió la voz plácida del administrador. Nejludov abandonó el jardín y se acercó a la escalinata, cerca de la cual había dos mujeres desgreñadas, una de ellas a punto de ser madre. En los escalones, las manos en los bolsillos de su abrigo de tela gruesa, estaba en pie el administrador. Al distinguir al barin, las mujeres se callaron y se arreglaron el pañolón sobre las cabezas mientras el administrador sacaba las manos de los bolsillos y se ponía a sonreír. Según la explicación de este último, los mujiks soltaban expresamente a sus ternerillos, incluso a sus vacas, en el prado señorial. Por el momento se trataba de las vacas de estas dos mujeres, vacas que habían sido cogidas en los prados y confiscadas. E1 administrador exigía el pago de treinta copeques por vaca o, en su lugar, dos jornadas de trabajo. Las mujeres afirmaban, primeramente, que sus vacas no habían hecho más que entrar; luego, que no tenían dinero, y, por último, aunque prometiesen pagar con su trabajo, pedían que les devolviesen inmediatamente los animales, puesto que desde por la mañana estaban sin forraje y mugían quejumbrosamente. - No sé la de veces - dijo el administrador, volviéndose hacia Nejludov como para tomarlo por testigo - que les he dicho con toda seriedad: «Cuando recojáis vuestro ganado, no dejéis de vigilarlo.» - Pero si yo no entré en casa más que un momento para ver a mi niño, y ya se habian escapado. - Pues bien, no hace falta que te vayas cuando es el momento de vigilar. - ¿Y quién va a dar de comer al pequeño? ¡No vas a ser tú quien le dé la teta! - Todavía, si mi vaca hubiese pastado realmente en la pradera, bien está, pero acababa de entrar decía la otra. - Han acabado con todos los pastos - dijo el administrador a Nejludov -. Si no se les hiciese escarmentar, no habría ni un puñado de heno. - ¡Ay, no digas pecado! - gritó la mujer encinta -. ¡Nunca han cogido a mis animales! - Pues bien, hoy han cogido a uno. Así, pues, paga o trabaja.

-Bueno, trabajaré. Pero primero devuélveme la vaca, ¡no dejes que se muera de hambre! - gritó con cólera -. Aparte de eso, no tengo ya ni un solo instante de descanso, ni de día ni de noche. Mi suegra está enferma, mi marido está siempre borracho perdido; sólo estoy yo para hacerlo todo y ya no tengo fuerzas. ¡Ojalá se te atraviese en la garganta mi trabajo! Nejludov rogó al administrador que ordenase que soltaran las vacas y regresó al jardín para continuar allí sus reflexiones, pero ya no tenía tema sobre el cual reflexionar. Ahora todo se le presentaba tan claro, que no se cansaba de asombrarse de que los demás y él mismo no hubiesen visto, no hubiesen comprendido desde hacía mucho tiempo lo que era tan evidente. El pueblo muere, pero está acostumbrado a su lenta agonía; y este estado precario extrae de sí mismo los elementos particulares que lo sostienen: la mortalidad infantil, el trabajo exagerado impuesto a las mujeres, la falta de alimentos para todos, en especial para los viejos. Y, al llegar gradualmente a esta situación, el pueblo acaba por no ver ya el horror de la misma y por no quejarse de ella. Y nosotros, a nuestra vez, juzgamos esta situación natural y fatal. Ahora, Nejludov veía claro como el día que la causa principal de la miseria de la que el pueblo tiene conciencia y que pone siempre en primer lugar, reside sobre todo en el hecho de que ha sido desposeído de la tierra, única capaz de alimentarlo. Es evidente, por otra parte, que los niños y los viejo mueren porque no tienen leche, y que no tienen leche porque no tienen tierras donde hacer pastar al ganado, recoger trigo y heno; en una palabra, que la causa principal, o por lo menos inmediata, de la miseria de los campesinos es que la tierra, su única nutridora, no les pertenece a ellos, sino a los que se aprovechan de sus propiedades rústicas para vivir del trabajo del prójimo. Ahora bien, la tierra es hasta tal punto indispensable para los hombres, que mueren por no tenerla. Y estos mismos hombres, reducidos a la necesidad más extrema, la cultivan a fin de que el grano que ella produce se venda al extranjero y que el terrateniente pueda comprarse sombreros, bastones, bronces, calesas, etcétera. Y todo aquello, para Nejludov, era también tan evidente ahora como es evidente que los caballos encerrados en un prado del que se han comido toda la hierba, adelgazan y revientan de hambre si no se les deja la posibilidad de pastar la hierba del prado vecino. Y eso es terrible, ¡eso no puede y no debe ser! Hace falta, pues, encontrar el medio de destruir este estado de cosas o al menos no cooperar a él uno mismo. «¡Y ese medio lo encontraré! - pensaba, yendo y viniendo por la alameda de los chopos -. En las sociedades sabias, en las administraciones, en los periódicos, especulamos sobre las causas de la miseria del pueblo y sobre los medios de hacerla cesar, pero dejamos de lado el único medio que permitiría mejorar la suerte de los campesinos, y que consiste en devolverles la tierra que se les ha arrebatado.» Y se acordó claramente de las teorías de Henry George y del entusiasmo que en otros tiempos había sentido por ellas; al mismo tiempo se asombró de haber podido olvidarlas. «La tierra no debería ser un objeto de propiedad particular, ni un objeto de compraventa, como no lo son el agua, el aire y los rayos de sol. Todos los humanos tienen, respecto a la tie rra y a lo que ella produce, un derecho igual.» Comprendió entonces las causas secretas de su vergüenza en cuanto a los convenios concertados en Kuzminskoie. Es que, a sabiendas, él mismo se había dejado inducir al error. Al mismo tiempo que negaba al hombre el derecho de poseer la tierra, se había reconocido para sí ese derecho y no había hecho entrega a los mujiks más que de una parte de un bien que en el fondo de su alma sabía qúe no debía pertenecerle. Hoy, por lo menos, obraría de otra manera y desharía en seguida lo que había hecho en Kuzminskoie. Y mentalmente elaboró un proyecto nuevo: el de alquilar sus tierras a los campesinos cediéndoles incluso el precio que pagarían por el arrendamiento y que serviría para pagar sus impuestos y cubrir los gastos de la comunidad. No era todavía el single- tax soñado, pero era el medio que más se le

acercaba y el más realizable en la actualidad. Lo principal era que él renunciase por su parte a su derecho de posesión rústica. Cuando regresó al alojamiento del administrador, éste le anunció, con una sonrisa más claramente halagadora, que la comida estaba lista; temía sin embargo que se hubiera quemado un poco, a pesar de los cuidados puestos por su mujer y por la muchacha encargada de las faenas de la casa. La mesa estaba cubierta por un mantel de tela cruda, y una toalla bordada hacía las veces de servilleta; sobre la mesa, en una sopera de vieja porcelana de Sajonia, de asas rotas, humeaba una sopa de patatas hecha con la carne de aquel mismo gallo que Nejludov había visto alargar alternativamente sus negras patas. Ahora, el gallo estaba descuartizado, y algunos trozos conservaban aún las plumas. A la sopa sucedió el gallo con su plumilla tostada y luego pastelillos de queso blanco con abundancia de mantequilla y azúcar. Por poco atractivo que fuese todo aquello, Nejludov comía sin darse cuenta, absorto en el pensamiento del nuevo proyecto que, hacía poco, había disipado el malestar con el que volvió de su paseo por el pueblo. Por la puerta entreabierta, la mujer del administrador vigilaba la manera de servir de la joven criada. Y el marido, todo orgulloso de los talentos culinarios de su mujer, se esponjaba cada vez más en su plácida sonrisa. Después de comer, Nejludov obligó al administrador a que se sentara a la mesa. Experimentaba la necesidad de hablar, a fin de controlarse a sí mismo y, a la par, comunicar a alguien lo que tan preocupado lo tenía. Participó al administrador su proyecto de ceder las tierras a los mujiks y le pidió su opinión. La sonrisa del administrador tuvo la pretensión de expresar que pensaba todo eso desde hacía ya mucho tiempo y que estaba encantado de oírlo decir. En realidad, no había comprendido ni una sola palabra, no porque Nejludov se hubiese expresado mal, sino porque lo veía renunciar a su interés personal en pro del interés de los demás; y por su parte, el administrador juzgaba que ningún hombre era capaz de preocuparse de otra cosa que de su interés propio sin importarle quién saliese perjudicado. Tanto, que creyó haber comprendido mal la propuesta de Nejludov consistente en dedicar todo el ingreso de sus tierras a constituir para los campesinos un capital que bastase para las necesidades de la comunidad. - Ya comprendo. Así es que usted recibirá los intereses de ese capital, ¿no es así? - dijo, todo radiante. - ¡Nada de eso! Compréndame. Les cedo completamente mis tierras. - Y entonces, ¿no recibirá usted renta? - exclamó el administrador dejando de sonreír. - Pues bien, no. Renuncio a ellas. A un profundo suspiro del administrador sucedió rápidamente una nueva sonrisa. Ahora había comprendido, pero había comprendido que Nejludov no estaba en sus cabales, y su primera preocupación era la de pensar en aprovecharse de aquello. Se esforzaba en enfocar la cuestión desde un ángulo que le permitiese sacar un beneficio de aquel proyecto de abandono de la tierra. Pero cuando descubrió que esto era imposible, se entristéció y dejó de interesarse por el plan. Sin embargo, para ser agradable al dueño, siguió sonriendo. Ál ver que el administrador no lo comprendía, Nejludov dejó que se marchase y se sentó a la mesa toda manchada de tinta y llena de muescas, donde empezó a redactar su proyecto. El sol acababa de ponerse tras las hojas nuevas de los tilos. Bandadas de mosquitos habían invadido la habitación y le picaban a Nejludov. Y, cuando hubo acabado de escribir, oyó por la ventana el ruido de los rebaños que regresaban, el rechinar de las puertas que se abrían a los patios, las voces de los mujiks que se dirigían a la reunión. Declaró entonces al administrador que no quería recibir a los campesinos en la oficina, sino que iría a hablarles al pueblo, donde debían reunirse. Luego bebió rápidamente una taza de té servida por el administrador y se encaminó de nuevo hacia el pueblo.

VII Los campesinos se habían reunido en el patio del staroste y charlaban ruidosamente; pero, al acercarse Nejludov, guardaron silencio y, como los de Kuzminskoie, se quitaron sucesivamente su gorro o su gorra. Aquellos mujiks eran mucho más primitivos que los de Kuzminskoie; y, lo mismo que las muchachas y las mujeres llevaban zarcillos de piel en las orejas, casi todos los hombres iban calzados con botas de fieltro y vestidos con caftanes. Algunos incluso estaban descalzos y otros en mangas de camisa, tal como volvían de los campos. Nejludov, dominando su emoción, les comunicó desde el principio que estaba resuelto a cederles sus tierras. Ellos lo escuchaban sin decir palabra y con rostro impasible. - La verdad es que creo - continuó Nejludov, ruborizándose - que todos los hombres tienen derecho a disfrutar de la tierra ¡Desde luego; es verdad! - exclamaron algunas voces de mujiks. Prosiguiendo su exposición, Nejludov dijo que la renta de la tierra debía repartirse entre todos y que, por consiguiente, estaba dispuesto a cederles sus tierras a cambio de una renta que fijarían ellos mismos y que estaría destinada a constituir un capital social reservado para el propio use de ellos. Continuaron dejándose oír palabras de aprobación; pero los rostros de los campesinos se iban poniendo cada vez más serios, y sus miradas, clavadas al principio en el barin, se bajaban hacia el suelo; parecían querer evitar alguna vergüenza a Nejludov al mostrarle que habían adivinado su astucia, por la que ninguno se dejaría engañar. Él hablaba sin embargo lo más claramente que le era posible y a hombres que no eran unos zoquetes; pero no lo comprendían y no podían comprenderlo, por la misma razón por la que también el administrador había tardado mucho tiempo en comprenderlo. Estaban convencidos de que la única preocupación de cualquier hombre es la de buscar su propio interés. Y en cuanto a los terratenientes en particular, desde hacía varias generaciones, sabían por experiencia que estos propietarios buscaban siempre beneficiarse a costa de ellos; por tanto, si el amo los reunía para presentarles alguna propuesta nueva, estaban convencidos de antemano de que era para explotarlos aún más. - Bueno, ¿qué precio le ponen ustedes a la tierra? - preguntó Nejludov. - ¿Cómo poner precio? Eso nos es imposible. La tierra es de usted, usted es el que manda respondieron varias voce entre la multitud. - Pero es que os estoy diciendo que solamente vosotros os beneficiaréis de ese dinero para las necesidades de la comunidad. - Eso no puede ser. La comunidad es una cosa, y nosotros somos otra. - ¡Tratad de comprender! - dijo el administrador, quien se había acercado a Nejludov con el deseo de explicar el asunto -. No os dais cuenta de que el príncipe os propone el arrendamiento de la tierra a cambio de dinero, pero ese dinero volverá a vuestro capital para vuestra comunidad. - Comprendemos muy bien - dijo sin levantar los ojos un viejecillo desdentado de aire ceñudo -. Es como si se dijera dinero colocado en un banco. Pero de cualquier forma habrá que pagar al vencimiento, y es lo que no queremos hacer. Bastante trabajo nos cuesta ya ir tirando. Para nosotros sería la ruina completa. - Eso no nos conviene en absoluto. Preferimos seguir como antes - gruñeron voces descontentas, incluso groseras. Pero la resistencia se acentuó mucho más cuando Nejludov anunció que dejaría en la oficina del administrador un contrato firmado por él y que ellos tendrían que firmar a su vez.

- ¿Firmar? ¿Por qué tendríamos que firmar? Lo mismo que trabajamos ahora, continuaremos. ¿Para qué sirve todo eso? Somos unos ignorantes y no entendemos ni jota. - No podemos aceptar eso, porque no entra en nuestras costumbres. Que las cosas se dejen como están. Solo que no nos pidan ya más las simientes, con eso bastará - gritaron algunas voces. Eso significaba que los campesinos estaban obligados a suministrar los granos para los campos que trabajaban, y pedían ahora que los granos fuesen proporcionados por el propietario. - Entonces, ¿os negáis? ¿No queréis haceros cargo de la tierra? - preguntó Nejludov a un joven campesino de rostro reluciente, vestido con un caftán remendado, descalzo, que llevaba en la mano izquierda su desgarrada gorra, a la manera de los soldados que han recibido la orden de descubrirse. - ¡Perfectamente! - respondió el mujik, que todavía no se había desprendido de la hipnosis de la disciplina militar. - Entonces, ¿es que tenéis bastante tierra? - insistió Nejludov. - ¡Absolutamente no! - replicó el ex soldado, manteniendo delante de él su desgarrada gorra, como si se la estuviera ofreciendo a alguien que quisiera aprovecharse de ella. - No importa. Reflexionad sobre lo que os he dicho - dijo Nejludov, estupefacto. Y les repitió su propuesta. - Está todo reflexionado. Será como hemos dicho nosotros - declaró con tono desdeñoso y rostro ceñudo el viejo desdentado. - Permaneceré aquí aún un día. Si cambiáis de opinión, vendréis a decírmelo. Los mujiks no respondieron. Así, sin haber podido sacar nada de ellos, Nejludov regresó tristemente a la oficina. - Ya ve usted, príncipe - le dijo el ádministrador con su sonrisa untuosa -; no llegará usted nunca a entenderse con ellos: el mujik es tozudo. Cuando está en asamblea, se cierra a la banda y ni el mismo diablo podría convencerlo. Porque tiene miedo de todo. Y sin embargo, entre estos mismos mujiks los hay inteligentes, como por ejemplo el moreno y el viejo gruñón que rehusaban las ofertas que usted les hacía. Cuando éste viene a la oficina y lo invitó a té y lo hago hablar, muestra una inteligencia notable: ¡un verdadero ministro! Le presenta a uno juicios de una sagacidad asombrosa. Pero en asamblea, ya usted lo ha visto: es otro hombre, y no se aparta de su idea. - Entonces, ¿no se podría hacer que vinieran aquí algunos de los más inteligentes? - preguntó Nejludov -. Yo les explicaría el asunto con todos los pormenores. - Sí, es posible - respondió el administrador sin dejar de sonreír. - Pues bien, haga usted el favor de decirles que vengan mañana por la mañana. - Nada más fácil; mañana estarán aquí - respondió el administrador, más radiante aún. - ¡Hay que ver ese taimado! - decía el mujik moreno de barba enmarañada que no se peinaba nunca, balanceándose sobre su bien alimentado jumento. Hablaba a su compañero, viejo y delgado, de raído caftán, que cabalgaba al lado de él, acompañados por el tintineo de las maniotas de hierro del caballo. Los mujiks llevaban a pastar de noche sus caballos a lo largo de la carretera principal (es decir, en secreto, a los bosques del amo). - « ¡Os daré la tierra por nada, no tenéis más que firmar! », y ya con eso nos tienen cogidos otra vez. Es lo que ha ocurrido siempre. Pero hoy nosotros somos tan listos como ellos - añadió el mismo mujik. Y llamó al potrillo que se había quedado atrás, pero éste ya correteaba por la pradera. - ¡Fíjate como ese hijo de perra se acostumbra a entrar en los campos del barin! - continuó, al oír el relincho y el galope del potrillo en los perfumados prados cubiertos de rocío. Y, al oír bajo los cascos del animal los crujidos de las acederas silvestres, añadió -: Fíjate, la acedera invade los prados.

- El domingo habría que mandar a las mujeres a arrancarla - dijo el mujik delgado -. De lo contrario, se echarían a perder las hoces. - « ¡Firma! », nos dice - continuó el otro mujik, volviendo a las palabras del barin -. Y si firmas, te come crudo. - Desde luego - respondió el viejo. Y guardaron silencio. No se oía más que el crujido de los cascos sobre la pedregosa carretera. VIII Al regresar, Nejludov encontró, en el cuarto de la administración que le habían preparado para pernoctar, una cama muy alta, con colchones de pluma, dos almohadas y una hermosa colcha de seda roja labrada que evidentemente formaba parte de la dote de la mujer del administrador. Éste, al conducirlo a su habitación, le preguntó si no quería primeramente terminar el resto de la comida. Nejludov rehusó y le dio las gracias. El administrador lo dejó entonces solo después de haberse excusado por haberle hecho un recibimiento tan modesto. La negativa opuesta por los campesinos no turbaba por lo demás a Nejludov. Por el contrario, aunque los de Kuzminskoie le hubiesen dado las gracias al fin, en tanto que éstos se habían mostrado descontentos y hostiles, se sentía tranquilo y dichoso. La habitación de la oficina era de una limpieza mediocre, y la atmósfera, demasiado pesada. Nejludov salió al patio con la intención de dirigirse al jardín; pero se acordó de la noche de otros tiempos, de la ventana de la cocina, de la escalinata trasera de la casa, y no se sintió con valor para volver a ver lugares manchados por el recuerdo de una mala acción. Se sentó en la escalinata delantera y, aspirando el violento perfume de los jóvenes brotes de los chopos, esparcido en el sire tibio de la noche, contempló durante largo tiempo los sombríos macizos del jardín, escuchó el tictac del molino y el canto de los ruiseñores y el de otro pájaro que silbaba monótonamente en un matorral próximo. La luz desapareció de la ventana de la habitación del administrador; la media luna, enmascarada por las nubes, reapareció hacia el Oeste, por detrás de las granjas; por instantes, relámpagos de calor iluminaron el jardín florido y la deteriorada casa. A lo lejos rugió la tormenta; poco a poco, una masa sombría invadió una tercera parte del cielo. Los ruiseñores y el pájaro que cantaba callaron. El estrépito del agua que hervia en la esclusa se acompañó con el graznido de los patos; luego, en el pueblo, en la parte baja, resonó el canto del gallo, ese canto que precede al alba en las noches de tormenta. Un proverbio asegura que, en las noches gozosas, los gallos cantan muy temprano. Y aquella noche era más que gozosa para Nejludov: estaba llena de felicidad y de encanto. En su imaginación renacían las impresiones de aquel bendito verano en que, joven inocente, había vivido aquí mismo; y se sentía igual al que era entonces; análogo al que había sido en aquella fase exquisita y soberbia de su vida, cuando tenía catorce años, cuando rogaba a Dios que le enseñase la verdad, cuando lloraba sobre las rodillas de su madre, jurándole que siempre sería bueno, que nunca le causaría penas; y análogo también al que había sido cuando su amigo Nicolenka Irteniev y el decidieron prestarse una ayuda mutua en la vía del bien y consagrar su vida entera a la felicidad de la humanidad. Se acordó entonces de la mala tentación que, en Kuzminskoie, lo había incitado a echar de menos su casa, sus bosques, sus granjas y sus tierras. Y se preguntó en aquel momento si las echaba de menos todavía. No solamente no era así, sino que le parecía extraño que eso hubiese podido ser alguna vez. Se acordó de todo lo que había visto a lo largo de la jornada: la joven madre cuyo marido estaba en la

cárcel por haber cortado un árbol en el bosque de él, de Nejludov; y la espantosa Matrena, lo bastante audaz para decirle que las jóvenes de su clase deben satisfacer las pasiones de sus amos. Se acordó de las palabras de la vieja sobre la manera como se llevaba a los niños al hospicio; volvió a ver la desgarradora sonrisa del niño envejecido, agotado por la falta de alimento; se acordó de la débil mujer encinta a la que querían obligar a trabajar para él porque, extenuada de fatiga, no había podido vigilar a su vaca, que no tenía nada de comer. E inmediatamente después, su pensamiento lo llevó a la cárcel, a las cabezas rapadas, a la hediondez de las celdas, a las cadenas; y, frente a todas estas miserias, vio el lujo insensato de su propia vida, de toda la vida de las ciudades, de las capitales, de los dueños. Y todo se hacía para él evidente y cierto. La luna, despejada ya casi del todo, se había alzado sobre la arboleda; sombras negras se alargaban en el patio, y los tejados de hierro de la casa grande aparecfan luminosos. Y como si se hubiera sentido en la obligación de saludar a esta luz, el pájaro que estaba en el matorral volvió a silbar y a chasquear con el pico. Nejludov se acordó de cómo en Kuzminskoie se había tomado la molestia de reflexionar sobre su existencia, de pensar en lo que haría, en lo que llegaría a ser. Se había planteado preguntas, pesando el pro y el contra, sin poder contestarlas, tan complicada y difícil le parecía la vida. Al plantearse aquí las mismas preguntas, se asombró de encontrarlas muy simples. Y eran simples porque él había dejado de pensar y de interesarse por lo que pasaría para pensar únicamente en lo que debía hacer. Ahora bien, cosa extraña, cuanto menos podía decidir lo que podía hacer para él mismo, tanto mejor sabía lo que debía hacer para los demás. Sabía ahora que le era preciso dar sus tierras a los campesinos porque estaba mal que él las retuviese. Sabía que no debía abandonar a Katucha, sino, por el contrario, acudir en socorro de ella y estar dispuesto a todo para redimir la falta que él había cometido. Sabía que era preciso estudiar, examinar todo aquello, ver claramente la obra, en la que él tomaba parte, de los tribunales que juzgan y castigan; sabía que veia lo que otros no ven. Ignoraba lo que debia salir de allí, pero estaba seguro de que su deber era obrar de aquella manera. Y esta firme seguridad le colmaba de alegría. La nube negra había invadido todo el cielo; a los relámpagos de calor habian sucedido verdaderos relámpagos que iluminaban el patio y la casa en ruinas; y un brusco trueno resonó por encima de su cabeza. Los pájaros se habían callado; por el contrario, las hojas de los árboles empezaron a susurrar, y, sobre la escalinata donde estaba sentado Nejludov, el viento vino a soplarle en los cabellos. Una gota, luego otra, se estrellaron sobre el tejado de hierro y sobre las hojas; el viento cesó bruscamente; un gran silencio lo sucedió, y Nejludov no habia tenido tiempo de contar hasta tres cuando, por encima de su cabeza, estalló un trueno que rodó repercutiendo por la inmensidad del cielo. Volvió a entrar en la casa. «Sí, sí - pensaba -, la obra de nuestra vida, todo el sentido de esta obra, es cosa incomprensible para mí y que jamás podría comprender. ¿Para qué existieron mis tías? ¿Por qué Nicolenka Irteniev murió y yo continúo vivo? ¿Por qué Katucha? ¿Por qué mi locura? ¿Por qué la guerra en la que tomé parte? ¿Y todo el desarreglo de mi vida ulterior? Comprender todo eso, comprender la obra del Dueño no entra en mis facultades. Pero cumplir su voluntad, tal como está escrito en mi conciencia, eso sí depende de mí, y sé que debo hacerlo y que no me quedaré tranquilo más que cuando lo haya hecho.» La lluvia caía a raudales, goteando de los tejados y, por las canales, precipitándose en los barriles. Cada vez más raros, los relámpagos iluminaban el patio y la casa. Nejludov regresó a su habitación, se desnudó y se acostó, bastante inquieto al sospechar, tras el papel sucio y desgarrado de las paredes, la presencia de chinches. «¡Sí, sentirme no dueño, sino servidor!», pensaba; y este pensamiento lo llenaba de alegría. Pero sus inquietudes estaban justificadas. Apenas había apagado la vela cuando los insectos empezaron a devorarlo.

«¡Dar mis tierras, ir a Siberia; las pulgas, las chinches, la suciedad! Sea; puesto que es necesario, soportaré todo eso.» Pero a pesar de todo su deseo, no pudo soportarlo; fue a sentarse cerca de la ventana abierta y se absorbió durante largo tiempo en la contemplación de las nubes negras que se disipaban y de la luna que emergía de nuevo. IX Como Nejludov no se había dormido hasta por la mañana, se despertó muy tarde. A mediodía, siete campesinos seleccionados, invitados por el administrador, llegaron al huerto, donde, bajo los manzanos, habían puesto una mesa y bancos hechos de tablones colocados sobre caballetes. Costó un trabajo enorme conseguir que los siete delegados se pusiesen sus gorros o gorras y se sentasen en los bancos. Sobre todo, el ex soldado se obstinaba en permanecer de pie y sujetaba delante de él su remendada gorra, del mismo modo que hacen los soldados en un entierro; estaba calzado aquel día con pedazos de tela limpia que le servian como calcetines, y con botas nuevas de fieltro. Pero cuando el decano, un viejo de ancho pecho, de aspecto venerable, con una gran barba blanca rizada como la del Moisés de Miguel Ángel, y de espesos cabellos blancos que coronaban una frente atezada por el sol, se hubo puesto su gran gorro, abotonado su caftán nuevo y se sentó en el banco, los demás siguieron su ejemplo. Una vez acomodados todos, Nejludov se sentó frente a ellos, en el otro banco, y, con su proyecto en la mano, empezó a leerlo y a explicarlo. Bien a causa del número restringido de los campesinos, bien porque la importancia de su empresa le impedía pensar en sí mismo, Nejludov no experimentaba ahora embarazo alguno. Involuntariamente se dirigía de modo del todo especial al viejo de la barba blanca rizada, del que parecía aguardar la aprobación o la critica. Desgraciadamente, se hacía ilusiones al formarse de él una gran idea, porque el venerable anciano no aprobaba, con un gesto de su hermosa cabeza de patriarca, o no movía la cabeza en señal de desconfianza más que después de ver la actitud aprobadora o reprobadora de sus vecinos; personalmente, no comprendía casi nada de lo que decía Nejludov, y no cogía el sentido más que cuando sus compañeros repetían las mismas palabras en el idioma de ellos. Nejludov era mucho mejor comprendido por el vecino del anciano, un viejecillo sin barba y tuerto, vestido con una casaca remendada y calzado con viejas botas. Era fabricante de estufas, según informó a Nejludov en el curso de la charla. Aquel viejecillo acompañaba con un movimiento de cejas cada esfuerzo que hacía por comprender, y traducía poco a poco y a su manera lo que iba diciendo el barin. De inteligencia viva también, otro viejo corpulento, de barba blanca y ojos brillantes, no dejaba escapar ninguna ocasión de insertar comentarios irónicos o divertidos; por lo visto, era su manera de lucirse. El ex soldado habría debido comprender también, al parecer, de qué se trataba si no estuviese entontecido por el espíritu soldadesco y no se hubiese empeñado en seguir un lenguaje estúpido aprendido en el servicio. El más serio de los oyentes del grupo era sin duda alguna un alto mujik con voz de bajo profundo, de larga nariz y corta barbilla, vestido con un caftán limpio y calzado con botas nuevas de fieltro. Comprendía todo, y, cuando hablaba, lo hacía con conocimiento de causa. En cuanto a los otros dos ancianos, uno de ellos era aquel viejecillo desdentado que tanta oposición había mostrado contra Nejludov el día anterior; el otro era un hombre de gran estatura, muy blanco, de

rostro bondadoso, con delgadas piernas rodeadas de tela blanca a guisa de calcetines y envueltas en polainas. Los dos guardaban silencio, escuchando sin embargo con gran atención. Nejludov comenzó por exponer sus ideas sobre la propiedad rústica. - A mi juicio - dijo -, no se tiene derecho ni a vender ni a comprar la tierra, porque los que tienen dinero comprarían de ella todo lo que quisieran, o, dicho de otro modo, extraerían todo el dinero que quisieran de quienes la cultivan. - Es verdad - dijo el hombre de larga nariz, con su profunda voz de bajo. - ¡Perfectamente bien! - opinó el ex soldado. - Una mujer coge un poco de hierba para las vacas; la detienen y, ¡venga!, a la cárcel- dijo el viejecito de aspecto modesto y bondadoso. -Nuestras tierras están a una distancia de cinco verstas; en cuanto a tomarlas en arriendo, no hay medio: piden precios que sería imposible pagar - añadió el viejo desdentado. - Nos exprimen retorciéndonos como al cáñamo. Es peor que en los trabajos forzados - recalcó el mujik de aire ceñudo. - Ésa es también mi opinión - dijo Nejludov -; y considero como un pecado poseer la tierra. Por eso he venido a dárosla. - Pues es una buena cosa - dijo el viejó de barba de Moisés, habiendo comprendido indudablemente que Nejludov quería alquilarles sus tierras. - He venido para eso. No quiero ya extraer provecho alguno de mis tierras, sino ponerme de acuerdo con vosotros sobre el modo como podríais beneficiaros de ellas. - No tienes más que dárselas a los mujiks, eso es todo - dijo el viejecillo desdentado. Esta respuesta produjo en Nejludov cierta turbación, porque notaba en ella que sospechaban de su lealtad. Pero se recobró en seguida y se aprovechó de aquel comentario para decir todo lo que tenía que decir. - Me sentiría muy satisfecho con dároslas - continuó -, pero ¿a quién y cómo? ¿A qué mujiks? ¿Por qué más bien a vuestra comunidad que a la de Deminskoïe? - Era un pueblo vecino casi desprovisto de tierras. Nadie respondió. Únicamente el ex soldado dejó oír su: «Perfectamente bien.» - Pues bien - prosiguió Nejludov -, decidme: ¿qué haríais en mi lugar? - ¿Que qué haríamos? Un reparto igual entre todos - dijo el fabricante de estufas con un rápido aleteo de los párpados. - Está claro. Repartiríamos todo entre los campesinos - apoyó el viejo bondadoso. Y todos, sucesivamente, fueron aprobando aquella respuesta que parecía satisfacerlos por entero. - Pero, ¿cómo entre todos? - preguntó Nejludov -. ¿Incluyendo también a los criados de la casa y de las fincas señoriales? - ¡Absolutamente no! - declaró el ex soldado, esforzándose en poner el rostro risueño. Pero el campesino alto y reflexivo fue de opinión contraria: - Si se reparte, hay que hacerlo igualmente entre todos - declaró con su voz de bajo, después de un instante de reflexión. - Eso no es posible - replicó Nejludov, quien ya tenía preparada su objeción -. Si yo hiciese un reparto igual, todos los que no trabajan ni cultivan ellos mismos aceptarían su parte para revenderla a los ricos. Y de nuevo éstos acapararían la tierra. Y al multiplicarse la familia de los que cultivan, su tierra tendría que ser parcelada. Y los ricos volverían a hacerse poderosos, en detrimento de los que para vivir tienen necesidad de la tierra. ¡Perfectamente bien! se apresuró a confirmar el ex soldado.

- Prohibir que nadie venda la tierra. Y que sea el poseedor de ella el que la trabaje - dijo el fabricante de estufas interrumpiendo con irritación al ex soldado. Pero Nejludov objetó que era imposible controlar si alguien cultivaba por su propia cuenta o por cuenta de otro. El mujik alto propuso organizar el cultivo sobre las bases de la asociación por gremios: - ¡Que solamente tenga tierra quien la cultiva! ¡Nada para el que no lo haga así! - dijo con su enérgica voz de bajo. Para aquel proyecto comunista, Nejludov tenía igualmente dispuesta una objeción irrebatible. Respondió que todo el mundo debería tener entonces igual número de carretas y de caballos y realizar la misma cantidad de trabajo; o bien que caballos, carretas, trillos y todo lo que tenían fuesen puestos en común. Y, para eso, hacía falta que previamente se pusieran de acuerdo. - Entre nosotros nunca nos pondremos de acuerdo sobre eso - afirmó el viejecillo de aire desdeñoso. - Inmediatamente habría una batalla - declaró el viejo de barba blanca, con una risa en los ojos. - Y además, ¿cómo repartir la tierra según sus cualidades? - dijo Nejludov-. ¿Por qué unos tendrían tierra de regadío y otros tierra de secano o arenosa? - Pues se repartiría igualmente cada cualidad - replicó el fabricante de estufas. Nejludov respondió a eso que no se trataba solamente del reparto en una comunidad única, sino en general y por todas partes: ¿por qué unos habían de tener tierra buena y otros tierra mala? Todos querrían tierra buena. - ¡Perfectamente bien! - dijo el ex soldado. Los demás guardaban silencio. - Estáis viendo claramente que no es tan fácil como parece - dijo Nejludov -. Y, además de nosotros, hay otras personas que estudian estos problemas. Por ejemplo, un norteamericano llamado George. Pues bien, he aquí lo que él ha pensado, y yo soy de su opinión. - Tú eres el dueño, no tienes más que decir lo que piensas: todo depende de ti - interrumpió el viejecillo enfurruñado. Esta interrupción turbó a Nejludov. Pero tuvo la satisfacción de ver que no era él el único en considerarla inoportuna. - Espera, tío Semion, deja primero que se explique - dijo con su voz de bajo el sesudo mujik. Así animado, Nejludov empezó a explicarles la doctrina de Henry George sobre el impuesto único. - La tierra no es de nadie más que de Dios - dijo. - ¡Muy bien dicho! ¡Perfecto! ¡Una gran verdad! - aprobaron varias voces. - La posesión de toda la tierra debe ser común, teniendo todos sobre ella un derecho igual. Pero hay tierra que es buena, y otra que no es tan buena. Y cada cual querría tierra de la buena. ¿Cómo igualar entonces las partes? Es preciso que el que explota una tierra buena pague, a quienes no disponen de eso, el valor de la suya. Y como es difícil determinar quiénes son los que deben pagar y a quiénes deben pagar; como, en la vida actual, el dinero es preciso para las necesidades de la comunidad, la solución más prudente es la de decidir que cualquiera que explote una tierra pague a la agrupación, para las necesidades comunes, una renta proporcionada al valor de su tierra. Así quedaría establecida la igualdad. Tú quieres poseer una tierra: paga, pues, más por la que es buena que por la que es mala. Y, si no quieres tener tierra, no tendrás nada que pagar. Solamente los que poseen tierra deberán pagar el impuesto para las necesidades sociales. - Es muy justo - dijo el fabricante de estufas arqueando las cejas -. Tu tierra es mejor, paga más caro. - ¡Una cabeza bien sentada la de ese George! - exclamó el decorativo anciano con barba de Moisés. -Con tal sólo que el precio no sobrepase nuestros medios-dijo el mujik alto, comprendiendo adónde había que ir a parar.

- El precio no debe calcularse ni muy alto ni muy bajo. Demasiado alto, no es posible pagarlo, y se producirían vacíos; demasiado bajo, todos estarían dispuestos a comprar tierras a los demás y comenzaría de nuevo la especulación de la tierra. - Todo eso es verdad y lo hemos comprendido muy bien. Eso nos conviene - respondieron los campesinos. - ¡Vaya una cabeza! - repitió el viejo de barba de Moi. sés -. ¡George! ¡Y pensar que ha inventado todo eso! - ¿Y si yo quisiera también adquirir tierras? - insinuó el administrador con una sonrisa. - La participación es libre: tómela y trabájela - replicó Nejludov. - ¿Qué necesidad tienes tú de tener tierras? Bastante rico eres ya como estás - dijo el viejo de ojos risueños. Y con aquello terminó la discusión. Una vez más Nejludov repitió la síntesis de su proyecto, pero sin pedir una respuesta inmediata; aconsejó, por el contrario, a los delegados que no se la hiceran conocer antes de que se hubieran puesto de acuerdo con todos los demás campesinos. Los mujiks le prometieron comunicarlo todo a la comunidad y decirle lo que se decidiera; luego se despidieron y se alejaron. Durante mucho tiempo se oyó en la carretera el estallido de sus voces animadas y sonoras, que, bien entrada la anochecida, repercutían sún por encima del río del pueblo. Al día siguiente no hubo trabajo, y los mujiks pasaron el tiempo discutiendo las ofertas del barin. Pero la comunidad estaba dividida en dos bandos: en uno se consideraban ventajosa: y sin peligro las propuestas del barin, y los campesinos del otro bando se obstinaban en ver en aquello una astucia cuya intención se les escapaba, por lo que la temían más aún. Sólo al día siguiente pudieron ponerse de acuerdo para aceptar las propuestas de Nejludov, y volvieron para anunciárselo. Y este consentimiento era resultado de la opinión, expresada por una anciana y compartida igualmente por los viejos, de que el barin obraba así por la salvación de su alma. De este modo, todo peligro de astucia quedaba descartado. Esta explicación obtuvo crédito tanto más fácilmente cuanto que los mujiks veían a Nejludov, desde su llegada a Panovo, caritativo con todo el mundo y distribuyendo mucho dinero. Es que, por primera vez en su vida, veía de cerca las miserias de los campesinos y su existencia extremadamente precaria. Impresionado por esta pobreza y aun juzgando irrazonable desprenderse así de tanto dinero, no podía menos que darlo, tanto más cuanto que en Kuzminskoie había recibido una suma bastante grande por la venta de un bosque, y un anticipo sobre la del material. Al enterarse de que el barin daba dinero a quien se lo pedía, todos los necesitados de la comarca, principalmente las mujeres, habían acudido para solicitar de él un socorro. Eso lo ponía muy perplejo, porque no sabía qué hacer, ni cuánto ni a quién dar. Teniendo mucho dinero, no se sentía con fuerzas para negárselo a pobres diablos que se lo pedían, y, por otra parte, no era apenas razonable entregarlo al azar. El último día que permaneció en Panovo subió a la casa grande para proceder al examen de los objetos que quedaban allí. En el cajón inferior de una cómoda de caoba, ventruda, adornada con anillas de bronce introducidas en fauces de leones, la cual había pertenecido a una de sus tías, descubrió, entre un paquete de viejas cartas, una fotografía donde estaban reunidos Sofía Ivanovna, María Ivanovna, Nejludov en uniforme de estudiante, y Katucha, pura, fresca, desbordante de alegría de vivir.

Renunciando a todos los demás objetos, Nejludov no recogió más que las cartas y la fotografía. En cuanto al resto: la casa, los muebles, lo cedió todo al molinero por la décima parte del precio, gracias a la intervención del administrador. Al recordar el pesar que había tenido en Kuzminskoie por renunciar a sus propiedades, se quedó estupefacto de haber experimentado semejante sentimiento. Ahora lo invadía una impresión deliciosa de liberación, mezclada al encanto de la novedad, tal como debe de sentirla el explorador que descubre una tierra nueva. X Al regreso de Nejludov a la ciudad produjo en el una impresión nueva y extraña. Llegó de noche, a la luz de las farolas, y se dirigió inmediatamente a su apartamento. Un violento olor a naftalina llenaba las habitaciones. Agrafena Petrovna y Kornei estaban, los dos, cansados y de malhumor; incluso se habían querellado respecto a la colocación de todos aquellos efectos que parecían no tener otro destino que ser extendidos, aireados y vueltos a colocar. El dormitorio de Nejludov no estaba todavía arreglado, y las maletas estorbaban el paso, de forma que la llegada de Nejludov dificultaba evidentemente todas aquellas faenas que, por una extraña rutina, ponían periódicamente patas arriba aquel apartamento. Y todo aquello, después de las miserias que había observado en casa de los campesinos, le pareció de una estupidez tal, de la que él en parte tenía la culpa, que decidió irse el mismo día siguiente a instalarse en el hotel; así Agrafena Petrovna podría dedicarse a aquellos arreglos como mejor le pareciera, hasta la llegada de la hermana de Nejludov, que adoptaría una resolución definitiva respecto a todo lo que se encontraba en la casa. Al día siguiente salió temprano y eligió dos habitaciones en un hotel modesto y de una limpieza relativa, en las proximidades de la cárcel, y, después de haber dado orden de transportar allí los efectos preparados por él la víspera, se dirigiá a casa del abogado. Hacía frío: las tormentas y las lluvias habían cedido el puesto a las heladas ordinarias de principios de la primavera. Nejludov, vestido con un abrigo ligero, estaba transido por la frescura del tiempo y las mordeduras del viento, y apresuraba el paso para calentarse. Por su memoria desfilaba lo que había visto en el pueblo: mujeres, niños, ancianos, miseria y cansancio, que le parecía haber visto por primers vez; volvía a ver sobre todo al desgraciado niño envejecido, sonriendo y entrelazando sus piernecitas sin pantorrillas, a involuntariamente comparaba aquella existencia del pueblo con la de la ciudad. Al pasar ante las tiendas de los carniceros, de las pescaderías, de los sastres, se sentía impresionado, como si los hubiese visto por primers vez, de aquel gran número de comerciantes limpios, gordos, de cara hinchada, a los cuales no se podía comparar ningún hombre del campo. Y, con toda seguridad, aquellos hombres estaban convencidos de que sus esfuerzos por engañar a clientes poco expertos en juzgar la calidad de la mercancía era una ocupación muy útil. E igualmente orondos le parecían los cocheros de los vehículos particulares, con sus enormes posaderas y sus botones a la espalda; los porteros de gorra galoneada, las camareras de blancos delantales y rizados cabellos, y, sobre todo, los cocheros de los vehículos de alquiler, afeitada la nuca, extendidos sobre los cojines de sus coches y mirando a los peatones con una mirada desdeñosa o cínica. Pero involuntariamente, Nejludov reconocía en ellos a todos aquellos mismos hombres de los pueblos, despojados de sus tierras y, por consecuencia, empujados hacia la ciudad. Entre ellos, algunos habían sabido adaptarse a las condiciones de la vida urbana y, convertidos en seres como sus amos, se enorgullecían de su éxito; otros, por el contrario, habían caído en una situación más miserable aún que la que tenían en el pueblo y hasta eran más dignos de compasión: así aquellos zapateros remendones que

Nejludov veía trabajar ante las ventanas de un sótano; aquellas lavanderas delgadas, pálidas, desgreñadas, planchando la ropa blanca con sus desnudos y violáceos brazos ante ventanas abiertas por donde se exhalaba el vapor del agua jabonosa; así también dos pintores de brocha gorda en edificios existentes en la calle por la que pasaba Nejludov, descalzos y embadurnados de pintura de arriba abajo. Con las mangas subidas hasta los codos sobre brazos delgaduchos y de señaladas venas, llevaban una enorme cuba llena de cal y se injuriaban; en el rostro de ambos, el cansancio se mezclaba al malhumor. La misma expresión marcaba la faz polvorienta y negra de los carreteros erguidos sobre sus vehículos, los rostros de los hombres, de las mujeres, de los niños envueltos en harapos, que mendigaban en las esquinas, y rostros semejantes aparecían en las ventanas de las tabernas ante las cuales pasaba Nejludov. Alrededor de las mesas sucias, llenas de botellas y de servicios para el té, entre las cuales circulaban camareros vestidos de blanco, había sentados en grupo hombres que gritaban y cantaban, el rostro inundado de sudor y arreboladas las mejillas. Ante una ventana, Nejludov distinguió a uno que con las cejas levantadas y el labio caído miraba fijo al frente como tratando de acordarse de algo. «Pero, ¿por qué han venido todos a amontonarse en la ciudad?», se preguntaba Nejludov al mismo tiempo que respiraba el polvo levantado por un viento fresco, lo que se mezclaba con el desagradable olor a aceite que se desprendía de una pintura reciente. En una calle se cruzó con unos carreteros que transportaban un cargamento de hierro, bajo el peso del cual el suelo temblaba con un ruido ensordecedor de metal que resonó dolorosamente en su cabeza. Apretaba el paso para adelantarse a los carros, cuando, mezclado al estrépito de la chatarra, oyó de pronto pronunciar su nombre. Se detuvo y divisó delante de él a un militar de cara reluciente, con puntiagudos bigotes, sentado en un coche de alquiler y haciéndole señas amistosas con la mano y sonriéndole, descubriendo unos dientes de extraordinaria blancura. - ¡Nejludov! ¿Eres tú? Éste experimentó una primera impresión de vivo placer. - ¡Vaya, Schoenbok! - exclamó con alegría. Pero, inmediatamente después, comprendió que no había motivo para alegrarse. Era aquel mismo Schoenbok que fue en otros tiempos a recogerlo a casa de sus tías. Hacía muchos años que Nejludov lo había perdido de vista; pero le habían dicho que Schoenbok había abandonado la Infantería por la Caballería y que, a despecho de sus deudas, y no se sabía cómo, continuaba viviendo al mismo tren que las gentes ricas. Su cara oronda y satisfecha confirmaba aquellos rumores. - ¡Qué suerte haberte encontrado! Porque no hay nadie en la ciudad. ¡Vaya, vaya, has envejecido, hermanito! -dijo, bajando del coche y distendiendo los hombros entumecidos -. Te he reconocido solamente por tu manera de andar. Bueno, comeremos juntos, ¿no es así? ¿Dónde se puede comer bien en vuestra ciudad? - Verdaderamente, no sé si tendré tiempo - respondió Nejludov, procurando poder despedirse de su camarada sin molestarlo -. ¿Y qué haces tú por aquí? - continuó. - ¡Muchísimas ocupaciones, amigo mío! El asunto de mi tutela. Porque has de saber que soy tutor. Administro los bienes de Samanov. ¿Conoces a ese ricacho? Es un infeliz. ¡Y cincuenta mil deciatinas de tierra! - añadió pavoneándose con orgullo como si hubiese sido él mismo quien hubiera adquirido todas aquellas deciatinas -. Todo estaba en un desorden espantoso. Los campesinos detentaban toda la tierra y no pagaban nada: había más de ochenta mil rublos de atrasos. Pues bien, en un año he cambiado todo eso y he aumentado el rendimiento en un setenta por ciento. ¿Qué te parece? - preguntó con orgullo. Nejludov se acordó, en efecto, de haber oído hablar que este mismo Schoenbok, precisamente, por haberse comido toda su fortuna y estar acribillado de deudas, como consecuencia de una protección muy

especial, había sido elegido tutor para administrar la fortuna de un viejo ricacho que ya había dilápi dado una parte. Y, evidentemente, era de aquella tutela de lo que vivía. «¿Cómo deshacerme de él sin ofenderlo?», pensaba Nejludov, mirando el rostro adiposo y abotargado, con soberbios bigotes relucientes de cosmético, de su camarada y escuchando su charla sobre los buenos restaurantes y su jactancia sobre la tutela. - Bueno, ¿dónde vamos a comer? - Es que no tengo ni un momento libre - dijo Nejludov mirando su reloj. - Entonces, he aquí lo que haremos: esta tarde hay cameras. Tú vendrás, ¿no? - No, no iré. - ¡Sí, hombre, ven! Ya no tengo caballos míos, pero están a mi disposición los de Grichin. ¿Te acuerdas de él? Tiene una cuadra soberbia. ¡Vamos, ven y cenaremos juntos! - Tampoco podré cenar - respondió Nejludov con una sonrisa. - Pero, bueno, ¿qué te pasa? ¿Y adónde vas ahora? ¿Quieres que te lleve? - Voy a casa de un abogado que vive cerca de aquí. - ¡Ah, sí, ahora te preocupas por las cárceles! Te has convertido en el encargado de negocios de los presos. Me han hablado de eso los Kortchaguin - dijo Schoenbok riéndose -. Ellos ya se han marchado. Bueno, ¿qué pasa? Háblame de eso. - Si, sí, es verdad - contestó Nejludov -. Pero no puedo contártelo en la calle. - Desde luego, desde luego. Siempre has sido un original. Entonces, ¿vendrás a las carreras? - No; ni puedo, ni quiero. No me lo tomes a mal, te lo ruego. - ¡Qué idea! ¿Hasta dónde has llegado? - preguntó. Y de pronto el rostro se le puso serio, su mirada se quedó fija y se levantaron sus cejas. Parecía querer evocar un recuerdo, y Nejludov observó en su rostro la misma expresión beatífica que había notado, a través de la ventana de la taberna, en el hombre de cejas levantadas y labios colgantes. - ¡Qué frío!, ¿eh? - Sí, sí - asintió Nejludov. - ¿Llevas ya los paquetes? - preguntó Schoenbok al cochero -. Bueno, adiós. Me alegro mucho de haberte encontrado - añadió apretando fuertemente la mano de Nejludov. Luego saltó a su coche, agitó su ancha mano enguantada de blanco ante su reluciente rostro, y una sonrisa amistosa descubrió al mismo tiempo sus dientes, largos y demasiado blancos. «¿Es que yo mismo he sido así? - se preguntó Nejludov mientras continuaba su camino hacia la casa del abogado -. Sí, aunque quizá no del todo. Pero, desde luego, así es como quería ser; y me había imaginado que mi vida entera transcurriría de esa forma.» XI Nejludov no tuvo que hacer antesala en casa del abogado, quien le habló primeramente del asunto de los Menchov. Después de haber examinado el sumario, quedó indignado por la iniquidad de la acusación. - Es una injusticia flagrante - declaró -. No existe duda alguna de que fue el propio tabernero quien prendió fuego a la granja con objeto de cobrar la prima del seguro. El hecho capital es que la culpabilidad de los Menchov no está probada en modo alguno. No existe ni una sola prueba contra ellos. La condena se deriva únicamente del exceso de celo del juez de instrucción y de la negligencia del fiscal interino. Pero, como el mal ya está hecho, será difícil conseguir algún cambio. De cualquier modo, si se

consigue el que el asunto llegue, no ante la Audiencia Provincial, sino aquí, ante la Territorial, garantizo la absolución; y trabajaré sin honorarios. En cuanto al otro asunto, la petición de Fedosia Birokov al emperador, ya está redactada; y si va usted a Petersburgo, llévesela consigo y cuídese personalmente de recomendarla. De lo contrario, dirigirían aquí un mandamiento de encuesta de la que no saldría nada. Haga usted, pues, todo lo posible con personas influyentes en la comisión de indultos. Bueno, está ya todo, ¿no? - No. He aquí que me han vuelto a escribir... - Por lo que veo, se ha convertido usted en el torno por el que se deslizan todas las quejas de la cárcel - dijo el abogado con una risotada -. Pero hay demasiadas injusticias: nunca podría usted acabar con ellas. - Pero es que esto es verdaderamente monstruoso - respondió Nejludov; y le hizo un resumes del asunto. En un pueblo, un campesino se había puesto a leer el Evangelio y a comentárselo a sus amigos. Habiendo visto el clero en eso un delito, lo había denunciado: el juez de instrucción interrogó, el fiscal redactó un escrito de acusación y el tribunal dictó una sentencia, confirmada por la sala de apelación. - Y eso es lo que me parece espantoso, que sea posible una cosa así - insistió Nejludov. - ¿Y qué tiene eso de raro? - Pues todo. Comprendo el comportamiento del comisario rural, quien no hizo más que lo que le ordenaron. Pero el fiscal, que redactó la acusación, es sin embargo un hombre instruido... - Pues bien, ahí está el error. Uno se imagina gustosamente que el foro y la magistratura en general están compuestos por hombres nuevos y liberales. Sí, así era antiguamente; pero los tiempos han cambiado. Hoy día, quien dice magistrados, dice funcionarios preocupados únicamente del día veinte de cada mes, cuando reciben su sueldo, que ellos querrían ver aumentar sin cesar; a eso se limitan sus principios. Fuera de eso, acusarán, juzgarán y condenarán a quien usted quiera. -Pero, ¿es que existen leyes que dan derecho a deportar a un individuo porque haya leído el Evangelio a sus amigos? - No solamente a deportar, sino incluso a enviarlo a trabajos forzados si se demuestra que ha comentado el Evangelio en un sentido contrario a la regla y que por tanto contradice a la Iglesia. O lo que es lo mismo, ultraje público a la fe ortodoxa: destierro en virtud del artículo 196. - ¿Es posible? -Es como le digo. No ceso de repetir a los magistrados - continuó el abogado - que no puedo verlos sin que mi corazón desborde de gratitud por el hecho de que si no estoy en la cárcel, ni usted, ni todo el mundo, no se lo debo más que a la bondad de ellos. Pues nada es más fácil que encontrar un artíulo que permita deportarme a donde quieran. - Si todo depende del capricho de un fiscal o de otras personas, libres de seguir o no la ley, ¿para qué sirve la justicia? El abogado estalló en una risa alegre. - ¡Vaya unas preguntas que me hace usted! Eso, padrecito, es filosofía. Bien, si usted quiere, podremos también hablar de eso. Venga, pues, un sábado. Encontrará en nuestra casa hombres de letras, artistas. Podremos discutir a nuestras anchas sobre esas cuestiones generales - dijo el abogado, recalcando con ironía las palabras «cuestiones generales» -. Usted conoce a mi mujer, ¿verdad? Venga, pues. - Sí, ya procuraré... - respondió Nejludov, consciente de que mentía y de que trataría por el contrario de no acceder a la invitación del abogado y de evitar aquel ambiente de sabios, de hombres de letras y de artistas.

La risa con la que el abogado había respondido al comentario de Nejludov referente a la inutilidad del tribunal, puesto que los magistrados pueden a su capricho aplicar o no la ley, y el tono con que pronunció las palabras «filosofía» y «cuestiones generales» demostraban a Nejludov la divergencia de puntos de vista entre él y el abogado, como verosímilmente ocurriría también con los amigos del abogado; se daba cuenta igualmente de que por grande que fuera la distancia existente entre él y sus antiguos amigos, como Schoenbok, se sentía más alejado aún del abogado y de las gentes de su mundo. XII Era tarde ya; la cárcel estaba lejos y, para dirigirse allí, Nejludov hubo de tomar un coche de punto. Al pasar por una calle, el cochero, de edad mediana, de rostro bondadoso a inteligente, se volvió hacia Nejludov señalándole una enorme casa en construcción. - ¡Vaya edificio que están levantando ahi! - dijo con un tono que parecía indicar su participación, en cierta medida, en aquella construcción, cosa de la que estaba orgulloso. En verdad, la casa era inmensa y de un estilo extraordinario y complicado. Las largas vigas de pino de la armazón, mantenidas por anillos de hierro, rodeaban el edificio, separado de la calle por una valla de planchas. Sobre la armazón hormigueaban los obreros, todo blancos de cal; unos tallaban las piedras y otros las colocaban; otros aún subían pesadas cargas o bajaban barriles vacíos. Un hombre alto, elegantemente vestido, el arquitecto sin duda, señalaba algo al aparejador, quien lo escuchaba con deferencia. Delante de ellos entraban y salían, por la puerta cochera, carros cargados. «¡Y decir que todos los que trabajan y los que los hacen trabajar están convencidos de que eso tiene que suceder así; que, en tanto que en sus casas, en el campo, sus mujeres, embarazadas, están abrumadas por un trabajo superior a sus fuerzas y que sus niños, a punto de morir de hambre, sonríen con aire envejecido, ellos tienen que construir este palacio inútil, estúpido, para algún hombre igualmente inútil y estúpido, para uno de esos que los arruinan y les roban!», pensaba Nejludov mirando la construcción. - ¡Sí, una casa estúpida! - dijo traduciendo en voz alta su pensamiento. - ¿Cómo estúpida? - exclamó el cochero con aire ofendido -; por el contrario, gracias a eso, los obreros tienen trabajo. -Pero también ese trabajo es inútil. - Es útil, puesto que se construye: eso da de comer a la gente. Nejludov se calló. Además, era difícil hablar en medio del estrépito producido por las ruedas. No lejos de la cárcel, el coche abandonó el pavimento para seguir por una calzada de tierra, de forma que era posible entenderse; y el cochero se volvió de nuevo hacia Nejludov. - ¡Bien hay gente que deja el campo para venirse a la ciudad! Y señaló a una cofradía de obreros aldeanos portadores de sierras y hachas, con sus pellizas de carnero y sus sacos a la espalda. Caminaban en dirección contraría a la del coche. - ¿Es que son más numerosos que los años anteriores? -Hay tantos, que ya no encuentran dónde meterse. Los patronos juegan con los hombres como pedacitos de madera. Hay de sobra en todas partes. - ¿Por qué eso? - Son demasiados. Ya no saben adónde ir. - ¿Y qué importa que sean demasiados? ¿Por qué no se quedan en el pueblo? - En el pueblo no hay nada que hacer: no hay tierra.

Nejludov tuvo la misma sensación que se experimenta al darse un golpe en un miembro herido: se diría que uno se golpea expresamente siempre en ese sitio, y simplemente parece así porque los golpes allí son más sensibles. «¿Es que en todas partes pasará igual?», pensaba. Interrogó al cochero sobre la cantidad de tierras que había en su pueblo, sobre la extensión de las que poseía él mismo y por qué se había venido a la ciudad. - Tenemos una deciatina de tierra por persona, barin. Poseemos para tres personas. Tengo en casa a mi padre y a mi hermano; otro hermano es soldado. Son ellos los que dirigen todo; por lo demás, no hay nada que dirigir. También mi hermano ha tenido ya el deseo de marcharse a Moscú. - Pero se puede tomar tierra en arriendo. - ¿Dónde quiere usted arrendar nada? Los antiguos señores se han comido su fortuna, y son los comerciantes los que han acapado toda la tierra. Ésos no dan nada en arriendo; trabajan ellos mismos. Entre nosotros, es un francés el que ha comprado la tierra al antiguo barin. Pues bien, tampoco él arrienda nada. - ¿Qué francés? - Dufar, el francés. Quizás usted haya oído hablar de él. Hace pelucas para los actores del gran teatro. Es un buen negocio, y ha ganado dinero. Ha comprado toda la propiedad de nuestra señorita y ahora nos tiene en sus manos. Nos lleva como quiere. Afortunadamente es un buen hombre. En cambio, su mujer, que es una rusa, es una perra de la que Dios nos libre. Roba a todo el mundo como un salteador... Pero ya está aquí la cárcel. ¿Dónde quiere usted bajar? ¿En la escalinata? Creo que no lo permiten. XIII Nejludov, con el corazón oprimido y preguntándose con espanto en qué estado de ánimo iba a encontrar a Maslova, seguía asustado por el misterio que adivinaba en ella y en aquel vínculo que unía a los hombres en la cárcel. Llamó a la puerta principal y pidió al vigilante que vino a abrirle que lo dejara ver a Maslova. Después de haberse informado, el hombre le dijo que Maslova había sido trasladada al servicio de la enfermería. Nejludov fue allí, pues. Un buen viejecillo, guardián de la enfermería, lo hizo entrar y, al enterarse de a quién iba a ver, lo dirigió hacia la sección de los niños. Un joven médico, exhalando un fuerte olor a ácido fénico, vino por el corredor al encuentro de Nejludov y, con tono severo, le preguntó cuál era el objeto de la visita. Este joven médico se mostraba muy bien avenido con los presos, lo que acarreaba a cada instante discusiones poco agradables, bien con los funcionarios de la cárcel, bien con el médico jefe. Temiendo quizá que fueran a pedirle un favor irregular, o queriendo mostrar que no hacía excepciones con nadie, fingió mostrarse riguroso frente a Nejludov. - No hay mujeres aquí: es la sección de los niños - declaró. - Sí, ya lo sé; pero se trata de una presa a la que han trasladado aquí, según me han dicho, como enfermera. - En efecto, tenemos dos; ¿qué desea usted de ellas?

- Estoy en relaciones con una, la llamada Maslova - dijo Nejludov-, y quisiera verla. Me marcho a Petersburgo, donde voy a ocuparme en que revisen su sentencia. Y además, me alegraria entregarle esto: no es más que una fotografía - añadió, sacando del bolsillo un sobre blanco. - Bueno, eso puede hacerse - dijo el médico suavizándose. Luego invitó a una vieja enfermera de delantal blanco a que hiciese venir a la presa Maslova. - ¿Desea usted sentarse o pasar al recibidor? - Gracias - respondió Nejludov. Y, observando la benévola disposición del médico, le preguntó si estaba satisfecho del trabajo de Maslova. -Pues sí, no trabaja mal, teniendo en cuenta las condiciones en que se ha encontrado - respondió el médico -. Por lo demás, hela aquí. En una de las puertas apareció la vieja enfermera, seguida por Maslova. Ésta llevaba un delantal blanco sobre su vestido de tela a rayas, y, a la cabeza, un pañuelo que ocultaba sus cabellos. Al ver a Nejludov, enrojeció, se detuvo vacilante, luego frunció las cejas y, con los ojos bajos, deslizándose con paso rápido por la alfombra del corredor, avanzó hacia él. Al principio no le tendió la mano; luego, habiéndose decidido a hacerlo, se ruborizó más aún. Nejludov no había vuelto a verla desde el día en que ella se había excusado por haberse enfadado con él, y esperaba encontrarla en la misma actitud. Pero esta vez era completamente distinta, y sus rasgos expresaban algo nuevo; se mostraba reservada, tímida, como si creyese que Nejludov la miraba con hostilidad. Él le repitió lo que le había dicho al médico: se marchaba a Petersburgo. Luego le entregó el sobre con la fotografía traída de Panovo. - He encontrado esto en Panovo: es una fotografía de otros tiempos. Tal vez la vea usted con agrado. Quédese con ella. Ella levantó las negras cejas y fijó, bizqueando ligeramente, sus ojos en Nejludov, con aire sorprendido, como si se preguntase: «¿A qué viene esto?» Y sin decir palabra cogió el sobre y lo metió en el bolsilló delantero de su delantal. - Vi también en el pueblo a su tía - continuó Nejludov. - ¿La vio usted? - dijo ella con indiferencia. - ¿Y cómo se encuentra usted aquí? - Bien, no está mal. - ¿No es demasiado penoso el trabajo? - No, no demasiado. Sólo que aún no estoy acostumbrada. - Me alegro mucho por usted: esto le conviene más que su vida en el otro sitio. - ¡Oh, en el otro sitio! - dijo ella con las mejillas repentinamente arreboladas. - Quiero decir allí en la cárcel - se apresuró a explicar Nejludov. - ¿Y en qué es mejor esto? Supongo que aquí las gentes serán mejores. No son las mismas que en el otro lado. - Pero también alli hay buenas personas - afirmó ella. - Me he ocupado del asunto de los Menchov; espero que los pondrán en libertad. - ¡Dios lo quiera! Es tan buena esa viejecita - dijo ella, repitiendo su opinión sobre la anciana presa, y sonrió ligeramente. - Cuando llegue a Petersburgo me ocuparé del asunto de usted; espero conseguir que anulen la sentencia. - La anulen o no, ahora poco me importa. - ¿Por qué dice usted «ahora»?

- ¿Que por qué? - respondió ella con una breve mirada interrogativa. Ante aquellas palabras y aquellas miradas, Nejludov creyó comprender que ella quería estar segura de si él persistía en su proyecto o si había aceptado la negativa que ella le había opuesto. - No sé por qué le importa a usted eso poco, pero realmente, a mí me importa. Pase lo que pase, estaré siempre dispuesto a hacer lo que le dije - declaró él con firmeza. Ella levantó la cabeza; la mirada de sus negros ojos ligeramente bizcos se detuvo al mismo tiempo sobre él y al lado de él, y sus rasgos se iluminaron de alegría. Pero lo que ella decía era muy distinto de lo que decían sus ojos. - Es completamente inútil hablarme así - murmuró ella. -Le hablo así para que lo sepa. - Todo está ya dicho; no hay más que hablar de eso - dijo ella reprimiendo una sonrisa. En aquel momento, un ruido, seguido de un grito de niño, se oyó en la sala de los enfermos. - Creo que me están llamando - dijo Maslova, volviéndose, con la mirada inquieta. - Entonces, adiós. Ella fingió no ver la mano tendida; luego, se apartó, y, procurando disimular su triunfo, se alejó con paso rápido. «¿Qué le pasa, qué piensa, qué siente? ¿Es sólo una prueba que me está haciendo sufrir o es que realmente no puede perdonarme? ¿No puede o no quiere ella decirme lo que piensa, lo que siente? ¿Está mejor o peor dispuesta hacia mí?», se preguntaba Nejludov. Y no pudo responderse a estas preguntas. La única cosa que veía era que se operaba en ella un profundo cambio, gracias al cual no solamente él mismo se encontraba más cerca de ella, sino más cerca también de Aquel en nombre del cual ese cambio se realizaba. Y esta comunión lo llenaba de alegría, de energía y de enternecimiento. Mientras tanto, Maslova, de regreso a la sala a la que estaba destinada y que contenía ocho camas de niño, se había puesto, por orden de la enfermera oficial, a hacer las camas. Pero al inclinarse demasiado adelante, con las sábanas en la mano, se resbaló y estuvo a punto de caer. Aquella pequeñez provocó la hilaridad de un muchachito convaleciente, sentado en una de las camas con el cuello vendado; y Maslova, en la imposibilidad de contenerse más, se sentó en la cama y estalló en una franca carcajada, tan contagiosa, que ganó a todos los demás niños. Lo que provocó en la enfermerá un movimiento de malhumor. - ¿Qué es eso de reírte así? - dijo a Maslova -. ¿Crees que sigues estando en el sitio donde estabas? ¡Ve a buscar la comida! Maslova dejó de reír, recogió la vajilla y fue adonde la mandaban; pero habiendo cambiado una nueva mirada con el niño al que estaba prohibido reír a causa de su cuello vendado, se le hincharon los carrillos, conteniendo a duras penas una nueva carcajada. En diversas ocasiones, encontrándose sola a lo largo de la jornada, sacó del sobre la fotografía traída por Nejludov para lanzarle una rápida ojeada. Pero solamente por la noche, sola en la habitación que compartía con otra presa-enfermera, sacó la fotografía y la miró largo rato acariciando con los ojos los más íntimos detalles de las figuras, de los vestidos, de los peldaños de la escalinata, de los macizos que servían de fondo y sobre los cuales se destacaban el rostro de Nejludov, el suyo y los de las ancianas señoritas. Un encanto extraordinario se desprendía para ella de esta fotografía pasada y amarillenta; pero le agradaba sobre todo ver allí su propia imagen, joven, bonita, con los bucles de sus cabellos sureolándole la frente. Estaba engolfada en una contemplación tan profunda, que ni siquiera vio entrar en la habitación a su compañera. - ¿Qué es? ¿Te te ha dado él? - le preguntó inclinada por encima de su hombro la alta muchacha bonachona que acababa de entrar-. ¿Eres verdaderamente tú? - ¿Y quién, si no? - dijo Maslova con una sonrisa, mirando a su compañera.

- ¿Y éste es él? ¿Cuál de ellas es su madre? - Las dos eran tías suyas. Pero, ¿es verdad que no me habrías reconocido? - ¡Nunca en la vida! Tu cara no es la misma en absoluto. Debe de hacer más de diez años de esto. - No son los años los que me han cambiado; ha sido la vida - respondió Maslova; y su animación se apagó súbitamente. Su rostro se puso triste, y una arruga se ahondó entre sus cejas. - ¿Cómo? Me imagino que la vida «allí» sería fácil. - ¡Sí, sí, fácil! - respondió Maslova, cerrando los párpados y meneando la cabeza -. Peor que trabajos forzados. - ¿Y por qué eso? - Porque era así. Desde las ocho de la noche hasta las cuatro de la madrugada. Y eso todos los días. - ¿Y por qué no lo dejaste? -Eso es lo que querría una, pero es imposible. Por lo demás, no hablemos de eso - dijo Maslova. Se puso en pie de un salto, tiró la fotografía en el cajón de la mesilla de noche y, esforzándose en reprimir lágrimas de rabia, huyó al pasillo, cerrando la puerta con violencia. Al volver a ver aquella fotografía se imaginó ser tal como estaba alli representada: soñaba con toda la felicidad que había tenido, que entonces aún podía compartir con él. Pero las palabras de su compañera le recordaron lo que ella era hoy, lo que había sido «en aquel sitio», el horror que vagamente había intuido de aquella existencia, pero que no había querido confesarse. Se acordó de las noches horribles; en particular de una noche de carnaval en que esperaba al estudiante que había prometido sacarla de aquel infierno. Se acordó de que, vestida con un traje de seda roja, muy escotado y manchado de salpicaduras de vino, una cinta roja en los despeinados cabellos, exhausta, debilitada, embriagada, después de haber despedido a las dos de la madrugada a los visitantes y antes de ponerse de nuevo a bailar, había ido a sentarse un momento al lado de la pianis ta, flaca y huesuda criatura cubierta de barrillos, y le había confesado lo muy penosa que le resultaba aquella existencia. La pianista declaró también estar cansada de la vida que llevaba y, habiéndose acercado Clara, las tres habían decidido renuncir a aquella existencia. Pensaban que aquella noche había acabado, y ya se separaban, cuando de nuevo se dejaron oír a la entrada voces de clientes achispados. El violinista habia empezado un estribillo, y la pianista se había puesto a tabalear, a guisa de acompañamiento, los primeros compases de un aire ruso de los más alegres. Un hombrecillo ebrio, de frac y corbata blanca, hipando y apestando a vino, agarró a Maslova por la cintura; un hombre alto y barbudo, igualmente de frac (venían de un baile), apresó a Clara, y durante mucho tiempo estuvieron dando vueltas, cantando, gritando y bebiendo... Así había pasado un año, luego dos, luego tres. ¡Cómo no cambiar de aspecto! ¡Y únicamente él era la causa de todo aquello! Sentía despertarse su odio contra Nejludov más intensamente que nunca. Habría querido poderlo insultar, abrumarlo de reproches. Se enfadaba consigo misma por haber dejado escapar aquel día una nueva ocasión de demostrarle que lo conocía bien, que no le permitiría abusar esta vez de su alma como había abusado de su cuerpo, ni servirle de pretexto para desplegar su generosidad. Y para ahogar este sentimiento doloroso de lástima hacia ella misma y de cólera insatisfecha contra él, habría querido beber aguardiente. A pesar de su juramento de no beberlo nunca más, no habría mantenido su palabra y lo habría bebido, si hubiese estado aún en la celda de la cárcel. Pero el ayudante del cirujano tenía la custodia del aguardiente, y Maslova le tenía miedo, porque la perseguía con sus asiduidades, y ahora le causaban horror cualesquiera relaciones con los hombres. Después de haber permanecido sentada en un banco, en el corredor, volvió a entrar en su habitacioncita y, sin responder a las palabras de su compañera, lloró largamente por su vida perdida.

XIV En San Petersburgo, Nejludov tenía que arreglar tres asuntos: en el Senado, el recurso de casación de Maslova; en la Cámara de peticiones, el recurso de gracia de Fedosia Birukov, y el recado de Vera Bogodujovskaia, consistente en enterarse en la Dirección de la gendarmería o en la tercera sección de policía, de los medios para conseguir que fuera puesta en libertad Schustova; y también, para una madre, la sutorizaci6n para ver a su hijo, detenido político en la fortaleza de Pedro y Pablo. Para él, estos dos últimos asuntos no formaban más que uno; pero existía aún un cuarto: el de los sectarios arrancados a sus familias para ser deportados al Cáucaso porque habían leído y comentado el Evangelio. Se había prometido más a sí mismo que a ellos hacer todo lo que le fuera posible para poner en claro la cuestión. Desde su última visita a Maslennikov, y, sobre todo, después de su estancia en el campo, Nejludov experimentaba una repulsión profunda hacia el ambiente que, hasta éntonces, había sido el suyo; hacia ese ambiente donde con tanto cuidado se ocultaban todos los sufrimientos que abruman a millones de seres humanos, con objeto de asegurar a un pequeño número comodidares y placeres; hacia ese ambiente donde no se ven y no se pueden ver esos sufrimientos y, por consiguiente, la crueldad y el desatino de esa vida. Ya no le era posible conservar la misma desenvoltura en sus relaciones con los hombres de aquel mundo, y sin embargo se veía arrastrado hacia él por las antiguas costumbres de su vida, por sus relaciones de amistad o de parentesco, y sobre todo por su preocupación de poder acudir en syuda de Maslova y de todos aquellos cuyos sufrimientos conocía; y, para eso, tenía que solicitar el apoyo y los servicios de gentes a las que no sólo no estimaba en absoluto, sino por las que no sentía sino indignación y desprecio. Habiéndose alojado, a su llegada a Petersburgo, en casa de su tía, hermana de su madre, la condesa Tcharsky, mujer de un ex ministro, Nejludov se encontraba allí sumido en el centro mismo de aquel mundo aristocrático que se le había hecho tan extraño; y eso lo desolaba; pero no podía obrar de otro modo, porque si se hubiera alojado en un hotel habría ofendido a su tía y se habría privado, para sus empresas, del concurso más precioso; porque ella tenía numerosas y muy influyentes relaciones. - Bueno, ¿qué es lo que me han contado de ti? No sé qué cosas maravillosas - le preguntó la condesa Catalina Ivanovna, la mañana misma de su llegada, mientras le hacía servir el café-. Vous posez pour un Howard (Célebre filántropo inglés.). ¡Socorres a los criminales, visitas a los presos! ¿Es que te has decidido a ir por el buen camino? - Nunca se me ha ocurrido eso. - Me parece muy bien. Entonces, ¿de qué se trata? ¿De alguna aventura novelesca? Vamos, cuenta. Nejludov contó sus relaciones con Maslova tal como habían sido. -Sí, sí, ya me acuerdo. La pobre Elena me habló vagamente de todo eso, después de tu estancia en casa de las viejas señoritas. ¡Pues no llegaron incluso a pensar en casarte con su pupila...! -La condesa Catalina Ivanovna había adoptado siempre una actitud desdeñosa respecto a la familia paterna de Nejludov -. De modo que se trata de ella, ¿eh? Elle est encore jolie? La tía Catalina Ivanovna era una mujer de unos sesenta años, llena de salud, jovial, enérgica y charlatana. De alta estatura y muy corpulenta, su labio superior estaba adornado con un bigote oscuro. Nejludov la quería mucho. Estaba acostumbrado, desde su infancia, a venir a su casa para hacer provisión de energía y de buen humor.

-No, ma tante; todo eso acabó. Quisiera sólo ayudarla, porque la han condenado injustamente y yo mismo soy culpable de haber influido en todo su destino. Por eso estoy obligado a hacer en su favor todo lo que me sea posible. - Pero es que me han dicho que querias casarte con ella. -Sí, yo lo he querido, pero es ella quien no quiere. Catalina Ivanovna, plegando la frente y entornando los ojos, examinó un instante a su sobrino con aire de asombro y, de pronto, su rostro se tranquilizó. - ¡Vaya, ella es más sabia que tú! ¡Oh, qué tonto eres! ¿Y verdaderamente tu casarías con ella? -Sin duda alguna. - ¿Después de todo lo que ella ha sido? - Razón de más. ¿No soy yo quien tiene la culpa? - Eres simplemente un pazguato - declaró la tía sin dejar de sonreír-, un espantoso pazguato, un verdadero tonto; pero te quiero justamente porque eres un espantoso pazguato - repitió aún, encantada seguramente con aquella palabra que, a su juicio, definía de manera perfecta el estado intelectual y moral de su sobrino -. Mira, has llegado muy a propósito. Precisamente acaba de abrir Aline un soberbio asilo de arrepentidas. Un día fui por allí. ¡Son repugnantes! Después de la visita tuve que bañarme. Pero Aline se ha entregado a su asilo en corps et âme. Le confiaremos a tu protegida. Nadie mejor que Aline es capaz de volverla al buen camino. - Pero es que la han condenado a trabajos forzados. He venido aquí precisamente para procurar que anulen el juicio. Es el primer asunto por el que querría que usted se interesara. - ¡Ah!, ¿sí? ¿De quién depende su asunto? - Del Senado. - ¿Del Senado? Pero allí está mi querido primo León, en el Senado. Bueno, me olvidaba de que está en la sección de heráldica. Y entre los verdaderos senadores no conozco a nadie. Son gentes que vienen sabe Dios de dónde, o incluso alemanes: ge, efe, de... tout l'alphabet!, o bien toda clase de Ivanov, de Semenov, de Nikitin; o Ivanenkos, Simonenkos, Nikitenkos, pour varier! Des gens de l'autre monde! No importa; le hablaré de eso a mi marido. Él los conoce; conoce a toda clase de gente. Le hablaré. Pero será preciso que le expliques tú mismo todo el asunto: a mí no me comprende nunca. C'est un parti-pris. Todo el mundo me comprende; solamente él no me comprende. En aquel momento, un lacayo de librea, medias y pantalones cortos trajo una carta en una bandeja de plata. Precisamente una carta de Aline. Oirás también a Kieseweter. - ¿Quién es Kieseweter? - ¿Kieseweter? No dejes de venir a casa esta noche y verás quién es. Habla tan bien, que los criminales más endurecidos se arrojan a sus rodillas, y lloran, y se arrepienten. Por extraño que aquello pudiera parecer y por poco en armonía que estuviese con su carácter, la condesa Catalina Ivanovna era una ferviente adepta de la doctrina que coloca la esencia misma del cristianismo en la Redención. Frecuentaba las asambleas donde se predicaba esta doctrina entonces de moda, y reunía en su casa a los fieles de la misma. Aunque aquella enseñanza rechazase multitud de ceremonias, los iconos a incluso los sacramentos, la condesa Catalina Ivanovna tenía iconos en todas las habitaciones de su apartamento a incluso en la cabecera de su cama; cumplía todas las ceremonias exigidas por la Iglesia, sin ver en eso la más mínima contradicción. - ¡Ah, si tu arrepentida pudiera oírlo, se convertiría inmediatamente! - continuó la condesa-. Pero tú ven sin falta esta noche; lo oirás. Es un hombre asombroso. -Es que, tía, esas cosas apenas me interesan.

- Pues sí, te aseguro que eso te interesará. Y no tienes más remedio que venir. Ahora dime qué más deseas de mí. Videz votre sac! - Tengo un asunto que concierne a la fortaleza. - ¿A la fortaleza? ¡Ah! En ese caso puedo darte una carta para el barón Kriegsmuth. C'est un très brave homme! Tú lo conoces bastante bien, además: es un antiguo camarada de tu padre. Il donne dans le spiritisme; pero es igual, es bueno. ¿Y qué tienes que hacer allí? - Tengo que pedir que se le permita a una madre ver a su hijo que está allí encerrado. Pero me han dicho que eso no dependía de Kriegsmuth, sino de Tcherviansky. - ¡Tcherviansky! A ése no le tengo la menor simpatía. Pero es el marido de Mariette. Puedo dirigirme a ella. Haría por mí cualquier cosa. Elle est très gentille! - Quiero pedir que pongan en libertad a una mujer, encarcelada desde hace varios meses sin que nadie sepa por qué. - ¡Vamos, la misma mujer debe de saberlo muy bien! ¡Esas mujeres lo saben todo! ¡Mujeres de cabellos cortos que no tienen más que lo que se merecen! - Ignoramos si se lo merecen o no; pero el caso es que sufren. ¿Y usted, que es cristiana y que cree en el Evangelio, puede mostrarse tan implacable? - Lo uno no impide lo otro. El Evangelio es el Evangelio, y lo que es repugnante es repugnante. Peor sería decir que me gustan los nihilistas, las mujeres sobre todo, con sus cabellos cortos, cuando en realidad no puedo sufrirlas. - ¿Y por qué no puede usted sufrirlas? -¿Y todavía me preguntas por qué después del atentado del primero de marzo? - Pero no todos participaron en él. -No importa. ¿Para qué mezclarse en lo que no es asunto de ellas? Y no es un papel que corresponda a las mujeres. - Pero ahí tiene usted por ejemplo a Mariette: usted misma acaba de reconocer que ella sí puede intervenir en los asuntos. - ¡Mariette es Mariette! ¡Pero que una Dios sabe qué, una cualquiera que no es ninguna gran cosa, pretenda darnos una lección a todos...! - No se trata de darnos una lección, sino de acudir en ayuda del pueblo. -No necesitamos de ellas para saber que hay que ayudar al pueblo. - Pero el caso es que el pueblo sufre. Acabo de volver del campo. ¿Le parece a usted justo que los mujiks se agoten más allá de sus fuerzas y no tengan bastante para comer según les pide el hambre, mientras nosotros vivimos en medio de un lujo desenfrenado?-prosiguió Nejludov, animado por la bonachonería de su tía hasta el punto de comunicarle todos sus pensamientos. - ¿Qué quieres entonces? ¿Que me ponga a trabajar y que no coma nada? - No, no quiero en modo alguno dejarla sin comer - dijo Nejludov sonriendo--; quiero solamente que trabajemos todos y que todos comamos. - Mon cher, vous finirez mal! - dijo. - ¿Y por qué? En aquel momento, un alto y robusto general acababa de penetrar en el comedor. Era el marido de la condesa, Tcharsky, el ex ministro. - ¡Ah, Dmitri, buenos días! - dijo el general tendiendo a Nejludov su mejilla recién afeitada -. ¿Cuándo has llegado? Besó en silencio la frente de su mujer. - Bueno, il est impayable! - dijo la condesa a su mari:do -. Quiere que vaya a lavar mi ropa al río y que me alimente sólo de patatas. Es un terrible tonto, un espantoso pazguato - continuó ella -. Pero, de

cualquier forma, haz lo que te pida. A propósito, dicen que la señora Kamenskaia se halla en tal estado de desesperación, que se teme por su vida: deberías it a visitarla. - Sí, es espantoso - respondió el marido. - Y ahora, id a hablar de vuestras cosas. Tengo unas cartas que escribir. Apenas hábía salido Nejludov del comedor cuando ella le gritó desde la otra habitación: - ¿Quieres que le escriba a Mariette? - Se lo ruego, tía. -Entonces dejaré en blanco la explicación de lo que tienes que pedirle a su marido a propósito de tu pelicorta. Ella le ordenará que haga lo que tú pidas, y él lo hará. Pero, oye, no vayas a creer que soy mala. Tus protegidas no me son nada simpáticas; mais je ne leur veux pas de mal! ¡Que Dios las proteja! Y después puedes irte, pero vuelve sin falta esta noche. Oirás a Kieseweter. Y luego rezarás por nosotros. Y si lo haces de buena fe, ça vous fera beaucoup de bien. Sé perfectamente que Elena y todos vosotros nunca os habéis preocupado mucho de eso. Bueno, hasta la vista. XV El conde Iván Mijailovitch, el ex ministro, era un hombre de convicciones firmes. Desde su juventud, esas convicciones se habían basado en los principios siguientes: lo mismo que el pájaro se alimenta de gusanos, está vestido de plumas y vuela por el espacio, así él mismo debia naturalmente alimentarse con los platos más rebuscados, preparados por cocineros pagados muy caros, ir vestido de la manera más elegante y más cómoda posible, ser llevado por caballos tranquilos y rápidos, y por consiguiente todo eso debía estar a su disposición. Además, el conde Mijailovitch consideraba que cuanto más dinero percibiese del tesoro público, más adornado estaría con condecoraciones, más frecuentaría a altos personajes de los dos sexos y tanto más le valdría eso. Todo lo demás, comparado con esos dogmas fundamentales, le parecía al conde Iván Mijailovitch nulo y sin interés; y le importaba poco que las cosas fuesen de una manera a otra. Conformándose a esta fe, el conde Iván Mijailovitch había vivido y actuado en Petersburgo durante cuarenta años, después de los cuales había llegado al puesto de ministro. Las cualidades principales que le habían permitido llegar a aquel cargo consistían en esto: primeramente, sabía comprender el sentido de los reglamentos y de otras disposiciones oficiales y redactar, en un estilo poco elegante, es verdad, documentos inteligibles y exentos de faltas de ortografía; en segundo lugar, era muy expresivo y podía, según las circunstancias, dar la impresión de dignidad, de altivez y de inaccesibilidad, o bien de flexibilidad, llegando hasta la bajeza y la infamia; en tercer lugar, estaba liberado de cualesquiera reglas de moralidad personal o social y, por consiguiente, podía, si era preciso, estar de acuerdo o en desacuerdo con todo el mundo. Al obrar así, no tenía más que un solo objetivo: dejar creer que era consecuente consigo mismo; y no le importaba lo más mínimo la moralidad o la inmoralidad de sus actos, como tampoco la cuestión de saber si esos actos constituían el mayor bien o el mayor mal para Rusia o para el mundo entero. Cuando llegó a ser ministro, todos sus subordinados, la mayor parte de sus conocidos, y más todavía él mismo, tuvieron la convicción de que se mostraría como un hombre de Estado de los más inteligentes. Pero después de un cierto tiempo, cuando hubo que comprobar que él no había organizado nada ni había creado nada nuevo, que, según las leyes de la lucha por la vida, otros hombres análogos a él, que sabían comprender y redactar documentos oficiales, funcionarios tan expresivos y tan poco escrupulosos, lo hubieron suplantado y obligado a retirarse, se reconoció unánimemente que en lugar de ser una inteli-

gencia excepcional era un hombre muy limitado, poco instruido, a pesar de su tono de suficiencia, y que apenas sobrepasaba en sus opiniones el nivel de los artículos de fondo de los periódicos conservadores. Se cayó en la cuenta de que nada lo distinguía de las otras mediocridades vanidosas y limitadas que lo habían suplantado. Él mismo se daba cuenta de eso, lo que no le impedía en modo alguno creerse con derecho a recibir, de año en año, un sueldo cada vez mayor y nuevas condecoraciones para su uniforme de gala. Esta convicción estaba tan profundamente arraigada en él, que nadie tenía valor para llevarle la contraria. Y de año en año percibía, en forma de pensión de retiro, de honorarios como consejero de Estado y como presidente de toda clase de comisiones o juntas, varios millares de rublos; además, cada año tenía el derecho, por él tan apreciado, de mandar coser nuevos galones a su cuello y a su pantalón y a su frac y nuevas cintas y estrellas de esmalte. De este modo ampliaba el círculo de sus relaciones sociales. El conde Iván Mijailovitch escuchó las explicaciones de Nejludov con la misma gravedad y la misma atención que concedía en otros tiempos a los informes de sus jefes de servicios. Hecho esto, dijo a su sobrino que iba a darle dos cartas de recomendación, una de ellas para el senador Wolff, del departamento de casación. -Se dicen muchas cosas de él - explicó -, pero, dans tous les cas, c'est un homme très comme il faut. Me está agradecido y hará todo lo que esté en su mano. La segunda carta iba destinada a un miembro de la comisión de gracia. El asunto de Fedosia Birukov, que le había contado Nejludov, lo había conmovido mucho. Habiéndole dicho éste que quería escribir a la emperatriz, le respondió que era, en efecto, un asunto digno de interés y que se podría hablar de él cuando se presentase la ocasión, pero no se arriesgaba a prometerlo. La petición debía seguir su trámite, y añadió, después de reflexionar un instante, que si un jueves lo invitaban al salón de la emperatriz, en petit comité, tal vez encontrara la oportunidad de deslizar unas palabras a propósito de la protegida de Nejludov. Nejludov, provisto de las dos cartas del conde y de otra de su tía para Mariette, se puso en camino inmediatamente para iniciar sus gestiones Por lo pronto, empezó por Mariette. La había conocido de muchachita, perteneciente a una familia aristocrática de escasa fortuna. Se había casado con un hombre que había sabido elevarse rápidamente, gracias a medios sospechosos, y, como siempre, a Nejludov le resultaba desagradable solicitar el apoyo de un hombre al que despreciaba. En este caso, sentía un desacuerdo interior, un descontento de sí mismo y una vacilación: ¿debía o no dirigirse a él? Y siempre llegaba a la conclusión de que debía hacerlo. Por otra parte, comprendía lo que de falso había en su actitud de peticionario ante gente con la que no tenía ya ninguna solidaridad y que, sin embargo, continuaban considerándolo como a uno de los suyos. En aquel ambiente se sentía recaer en la horma antigua y habitual y, a pesar suyo, volvía a adoptar el tono ligero a inmoral que reinaba en aquella sociedad. Ya por la mañana, en casa de su tía Catalina Ivanovna, lo había notado al adoptar un tono burlesco para hablar de las cosas más serias. Petersburgo, adonde hacía mucho tiempo que no había venido, ejercía sobre él su acción habitual: físicamente excitante y moralmente embotadora. Todo era tan limpio, tan cómodo, estaba tan desprovisto de escrúpulos morales, que la vida allí parecía más ligera que en ninguna otra parte. Un soberbio cochero, limpio y correcto, condujo a Nejludov, pasando ante soberbios agentes de policía, limpios y correctos, por una calle elegante y limpia, bordeada de casas limpias y elegantes, hasta la casa donde vivía Mariette. Vio ante la escalinata a un par de caballos ingleses enganchados y enjaezados; en el pescante, con aire grave y digno, un cochero de librea, de orgulloso talante, el látigo en la mano, semejando a un inglés por las patillas, que le llegaban casi hasta la boca.

Un portero, con uniforme de un púrpura muy vivo, abrió la puerta del vestíbulo, donde se hallaban apostados, con librea galoneada, un lacayo de espléndidas patillas y un centinela de servicio con uniforme nuevo. - El general no recibe. La generala, tampoco: va a salir. Nejludov sacó de su cartera una tarjeta de visita y se acercó a una mesita donde se disponía a escribir algunas palabras con lápiz, cuando de pronto el lacayo hizo un movimiento, el portero se lanzó hacia la escalinata gritando: «¡Avance!», y el centinela se puso firme, las manos en las costuras del pantalón, siguiendo con los ojos a una mujer joven, bajita y delgada, que bajaba por la escalera con un paso rápido que contrastaba con la importancia de su rango. Mariette, tocada con un gran sombrero de plumas, llevaba sobre su vestido negro una esclavina del mismo color. Iba enguantada de negro y el rostro cubierto por un velillo. Al ver a Nejludov, se levantó el velillo y descubrió un rostro encantador y grandes ojos brillantes. Y, después de unos momentos de examen, exclamó con voz familiar y gozosa: - ¡Ah, el príncipe Dmitri Ivanovitch! Lo habría reconocido... - ¿Cómo? ¿Se acuerda usted incluso de mi nombre? - ¡Naturalmente! Mi hermana y yo hasta llegamos a estar enamoradas de usted - respondió en francés -. Pero, ¡cómo ha cambiado usted! Es una lástima que no tenga más remedio que salir. Aunque quizá pudiéramos entrar todavía un instante -dijo con aire de vacilación. Consultó con los ojos el reloj de la antecámara. - ¡Ay, no, no es posible! Voy a casa de Kamenskaia para el servicio fúnebre. La pobre mujer está muy abatida. ¿Qué le pasa a esa Kamenskaia? - ¿Cómo? ¿No está usted enterado? ¡Su hijo acaba de ser muerto en duelo! Se había batido con Posen. ¡Hijo único! ¡Es espantoso! La madre está abatidísima. - Sí, ya he oído hablar de eso. Pero no tengo más remedio que marcharme; venga, pues, mañana o esta noche - continuó ella. Y, con paso ligero, se dirigió hacia la salida. -Desgraciadamente, no podré esta noche-dijo Nejludov, acompañándola hasta la escalinata -. Venía a hablarle de un asunto - añadió al mismo tiempo que miraba el par de caballos alazanes que se detenían ante la escalinata. - ¿Qué es? - Aquí tengo una carta de mi tía respecto a ese asunto - dijo Nejludov tendiéndole un sobre alargado, cerrado con un sello enorme -. Esto le explicará de qué se trata. - Ya sé, la condesa Catalina Ivanovna se cree que ejerzo influencia sobre mi marido. Se equivoca completamente. No puedo conseguir nada de él y para nada quiero mezclarme en sus asuntos. Pero, por la condesa y por usted, estoy dispuesta con mucho gusto a infringir esta regla. Bueno, ¿de qué se trata? preguntó, buscando vanamente en el bolso con su manecita enguantada. - De una joven encarcelada en la fortaleza. Está enferma y la han detenido por error. - ¿Cómo se llama? - Schustova, Lidia Schustova. Todo está anotado en la carta. - Bueno, haré todo lo que me sea posible - dijo, subiendo con pie ligero al elegante coche blandamente tapizado cuyo barniz centelleaba al sol. Se sentó y abrió su sombrilla. El lacayo trepó a la parte trasera, hizo signos al cochero de que podía arrancar, y el coche se puso en movimiento. Pero, en el mismo instante, con la punta de su sombrilla, Mariette tocó el hombro del cochero: los soberbios caballos de finas patas, curvando la cabeza bajo la presión del bocado, se detuvieron piafando.

- Pero usted volverá a verme, y esta vez de un modo desinteresado - dijo ella con una sonrisa cuyo encanto conocía. Y como si juzgase terminada la representación, bajó su ve]illo y tocó de nuevo al cochero con la punta de la sombrilla. Nejludov se quitó el sombrero. Martilleando el pavimento con sus nerviosos cascos, los caballos arrastraron a un paso vivo al coche, que se deslizaba ligeramente sobre las silenciosas ruedas, traqueteado apenas por la desigualdad del suelo. XVI Pensando en aquella sonrisa que acababa de cambiar con Mariette, Nejludov meneó la cabeza desaprobándose a sí mismo: «No tendrás tiempo de darte cuenta y de nuevo quedarás atrapado en el engranaje de esta vida» , se decía. Y sintió en él aquel desacuerdo interior y las dudas provocadas por la necesidad de recurrir a los buenos oficios de gente a la que no estimaba en absoluto. Después de reflexionar sobre la cuestión de saber adónde iría primero, Nejludov se dirigió al Senado. Lo guiaron a la cancillería, donde, en un magnífico local, distinguió a un gran número de funcionarios bien vestidos y muy corteses. Allí se enteró de que el recurso de Maslova había sido enviado, a fin de que lo examinase, a aquel mismo senador Wolff para quien su tío le había dado una carta. - Esta semana habrá sesión del Senado - le dijeron -; pero es dudoso que el asunto de Maslova pueda ser discutido en esta sesión. Sin embargo, usted siempre puede pedir que lo pasen al miércoles siguiente. En la cancillería del Senado, mientras Nejludov aguardaba diversos informes, oyó hablar de nuevo del desgraciado duelo en que el joven Kamensky había hallado la muerte. Y allí se enteró por primera vez de los detalles completos de aquella historia que apasionaba a todo Petersburgo. Su principio tuvo lugar en un restaurante, en una mesa de oficiales que comían ostras y bebían copiosamente, según su costumbre. Uno de ellos hizo alusiones ofensivas sobre el regimiento en que servía Kamensky, y éste lo trató de mentiroso; el oficial injuriado replicó con una bofetada, y el duelo se celebró al día siguiente. Kamensky había recibido un balazo en el vientre, a consecuencia del cual murió dos horas después. El matador y los testigos habían sido detenidos; pero, aunque estuviesen arrestados, se aseguraba que los pondrían en libertad antes de transcurridos quince días. Desde el Senado, Nejludov se dirigió a la comisión de peticiones de gracia, con la esperanza de encontrar allí a un alto funcionario, el barón Vorobiev, quien ocupaba un lujoso apartamento en un edificio del Estado. Pero el portero y el lacayo le hicieron saber, con tono severo, que el barón no estaba visible más que los días de recepción; aquel día estaba con el emperador y debía regresar allí al día siguiente para presentar su informe. Nejludov dejó la carta que le estaba destinada al barón y se dirigió a casa del senador Wolff. El senador acababa de comer. Como de costumbre, estimulaba su digestión fumando un cigarro y caminando de arriba abajo por el despacho; y durante este ejercicio recibió a Nejludov. Vladimir Vassilievitch Wolff era sin disputa un hombre très comme il faut; para él, esta cualidad tenía la primacía sobre las demás y desde su altura miraba a sus semejantes; por lo demás, le era imposible no apreciar esta cualidad, porque gracias a ella había realizado una brillante carrera, la misma que había deseado realizar; mediante ella había adquirido, por un rico casamiento, dieciocho mil rublos de renta y, por su propio esfuerzo, un escaño de senador. Sin embargo, no contento con ser un hombre très comme il faut, se jactaba igualmente de ser un tipo de honor caballeresco. Y por este honor entendía

la negativa a aceptar clandestinamente vasos de vino de particulares, en tanto que no encontraba nada deshonroso solicitar toda clase de dietas por viajes y explotar las propiedades del Estado, realizando servilmente, en reconocimiento, todo lo que le pedía el gobierno. Arruinar, deportar o encarcelar a centenares de inocentes, sólo porque aman al pueblo y siguen permaneciendo fieles a la religión de sus padres, y todas las exacciones que había cometido cuando era gobernador de una provincia de Polonia, eran cosas que no solamente él no consideraba nefandas, sino en las que veía, por el contrario, una proeza de valentía y de patriotismo. Tampoco consideraba indigno haberse apropiado de toda la fortuna de su mujer, que estaba enamorada de él, y de la de su cuñada. Por el contrario, aquello constituía para él la organización racional de su vida de familia. La familia de Vladimir Vassilievitch se componía de su dócil mujer, de su cuñada, cuya propiedad había vendido para poner el dinero en el banco a su propio nombre, y de su hija, poco bonita, tímida y que no tenía otras distracciones en su existencia aislada y triste que las de asistir a las reuniones evangélicas en casa de Aline y en la de la condesa Catalina Ivanovna. El hijo del senador era un buen muchacho que, a los quince años, barbudo ya como un hombre, había empezado a beber y a llevar una vida de desenfreno. A los veinte años, su padre lo había expulsado de casa, porque lo comprometía al no terminar sus estudios, frecuentar malas compañías y contraer deudas. Una vez había pagado por él doscientos treinta rublos; otra vez, seiscientos, pero advirtiéndole que sería la última y que, si no se corregía, lo echaría y terminaría con él toda clase de relaciones. Pero, lejos de enmendarse, contrajo una nueva deuda de mil rublos y se permitió decir a su padre que bastante sufría ya con vivir en aquella casa. Vladimir Vassilievitch le había declarado entonces que ya no podía considerarlo como padre suyo. Desde aquella fecha vivía como si no tuviese hijo, y en su casa nadie se atrevía a hablarle de él. No por eso dejaba de estar menos convencido de que sabía organizar de una manera perfecta su vida de familia. Wolff acogió a Nejludov con esa sonrisa amable, ligeramente burlona, que le servía para expresar sus sentimientos de hombre comme il faut, frente al común de los mortales. Deteniéndose en su paseo en medio del despacho, saludó a Nejludov y luego leyó la carta. - Siéntese, se lo ruego. Le pido permiso para continuar caminando - dijo, metiéndose las manos en los bolsillos de la chaqueta, y se puso a recorrer en diagonal, con ligeros y cortos pasos, su gran despacho de severo estilo -. Encantado de conocerlo, y, naturalmente, de poder ser agradable al conde Iván Mijailovitch - continuó después de haber exhalado una columna de humo azul y perfumado y de haberse quitado con precaución el cigarro de la boca para impedir que la ceniza se desprendiera. - Querría solamente rogarle que el asunto quedase resuelto lo antes posible - dijo Nejludov -, a fin de que, si la acusada tiene que ir a Siberia, su partida se realice sin tardanza. - Sí, sí, con los primeros paquebotes de Nijni; sí, ya sé - dijo Wolff con su sonrisa protectora de hombre que sabe de antemano lo que van a decirle -. ¿Y cómo se llama ella? - Maslova. Wolff se acercó a su mesa y abrió un legajo atiborrado de papeles. - Eso es, Maslova. Desde luego; hablaré del asunto a mis colegas. La cuestión será discutida el miércoles. - ¿Puedo telegrafiárselo a mi abogado? - ¡Ah, tiene usted un abogado! ¿Para qué? Pero, en fin, si usted quiere... -Temo que los motivos de casación no sean suficientes - dijo Nejludov -; pero el solo proceso verbal de los debates proporciona la prueba de que la condena se basa en un error. - Sí, sí, es posible; pero el Senado no tiene nada que ver con el fondo del asunto - replicó Wolff con severidad y vigilando la ceniza de su cigarro -. El Senado debe limitarse a controlar la interpretación y la aplicación de la ley.

- Pero aquí, el caso me parece tan excepcional... - ¡Ya sé, ya sé! Todos los casos son excepcionales. En fin, se hará lo necesario. Quedamos de acuerdo. La ceniza seguía manteniéndose, pero presentaba ya una fisura que la ponía en peligro. - Y usted no viene con frecuencia a Petersburgo, ¿verdad? - preguntó Wolff, sujetando el cigarro de modo que la ceniza no cayese; pero como de todos modos se balanceaba, fue a depositarla con precaución en el cenicero -. ¡Qué terrible accidente el sucedido a ese Kamensky! ¡Un joven excelente, hijo único! Sobre todo, la madre es digna de compasión - añadió, repitiendo casi al pie de la letra lo que decía todo Petersburgo. Habló luego de la condesa Catalina, de su manía por la doctrina religiosa de moda, que Vladimir Vassilievitch ni aprobaba ni desaprobaba, pero que él, homme comme il faut, juzgaba superflua. Y finalmente tiró de la campanilla. Nejludov se puso en pie para despedirse. - Venga, pues, si le conviene, a comer uno de estos días conmigo - dijo Wolff, tendiendo la mano a Nejludov -. El miércoles, por ejemplo; le daré al mismo tiempo la respuesta definitiva. Era ya tarde, y Nejludov regresó a casa, es decir, a casa de su tía. XVII En casa de la condesa Catalina Ivanovna se cenaba a las siete y media. A ella le gustaba que la sirvieran según un método nuevo que Nejludov desconocía aún: una vez los manjares traídos a la mesa, los lacayos se retiraban inmediatamente después, y los comensales se servían ellos mismos. Los hombres evitaban a las damas la molestia de hacer un movimiento inútil y, en su calidad de representantes del sexo fuerte, se encargaban marcialmente de todo el peso del servicio de los manjares y de las bebidas a las damas y a ellos mismos. Cuando se había comido su plato, la condesa apretaba el botón del timbre incrustado en la mesa; los criados entraban sin ruido, retiraban rápidamente el servicio, cambiaban los platos y traían la continuación. La minuta era de las más rebuscadas. En una gran cocina clara trabajaban un chef francés y dos syudantes, todos vestidos de blanco. A la mesa estaban sentados seis comensales: el conde, la condesa, su hijo (joven oficial de la Guardia, tosco, que apoyaba los codos en la mesa), Nejludov, la lectora francesa y el intendente principal del conde, llegado del campo. También aquí la conversación versó sobre el duelo. Se comentaba la actitud del emperador respecto a aquel asunto. Sabiendo que se había apiadado de la suerte de la madre, todos se apiadaban igualmente por la suerte de la madre. Sabiendo igualmente que, aunque apiadándose de la madre, el zar no quería mostrarse severo con el matador, quien había defendido el honor del uniforme, todo el mundo se mostraba indulgente con el matador, que había defendido el honor del uniforme. Sólo la condesa Catalina Ivanovna, con su independencia y su ligereza, se mostraba severa respecto al matador. - ¡No admitiré nunca que jóvenes de la buena sociedad se embriaguen y se maten después! - afirmó. - No lo comprendo - dijo el conde. - Ya lo sé. Tú no comprendes nunca lo que yo quiera decir - respondió la condesa, y se volvió hacia Nejludov -. Todo el mundo me comprende, excepto mi marido. Digo que me da lástima de la madre y que, en cuanto al otro, no me parece bien que haya matado y que esté satisfecho de su acción. El hijo de la condesa, mudo hasta entonces, intervino poniéndose a favor del matador. Bastante groseramente; replicó a las palabras de su madre demostrándole que un oficial no podía obrar de otra manera, so pena de ser expulsado del regimiento por un tribunal de honor.

Nejludov escuchaba sin mezclarse en la conversación. A título de ex oficial, y aun sin admitirlos, comprendía los argumentos del joven Tcharsky; pero, por otra parte, el caso de aquel oficial que había matado a uno de sus camaradas le recordaba involuntariamente el de un guapo muchacho al que había visto en la cárcel, condenado a trabajos forzados por haberse convertido en homicida en el curso de una pelea. Ahora bien, la causa incial de estos dos homicidios había sido la embriaguez. El otro, el mujik, había matado en un momento de excitación. Y he aquí que lo habían separado de su mujer, de su familia, de sus padres, le habían puesto grilletes, rapado la cabeza, y lo enviaban a trabajos forzados. Y éste, por el contrario, está arrestado en una bonita habitación, le llevan buenas comidas, bebe buen vino, lee libros, lo soltarán, si no hoy, todo lo más mañana, vivirá como antes a incluso se convertirá por eso mismo en un objeto de interés. Nejludov dijo entonces lo que pensaba. Primeramente, la condesa Catalina Ivanovna lo aprobó, y luego guardó silencio. Y, como los demás, Nejludov comprendió que acababa de cometer algo así como una inconveniencia. Después de la comida, los comensales pasaron al salón grande. Se habían colocado allí, como para una conferencia pública, filas de sillas de respaldos esculpidos, un sillón y una mesita, con un jarro de agua para el orador. Y los invitados llegaban ya en gran número, encantados por el hecho de que iban a oír al predicador Kieseweter. Ante la escalinata se alineaban vehículos suntuosos. En el salón, espléndidamente adornado, se sentaban damas vestidas de seda, de terciopelo, de encajes, con peinados postizos, talles estrangulados por el corsé, y pechos amplificados por el algodón. Entre ellas, algunos hombres civiles y militares, y cinco hombres del pueblo: dos porteros, un tendero, un criado y un cochero. Kieseweter era un hombre bajito, corpulento y encanecido. Hablaba en inglés mientras una joven flacucha, con lentes sobre la nariz, traducía correcta y rápidamente sus palabras. El decía que nuestros pecados son tan grandes y tan grande y tan inevitable el castigo que les está reservado, que vivir tranquilos esperando este castigo es para nosotros cosa imposible. - ¡Queridas hermanas y hermanos! Pensemos solamente en nosotros mismos, en nuestra manera de obrar, en nuestra manera de irritar la cólera de Dios todo misericordioso y de aumentar el sufrimiento de Cristo, y comprenderemos que para nosotros no hay perdón, ni salida, ni salvación, que todos estamos destinados a una pérdida cierta. Nos aguarda la más espantosa perdición, los eternos tormentos clamaba con una voz temblequeante, lacrimosa -. ¿Cómo salvarnos, hermanos míos? ¿Cómo escapar de este terrorífico incendio? ¡Ya nuestra casa es un brasero sin salida! Se calló, y verdaderas lágrimas inundaron sus mejillas. Desde hacía ya ocho años, sin fallarle nunca, cada vez que llegaba a este pasaje de su discurso, que era para él el favorito, un espasmo le apretaba la garganta, un picor le subía a la nariz y el llanto inundaba su rostro, tanto que llegaba a conmoverse él mismo de sus propias lágrimas. En la sala se dejaron oír unos sollozos. La condesa Catalina Ivanovna estaba sentada cerca de la mesa de mosaico y se había acodado allí, con la cabeza entre las manos y los hombros sacudidos por un temblor. El cochero examinaba al orador con una mezcla de desconcierto y de espanto, como si se viera amenazado por el choque contra la vara de un coche del que no pudiera librarse. La mayor parte de los asistentes había adoptado la misma postura que la dueña de la casa. La hija de Wolff, que se parecía a su padre, vestida a la última moda, se había puesto de rodillas, con la cara oculta entre las manos. E1 orador descubrió de pronto su rostro sobre el cual apareció algo que se parecía a ura verdadera sonrisa, la que sirve a los actores para expresar la alegría, y dijo con una voz dulce y tierna: -Sin embargo, la salvación existe. ¡Hela aquí, impalpable, gozosa! Esta salvación es la sangre del Hijo único de Dios derramada por nosotros. Su martirio, su sangre derramada nos salvan. ¡Hermanos

míos, hermanas mías - añadió con nuevas lágrimas en la voz -, demos gracias a Dios que se dignó sacrificar a su Hijo único por la redención de la especie humana! Su sangre sacratisima... Nejludov sintió una repugnancia tan intolerable, que, arrugando la frente y ahogando gemidos de vergüenza, salió de puntillas y subió a su habitación. XVIII A la mañana siguiente, Nejludov acababa de vestirse cuando el ayuda de cámara vino a entregarle la tarjeta del abogado de Moscú. Éste había venido primeramente por razones personales y, al mismo tiempo, para asistir a la revisión por el Senado del proceso de Maslova, si es que iba a celebrarse pronto. El telegrama que Nejludov le había enviado se había cruzado con él. Pero al enterarse por este último de la fecha fijada y de los nombres de los senadores, sonrió. - Precisamente los tres tipos de senadores - exclamó -. Wolff es el funcionario petersburgués; Skovorodnikov, el jurista sabio, y Be, el jurists práctico. Éste es el que está menos momificado y con el que más podemos contar. Bueno, ¿y qué hay de la comisión de gracias? - Precisamente tengo que hacer esa gestión en casa del barón Vorobiov. Ayer no pude conseguir que me concediese una audiencia. - ¿Sabe usted por qué ese Vorobiov es barón? - preguntó el abogado a Nejludov, quien había puesto cierta ironía al pronunciar aquel título de «barón> (En la jerarqula de los títulos nobiliarios de origen puramente ruso no existe el de barón.) unido a un nombre esencialmente ruso -. Este baronazgo le fue dado por el emperador Pablo a su abuelo, ayuda de cámara, que le había prestado algunos servicios de carácter íntimo. El emperador lo nombró, pues, barón porque así lo quiso, y desde entonces tenemos barones Vorobiov. Éste está muy orgulloso de ello y por lo demás es un camastrón que no tiene igual. - Pues a su casa me dirijo. -Perfectamente. Entonces, venga; yo lo llevaré. En el vestíbulo, al momento de salir, un criado entregó a Nejludov un billete de Mariette: Por agradarle a Vd. he obrado completamente contra mis principios y he intercedido ante mi marido a favor de su protegida. Resulta que a esta persona pueden ponerla en libertad inmediatamente. Mi marido ha escrito al comandante de la f ortaleza. Venga, pues, sin motivo interesado. Le espero. M. - ¿Qué me dice usted de esto? ¡Es terrible! - dijo Nejludov al abogado-. He aquí una mujer a la que tienen encarcelada, en secreto, desde hace siete meses, y ahora descubren que no ha hecho nada. Y una palabra ha bastado para hacerle recobrar su libertad. - Pero siempre pasa lo mismo. Por lo menos, usted ha conseguido lo que quería. - Si. Pero este éxito me apena. ¿Qué es lo que ocurre entonces? ¿Por qué la retenían? - Será mejor no profundizar en eso. Bueno, ¿quiere que lo lleve? - preguntó el abogado, saliendo con Nejludov mientras un excelente coche de alquiler se detenía ante la escalínata. El abogado dijo al cochero a dónde tenía que ir, y los vivarachos caballos transportaron rápidamente a Nejludov a la casa habitada por el barón Vorobiov. Éste estaba visible. En la primera habitación se hallaba un joven funcionario con uniforme de media gala, con un cuello de longitud desmesurada, nuez muy saliente y paso extraordinariamente rápido. Había también allí dos señoras.

- ¿Se llama usted? - preguntó, abandonando a las señoras y avanzando ágilmente hacia Nejludov. Éste dijo su nombre. - E1 barón ha hablado de usted. Haga el favor de esperar un momento. El funcionario entró en la habitación contigua y salió pronto de ella en compañía de una dama enlutada y toda llorosa, que, con sus huesudos dedos, bajó su velo para ocultar su llanto. - Haga el favor de entrar - dijo el joven empleado; y, con paso ligero, avanzó hacia la puerta del despacho, la abrió y dejó pasar a Nejludov. Nejludov se encontró en presencia de un hombre de estatura mediana, rechoncho, con los cabellos cortados a cepillo, vestido con redingote y sentado en un síllón ante una mesa enorme desde la cual miraba delante de él con aire de satisfacción. Su rubicundo rostro, que contrastaba con su blanca barba y sus blancos bigotes, se iluminó con una sonrisa benévola al ver a Nejludov. -Encantado de verle. Su madre y yo fuimos viejos amigos. Le vi cuando no era más que niño y luego de oficial. Vamos, siéntese y dígame en qué puedo servirle... Sí, sí - decía meneando su blanca y rapada cabeza mientras Nejludov le contaba la historia de Fedosia -. ¡Hable, hable! Ya comprendo. Sí; es, en efecto, muy conmovedor. ¿Ha elevado usted un recurso de gracia? - Traigo uno preparado - respondió Nejludov sacando el papel del bolsillo -. Pero he querido presentarle mi ruego personalmente con la esperanza de que conceda a este asunto una atención especial. - Y ha hecho usted muy bien. Yo mismo redactaré el informe. Es realmente muy conmovedor - dijo el barón, cuyo orondo rostro se esforzaba en fingir compasión -. Evidentemente se trata de una niña a la que su marido habrá vuelto loca con su brutalidad, y los dos, al cabo del tiempo, con re mordimientos, se han enamorado. Sí, yo haré el informe. - El conde Iván Mijailovitch me decía que quería rogarle... Pero apenas había pronunciado Nejludov aquellas palabracuando la espresión del rostro del barón se modificó. - Por lo demás - declaró a Nejludov -, entregue usted la instancia y yo haré lo que pueda. En aquel momento entró el joven funcionario, que, evidentemente, ponía todo su amor propio en la gracia de su manera de andar. - Esa señora solicita aún dos palabras. - Bueno, dígale que entre. ¡Ah, querido amigo, cuántas lágrimas se ven aqul! Si al menos fuera posible secarlas todas... Uno hace lo que puede. La señora entró. - Me había olvidado de rogarle que le impidiese casarse con nuestra hija, pues de lo contrario... - Ya le dije a usted que lo haría. -¡Barón, por favor, salvará usted a una madre! Ella se apoderó de la mano de él y la cubrió de besos. - Todo se hará. Cuando la señora salió, Nejludov se puso en pie para despedirse. - Se hará lo que se pueda. Informaremos al Ministerio de Justicia. Nos responderán, y entonces se obrará en consecuencia. Nejludov salió y pasó a la cancillería. También allí, como en el Senado, encontró, en un local magnífico, magníficos funcionarios, limpios, corteses, correctos, desde los trajes hasta las palabras, pulidos y graves. «¡Cuán numerosos son! ¡Cuán espantosamente numerosos y bien nutridos! ¡Cómo llevan almidonadas las camisas y relucientes sus botines! ¿Quién les concede todo esto? ¡Y pensar que se encuentran bien, en comparación no sólo con los presos, sino incluso con los ciudadanos corrientes! », se decía, a pesar suyo, Nejludov.

XIX El hombre del que dependía la mejora de la suerte de los presos de San Petersburgo era un veterano general, descendiente de barones alemanes y del que se decía que era un poco tonto. Tenía una larga hoja de servicios y numerosas condecoraciones, de las que únicamente llevaba la cruz Blanca en la pechera. Había ganado aquella cruz, particularmente halagadora, en el Cáucaso, por haber obligado a mujiks, rapados y vestidos de uniforme, armados de fusiles con bayoneta calada, a matar a millares de personas del país que defendían sus libertades, sus casas y sus familias. Seguidamente prestó servicio en Polonia, donde de nuevo había obligado a los campesinos rusos a cometer diversos crímenes, lo que le valió nuevas condecoraciones y nuevos adornos en su uniforme; y también había servido en otras partes. Ahora ocupaba este puesto, el cual le proporcionaba buen alojamiento, buen sueldo y honores. Ejecutaba las órdenes llegadas de arriba con rigor inflexible y consideraba que la ejecución de las mismas era cosa eminentemente apreciable. Y como les atribuía un alcance totalmente particular, consideraba que todo podía cambiarse en la tierra, excepto aquellas órdenes. Los deberes de su cargo consistían en mantener en las casamatas y en secreto a detenidos politicos, de uno a otro sexo, y eso de forma tal que la mitad de entre ellos desapareciera en el espacio de diez años: algunos perdían la razón, otros morían de tisis o se suicidaban dejándose morir de hambre, abriéndose las venas con un pedazo de cristal, ahorcándose o quemándose vivos. El viejo general sabía todo eso, porque diariamente lo veía ante sus ojos; pero todos estos accidentes no afectaban más a su conciencia de lo que podían conmoverlo los accidentes producidos por tormentas, inundaciones, etcétera. Provenían de órdenes llegadas de arriba en nombre del emperador, y estas órdenes debían ejecutarse al pie de la letra; por tanto, era absolutamente inútil preocuparse de sus consecuencias. El viejo general no pensaba, pues, en ello, prohibiéndole su deber de militar patriota cualquier reflexión que hubiese podido producir alguna debilidad en las obligaciones de su cargo, muy importantes, a su juicio. Conforme al reglamento, una vez por semana giraba una visita por todas las celdas, informándose si los presos tenían alguna petición que presentarle. A menudo se las presentaban; las escuchaba tranquilamente, sin decir palabra, pero nunca les daba curso, porque sabía de antemano que eran incompatibles con el reglamento. En el instante en que el coche de Nejludov se detenía ante el edificio donde vivía el viejo general, el reloj de la torre tocó, con una sonería cascada, el canto «¡Alabado sea Dios!». Luego repicaron los toques de las dos. Al escuchar aquella sonería, Nejludov se acordó de lo que había leído en las memorias de los decembristas respecto a la impresión producida sobre los detenidos por aquella dulce música que se repetía a cada hora. El viejo general estaba sentado en un saloncito oscuro, con un joven pintor, hermano de uno de sus subordinados, ante una mesita con incrustaciones, y los dos hacían girar un platito sobre una hoja de papel. Los dedos delgados y ahusados del joven artista y los dedos gruesos, arrugados, osificados a trozos, del viejo general se entrelazaban, y aquellas manos entremezcladas giraban con el platito, con un movimiento intermitente, por encima de la hoja de papel, sobre la cual estaban inscritas todas las letras del alfabeto. El platito respondía a la pregunta formulada por el general de saber cómo las almas se reconocen después de la muerte. En el momento en que uno de los ordenanzas, que hacía funciones de ayuda de cámara, entraba con la tarjeta de Nejludov, el alma de santa Juana de Arco, que hablaba por medio del platito, acababa ya de

decir: «Se reconocen entre ellas...», y aquello había sido anotado. El platito se había detenido sobre la letra P, luego sobre la O y, llegado a la S, había cesado de girar, oscilando de derecha a izquierda. Y vacilaba porque, según el general, la letra siguiente debía de ser una L. A su juicio, santa Juana de Arco debía de decir que las almas se reconocerán solamente después de (poslié) su purificación, o algo parecido; el artista, por su parte, pretendía que la letra siguiente debía de ser V y que santa Juana de Arco quería decir que las almas se reconocerán por la luz (po svetu) que se desprenderá de sus cuerpos etéreos. Frunciendo con aire malhumorado sus espesas cejas blancas, el general mantenía los ojos fijos en sus manos y, persuadido de que el platito se movía por su cuenta, lo atraía hacia la L, en tanto que el pálido artista, con su ralos cabellos colgando detrás de las orejas, miraba, con sus mates ojos azules, el rincón sombrío de la estancia y, moviendo nerviosamente los labios, atraía al platito hacia la V. El general frunció la frente, disgustado de que lo molestaran; luego, después de un instante de silencio, recogió la tarjeta de Nejludov, se puso los lentes y, quejándose de los riñones, se levantó con su impresionante estatura y se frotó los entumecidos dedos. - Hágalo entrar en mi despacho. - Permítame vuecencia. Acabaré yo solo - dijo el artista, poniéndose en pie -. Noto que vuelve el fluido. - Está bien, acabe usted solo - respondió el general con su voz severa; luego, con su paso igual y resuelto, se dirigió a su despacho. - Me alegro de verlo - dijo a Nejludov, pronunciando con voz ronca palabras amables a indicándole una butaca cerca de su mesa -. ¿Lleva usted mucho tiempo en Petersburgo? Nejludov respondió que no. - ¿Y su señora madre, la princesa, sigue bien? - Mi madre murió. - ¡Perdóneme! Estoy verdaderamente desolado. Mi hijo me dijo que se había encontrado con usted. El hijo del general seguía la misma carrera que su padre, y, salido de la Escuela de Guerra para entrar en la Oficina de Información, estaba muy orgulloso de los trabajos que le confiaban. Tenía atribuciones en el servicio del espionaje. - ¡Ah, sí, hice el servicio con el padre de usted! Fuimos amigos, camaradas. ¿Y usted, está en el servicio? -No, no estoy en el servicio. El general tuvo un movimiento desaprobador de cabeza. - Tengo un ruego que hacerle, general - dijo NejIudov. - ¡Ah, ah! Muy bien. ¿Y en qué puedo servirle? - Si mi ruego le parece inoportuno, tenga la bondad de disculpármelo. Pero me creo en la obligación de formulárselo. - ¿De qué se trata? - Entre los detenidos confiados a la custodia de usted se encuentra un tal Gurkevitch. Su madre desea verlo y, en caso de que eso sea imposible, solicita poderle mandar al menos libros. Ante estas palabras de Nejludov, el general no expresó ni contento ni descontento: se limitó a inclinar la cabeza, en actitud de reflexión. A decir verdad, no reflexionaba en modo alguno y ni siquiera se interesaba por la petición de Nejludov, sabiendo de antemano que le respondería conforme a las órdenes. Simplemente dejaba descansar su espíritu, sin fatigarlo con pensamiento alguno. - Es que nada de eso depende de mí - respondió -. Un reglamento imperial determina las condiciones de las visitas. En cuanto a los libros, tenemos aquí una biblioteca: se da a los detenidos los libros que están autorizados.

- Sí, pero él tiene necesidad de obras científicas; querría estudiar. - No crea usted nada de eso. - Y el general se calló -. No es para estudiar - continuó -; sino simplemente para soliviantar a la gente. - Pero es que en su penosa situación les hace falta un quehacer cualquiera - dijo Nejludov. - Siempre están quejándose - replicó el general -. ¿Dejaremos de conocerlos nosotros? Hablaba siempre de ellos como de una raza de hombres mala y colocada aparte. - La verdad es que en ninguna cárcel encontraría usted las comodidades que ellos tienen aquí prosiguió. Y se puso a describir con pormenores aquellas «comodidades» ; al oírlo, se habría podido suponer que la detención de los presos en la fortaleza tenía por único objeto proporcionarles un descanso agradable. - Antiguamente, es verdad que los trataban con bastante dureza, pero hoy se los trata lo mejor posible. Para comer se les dan tres platos y siempre uno de carne: picadillo o albóndigas. Los domingos, añadimos un plato suplementario, un postre. ¡Ojalá todos los rusos estuvieran alimentados como lo están ellos! Una vez arrastrado por su tema, el general, siguiendo la costumbre de los viejos, repetía cosas dichas cien veces para demostrar la ingratitud de los presos. - En cuanto a los libros - decía -, disponemos para ellos de obras religiosas y también de revistas viejas. Tenemos toda una biblioteca; a menudo incluso fingen interesarse por la lectura, y poco tiempo después nos devuelven los libros sin haber cortado las páginas, y que no han tocado en absoluto. En cuanto a los libros viejos, ni siquiera los hojean; para convencernos de eso, con frecuencia hemos puesto una señal casi invisible - añadió el general con semblante risueño -. Tampoco se les prohíbe escribir. A este efecto les proporcionamos pizarras, sobre las cuales pueden entretenerse en escribir, borrar, escribir de nuevo..., pero tampoco eso va con ellos. Sólo al principio muestran un poco de agitación; después, engordan y cada vez se hacen más tranquilos - decía el general sin ni siquiera darse cuenta del terrible significado de sus palabras. Nejludov escuchaba aquella voz cascada, examinaba aquellos miembros fofos, aquellos párpados hinchados bajo las cejas hirsutas, aquellas mejillas colgantes y rasuradas, sostenidas por el cuello militar; aquella crucecita blanca de la que aquel hombre se sentía tan orgulloso porque era la recompensa de una cruel carnicería en masa; y Nejludov comprendía que era inútil explicar nada a un hombre semejante. Hizo sin embargo un esfuerzo para hablarle de otro asunto: de la presa Schustova, respecto a la cual le habían dicho que se había cursado la orden para que la pusieran en libertad. - ¿Schustova? ¿Schustova...? No los conozco a todos por el nombre. Son tan numerosos... respondió con aire de reprocharles aquella abundancia. Tocó la campanilla y dijo que llamasen al secretario. Mientras iban a buscar a éste, aconsejaba a Nejludov que volviese a entrar en el servicio, diciendo que los hombres honrados y honorables, y él se contaba entre ellos, eran indispensables para el zar... y para la patria - añadía, evidentemente sólo por la sonoridad de la frase. -Así, he aquí que yo soy viejo, y sigo sirviendo mientras me lo permitan mis fuerzas. El secretario, un hombre enjuto, de ojos inquietos y malignos, entró a informó que Schustova estaba detenida en un recinto fortificado y que ninguna orden había llegado respecto a ella. - En cuanto la recibamos, la pondremos en libertad el mismo día; no solemos retenerlos. No procuramos en absoluto prolongar su visita - dijo el general con un nuevo intento de sonrisa estúpida que consiguió únicamente dibujar una mueca en su viejo rostro.

Nejludov se levantó, costándole gran trabajo disimular la repulsión, mezclada con lástima, que le inspiraba aquel horrible viejo. Y éste consideraba que por su parte no debía mostrarse demasiado severo con el hijo descarriado de su antiguo camarada y creía su deber darle una lección. - ¡Adiós, querido mío! No tome a mal lo que le digo; es por pura amistad; pero no se mezcle usted en los asuntos de nuestros presos. No hay ninguno que sea inocente. Todos son unos depravados y nosotros los conocemos muy bien - dijo con un tono que no dejaba lugar a dudas. Y él no dudaba, en efecto; no porque fuese la realidad, sino porque, en el caso contrario, lejos de considerarse un bravo héroe que acaba dignamente una vida ejemplar, habría tenido que reconocerse un miserable que vendió su conciencia y continuaba vendiéndola durante su vejez. - Y, créame, lo mejor es estar en el servicio. El zar tiene necesidad de gente honrada..., la patria también... Piense un poco en lo que ocurriría si yo, si todos los hombres de nuestra índole, no prestáramos servicio. ¿Qué quedaría entonces? Sería tanto como desaprobar las instituciones, sin querer nosotros mismos ayudar al gobierno. Nejludov suspiró, se inclinó profundamente, estrechó la manaza anquilosada del anciano y se retiró. Después de un movimiento de cabeza desaprobador, el general se frotó los riñones y volvió al saloncito donde lo aguardaba el joven artista que había anotado ya la respuesta de santa Juana de Arco. El general se caló los lentes y leyó: «...se reconocen una a otra según la luz que se desprende de su cuerpo etéreo...» - ¡Ah! - exclamó el general, cerrando los ojos con satisfacción -. Pero si la luz es la misma para todas, ¿cómo es posible distinguirla? - preguntó. Y entremezclando de nuevo sus dedos con los del artista, volvió a sentarse ante la mesita. El cochero de Nejludov franqueó la puerta de la fortaleza. ¡Ah, barin, cómo se aburre uno aquí! - dijo -. Por poco me marcho sin esperarlo. -Sí, se aburre uno convino Nejludov, respirando a pleno pulmón y fijando, para calmarse, los ojos en las vaporosas nubes que pasaban por el cielo, así como sobre el espejeo del Neva sobre el cual se deslizaban barcas y vapores. XX El día siguiente era el fijado para el examen del asunto de Maslova, y Nejludov se dirigió al Senado. Ante la majestuosa escalinata del palacio, donde estaban ya alineados numerosos coches, encontró al abogado, que asimismo acababa de llegar. Después de subir la suntuosa escalera hasta el segundo piso, el abogado, que conocía las interioridades del lugar, se dirigió hacia la puerta de la izquierda, sobre la cual estaba pintada la fecha de la promulgación del nuevo código. En el vestíbulo principal se quitaron los abrigos, y, habiéndose enterado por el portero de que todos los senadores estaban allí y que el último acababa de llegar, Fánarin, de frac y corbata blanca sobre una pechera almidonada, pasó con suficiencia y aire jovial a la habitación contigua. Allí se encontraban: a la derccha, un gran armario y una mesa; a la izquierda, una escalera de caracol por la que bajaba en aquel momento un funcionario de elegante uniforme y con la cartera bajo el brazo. La atención general se centraba en un viejecito de aspecto patriarcal, de largos cabellos blancos y chaqueta y pantalones grises; dos escribientes permanecían ante él en una actitud particularmente respetuosa. El viejecito entró en el armario guardarropa y desapareció allí. Mientras tanto, Fanarin, que había divisado a uno de sus colegas, igualmente de frac y con corbata blanca, entabló con él una animada conversación mientras Nejludov examinaba a los que se encontraban

en la sala. Había allí una quincena de personas, entre ellas dos señoras: una muy joven, con impertinentes; la otra ya encanecida. Aquel día tenían que examinar un asunto de difamación cometida por medio de la prensa, lo que había atraído a un público más numeroso que de costumbre, perteneciente en su mayor parte al mundo de los periodistas. El ujier, un hombre soberbio y rubicundo, vestido con un imponente uniforme y que llevaba un papel en la mano, se acercó a Fanarin para preguntarle en qué asunto debía abogar. Al enterarse de que se trataba del asunto de Maslova, tomó nota y se alejó. La puerta del armario se abrió y salió de él el viejecito de aspecto patriarcal, no ya con chaqueta, sino vistiendo un uniforme adornado de galones y de pasamanería que lo hacían parecerse a un pájaro. Por lo demás, aquel disfraz ridículo debía de molestarle a él también, porque atravesó la habitación más rápidamente que de costumbre. - Es Be, un hombre respetable - dijo el abogado a Nejludov. Y después de haber presentado este último a su colega, habló del asunto que se iba a juzgar y que, a su juicio, era muy interesante. Pronto se abrió la sesión. Nejludov penetró en la sala con el resto del público. Todo el mundo, incluyendo a Fanarin, se acomodó en la habitación reservada al público, detrás de la rejilla. Sólo la franqueó el abogado de Petersburgo y fue a sentarse ante un pupitre. La sala era menos amplia y de una ornamentación más simple que la de la Audiencia Provincial. Se distinguía de ésta en que la mesa a la que estaban sentados los senadores estaba cubierta, en lugar de con paño verde, con terciopelo color de cereza galoneado de oro. Se veían allí los atributos habituales de las cámaras de justicia: la estatua vendada, el icono y el retrato del soberano. El ujier, también él todo solemne, anunció: - ¡El tribunal! Inmediatamente todo el mundo se puso en pie; al punto entraron los senadores con uniforme de gala, quienes pasaron a sentarse en sus sillones de alto respaldo y, apoyando los codos en la mesa, trataron de adoptar una actitud natural. Los senadores eran cuatro: el presidente, Nikitin, un hombre sin barba, de rostro alargado y ojos de acero; Wolff, con los labios significativamente apretados, que hojeaban el sumario con sus blancas y pequeñas manos; Skovorodnikov, alto, pesado, marcado el rostro por la viruela, y sabio jurista, y, finalmente, Be, el viejecito de aspecto patriarcal, que había llegado el último. Detrás de los senadores entraron el escribano en jefe y el sustituto del fiscal general, joven, enjuto, rasurado, con una tez sombría y ojos negros llenos de tristeza. A pesar de la extraña vestimenta que llevaba y aunque no se hubiesen vuelto a ver desde hacía seis años, Nejludov reconoció en él a uno de sus mejores condiscípulos de la universidad. - ¿No se llama Selenin el fiscal? - preguntó al abogado. - Sí, ¿por qué? - Lo conozco mucho: es un hombre excelente. - Y un buen fiscal interino, muy enterado. A él es a quien debía usted haberle pedido su apoyo - dijo el abogado. - ¡Oh, éste no actuará nunca más que de acuerdo con su conciencia! - dijo Nejludov, acordándose de sus relaciones íntimas con Selenin y de las cualidades encantadoras de pureza, honradez y corrección de éste, en el mejor sentido de la palabra. - Por lo demás, ahora sería demasiado tarde - murmuró Fanarin, dedicando ya toda su atención al asunto. Nejludov se puso a escuchar igualmente, esforzándose en comprender lo que ocurría ante sus ojos. Pero, lo mismo que en la Audiencia Provincial, chocaba con el procedimiento mismo de la discusión, que versaba no sobre el fondo, sino sobre circunstancias accesorias del proceso. La causa de aquel juicio

era un artículo de periódico denunciando la malversación del presidente de una sociedad montada por acciones. Parecía evidente que lo importante habría sido investigar primeramente si en verdad había existido robo y, en caso afirmativo, poner fin a aquello. Pero de eso, ni una sola palabra. Se discutió sobre la cuestión de saber si tal o cual párrafo del código daba derecho al director del periódico para imprimir el artículo de su colaborador y, una vez impreso, si había habido difamación o calumnia, y, además, si difamación implica calumnia, y la calumnia implica difamación; luego, otras .innumerables cosas muy poco - inteligibles para el común de los mortales, respaldadas por una multitud de artículos y de ácuerdos tomados por todas las cámaras reunidas. Nejludov comprendió sin embargo que Wolff, ponente del asunto, quien la víspera misma le había dado a entender muy claramente que el Senado no tenía nunca que juzgar sobre el fondo, se empeñaba por el contrario en invocar argumentos de fondo para hacer anular la sentencia del tribunal de apelación, en tanto que Selenin, tan frío de ordinario, sostenía con el mismo ardimiento la tesis opuesta. Aquel calor de Selenin, notado por Nejludov, procedía de que consideraba al presidente de la sociedad anónima como a un hombre poco escrupuloso y a que se había enterado de la presencia de Wolff en una comida suntuosa ofrecida por aquel financiero casi en vísperas del proceso. Como hoy Wolff exponía el asunto con una gran prudencia, pero con una parcialidad no menos evidente, Selenin se animó y expresó su opinión con un nerviosismo exagerado en aquellas circunstancias. Visiblemente, sus palabras chocaron a Wolff, quien enrojeció, hizo gestos de sorpresa y, con aire digno y vejado, se retiró con los demás senadores a la sala de deliberaciones. - ¿Por qué caso viene usted? - preguntó de nuevo el ujier a Fanarin en cuanto los senadores hubieron salido. - ¡Pero si ya se lo he dicho: el caso Maslova! - Está bien. E1 caso debe verse hoy, pero... - ¿Qué pasa? -Mire, este asunto había que resolverlo sin que estuviese en presencia el abogado defensor; por tanto es dudoso que los señores senadores salgan de su cámara después de dictada la sentencia. Pero lo anunciaré a usted. - ¿Cómo? ¿Qué quiere decir eso? - Lo anunciaré, lo anunciaré, diré que está usted aquí. Y el ujier tomó nota en un papel. En efecto, los senadores tenían la intención, después de haber pronunciado su veredicto en el asunto de difamación, de terminar los otros asuntos, inluyendo el de Maslova, sin salir de su sala de deliberaciones, fumando y tomando el té. XXI Una vez sentados los senadores ante su mesa de deliberaciones, Wolff, con animación, se puso a exponer los motivos adecuados para anular la sentencia. El presidente, ya de por sí poco benévolo, se encontraba peor dispuesto aquel día. Durante el curso de la sesión había previamente paralizado su opinión y se engolfaba ahora en sus pensamientos sin escuchar a Wolff. Ahora bien, sus pensamientos se concentraban sobre un pasaje de sus memorias, escrito la víspera, donde contaba cómo había sido suplantado por Vilianov en un puesto importante que anhelaba desde hacía mucho tiempo. Este presidente Nikitin estaba, en efecto, íntimamente convencido del valor documental que tendría, para la Historia, su opinión sobre los altos funcionarios a los que se preciaba de conocer. En un capítulo redactado la víspera vituperaba a algunos de estos altos personajes, acusándolos, según su propia

expresión, de haberle impedido salvar a Rusia de la ruina a la que la arrastraban los dirigentes actuales; y eso significaba que le habían impedido apelar a un tratamiento mucho más enérgico. De momento se preguntaba si su redacción era bastante clara para que, gracias a él, todos aquellos hechos llegasen a la posteridad con una significación completamente nueva. - Desde luego - respondió, sin escucharlo, a Wolff, que le había dirigido la palabra. Be, por su parte, escuchaba a Wolff con tristeza, dibujando guirnaldas sobre un papel colocado delante de él. Este Be era un liberal de la más pura cepa. Conservaba cuidadosamente las tradiciones del decenio de 1860, y, si se apartaba de su rigurosa imparcialidad, era siempre en un sentido liberal. En esta ocasión, además de que el financiero pleiteante era un hombre poco honrado, Be estaba a favor de la confirmación de la sentencia, porque aquella acusación de libelo esgrimida contra un periodista restringía la libertad de prensa. Cuando Wolff hubo terminado su argumentación, Be, abandonando su guirnalda, se puso a hablar con melancolía (su tristeza se la causaba el hecho de tener que pasar por semejantes trivialidades), y con una voz dulce, agradable, demostró con evidencia y simplicidad lo mal fundado de la queja; luego bajó su blanca cabeza y continuó dibujando su guirnalda. Skovorodnikov, sentado frente a Wolff y constantemente ocupado en meterse en la boca los pelos de su bigote y de su barba, intervino, en cuanto Be terminó de hablar, para declarar con voz alta y agresiva que, aunque el presidente de la sociedad anónima fuese un perfecto canalla, no por eso dejaba él de tener la opinión de que se casase la sentencia, si existían vicios de procedimiento. Pero como no existía ninguno, se puso del lado de Iván Semionovitch (Be), satisfecho por aquel picotazo que asestaba a Wolff. El presidente, habiéndose atenido a la opinión de Skovorodnikov, dio como resultado que la queja estaba mal fundada. Wolff se sentía tanto más descontento cuanto que, por diversas alusiones, había comprendido que sus colegas sospechaban en él una cierta parcialidad. Por eso, adoptando un aire indiferente, abrió el legajo del asunto Maslova y se engolfó en él. Los senadores, después de haber llamado para pedir té, encauzaron la conversación sobre un tema que casi con el mismo interés que el duelo de Kamensky preocupaba a todo Petersburgo. Un director de ministerio había sido sorprendido en el flagrante delito de cometer un acto previsto en el artículo 955. - ¡Qué porquería! - dijo Be con repugnancia. - ¿Qué encuentra usted en eso de malo? Le mostraré en nuestra literatura el proyecto de un autor alemán que propone tranquilamente que el casamiento entre hombres no se considere un crimen replicó Skovorodnikov, aspirando con avidez el humo de un cigarrillo arrugado que sujetaba entre la palma de la mano y la raíz de los dedos, y estallando en una gran risotada. - ¡No es posible! - exclamó Be. - Ya se lo enseñaré - respondió Skovorodnikov, citando el titulo completo de la obra, la tirada y el lugar de edición. - Se asegura que va a ser enviado como gobernador a no sé qué parte, en el fondo de Siberia -dijo Nikitin. - Será algo perfecto. Me estoy imaginando al obispo que sale a su encuentro con la cruz. No haría falta más sino que el obispo fuera demasiado comprensivo - dijo Skovorodnikov, arrojando su colilla en el platillo. Luego apresó en la boca todo lo que pudo de su barba y de su bigote y se puso a masticar. En aquel momento, el ujier entró en la sala de deliberaciones para advertir a los senadores que el abogado y Nejludov deseaban asistir al examen de la instancia de Maslova. - He aquí el asunto: ¡es todo una novela! - dijo Wolff, quien contó a sus colegas lo que sabía de las relaciones entre Nejludov y Maslova.

Cuando hubieron hablado, fumado cigarrillos y bebido té, los senadores volvieron a entrar en la sala de sesiones y dieron a conocer su decisión respecto al asunto de libelo; luego pasaron a examinar el de Maslova. Con su voz meliflua, Wolff emitió un informe muy claro sobre la solicitud de casación presentada por Maslova, y de nuevo, con una parcialidad visible, manifestó el deseo de que la sentencia quedase anulada. - ¿Tiene usted algo que añadir? - preguntó el presidente volviéndose hacia Fanarin. Este se levantó, alisó la inmaculada pechera de su camisa y, metódicamente, con una precisión y una convicción notables, se puso a probar que los debates de la Audiencia Provincial habían presentado seis puntos contrarios a la interpretación exacta de la ley; luego se permitió rozar el fondo del asunto, a fin de demostrar hasta qué punto el veredicto de la Audiencia Provincial había sido de una injusticia flagrante. Bajo el tono breve pero firme de su discurso parecía excusarse por tener que insistir sobre aquello ante los señores senadores, que con su perspicacia y su sabiduría jurídicas veían y comprendían mejor que él; pero su deber lo obligaba a hacerlo. Después de aquel alegato, parecía que era imposible dudar de la anulación de la sentencia. Cuando Fanarin hubo terminado, tuvo una sonrisa de triunfo, y esa sonrisa proporcionó a Nejludov la certidumbre del éxito. Pero al mirar a los senadores, vio que Fanarin era el único que sonreía y que triunfaba. Porque ellos y el fiscal interino estaban lejos de sonreír y de triunfar: tenían, por el contrario, el aire aburrido de la gente que pierde el tiempo, y todos parecían decir al abogado: «Siga hablando. Ya hemos escuchado a otros muchos, y es perfectamente inútil.» Su satisfacción apareció simplemente cuando el abogado concluyó y dejó de importunarlos. El presidente concedió a continuación la palabra al sustituto del fiscal general. Pero Selenin se limitó a declarar brevemente, aunque con claridad y precisión, que los diversos motivos de casación invocados estaban mal fundados y que la sentencia debía ser mantenida, tras de lo cual los senadores se levantaron y se retiraron para deliberar. De nuevo se dividieron las opiniones: Wolff insistía a favor de la casación; Be, que había sido el único que había comprendido de qué se trataba, opinaba en el mismo sentido y presentaba a sus colegas un vívido cuadro del error de los jurados. Nikitin, partidario como siempre de la severidad en general y de las formas en particular, se oponía a la casación. Todo quedaba, pues, subordinado al voto de Skovorodnikov. Pero éste se opuso a la casación, principalmente porque el proyecto de Nejludov de casarse con aquella mujer por imperativos de su conciencia moral, lo escandalizaba hasta el más alto punto. Skovorodnikov era materialista, darwinista; cualquier manifestación de la moral abstracta, y con más motivo de la moral religiosa, le parecía no solamente una vil insania, sino casi una injuria personal. Todos aquellos avatares con semejante prostituta, la defensa de ésta ante el Senado por un abogado de renombre, y la presencia misma de Nejludov, todo aquello le repugnaba. Por eso, metiéndose la barba en la boca y haciendo muecas, fingiendo con una naturalidad perfecta no saber nada del asunto, sino tan sólo que los motivos de casación eran insuficientes, opinó, como el presidente, que la petición no debía aceptarse. En consecuencia, la instancia de Maslova fue rechazada. XXII Pero es horrible! - exclamó NejIudov saliendo con el abogado a la sala de espera -. En un asunto de una claridad tal, respetan la forma y rechazan... ¡Es espantoso! - El asunto se ha presentado mal - respondió el abogado. - ¡Y el mismo Selenin opuesto a la casación! ¡Es terrible! - exclamó Nejludov -. ¿Qué hacer ahora?

- Presentar un recurso de gracia. Ocúpese de eso usted mismo mientras está aquí. Voy a redactárselo. En aquel momento, el senador Wolff, con su uniforme atiborrado de cruces, entró en la sala y se acercó a Nejludov. - ¿Qué hacer, querido príncipe? Los motivos de casación eran insuficientes - dijo, encogiendo sus estrechos hombros y bajando los párpados. Y pasó de largo. Detrás de Wolff apareció Selenin, quien se había enterado por los senadores de la presencia de su antiguo amigo Nejludov. - No esperaba encontrarte por aquí - le dijo, con una sonrisa en los labios mientras sus ojos seguían tristes. - Y, por mi parte, ignoraba que fueses fiscal general. - Sustituto - rectificó Selenin -. ¿Cómo es que estás en el Senado? - preguntó. -He venido con la esperanza de encontrar aquí justicia y piedad para una desgraciada mujer condenada injustamente. - ¿Qué mujer? - Pues esa cuyo destino acabáis de decidir. - ¡Ah, el asunto Maslova! - recordó Selenin -. Su instancia carecía de fundamento. - No se trataba de su instancia, sino de ella misma. Es inocente, y la castigan. Selenin exhaló un suspiro. - Sí, es posible, pero... -No solamente posible; es rigurosamente cierto. - ¿Cómo lo sabes? - Porque yo formaba parte del jurado. Y sé que nuestro veredicto adolecía de error. Selenin reflexionó un instante. - Había que haberlo declarado en seguida - dijo. - Lo declaré. - Habia que haberlo inscrito en el proceso verbal. Si ese motivo hubiese venido adjunto a la instancia... - ¡Pero bastaba examinar el asunto para ver la incoherencia del veredicto! - exclamó Nejludov. - El Senado no tenía derecho para decirlo. Si se arriesgaba a anular una sentencia basándose sobre el modo como concibe la rectitud de ésta, no solamente podría suceder que a veces aumentase la parte de injusticia - replicó Selenin, pensando en Wolff y en el asunto que se acababa de juzgar -, sino que las decisiones de los jurados no tendrían ya razón de ser. - Todo lo que sé es que esta mujer es inocente y que en lo sucesivo se ha perdido para ella toda esperanza de escapar a un castigo monstruoso. ¡La justicia suprema ha confirmado una flagrante injusticia! - En modo alguno; no ha confirmado nada, puesto que no tenía que juzgar el asunto a fondo arguyó Selenin, dejando pasar una mirada entre los párpados entornados. Selenin, siempre muy ocupado y frecuentando poco el mundo, ignoraba sin duda la novela de Nejludov. Habiéndolo notado éste, juzgó inútil hablarle de sus relaciones particulares con Maslova. - Probablemente te habrás alojado en casa de tu tía, ¿no? - preguntó Selenin con objeto de cambiar de conversación -Me dijeron ayer que estaban aquí. La condesa me invitó la otra noche a asistir contigo, en su casa, a la conferencia del nuevo predicador - añadió con la sonrisa en los labios. - Estuve allí, en efecto, pero el desagrado hizo que me alejara-dijo Nejludov con malhumor, descontento por el hecho de que Selenin se hubiese puesto a hablar de otra cosa.

-¿Disgustado por qué? Por limitado y fanático que sea eso, no deja de ser manifestación de un sentimiento religioso. - ¡Vamos! ¡Una monstruosa locura! - exclamó Nejludov. - Nada de eso. Lo extraño y molesto es el hecho de que nuestra ignorancia de los preceptos de la Iglesia es tal, que la exposición de nuestros dogmas fundamentales nos parece una novedad - dijo Selenin como si tuviese prisa en expresarle a su antiguo amigo opiniones tan insólitas. Nejludov lo examinó con una mezcla de atención y de sorpresa mientras Selenin bajaba los ojos, que expresaban no solamente tristeza, sino casi hostilidad. - ¿Tú crees, pues, en los dogmas de la Iglesia? - le preguntó Nejludov. - Desde luego, creo en ellos - respondió Selenin, mirando a Nejludov con una mirada recta pero apagada. - ¡Qué cosa más rara! - murmuró éste suspirando. - Por lo demás, volveremos a hablar de eso otra vez - continuó Selenin -. Ya voy - dijo al ujier, que se le había acercado con aire respetuoso -. Es absolutamente preciso que volvamos a vernos, pero, ¿cuándo volveré a encontrarte? A mi me encontrarás siempre cenando a las siete en la calle Nadejdinskaia. - E indicó el número -. ¡Vaya, cuánta agua ha pasado bajo los puentes desde nuestra última conversación! - acabó, antes de alejarse, sonriendo solamente con los labios. - Iré a verte si me es posible - respondió Nejludov. Pero en el fondo de si mismo comprendía que Selenin, antes tan querido y tan próximo, se convertía para él, después de esta breve conversación, no solamente en un ser extraño e incomprensible, sino hostil. XXIII En la época en que Nejludov era estudiante con Selenin, éste era un hijo excelente, un fiel camarada, y, para su edad, un hombre de mundo muy instruido, de un tacto perfecto, siempre elegante y guapo y al mismo tiempo franco y honrado. Estudiaba con facilidad, sin la menor pedantería, y obtenía medallas de oro por sus trabajos. El objetivo de su joven vida era servir a los hombres, no solamente con palabras, sino con actos. Y no se representaba esta misión de otra manera que bajo la forma de servicio al Estado. Asi, apenas terminados sus estudios, examinó metódicaménte todos los géneros de actividad a los que podia dedicarse; y tras decidir que podría emplear con la mayor utilidad sus facultades en la segunda sección de la cancillería imperial privada, que tenía entre sus atribuciones la redacción de las leyes, allí fue donde entró. A pesar del más estricto y más escrupuloso cumplimiento de todo lo que exigía de él su función, no encontró allí ni la satisfacción de ser útil conforme a su deseo, ni la conciencia de cumplir con su deber. Este descontento de sí mismo se sumentó además a consecuencia de sus tiranteces con su jefe inmediato, hombre mezquino y vanidoso. Tuvo, pues, que abandonar la cancillería privada para entrar en el Senado, donde se sintió más a sus anchas. Pero el mismo descontento lo perseguía allí; porque no dejaba de sentir que lo que hacía no era lo que habría querido hacer, no era lo que habría debido ser. Durante su servicio en el Senado, sus parientes habían obtenido para él el nombramiento de gentilhombre de Cámara, y había tenido que ir, con uniforme bordado, delantal de tela blanca, y en calesa, a presentarse en casa de numerosas personas para darles las gracias por haberlo elevado a la dignidad de lacayo. A pesar de todos sus esfuerzos, no pudo encontrar una explicación razonable para este cargo. Y, más aún que sus servicios de funcionario, sentía que « no era eso». Sin embargo, por una parte, no podía rehusar aquel nombramiento, so pena de entristecer a los que estaban persuadidos de

haberle hecho un gran favor; por otra parte, aquello halagaba los instintos inferiores de su propia naturaleza, y se sentía encantado de ver reflejarse en el espejo su uniforme bordado de oro y gozar del respeto provocado en algunas personas por aquel nuevo título. Lo mismo le había ocurrido en cuanto a su casamiento. Desde el punto de vista mundano, le habían encontrado un brillante partido. Se había casado principalmente por la misma razón de que al negarse habría ofendido o apenado, tanto a la novia, que deseaba aquel casamiento, como a los que lo habian arreglado, y porque la unión con una joven de buena familia, por lo demás encantadora, halagaba su amor propio y le resultaba agradable. Pero, menos aún que su empleo y su cargo en la corte, su matrimonio « no era eso». Después del primer hijo, su mujer no había querido tener más y habia empezado a llevar una existencia mundana y agitada en la que, a pesar suyo, él debía tomar parte. No muy bonita, su mujer le era fiel, y aunque no extraía de su vida mundana más que una extrema fatiga, se sometía a ella con puntualidad, envenenando al mismo tiempo la existencia de su marido. Todas las tentativas de éste por cambiar cualquier cosa en aquello chocaban contra una certidumbre firme como una roca en su mujer, sostenida además por sus parientes y sus amigos, en el sentido de que era así como había que vivir. La hija, una niña de largos bucles dorados, de pantorrillas desnudas, era un ser completamente extraño para su padre, porque su educación no era en absoluto la que él habría deseado. Entre los esposos reinaba una incomprensión permanente, incluso la ausencia de todo deseo de comprenderse, una lucha sorda, silenciosa, oculta a los desconocidos y suavizada por las conveniencias. Todo esto hacía penosa para Selenín la vida de familia. Y ésta «no era eso», como no lo eran tampoco el matrimonio, el empleo y el cargo en la corte. Pero, por encima de todo, lo que «no era eso» era la cuestión creencia. Como todos los hombres de su mundo y de su tiempo, había desgarrado sin el menor esfuerzo, por su desarrollo intelectual, los vínculos de las creencias religiosas que le había imbuido su educación, y ya ni él mismo se acordaba de en qué momento se había liberado de aquello. Hombre joven, honrado y serio en el tiempo de sus estudios universitarios y de su amistad con Nejludov, no hacía ningún secreto de la independencia que había conquistado en lo referente a los dogmas de la religión oficial. Con los años y el ascenso en la jerarquía, y sobre todo después del período reaccionario que había sucedido al de liberalismo, esta libertad moral se le había convertido en una traba. Por un lado, la muerte de su padre, las ceremonias eclesiásticas que la habían acompañado, el deseo de su madre de verlo comulgar, deseo que respondía igualmente a las exigencias de la opinión pública, y, por otra parte, su cargo de funcionario, lo habían obligado a cada instante a asistir a numerosas ceremonias religiosas: inauguraciones, acciones de gracias, etcétera, tanto, que raramente pasaba un día sin que tuviera que tomar parte en alguna manifestación exterior del culto. Al asistir a ellas, le era preciso pues: o fingir creer en lo que no creía, cosa que le estaba prohibida por la rectitud de su carácter, o bien considerar como mentiroso aquel culto exterior y organizar su vida de tal forma que no se viese obligado a participar en aquella mentira. Pero por poco importante que pudiese parecer una a otra de estas resoluciones, imponía muchas trabas: aparte de que habría tenido que verse en antagonismo continuo con todos sus parientes y las personas más próximas, le habría hecho falta cambiar enteramente su situación, abandonar su empleo y sacrificar todo aquel deseo que creía poder realizar ya en su función de ser útil a los hombres, con la esperanza de conseguirlo mejor en el porvenir. Y para hacer eso le habría hecho falta estar bien seguro de seguir el buen camino. Cierto que no podía ignorar que estaba en el camino recto al negar el principio de la Iglesia oficial; pero, bajo la presión de la vida ambiente, él, el hombre justo, se dejaba seducir por una ligera mentira diciéndose que para afirmar la irracionalidad de lo que es irracional, ante todo hacía falta estudiarlo. Era ésa una pequeña mentira, pero lo había llevado hacia la gran mentira en la que actualmente estaba sumido.

Inmediatamente después de haberse planteado la pregunta relativa a conocer la justeza de la ortodoxia en la que había nacido y había sido criado, cuya creencia estaba exigida por todo el mundo que lo rodeaba y sin la cual no podía continuar haciéndose útil a los hombres, no había recurrido a las obras de Voltaire, de Schopenhauer, de Spencer o de Comte, sino a los libros filosóficos de Hegel, a las obras religiosas de Vinet y de Jomiakov, y, naturalmente, había encontrado en ellas lo que buscaba: una apariencia de justificación de la doctrina religiosa en la que lo habían criado, aunque, desde hacía mucho tiempo, su razón no la admitiese ya, pero cuya aceptación debía apartar una serie de molestias que de otro modo llenarían su vida toda Había hecho suyos todos los sofismas a los cuales se suele recurrir, a saber: que la razón de un solo individuo es incapaz de conocer la verdad; que la verdad no se revela más que al conjunto de los hombres; que el. único medio de conocerla es la revelación; que la revelación está bajo la custodia de la Iglesia, etcétera. Y, desde aquel momento, sin tener conciencia de la mentira, podía asistir con toda tranquilidad a las misas, vísperas y maitines, y podía comulgar, persignarse ante los iconos y continuar su servicio de funcionario que le procuraba la satisfacción del deber cumplido y el consuelo de sus fastidios de familia. Creía tener fe y, sin embargo, más que nunca, sentía con todo su ser que su fe aún «no era eso». De ahí que su mirada estuviera siempre llena de tristeza. Por eso, al divisar a Nejludov, al que había conocido antes de estar penetrado ya por todas aquellas mentiras, volvió a verse tal como era en otros tiempos; y, en el momento en que aludió presurosamente a sus puntos de vista sobre la religión, sintió con más fuerza aún que «no era eso», y una pena desgarradora lo invadió. Es lo que sintió igualmente Nejludov en cuanto se hubo disipado la primera impresión gozosa de su encuentro con su antiguo amigo. Y por eso, aun prometiéndose volver a verse, no procuraron ni uno ni otro llevar a cabo esa entrevista y no llegaron a encontrarse durante la estancia de Nejludov en Petersburgo. XXIV Al salir del Senado, Nejludov y el abogado caminaron juntos por la acera. E1 abogado, después de haber ordenado a su cochero que lo siguiese, le contó a Nejludov la aventura de aquel director de ministerio del que los senadores habían hablado entre ellos; le dijo cómo después de estar convicto de su crimen, en lugar de mandarlo a la cárcel, como exigía el código, iban a ponerlo a la cabeza de una provincia en Siberia. Luego, acabada aquella repugnante historia, contó aún, con un placer particular, cómo altos personajes habían robado el dinero recogído para erigir un monumento y que se quedó así inacabado, personajes ante los cuales habían pasado aquella misma mañana; cómo la amante de fulano ganaba millones en la Bolsa; cómo uno había vendido a su mujer y otro la había comprado; luego inició otro relato sobre las estafas y toda clase de crímenes cometidos por altos funcionarios que, lejos de estar en prisión, se hallaban instalados en los sillones presidenciales de diversas instituciones. El abogado parecía extraer de aquellos relatos (cuya fuente era por lo visto inagotable) una gran satisfacción: le permitían, en efecto, demostrar que los medios de que usaba él mismo para ganar dinero eran absolutamente legítimos a irreprochables en comparación con los que empleaban los más altos personajes de Petersburgo. Por eso fue grande su sorpresa cuando, en la mitad misma de una de sus anécdotas, vio que Nejludov se despedía de él y llamaba a un coche de punto para marcharse. Nejludov estaba muy triste. Lo estaba sobre todo porque el Senado había confirmado el martirio insensato impuesto a la inocente Maslova, y también porque aquella condena hacía más difícil para él la realización de su proyecto de casamiento con ella. Su tristeza aumentaba aún por aquellas monstruosas

historias sobre el mal imperante del que el abogado hablaba con tanta complacencia. En fin, seguía viendo la mirada glacial y hostil de Selenin, en otros tiempos tan afectuoso, tan franco y tan noble. Cuando entró en casa de su tía, el portero le entregó, con un cierto matiz de desdén, una carta que «cierta mujer», según su expresión, había traído para él. Era de la madre de Schustova y escribía que había venido a dar las gracias al «bienhechor», al «salvador» de su hija, y le suplicaba que fuera a verlas a la calle Vassili-Ostrov, en el número tal, piso cual. Añadía que era por algo que interesaba a Vera Efremovna. Le rogaba que no temiese un desbordamiento de gratitud, pues ni siquiera se hablaría de aquello, pero que simplemente se sentirían dichosas pudiéndolo ver y, si era posible, al día siguiente por la mañana. Había otra carta de uno de sus antiguos camaradas, ayudante de campo del emperador, Bogatyrev, a quien Nejludov le había rogado que entregase personalmente al soberano una solicitud dirigida por él en nombre de los sectarios. Con su gran letra firme, Bogatyrev le informaba que, según su promesa, entregaria en propias manos la instancia al emperador, pero que se le había ocurrido una idea. ¿No convendría más itra ver primeramente al personaje del que dependía aquel asunto y solicitárselo? Después de todas las impresiones experimentadas durante su estancia en Petersburgo, Nejludov se sentía profundamente desalentado. Los proyectos que había formado en Moscú se le aparecían ahora como esos sueños juveniles que se desvanecen al contacto con la vida real. Pero, de cualquier forma, consideró como un deber llevar a cabo todo lo que tenía que hacer en Petersburgo y decidió que, después de visitar a Bogatyrev, seguiría su consejo y al día siguiente iría a ver al personaje del que dependía el asunto de los sectarios. Mientras reflexionaba, sacó la solicitud de su cartera y se disponía a releerla cuando un lacayo vino a decirle que la condesa Catalina Ivanovna le rogaba que subiese para tomar el té. Nejludov dijo que iría en seguida y, después de volver a meter la instancia en su cartera, subió a las habitaciones de su tía. Durante el trayecto distinguió por la ventana de la escalera el par de alazanes de Mariette parados delante de la casa; y de pronto sintió en el corzón un hálito de alegría y el deseo de sonreír. Tocada esta vez con un sombrero claro y ataviada con un vestido de matices diversos, Mariette estaba sentada en una silla cerca de la butaca de la condesa; con una taza de té en la mano, charlaba, brillándole sus hermosos ojos risueños. En el instante en que Nejludov penetró en el salón acababa de decir algo tan gracioso y tan atrevido (Nejludov lo adivinó por su manera de reír), que a la buena condesa bigotuda Catalina Ivanovna la llenó de una alegría loca que sacudía su corpachón de pies a cabeza, mientras Mariette, con una expresión maliciosa, la risueña boca ligeramente contorneada y la cabeza enérgica y gozosa un poco ladeada, examinaba a su amiga sin decir nada. Por algunas palabras, Nejludov comprendió que hablaban de aquella segunda noticia que acaparaba actualmente las conversaciones de Petersburgo, el episodio del nuevo gobernador siberiano, a propósito del cual Mariette había contado un chiste tan gracioso que provocaba en la condesa aquella hilaridad tan prolongada. - ¡Me harás morir de risa! - exclamaba entre dos carcajadas. Después de haberlas saludado, Nejludov se sentó cerca de ellas. Pero apenas había tenido tiempo para tomar a mal la ligereza de Mariette, cuando esta misma, notando la expresión severa de su rostro y deseando agradarle (deseo que le había entrado desde que había vuelto a verlo), modificó no sólo la expresión de su rostro, sino también su disposición de ánimo. Inmediatamente se puso seria, se sintió descontenta de su vida, llena de vagas aspiraciones, y todo esto con sinceridad, sin hipocresía y sin esfuerzo. Por instinto, se puso al unísono del estado de ánimo de Nejludov, aunque ella no habría podido definir exactamente en qué consistía.

Lo interrogó sobre el resultado de sus gestiones, y él contó eel fracaso de sus esfuerzos en el Senado y su encuentro con Selenin. - ¡Ah, qué alma tan pura! ¡He ahí verdaderamente al chevalier sans peur et sans reproche...! ¡Qué alma tan pura! - exclamaron las dos damas, usando aquella designación con la que se conocía a Selenin en la buena sociedad. - ¿Cómo es su mujer? - preguntó Nejludov. - ¿Ella? No quiero juzgarla, pero no lo comprende. ¿Y también él ha sido de los que ha rechazado el recurso? - prosiguió Mariette con franca compasión -. ¡Es espantoso, y qué lástima me da de ella! añadió con un suspiro. Nejludov, con un pliegue en la frente y deseoso de cambiar de conversación, habló de Schustova, que acababa por fin de salir de la fortaleza. Después de haber dado las gracias a Mariette por su intervención, se disponía a decir lo horrible que era pensar en lo que había sufrido aquella pobre muchacha y su familia, simplemente porque nadie se había ocupado de ellos. Pero Mariette no lo dejó acabar y ella misma expresó toda su indignación. - ¡No me hable usted de eso! - exclamó-. En cuanto mi marido me dijo que la podían poner en libertad, tuve el mismo pensamiento que usted. ¿Por qué la han detenido entonces, si era inocente? ¡Es indigno, es indigno! - repitió, expresando así el pensamiento de Nejludov. La condesa Catalina Ivanovna se dio cuenta en seguida de que Mariette coqueteaba con su sobrino, y eso la divirtió. - ¿Sabes lo que vas a hacer? - dijo a Nejludov -. Vas a venir con nosotras mañana por la noche a casa de Aline. Estará allí Kieseweter. Y tú también - dijo a Mariette -. Il vous a remarqué - continuó, dirigiéndose a su sobrino -. Insiste en que todas las ideas que me has expuesto y que yo le he comunicado, son a sus ojos un signo excelente y que con toda seguridad no tardarás en venir a Cristo. ¡Es absolutamente necesario que asistas a la velada! Mariette, dile que venga y ven tú también. - Pero, primeramente, condesa, no tengo ningún derecho para darle consejos al príncipe - replicó Mariette, cambiando con Nejludov una mirada que la ponía de acuerdo con él sobre la manera de entender las palabras de la condesa y sobre su evangelismo en general -. Y además, usted sabe que a mí no me gusta mucho... - Sí, ya lo sé, tú eres diferente de las demás y piensas a tu modo sobre todas las cosas. - ¿Cómo a mi modo? Tengo la misma creencia que una simple campesina - replicó sonriendo -. Por otra parte -continuó -, mañana voy al teatro francés. - ¡Ah! ¿Has visto a esa...? ¿Cómo se llama? - preguntó la condesa. Mariette indicó el nombre de una célebre actriz francesa. - Tienes que ir a verla sin falta. ¡Es asombrosa! - ¿A quién debo ir a ver primero, tía? ¿A la actriz, o al predicador? - preguntó Nejludov con una sonrisa. - Te lo ruego, no des un doble sentido a mis palabras. - Creo que más vale ir a ver primero al predicador, y después a la actriz - continuó Nejludov -; de lo contrario, se podría perder todo el gusto por la predicación. - No, vale más empezar por el teatro y arrepentirse después - dijo Mariette. - Bueno, no os burléis de mí. ¡La predicación es la predicación, y el teatro es el teatro! Para salvarse no hay necesidad en absoluto de tener la cara larga de una beata y llorar sin cesar. Lo que hay que tener es fe, y entonces ya se es más que feliz. - Pero, tía, usted predica mucho mejor que cualquier misionero. - A propósito, mire usted - dijo Mariette después de un instante de reflexión -. Venga mañana a mi palco.

- Me temo no poder... El lacayo interrumpió la conversación para anunciar a la condesa la visita del secretario de una obra de beneficencia de la que que ella era presidenta. - ¡Oh, qué hombre tan insoportable! Voy a recibirlo un instante en el saloncito y luego volveré con ustedes. Mariette, sírvele tú el té - dijo la condesa, alejándose con su paso rápido y ágil. Mariette se quitó uno de sus guantes y dejó al desnudo una manecita alargada y vigorosa, llena de sortijas. - ¿Quiere usted? - preguntó a Nejludov, poniendo la mano, apartado el dedo meñique, sobre la tetera de plata calentada con alcohol. Su rostro se puso grave y triste. - Nada en el mundo me resulta tan penoso como pensar que algunas personas, cuya estimación me interesa mucho, me confundan con la posición en que me veo obligada a vivir - dijo. Parecía estar a punto de echarse a llorar al pronunciar estas palabras. Y aquella frase, a pesar de su significado tan vago, le pareció a Nejludov llena de profundidad, de franqueza y de bondad, tanto lo impresionaba la mirada de los ojos centelleantes que acompañaba las palabras de la bonita y elegante joven. Nejludov la contemplaba en silencio y no podía apartar sus miradas de aquel rostro. - Usted cree quizá que yo ni lo comprendo a usted ni lo que le está pasando, ¿verdad? Lo que usted ha hecho, todo el mundo lo sabe: c'est le secret de Polichinelle. Estoy entusiasmada por eso, lo admiro y lo apruebo. - Verdaderamente, no hay motivo alguno. Es muy poco lo que he hecho. - ¡No importa! Comprendo los sentimientos de usted y los de ella... Bueno, no le hablaré más de eso - se reportó, al creer notar un ligero descontento en el rostro de Nejludov-. Y lo que comprendo también es que, habiendo visto de cerca el horror y los sufrimientos de esa vida de los presos - decía Mariette, adivinando con su instinto femenino todo lo que era para él precioso e importante, y con el único pensamiento de conquistarlo -, haya sentido usted el deseo de acudir en ayuda de esas víctimas de la crueldad y de la indiferencia de los hombres... Comprendo que una persona pueda dedicar su vida a esa obra. Yo habría hecho lo mismo; pero cada cual tiene su destino... - ¿Es que no está usted satisfecha del suyo? - ¿Yo? - exclamó, como si la dejaran atónita al hacerle semejante pregunta -. Sí, debo estar satisfecha, y lo estoy. Pero hay un gusano roedor que se despierta. - No hay que dejar que se duerma y hay que creer en esa voz-dijo Nejludov, cayendo en la trampa. Muy a menudo, posteriormente, sintió vergüenza al acordarse de aquella conversación, de aquellas palabras de Mariette que eran menos una mentira que una comedia; de aquel rostro de la joven que expresaba una atención falsamente enternecida mientras él le contaba los horrores de las cárceles y las impresiones de su contacto con los campesinos. Cuando la condesa volvió, Mariette y Nejludov hablaban no solamente como viejos amigos, sino como amigos íntimos, únicos en comprenderse entre la multitud que los rodeaba. Su conversación versaba sobre la injusticia de los poderosos, los sufrimientos de los débiles, la miseria del pueblo; pero en realidad, bajo el murmullo de las palabras, sus ojos no cesaban de interrogarse mutuamente: «¿Puedes amarme?», y de responder: « ¡Puedo! » Y el deseo sexual, revistiendo las formas más insospechadas y más radiantes, los atraía mutuamente. Antes de marcharse, Mariette repitió a Nejludov que siempre tendría el mayor agrado secundándolo en sus proyectos; insistió para que fuese, aunque sólo fuera un momento, a verla al día siguiente por la

noche, en su palco, en el teatro, donde tendría que hablarle, aseguraba ella, de un asunto muy importante. - Por lo demás, ¿quién sabe cuándo volveremos a vernos? - suspiró ella al mismo tiempo que se ponía con precaución el guante en su mano cubierta de sortijas -. Prométame que vendrá. Nejludov se lo prometió. Aquella noche, una vez solo en su habitación, se acostó, apagó la vela y tardó mucho tiempo en dormirse. Al acordarse de Maslova, de la decisión del Senado, de su proyecto de seguirla a todas partes, del abandono de sus tierras, veía, en respuesta a estos pensamientos, alzarse ante él el rostro de Mariette, su suspiro y su mirada cuando ella le había dicho: « ¿Quién sabe cuándo volveremos a vernos? » Y él volvía a ver tan clara, tan vivamente aquella sonrisa, que, durante la noche, también él se sorprendió a veces sonriendo. «¿Haré bien marchándome a Siberia? ¿Haré bien despojándome de toda mi fortuna?», se preguntaba. Y eran vagas las respuestas que se presentaban a su espíritu, en aquella clara noche de Petersburgo que se filtraba a través de la celosía incompletamente bajada. Todo se embrollaba en su cabeza. Evocaba sus sentimientos de antes y resucitaba sus ideas de otros tiempos; pero estas ideas no tenían ya la misma fuerza convincente. «¿Y si todo eso no hubiera sido más que imaginación por mi parte, y no tengo fuerzas para vivir así? ¿Me arrepentiré entonces de haber obrado bien?», se preguntaba. Y al no encontrar respuesta, experimentaba una angustia y un descorazonamiento que nunca había sentido hasta entonces. Impotente para resolver todos aquellos problemas, se durmió con aquel sueño pesado con que se dormía en otros tiempos cuando había perdido grandes cantidades jugando a las cartas. XXV A la mañana siguiente, al despertar, el primer sentimiento que experimentó Nejludov fue la impresión de haber cometido la víspera alguna villanía. Reunió sus recuerdos: no, no había cometido ninguna villanía, pero había tenido villanos pensamientos respecto a sus intenciones actuales, a saber: que su casamiento con Katucha, el abandono de sus tierras a los campesinos, no eran más que quimeras; que él no podría permanecer mucho tiempo en esa disposición de ánimo; que todo aquello era ficticio y que hacía falta vivir como vivía. No había allí actos malos, pero había lo que es peor: los pensamientos que engendran todos esos actos. Se puede no repetir un acto malo y arrepentirse de él; en cambio, los malos pensamientos hacen nacer estos actos. Un acto malo abre simplemente el camino a otros, igualmente malos, en tanto que los malos pensamientos arrastran irresistiblemente por ese camino. Después de haber repasado en su espíritu sus pensamientos de la víspera, Nejludov se preguntó cómo había podido, aunque sólo fuera algunos instantes, prestarles atención. Por desconocida y dificultosa que le resultase la nueva vida que se había propuesto, sabía que era para él la única posible en lo sucesivo, y por fácil que le fuese reanudar su antigua existencia, sabía que eso sería para él la muerte. La seducción de la víspera le causó en aquel momento un efecto semejante al que siente un hombre, todavía lleno de sueño, que se despierta y querría volver a dormirse, o por lo menos quedarse aún en la cama, aun sabiendo que ha llegado la hora de levantarse para un asunto muy importante y muy agradable. Aquel día, el último que debía pasar en Petersburgo, Nejludov se dirigió por la mañana a la calle. Vassili-Ostrov, donde vivía la madre de Schustova.

El alojamiento estaba en el segundo piso. Valiéndose de las indicaciones del portero, Nejludov avanzó por sombríos corredores, subió por una empinada escalera y penetró en una cocina sobrecalentada y llena de un fuerte olor de alimentos que estaban cociéndose. Una mujer de edad, con delantal, arrezagadas las mangas y con gafas, en pie delante del hornillo, removía con una cuchara el contenido de una cacerola humeante. - ¿Qué desea usted? - preguntó ella con voz severa, mirando por encima de sus gafas. Apenas Nejludov hubo dicho su nombre, el rostro de la mujer expresó a la vez alegría a intimidación. - ¡Ah, príncipe! - exclamó, secándose las manos en el delantal -. Pero, ¿por qué ha venido usted por la escalera de servicio? ¡Usted, nuestro bienhechor! Yo soy la madre. Sin usted, mi hijita estaría perdida. Es usted nuestro salvador- continuó ella, agarrando la mano de Nejludov y tratando de besarla -. Fui ayer a casa de usted; mi hermana me lo había rogado insistentemente. Mi hija está en casa. Por aquí, haga el favor de seguirme - decía la madre de Schustova, guiando a Nejludov, por una puerta estrecha, a un pequeño corredor sombrío y arreglándose por el camino ora el jubón arremangado, ora los sueltos cabellos. - Mi hermana es Kornilova - decía en voz baja, deteniéndose ante la puerta-; sin duda ha oído usted hablar de ella. Ha estado mezclada en varios asuntos politicos. Es una mujer muy inteligente. Abrió una puerta que daba al corredor a introdujo a Nejludov en una estrecha habitación donde, ante una mesa, sobre un pequeño diván, estaba sentada una joven, fuerte y de pequeña estatura, vestida con una camisola de indiana a rayas, con cabellos rubios ligeramente rizados que encuadraban un rostro redondo, de una extremada palidez y que se parecia al de la madre. Un joven, con bigote negro y barbita, vestido con una blusa rusa de bordados adornos, estaba sentado frente a ella, echado adelante en la silla, y hablaba con tanta animación, que ni uno ni otro vieron entrar a Nejludov. - ¡Lidia! Es el príncipe Nejludov, el que ha... La pálida joven se estremeció nerviosamente. Echando hacia atrás de su oreja, con un movimiento maquinal, un bucle de cabellos, miró temerosamente, con sus grises ojos, al recién llegado. -Entonces, ¿usted es esa mujer peligrosa por la que intercedía Vera Efremovna?-dijo Nejludov, quien le tendió la mano sonriendo. - Sí, yo soy - dijo la joven. Y, con una bondadosa sonrisa infantil, su boca descubrió una fila de blancos dientes -. Es mi tía quien deseaba verlo. ¡Tía! -gritó hacia una puerta, con su voz dulce y agradable. - Vera Efremovna estaba muy apenada por que la hubieran detenido a usted - dijo Nejludov. - Aquí, siéntese aquí - interrumpió Lidia, señalando con el dedo la silla de enea que acababa de abandonar el joven -. Mi primo Zajarov - añadió, para responder a la mirada que Nejludov había lanzado al visitante. Éste estrechó la mano del príncipe con una sonrisa tan bondadosa como la de Lidia. Cuando Nejludov se hubo sentado en el sitio que ocupaba antes el joven, éste cogió otra silla y se sentó cerca de él; luego, de la habitación vecina salió un colegial de rubios cabellos de unos dieciséis años, quien, sin decir palabra, se instaló en el alféizar de la ventana. En el umbral de la habitación contigua apareció en el mismo instante una mujer de blusa blanca, ceñida por un cinturón de cuero, y que tenía un aire inteligente y simpático. - ¡Buenos días! ¡Muchas gracias por haber venido! - exclamó colocándose en el diván, al lado de su sobrina -. Bueno, ¿cómo está Vera? ¿La ha visto usted? ¿Cómo soporta su situación? - Ella no se queja - respondió Nejludov -. Dice que no podría encontrarse mejor en el Olimpo. - ¡Ah, Vera! ¡Qué propio de ella! - dijo la tia sonriendo y meneando la cabeza -. No hay más remedio que quererla: ¡qué carácter tan espléndido! Todo para los demás, nada para ella.

- La verdad es que no me pidió nada para ella y no pensó más que en la sobrina de usted. Lo que más la afligía, me dijo, era la monstruosa injusticiá de esta detención. - ¡Sí, monstruosa, en efecto! La infeliz ha sufrido por mi. - ¡Nada de eso, tía! - exclamó Lidia -. Yo habría recogido esos papeles aunque usted no me lo hubiese dicho. - Permíteme decirte que estoy mejor enterada que tú de eso - replicó la tía -. Mire usted - dijo a Nejludov -, todo pasó porque cierta persona me rogó que guardase sus papeles en depósito. Como yo no tenía alojamiento, se los dejé a mi sobrina. Pero he aquí que aquella misma noche la policía vino a esta casa y se llevó los papeles y a ella; y ha estado detenida hasta ahora, porque se negaba a decir de quién provenían esos papeles. - ¡Y no lo he dicho! - exclamó Lidia con vivacidad, retorciéndose un bucle de los cabellos que sin embargo no la molestaba en absoluto. - Nunca he pensado que lo hayas dicho - dijo la tía. - Si han cogido a Mitin no es por culpa mía - replicó Lidia, ruborizada y mirando en torno de ella con inquietud. - Pero no tienes necesidad de decirnos eso, Lidia - comentó la madre. - ¿Por qué no? Por el contrario, quiero hablar de eso - declaró Lidia. Ya no sonreía. Toda arrebolada, enrollaba sus cabellos alrededor de un dedo y no dejaba de lanzar miradas inquietas en torno de ella. - ¿Y te has olvidado de lo que ocurrió ayer cuando empezaste a hablar de eso? -En absoluto. Déjame hablar, mamá. ¡Yo no lo dije! Me limité a callarme. Cuando me interrogaron sobre mi tía y sobre Mitin, no respondí nada y declaré que nada respondería. Entonces, ese... Petrov... - Petrov es un soplón, un gendarme y un miserable - dijo la tía para explicar a Nejludov las palabras de su sobrina. - Entonces, ese Petrov - continuó Lidia con emoción y volubilidad - se puso a querer convencerme: «Lo que usted diga no podrá perjudicar a nadie, al contrario. Si usted habla, libertará a unos inocentes a los que tal vez estamos haciendo sufrir sin motivo.» Sin embargo seguí . afirmando que no diría nada. Entonces, me dijo él: «Bueno, está bien, no diga nada; pero por lo menos no diga que no a lo que yo diga.» Y se puso a citar nombres, entre los cuales estaba el de Mitin. - Pero no hables más de eso - interrumpió la tía. - Se lo ruego, tía, déjeme que lo diga... Y Lidia no dejaba de tirarse del bucle de cabellos, mirando en torno de ella. - Y figúrense ustedes que al día siguiente me entero de que han detenido a Mitin. Me lo hicieron saber unos camaradas con golpecitos dados contra la pared. Yo me dije: «He sido yo quien lo ha entregado.» Y este pensamiento me ha torturado tanto, tanto, que he creído que me volvía loca. - Pero está demostrado que tú nada tienes que ver con su detención - dijo la . tía. - Sí, pero yo lo ignoraba. Y no dejaba de pensar: he sido yo quien lo ha entregado. Iba de arriba abajo por la celda y pensaba: ¡Yo lo he entregado! Me acostaba, me tapaba la cabeza y, a mis oídos, una voz gritaba: ¡tú lo has entregado! ¡Tú has entregado a Mitin! Y por mucho que yo supiera que aquello eran alucinaciones, me resultaba imposible no escucharlas. Quería dormir, no pensar en eso: ¡imposible! ¡Era horrible! - exclamó Lidia, cada vez más agitada y sin dejar de enrollarse alrededor de un dedo una crencha de sus cabellos, para desenrollarla después, lanzando miradas inquietas alrededor. - Lidia, cálmate - le repetía la madre, dándole palmaditas en el hombro. Pero Lidia no podía ya contenerse. - Y lo más espantoso de todo es que... - empezó a decir.

Pero un sollozo la impidió acabar. De un salto, se levantó del diván y, después de haber tropezado con el sillón, escapó fuera de la estancia. Su madre la siguió. - ¡Habría que ahorcar a todos esos miserables! -dijo el colegial. - ¿Qué te pasa? - preguntó la tía. - ¿A mí? Nada - respondió; y cogió de la mesa un cigarrillo y lo encendió. XXVI Sí, para la gente joven, este encarcelamiento en celda es una cosa horrible-dijo la tía, meneando la cabeza y encendiendo a su vez un cigarrillo. - Creo que para todo el mundo - replicó Nejludov. - No, para todo el mundo no. Para los verdaderos revolucionarios, y me lo ha dicho más de uno, la cárcel representa por el contrario un reposo y una seguridad. Los sospechosos viven en una perpetua angustia, en la privación, en el temor por ellos, por los demás y por la causa común. Y he aquí que un buen día los detienen y se ha acabado todo: nada de responsabilidad; no tienen más que acostarse y descansar. Conozco a algunos a los que su encarcelamiento ha proporcionado una alegría auténtica. Pero con los jóvenes, con los inocentes (y son siempre inocentes como Lidia a los que empiezan a detener), la cosa es distinta: el primer choque es terrible. No a causa de la privación de libertad, de los malos tratos, de la falta de ventilación y de alimento; todo eso no sería nada. Incluso si las privaciones fueran tres veces mayores, se las soportaría bastante bien sin ese choque moral que se experimenta con ocasión de un primer encarcelamiento. - ¿Lo ha experimentado usted? - A mí me han cogido dos veces - dijo la tía con una sonrisa dulce y triste -. La primera vez fue sin motivo alguno. Tenía veintidós años, era madre de un niño y además estaba encinta. Por penosas que fuesen entonces para mí la privación de libertad, la separación de mi hijo y de mi marido, todo aquello no era nada comparado con el sentimiento que yo experimentaba al dejar de ser una criatura humana para convertirme en una cosa: quise decir adiós a mi tita y me ordenaron que subiese al coche; pregunté adónde me conducían y me respondieron que cuando hubiese llegado lo sabría; pregunté de qué me acusaban y no me respondieron. Cuando, después del interrogatorio, me desnudaron para ponerme el uniforme carcelario con un número, cuando me hicieron pasar bajo bóvedas, abrieron una puerta, me empujaron adentro, hicieron funcionar la cerradura y se alejaron, no dejando más que a un centinela, fusil al hombro, quien se paseaba silenciosamente y miraba de vez en cuando por la mirilla de mi puerta, un peso me cayó en el corazón. Me acuerdo de haberme sentido especialmente impresionada por el hecho de que el oficial de policia que me había interrogado me hubiese propuesto fumar. Él sabía, pues, que la gente tiene necesidad de fumar; sabía también que los hombres aman la libertad y la luz; sabía que las madres aman a sus hijos, y los hijos a sus madres. ¿Cómo han podido entonces arrancarme implacablemente de todo lo que me es querido y encerrarme como a una bestia feroz? Es ímposible pasar semejante sacudida sin que queden de ella huellas muy profundas. El que creía en Dios y en los hombres y en el amor de los hombres entre sí, no cree ya después de eso. Luego, dejé de creer en los hombres y les guardé rencor - concluyó. Y se puso a sonreír. En la puerta por donde había salido Lidia reapareció su madre, quien anunció que la muchacha estaba demasiado nerviosa y no podría volver. -Sin motivo alguno, han echado a perder esta vida joven - dijo la tía --. Y sufro más aún al pensar que he sido la causa involuntaria de eso.

- No será nada. El aire del campo la restablecerá. La enviaremos con su padre. - Desde luego, sin usted, seguramente habría perecido -dijo la tía-. Le estoy muy agradecida por eso. En cuanto a la razón por la que deseaba verlo era para rogarle que entregase esta carta a Vera Efremovna - dijo, sacando un sobre de un bolsillo -. No está cerrada: puede usted leerla y romperla si sus opiniones le impiden aprobar su contenido. pero no he escrito en ella nada que pueda ser comprometedor. Nejludov cogió la carta y, después de haber prometido que la entregaría, se levantó, se despidió y salió. En la calle cerró el sobre sin leer la carta y decidió entregársela a su destinataria. XXVII El último asunto que retenia a Nejludov en San Petersburgo era el de los miembros de la secta religiosa, a favor de los cuales tenía la intención de hacer llegar una instancia al zar, por conducto de su antiguo camarada de regimiento el ayudante de campo Bogatyrev. Fue, pues, a verlo y lo encontró almorzando, dispuesto ya a salir. Bogatyrev era un hombre bajito y vigoroso, de una fuerza física poco común (era capaz de doblar una herradura), bueno, leal, franco, liberal incluso. A pesar de estas cualidades, era un íntimo de la corte; amaba al zar y a su familia y llegaba, no se sabe cómo, a vivir en aquellas altas esferas no viendo en las mismas más que el lado bueno y sin participar en nada malo ni sucio. No condenaba nunca a los hombres ni los actos; pero, o bien se callaba, o bien hablaba valerosamente, muy alto, casi gritaba lo que quería decir, acompañando a menudo sus palabras con una risa igualmente ruidosa. No lo hacía por táctica, sino porque ése era su temperamento. - Has hecho muy bien en venir. ¿Quieres almorzar? Vamos, siéntate. El bistec es suculento. Yo siempre empiezo y termino por lo substancial. Bueno, por lo menos toma un vaso de vino - exclamaba señalando el jarro de vino tinto -. Y he pensado en tu asunto. Entregaré la instancia yo mismo, en propias manos; es más seguro. Sin embargo, me he preguntado si no te convendría más it a ver a Toporov. Al escuchar aquel nombre, Nejludov frunció las cejas. Su amigo continuó: - Todo depende de él; de un modo a otro, el asunto tiene que pasar siempre por sus manos y tal vez él mismo pueda complacerte. - Puesto que me lo aconsejas, iré. - Perfectamente. Bueno, ¿qué efecto te produce Petersburgo? - tronó Bogatyrev. - Me siento hipnotizado. - ¡Hipnotizado! - repitió Bogatyrev, riéndose a carcajadas -. Bueno, ¿de verdad que no quieres tomar nada? Lo que quieras. - Se secó el bigote con la servilleta -. Entonces irás, ¿eh? Si él no hace nada, me vuelves a traer la instancia y mañana mismo la entregaré - clamó -. Y, levantándose de la mesa, hizo una amplia señal de la cruz, con el mismo gesto inconsciente con que se había secado la boca; luego se ciñó el sable -. Y ahora, adiós, tengo que irme. -Te acompaño - dijo Neiludov, estrechando con agrado la mano ancha y fuerte de Bogatyrev; y, como le pasaba cada vez que lo veía, se separó de él en la escalinata de la casa bajo la impresión agradable de algo sano, inconsciente y fresco. Aunque no esperase nada bueno de su visita a Toporov, Nejludov, siguiendo los consejos de Bogatyrev, se dirigió sin embargo a casa del personaje de quien dependía el asunto de los miembros de la secta.

El puesto que ocupaba Toporov presentaba, por su carácter, una contradicción de la que únicamente no podía darse cuenta un hombre limitado y carente de sentido moral. Toporov poseía estas dos cualidades negativas. Esta contradicción inherente a su cargo era la de sostener y defender, con diversos medios y formas, entre los cuales no se excluía la violencia, a la Iglesia instituida, según la definición de la misma, por el mismo Dios, y que no puede ser derribada ni por las embestidas del infierno ni por ningún esfuerzo humano. Y esta indestructible institución divina era a la que debía sostener y defender la institución humana a la cabeza de la cual se encontraban Toporov y sus funcionarios. Toporov no veía o no quería ver esta contradicción y, además, tenía el grave cuidado de impedir que un cura o un sectario destruyesen esa Iglesia a la cual no podían tambalear todas las embestidas del infierno. Como todos los hombres desprovistos de verdaderos sentimientos religiosos, basados sobre la conciencia de la igualdad y de la fraternidad, estaba convencido de que el pueblo se componía de seres absolutamente distintos de él, a los cuales les hace falta aquello de lo que él mismo podia perfectamente prescindir. En el fondo, era un incrédulo, y encontraba ese estado de ánimo muy cómodo y agradable; pero temía que la gente llegase a ese mismo estado, y, según su expresión, consideraba un deber sagrado impedirlo. Lo mismo que en un libro de cocina se dice que a las gambas les gusta que las cuezan vivas, estaba perfectamente convencido, y eso no en el sentido figurado del libro culinario, sino al pie de la letra, de que a la gente le gusta ser supersticiosa. Trataba la religión, cuya defensa tenia encomendada, como el granjero trata la carroña con la que alimenta a sus gallinas: la carroña es muy desagradable, pero a las gallinas les gusta y la comen. Por tanto hay que proporcionársela. Desde luego, el culto rendido a todos esos iconos de Ileria, de Kazán, Smolensko, es una idolatría de las más groseras, pero a la gente le gusta eso, cree en ellos, y por eso es préciso ali mentar esas supersticiones. Así pensaba Toporov, sin caer en la cuenta de que la gente ama las supersticiones precisamente porque siempre hubo y hay aún hombres crueles como él, Toporov, que, instruidos, emplean sus luces no para ayudar al pueblo a salir de las tinieblas de la ignorancia, sino, al contrario, para hundirlo mejor en ellas. En el momento en que Nejludov entró en la sala de espera de Toporov, éste hablaba en su despacho con la superiora de un convento, una aristócrata alerta que propagaba y sostenía la ortodoxia en Polonia entre los Uniates (Cismáticos de la Iglesia ortodoxa, que reconocen la supremacía del papa aunque conservando el culto exterior del rito griego. - N. del T.) llevados a viva fuerza a la Iglesia griega. Un subordinado de Toporov, que se encontraba en la sala de espera, preguntó a Nejludov para qué habia venido, y al enterarse de que éste tenía la intención de enviar al soberano una instancia en favor de los sectarios, le preguntó si no podía enseñársela. Nejludov se la tendió, y el empleado entró en el despacho de su jefe. La monja, de alta cofia, con un largo velo y una cola negra no menos larga,juntando sobre el pecho sus blancas manos de uñas bien cuidadas y entre las cuales sujetaba un rosario de topacios, abandonó el despacho y se dirigió hacia la salida. Nejludov seguía aguardando a que lo hicieran pasar. Toporov leía la súplica y meneaba la cabeza. Se sentía agradablemente sorprendido al observar la redacción clara y firme. «Si cayese en manos del emperador, podría provocar preguntas desagradables y equívocos», pensó después de haber acabado su lectura; y, depositando el papel en la mesa, tocó el timbre y dijo que hicieran pasar a Nejludov. Se acordaba del asunto de aquellos sectarios que ya le habían dirigido una petición. He aquí de qué se trataba. Unos cristianos que se habían separado de la ortodoxia habían sido primeramente reprendidos y juzgados luego; pero el tribunal los había absuelto. El arzobispo y el gobernador habían decidido

entonces aprovechar el hecho de que el casamiento celebrado conforme a sus ritos era ilegal para deportar a maridos, esposas a hijos, separando a unos de otros. Y eran estos padres, estos hijos, maridos y esposas los que solicitaban estar juntos. Toporov se acordaba de que al enterarse por primera vez de este asunto había vacilado sobre la solución que convendría darle. Finalmente había pensado que ningún daño había en confirmar la orden de diseminar por diversos lugares a los miembros de una misma familia de estos campesinos. Por otra parte, la estancia de aquéllos en el país natal habría podido tener consecuencias molestas, al arrastrar igualmente al cisma al resto de la población; y, además, este asunto ponía en evidencia el celo del arzobispo. Por eso lo había dejado seguir su curso. Ahora, con un defensor como Nejludov, que tenía poderosas relaciones en Petersburgo, el asunto podía ser presentado al soberano con una luz particular, que haría resaltar la crueldad de la medida; o bien la prensa extranjera podría apoderarse del escándalo. Por eso su resolución fue rápida. - ¡Buenos días! - dijo con aire de hombre muy ocupado, recibiendo a Nejludov de pie y abordando inmediatamente la cuestión -. Conozco este desgraciado asunto. Apenas he leido los nombres, me he acordado de todos los detalles-dijo, tomando la solicitud y mostrándosela a Nejludov -. Le agradezco mucho que me lo haya recordado. Estas autoridades provinciales han cometido un exceso de celo. Nejludov guardaba silencio. Con un sentimiento de hostilidad, miraba la máscara impasible de aquel rostro descolorido. - Y daré orden de que se deje en suspenso la medida para que esas personas puedan volver a sus casas. - ¿Es inútil entonces enviar esta súplica? - En absoluto. ¡Yo se lo prometo! - dijo, recalcando la palabra «yo», convencido de que su lealtad y su palabra eran los fiadores más seguros -. Por lo demás, voy a escribirlo inmediatamente. Haga el favor de sentarse. Se puso a la mesa y empezó a escribir. Nejludov, quien se había quedado en pie, dominaba con su mirada el cráneo estrecho y calvo de Toporov, su gran mano venosa que guiaba rápidamente la pluma, y se preguntaba por qué este hombre indiferente a todo y a todos hacía lo que estaba haciendo. ¿Por qué? - ¡Bueno, ya está! - dijo Toporov, cerrando el sobre -. Anuncie esto a sus clientes - añadió, plegando sus labios en una sonrisa forzada. - ¿Por qué se ha hecho entonces sufrir a esta pobre gente?-preguntó Nejludov, recogiendo el sobre. Toporov levantó la cabeza y sonrió como si la pregunta de Nejludov le causara agrado. - Eso no puedo decírselo. Lo único que puedo responderle es que los intereses del pueblo, confiados a nuestra custodia, son tan importantes, que un celo exagerado en las cuestiones de fe es menos peligroso y menos perjudicial que una indiferencia exagerada respecto a estas mismas cuestiones que se propagan en los últimos tiempos. - Pero, entonces, ¿cómo se puede, en nombre de la religión, olvidar los principios fundamentales del bien? ¿Cómo se puede separar a los miembros de una misma familia? Toporov continuaba sonriendo con condescendencia, como si encontrara encantador lo que le decía Nejludov. Dijera éste lo que dijese, él, desde lo alto de la posición social donde creía dominar, lo habría encontrado siempre encantador, pero obtuso. - Desde el punto de vista de la humanidad particular, eso puede en efecto parecer así; pero desde el punto de vista de los intereses del Estado, la cuestión se presenta muy distinta. Por lo demás, tengo mucho gusto en saludarle - dijo Toporov inclinando la cabeza y tendiendo la mano. Nejludov la estrechó y salió sin decir nada, muy poco satisfecho por haber tenido que estrechar aquella mano.

« ¡Los intereses del pueblo! - se decía, repitiendo las palabras de Toporov -. ¡Tus intereses, los tuyos solamente! » Y volviendo a ver en su espíritu aquella cantidad de gentes sometidas a la acción de las instituciones que administran la justicia, sostienen la fe y educan al pueblo, desde la tabernera castigada por haber vendido aguardiente sin licencia, y el niño por su robo, y el vagabundo por su vagabundeo, y el incendiario por haber prendido fuego, y el banquero por dilapidación, hasta esa desgraciada Lidia encarcelada simplemente porque se le pedían sacar informes útiles, hasta los sectarios, por su oposición a la ortodoxia, y a Gurkevitch por su deseo de una constitución, Nejludov comprendió con una claridad perfecta que todos aquellos hombres habían sido cogidos, encarcelados y deportados no porque quebrantaban la justicia o violaban la ley, sino simplemente porque impedían a los funcionarios y a los ricos poseer la fortuna extraída en perjuicio del pueblo. Y esto se lo impedían tanto la tabernera que traficaba sin licencia como el ladrón que erraba por la ciudad, y Lidia con sus proclamas, los sectarios que destruían las supersticiones, y Gurkevitch con sus sueños de parlamentarismo. Así Nejludov veía muy claramente que todos aquellos funcionarios, desde el marido de su tía, los senadores y los Toporov, hasta los pequeños señores limpios, correctos, sentados ante sus mesas en los ministerios, no se turbaban en absoluto por el hecho de que, en aquel orden de cosas, tuviesen que sufrir inocentes, sino que se preocupaban sólo de la manera de hacer desaparecer a los adversarios. Lo mismo que, para extirpar una parte gangrenada, los cirujanos se ven obligados a cortar en la carne fresca, así, lejos de observar el principio de absolución de diez culpables para evitar condenar a un inocente (Precepto de la emperatriz Catalina II.), se ponía fuera de la ley a diez personas inofensivas para llegar a castigar a un solo individuo verdaderamente peligroso. Esta explicación de todo lo que ocurría en torno de él le parecía a Nejludov muy simple y muy clara; pero precisamente esta simplicidad y esta claridad lo llevaban a dudar de su exactitud. Era imposible que un fenómeno tan complicado pudiese tener una explicación a la vez tan simple y tan espantosa; era imposible que todas aquellas palabras sobre la justicia, el bien, la ley, la fe, Dios, etcétera, no fuesen más que palabras que ocultaban una venalidad y una crueldad flagrantes. XXVIII Nejludov se habría ido de Petersburgo muy gustosamente aquella misma tarde, pero le había prometido a Mariette ir a verla al teatro. Y aunque pensaba que no debía hacerlo, se mentía a sí mismo, con el pretexto de que estaba comprometido por la palabra dada. « ¿Puedo resistir sus encantos? Voy a probarlo por última vez», se decía con poca sinceridad. Después de ponerse el frac, llegó al teatro cuando empezaba el segundo acto de la eterna Dama de las camelias, donde la actriz de turno acababa de mostrar la nueva manera como deben morir las mujeres tuberculosas. El teatro estaba abarrotado, pero en seguida le indicaron a Nejludov el palco de Mariette, con un respeto particular hacia quien lo había preguntado. En el pasillo había un lacayo con librea que saludó a Nejludov con aire de conocimiento y le abrió la puerta del palco. Todos los palcos estaban ocupados, con los espectadores sentados o de pie, y, sobre la barandilla, espaldas de mujeres; en el patio de butacas, cabezas blancas, grises, calvas, rizadas, llenas de pomada. Las miradas de toda aquella concurrencia convergían en una contemplación unánime hacia una actriz delgada y huesuda, vestida de seda y de encajes, quien, con contorsiones amaneradas y una voz afectada, declamaba un monólogo. Se dejó oír un «chist» cuando Nejludov entró y las dos corrientes de aire, una

caliente y otra fría, le golpearon en el rostro. En el palco de Mariette se encontraban una dama con mantilla roja y enorme rodete, y dos hombres: el general, esposo de Mariette, un hombre apuesto, vigoroso, de rostro impenetrable y severo, de nariz ganchuda y de pecho bombeado, relleno de algodón, a lo militar; el otro, rubio, de cabellos ralos, con un mentón hendido, afeitado, entre dos solemnes patillas. Mariette, graciosa, fina, elegante, escotada, dejando ver sus firmes y musculosos hombros, con un lunar apuntándole a la base del cuello, se volvió inmediatamente hacia Nejludov y, señalándole con el abanico una silla vecía detrás de ella, tuvo para él una sonrisa acogedora, agradecida y significativa. Su marido, tranquilo como siempre, miró a Nejludov a inclinó la cabeza. En la mirada que cambió con su mujer se reconocía claramente que él era el dueño, el propietario de una mujer bonita. Acabado el monólogo, el teatro retumbó con los aplausos. Mariette se levantó y, sujetando con una mano su falda de seda, pasó al fondo del palco para presentar a Nejludov a su marido. Sin dejar de sonreír con los ojos, el general respondió que estaba encantado, luego guardó silencio y volvió a mostrarse tranquilo a impenetrable. - Habría debido marcharme esta tarde, pero, como le había prometido a usted... - dijo Nejludov, dirigiéndose a Mariette. - Sí no quiere usted verme, verá por lo menos a una artista maravillosa - dijo Mariette, respondiéndole en el sentido que ella atribuía a sus palabras -. ¿Verdad que ha estado admírable en esta última escena? - preguntó a su marido, quien aprobó con la cabeza. - A mí eso no me impresiona mucho - dijo Nejludov -. He visto hoy tanta miseria, que... - ¿De verdad? Siéntese y cuente. El marido prestaba oídos a la conversación con una sonrisa en los ojos cada vez más irónica. - He ido a ver a esa desgraciada que por fin ha recobrado la libertad, después de haber estado tanto tiempo en la cárcel. Una criatura absolutamente destrozada. - Es la mujer de que te hablé - dijo Mariette a su marido. - ¡Ah, sí, me he sentido muy dichoso al poder conseguir que la pusieran en libertad! - respondió con calma; y bajo su bigoto se esbozó una sonrisa que a Nejludov le pareció bastante irónica --. Voy a fumar - añadió. Nejludov permaneció sentado, a la espera de aquel algo que Mariette tenía que decirle. Pero ella no le decía nada, no trataba siquiera de decirle lo más mínimo; bromeaba y no hablaba más que de la obra, creyendo que a Nejludov le parecía muy interesante. Éste se dio cuenta muy pronto de que ella nunca había tenido nada que decirle, sino que simplemente había querido que él la viera esplendorosa con su traje de noche, con los hombros desnudos adornados por un lunar. Y sintió a la vez placer y aversión. No solamente el velo de encanto que antaño recubría todo aquello fue levantado por Nejludov, sino que vio todo lo que ocultaba. Le agradaba ver a Mariette, pero sabía que era una mentirosa que vivía con un marido que subía en el escalafón a costa de las lágrimas y de la vida de millares de hombres; y que aquello importaba poco a la joven; y que todo lo que ella le había dicho la víspera era falso, pero que quería (él ignoraba con cuáles fines, y sin duda ella misma lo ignoraba también) obligarlo a amarla, lo que a él le resultaba a la vez seductor a intolerable. En varias ocasiones tuvo deseos de marcharse, a incluso llegó a tomar su sombrero, pero luego se quedaba. Mas al fin, cuando el marido entró en el palco, impregnados sus espesos bigotes de un fuerte olor a tabaco, y dejó caer sobre Nejludov una mirada aburrida y protectora, éste no pudo resistir más y, viendo la puerta abierta, salió al pasillo, donde recogió su abrigo, y abandonó el teatro. Al pasar por la avenida Nevsky para volver a su casa distinguió delante de él, tranquila y caminando sobre el asfalto de la ancha acera, a una mujer alta, muy bien formada, de una elegancia provocativa. En

su rostro, como en todo el conjunto de su persona, se leía el convencimiento que ella tenía de su poder de seducción. Todos los viandantes se volvían hacia ella y la miraban. Nejludov, cuyo paso era más rápido, la alcanzó e, involuntariamente, la miró a su vez. Aunque maquillada, su cara era bonita. Sonrió a Nejludov y sus ojos se encendieron. Cosa extraña, Nejludov se acordó inmediatamente de Mariette, porque acababa de experimentar un sentimiento de seducción y de aversión idéntico al que había experimentado en el teatro. Después de haber rebasado rápidamente a la joven, Nejludov se dirigió hacia el Morskaia y avanzó hasta el muelle, donde se puso a caminar de arriba abajo para gran asombro del agente de policía. «Me ha sonreído como la otra me sonrió en el teatro cuando entré - se decía -, y las dos sonrisas tienen un significado análogo. La única diferencia es que ésta habla francamente y sin rodeos: "¿Me necesitas? ¡Tómame! ¿No? ¡Continúa tu camino! " En tanto que la otra finge tener otros pensamientos, experimentar sentimientos elevados y refinados. Es lo mismo en el fondo, pero ésta es franca y la otra miente. Más aún, a ésta es la necesidad la que la ha conducido a su situación; la otra se deleita y se divierte con esta pasión que es bella, repugnante y terrible. Esta mujer de la calle es semejante al agua sucia y pútrida que se ofrece a aquellos cuya sed es más fuerte que la repugnancia; la otra, en su palco, es el veneno que emponzoña imperceptiblemente todo lo que penetra.» Nejludov se acordó entonces de sus relaciones con la mujer del mariscal de la nobleza, y aquellos vergonzosos recuerdos se presentaron en oleada: «¡Es repugnante esta bestialidad del hombre! Pero, cuando se manifiesta francamente, desde la elevación de tu vida moral puedes verla y despreciarla. Que sucumbas o no, sigues siendo lo que has sido. Pero cuando esta bestialidad se esconde bajo apariencias mal llamadas poéticas y estéticas y fuerza tu admiración, te hundes entonces completamente y, divinizando lo animalesco, no sabes ya distinguir el bien del mal. Y entonces es cuando la cosa se hace terrible.» En aquel momento, Nejludov veía tan claramente todo aquello como veía ante él los palacios, la fortaleza, los centinelas, la Bolsa, el río y los bancos. Y lo mismo que no había aquella noche, una noche blanca, tinieblas apaciguadoras que otorgan el reposo, sino una luz vaga, triste, ficticia, fuera de su origen, el Sol, así en el alma de Nejludov no existían ya las tinieblas tranquilizadoras de la ignorancia, de la falta de conocimiento. Todo estaba claro. Estaba claro que todo lo que sé considera como importante y bueno es vil a insignificante, y que todo aquel brillo, todo aquel lujo, recubren vicios antiguos y habituales que, lejos de ser expulsados, triunfan y resplandecen con todos los encantos que pueden inventar los hombres. Nejludov habría querido olvidar, no ver; pero ya no le era posible no ver. Aunque no viese la fuente de la luz que le revelaba su saber, como no veía la fuente de la luz esparcida sobre Petersburgo, y aunque esta claridad le pareciese vaga, triste, ficticia, sin embargo le era imposible no darse cuenta de lo que le revelaba aquella luz, y sentía al mismo tiempo inquietud y gozo. XXIX En cuanto regresó a Moscú, la primera visita de Nejludov fue la enfermería de la cárcel, a fin de anunciar a Maslova la triste noticia de que el Senado habia confirmado la sentencia del tribunal y que le era preciso prepararse para partir a Siberia. En cuanto al recurso de gracia redactado por el abogado y que él llevaba a Maslova para que lo firmase, Nejludov no tenía ninguna esperanza y, cosa extraña, no deseaba ya que tuviese éxito. Se había hecho a la idea de la marcha a Siberia, de la existencia entre los deportados y los forzados, y se representaba, no sin pena, lo que habría hecho de sí mismo y de Maslova

si la hubiesen absuelto. Se acordaba de las palabras del autor norteamericano Thoreau diciendo que en un país donde reina la esclavitud, como en otros tiempos en Norteamérica, el único sitio que conviene a un hombre honrado es la cárcel. Después de todo lo que había visto y aprendido en Petersburgo, Nejludov no tenía más remedio que pensar lo mismo. «Sí, el único sitio conveniente para un hombre honrado, en la Rusia de hoy, es la cárcel», se decía; y eso era lo que sentía al acercarse a la prisión y al penetrar en ella. El portero de la enfermería, habiéndolo reconocido inmediatamente, le comunicó que Maslova no estaba ya allí. - ¿Y dónde está? - Otra vez en la cárcel. - Pero ¿por qué la han llevado allí? - ¡Oh, es que se trata de una mujer muy especial, excelencia! - respondió el portero con una sonrisa despreciativa -. Se hizo cortejar por el ayudante del cirujano. Entonces, el médico jefe la echó sin contemplaciones. Jamás Nejludov habría supuesto que Maslova y sus sentimientos le llegasen tan al corazón. Pero aquella noticia lo dejó estupefacto. Experimentó el mismo sentimiento que se experimenta cuando nos anuncian una gran desgracia inesperada. Lo invadió un cruel sufrimiento y por lo pronto sintió vergüenza. Se juzgó ridículo por haberse sentido contento al creer en un cambio del estado de espíritu de Maslova. Todas las hermosas palabras con las que ella había rechazado su sacrificio; sus lágrimas, todo aquello no era más que una comedia interpretada por una vil criatura para engañarlo y hacerse valer. En su última conversación con ella (ahora se acordaba) había sospechado ya esa perversidad que, a partir de este momento, no dejaba lugar a dudas. Y todos aquellos pensamientos, todos aquellos recuerdos se aglomeraban en él mientras maquinalmente volvía a ponerse el sombrero y salía de la enfermería. «¿Y qué hacer ahora? - se preguntaba -. ¿Estoy todavía ligado a ella? ¿O bien su conducta no ha roto ya todos los vínculos? » Pero apenas se formuló esta pregunta, comprendió que abandonar a Maslova era castigarse a sí mismo y no a ella. Y esa idea lo espantó. « ¡No, lejos de modificar mi resolución, este incidente no puede más que reforzarla! Que ella haga lo que le sugiera su estado de ánimo. Se ha hecho cortejar por el ayudante del cirujano. Bueno, eso es asunto de ella. El asunto mío es el de obedecer la voz de mi conciencia. Ahora bien, mi conciencia exige el sacrificio de mi libertad por el rescate de mi pecado. Mi decisión de casarme con ella, aunque sea ficticiamente, y seguirla adonde quiera que vaya, continúa inquebrantable», se dijo con obstinación irritada, dirigiéndose con paso firme hacia la puerta principal de la prisión. Rogó al guardián de servicio que avisase al director que deseaba ver a Maslova. Pero aquel hombre, que lo conocía ya, le respondió comunicándole una gran noticia: el capitán había pedido su retiro, y otro director mucho más severo acababa de reemplazarlo. - ¡Oh, lo derechas que se han puesto las cosas ahora! - añadió el guardián-. Él no está lejos de aquí; ahora van a anunciarlo a usted. En efecto, el director estaba en la cárcel y acudió pronto a recibir a Nejludov. Era un hombre alto y delgado, de pómulos salientes, adusto y de movimientos lentos. - Imposible ver a los presos excepto en las horas de visita reglamentaria - dijo a Nejludov sin mirarlo. - Es que quisiera que firmase una súplica dirigida al poder supremo. - Puede usted entregármela. - Tengo una necesidad imprescindible de ver personalmente a la reclusa. Antes, siempre se me permitía.

- Eso era antes - dijo el director lanzando sobre Nejludov una mirada rápida. - Pero es que tengo una autorización del gobernador - replicó Nejiudov sacando su cartera. - Permítame - dijo entonces al director. Agarró el papel entre sus largos dedos huesudos, cuyo índice estaba adornado con una sortija, y lo leyó lentamente. - Sírvase pasar al despacho - dijo. El despacho estaba desierto. El director se sentó ante una mesa y se puso a hojear papeles con la intención evidente de asistir a la entrevista, Habiéndole preguntado Nejludov si podría ver igualmente a una detenida política, Bogodujovskaia, respondió con tono cortante que era imposible. -Las entrevistas con los presos politicos están prohibidas - declaró, engolfándose en la lectura de sus papelotes. Nejludov, quien tenía en el bolsillo la carta para Bogodujovskaia, se sintió en la situación de un hombre cogido en falta, cuyos planes se ven descubiertos a inutilizados. Cuando Maslova entró en el despacho, el director levantó la cabeza y, sin mirar a Nejludov ni a ella, se limitó a decir: - Pueden ustedes empezar. Y se hundió de nuevo en sus papelotes. Maslova llevaba su antiguo vestido carcelario: falda y camisola blanca y el pañolón a la cabeza. La expresión fría y hostil de los rasgos de Nejiudov la hizo enrojecer y, agarrando el borde de su camisola, bajó los ojos. Para Nejludov, su turbación sivió para confirmar el relato del portero. Con todo su corazón habría deseado tratarla de la misma manera que antes. Pero ella le repugnaba tanto, que no pudo, como quería, tenderle la mano. - Le traigo una mala noticia - le dijo con una voz tranquila, pero sin mirarla -. Han rechazado su solicitud. - Lo sabía de antemano - respondió ella con una voz rara, como si se ahogase. En otros tiempos, Nejludov le habría preguntado por qué decía eso; esta vez, no pudo más que mirarla. Y vio sus ojos llenos de lágrimas. Pero, lejos de enternecerlo, aquella visión no hizo más que exasperarlo contra ella. El director se levantó y se puso a caminar por la estancia. A pesar de su irritación, Nejludov creyó que era su deber expresarle su pesar a Maslova respecto a la negativa del Senado. - No se desespere usted - dijo -. Se puede contar todavía con el recurso de gracia, y espero que... - ¡Oh, no es eso...! - respondió ella mirándolo con sus húmedos ojos que bizqueaban un poco. - ¿Qué es entonces? - Usted habrá ido a la enfermería y probablemente le habrán hablado de mí... - Bueno, pero eso es asunto suyo - replicó fríamente NejIudov. Al hablar de la enfermería, ella había despertado en él, con una nueva fuerza, la sensación escocedora de su orgullo ofendido. «Yo, un hombre de mundo con el que la joven hija de la mejor familia se sentiría dichosa de casarse, he ofrecido el casamiento a esta mujer y, no pudiendo esperar, se ha dejado cortejar por un ayudante de cirujano», pensaba mirándola con verdadero odio. - Tenga, he aquí la súplica que debe firmar - dijo él, colocando sobre la mesa una gran hoja de papel que acababa de sacarse del bolsillo. Con un pico de su pañolón, Maslova se enjugó las lágrimas y, habiéndose sentado ante la mesa, preguntó dónde debía firmar. Él le mostró el sitio; mientras ella escribia, Nejludov, en pie ante ella, observaba su espalda inclinada, sacudida de vez en cuando por sollozos reprimidos.

Y en su alma luchaban los buenos y los malos sentimientos: su orgullo ofendido y su lástima por el sufrimiento de aquella mujer. Y este último sentimiento triunfó. ¿Qué pasó en su alma, antes y después? ¿La compadeció primero con su corazón o se acordó ante todo de sus propios pecados, de aquella misma villanía que le reprochaba? Ya no sabía nada. Pero de pronto, y al mismo tiempo, se sintió culpable y se puso a compadecerla. Ella, mientras tanto, había acabado de escribir, y habiéndose secado en la falda los dedos manchados de tinta, se levantó y lo miró. - ¡Pase lo que pase, nada hará cambiar mi resolución! - le dijo Nejludov. Al pensar que la perdonaba, sentía crecer aún más su piedad, su ternura por ella, y experimentó la necesidad de consolarla. - Haré lo que le dije. Adonde quiera que la envien, la seguiré. - ¡Es inútil! - respondió ella vivamente, tranquilizándose. - Y piense usted en lo que necesitará para el viaje. - Creo que nada de particular. Gracias. Habiéndose acercado a ellos el director, Nejludov no aguardó su invitación, se despidió de Maslova y salió, experimentando un sentimiento hasta entonces desconocido: la alegría dulce, la calma profunda y el amor hacia todos los hombres. Lo que lo alegraba y lo elevaba a una cumbre hasta entonces inaccesible, era la conciencia de que ningún acto de Maslova podría en lo sucesivo modificar su amor hacia ella. « Que se haga cortejar; es asunto suyo. El mío es el de quererla, y no por mí mismo, sino por ella y por Dios.» En realidad, he aquí cómo Maslova se había hecho cortejar por el ayudante de cirujano y cómo, por esto, había sido expulsada de la enfermería. Enviada un día por la enfermera jefe a buscar té pectoral en la farmacia, situada al extremo de un pasillo, se había encontrado con Ustinov, alto, de rostro lleno de barrillos, quien, desde hacía tiempo, la asediaba con sus galanterías. Como la había agarrado, ella se debatió, rechazándolo de modo tan brusco, que él tropezó contra una repisa, haciendo caer dos frascos, que se rompieron. El médico jefe, que pasaba por el corredor, oyó el ruido de los cristales, y viendo a Maslova que huía, toda arrebolada, le gritó: - Bueno, madrecita, si te dedicas a hacerte abrazar, pronto tendré que despedirte de aquí. ¿De qué se trata? - preguntó el médico al ayudante de cirujano mirándolo severamente por encima de sus gafas. Éste, con una sonrisa, empezó a justificarse. Pero el jefe no lo dejó acabar; levantó la cabeza para mirarlo, esta vez a través de sus gafas, y se alejó. El mismo día dijo al director de la cárcel que le enviase, en lugar de Maslova, a una ayudante de enfermera más seria. Eso era lo que había pasado entre Maslova y el ayudante de cirujano. El pretexto de que había tenido tratos con hombres le resultaba particularmente penoso; porque, después de su reencuentro con Nejludov, las relaciones carnales con ellos se le habían hecho odiosas. Pensar que por motivo de su pasado y en su situación actual, todos, incluyendo al ayudante de cirujano lleno de barrillos, podían arrogarse el derecho de ofenderla y de asombrarse de su repulsa, la desolaba hasta el punto de hacerla verter lágrimas de enternecimiento por ella misma. Así, en la oficina, al acercarse a Nejludov, había tenido la firme intención de justificarse a sus ojos de la injusta acusaci6n de la que él debía da estar informado. Pero a las primeras palabras había comprendido que él no la creería y que todas sus excusas no harían más que aumentar sus sospechas; el llanto le había apretado la garganta y se había quedado callada. Maslova continuaba imaginándose que, como ella le había dicho en su segunda visita, no perdonaba a Nejludov y lo odiaba. Pero en realidad había empezado de nuevo desde hacía mucho

tiempo a quererlo, y a quererlo con un amor tal, que involuntariamente hacía todo lo que él deseaba: había dejado de beber, de fumar, de coquetear y de negarse a entrar como sirvienta en la enfermería. Todo lo que ella hacía era únicamente porque sabía que era lo que él deseaba. Y si en todas las ocasiones rechazó la oferta de Nejludov de casarse con ella, fue por amor propio y para no ponerse en contradicción con su decisión primera; aquello provenía también de su deseo de repetirle las orgullosas palabras que le había dicho una vez; y sobre todo, porque sabía que su casamiento con él representaría la desgracia de Nejludov. Así, aun estando firmemente resuelta a no aceptar el sacrificio de aquel hombre, la entristecía pensar que él la despreciaba, creyéndola destinada a seguir siendo siempre lo que había sido y que nunca reconocería el cambio que se había operado en ella. La idea de que él sospechase que había cometido alguna villanía en la enfermería la atormentaba infinitamente más que la noticia de que no tendría más remedio que cumplir su condena de trabajos forzados. XXX Como Maslova podía quedar incluida en el primer convoy para Siberia, Nejludov se preparaba, pues, para la marcha. Pero tenía que arreglar algunos asuntos, tan numerosos aún, que, por mucho tiempo que le quedase, dudaba poder rematarlos todos. La situación era completamente distinta a la de otros tiempos. Antes, en efecto, le habría costado trabajo encontrar algo con lo que ocuparse; y todas sus ocupaciones no tenían más que un solo y único objeto: Dmitri Ivanovitch Nejludov. Y aunque se concentrasen sobre Dmitri Ivanovitch, sus ocupaciones le parecían fastidiosas. Ahora, por el contrario, esas ocupaciones no tenían ya por objeto a Dmitri Ivanovitch, sino a los demás hombres; y sin embargo le interesaban, y le apasionaban, y su número era considerable. Más aún: antes, los asuntos de Dmitri Ivanovitch provocaban siempre en él despecho a irritación, en tanto que ahora los problemas de los demás lo ponían casi siempre en un estado de ánimo alegre. Había cuatro asuntos en los que se ocupaba actualmente, y, con sus hábitos de orden un poco pedantescos, había dividido y clasificado los temas en cuatro cartapacios. El primer asunto concernía a Maslova y a los medios para poder acudir en su ayuda. Consistia actualmente en las gestiones que había que hacer para apoyar el recurso de gracia, y en los preparativos del viaje a Siberia. El segundo asunto se refería a la organización de sus propiedades. En Panovo, Nejludov había cedido sus tierras a los campesinos, con la condición de pagar una renta destinada a las propias necesidades generales de ellos mismos. Mas, para sancionar esta cesión, tenía aún que redactar y firmar el contrato y su testamento. En Kuzminskoie había dejado las cosas en el estado en que se encontraban cuando salió de allí, es decir, que la renta de la tierra debía pagársele a él mismo. No le quedaba más que fijar los plazos, así como la parte que guardaría para él y la que dejaría a los mujiks. Ignorando los gastos que exigiría su viaje a Siberia no podía decidirse, por el momento, a abandonar sus ingresos, aunque los hubiese reducido a la mitad. La tercera ocupación era la ayuda que podría aportar a los presos, cada vez más numerosos, que se dirigían a él. Al principio, en cuanto le solicitaban su apoyo, se ponía inmediatamente con celo a hacer gestiones en favor de ellos. Pero después, el número se hizo tan grande, que había comprendido la imposibilidad de acudir en ayuda de cada uno de ellos por separado. Así, fue llevado al cuarto asunto, que, en aquellos últimos tiempos, lo tenía más preocupado que todos los demás.

Se trataba de saber por qué y cómo había podido nacer aquella extraña institución llamada el tribunal criminal, el cual tiene como consecuencia las cárceles, a cuyos inquilinos él había aprendido a conocer en parte, y todos los lugares de detención, desde la fortaleza de Pedro y Pablo hasta la isla de Sajalín, donde languidecían cientos de millares de victimas de esa ley de criminalidad, tan sorprendente para él. De sus relaciones personales con los presos, de los informes suministrados por el abogado, por el capellán, por el director de la cárcel y también por listas de presos, Nejludov había extraído la conclusión de que el conjunto de los detenidos calificados de criminales podía dividirse en cinco categorías. A la primera pertenecían aquellos que eran claramente inocentes, víctimas de errores judiciales, como el falso incendiario Menchov, Maslova y otros. Según el capellán, el número era bastante reducido, de un siete por ciento aproximadamente; pero, en cambio, su situación era de las más acongojadoras. La segunda categoría comprendía a los hombres condenados por crímenes cometidos en circunstancias especiales: furor, celos, embriaguez, etcétera, actos de los cuales sus jueces se habrían sin duda hecho culpables si se hubieran encontrado en los mismos casos. En proporción, estas gentes eran numerosas, más de la mitad, según el cálculo de Nejludov. En la tercera categoría se encontraban los hombres condonados por actos no culpables, incluso buenos a sus ojos, pero considerados criminales por los hombres encargados de elaborar y de aplicar las leyes. Así, los que habían vendido aguardiente de contrabando y los que habían robado hierba o leña en propiedades públicas o privadas. Igualmente pertenecían a esa categoría los montañeros del Cáucaso, acostumbrados al pillaje, y los irreligiosos, desvalijadores de iglesias. En la cuarta categoría podían alinearse aquellos a los que se había condenado únicamente porque su valor moral era superior al valor moral medio de la sociedad. Así, los miembros de diferentes sectas religiosas, lo mismo que los polacos y los quirguices, que defendían su independencia; y también los detenidos políticos, socialistas y huelguistas, condenados por insubordinación contra la autoridad. La proporción de estos miembros, los más nobles de la sociedad, era muy grande, como había podido comprobar Nejludov. En fin, la quinta categoría abarcaba a desgraciados infinitamente menos culpables para con la sociedad de lo que ella lo era para con ellos por haberlos abandonado y deprimido por una constante opresión; así el joven de las alfombras y centenares de casos semejantes, llevados casi sistemáticamente por las condiciones de su existencia al acto que se consideraba criminal. La prisión contenía gran cantidad de ladrones y de homicidas de esta categoría, en la que Nejludov incluia igualmente a esas gentes fundamental y naturalmente pervertidas, llamadas «criminales natos» por una nueva escuela y cuya existencia sirve de justificación a los defensores de la necesidad del código y del castigo. Estas muestras del supuesto tipo criminal, anormal y perverso, eran, para Nejludov, hombres menos culpables para con la sociedad de lo que ésta lo era para con ellos, tanto más cuanto que, siéndolo para con ellos, lo había sido ya para con sus padres y sus abuelos. Así, Nejludov había tenido ocasión de entablar conocimiento en la cárcel con un ladrón reincidente llamado Ojotin. Hijo natural de una prostituta, criado en el hospicio y no habiendo seguramente encontrado, hasta los treinta años, a un hombre dotado de sentimientos morales superiores a los de un agente de policía, se había afiliado desde su juventud a una banda de ladrones. Pero a pesar de eso tenía un cierto talento de cómico que le granjeaba simpatías. Aun solicitando la protección de Nejludov, no podía abstenerse de burlarse de él mismo y de sus compañeros, de los jueces y de la cárcel y de todas las leyes humanas y divinas.

Otro detenido, Fedorov, guapo muchacho, había matado, a la cabeza de una banda, a un viejo funcionario. Era un campesino cuyo padre había sido desposeído injustamente de su casa. Luego, estando en el regimiento, había sufrido por haber amado a la querida de un oficial. Era una naturaleza ardiente y simpática, siempre ávida de goces; en el curso de su existencia no había visto una sola vez a hombres preocupados de otra cosa que de gozar ni había oído decir que para el hombre hubiese otra cosa que el placer. Nejludov había visto claramente que aquellas dos naturalezas estaban pervertidas por haber sido descuidadas, como plantas a las que se abandona y se atrofian. Había visto también a un vagabundo y a una presa, repulsivos por su embrutecimiento y su casi crueldad; pero en ninguno de ellos habría podido reconocer a ese «tipo criminal» imaginado por la escuela italiana; no veía en ellos más que a seres personalmente antipáticos, en la misma proporción que los que veía en libertad, de frac, con uniforme o con encajes. La preocupación de Nejludov consistía, pues, en estudiar las causas del encarcelamiento de estas diversas categorías de individuos, comparados con otros hombres, semejantes en todos los aspectos, que se pasean libremente y que llegan incluso a juzgar a los primeros. Nejludov había tenido primeramente la esperanza de encontrar en los libros respuesta a estas preguntas, y había comprado todas las obras sobre la materia. Había leído con la mayor atención a Lombroso, Garofalo, Ferri, List, Maudsley, Tarde; pero, cuanto más los leía, mayor era su decepción. Le pasaba lo que le ocurre a cualquier hombre que estudia una ciencia no para figurar entre los sabios ni para escribir, discutir o enseñar, sino para encontrar una respuesta a preguntas simples, prácticas y vitales: esta ciencia que él estudiaba resolvía numerosos problemas de los más sutiles relacionados con las leyes de la criminalidad, pero no proporcionaba ninguna respuesta al asunto que lo traía preocupado. Esta pregunta, sin embargo, era bien simple: ¿por qué algunos hombres se arrogaban el derecho de encerrar, de torturar, de deportar, de golpear, de matar a otros hombres, siendo así que ellos mismos eran semejantes a esos hombres a los que torturaban, golpeaban y mataban? Pero, en lugar de contestar a esta pregunta, los sabios cuyas obras consultaba se preguntaban si la voluntad humana es libre o no, si la forma del cráneo puede hacer catalogar a un hombre como criminal, qué papel desempeña la herencia en el crimen y si el instinto de imitación no desempeña en él igualmente un papel. ¿Hay una inmoralidad atávica? ¿Qué es la moralidad? ¿Qué es la locura? ¿Qué es la degeneración? ¿Qué es el temperamento? ¿Qué acción ejercen sobre el crimen el clima, la alimentación, la ignorancia, la imitación, el hipnotismo, la pasión? ¿Qué es la sociedad? ¿Cuáles son sus deberes?, etcétera, etcétera. Todas estas consideraciones recordaban a Nejludov la respuesta que en otros tiempos le había dado un niño que volvía de la escuela y al que había preguntado si sabía ortografía. «Perfectamente», había respondido el niño. «Pues bien, deletréame la palabra hoja.» «Pero, ¿qué clase de hoja? ¿Una hoja de árbol?», había preguntado el niño con aire malicioso. En forma de pregunta, era la misma respuesta a su única y primordial interrogación, lo que Nejludov encontraba en las obras de los sabios. Encontraba en ellas muchas reflexiones sutiles, profundas, interesantes, pero ninguna respuesta a esta pregunta fundamental: ¿con qué derecho castigan unos a otros? Lejos de responder, aquellas reflexiones tendían, por el contrario, a explicar y justificar el castigo, cuya necesidad no podía ser puesta en duda. Nejludov continuaba leyendo mucho, pero solamente en sus ratos perdidos. Atribuía la imposibilidad en que se hallaba de instruirse a su estudio superficial, y esperaba encontrar, en consecuencia, la respuesta buscada. De este modo no se creía autorizado para estimar que era exacta la respuesta que había encontrado él mismo y que se ofrecía a su espíritu con una evidencia creciente.

XXXXI La partida del convoy de los forzados en el cual estaba incluida Maslova había quedado fijada para el 5 de julio. Nejludov resolvió seguirla el mismo día. La víspera de su marcha, su hermana y el marido de ésta habían venido a verlo. La hermana de Nejludov, Natalia Ivanovna Ragoyinskaia, que le llevaba diez años, había tenido una gran influencia en su educación. Lo había querido mucho cuando él era niño; luego, poco antes de su casamiento, ella con veinticinco años, él con quince, se habían compenetrado en una perfecta igualdad de humor, como si fuesen de la misma edad. Ella estaba entonces enamorada de Nicolenka Irteniev, el difunto amigo de su hermano. Los dos querían a Nicolenka, y, en él y en ellos mismos, amaban todo lo que es bueno y todos los sentimientos que unen a los hombres. Después, los dos se habían depravado: él, durante su estancia en el regimiento; ella, por su casamiento con un hombre al que amaba con un amor completamente sensual, pero que no tenía gusto ninguno por lo que ella y Dmitri consideraban antaño como el ideal de lo bueno y de lo bello. Y no solamente su marido no se sentía atraído en modo alguno por aquel ideal, sino que incluso era incapaz de comprenderlo. Esta aspiración hacia la perfección moral, este deseo de ser útil a los hombres, en que Natalia había vivido antaño, eran interpretados por su marido de la única manera que estaba a su alcance, en el sentido de una hinchazón de amor propio y por la necesidad de distinguirse. Ragoyinsky era un hombre sin fortuna y de cuna mediocre; pero, funcionario muy hábil, que maniobraba diestramente entre el liberalismo y la reacción, aprovechándose de estas dos corrientes según las circunstancias y la época, y poseyendo sobre todo algo especial que agradaba a las mujeres, había hecho en la magistratura una brillante carrera. Ya con una cierta edad, había entablado en el extranjero conocimiento con la familia de Nejludov, había conseguido que Natacha lo quisiera y se había casado con ella contra el deseo de la madre de la joven, quien consideraba aquél un casamiento desigual. Aunque tratara de disimularse a sí mismo aquel sentimiento, Nejludov detestaba a su cuñado. Éste le era antipático por la vulgaridad de su alma y su suficiencia de hombre limitado; pero lo detestaba más aún por el hecho de que su hermana hubiera podido prendarse con un amor tan egoísta y tan sensual, de aquella naturaleza miserable, ahogando así todo lo que había de bello y de noble en ella misma. Nunca podía pensar sin sufrimiento en que Natacha se hubiera convertido en la mujer de aquel corpulento hombre velludo, de cráneo reluciente. Ni siquiera podía reprimir la repulsión hacia sus hijos. Y cada vez que se enteraba de que ella tenía un nuevo embarazo, a pesar suyo experimentaba la impresión de que su hermana se había contaminado de nuevo con alguna enfermedad repugnante al contacto de aquel hombre que en nada se le parecía. Los Ragoyinsky habían venido a la ciudad sin sus niños, y se habían alojado en el mejor apartamento del mejor hotel. Natalia Ivanovna se dirigió inmediatamente a la antigua morada de su madre; no habiendo encontrado allí a su hermano y habiéndose enterado por Agrafena Petrovna de que se había alojado en una habitación amueblada, se hizo conducir allí. Un criado grasiento le salió al encuentro por un corredor oscuro, incluso en pleno día, y lleno de malos olores y le comunicó que el príncipe no estaba en su habitación. Como Natalia Ivanovna manifestó el deseo de penetrar en la habitación de su hermano para escribirle algunas palabras, el criado la dejó entrar. Ella examinó con curiosidad las dos habitacioncitas que ocupaba su hermano. En todas partes encontraba la limpieza y el orden minucioso que eran tan característicos de él; pero sobre todo se sentía impresionada por la simplicidad de aquella instalación sorprendente. Sobre la mesa distinguió el viejo pisapapeles de mármol adornado con un perro de bronce, y los cartapacios, el papel, el tintero, etcétera,

que no le resultaban menos conocidos; y el código penal, y el libro de Henry George, y el de Tarde; y, dentro de este último, la gran plegadera curvada de marfil, de la que se acordaba también. Se sentó a la mesa y escribió un billete en el que rogaba a su hermano que fuese a verla sin falta el mismo día. Y, meneando la cabeza de asombro por todo lo que acababa de ver, salió y se dirigió de nuevo a su hotel. Dos cosas interesaban particularmente a Natalia Ivanovna en lo que se refería a su hermano: aquel casamiento con Katucha del que todo el mundo hablaba en la ciudad donde ella vivía, y aquella cesión de tierras a los campesinos, conocida igualmente por todos y a la que muchos atribuían incluso un carácter político y peligroso. Por una parte, el casamiento con Katucha agradaba bastante a Natalia Ivanovna. Apreciaba su decisión en aquella circunstancia en que ella volvía a encontrarlo totalmente como era su hermano y en que volvía a encontrarse a sí misma como habían sido en el tiempo hermoso de su juventud. Mas, por otra parte, no podía dominar su espanto al pensar que su hermano iba a casarse con una criatura tan abominable; y, habiendo predominado este último sentimiento, decidió influir sobre Dmitri todo lo que pudiera para disuadirlo, aun sabiendo que sería difícil. En cuanto a la entrega de las tierras a los campesinos, no la preocupaba tanto; pero, por el contrario, su marido se había turbado mucho por aquello y había exigido que usase ella de su influencia sobre su hermano. Ignaty Nikiforovitch Ragoyinsky afirmaba que esa decisión de Nejludov era el colmo del desatino, de la ligereza y de la vanidad, porque era imposible explicarse una acción semejante, si es que se pudiera explicar, más que por el deseo de singularizarse y de hacer que hablaran de él. -¿Qué sentido tiene entregar las tierras a los campesinos, obligándolos a que paguen los impuestos ellos mismos? - repetía él -. Si le interesaba desembarazarse de sus tierras, ¿por qué no venderlas por intermedio del Banco Rural? Eso tendría por lo menos un sentido. Pero todo el conjunto de su conducta hace sospechar un estado de espíritu anormal - añadía Ignaty Nikiforovitch, previendo ya para él la posibilidad de quedarse con la tutela de los bienes de Nejludov. Y exigía de su mujer que hablase seriamente con Dmitri de su extraña resolución. XXXII Al regresar, Nejludov encontró en su mesa el billete de A su hermana, y se apresuró a dirigirse a su alojamiento. Era ya por la tarde; Ignaty Nikiforovitch reposaba en la habitación contigua y sólo Natalia acudió al encuentro de su hermano. Estaba vestida con una bata de seda negra ceñida por el talle, con una cinta roja sobre el pecho; iba peinada a la última moda, con los negros cabellos realzados. Se adivinaba que hacía esfuerzos para rejuvenecerse y agradar más a su marido. Al ver a su hermano abandonó vivamente el diván en el que estaba sentada y corrió a su encuentro con un paso rápido que hacía susurrar su falda de seda. Se besaron, y luego, sonriendo, se miraron a los ojos. Misteriosa, significativa a inexpresable, la mirada de ambos se intercambió, y todo en esa mirada era verdad; pero inmediatamente empezó un cambio de palabras donde la verdad estaba ausente. No habían vuelto a verse desde la muerte de la madre. -Has engordado y tu has rejuvenecido - le dijo él. Los labios de Natacha se estremecieron de placer. - Pues lo que es tú, estás más delgado. - ¿Dónde está Ignaty Nikiforovitch? - preguntó Nejludov.

-Descansa. Esta noche ha dormido muy mal. Muchas cosas habrían debido decirse entre ellos, pero las palabras no decían nada, en tanto que las miradas decían que lo que se habría debido decir no fue dicho. - ¿Sabes que he ido a tu alojamiento? - Sí, lo sé. No he tenido más remedio que abandonar nuestro piso. Es demasiado grande; me sentía allí muy solo y me aburría. Todos los muebles, todo lo que está allí me resulta inútil: quédate con todo. - Sí, Agrafena Petrovna me ha hablado ya de eso. Te lo agradezco infinitamente. Pero... Como en aquel momento el camarero del hotel trajo el servicio de té en una bandeja de plata, guardaron silencio hasta que hubo salido. Natalia Ivanovna se sentó en un sillón cerca de la mesita y se puso a preparar silenciosamente el té. También Nejludov permanecía callado. - Bueno, Dmitri; lo sé todo - dijo con decisión Natacha mirándolo. - Más vale así. - Pero, verdaderamente, ¿puedes tener la esperanza de hacerla mejor después de la vida que ella ha llevado? - le preguntó su hermana. Nejludov permanecía sentado muy rígido en una silla y la escuchaba con atención, tratando de comprender bien y de responder bien. El estado de ánimo provocado por su última entrevista con Maslova continuaba manifestándose por una alegría tranquila y una buena disposición hacia todos los hombres. -No es a ella a quien quiero hacer mejor; es a mí -dijo por fin. Natalia Ivanovna lanzó un suspiro. - Pero, ¿no dispones para eso de otros medios que el casamiento? - Yo creo, por mi parte, que es el medio mejor, sobre todo porque me abre la entrada a un mundo donde puedo hacerme útil. - Dudo - dijo Natalia Ivanovna - que eso pueda hacerte feliz. - No es cuestión de mi felicidad. - Sí, comprendo. Pero si ella tiene corazón, un casamiento así no la haría dichosa: no puede desearlo. - Y así es, no lo desea. - Pero, en fin..., la vida... - ¿Qué le pasa a la vida? -La vida exige otra cosa. - No exige nada más sino que cumplamos nuestro deber - respondió Nejludov, observando el bello rostro de su hermana, marcado ya por los años con algunas arrugas alrededor de los ojos y de la boca. - No lo comprendo - dijo ella con un nuevo suspiro. « ¡La pobre, la querida, cuánto ha cambiado! », pensaba Nejludov recordando a Natacha cuando jovencita, y experimentando por ella un tierno sentimiento al que se mezclaban numerosos recuerdos de la infancia. En aquel momento, Ignaty Nikiforovitch entró en la habitación, llevando, como siempre, la cabeza alta y el pecho bombeado, caminando lentamente, pero con un paso ágil, y sonriendo mientras brillaban sus gafas, su calvicie y su barbs negra. -Buenos días. ¿Cómo está usted? - dijo con afectación. Aunque inmediatamente después del casamiento habían tratado de tutearse, se habían quedado con el «usted». Se estrecharon la mano a Ignaty Nikiforovitch se dejó caer dulcemeñte en una butaca. - ¿No os molesto en vuestra conversación? - No. No oculto a nadie ni lo que digo ni lo que hago.

Al volver a ver aquel rostro, aquellas manos peludas, al oír aquel tono de voz condescendiente y que rebosaba suficiencia, las disposiciones amistosas de Nejludov se habían desvanecido de repente. - Sí, hablamos de su proyecto - dijo Natalia Ivanovna -. ¿Quieres que te sirva? - añadió, cogiendo la tetera. - Si me haces el favor... ¿Y de qué proyecto se trata? - El de ir a Siberia con el convoy de presos donde se encuentra la mujer para la cual me considero culpable - declaró Nejludov. - Incluso he oído decir que no se trataba solamente de acompañarla, sino de algo más. - Sí, de casarme con ella, si ella consiente. - ¡Ah!, ¿sí? Pues, si no tiene usted inconveniente, le agradecería que me explicase los motivos. Yo no los comprendo. -Los motivos son que esta mujer... su primer paso en el camino del vicio... Nejludov no llegaba a encontrar una expresión conveniente, y eso no hacía más que irritarlo en mayor grado. - El motivo es que soy yo el culpable, y es a ella a quien castigan. - ¡Oh, si la han castigado, es que probablemente tampoco ella es inocente! - ¡Es absolutamente inocente! Y Nejludov, con una agitación superfiua, contó toda la historia del proceso. - Sí, negligencia del presidente y, como consecuencia, irreflexión de los jurados. Mas para ese caso está el Senado. - E1 Senado ha rechazado el recurso. - Entonces, es que los motivos de casación eran insuficientes - replicó Ignaty Nikiforovitch, quien por lo visto era de la opinión de los que creen que la verdad es el resultado de la actuación judicial -. El Senado no tiene por qué examinar los asuntos en cuanto al fondo. Pero si verdaderamente hubo error, se habría debido presentar un recurso de gracia. - Lo hemos presentado ya, pero no hay ninguna probabilidad de éxito. Harán una pregunta al Ministerio, el Ministerio se dirigirá al Senado, y el Senado confirmará su decision. Y, como siempre, el inocente será castigado. - Por lo pronto, el Ministerio no se dirigirá al Senado -dijo Ignaty Nikiforovitch con una sonrisa condescendiente -. Pedirá el expediente del caso y, si reconoce su error, tomará las conclusiones que procedan. Además, los inocentes nunca son condenados, o lo son muy rara vez. Solo se condena a los culpables - añadió tranquilamente, con una sonrisa de suficiencia. - Pues bien, yo tengo la prueba de lo contrario - afirmó Nejludov, cada vez de peor talante hacia su cuñado -. He adquirido la certidumbre de que casi la mitad condenados por los tribunales son inocentes. - ¿Cómo puede ser eso? -Son inocentes en el sentido más estricto de la palabra, como esta mujer lo es de haber envenenado al comerciante; como lo es ese campesino condenado, como he sabido, por un asesinato que no ha cometido; como lo son un hijo y una madre, acusados de un incendio del que el autor es otro al cual, no han condenado. - Sin duda, siempre hubo y siempre seguirá habiendo errores judiciales. La justicia humana no puede tener aspiraciones de ser infalible. - Y además, en su mayoría, los condenados son inocentes, porque, criados en determinados medios, no consideran criminales los actos que han cometido. - Perdón; eso no es exacto. Cualquier ladrón sabe muy bien que el robo no es una buena action, que no debe robar, que es inmoral robar - dijo Ignaty Nikiforovitch con aquella misma sonrisa tranquila, segura y desdeñosa, que tanto irritaba a Nejludov.

- ¡No, no lo sabe! Le dicen que no robe, pero él ve y sabe que sus patronos le roban su trabajo o no le pagan bastante; que el gobierno, con todos sus funcionarios, le roba en forma de impuestos. - ¡Eso es anarquismo! - dijo Ignaty Nikiforovitch, definiendo así, con impasibilidad, el sentido de las palabras de su cuñado. - Poco me importa cómo se llame lo que digo, pero lo que digo es lo que es - replicó Nejludov -. Ese hombre sabe que el gobierno le roba; sabe que nosotros, los propietarios rústicos, le hemos robado desde hace mucho tiempo, despojándolo de su tierra, que debería ser propiedad común. Y cuando, después de eso, coge en nuestros bosques algunas ramas de leña muerta para encender su fuego, lo metemos en la cárcel, haciéndole creer que es un ladrón. Pero él sabe que no es él el ladrón, sino el que le ha robado a él la tierra, y, con respecto a su familia, considera como un deber cualquier restitution de la cosa robada. - No le comprendo a usted, o más bien, no estoy de acuerdo con usted. La tierra tiene que ser forzosamente propiedad de un dueño. Si hoy la reparte usted en panes iguales, mañana habrá ido a parar a los más trabajadores y a los más hábiles -dijo Ignaty Níkiforovitch, seguro esta vez de que Nejludov era un socialista; no menos seguro de que la doctrina socialista consiste en el reparto igual de la tierra entre todos, que es perfectamente estúpida y que esa teoría es fácil de refutar. - Pero nadie le está hablando a usted de repartir la tierra en partes iguales. La tierra no debe pertenecer a nadie y no debe ser un objeto de venta ni de compra ni de arriendo. - E1 derecho de propiedad es natural al hombre. Si no existiera, nadie se preocuparía de cultivar el suelo. Suprimir el derecho de propiedad es volver inmediatamente al estado salvaje - declaró con autoridad Ignaty Nikiforovitch, repitiendo el conocido argumento a favor de la propiedad rústica, argumento considerado como irrefutable, porque la principal razón de la propiedad rústica es la sed de poseer. - Al contrario, el suelo no estaría en barbecho como lo está hoy, puesto que los propietarios rústicos, que no saben cultivarlo ellos mismos, al menos no impedirían trabajarlo a los que saben. - Escuche, Dmitri Ivanovitch; lo que usted dice es absolutamente desatinado. ¿Es posible, en nuestra época, suprimir el derecho de propiedad? Ya sé que es la manía de usted. Pero permítame decírselo francamente... De pronto, el rostro de Ignaty Nikiforovitch se había puesto completamente pálido, y su voz había empezado a temblar. Sin duda alguna, aquella cuestión lo afectaba de modo especial. - Con toda sinceridad, le aconsejaría que reflexionase aún sobre sus proyectos antes de llevarlos a la práctica. - ¿Quiere usted hablar de mis asuntos personales? - Sí, estimo que todos noostros, los que ocupamos una cierta situación, debemos asumir los deberos que de la misma se derivan para nosotros. Debemos conservar las condiciones de existencia que resultan de nuestro nacimiento, que nuestres padres nos han legado y que es nuestro deber transmitir a nuestros descendientes... - Yo considero como deber mío... - Permítame - dijo Ignaty Nikiforovitch sin dejarse interrumpir -. Mi interés, o el de mis hijos, no tienen nada que ver con lo que le estoy diciendo. La suerte de ellos está asegurada y, en cuanto a mí, gano lo suficiente para vivir con holgura. Por eso mi protesta contra la conducta de usted, insuficientemente meditada, permítame decírselo; no puede tener por motivo un interés personal, sino una convicción de principio y, por consiguiente, yo no sabría compartir su manera de ver las cosas. Le ruego, pues, que reflexione un poco más, que lea...

- Le agradeceré que me deje resolver mis asuntos por mi cuenta, así como el saber lo que me hace falta o no me hace falta leer - dijo Nejludov palideciendo. Sintió que las manos se le ponían frías y que no era ya dueño de sí. Se calló y se puso a beber su taza de té. XXXIII Bueno, ¿y los niños? - preguntó Nejludov a su hermana, después de haber recobrado un poco la calma. Ella respondió que los niños se habían quedado con su abuela paterna; y, encantada de que hubiese cesado la discusión de su hermano con su marido, contó como sus hijos jugaban a los viajes con sus muñecas, exactamente como Nejludov jugaba, en su infancia, con su negro y una muñeca a la que él llamaba «La Francesa». - ¿Todavía te acuerdas de eso? - dijo Nejludov sonriendo. - Sí, y precisamente ellos juegan de la misma manera. La impresión penosa había desaparecido. Natalia, tranquilizada, pero queriendo evitar hablar delante de su marido de cosas que sólo ella y su hermano comprendían, encauzó la conversación sobre la desgracia de la señora Kamensky, quien había perdido en duelo a su hijo único. Ignaty Nikiforovitch desaprobó las costumbres que permiten que un homicidio en duelo esté excluido de la categoría de los crímenes de derecho común. Este comentario provocó una réplica de Nejludov, y de nuevo se enzarzó una discusión en la que ninguno de los dos adversarios pudo expresar todo su pensamiento, y cada uno permaneció con sus convicciones opuestas a las del otro. Ignaty Nikiforovitch comprendía que Nejludov desaprobaba y despreciaba sus ocupaciones; y, por su parte, tenía el mayor interés en demostrarle la injusticia de esa desaprobación. A Nejludov, a su vez, lo irritaba ver como su cuñado se mezclaba en sus asuntos, aunque, en el fondo de su corazón, reconocía que, en tanto que herederos suyos, su cuñado, su hermana y los hijos de ambos tenían derecho a hacerlo. Pero lo que más lo irritaba era la seguridad y la suficiencia con que aquel hombre obtuso se empeñaba en admitir como razonables unos principios que él, Nejludov, consideraba absurdos a incluso criminales. - Entonces, ¿qué debería hacer la justicia? - preguntó. - Pues condenar al duelista superviviente a trabajos forzados como a un simple homicida. Nejludov sintió en seguida que las manos se le ponfan frías, y dijo con irritación: - ¿Y qué objeto tendría eso? - Sería sencillamente justo. - ¡Como si la organización judicial que existe ahora tuviera algo que ver con la justicia! - dijo Nejludov. - Pues ¿qué otro fin tiene, si no? - Mantener los intereses de castas. Para mí, la justicia es simplemente un medio administrativo para conservar el actual orden de cosas, beneficioso para nuestra clase. - He aquí un punto de vista muy nuevo - respondió Ignaty Nikiforovitch con su tranquila sonrisa-. Por lo general, se atribuye a la justicia un papel muy distinto... - En teoría, pero no en la práctica: me he dado cuenta muy bien. Nuestros tribunales no sirven más que para mantener a la sociedad en su estado presente; resulta de ello que persiguen y castigan lo mismo a quienes están por encima del nivel común y quieren elevarlo, aquellos a quienes se llama criminales politicos, que a los que están por debajo, aquellos a quienes se llama criminales natos.

- Primeramente, no puedo estar de acuerdo en que a los criminales políticos se les castigue -porque estén por encima del nivel medio. En su mayor parte son desechos de la sociedad tan pervertidos, aunque de otra manera, como los tipos criminales que usted coloca por debajo del nivel medio. - Y yo conozco a hombres incomparablemente superiores a sus jueces. Todos los afiliados a sectas son gente de una moralidad absoluta, de una firmeza... Pero Ignaty Nikiforovitch no era hombre que se dejase arrebatar la palabra. Continuó hablando sin escuchar a Nejludov e irritándolo por tanto sún más. - Tampoco puedo estar de acuerdo en que los tribunales tengan por objeto mantener el orden de cosas existente. Tienen un objeto doble: primeramente, corregir... - ¡Bonita, la corrección en las cárceles! - interrumpió NejIudov. -...o mantener apartados - continuó Ignaty Nikiforovitch, sin dejarse desviar - a esos hombres depravados o feroces que amenazan la vida social. - Pero es que precisamente los tribunales no hacen ni una cosa ni otra. La sociedad no puede nada contra eso. - ¿Qué quiere decir? No comprendo. - Quiero decir que por lo que se refiere a castigos razonables no hay más que dos, los dos únicos que se empleaban antiguamente: el látigo y la muerte, que, a consecuencia de la suavización de las costumbres, cada vez se usan menos. - ¡Eso sí que es original, y sorprende mucho que sea usted quien lo diga! -Pues sí: es lógico hacer sufrir a un hombre para impedirle renovar un acto que le ha acarreado sufrimientos; es lógico también cortar la cabeza a aquel de los miembros de la sociedad que resulta peligroso para ésta. Pero, ¿qué sentido tiene agarrar a un hombre, depravado ya por la pereza y el mal ejemplo, para encerrarlo en una cárcel donde la pereza se le convierte en algo obligatorio y donde está rodeado por doquier de malos ejemplos? ¿Qué sentido tiene transportarlo a expensas del Estado (cada deportado cuesta más de quinientos rublos) desde el gobierno de Tula al de Irkutsk o al de Kursk...? - Sin embargo, los hombres temen estos viajes a expensas del Estado; sin ellos y sin las cárceles, no estaríamos séntados tranquilamente aquí como lo estamos en estos momentos. - Pero es que esas cárceles de ustedes no garantizan en absoluto nuestra seguridad, puesto que los criminales no quedan allí perpetuamente, sino que se les suelta. Por el contrario, en esos establecimientos, los hombres se hacen más viciosos y, por consecuencia, más peligrosos. - Quiere usted decir que nuestro sistema penitenciario tiene necesidad de perfeccionamiento, ¿no? - ¡Imposible perfeccionarlo! Si se quisiera hacerlo, se perdería más dinero aún que el que se pierde extendiendo la instrucción pública, y sería una nueva carga para el mismo pueblo. - Pero los defectos del sistema penitenciario no tienen nada que ver con los tribunales - continuó Ignaty Nikiforovitch sin escuchar a su cuñado. - ¡Es absolutamente imposible remediar esos defectos! - replicó Nejludov alzando la voz. - Pero, entonces, ¿qué, que se mate? ¿O bien, como propuso recientemente un estadista, que se saquen los ojos a los criminales? -preguntó Ignaty Nikiforovitch con una sonrisa triunfal. - Eso sería cruel, pero por lo menos sería consecuente. En cambio, lo que se hace ahora no sólo es cruel a inconsecuente, sino tan estúpido que es imposible comprender cómo hombres de espíritu sano pueden participar en una obra tan cruel y tan insensata como la del tribunal de lo criminal. - ¡Sin embargo, yo formo parte de esa obra! -dijo, palideciendo, Ignaty Nikiforovitch. - Eso es asunto suyo. Por mi parte, no lo comprendo. -Hay muchas cosas, creo, que usted no comprende - dijo Ignaty Nikiforovitch con voz temblorosa. - He visto, en la Audiencia, cómo un fiscal se empeñó en hacer condenar a un pobre muchacho que no habría inspirado más que lástima a cualquier hombre de juicio recto. Sé cómo otro fiscal, después de

interrogar a un «sectario», le aplicaba la ley criminal por una simple lectura del Evangelio. Por lo demás, la obra entera de los tribunales no consiste más que en actos crueles o estúpidos. - Yo no sería magistrado si tuviese esa opinión - respondió Ignaty Nikiforovitch poniéndose en pie. Nejludov creyó ver brillar algo tras las gafas de su cuñado. «¿Serán lágrimas?», pensó. Efectivamente, eran lágrimas, vertidas por un hombre ofendido. Ignaty Nikiforovitch se acercó a la ventana, sacó su pañuelo, tosió, se limpió las gafas y seguidamente se secó los ojos. Luego se sentó en el diván, encendió un cigarro y se quedó callado. Al pensar que había herido tan profundamente a su cuñado y. a su hermana, Nejludov se puso tanto más triste y avergonzado cuanto que partía al día siguiente y sabía que ya no tendría ocasión de volver a verlos. Muy turbado, se despidió de ellos. «Quizás es verdad lo que le he dicho; por lo menos no ha podido objetarme nada; pero yo no habría debido hablarle de esa manera. Entonces, ¿es que el cambio que se ha operado en mí no es tan profundo, que he podido irritarme tanto, ofenderlo así y causar tanta pena a mí probre Natacha? »; pensó. XXXIV Al convoy de deportados del que formaba parte Maslova debía salir de la estación al día siguiente a las tres de la tarde. Nejludov resolvió por tanto encontrarse ante la puerta de la cárcel antes del mediodía, para verlo salir y acompañarlo hasta el ferrocarril. Al poner, antes de acostarse, orden en sus efectos y sus papeles, habiéndole caído entre las manos su diario, releyó algunos pasajes, entre otros las últimas notas tomadas antes de su partida para Petersburgo: «Katucha rechaza mi sacrificio, pero se obstina en el suyo. Ella ha triunfado y yo he triunfado. Estoy encantado del cambio interior que me parece (tengo miedo de creer demasiado en eso) operarse en ella. Tengo miedo de creerlo, pero tengo la impresión de que ella renace.» Debajo estaba escrito: « He vivido un momento muy penoso y muy feliz: me he enterado de que ella se había comportado mal en la enfermería. Y he sentido un sufrimiento horrible: nunca habría creído poder sufrir tanto. La traté con odio y repulsión; luego me acordé de que tantas veces yo había cometido, aunque no fuese más que con el pensamiento, el pecado que me la hacía odiosa; y de pronto, y en el mismo instante, me desprecié a mí mismo, y le tuve lástima, y sentí bienestar. Si pudiésemos ver siempre la viga que está en nuestro ojo, seríamos mucho mejores.» Y, en la fecha del día, anotó: «He ido a ver a Natacha, y simplemente, por contentarme a mí mismo, no me he mostrado bueno, sino malvado; y eso me ha dejado una impresión penosa. Entonces, ¿qué hacer? Mañana empieza para mí una vida nueva. ¡Adiós a la vida antigua, y para siempre! ¡Cuántas impresiones se amontonan! Pero todavía no puedo extraer de ellas una conclusión única.» A la mañana siguiente, al despertar, su primer sentimiento fue el de arrepentirse vivamente de su conducta para con su cuñado. «Imposible marcharse así - se dijo -. Hay que ir a verlos y borrar todo eso.» Pero al consultar su reloj se dio cuenta de que ya no tendría tiempo para eso si quería asistir a la salida del convoy. Habiendo acabado, a toda prisa, de empaquetar sus efectos y habiéndolos hecho llevar a la estación por el portero y por Tarass, el marido de Fedosia, que partía con él, llamó al primer coche de punto que vio vacío y se dirigió a la cárcel. El tren de los presos partía dos horas antes que el tren correo que debía tomar Nejludov. No teniendo ya intención de volver al hotel, pagó la cuenta de su habitación.

Era en el momento de los pesados calores de julio. El pavimento, las piedras de las casas, el hierro de las techumbres, no habiendo podido enfriarse durante la cálida noche, devolvían el calor al aire abrasador y estancado. No soplaba ni la más leve brisa, a incluso si se elevaba una ligera neblina, era como un soplo tórrido, lleno de polvo y de violentas emanaciones de pintura al aceite. Casi todas las calles estaban desiertas, excepto algunos raros transeúntes que pasaban pegados a las paredes, buscando un poco de sombra. Únicamente los trabajadores encargados de arreglar el pavimento, calzados con botas de fieltro, achicharrados por el sol, estaban sentados en medio de la calzada, golpeando con sus martillos adoquines que introducían en la arena caliente. O también, lentos agentes de policía, con uniforme de tela cruda, cruzado por el cordón naranja de su revólver, caminaban con pereza por la acera mientras los tranvías, con las cortinillas bajadas por un lado y los caballos encapuchados de tela blanca que dejaba pasar por una abertura las orejas, subían y bajaban a lo largo de las calles, repiqueteando sin cesar. Cuando Nejludov llegó ante la cárcel, el convoy no había salido aún. En el interior, desde las cuatro de la madrugada, se ocupaban en contar y revisar a los deportados que debían partir. Había allí 623 hombres y 64 mujeres a quienes había que llamar. según el registro, separar los enfermos y los débiles y luego entregarlos todos a la escolta. El nuevo director, sus dos ayudantes, el médico, el ayudante de cirujano, el jefe de escolta y el empleado administrativo estaban sentados ante una mesa repleta de papelotes y colocada en el patio, a la sombra de un muro. Las autoridades llamaban a los presos uno a uno, los examinaban, los interrogaban y los iban anotando. La mesa estaba ya iluminada a medias por el sol; el calor crecía y se hacía sofocante, a consecuencia de la falta de viento y del vapor que se desprendía de la muchedumbre de los presos. - ¡Pero esto no acabará jamás! -exclamó el jefe del convoy, un mocetón alto y vigoroso, de rostro rubicundo, anchos hombros y brazos cortos que no dejaba de ahumarse de tabaco el bigote que le cubría el labio -. ¡Me abruman ustedes! ¿Dónde habéis atrapado tantos? ¿Quedan todavía muchos? El escribiente consultó su registro: -Todavía veinticuatro hombres, y las mujeres. - Bueno, ¿qué pasa? ¿Por qué os habéis parado? ¡Avanzad! - gritó el oficial a los presos a los que no se había examinado aún y que se amontonaban. Estaban allí desde hacía tres horas, en las filas, a pleno sol, aguardando su turno. Mientras en el interior se procedía a esta operación, ante la puerta principal de la cárcel estaba, como siempre, un centinela con el fusil al hombro. En la placita había una veintena de carritos destinados a transpottar los efectos de los presos y a conducir a la estación a los débiles y a los enfermos. En la esquina de la cárcel, un grupo de parientes y de amigos aguardaba la salida de los deportados para volverlos a ver por última vez y entregarles lo que pudieran. Nejludov se incorporó a aquel grupo. Permaneció ante la puerta casi una hora. Por fin percibió cómo llegaban del interior de la cárcel ruidos de pasos y de cadenas, las voces de las autoridades, toses y el murmullo confuso de una multitud numerosa. Aquello duró cinco minutos, durante los cuales los guardianes no cesaron de aparecer a la puerta, para desaparecer acto segido. Luego se oyó una orden; la puerta se abrió con estrépito, el ruido de las cadenas se acentuó, y un destacamento de soldados, vestidos con guerreras blancas, con el fusil al hombro, vino a formar a los dos lados de la puerta un amplio semicírculo. Luego resonó una nueva voz de mando, y, dos a dos, empezaron a salir los presos tocados con gorras planas comes tortas, colocadas sobre sus rapadas cabezas, el saco a la espalda, arrastrando los pies cargados de hierros, balanceando un brazo y sujetando con la otra mano la extremidad del saco que colgaba tras sus hombros. Primero avanzaron los forzados, unifor-

memente vestidos de gris con pantalones y capotes, estos últimos con una mochila a la espalda. Todos, jóvenes, viejos, delgados, altos, pálidos, sonrosados, morenos, bigotudos, barbudos, imberbes, rusos, tártaros, judíos, salían haciendo resonar sus cadenas y balanceando el brazo como si se preparasen para una larga marcha. Pero, después de una docena de pasos, se detuvieron con sumisión y se pusieron en columna de a cuatro. En pos de ellos venían otros hombres análogamente vestidos a igualmente rapados, pero no tenían hierros en los pies, sino esposas en las muñecas: eran los condenados a deportación. Con el mismo aire desenvuelto, salieron, se detuvieron y se colocaron de a cuatro en fondo. Luego venían los condenados por las comunidades locales. Por fin, en el mismo orden, las mujeres: primeramente las condenadas a trabajos forzados, con capotes grises carcelarios y pañuelos a la cabeza; luego las deportadas y por último las mujeres que partían voluntariamente para seguir a sus maridos y que iban vestidas con sus ropas de ciudad o de campo. Varias llevaban niños en brazos. Otros niños y niñas caminaban a pie, apretándose contra los presos, como potrillos jóvenes en una manada de caballos. Los hombres permanecían silenciosos, cambiando apenas una palabra de vez en cuando. Entre las hileras de las mujeres había por el contrario un incesante ruido de voces. A la salida, Nejludov creyó reconocer a Maslova, pero la perdió pronto de vista y no distinguió ya sino una masa confusa de criaturas vestidas de gris, todas semejantes, todas privadas igualmente de apariencia humana, sobre todo de feminidad, y que, con los niños, con el saco a la espalda, se colocaban detrás de los hombres. Aunque ya hubieran contado a los deportados en el patio de la cárcel, los soldados de la escolta se pusieron a contarlos de nuevo, repasando las listas que les habían entregado. Esta comprobación duró bastante tiempo, porque ciertos presos cambiaban de sitio y perturbaban así el recuento. Los soldados injuriaban y empujaban a los presos, sumisos pero llenos de odio, y proseguían su comprobación. Cuando el recuento hubo terminado, el oficial del convoy dio una orden, y un cierto tumulto agitó a la multitud. Los enfermos, hombres y mujeres, y los niños, salieron de las columnas y se precipitaron hacia los ca rros para instalarse en ellos cerca de los sacos. En estos carritos, en confusión, las madres amamantaban a sus hijos; los mayorcitos, alegres, se peleaban por los puestos, en medio de los enfermos, sombríos y tristes. Algunos otros presos, destocados, se acercaron a hablarle al oficial encargado del convoy. Nejludov se enteró posteriormente de que le habían pedido permiso para subir a los carros. Sin mirarlos, el oficial aspiró el humo de su cigarrillo y, de pronto, alzó la mano sobre uno de ellos, quien encogió la cabe za entre los hombros para esquivar el golpe y luego dio un salto atrás. - ¡Vas a ver cómo te hago noble (Independientemente de los enfermos autorizados, los deportados políticos de origen noble tenían derecho a realizar el traslado en coche. - N. del T.)! ¡Vas a acordarte! ¡Llegarás muy bien a pie! - gritó el oficial. Únicamente un alto anciano todo tembloroso, cargado de hierros, fue admitido a hacer el trayecto en coche. Se quitó su gorra plana, hizo la señal de la cruz, depositó su saco en un carrito y durante mucho tiempo estuvo haciendo esfuerzos para subir él mismo, estorbado como estaba por sus hierros. Desde el vehículo, una mujer lo ayudó a subir agarrándolo por los brazos. Una vez llenos los carros, el oficial se quitó la gorra, se secó con el pañuelo la frente, el calvo cráneo y el grueso cuello rojo, a hizo la señal de la cruz. - ¡En marcha el convoy! - ordenó. Resonó un ruido de báculos; los presos, quitándose sus gorras, se persignaron, algunos con la mano izquierda; los parientes y los amigos les gritaron sus adioses, a los que respondieron; de las columnas de las mujeres se elevaron lamentaciones, y el cortejo, flanqueado por los soldados de blancas guerreras, se puso en movimiento, levantando el polvo a cada paso de las piernas cargadas de cadenas. A la cabeza, detrás de los soldados, caminaban los condenados a trabajos forzados; luego, los deportados; después,

los condenados por las comunidades, las esposas en las muñecas y por parejas, y luego las mujeres. Por último, cuatro a cuatro, los carros cargados de sacos y de enfermos cerraban el cortejo, y en uno de ellos iba sentada una mujer toda arrebujada que sin descanso chillaba y sollozaba. XXXV El cortejo era tan largo, que ya las primeras filas habian dado la vuelta a la esquina de la calle cuando los carros se pusieron en movimiento. Nejludov volvió a subir entonces a su coche y dio orden al cochero de avanzar lentamente, para ver si, entre los hombres, había presos a los que conociera, y, entre las mujeres, para localizar a Maslova y preguntarle si había recibido los efectos que él le había enviado. El calor había aumentado aún más: no había siquiera el menor soplo de aire, y el polvo, levantado por un millar de pies, planeaba sin cesar por encima de los presos. Éstos caminaban con paso firme, y el caballito del coche de alquiler que llevaba a Nejludov apenas conseguía rebasarlos. Fila a fila, los pies idénticamente calzados y con un paso cadencioso, caminaban seres que ofrecían un aspecto extraño y aterrador y que balanceaban su brazo libre como para darse ánimos. Eran tan numerosos, tan semejantes, colocados en condiciones tan especiales y extrañas, que se le aparecían a Nejludov no ya como hombres, sino como criaturas fantásticas. Esta impresión desapareció en parte cuando, en el grupo de forzados, distinguió al asesino Fedorov y, entre los deportados, al chistoso Ojotin y a otro vagabundo que se había dirigido a él. Casi todos los presos lanzaban una mirada hacia el coche de Nejludov y hacia el señor que los examinaba. Fedorov inclinó la cabeza para indicarle a Nejludov que lo había reconocido; Ojotin le guiñó el ojo; pero, creyendo que estaba prohibido, ni uno ni otro lo saludaron. Una vez que llegó cerca de las mujeres, Nejludov distinguió inmediatamente a Maslova. Caminaba en la segunda fila; la primera de esta fila era una mujer fea, toda colorada, de ojos negros, piernas cortas y con el capote ceñido a la cintura: era la Hermosa; cerca de ella caminaba la mujer encinta, que se arrastraba con trabajo; la tercera era Maslova, que llevaba su saco al hombro y miraba delante de ella, la serenidad y la decisión pintadas en su rostro. La cuarta de la fila era una mujer joven y bonita con capote corto, cubierta la cabeza por un pañuelo anudado, y que caminaba resueltamente: era Fedosia. Nejludov bajó del coche y se acercó a las mujeres con la intención de preguntar a Maslova cómo se encontraba; pero un suboficial que marchaba al flanco de la columna corrió hacia él. - ¡Prohibido acercarse al convoy, caballero! - gritó. Luego, viendo a Nejludov, a quien todo el mundo conocía en la cárcel, se llevó la mano a la gorra y explicó respetuosamente: - Imposible ahora. En la estación podrá usted hablarle; aquí está prohibido. ¡Vamos, en marcha! -gritó a los presos como si quisiera darse ánimos a sí mismo a pesar del calor, y vivamente regresó a su puesto con sus elegantes botas nuevas. Nejludov se apartó y, después de decir al cochero que lo siguiera, se puso a caminar por la acera sin perder de vista -al convoy. Por todas partes, al paso de éste, se manifestaba una atención temerosa y compasiva. Las cabezas se inclinaban con curiosidad fuera de los coches para ver a los deportados. Los transeúntes se detenían y, con ojos abiertos de par en par, miraban el espantoso espectáculo. Algunos se acercaban y daban limosnas, que eran recibidas por los guardianes de la escolta. Otros, como hipnotizados, caminaban detrás de la columna, luego se detenían y, meneando la cabeza, no la seguían ya más quo con los ojos. Llamándose uno a otro, acudían vecinos a las puertas o se asomaban por las ventanas y miraban, inmóviles y silenciosos.

En una bocacalle, el convoy obstruyó el paso a un rico landó cuyo pescante estaba ocupado por un cochero de grandes posaderas, con hileras de botones a la espalda y cara reluciente. En el coche iban un hombre y una mujer: ella, flaca y pálida, con sombrero claro y una sombrilla de vistoso matiz; él, con sombrero de copa y elegante sobretodo canela. Frente a ellos estaban sus hijos: una niña de largos bucles rubios, toda adornada, fresca como una flor, con una sombrilla parecida a la de su madre, y un muchachito de unos ocho años, de largo cuello flacucho, de clavículas salientes y tocado con un sombrero de paja adornado con largas cintas. El padre reprochaba con malhumor al cochero no haber pasado antes que el convoy, en tanto que la madre hacía una mueca de repulsión y se tapaba la cara con su sombrilla para defenderse del sol y del polvo. El cochero de voluminosa grupa fruncía las cejas al escuchar los injustos reproches de su dueño, que era quien le había dado la orden de ir por aquella calle, y sujetaba con esfuerzo a los dos potros negros, relucientes y cubiertos de espuma. El agente de tráfico deseaba con todo su corazón prestar servicio al propietario del lujoso coche, deteniendo al convoy para dejarlo. pasar, pero comprendía que la marcha de aquel cortejo era demasiado lúgubremente solemne para turbarla, ni siquiera en favor de un señor tan rico. Se contentó con llevar, en saludo militar, la mano a su gorra, en signo de respeto ante la opulencia, y mirar severamente a los presos, como si estuviera dispuesto a defender contra ellos a los notables paseantes. E1 coche tuvo, pues, que aguardar a que toda la columna hubiese desfilado y no se puso en movimiento más que después del paso del último carro cargado de sacos y de presas, entre las cuales se encontraba la mujer histérica, que se había callado, pero que al divisar el vehículo estalló de nuevo en fuertes sollozos. El cochero tocó las riendas, y los bonitos caballos negros, haciendo resonar sus herraduras sobre la calzada, arrastraron al coche de cauchutadas ruedas hacia la casa de campo donde iban a divertirse el marido, la mujer, la hijita y el niño de cuello largo y de clavículas salientes. Ni el padre ni la madre dieron la menor explicación a la niña y al niño respecto al espectáculo al que acababan de asistir. Así, los niños se vieron obligados a explicarse ellos mismos la significación de aquel espectáculo. Juzgando según el rostro de sus padres, la niña comprendió que aquellos hombres eran distintos que su padre y su madre y que los amigos de ambos, que era una gente mala y que había razón para tratarlos así; por eso le causaban simplemente miedo, y se sintió muy a sus anchas cuando hubieron desaparecido. El flacucho muchachito, sin un parpadeo y con la mirada fija en aquel cortejo, resolvió la cuestión de muy distinto modo. Sabía, y con certidumbre, por haberlo aprendido directamente de Dios, que aquellos hombres eran semejantes a él y a todos los hombres; que, por consiguiente, les habían hecho algo malo, que no habrían debido hacerles; y les tenía lástima, y experimentaba menos horror hacia aquellos hombres encadenados y rapados que hacia los que los habían encadenado y rapado. Por eso los labios se le hinchaban cada vez más, porque tenía que hacer un gran esfuerzo para no llorar, creyendo que sería vergonzoso para él llorar en aquellos momentos. XXXVI Nejludov marchaba con el mismo paso rápido que los presos, y, a pesar de la ligereza de su traje, el calor le resultaba cada vez más insoportable; se ahogaba sobre todo a causa del aire caliente, pesado, y del polvo que se arrastraba por las calles. Después de un cuarto de hora de marcha, subió de nuevo a su coche y dijo al cochero que avanzase; pero, sentado, el calor le parecía aún más penoso. Quiso pensar en su discusión de la víspera con su cuñado, pero aquel recuerdo que tanto lo había turbado pocas horas

antes, ya ni siquiera le interesaba. Todos sus pensamientos estaban concentrados en el emocionante espectáculo del que acababa de ser testigo. Y, más que nada, el calor lo abrumaba. Cerca de un seto, a la sombra de los árboles, vio a dos colegiales, sin nada a la cabeza, en pie junto a un vendedor ambulante de helados: uno de ellos se deleitaba ya lamiendo el barquillito; el otro espiaba los movimientos del vendedor, ocupado en llenar otro barquillo con una masa amarillenta. - ¿Dónde podría beber algo? -preguntó Nejludov al cochero con un deseo irresistible de tomar algo fresco. - Cerca de aquí hay un buen traktir - respondió el cochero, y después de dar la vuelta a una esquina, dejó a Nejludov ante una escalinata adornada con un gran letrero. Un encargado mofletudo, en mangas de camisa, y dos camareros vestidos con blusas que antaño fueron blancas ofrecieron sus servicios a aquel cliente desconocido, no sin haberlo mirado con curiosidad. Nejludov pidió agua de Seltz y se sentó en el fondo de la sala, ante una mesita cubierta por un mantel grasiento. Dos hombres estaban sentados a una mesa próxima ante un servicio de té y una botella blanca; se enjugaban el sudor de la frente y, con calma, ajustaban cuentas. Uno de ellos, moreno, tenía una corona de cabellos que bordeaban su calva nuca, semejante a la de Ignaty Nikiforovitch. Aquella semejanza incitó de nuevo a Nejludov a pensar en su conversación de la víspera y en su deseo de ver de nuevo a su cuñado y a su hermana antes de su partida. «No tendré tiempo antes de la partida del tren. Pero, ¿y si escribiera?», se dijo. Pidió papel, un sobre y un sello; luego, saboreando a sorbitos el agua fresca y burbujeante, reflexionó sobre lo que iba a escribir. Pero las ideas se le embrollaban y no podía llegar a redactar su carts. « Querida Natacha: No quisiera abandonarte bajo la impresión penosa de mi entrevista de ayer con Ignaty Nikiforovitch...», empezó. «¿Qué decir luego? ¿Pedir perdón por mis palabras? Pero yo dije lo que pensaba, y él creería que me retracto. Y además, ¡esa manera de mezclarse en mis asuntos! ¡No, no puedo! » Y sintiendo de nuevo reavivarse en él su odio hacia aquel hombre desconocido, lleno de suficiencia a incapaz de comprenderlo, Nejludov se metió en el bolsillo la carta empezada, pagó y volvió a subir a su coche para reunirse con él convoy. Del pavimento y de las paredes de las casas, tan fuerte era el calor, parecía brotar un soplo tórrido. Se hubiera dicho que los pies se cocían al contacto con el suelo, y Nejludov, al apoyar la mano sobre el barnizado reborde del coche, sintió como una quemadura. El caballo se arrastraba con un paso pesado sobre el pavimento lleno de polvo; el cochero iba muerto de sueño; el mismo Nejludov, derrengado por el calor, miraba el vacío, incapaz de pensar. En una cuesta de la calle, frente a la puerta cochera de una gran casa, divisó de pronto a un grupo de hombres, entre los cuales se hallaba un soldado del convoy con el fusil colgado al hombro. Nejludov ordenó al cochero que parase. - ¿Qué ha pasado? - preguntó al portero. - Uno de los presos, que se ha sentido mal. Nejludov bajó del coche y se acercó al grupo. Sobre el desigual adoquinado, al borde de la acera y con la cabeza más baja que los pies, yacía un deportado, un hombre con el rostro inyectado de sangre, la nariz roma, la barbilla roja, con capote y pantalones grises. Tendido boca arriba, cubiertas las palmas de las manos con manchas rojizas y tumbado en el suelo, alzaba a sacudidas su ancho pecho, suspiraba y, con los ojos fijos, encarnizados, parecía mirar al cielo. Alrededor de él estaban agrupados un guardia de preocupado rostro, un buhonero, un mozo de cuerda, un dependiente de comestibles, una anciana con una sombrilla y un chiquillo que llevaba una cesta vacía. - Están debilitados por su encarcelamiento y los hacen caminar con todo el peso del calor, eso es lo que pasa - dijo el dependiente, volviéndose hacia Nejludov.

- ¡Va a morirse, seguro! - gemía la vieja con voz quejumbrosa. - ¡Pronto, destaparle el pecho! - gritaba el mozo de cuerda. Con sus grandes dedos torpones, el guardia se apresuró a desatar el cordón que cerraba la camisa, a fin de descubrir el cuello venoso y rojizo del preso. Era seguro que estaba conmovido y triste, pero no por eso se creyó menos obligado a reprender a los circunstantes. - ¡Vamos, circulen! ¡Bastante calor hace ya! Están ustedes impidiendo que el aire llegue hasta aquí. - El deber del médico es examinarlos antes de que abandonen la cárcel, y hacer que se queden los enfermos. Y a éste lo han examinado cuando ya estaba medio muerto - insistía el dependiente, encantado al mostrar que conocía el reglamento. El guardia, habiendo acabado de descubrir el pecho del preso, se puso en pie y miró en torno de él. - ¡Les he dicho que circulen! No es asunto que les incumba. ¿Qué queréis ver aquí? - dijo como si tomase a Nejludov por testigo. Pero no habiendo encontrado, en la mirada de éste, simpatía alguna, se volvió hacia el soldado de la escolta. Éste se mantenía apartado, mirando su tacón despegado, y del todo indiferente a la agitación del guardia. - Y aquellos a quienes incumbe no cumplen su deber. Dejar morir a la gente, ¿es que eso está en la ley? Será todo lo preso que se quiera, pero no deja de ser un hombre - decían algunas voces entre la multitud. - Levántenle la cabeza y dénle un poco de agua - dijo Nejludov. - Ya he enviado a buscar agua - respondió el guardia. Luego, levantando al preso por un brazo, consiguió, después de algunos esfuerzos, colocarle la cabeza sobre el bordillo de la acera. - ¿Qué significa este tropel? - gritó de pronto una voz basta y autoritaria. Era un oficial de municipales que acudía con aire irritado; iba vestido con un uniforme deslumbrante y calzado con botas altas más resplandecientes aún -. ¡Circulen, circulen, y aprisa! - continuó, dirigiéndose a la muchedumbre y sin saber siquiera todavía de qué se trataba. Cuando distinguió, yaciendo sobre el empedrado, al preso moribundo, hizo un signo de aprobación, como si esperase encontrarse con aquello, y, dirigiéndose al guardia, preguntó: - ¿Qué ha pasado? El otro contó que, al paso del convoy, aquel preso había caído, y el oficial de la escolta había ordenado dejarlo allí. - Bueno, pues ya está. No hay más que llevarlo a la comisaría. ¡Que vayan a buscar un coche! - Acaba de ir el portero - dijo el guardia, llevándose la mano a la gorra. El dependiente había vuelto a hablar del calor. - ¿Es que te incumbe a ti este asunto? ¡Continúa tu camino! - le gritó el oficial de municipales, mirándolo tan severamente, que el otro se calló en seguida. -Hay que darle de beber agua - repitió Nejludov. El oficial lanzó igualmente sobre él una mirada severa, pero no dijo palabra. Cuando el portero volvió con un cubo de agua, el oficial dio orden al guardia de hacer beber al preso. E1 subordinado levantó de nuevo la cabeza del pobre diablo y se empeñó en verterle agua en la boca; pero el moribundo se resistía a tragarla, y el agua se le derramó sobre la barba, inundando su camisa y su capote impregnados de polvo. - ¡Échale el cubo por la cabeza! - ordenó el oficial. El agente le quitó el gorro al deportado y vació toda el agua del cubo sobre su calvo cráneo, rodeado de rojizos cabellos rizados.

Los ojos del infeliz se abrieron de par en par, como dilatados por el espanto, pero su cuerpo permaneció inerte. E1 agua, manchada de polvo, corría por su rostro; penosos suspiros continuaban saliendo de sus labios, y todo el cuerpo se le estremecía. - ¿Y éste? ¡Tomadlo! - gritó el oficial, señalando al cochero de Nejludov -. ¡Vamos, tú, ven aquí! - No estoy libre - respondió el cochero con aire de disgusto, sin levantar los ojos. - ¡Vamos!, ¿por qué os quedáis parados? ¡Transportadlo! El agente de policía, el portero y el soldado levantaron al moribundo, lo metieron en el coche y lo instalaron en los cojines. Pero no le era posible mantenerse sentado; la cabeza se le cayó hacia atrás y el cuerpo resbaló del asiento. - ¡Que lo tiendan! - ordenó el oficial. - No se preocupe usted, yo lo llevaré así - declaró el guardia. Se sentó en el coche y agarró al preso por debajo de los brazos mientras el soldado le levantaba los pies calzados con botas de fieltro y se los colocaba detrás del asiento. El oficial divisó sobre el pavimento el gorro del deportado; lo recogió y cubrió con él la cabeza mojada y caída. - ¡En marcha! - ordenó. El cochero se volvió con malhumor, agachó la cabeza y giró las riendas en dirección al cuartelillo de policía. En el coche, el agente trataba en vano de enderezar la cabeza del detenido, que inmediatamente volvía a caer sobre el hombro. El soldado le colocaba bien las piernas, sin dejar de caminar al lado del vehículo. Nejludov, a pie, seguía detrás del coche. XXXVII Llegando al puesto de policía, ante el cual estaba de centinela un bombero, el coche, cargado con el preso, penetró en el patio y se detuvo delante de una de las escalinatas. En aquel patio, unos bomberos, en mangas de camisa, limpiaban algunos carros, riendo y hablando ruidosamente. Tan pronto se detuvo el coche, lo rodearon algunos guardias, agarraron por los brazos y por las piernas el cuerpo inerte del preso y lo sacaron del vehículo. El agente de policía que lo acompañaba bajó, sacudió el brazo, que se le había entumecido, se quitó la gorra e hizo la señal de la cruz. Subieron al muerto al primer piso, y Nejludov lo siguió. En la sucia habitacioncita adonde había sido trasladado el cadáver se veían cuatro camastros, dos de los cuales estaban ocupados por enfermos: uno que tenía la boca torcida y el cuello vendado; el otro, un tísico. Depositaron el cuerpo en uno de los camastros vacíos. Un hombrecillo de ojos brillantes y que movia las cejas sin cesar, que no llevaba puesto más que la ropa interior y calcetines, se acercó a la cama con paso rápido, miró al muerto, luego a Nejludov y se echó a reír. Era un loco retenido en la enfermería del cuartelillo. - Quieren meterme miedo - dijo -, pero no lo conseguirán. Detrás del agente de policía que había traído al muerto entraron un oficial y un practicante. Éste, habiéndose acercado a su vez a la cama, tocó la mano amarilla cubierta de manchas rojas, blanda aún, pero ya fría, la levantó y la soltó. Volvió a caer inerte sobre el vientre del muerto. - Éste ya está listo - declaró, meneando la cabeza. Eso no le impidió, para conformarse al reglamento, abrir la camisa y, separando de su oreja los rizados cabellos, aplicarla sobre el pecho amarillento, bombeado a inmóvil del muerto. Todos callaban. El practicante se enderezó, meneó de nuevo la cabeza y bajó uno tras otro los dos párpados sobre los azules ojos abiertos de par en par.

- ¿Qué hacemos? - preguntó el oficial. -Hay que bajarlo al depósito de cadáveres - respondió el practicante. - Veamos, ¿es seguro? - preguntó aún el oficial. - Desde luego. Ya lo he comprobado - respondió el practicante, volviendo a cerrar la camisa sobre el pecho del cadáver -. Por lo demás, voy a mandar llamar a Matvei Ivanovitch para que él lo examine. ¡Petrov, ve a buscarlo! - Que lo bajen al depósito - ordenó el oficial -. Y tú ven a presentar tu informe a la oficina - dijo al soldado, quien permanecía de pie cerca del preso confiado a su custodia. - A sus órdenes - dijo el soldado. Unos agentes de policía agarraron el cadáver y lo transportaron a la planta baja. Nejludov iba a seguirlos cuando el loco lo detuvo. - Usted no estará en connivencia con ellos, ¿verdad? Pues bien, déme un cigarrillo. Nejludov se lo dio. Agitando sin cesar las cejas, el loco se puso a contarle todas las persecuciones de que era víctima. - Están todos contra mí, y por medio de sus esbirros me torturan, me persiguen. - Excúseme - dijo Nejludov, y sin esperar el final de la historia, salió de la habitación deseoso de saber lo que hacían con el muerto. Los agentes habían atravesado ya todo el patio y se habían detenido ante la puerta de un sótano. Nejludov quiso reunirse con ellos, pero se lo impidió el oficial. - ¿Qué desea usted? - Nada. - ¿Nada? Pues entonces, márchese. Nejludov se sometió y volvió a su coche. Despertó al cochero, que se había quedado dormido en el pescante, y le ordenó que lo llevase a la estación. Pero apenas habían avanzado cien pasos, encontró de nuevo, escoltado por un soldado del convoy, un carro sobre el cual estaba tendido otro preso, ya muerto y que yacía boca arriba. La gorra se le había deslizado hasta la nariz, y su rapada cabeza, con un mechón negro, se movía con los bamboleos del carro. El carrero, con grandes botas, caminaba al lado de su caballo. Un agente de policía seguía detrás. Nejludov tocó en el hombro a su cochero. Nejludov bajó del coche y, en pos del carro, volvió a entrar en el patio del cuartelillo. Los bomberos habían terminado la limpieza de sus vehículos, y en el sitio que ocupaban había ahora un capitán alto, huesudo, con un galón en el gorro, las manos en los bolsillos; examinaba gravemente a un gran caballo overo de cruz gastada, que un bombero paseaba delante de él. El caballo renqueaba de una mano, y el capitán hablaba con malhumor al veterinario que se encontraba cerca de él. Al distinguir al segundo cadáver, el oficial de policía, también presente, se acercó al carrero. - ¿Dónde lo han encontrado? - preguntó, moviendo la cabeza con descontento. - En la vieja Gorbatovskai - respondió el agente. - ¿Un preso? - preguntó el capitán de los bomberos. - Así es. Es el segundo hoy. -Bueno, vaya un desorden. Por lo demás, ¡qué calor! -dijo el capitán. Y, volviéndose hacia el bombero que llevaba el caballo cojo, le gritó-: ¡Ponlo en la cuadra de la esquina! ¡Ya te enseñaré yo, hijo de perro, a estropear caballos que valen más que tú! ¡So inútil! Lo mismo que el primero, el cadáver del preso fue llevado a la enfermería. Como hipnotizado, Nejludov lo siguió también. - ¿Qué quiere usted? - preguntó uno de los agentes. Sin responder, Nejludov prosiguió su camino.

El loco, sentado en su cama, fumaba con avidez el cigarrillo que le había dado Nejludov. - ¡Ah, ha vuelto usted! - dijo, y soltó una risotada. Al divisar al muerto, hizo una mueca -. ¡Otra vez! Terminarán por aburrirme. No soy un niño, ¿verdad? - le preguntó sonriendo a Nejludov. Pero éste miraba el cadáver sin que nada se lo impidiese, y cuyo rostro no estaba ya cubierto por la gorra. Tan feo como era el otro preso, éste por el contrario era extraordinariamente bello, de rostro y de cuerpo. Era un hombre en toda la plenitud de sus fuerzas. A pesar del afeamiento de su cabeza medio rapada, la pequeña frente enérgica que dominaba sus negros ojos, ahora inmóviles, era muy hermosa. Hermosa igualmente su nariz delgada y arqueada encima de un fino bigotillo negro. Sus labios, azules ya, estaban plegados en una sonrisa; su barbilla no hacía más que sombrear su mandíbula inferior, y en el lado rapado de su cráneo aparecía una oreja fina y firme. La expresión de su rostro era al mismo tiempo tranquila, austera y bondadosa. Y no solamente aquel rostro testimoniaba posibilidades de vida moral que se habían perdido en aquel hombre, sino que las delicadas junturas de sus manos y de sus pies cargados de cadenas, la armonía del conjunto, el vigor de los miembros, todo aquello probaba también qué bella, fuerte y hábil bestia humana había sido, bestia en su especie infinitamente más perfecta que el caballo overo cuya torcedura tanto había irritado al capitán de bomberos. Y he aquí que lo habían matado, que nadie lo echaba de menos, no ya como hombre, sino ni siquiera como bestia de carga perdida inútilmente. E1 único sentimiento provocado por esta muerte en todas aquellas gentes era de despecho por las molestias que iba a causarles. El médico, el practicante y el comisario de policía entraron en la sala. El médico, un hombre fornido, iba con chaqueta de alpaca y pantalón de la misma tela, ceñido, moldeándole las formas. El comisario era un hombrecillo gordo, de cara hinchada y roja, que él ponía más esférica aún a consécuencia de su costumhre de llenar las mejillas de aire y de vaciarlas seguidamente. El médico se sentó sobre el camastro donde estaba tendido el cadáver y, como anteriormente había hecho el practicante, palpó las manos y auscultó el corazón; luego se \evantó estirándose los pantalones. - No se podría estar más muerto. El comisario hinchó la boca de aire y la deshinchó. - ¿De qué prisión? - preguntó al soldado de escolta. El soldado le respondió y se inquietó por los hierros que ceñían los tobillos del cadáver. - Ya diré que se los quiten. Gracias a Dios tenemos herreros - comentó el comisario con su habitual movimiento de mejillas. - ¿Y por qué ha sido esto? - preguntó Nejludov al médico. Éste lo examinó por encima de sus gafas. - ¿Cómo? ¿Que por qué? ¿Tiene algo de raro morir de una insolación? Es muy sencillo: encerrados durante todo el invierno, sin movimiento, sin luz, luego conducidos de pronto con un calor semejante y en manada, y encima la insolación... - Entonces, ¿por qué los envían? - ¡Ah, eso pregánteselo usted a ellos! Pero, a propósito, ¿quién es usted? - Un transeúnte. - ¡Ah, ah, excúseme, no tengo tiempo! - dijo el médico estirándose los pantalones con malhumor y acercándose al lecho de los enfermos. - Bueno, ¿cómo va tu asunto? - preguntó al hombre pálido de la boca torcida y el cuello vendado. Durante este tiempo, el loco, sentado en su cama, había dejado de fumar y escupía en dirección al médico. Nejludov bajó al patio; luego, después de haber pasado ante los caballos de los bomberos, las gallinas y los centinelas con casco de bronce, salió, volvió a subir a su coche y le dijo al cochero, que dormitaba, que lo llevase a la estación.

XXXVIII Cuando llegó allí, todos los presos estaban ya instalados en vagones de ventanillas enrejadas. En el andén había algunas personas que acudieron para decirles adiós a parientes o a amigos, y a las cuales no se permitía acercarse a los vagones. Los encargados del convoy estaban muy preocupados. En el trayecto desde la cárcel a la estación, cinco presos habían muerto de insolación. Además de los dos que vio Nejludov, hubo otros tres. Como los dos primeros, a uno de ellos lo habían llevado al cuartelillo más próximo de policía, y otros dos cayeron en la estación misma (A principios del año 1880, en Moscú, cinco presos murieron de insolación, en un mismo día, durante el trayecto entre la prisi6n de Butyra y la estación de Nijni-Novgorod. - N. del A ). Pero lo que preocupaba a los guardianes del convoy no era en modo alguno que aquellos cinco hombres confiados a sus cuidados y que hubiesen podido vivir, hubieran muerto; se inquietaban únicamente por tener que cumplir todas las formalidades exigidas en semejante caso por los reglamentos: entregar los cadáveres en manos de las autoridades competentes, así como sus papeles y sus efectos; borrar sus nombres de la lista de deportados conducidos a Nijni-Novgorod; y todo aquello les causaba grandes molestias, más desagradables todavía bajo el sofocante calor. Era, pues, debido a aquello por lo que los guardianes estaban preocupados; así, mientras todas aquellas formalidades no se hubiesen cumplido, no querían dejar ni a Nejludov ni a los demás que se acercasen a los vagones. Nejludov, sin embargo, obtuvo la autorización para ello, dando algún dinero a uno de los suboficiales encargados del convoy, con la condición de que no se quedaría mucho tiempo, a fin de que no lo viese el jefe. El tren se componía de dieciocho vagones, todos ellos, excepto el reservado a las autoridades, completamente atestados de presos. A1 pasar ante las ventanillas de estos vagones, Nejludov oía por doquier ruidos de cadenas, querellas, discusiones esmaltadas de palabrotas; pero en ninguna parte, como él en cambio se había imaginado, hablaba nadie de los camaradas caídos durante el trayecto. Las conversaciones giraban ante todo sobre los sacos de equipaje, el agua para beber y la elección de los sitios. Habiendo lanzado una ojeada al interior de un vagón, Nejludov vio allí, en pie en el pasillo central, a dos guardianes ocupados en librar a los presos de sus esposas. Éstos tendían sus manos por turnos; uno de los guardianes, con ayuda de una llave, abría el candado que sujetaba las esposas, y el otro las recogía. Después de los vagones de los hombres, Nejludov llegó a los de las mujeres. En el segundo oyó una voz cascada que gemía con ritmo monótono: - ¡Oh, oh, padrecito; oh, oh, padrecito! Nejludov lo rebasó y, siguiendo la indicación de uno de los guardianes, se acercó a la ventanilla del tercer vagón. Apenas lo hubo hecho, sintió subir hacia él un espeso olor a sudor y oyó voces estridentes. En todos los bancos habia sentadas mujeres en capote y camisola, la cara roja y chorreando sudor; hablaban con animación. Les llamó la atención la figura de Nejludov al aparecer ante la ventanilla enrejada. Las más cercanas a la ventanilla se callaron y se acercaron. Maslova, en camisola, con la cabeza al descubierto, estaba sentada cerca de la reja opuesta. Junto a ella, la blanca y sonriente Fedosia, al reconocer a Nejludov, le dio un codazo a Maslova indicándoselo. Ésta se levantó vivamente, volvió a colocarse al pañuelo sobre los negros cabellos y, con el rostro animado, rojo y cubierto de sudor, se acercó a la ventana y agarró los grandes barrotes de hierro.

- ¡Vaya un calor! -dijo con aire muy alegre. - ¿Recibió usted los efectos? - Los recibí. Gracias. - ¿No necesita usted nada? - preguntó Nejludov, sintiendo el calor que subía, como de una estufa, del vagón sobrecalentado. - No necesito nada, gracias. - A mí me gustaría mucho beber - murmuró Fedosia. - ¡Ah, sí, beber! - repitió Maslova. - ¿Es que no tienen ustedes agua? - Sí, pero ya la hemos bebido toda. - Ahora hablaré de eso con uno de los encargados del convoy - dijo Nejludov -. Y ya no volveremos a vernos hasta llegar a Nijni. - ¿Es que va usted? - exclamó Maslova, mirando a Nejludov con ojos gozosos y como si no estuviera enterada de aquello. - Salgo en el tren siguiente. Maslova no respondió nada y, algunos segundos después, lanzó un profundo suspiro. - ¿Es verdad, barin, que han hecho morir a doce presos? - preguntó, con una gruesa voz de mujik, una vieja reclusa. Era Korableva. - No he oído decir que fueran doce; pero he visto cómo transportaban a dos - respondió Nejludov. - Dicen que ha habido doce. ¿Es que no van a hacerles nada? ¡Vaya unos demonios! - ¿Y entre las mujeres, no ha habido enfermas? - preguntó Nejludov. - Nosotras las mujeres tenemos la vida más dura - replicó, riendo, otra deportada -. Pero lo curioso es que a una se le ha ocurrido dar a luz al llegar aquí. ¿No oye usted los gritos? - añadió, señalando el vagón contiguo, de donde salían quejas. - Me preguntó usted si necesitaba algo - dijo Maslova, haciendo un esfuerzo para contener la alegría de su sonrisa -. Pues bien, ¿no habría modo de que dejasen a esa mujer aquí, ya que verdaderamente está sufriendo? Si dijese usted algo a los jefes... - Sí, lo haré. - Y luego, ¿no habría medio de que ella pudiese ver a su marido, Tarass? - añadió, señalando con los ojos a la sonriente Fedosia -. Él lo acompañará a usted, ¿verdad? - ¡Vamos, caballero, está prohibido hablar con los presos! - dijo un suboficial del convoy, uno distinto del que había dejado pasar a Nejludov. Éste se alejó. Se dedicó a buscar al jefe del convoy para intervenir en favor de la parturienta y de Tarass; pero durante mucho tiempo no pudo encontrarlo ni obtener de los soldados noticias de dónde estaba. Los soldados erraban de acá para allá; unos conducían a un preso; otros corrían a comprarse provisiones y a colocar sus sacos en los vagones; otros, por último, ofrecían sus servicios a una dama que viajaba con el oficial jefe del convoy y respondían apresuradamente a las preguntas de Nejludov. Había sonado ya el segundo toque de campana cuando Nejludov distinguió por fin al oficial. Éste se enjugaba con su corto brazo el bigote que casi le tapaba la boca y, levantados los hombros, reprendía a un sargento. - ¿Qué quiere usted? -preguntó a Nejludov. -Hay una mujer que está dando a luz en uno de los vagones, y he pensado que... - Bueno, que dé a luz. Ya después se verá - dijo el oficial, subiendo a su vagón con un resuelto balanceo de sus cortos brazos.

En el mismo instante pasó el maquinista con su silbato en la mano. El último toque de campana, y luego el silbato, se dejaron oír. En el andén, entre los parientes y los amigos que acudieron a la despedida, y en los vagones de las mujeres, se alzaron gritos y lamentos. Nejludov, con Tarass a su lado, vio arrastrarse delante de él los pesados vagones de enrejadas ventanillas tras las cuales -distinguía los cráneos rapados de los hombres. Luego apareció el primer vagón de las mujeres; después, el segundo, de donde salían los gemidos de la parturienta, y luego por fin el vagón donde se encontraba Maslova con otras presas. Ella se mantenía cerca de la ventanilla y, acongojada, miraba a Nejludov. XXXIX Nejludov tenía que esperar aún dos horas hasta la salida de su tren. A1 principio se le ocurrió la idea de emplear aquel tiempo en ir a ver a sú hermana; pero estaba tan conmovido, tan fatigado por todas las impresiones sufridas durante la mañana, que no se sentía con fuerzas para moverse. Entró en la sala de espera de primera clase, se sentó en un canapé y pronto se quedó dormido, apoyada la cabeza en la mano. Lo despertó un lacayo de frac, con una insignia en el ojal y una servilleta bajo el brazo. - ¡Caballero! ¡Caballero! ¿No será usted el príncipe Nejludov? Hay una dama que lo está buscando. Se sobresaltó, se frotó los ojos, recordó dónde estaba y rememoró las diversas escenas que había presenciado por la mañana. Volvió a ver el convoy de los deportados, los dos cadáveres, los vagones de ventanillas enrejadas, las mujeres, una de las cuales sufría, sin ningún socorro, los dolores del parto, y la otra que le sonreía, acongojada, tras los barrotes de hierro. La realidad presente era del todo distinta: una mesa cargada de botellas, de vasos, de candelabros y de platos, camareros bien vestidos afanándose alrededor de la mesa, y, al fondo del salón, ante un mostrador igualmente atestado de botellas y de fruteros, las espaldas de los viajeros que compraban provisiones. Cuando volvió completamente en sí, Nejludov notó que todas las personas presentes en la sala miraban con curiosidad algo que ocurría en la puerta. Al mirar hacia ese lado, vio a unos hombres que llevaban en una silla de manos a una dama cuya cabeza estaba cubierta por un velo ligero. El primero de los porteadores era un lacayo cuyo rostro creyó reconocer. Y reconoció igualmente al segundo porteador, el portero de librea, con gorra galoneada. Detrás de la silla de manos caminaba una elegante doncella de rizados cabellos que llevaba un maletín, cierto objeto de forma redonda en un estuche de cuero y sombrillas. Y detrás de ella avanzaba el viejo príncipe Kortchaguin, con su labios belfos, su cuello de apoplético, con gorra de viaje, el pecho bombeado y seguido a su vez por Missy, por su primo Micha y por el diplomático Osten, conocido de Nejludov, con su largo cuello, su nuez saliente y su continua alegría. Caminaba al lado de la sonriente Missy y le contaba seguramente algo gracioso. El médico, fumando con malhumor su cigarrillo, cerraba el cortejo. Los Kortchaguin abandonaban sus propiedades de los alrededores de Moscú para trasladarse a casa de la hermana de la princesa, en una finca que se encontraba en la ruta de Nijni-Novgorod. Los porteadores, la doncella y el médico pasaron al salón reservado a las damas, provocando a su paso la curiosidad y el respeto. En cuanto al viejo príncipe, se sentó en seguida a la mesa, llamó a un camarero y ordenó el menú. Missy y Osten se habían detenido igualmente y se disponían a sentarse a la mesa cuando distinguieron, a la entrada, a una persona a la que conocían y avanzaron a su encuentro. Era Natalia Ivanovna. En compañía de Agrafena Petrovna, caminaba moviendo los ojos en todas direcciones, buscando a alguien. Habiendo divisado al mismo tiempo a Missy y a Nejludov, se acercó

primero a la muchacha, a la vez que le hacía una señal con la cabeza a su hermano. Luego, después de haber besado a Missy, se volvió inmediatamente hacia él: ¡Por fin lo encuentro! Nejludov se acercó, estrechó las manos de Missy, de Micha y de Osten y se puso a charlar con ellos. Missy les contó el incendio que habían tenido en su casa de campo, lo que los obligaba a trasladarse a casa de su tía. A propósito de esto, Osten contó alegremente una anécdota de incendios. Pero, sin escucharlo, Nejludov se volvió hacia su hermana: - ¡Cuánto me alegra que hayas venido! - Hace mucho tiempo que he llegado - dijo ella -. Agrafena Petrovna y yo lo hemos estado buscando por todas partes. Señaló al ama de llaves, que, vestida con un traje sastre y tocada con un sombrero adornado de flores, saludó desde lejos, con aire afable y modesto, para no molestar a nadie. - Pues yo, es que me he quedado dormido aquí. ¡Cuánto me alegra que hayas venido! - repitió Precisamente habia empezado a escribirte una carta. - ¿De verdad? - preguntó ella con aire inquieto -. ¿Y qué me decías? Missy, viendo que se engolfaban en una conversación íntima, creyó su deber alejarse con sus caballeros. Nejludov condujo a su hermana a un rincón algo apartado y se sentaron en una banqueta tapizada de terciopelo sobre la cual estaban depositadas una manta de viaje y unas sombrereras. - Ayer, al salir de vuestra casa, tuve el pensamiento de volver para ofrecerle excusas a tu marido dijo Nejludov -. Pero no sabía cómo me recibiría. Ayer me porté mal con tu marido, y eso me tenía desazonado. - Yo lo sabía, yo estaba segura de que lo decías todo sin mala intención - respondió su hermana -. Tú sabes que... Le subieron lágrimas a los ojos y apretó la mano de Nejludov. Este comprendió inmediatamente el sentido de la frase que ella no había acabado y se sintió conmovido. Natalia quería decir que, aparte de su amor por su marido, el cariño por él, su hermano, le era igualmente importante y precioso y que cualquier antagonismo entre ellos la hacía sufrir cruelmente. - ¡Gracias, muchas gracias! ¡Ah, si supieras lo que he visto hoy! - continuó diciendo, al recordar bruscamente a los dos presos muertos -. ¡He visto cómo mataban a dos hombres! - ¿Qué dices, que los mataban? - Lisa y llanamente. Les han hecho atravesar toda la ciudad, con este calor, y dos han muerto de insolación. - ¿Es posible? ¿Cómo? ¿Ahora mismo? Sí. Hace un rato. He visto sus cadáveres. - Pero, ¿por qué los han matado? ¿Quién los ha matado? - preguntó Natalia Ivanovna. - ¿Quiénes? ¡Los que los han obligado a caminar a la fuerza, bajo este sol! - replicó Nejludov, irritado ante el pensamiento de que su hermana miraba todo aquello con los mismos ojos que su marido. - ¡Oh Dios mío! - dijo Agrafena Petrovna, que se había acercado. - Sí, no tenemos la menor idea de lo que hacen sufrir a esos desgraciados; y, sin embargo, deberíamos saberlo - prosiguió Nejludov volviendo involuntariamente los ojos hacia el viejo príncipe, sentado a la mesa ante un jarro, con la servilleta al cuello, y que, en aquel mismo momento, levantó la cabeza y vio a Nejludov. -¡Nejludov! - gritó -. ¿No quiere usted refrescarse? Es excelente para el viaje. Nejludov rehusó y se volvió de espaldas. - Bueno, ¿y qué vas a hacer? - preguntó Natalia Ivanovna. - Lo que pueda. En cualquier caso, siento que debo hacer algo. Y lo que pueda hacer, lo haré.

- Sí, sí, lo comprendo. ¿Y con ellos? - preguntó ella señalando con los ojos a los Kortchaguin -. ¿Es que todo ha acabado verdaderamente? - Todo, y creo que sin pena por parte suya ni mía. - ¡Es una lástima, una lástima muy grande! ¡Quiero tanto a Missy! En fin, no tengo nada que decir. Pero, ¿qué objeto tiene ligarte de nuevo? -preguntó ella tímidamente-. ¿Por qué te vas? - Me voy porque debo hacerlo - respondió Nejludov con un tono frío y tajante, como si quisiera cortar la conversación. Pero inmediatamente se reprochó esta frialdad para con su hermana. «¿Por qué no decirle todo lo que pienso? ¡Y que Agrafena Petrovna lo oiga! » , pensó lanzando una mirada de soslayo a la anciana ama de llaves. La presencia de ésta no hacía más que incitarlo a explicar una vez más su decisión a su hermana. - ¿Te refieres a mi proyecto de casarme con Katucha? Pues bien, mira: resolví hacerlo, pero ella se ha negado categóricamente - dijo con un temblor de la voz como cada vez que hablaba de aquello -. Ella no quiere aceptar mi sacrificio, pero, por su parte, en su situación, sacrifica mucho. Ahora bien, tampoco yo quiero aceptar ese sacrificio suyo, si continúa realizándose, bajo la impresión del momento. Y ahora me voy con ella; adonde ella vaya, iré yo. Y con todas mis fuerzas procuraré ayudarla y mejorar su suerte. Natalia Ivanovna no respondió nada. Agrafena Petrovna, moviendo la cabeza con aire de turbación, clavaba en aquélla un mirada interrogativa. En aquel momento, en la puerta del salón de las señoras reapareció el cortejo. El guapo lacayo Felipe y el portero llevaban a la princesa, quien les dio orden de pararse, hizo una señal a Nejludov para que se acercara y, con suspiros, le tendió su blanca mano cargada de sortijas, pareciendo esperar con terror un apretón demasiado vigoroso. -Épouvantable! - dijo, hablando del calor -. No puedo soportarlo. Ce climat me tue! Cuando hubo acabado de hablar de los horrores del clima ruso a invitado a Nejludov a ir a verlos en el campo, hizo señal a los porteadores para que volvieran a ponerse en marcha. - Bueno, quedamos en que vendrá sin falta, ¿verdad? - le insistió a Nejludov, volviendo hacia él su largo rostro, mientras la llevaban. Nejludov salió al andén. El cortejo de la princesa se dirigía a la derecha, hacia los coches de primera clase. Nejludov, seguido del factor que llevaba su equipaje, y de Tarass, con su saco al hombro, tomó por el contrario hacia la izquierda. - He aquí mi compañero de ruta - dijo Nejludov a su hermana, señalándole a Tarass, cuya historia ya le había contado. - ¿Cómo? ¿En tercera? - preguntó Natalia Ivanovna al ver a su hermano pararse ante un vagón de esta clase, al que subían ya el factor con las maletas y Tarass. - Sí, eso me resulta más cómodo; así estoy con Tarass - respondió él -. Escucha ahora esto continuó, después de un silencio -. No he dado a los campesinos mis tierras de Kuzminskoie, de forma que, si muero, retornarán a tus hijos. -Dmitri, basta... - dijo Natalia Ivanovna. - E incluso si se las doy, no puedo decirte sino que todo el resto pasará a manos de ellos, ya que es dudoso que me case. Por lo demás, si me casase, no tendría hijos... Así, pues... - ¡Dmitri, te lo ruego, no me hables de eso! - repitió Natalia Ivanovna. Pero Nejludov notó que lo que él acababa de decirle la había complacido. Más allá, ante un vagón de primera, un grupo de curiosos seguía mirando el departamento adonde habían subido a la princesa Kortchaguin. Pero casi todos los viajeros estaban ya instalados en sus sitios; algunos retrasados corrían, con un ruido de tacones sobre las planchas del andén; los revisores cerraban

las portezuelas, invitando a los viajeros a subir y a retirarse a los que habían ido a despedirlos. Nejlùdov entró en el vagón maloliente y achicharrado por el sol y volvió a salir en seguida a la pequeña plataforma. Natalia Ivanovna, en compañía de Agrafena Petrovna, seguía en el andén, buscando evidentemente un tema de conversación, sin conseguir encontrarlo. No podía ni siquiera decir: «Ecrivez», porque desde hacía mucho tiempo ella y su hermano se burlaban de esa frase que es proverbial de las despedidas. Su corta charla sobre la cuestión de dinero y de herencia había destruido de golpe las relaciones tiernamente fraternales que se habían establecido entre ellos. Ahora se sentían éxtraños uno a otro. Y así, en el fondo de su corazón, Natalia Ivanovna se sintió feliz cuando el tren se puso en movimiento y ella pudo decir a su hermano, con un movimiento de cabeza y el rostro afectuosamente triste: - ¡Adiós, adiós, Dmitri! En cuanto el tren desapareció, ella no pensó más que en la forma como contaría a su marido todos los detalles de su conversación con su hermano, y sus rasgos adoptaron una expresión seria. Nejludov, por su parte, aunque experimentase buenos sentimientos para con su hermana, aunque no tuviese cosa ninguna que ocultarle, se había sentido molesto ante ella y había experimentado una especie de prisa por abandonarla. Se daba cuenta de que ya no subsistía nada de aquella Natacha, antaño tan próxima; que no quedaba más que la esclava de un marido negruzco y velludo que a él le repugnaba. Había visto demasiado claramente cómo el rostro de su hermana sólo se animaba y se iluminaba cuando él le había hablado de cosas que interesaban a su marido: el arrendamiento de sus tierras a los campesinos y su sucesión. Y eso lo entristecía. XL En el gran vagón de tercera, atestado de viajeros y expuesto al sol desde por la mañana, el calor era tan insoportable, que Nejludov no entró; se quedó en la plataforma exterior. Pero allí se asfixiaba uno lo mismo, y no pudo respirar libremente más que cuando el tren llegó al aire libre de los campos. « ¡Sí, han matado! », se decía, al recordar las palabras que había pronunciado ante su hermana. Y de todas las impresiones sentidas desde por la mañana, sólo una subsistía: volvía a ver, con una precisión y una intensidad incomparables, el bello rostro del segundo muerto, sus labios sonrientes, su frente severa, su pequeña oreja finamente dibujada que aparecía bajo la parte azul del cráneo rapado. «Pero lo más espantoso - pensó - es que han matado, y nadie sabe quién ha matado. Y sin embargo han matado. Como todos los demás presos, éstos fueron conducidos a la estación en virtud de una orden de Maslennikov. Pero es evidente que éste no ha hecho más que cumplir una formalidad. Ha firmado, con su más hermosa rúbrica de imbécil, un papel con membrete, y, desde luego, no podía considerarse culpable. Todavía menos se juzgará responsable el médico de la cárcel, quien examinó a los deportados. Éste ha cumplido puntualmente su deber: ha puesto aparte a los enfermos y no podía prever ni este calor tórrido ni que se los conduciría tan tarde y en tan gran número. ¿El director? Él no ha hecho más que ejecutar órdenes consistentes en disponer la partida, tal día, de tantos forzados, tantos deportados, tantos hombres, tantas mujeres. Imposible igualmente acusar al jefe del convoy: se le ha ordenado recibir presos en tal número, en tal sitio, y entregar el mismo número en tal otro sitio. Ha dirigido su convoy hoy como de costumbre, y no podía prever apenas que hombres robustos y nada inválidos, como los dos que he visto, no resistirían a la fatiga y sucumbirían en el camino. Nadie es culpable. Y, sin embargo, a

esos hombres los han matado, los han matado estos mismos hombres que no son culpables de su muerte.» «Y eso -siguió diciéndose Nejludov- resulta de que todos estos hombres, gobernadores, directores, municipales, agentes de policía, estiman todos que hay en la vida situaciones en que la relación directa de hombre a hombre no es obligatoria; porque todos, tanto Maslennikov como el director y el jefe del convoy, si no fuesen gobernador, director, oficial, habrían reflexionado veinte veces antes de poner en marcha un convoy con semejante calor y semejante gentío; veinte veces habrían detenido el convoy en el camino; y, al ver que un preso se sentía mal, que estaba sin aliento, lo habrían hecho salir de la columna, lo habrían llevado a la sombra, le habrían dado agua, lo habrían dejado descansar; y, en caso de accidente, habrían sentido lástima de él. Pero no han hecho nada de eso y ni siquiera han permitido que lo hagan otros. Y eso, porque no ven ante ellos a hombres y las obligaciones que tienen en cuanto a los mismos como tales hombres, sino que ven únicamente su servicio, es decir, obligaciones que, según ellos, son más importantes que las obligaciones de humanidad. Todo consiste en eso - pensó Nejludov -. Cuando, aunque sea un instante solamente, aunque sea en un caso excepcional, se reconoce que un acto cualquiera es más importante que el sentimiento de humanidad, no hay crimen que no pueda cometerse con el prójimo, sin creerse responsable de ello.» Nejludov estaba tan profundamente sumido en sus reflexiones, que no se había dado cuenta de cómo había cambiado el tiempo: el sol se había enmascarado con una nube baja y dentada, y, desde el fondo del horizonte, por el Oeste, llegaba poco a poco un nubarrón gris que ya se expandía en lluvia cerrada sobre los campos y los bosques. La humedad rezumaba de la nube, que por instantes se veía surcada por un relámpago, y, al estrépito de los vagones en marcha se mezclaba, cada vez con más frecuencia, el rolar lejano del trueno. Sin parar, el nubarrón avanzaba, y grandes gotas de lluvia, empujadas por el viento, venían a manchar la plataforma del vagón y el abrigo de Nejludov. Se pasó al lado opuesto, aspirando el frescor del viento y el olor bienhechor de la tierra sedienta de agua; miró los jardines, los bosques, los amarillos campos de cebada, los campos de avena todavía verdes y las manchas negras de las plantas de patatas. Todo se había guarnecido como con una capa de laca: el verde se había hecho más verde; el amarillo, más amarillo; el negro, más negro. - ¡Más, más! -murmuraba Nejludov, contento al ver los campos y los jardines revivificados por el agua bienhechora. La lluvia, abundante, duró poco. Después de haber descargado en parte, la nube se trasladó más lejos. Y sobre el suelo húmedo no cayeron ya más que gotitas rectas y espaciadas. El sol reapareció, todo resplandeció mientras al oeste del horizonte surgió un arco iris, bajo pero brillante, roto sólo en uno de sus extremos y en el cual predominaban las tintas violeta. «¿En qué pensaba yo hace un momento? - se preguntó Nejludov cuando terminaron todos aquellos cambios de la naturaleza y el tren se adentró por un profundo talud-. ¡Ah, sí!, pensaba en el modo como ese director, ese jefe de convoy y todos esos funcionarios, en su mayor parte hombres buenos e inofensivos, se transformaban en hombres malvados.» Y Nejludov se acordó de la indiferencia con que Maslennikov había acogido su relato de lo que pasaba en la cárcel; de la severidad del director, de la dureza del jefe del convoy, quien había prohibido a uno de los presos subir a un carro, y dejado que una mujer sufriera los dolores del parto sin socorro. «Sin duda, todos estos hombres son impermeables al más elemental sentimiento de compasión, simplemente porque son funcionarios; impermeables a todo sentimiento de humanidad, como lo son a la lluvia esas tierras pizarrosas - pensaba, mirando las goteras que caían por los taludes entre los cuales se deslizaba el tren -. Y quizás es indispensable abrir estos taludes, revestirlos de un estucado; pero uno sufre al ver esta tierra privada de la lluvia que espera y que tan bien habría podido producir trigo, hierba, matorrales y árboles, tal como existen en los alrededores. Así ocurre también entre los hombres. Quizá

todos estos gobernadores, estos directores, estos agentes de policía son necesarios, aunque despojados de esa cualidad primordial del hombre que es el amor y la piedad hacia sus semejantes.» «Todo el mal - seguia pensando Nejludov - radica en que estos hombres reconocen como leyes cosas que no lo son y niegan por el contrario la ley que es eterna a inmutable y que el mismo Dios ha inscrito en nuestros corazones. Seguramente por eso me resulta tan penoso verme ante ellos. Los temo, pura y simplemente. En realidad, esos hombres son temibles. Más peligrosos que bandidos. Incluso un bandido puede sentir lástima: ¡ésos, jamás! Están amurallados contra la piedad, como esas piedras contra la vegetación, y por eso son terribles. Se habla de las hazañas horribles de Pugatchev y de Razin (Famosos jefes de cosacos, el priniero de los cuales quiso hacerse pasar por Pedro III. - N. del T.), pero aquéllos son mil veces más terribles. Si se propusiera como problema psicológico: ¿cómo podria transformarse a hombres de nuestro tiempo, que son cristianos, humanitarios o simplemente buenos, en los criminales más atroces sin que se consideren responsables?, la única solución seria ésta: habría que instituir eso que precisamente existe: gobernadores, directores de cárceles, oficiales, policías. Dicho de otra manera, hacer que esos hombres estén convencidos de que existe una obra llamada servicio al Estado, que consiste en tratar a los hombres como cosas, sin relaciones de hombre a hombre; y seguidamente, que estos funcionarios se encuentren en una situación en que la responsabilidad de las consecuencias de sus actos no pueda recaer sobre un individuo aislado. Fuera de esas condiciones, no sería posible, en nuestro tiempo, ver producirse hechos tan horribles como los que he visto hoy. Todo el mal reside en que los hombres creen en la existencia de condiciones que permiten tratar a sus semejantes sin amor. Ahora bien, esas condiciones no existen. Para con las cosas, se puede obrar sin amor: se puede, sin amor, romper la leña, cocer ladrillos, forjar hierro; pero, en las relaciones de hombre a hombre, el amor es tan indispensable como lo es, por ejemplo, la prudencia en las relaciones del hombre con las abejas. Tal es la naturaleza de las abejas: si no eres prudente con ellas, perjudicarás a las abejas y te perjudicarás a ti mismo. Así pasa con las relaciones entre los hombres. Y eso no es más que justicia, porque el amor recíproco entre los hombres es la ley fundamental de la vida humana. Sin duda, a un hombre no se le puede obligar al amor como al trabajo, pero de aquí no se deduce en modo alguno que alguien pueda obrar sin amor a los hombres, sobre todo si él mismo tiene necesidad de ellos. Si no sientes ese amor por tus semejantes, quédate quieto - decía Nejludov dirigiéndose a si mismo -. Ocúpate de tu persona, de cosas inanimadas, de no importa qué, pero no de los seres humanos. Lo mismo que no se sabría comer sin daño y con provecho más que si se experimenta el deseo de comer, no se sabría obrar sin daño y con provecho hacia los hombres si no se comienza por amarlos. Permitete solamente obrar respecto a ellos sin amarlos, como hiciste ayer con tu cuñado, y no habría límite a tu crueldad y a tu ferocidad, como he podido convencerme hoy; ni límite a tu propio sufrimiento, como lo he aprendido por todo el curso de mi vida. ¡Si, si, es desde luego eso! ¡Está bien!», se repetía Nejludov, contento al mismo tiempo por percibir un poco de fresco después del calor abrumador, y contento por la claridad mayor que se hacía en él respecto al problema que lo preocupaba desde hacía tanto tiempo. XLI El vagón donde se encontraba Nejludov estaba medio lleno de viajeros. Había allí criados, artesanos, obreros de fábrica, carniceros, judíos, empleados, mujeres del pueblo; había también un soldado, dos señoras: una joven, otra de edad, con brazaletes en su desnuda muñeca; y un hombre de aspecto severo con una escarapela en su negra gorra.

Después de haberse agitado mucho para instalarse a la partida, toda aquella población permanecía ahora apaciblemente sentada. Unos mascaban pepitas de girasol, otros fumaban, y conversaciones animadas se trataban entre vecinos. Tarass, con aire feliz, estaba sentado a la derecha del pasillo central, guardando un sitio para Nejludov, y hablaba largo y tendido con un hombre musculoso, vestido con un amplio caftán de tela, que estaba sentado frente a él; era un jardinero que se dirigía a su nuevo destino, como se enteró luego Nejludov. Antes de llegar junto a Tarass, Nejludov se detuvo en el pasillo ante un venerable anciano de barba blanca con caftán de mahón, que estaba charlando con una joven vestida de campesina. Al lado de ésta había sentada una niña de siete años, sus piernecitas lejos del suelo de madera; vestida con un trajecito nuevo, tenía una delgada trenza de cabellos casi blancos y no dejaba de mascar semillas de girasol. Volviendo la cabeza hacia Nejludov, el anciano levantó los faldones de su caftán, que se extendían sobre la brillante banqueta donde estaba sentado, y dijo con afabilidad: - Siéntese, se lo ruego. Nejludov le dio las gracias y se sentó al lado de él. Después de haberse callado un instante, la campesina continuó el relato que acababa de interrumpir. Contaba la manera como la había recibido en la ciudad su marido, de cuya casa volvía ella. - Fui a verlo durante la semana de carnaval y he aquí que Dios me ha permitido regresar - decía ella -. Por Navidad, si Dios vuelve a permitirlo, nos veremos de nuevo. - Eso está muy bien - aprobó el anciano volviéndose hacia Nejludov-. Hay que ir a verlo, porque, sin eso, un hombre joven se estropea pronto en la ciudad. - No, padrecito, mi marido no es de ésos. No es él quien hará nunca tonterías: es como una muchachita. Todo su dinero, hasta el último copec, lo envía a casa. ¡Y que alegría ha mostrado al ver a su hija; una alegría imposible de explicar! - decía la mujer con una sonrisa encantadora. La niña, que escuchaba sin dejar de mascar las pepitas de girasol, levantó sus ojos tranquilos a inteligentes, como para confirmar las palabras de su madre. - Si es prudente, mucho mejor aún - continuó el anciano -. ¿Y eso no le gusta? - añadió, señalando con los ojos a una pareja, marido y mujer, seguramente obreros de fábrica, sentados al otro lado del pasillo. El marido, la cabeza echada hacia atrás, se había llevado a los labios una botella de aguardiente y bebía a grandes sorbos, mientras su mujer le veía hacer, sujetando la bolsa de donde había sacado la botella. - No, el mío no bebe nunca - respondió la campesina, complacida por la nueva ocasión que se le ofrecía de alabar las cualidades de su marido -. No hay muchos hombres como él, padrecito; la tierra no produce muchos. Ésa es la verdad - dijo aún, dirigiéndose a Nejludov. - Muchísimo mejor - comentó el anciano, mirando al obrero que bebía. Éste había pasado la botella a su mujer, quien, después de una risa y de menear la cabeza, se la había llevado a su vez a los labios. Al ver las miradas de Nejludov y del viejo clavadas en él, el obrero se volvió hacia ellos. - ¿Qué, barin? ¿Nos miran porque bebemos? Cuando trabajamos, nadie se fija, pero cuando bebemos, todo el mundo lo ve. He trabajado lo mío; ahora bebo y obsequio a mi mujer. Eso es todo. - Sí, sí - murmuró Nejludov, no sabiendo qué responder. - ¿No es verdad, barin? Mi mujer es todo un carácter. Estoy contento con ella; así puede tener cuidado conmigo. ¿No es verdad lo que digo, Mavra? - Vamos, coge la botella, no quiero más - replicó la mujer, devolviéndole la botella -. Y deja de decir tonterías. - ¿Ven ustedes cómo es? - dijo el obrero -. Es buena, es buena. Pero, cuando de pronto se pone a reñir, rechina como una carreta a la que no le han engrasado las ruedas. ¿No es verdad lo que digo, Mavra?

Mavra, animada, hizo un ademán con el brazo y se echó a reír. - ¡Ea, ya está disparado! - Para que vean ustedes cómo es. Buena, buena. Pero, como los caballos, si por casualidad le pica la grupa, le hace a uno la cosa menos pensada. Es verdad lo que digo. Perdóneme usted, barin. He bebido un poco más de la cuenta, ¿qué quiere usted que yo haga? - dijo el obrero, quien se tendió para dormir, poniendo la cabeza sobre las rodillas de su risueña mujer, Nejludov permaneció todavía algún tiempo cerca del anciano, quien le contó su historia. Su profesión era la de arreglar estufas. Trabajaba en eso desde hacía cincuenta y tres años; había reparado una cantidad innumerable de estufas y ahora habría querido tomarse un pequeño descanso, pero nunca tenía tiempo. Había dejado a sus hijos en la obra, en la ciudad, y él se iba al pueblo para volver a ver a sus parientes. Cuando hubo acabado su relato, Nejludov se levantó y se dirigió hacia el sitio que le había reservado Tarass. -Bueno, barin, siéntese usted. Vamos, retiraremos de aquí este saco - dijo el jardinero con una mirada bondadosa. - Un poco apretados, pero como amigos - comentó Tarass con su voz cantarina; levantó su enorme saco como si fuese una pluma y lo colocó cerca de la ventanilla-. Sitio no falta, a incluso si faltase podría uno ir a acostarse debajo del banco; vamos a nuestras anchas - dijo irradiando felicidad todo él. A Tarass le gustaba decir de sí mismo que, cuando no había bebido, no sabía hablar; pero que cuando había bebido un vaso encontraba en seguida buenas palabras y podía decirlo todo. Y, en efecto, Tarass era más bien silencioso por lo general; pero en cuanto bebía (cosa que le ocurría en casos excepcionales) se .mostraba agradablemente locuaz. Hablaba entonces con facilidad y con encanto, con sencillez y franqueza, y sobre todo con una dulzura que brillaba en sus bondadosos ojos azules y en sus risueños labios. En aquel estado se encontraba aquel día. La llegada de Nejludov había interrumpido al principio su discurso; pero en cuanto hubo colocado bien su saco y volvió a sentarse en su sitio, con sus robustas manos de obrero sobre las rodillas, siguió contándole al jardinero todos los detalles de la historia de su mujer y por qué la habían condenado y por qué él la seguía a Siberia. Nejludov no conocía los detalles de aquella historia y por eso se preparaba a escucharla con interés. Tarass había llegado ya a las circunstancias del envenenamiento, cuando la familia había descubierto que la autora era Fedosia. - Estoy contando mi desgracia - dijo Tarass a Nejludov, con tono amistoso-. He conocido aquí a este buen hombre; entonces nos hemos puesto a charlar y yo he empezado a contar. - Me parece muy bien - dijo Nejludov. - Así, pues, hermano, de esta manera se descubrió todo. Mi madre cogió aquel panecillo y dijo: «Voy a casa del comisario.» Pero mi padre es un viejo ordenado. «¡Espera, vieja! - dijo -. No es una mujer, es todavía una niña. Ni siquiera ha sabido lo que hacía. Hay que tener lástima de ella. Quizá se arrepienta.» Pero mi madre no quiso oír hablar de eso. Dijo: «Mientras la tengamos aquí, nos envenenará a todos como a cucarachas.» Y entonces fue a casa del comisario. El comisario vino a nuestra casa y llamó a testigos. - ¿Y tú, qué hacías? - Yo, hermano, retorcerme por el suelo con cólicos y vómitos. Todo el vientre lo tenía revuelto y me era imposible decir una palabra. Y mi padre enganchó la carreta. para llevar a Fedosia al cuartelillo y de allí al juez de instrucción. Y ella, hermano, en seguida lo confesó todo. Dijo dónde se había procurado el veneno y cómo había preparado el panecillo. «¿Por qué has hecho eso?», le preguntaron. Y a ella se le ocurre decir que porque yo le inspiraba horror. «¡Prefiero ir a Siberia que vivir con él! » Quería decir conmigo - añadi6 Tarass sonriendo.

Luego continuó: - Por fin, ella se acusa de todo. Entonces, en seguida: a la cárcel. Mi padre volvió. Pero he aquí que llega el tiempo de la cosecha. Y la única mujer que tenemos es mi madre y además debilitada ya. Pensamos si no podrían ponerla en libertad con garantía de fiadores. Mi padre se pone en busca de un jefe, luego de otro; llegó a ver a cinco seguidos. Iba ya a renunciar a sus gestiones cuando conoció a un hombrecillo, listo como una ardilla. «Dame cinco rublos - le dice -, y yo te arreglaré el asunto.» Se pusieron de acuerdo en tres rublos. Pues bien, hermano, para conseguirlos empeñé las propias ropas de mi mujer. Y cuando hubo escrito aquel papel - dijo Tarass, como si hablase de la detonación de un fusil -, todo se arregló. Yo ya empezaba a estar mejor y fui en persona a recogerla a la ciudad. »Así, hermano, llego a la ciudad, dejo el caballo en el albergue, agarro el papel y voy a la cárcel. "¿Qué quieres tú? ", y yo digo: "Mi parienta está aquí encerrada con ustedes." “ ¿Tienes tú un papel?", me dicen. Doy el papel. Lo miran. "Espera", me dicen. Me siento en un banco. Luego he aquí que llega un superior: "¿Eres tú el que te llamas Varbuchov?", me dice. "El mismo." "Bueno, hazte cargo", dice él. Se abre una puerta: la traen con sus ropas de ella, como es debido. «Bueno, en marcha", le digo. " ¿Has venido a pie? " "No, tengo mi caballo: Volvemos al albergue, pago lo que debo por la estancia del caballo, lo ensillo, pongo debajo de la silla el heno que queda. Ella se sienta, se envuelve en su chal y ya estamos en marcha. Se calla y yo me callo. Pero al acercarnos a casa ella me dice: "¿Y tu madre, todavía vive?" "Todavía vive", le respondo. "¿Y tu padre, todavía vive?" "Todavía vive." Entonces ella me dice: "Tarass, perdóname mi tontería. Ni yo misma supe lo que estaba haciendo." Y yo le respondo: "No hay que hablar de eso; hace ya mucho tiempo que te perdoné." Y luego, ya no ha dicho nada. Al llegar a casa, hela aquí que se echa a los pies de la madre. " ¡Dios te perdone! ", le dice mi madre. Mi padre le dice: "Lo pasado, pasado está. Ahora vive para lo mejor. No es el momento de hablar de eso. Hay mucho trabajo en el campo. Dios nos ha dado tanta cebada, que no se puede recogerla ni siquiera con el rastrillo, tan enredada está. Hay que cosechar. Mañana irás con Tarass." Y desde aquel momento, hermano, se puso al trabajo. Y no puede creerse cómo trabajaba. Teníamos entonces tres deciatinas de tierra en arriendo. Y, gracias a Dios, la cebada y la avena habían salido en abundancia. Mientras yo siego, ella hace las gavillas. Por mi parte, yo soy hábil en el trabajo; ella se ha hecho más hábil aún, en cualquier trabajo. Una mujer de fuerza y joven y fresca. Tan celosa del trabajo se hizo, que me veía obligado a retenerla. Volvíamos a casa con los dedos hinchados y los brazos entumecidos; yo pienso en descansar, pero ella, antes de la sopa, hela aquí que corre al huerto y se pone a hacer vencejos para el día siguiente. ¡Qué cambio! - ¿Y para ti, se ha hecho más cariñosa? - preguntó el jardinero. - ¡No me hables de eso! Se pegó tanto a mí, que los dos no éramos más que una sola alma. No tengo más que pensar y ella lo comprende. Mi madre, que sin embargo no es contentadiza, dice también: «A nuestra Fedosia nos la han cambiado: ya no es la misma mujer.» Un día, al ir los dos a recoger gavillas, le pregunto: «Dime, Fedosia, ¿cómo pudo ocurrírsete una cosa semejante?» Y he aquí que ella me dice: «Yo no quería vivir contigo. Yo me decía: preferible morir.» « ¿Y ahora?» «Ahora - me dice ella -, tú estás en mi corazón.» Tarass se detuvo y meneó la cabeza con una sonrisa gozosa y asombrada. -Y luego - prosiguió -, he aquí que un día, al volver del campo, yo traía un carro de cáñamo para enriarlo, llego a casa... - Y Tarass se detuvo -. ¿Qué veo? ¡Una citación! Era para el juicio. - Desde luego, no puede haber sido obra más que del Maligno - dijo el jardinero -. ¿Es que una persona puede pensar por sí misma en perder un alma? Es como en nuestro pueblo, donde había un muchacho... Cuando empezaba la historia, el tren redujo la marcha. - Creo que es una estación - dijo el jardinero -. Voy a tomar algo fresco.

Así se interrumpió la conversación, y Nejludov bajó del vagón a las mojadas planchas del andén. XLII Antes de bajar del vagón, Nejludov había visto, en el patio de la estación, varios coches de lujo tirados por tres o cuatro caballos bien nutridos que hacían tintinear sus cascabeles; y cuando puso los pies en el andén vio un grupo ante un vagón de primera clase. En el centro del grupo descollaba una dama alta y corpulenta vestida elegantemente y con un sombrero adornado de costosas plumas; estaba acompañada por un joven larguirucho de delgadas piernas, en traje de ciclista, y de un perro alto y gordo que tenía un magnífico collar. Lacayos, con impermeables y paraguas, y cocheros se apretaban en torno de ellos. Todo aquel grupo, desde la dama alta hasta el cochero, que se levantaba los faldones de su largo caftán, expresaba la tranquila satisfacción y la abundancia. Alrededor no había tardado en congregarse un círculo de curiosos, servilmente atraídos por el espectáculo de la riqueza. Estaba allí el jefe de estación, con gorra roja, un guardia, una muchacha delgada, con vestido de campesina, que, en verano, asistía a la llegada de todos los trenes, un telegrafista y viajeros de uno y otro sexo. En el joven con traje de ciclista, Nejludov reconoció al estudiante Kortchaguin. La dama alta era la hermana de la princesa, en cuya casa los Kortchaguin iban a pasar el verano. El revisor jefe del tren, todo galoneado y con botas relucientes, abrió la portezuela del vagón y, con mil muestras de deferencia, la tuvo abierta hasta que el lacayo Felipe y un mozo de la estación, con delantal blanco, hicieron descender con precaución a la princesa de largo rostro en su silla plegable. Las dos hermanas se besaron y cambiaron en francés varias frases referentes a si la princesa prefería montar en la calesa o en el cupé. Y las dos damas se pusieron en marcha, seguidas por la doncella rizada, cargada de sombrillas, de chales y de sombrereras. Queriendo evitar encontrarse de nuevo con los Kortchaguin, Nejludov se detuvo a cierta distancia de la salida de la estación, aguardando a que el cortejo hubiera pasado. La princesa, su hijo, Missy, el médico y la doncella tomaron la delantera, mientras el príncipe se detenía con su cuñada. Nejludov, aun permaneciendo apartado, pudo oírles cambiar algunos fragmentos de frases francesas. Una de ellas, pronunciada por el principe, se fijó, como pasa a veces no se sabe por qué, en el recuerdo de Nejludov, conservando incluso la entonación y el timbre mismo de la voz que la había emitido: «Oh! il est du vrai grand monde, du vrai grand monde!», decía el príncipe con su voz sonora y llena de suficiencia, en el momento en que franqueba con su cuñada la puerta de salida, saludada por una doble fila de revisores y factores. En el mismo instante apareció, por la esquina del edificio de la estación, un grupo de obreros con alpargatas y botas de fieltro, con sacos a la espalda. Con paso resuelto y silencioso, avanzaron hacia el primer vagón que encontraron ante ellos, disponiéndose a penetrar en él; pero inmediatamente fueron expulsados por un revisor. Continuaron su apresurada marcha, pisándose los talones para acercarse al vagón siguiente. Ya comenzaban a subir, tropezando sus sacos contra la jamba de la portezuela, cuando, desde el umbral de la estación, otro revisor les dio la orden de bajar. Con un mismo paso silencioso, fueron a un tercer vagón, aquel donde se encontraba Nejludov. De nuevo el revisor los detuvo, y de nuevo se disponían a marcharse cuando Nejludov les dijo que había sitio y que podían subir. Subieron, pues, y Nejludov entró en pos de ellos. Iban a tomar asiento en el vagón cuando el señor de la escarapela y las dos damas, considerando sin duda su intrusión como una afrenta personal, se opusieron enérgicamente a su admisión y les dieron la orden de marcharse cuanto antes. Inmediatamente, los obreros (eran una veintena: viejos, jovencitos, de

rostros fatigados, curtidos, resecos), dando tropezones a cada paso con sus sacos, iban a dirigirse al vagón siguiente como si se sintieran cogidos en falta y estuvieran dispuestos a ir así hasta el fin del mundo y a sentarse donde les ordenaran, aunque fuese sobre clavos. - ¿Adónde corréis, demonios? ¡Colocaos aquí! -les gritó el revisor, avanzando hacïa ellos. -Voilà encore des nouvelles! -dijo en francés la señora joven, muy convencida de que ese francés elegante atraería sobre ella la atención de Nejludov. En cuanto a la dama de los brazaletes, se limitaba a oler un frasco de sales, a fruncir las cejas y a hacer ver el desagrado que experimentaba viajando con mujiks que olían mal. Sin embargo, con el alivio y la alegría de hombres que acaban de escapar sanos y salvos de un peligro terrible, los obreros se habían detenido y empezaban a distribuirse, soltando con un movimiento de hombros sus pesados sacos, que colocaban luego bajo los bancos. El jardinero, que había ido allí para hablar con Tarass, volvió a ocupar su sitio, de forma que en el compartimiento, tanto al lado como enfrente de Tarass, había tres sitios libres. Así, tres de los obreros los ocuparon; pero cuando Nejludov se acercó a ellos, la vista de su traje de barin los turbó tanto, que instintivamente los tres se levantaron para buscar sitio en otra parte. Nejludov les rogó que se quedasen; por su parte, se apoyó en el brazo de la banqueta. Uno de los tres obreros, de unos cincuenta años de edad, cambió con un camarada más joven una mirada de sorpresa e incluso de temor. En realidad, en lugar de lanzarles invectivas y expulsarlos, como convenía a un barin, Nejludov, al cederles su propio asiento, los asombraba y los turbaba. Hasta tenían miedo de que fuese a resultar de eso algo malo para ellos. Pero cuando se dieron cuenta de que no había allí ninguna astucia ni ningún peligro, y que Nejludov hablaba familiarmente con Tarass, se tranquilizaron. Dijeron al muchachillo más joven que se sentase en el saco, cerca de la ventana, y rogaron a Nejludov que volviese a ocupar su asiento. Al principio, el viejo obrero sentado frente a él pareció estar muy turbado y recogió todo lo que pudo los pies bajo la banqueta para no rozar al barin; pero pronto fue cobrando ánimos y se puso a hablarles a Nejludov y a Tarass con tanta familiaridad, que, para recalcar el alcance de sus palabras, más de una vez dio con la mano en la rodilla de Nejludov. Le contó a éste todo lo que hacía: sus trabajos en las turberas, de donde volvía con sus compañeros después de diez semanas de laboreo. Cada uno traía una suma de diez rublos, porque una parte de su ganancia se la habían anticipado al entrar. El trabajo del que hablaba se efectuaba con agua hasta las rodillas y duraba desde el alba hasta la noche, con un descanso de dos horas para la comida del mediodía. - Para los que no están acostumbrados, es duro hacerse a eso - decía -, pero, una vez acostumbrados, la cosa se soporta. Únicamente, si la comida fuera buena... En los primeros tiempos, no había modo de tragar nada. Pero un día los obreros se plantaron y la comida se ha hecho mejor, y el trabajo resulta más fácil. Contó también que trabajaba así, día tras día, desde hacía más de veintiocho años y que siempre había entregado en su casa el dinero que ganaba: primero a su padre y luego a su hermano mayor; ahora se lo daba a un sobrino que dirigía los trabajos de la casa. En cuanto a él, de los cincuenta o sesenta rublos que ganaba por año, se reservaba dos o tres para sus placeres menudos: comprar tabaco y cerillas. - Y después, a veces uno peca: hay ocasiones, cuando sobra un poco de dinero, en que se bebe un vasito de aguardiente - añadió con una sonrisa contrita. Dijo también que las mujeres de los obreros se ocupan, en lugar de ellos, con los trabajos del campo; y cómo, aquel día, antes de despedirlos, el patrón les había pagado para todos ellos medio cubo de aguardiente; dijo también que uno de sus compañeros había muerto y que llevaban otro muy enfermo.

Este último estaba sentado en un rincón del mismo vagón. Era un muchacho muy joven, flaco y pálido, con labios azulados. Seguramente había contraído el paludismo trabajando en el agua. Nejludov se acercó a él, pero fue acogido por una mirada a la vez tan severa y tan llena de sufrimiento, que no tuvo valor para fatigarlo con sus preguntas; recomendó simplemente al viejo que le comprara un poco de quinina, cuyo nombre le escribió en un papel, ofreciendo igualmente dinero, pero el viejo obrero rehusó, diciendo que él mismo pagaría. - Bueno, yo he viajado mucho. No he visto nunca a un señor como éste. No sólo no trata de echar a uno, sino que incluso le cede su sitio. Y es que hay señores de todas clases - dijo, dirigiéndose a Tarass. «¡Sí, un nuevo mundo, completamente nuevo, completamente distinto!», pensó Nejludov observando los miembros musculosos y secos de los obreros, sus rostros curtidos, afables y fatigados; sus groseros trajes confeccionados por sus mujeres. Y se sentía rodeado de hombres nuevos que tenían respetables inquietudes, que tenían las alegrías y los sufrimientos de una vida humana verdadera y laboriosa. «¡Helo aquí, le vrai grand monde! », se dijo Nejludov, recordando la frase del príncipe Kortchaguin. Y volvió a ver aquel mundo ocioso y opulento de los Kortchaguin, con sus intereses bajos y mezquinos. Y experimentó la alegría de un viajero que descubre una tierra nueva, un mundo desconocido y magnífico.

TERCERA PARTE I El convoy de forzados del que formaba parte Maslova había recorrido ya cerca de cinco mil verstas. Hasta Perm, Maslova viajó, tanto en ferrocarril como en barco, con los condenados de derecho común; solamente a su llegada a esta ciudad Nejludov consiguió que la incorporaran al grupo de los condenados políticos, siguiendo el consejo de Bogodujovskaia, quien se encontraba entre estos últimos. Hasta Perm, el trayecto fue muy penoso para Maslova, tanto moral como físicamente. Físicamente: la suciedad y los repugnantes insectos, que no le dejaban ningún respiro; moralmente: hombres no menos repugnantes que los insectos, y aunque diferentes después de cada etapa, todos lo mismo de desvergonzados, todos tan pegajosos y sin concederle un momento de tranquilidad. La costumbre del desenfreno más cínico se había hecho tan general entre las presas, los presos, los carceleros y los soldados de la escolta, que toda mujer joven debía constantemente mantenerse en guardia si le repugnaba aprovecharse de su cualidad de mujer. Y este estado constante de temor y de lucha pesaba en Maslova, sobre todo en razón del atractivo que ejercía su encanto exterior y su pasado conocido por todos. La oposición firme y resuelta que los hombres encontraban en ella les parecía como una ofensa personal y los tornaba más hostiles aún. Sus miserias estaban sin embargo aliviadas un poco gracias a la amistad de Fedosia y de Tarass; este último, al enterarse de las molestias a que estaba sometida igualmente su mujer, había pedido acompañarla en calidad de preso, a fin de poder protegerla, y, desde Nijni-Novgorod, viajaba con los condenados. El traslado de Maslova a la sección polltica había mejorado su situación en todos los aspectos. Además de que los «políticos» estaban mejor alojados, mejor nutridos y sufrían un trato menos rudo, la situación de Maslova se había hecho mejor también en el sentido de que se encontraba al abrigo de los atrevimientos de los hombres y evitaba así verse obligada a cada instante a sufrir el recuerdo de un pasado que tanto deseaba olvidar. Pero la principal ventaja de este traslado consistía para ella en el

hecho de haber entablado conocimiento con algunas personas llamadas a ejercer en su ánimo una feliz y decisiva influencia. Autorizada a alojarse, durante los altos, con los condenados políticos, debía sin embargo, en su calidad de mujer en buen estado de salud, seguir a los condenados criminales; había caminado así desde Tomsk, en compañía de dos condenados políticos: María Pav1ovna Stchetinina, la hermosa joven de ojos de oveja, y un cierto Simonson, deportado de Yakuskt, aquel mismo hombre moreno, de abundantes cabellos y ojos hundidos, cuyo aspecto ya había impresionado a Nejludov en ocasión de su entrevista con Bogodujovskaia. Maria Pavlovna iba a pie porque había cedido su puesto, en la carreta de los políticos, a una condenada criminal encinta. Simonson, por su parte, porque cónsideraba injusto gozar de un privilegio de casta. Estos tres condenados se ponían en marcha por la mañana, temprano, con los criminales, mientras los políticos partían más tarde, en los coches. Las cosas habían transcurrido así hasta la última etapa, ante la gran ciudad, donde un nuevo jefe de escolta debía tomar el mando del convoy. Era por la mañana temprano, en el mes de septiembre; la nieve alternaba con la lluvia y las borrascas de viento helado. Todos los condenados del convoy, cuatrocientos hombres y cerca de cincuenta mujeres, se encontraban en el patio de la cárcel de tránsito; un cierto número rodeaba al suboficial de la escolta que distribuía a los presos, delegados por sus camaradas, el dinero destinado a la compra de provisiones, para cuarenta y ocho horas, a las vendedoras autorizadas a penetrar en el patio de la cárcel. Se oían las voces de los que contaban el dinero y regateaban en las compras, y los gritos de las vendedoras. Katucha y Maria Pavlovna, las dos con botas y con pellizas de piel de carnero, envuelta la cabeza en sendos pañuelos, salioron igualmente al patio y se dirigieron hacia las vendedoras, que se abrigaban contra el viento a lo largo de la pared y procuraban atraer a los clientes; vendían pastas, pescado, sopa, hígado, carne, huevos, leche; una ofrecía incluso lechón asado. Simonson, con chaquetilla y polainas de caucho, estas últimas atadas con cuerdas sobre medias de lana (era vegetariano y no empleaba pieles de animales), aguardaba igualmente en el patio la puesta en marcha del convoy. En pie cerca de la escalinata, anotaba en su carnet un pensamiento que acababa de germinar en su espíritu: «Si una bacteria - escribía - pudiera observar y examinar la uña del hombre, llegaría a la conclusión de que el objeto estudiado pertenece al mundo inorgánico. Lo mismo nosotros hemos llegado a esta conclusión, a propósito de nuestro planeta, examinando su corteza. ¡Es falso! » En el momento en que Maslova, quien habia comprado huevos, una ristra de rosquillas, pescado y pan fresco, colocaba sus provisiones en un saco mientras María Pavlovna pagaba a las vendedoras, se produjo un movimiento entre los presos. Todos se callaron y se alinearon. El jefe del convoy salió y dio las últimas instrucciones. Todo transcurría como de ordinario: pasaban lista, se comprobaba la solidez de las cadenas y se emparejaba a los que debían caminar con esposas. Pero de pronto se elevaron la voz autoritaria y gruñona del oficial y el ruido producido por golpes sobre un cuerpo humano y llantos infantiles. Y después de un instante de completo silencio, un murmullo indignado que recorrió toda la muchedumbre. II

Maria Pavlovna y Katucha se acercaron al sitio de donnde procedía el ruido; vieron al oficial, un hombre fornido, de grandes bigotes rubios, que fruncía las cejas y frotaba la palma de la mano izquierda contra la mano derecha, que le escocía a causa de la violencia de la bofetada que acababa de propinar a un preso, y no dejaba de proferir juramentos groseros y obscenos. Delante de él, enjugándose con una mano el rostro ensangrentado, mientras sostenía con la otra a una niñita envuelta en un chal, y que lanzaba gritos agudos, se erguía, vestido con un corto capote carcelario y unos pantalones más mezquinos aún, un preso larguirucho y flaco con la cabeza semirrapada. - ¡Yo te enseñaré... (una palabrota obscena), yo te ensefiaré a hacer comentarios...! (otra palabrota). ¡Dásela a las mujeres! - gritaba el oficial -. ¡Vamos, ponédselas en seguida! El oficial exigía que se pusiera las esposas a aquel condenado a la deportación por el consejo rural. Desde la muerte de su mujer, en Tomsk, era él quien, durante todo el trayecto, había llevado a su hijita. La razón que había invocado de no poder hacerlo con las esposas puestas había irritado al oficial, de mal humor en aquel momento, y éste había golpeado hasta hacerle sangre al preso que no había obedecido inmediatamente (Este hecho lo cita Linev en su libro: Por etapas. N. del A.). Frente al preso golpeado se mantenía un soldado de la escolta; otro condenado, de gran barba negra, metida una mano en las esposas, lanzaba de soslayo miradas hacia su camarada, el padre de la niñita. Habiendo repetido el oficial la orden de llevarse a la niña, murmullos más violentos se elevaron entre la multitud de presos que asistían a aquella escena. - Desde Tomsk venía andando sin esposas - dijo una voz ronca en una de las últimas filas de la columna. - Es una criatura lo que lleva, no es un perro. ¿Dónde va a poner a la niña? - ¡Es contra el reglamento! -protestó otro. - ¿Quién ha dicho eso? - gritó el oficial, como si le hubieran dado un mordisco, lanzándose sobre la multitud -. ¡Ya te enseñaré yo el reglamento! ¿Quién ha hablado? ¿Tú? ¿Tú? - Todo el mundo lo dice, porque... - dijo un preso fornido, de anchos hombros. No pudo acabar; con los dos puños, el oficial se puso a golpearlo en la cara. - ¿Una revuelta entonces? ¡Yo os enseñaré lo que es una revuelta! ¡Os haré fusilar como a perros! ¡Y las autoridades me lo agradecerán! ¡Llévate la niña! Un silencio planeó sobre la multitud. La niña, que lloraba desesperadamente, fue arrancada por un soldado de los brazos de su padre, mientras otro ponía las esposas al preso, quien tendía ahora sus brazos con sumisión. - ¡Llévasela a las mujeres! -vociferó el oficial al soldado, volviéndose a colocar bien su tahalí. La niña, sujetas las manos en su chal, procuraba sacarlas y, con el rostro congestionado, no dejaba de lanzar gritos desgarradores. Maria Pavlovna se apartó de la multitud y se acercó al soldado que sujetaba a la niña. - Señor oficial, permítame que la recoja yo. El soldado se detuvo. - ¿Quién eres tú? - preguntó el oficial. - Una condenada política. El bonito rostro de María Pavlovna, con sus bellos ojos redondos (él ya se había fijado en ella en el momento de hacerse cargo de la dirección del convoy), impresionó visiblemente al oficial. Examinó en silencio a la joven, como si estuviera pesando el pro y el contra. - A mí me da igual. Recójala si quiere - dijo por fin -. A ustedes les es muy fácil tenerles lástima; pero, ¿quién sería el responsable si se escaparan? - ¿Cómo iba a poder escaparse con su hija? - preguntó María Pavlovna. - ¡No tengo tiempo de discutir con usted! ¡Llévesela, si se empeña!

- ¿Ordena usted que se la dé? - preguntó el soldado. - ¡Dásela! - ¡Ven conmigo! - dijo María Pavlovna con voz acariciadora. Pero, en brazos del soldado, la niña seguía gritando, se inclinaba hacia su padre y se negaba a ir hacia la joven. - Espere un momento, María Pavlovna; quizá se venga conmigo - dijo Maslova, sacando una rosquilla de su saco. En efecto, el rostro ya conocido de Maslova y el señuelo de la rosquilla decidieron a la niña. Todos se habían callado. Se abrió la puerta cochera; el convoy salió a la calle y se alineó; los soldados de la escolta contaron de nuevo a los presos, ataron los sacos y los colocaron en las carretas; luego hicieron sentarse allí a los débiles. Maslova, con la niña en brazos, fue a colocarse entre las mujeres, al lado de Fedosia. Con paso firme y resuelto, Simonson, que había asistido a toda la escena, se acercó al oficial; éste había dado todas sus órdenes y subía ya a su tarentass. - Ha obrado usted mal, señor oficial - le dijo Simonson. - ¡Vuelva a su sitio! ¡Esto no es de su incumbencia! - Es de mi incumbencia decirle, y se lo digo, que ha obrado usted mal - insistió Simonson, mirando fijamente al oficial con sus ojos sombreados de espesas cejas. - ¿Está todo listo? ¡En marcha el convoy! - gritó el oficial sin prestar ya atención a Simonson. Y, apoyándose en el hombro del soldado-cochero, subió al tarentass. El convoy se puso en movimiento, desenrollándose en larga columna sobre la fangosa carretera, bordeada a ambos lados por estrechas zanjas y abierta en pleno bosque. III Después de la existencia lujosa, confortable y fácil de aquellos seis últimos años, y los dos meses pasados en la cárcel con las presas comunes, su vida actual con los «políticos», aunque en condiciones penosas, le parecía a Katucha muy superior. Las etapas de veinte a treinta verstas, a pie, con un descanso durante el día, después de dos jornadas de marcha y una alimentación substanciosa, la fortificaban físicamente; por otra parte, el trato con nuevos camaradas le abría sobre la vida horizontes insopechados. No sólo ella no conocía, sino que ni siquiera había podido imaginar que pudiesen existir personas tan excelentes, siguiendo su propia expresión, como aquellas con las que caminaba. «Lloraba por haber sido condenada - se decía -, pero toda mi vida tendré que darle gracias a Dios por haberme permitido conocer lo que siempre habría ignorado.» Sin esfuerzo había comprendido los motivos que impulsaban a aquellos hombres, y, como mujer del pueblo, simpatizaba completamente con ellos. Había comprendido que ellos estaban a favor del pueblo contra los dirigentes; que ellos mismos eran privilegiados, y no por eso dejaban de sacrificar a favor de sus ideas, sus privilegios, su libertad, incluso su vida: eso la maravillaba y la entusiasmaba. Estaba encantada con sus nuevos compañeros, pero por encima de todos admiraba a María Pavlovna y la quería con un afecto particular, a la vez respetuoso y apasionado. La impresionaba el hecho de que aquella hermosa muchacha, muy instruida, que hablaba tres lenguas, de una familia rica y de alta situación, conservase la sencillez de modales de una obrera, diese a los demás todo lo que enviaba su acaudalado hermano, llevase vestidos no solamente simples, sino pobres, y no se preocupase en absoluto de su aspecto. Esta ausencia completa de coquetería femenina asombraba y, en consecuencia, seducía más que nada a Maslova. Y se daba cuenta muy bien de que María Pavlovna sabía, a incluso le resultaba

agradable saber, que era bella, y sin embargo, lejos de alegrarla la impresión que causaba en los hombres, la temía, experimentaba incluso repulsión y miedo de provocar declaraciones amorosas. Sus compañeros, conociendo sus sentimientos, aunque atraídos hacia ella, no se permitían mostrárselos y la trataban en plan de camarada; por el contrario, los demás hombres la molestaban con frecuencia; pero, como ella misma decía, se desembarazaba de ellos gracias a su fuerza física, de la que se ufanaba muy orgullosa. - Un día - contaba riendo a Katucha -, un hombre me molestaba en la calle y no se decidía a dejarme en paz; lo zarandeé entonces con tanta fuerza, que me cogió miedo y huyó. Se había hecho revolucionaria porque, desde la infancia, había experimentado una repulsión instintiva hacia la vida mundana. Siempre había querido a la gente del pueblo, y muchas veces la habían reñido por sus asiduidades en la repostería, en la cocina y en las cuadras. - Sin embargo, con las cocineras y los cocheros era con quienes me sentía a mis anchas, en tanto que me aburría horriblemente con los señores y las señoras - contaba ella -. Y posteriormente, cuando empecé a comprender, me di cuenta de que nuestra vida era, en efecto, muy mala. Ya no tenía madre, a mi padre no lo quería, y a los diecinueve años abandoné la casa con una amiga y me empleé como obrera de fábrica. Después de haber abandonado la fábrica vivió entre los mujiks, luego volvió a la ciudad y fue detenida en su alojamiento, donde se encontraba una imprenta clandestina, y la condenaron a trabajos forzados. María Pavlovna nunca hablaba ella misma de su pasado; pero Katucha se había enterado por los demás de que la habían condenado por haberse declarado culpable de un disparo hecho en la oscuridad, durante un registro, por uno de los revolucionarios. Katucha la conoció luego más ampliamente: en cualquier circunstancia, en cualquier situación que se encontrase, no pensaba nunca en ella misma y no tenía otro cuidado que el de acudir en ayuda de alguien y servir al prójimo. Uno de sus compañeros actuales, Novodvorov, decía bromeando «que ella se dedicaba al deporte de la abnegación». Y era verdad. Todo el interés de su vida era estar al acecho, como un cazador tras la pieza, de una ocasión de hacerse útil a los demás. Así, ese «deporte» se había convertido en un hábito y era su razón de vivir. Se entregaba a eso tan naturalmente, que los que la conocían no apreciaban ya sus servicios, sino que se los exigían. Cuando Maslova fue trasladada a la sección de los «políticos», María Pavlovna sintió primero repulsión hacia ella. Katucha se dio cuenta; pero también vio el esfuerzo hecho por la joven para tratarla con una benevolencia y una bondad particulares. La expresión de estos últimos sentimientos, en un ser tan extraordinario, conmovió tan vivamente a Katucha, que se había entregado a ella de todo corazón, asimilando inconscientemente sus ideas a imitándola en todo. Esta devoción de Katucha conmovió igualmente a María Pavlovna, quien le había tomado cariño a su vez. Por otra parte, la repugnancia que sentían las dos mujeres hacia el amor carnal influía también mucho en su amistad. Una odiaba aquel amor porque había experimentado todo el horror del mismo; la otra, sin haberlo conocido, lo miraba como algo incomprensible y, al mismo tiempo, repulsivo, degradante para la humanidad. IV La influencia de María Pavlovna sobre Katucha tenia su origen en que ésta amaba a la joven. La influencia de Simonson era distinta: procedla de que Simonson amaba a Katucha.

Todos los hombres viven y obran, en parte, según su propia iniciativa, y en parte por la influencia de las ideas de otros. Los hombres se diferencian según que sufran más o menos la influencia de sus propias ideas o la de las ideas de otros: unos hacen más a menudo de sus pensamientos un juego intelectual; para ellos la razón se convierte en una especie de rueda privada de su correa de transmisión, en tanto que en sus actos sufren la influencia de las costumbres, de las tradiciones y de las leyes; otros, por el contrario, considerando sus pensamientos como los motores principales de su actividad, siguen casi siempre las indicaciones dadas por su razón y se someten a ellas, adoptando más raramente, y después de un examen crítico, lo que ha sido pensado por los demás. Asfí era Simonson. Sometía todos sus actos al control de su razón, y cumplía lo que habia resuelto. Ya de colegial habia decidido que la fortuna ganada por su padre, un antiguo intendente, no era de origen puro y le habia pedido restituir esa fortuna al pueblo. Pero, lejos de seguir su consejo, su padre lo habia sermoneado; entonces él abandonó la casa y dejó de recurrir a los subsidios paternos. Convencido de que todo el mal existente proviene de la ignorancia popular, había entrado, inmediatamente después de su salida de la universidad, en relaciones con los miembros de1 «Partido del pueblo»; se había hecho maestro de escuela en una aldea y había predicado audazmente a sus alumnos y a los campesinos todos lo que él consideraba justo, estigmatizando todo lo que consideraba mentiroso. Lo detuvieron y lo entregaron a la justicia. Ante el tribunal pensó en su fuero interno que el juez no tenía derecho a juzgarlo, y así lo declaró. Pero como los magistrados siguieron adelante, decidió no responder, y opuso un mutismo absoluto a las preguntas que se le hicieron. Lo deportaron al gobierno de Arkangel. Allí se formó por su cuenta una doctrina religiosa que debía regir toda su actividad. Según esta doctrina, todo lo que existía en el universo estaba vivo, no había nada inerte. Todos los objetos que consideramos como muertos, inorgánicos, eran simplemente partes de un inmenso cuerpo orgánico que nos es imposible abarcar; por consiguiente, la misión del hombre, partícula de este gran cuerpo, consistía en mantener la vida de este organismo y de todas sus partes vivas. Por eso Simonson consideraba como un crimen el aniquilamiento de todo ser vivo: estaba contra la guerra, contra la pena de muerte, contra todo asesinato, no sólo de los hombres, sino de los animales. Tenía igualmente una concepción especial del matrimonio: la reproducción de la especie era una función inferior; era superior la de acudir en ayuda de los seres ya existentes. Encontraba la confirmación de su teoría en la función de los fagocitos de la sangre. Según él, los célibes eran esos fagocitos, cuya misión consistía en acudir en ayuda de las partes orgánicas debiles o enfermas. Y había vivido de acuerdo con esta teoría desde que la creó, aunque antes se hubiese entregado a la lujuria. Atribuía a María Pavlovna y a él mismo esta calidad de fagocitos sociales. Su amor por Katucha no contradecía esta teoría, porque él la amaba platónicamente y consideraba que semejante amor, lejos de paralizar su actividad de fagocito, la exaltaba aún más. Él no resolvía a su manera únicamente las cuestiones morales, sino que trataba con la misma independencia las cuestiones prácticas. Tenía para todos los actos de este orden una teoría: reglas sobre la cantidad de horas de trabajo y de reposo, sobre la manera de alimentarse, de vestirse, de encender la estufa, de alumbrarse. Al mismo tiempo, Simonson era tan tímido como modesto. Pero, en cuanto decidía algo, nada era ya capaz de detenerlo. Este hombre, por su amor, ejercía una influencia decisiva sobre Maslova. Por intuición femenina, ella lo había adivinado pronto, y la conciencia de que podía provocar el amor de un hombre tan extraordinario la elevaba a sus propios ojos. Nejludov le ofrecía el casamiento por generosidad y a causa del común pasado de ambos; Simonson, por su parte, la amaba tal como era ella hoy, y simplemente porque la amaba. Ella veia además que él la consideraba una mujer poco ordinaria, diferente de las otras y con altas cualidades morales. Ella no habría podido precisar qué cualidades le atribuía él, pero en cual-

quier caso, para no desengañarlo, aplicaba todos sus esfuerzos a poner de manifiesto las mejores facultades que podían ocurrírsele. Y eso la obligaba a ser tan perfecta como le era posible. Estas relaciones entre los dos jóvenes habían empezado ya en la cárcel, en ocasión de las entrevistas comunes de los «políticos»; entonces ella había notado, bajo la frente bombeada y las espesas cejas de Simonson, sus ojos inocentes de un azul sombrío clavados en ella. Desde entonces había comprobado que era un hombre singular y que la miraba de una manera completamente especial; había quedado impresionada por la reunión, en un mismo rostro, de expresiones diversas: severidad, producida por los cabellos ásperos y las cejas hirsutas; bondad a infantil castidad de la mirada. Posteriormente, cuando la trasladaron junto a los políticos, en Tomsk, ella había vuelto a verlo. Y aunque ninguna palabra se hubiese cambiado entre ellos, sus miradas, al cruzarse, contenían la confesión de que no se habían olvidado y de que se interesaban mutuamente. Después, sus conversaciones tampoco fueron más significativas; pero cuando él hablaba en su presencia, Maslova comprendía que hablaba para ella y de forma que ella lo comprendiese. Sus relaciones se hicieron más frecuentes a partir del día en que empezaron a caminar juntos entre los presos. V Desde Nijni-Novgorod hasta Perm, Nejludov no había podido ver a Katucha más que dos veces: una vez en Nijni, antes del embarque del convoy en un buque rodeado por una red de hierro, y una segunda vez en Perm, en la oficina de la cárcel. Durante estas dos entrevistas, él la encontró reservada y de mal humor. Cuando le preguntó si no tenía necesidad de nada, ella respondió evasívamente; parecía sentirse turbada, y, en aquella turbación, Nejludov creyó ver una hostilidad que ya se había manifestado otras veces. Esta disposición taciturna, provocada por las solicitudes de los hombres, le había causado pena a Nejludov. Temió que, bajo la influencia de las condiciones penosas y corruptoras en que ella se encontraba en el curso del viaje, volviese a caer de nuevo en ese estado de desesperación y de desacuerdo consigo misma que la habría incitado a irritarse contra él, a fumar con exceso y a beber aguardiente. Pero no había podido ayudarla en nada, porque durante la primera parte del recorrido le había sido imposible verla. Hasta después del traslado de Katucha a la sección politica no pudo convencerse de la falta de fundamento de sus temores; más aún, en cada entrevista había ido notando más y más, observándolos progresivamente, esos cambios interiores que tanto deseaba ver producirse en ella. Desde su primera entrevista en Tomsk, volvió a verla tal como era antes de la partida. No había fruncido el ceño ni se había turbado al verlo; por el contrario, lo acogió con una alegre simplicidad y le dio las gracias por lo que había hecho por ella y sobre todo por haberla puesto en relaciones con hombres como sus compañeros actuales. Después de dos meses de marchas por etapas, su aspecto exterior se había modificado también: había adelzagado y la piel se le había puesto morena; parecía como envejecida; patas de gallo se mostraban en sus sienes, y arruguitas junto a las comisuras de los labios; no llevaba ya los cabellos sobre la frente, sino que se los tapaba bajo un pañuelo anudado; y ni en sus ropas, ni en su peinado, ni en ninguno de sus modales subsistía nada de la antigua coquetería. Este cambio progresivo alegró particularmente a Nejludov. Experimentaba ahora respecto a ella un sentimiento más profundo que nunca. Y este sentimiento no tenía ninguna relación con su primer amor poético, menos aún con la pasión sensual que había experimentado seguidamente, y ni siquiera con la conciencia del deber cumplido, unida a su propia satisfacción de haber decidido, después del juicio,

casarse con Katucha. Ese sentimiento había sido simple lástima y enternecimiento, sentidos ya con ocasión de su primers entrevista con ella en la cárcel; luego, posteriormente, con una amistad mayor, cuando, dominando su repulsión, le había perdonado su supuesta aventura en la enfermería con el ayudante del cirujano, aventura de cuya falsedad se enteró más tarde; era el mismo sentimiento, con la diferencia de que entonces fue pasajero, en tanto que ahora se había hecho constante. Pensara lo que pensase, hiciera lo que hiciese, ese sentimiento de piedad y de enternecimiento, no solamente hacia ella, sino hacia todos los hombres, no le abandonaba ya. Ese sentimiento, además, parecía abrir en el alma de Nejludov una fuente de amor que hasta entonces no había encontrado salida y que ahora se derramaba sobre todos aquellos a quienes conocía. En todo el curso del viaje sintió una exaltación que, a pesar suyo, lo tornaba compasivo y atento con todos sus semejantes, desde el cochero de posta y el soldado de la escolta hasta el jefe de la cárcel, el gobernador, todos aquellos con los que tenía algo que ver. Una vez trasladada Maslova a la sección de los «políticos», Nejludov tuvo que entablar conocimiento con varios de los compañeros de aquélla, primero en Ekaterineburg, donde los políticos gozaban de una mayor libertad y estaban encerrados todos juntos en una gran sala; y luego, durante el trayecto, se encontró en relaciones con los cinco hombres y las cuatro mujeres a quienes habían agregado a Maslova. Y este contacto de Nejludov con los condenados politicos modificaba completamente su opinión respecto a ellos. Desde el comienzo del movimiento revolucionario en Rusia, y sobre todo después del atentado del 1.° de marzo (1° de marzo de 1881, fecha del fallecimiento de Alejandro II, muerto por una bomba lanzada por los nihilistas.- N. del T.), Nejludov había profesado hacia los revolucionarios hostilidad e incluso desprecio. Lo que le había horrorizado primeramente había sido la crueldad y los procedimientos misteriosos, especialmente los asesinatos, a los que recurrían en su lucha contra el gobierno; lo que le repugnaba después era su presunción, rasgo común en todos ellos. Pero al verlos más de cerca, al enterarse de cuán a menudo habían sufrido injustamente, comprendía la imposibilidad para ellos de ser distintos de como eran. Por terriblemente estúpidos que fuesen los sufrimientos de aquellos a quienes se llama delincuentes comunes, no por eso dejaban de ser, antes y después de su condena, objeto de una apariencia de procedimiento legal; pero en los asuntos politicos, incluso esa apariencia de legalidad faltaba; Nejludov había podido verlo por el ejemplo de Schustova y, seguidamente, por el de muchos de sus nuevos amigos. Se procedía, respecto a esta gente, como para la pesca de peces con red: lo que consiste en depositar en la orilla todo lo que se ha dejado pescar y en elegir a continuación el gran pez que se necesita, despreciando los pececillos, que se secan y perecen en el suelo. Prendían a centenares de hombres, no sólo con toda seguridad inocentes, sino que ni siquiera podían perjudicar en nada al gobierno; se les mantenía, a veces durante años, en las cárceles, donde contraían la tisis, se volvían locos o se suicidaban, y se les mantenía simplemente porque no se tenían razones inmediatas para soltarlos, y se los guardaba para dilucidar ciertos puntos de un sumario cualquiera. La suerte de todos aquellos desgraciados, con frecuencia inocentes incluso a los ojos del gobierno, estaba subordinada a la arbitrariedad, a los caprichos, a la disposición de ánimo del oficial de gendarmería o de policía, del soplón, del fiscal, del juez de instrucción, del gobernador, del ministro. Cuando uno de estos funcionarios se aburría o quería mostrar celo, detenía a gente y, según su deseo o el de sus superiores, la mantenía en prisión o la soltaba. Y, según el jefe tuviera necesidad de distinguirse o de tener tales o cuales relaciones con el ministro, los hacía deportar al fin del mundo, o los guardaba en secreto, o los enviaba a los trabajos forzados o a la muerte, a menos que los liberase a ruegos de alguna dama. Se los trataba como a beligerantes, y naturalmente oponían los mismos medios que se empleaban contra ellos. Lo mismo que los militares están rodeados, en la opinión pública, de una atmósfera que no

solamente les oculta el carácter criminal de sus actos, sino que incluso atribuye a éstos el valor de una hazaña, así, en los grupos revolucionarios, existía para los adeptos una atmósfera de opinión pública, gracias a la cual los actos crueles que cometían a riesgo de su libertad, de su vida, despreciando todo lo que es querido para el hombre, lejos de aparecérseles como condenables, les parecían por el contrario heroicos. Por eso Nejludov se explicaba este fenómeno sorprendente: hombres por lo demás dulces, incapaces de causar y ni siquiera de ver sufrimientos de seres vivos, se preparaban tranquilamente para el homicidio y reconocían, en ciertos casos, el asesinato como cosa legítima y justa, ora como medio de defensa, ora para alcanzar el objetivo supremo: el bien general. En cuanto a la alta opinión que tenían de su obra y, en consecuencia, de ellos mismos, procedía de la importancia que les atribuía el gobierno y de la crueldad de las represalias que se les aplicaban. Tenían necesidad de aquel pedestal para tener la fuerza de soportar aquello con que se les abrumaba. Al verlos más de cerca, Nejludov se convenció de que no eran ni uniformemente feroces como algunos se imaginaban, ni uniformemente héroes, como pensaban otros, sino hombres ordinarios, entre los cuales, como en todas partes, los había buenos, malos y medianos. Unos se habían hecho revolucionarios porque consideraban como un deber luchar contra el mal existente; otros habían elegido esta actividad por razones de egoísmo y de vanidad; pero la mayoría se sentía atraida hacia la revolución por el deseo, conocido de Nejludov cuando la guerra, de desafiar el peligro y los riesgos, de poner en juego la vida, sentimientos todos propios de los seres jóvenes y enérgicos, La diferencia entre ellos y los demás hombres residía en que sus necesidades morales eran más elevadas que aquellas con las que se contentan los demás. Consideraban como obligatorio, no solamente la sobriedad, la sencillez de la vida, la franqueza, el desinterés, sino también la disposición inmediata a sacrificarlo todo, incluso su existencia, por la obra común. Así, entre estos hombres, los que estaban por encima del término medio parecian muy superiores y ofrecían el modelo de una rara elevación moral; aquellos, por el contrario, que estaban por debajo del término medio aparecían muy inferiores y presentaban a menudo el carácter de hombres falsos, hipócritas y al mismo tiempo fanfarrones y arrogantes. De este modo, entre aquellos con los que había entablado conocimiento, Nejludov estimaba a algunos y los quería de todo corazón; para con los otros no tenía más que indiferencia. VI Nejludov había sentido un afecto muy especial por un joven forzado político, Kryltsov, quien caminaba con aquella misma sección de la que formaba parte Katucha. Nejludov había entablado conocimiento con él en Ekaterineburg, lo había vuelto a ver después en ruta y había charlado en varias ocasiones con él. Un día de verano, durante un alto prolongado (habían pasado juntos casi toda una jornada), Kryltsov le había contado todo su pasado y cómo se había hecho revolucionario. Su historia, hasta ser encarcelado, podía referirse en pocas palabras. Era todavía un niño cuando murió su padre, rico propietario en una provincia meridional; hijo único, había sido educado por su madre. Tenía buenas dotes, había terminado fácilmente sus estudios en el colegio y había salido con el número uno de la Facultad de ciencias matemáticas. Le habían ofrecido quedarse en la Facultad con objeto de llegar al profesorado e ir a este efecto a perfeccionarse al extranjero; pero él había vacilado. Estaba enamorado, soñaba con casarse y dedicarse a los asuntos del Zemtsvo (Consejo electivo de provincia o de distrito.-N. del T.). Tenía muchas cosas a la vista, y no se decidía por ninguna. En aquel momento, sus camaradas de la universidad le habían pedido cierta suma para la obra común. Sabía que esta obra era la

revolución, por la que entonces no sentía interés alguno; pero, por camaradería y por amor propio, no queriendo dejar suponer que tenía miedo, había dado el dinero. Los que lo recibieron fueron detenidos; en casa de ellos se encontró un escrito gracias al cual se supo que el dinero lo había dado Kryltsov; lo detuvieron y lo llevaron primero al cuartelillo y luego a la cárcel. Kryltsov, al contar su historia a Nejludov, estaba sentado sobre las tablas de su camastro, encogido el pecho, los dos codos sobre las rodillas; con sus hermosos ojos, lanzaba a veces sobre su interlocutor una mirada centelleante y febril. - No eran muy severos en aquella cárcel; no sólo podíamos comunicarnos unos con otros dando golpecitos en la pared, sino incluso pasear por el corredor, cambiar algunas palabras, compartir las provisiones, el tabaco a incluso, por las tardes, cantar a coro. Yo tenía una bonita voz. Sí, si no hubiera sido por la gran pena de mi madre, me habría sentido muy bien en la cárcel; incluso la habría encontrado agradable a interesante. Hice conocimiento allí, entre otros, con el célebre Petrov (posteriormente, en la fortaleza, se cortó la garganta con un pedazo de cristal) y con otros. Pero yo no era revolucionario en absoluto. Allí entablé conocimiento igualmente con dos vecinos de celda. Habían sido detenidos por un mismo asunto, descubiertos como portadores de proclamas polacas, y habían sido juzgados por su tentativa de evasión en el momento en que los conducían a la estación de ferrocarril. Uno de ellos era polaco, Lozynsky; el otro, un israelita, Rozovsky. Sí... Este Rozovsky era todavía un niño. Decía que tenía diecisiete años, pero no se le podían calcular más de quince: delgaducho, bajito, vivo, con ardientes ojos negros y, como todos los judíos, muy aficionado a la música. Su voz aún estaba cambiando, pero cantaba muy bien. Sí... Yo estaba todavía en la cárcel cuando los llevaron ante sus jueces. Los llevaron por la mañana, y por la tarde ya estaban de regreso diciéndonos que los habían condenado a la pena de muerte. Nadie se esperaba aquello, vista la poca importancia de su asunto. Habían tratado simplemente de desembarazarse de su escolta sin ni siquiera herir a nadie. Y además, ¡era tan monstruoso ver ejecutar a un niño como Rozovsky! »Todo el mundo se decía, en la cárcel, que aquélla era una simple sentencia de intimidación, pero que no sería confirmada. Al principio nos conmovimos mucho; luego nos calmamos poco a poco y nuestra vida recobró su ritmo. Sí... Pero una tarde, el guardián se acercó a mi puerta y me dijo con misterio que los carpinteros habían venido para montar la horca. Al principio, no comprendí: ¿cómo?, ¿qué horca? Pero el viejo guardián estaba tan emocionado, que al mirarlo comprendí que era para nuestros dos camaradas. Quise golpear en la pared, para ponerme en comunicación con mis vecinos; pero temí que me oyésen los condenados. Los otros camaradas se callaban igualmente; sin duda alguna, todo el mundo lo sabía. Toda la tarde, un sombrío silencio reinó en el, corredor y en las celdas. Nos absteníamos de hablar y de cantar. »A eso de las diez de la noche, el guardián se acercó de nuevo y me confió que acababan de traer de Moscú al verdugo; luego se alejó inmediatamente. Lo llamé para seguirle preguntando, y de pronto oí a Rozovsky que me gritaba desde su celda, a través de todo el corredor: "¿Qué pasa? ¿Por qué llama usted?" Le respondí que me habían traído tabaco; pero él parecía presentir algo y me preguntó por qué no habíamos cantado ni hablado. No me acuerdo ya de mi respuesta; me apresuré a alejarme de la puerta, para interrumpir la conversación. »Sí, fue una noche horrible. Toda la noche estuve con el oído atento a los más pequeños rumores. Al amanecer oí abrirse la puerta del corredor y numerosos pasos que avanzaban. Me acerqué a la mirilla. Una lámpara ardía en el corredor. El director pasó el primero: era un hombre alto que parecía siempre seguro de sí, resuelto. En aquel momento estaba pálido, encorvado, con aire de consternación. Iba seguido por su adjunto, ceñudo, pero de aire más descompuesto; luego, la escolta. Pasaron ante mi puerta para detenerse ante la de la celda vecina. Oí que el adjunto gritaba con una voz extraña: "¡Lozynsky, levántese usted! ¡Póngase ropa interior limpia!" Luego la puerta rechinó, y entraron en su celda; después, el paso de Lozynsky. Yo no veía más que al director. Palidísimo, abotonaba y desa-

botonaba su uniforme y movía los hombros. Sí... De pronto, como asustado de algo, se pegó a la pared: era Lozynsky que pasaba delante de él y se acercaba a mi puerta. ¡Un guapo muchacho! Ya usted sabe, uno de esos hermosos tipos polacos: frente ancha y recta, sombreada por abundantes y finos cabellos rubios y con unos encantadores ojos azules. Era un adolescente en todo su florecimiento primaveral. »Se detuvo ante la mirilla de mi puerta, de forma que no distinguí más que su rostro: un rostro desencajado y color ceniza, horroroso. "Kryltsov, ¿tiene cigarrillos?" Yo iba a darle uno, cuando el adjunto del director, por miedo sin duda a retrasarse, sacó vivamente su pitillera y se la tendió. Él cogió un cigarrillo; el adjunto frotó una cerilla. Lozynsky se puso a fumar y pareció meditar. Luego, como si se acordara de algo, se puso a hablar: "¡Es cruel e injusto! No he cometido ningún crimen; yo..." Por su cuello joven y blanco, del que yo no podía apartar mis miradas, pasó un estremecimiento; y él se interrumpió...Sí... En el mismo momento, con su voz bien timbrada de judío, oí a Rozovsky gritar en el corredor. Lozynsky tiró su cigarrillo y se alejó de mi puerta. Rozovsky lo reemplazó ante la mirilla. Su rostro infantil, de negros ojos húmedos, estaba arrebolado y sudoroso. Llevaba igualmente ropa limpia, se sujetaba con la mano el pantalón demasiado ancho y temblaba. Acercó su lastimero rostro y dijo: "Anatolf Petrovich, ¿no es verdad que el médico me había recetado tisana? Estoy indispuesto y la seguiría bebiendo." Nadie respondió y, con aire inquisitivo, miraba unas veces a mí, otras al director. ¿Qué quería decir? Nunca lo he comprendido. De pronto el adjunto adoptó un aire severo y gritó con voz aguda: "¿Qué es esta broma? ¡En marcha!" »Evidentemente, Rozovsky no comprendía lo que querían hacer con él y se fue por el corredor con un paso rápido, casi corriendo. Luego se detuvo en seco y se oyeron sus llantos y su voz penetrante. Ruidos de pasos y de lucha. El pobre muchacho continuaba llorando y gritando. Luego, todo se amortiguó gradualmente; resonó la puerta del corredor y se hizo el silencio... Sí... ¡Y los ahorcaron! ¡Los estrangularon a los dos con cuerdas! »Otro guardián, que lo había visto todo, me contó que Lozynsky no había opuesto ninguna resistencia, pero que en cambio Rozovsky había luchado mucho tiempo, tanto que habían tenido que arrastrarlo al cadalso y meterle a la fuerza la cabeza en el nudo corredizo. Sí... Aquel guardián era un poco tonto: "Me habían dicho, barin, que era un espectáculo espantoso. Pues no, no impresiona mucho; cuando estuvieron colgados, no hicieron más que estó con los hombros.-E imitó el sobresalto de los hombros -. Luego el verdugo tiró, a fin de que el nudo, por así decirlo, estrangulase mejor. Y eso es todo. No hicieron un solo movimiento más." Eso no impresiona mucho - repitió Kryltsov reproduciendo la entonación del guardián. Y quiso sonreír, pero estalló en sollozos. Permaneció mucho tiempo silencioso, jadeando y reprimiendo el llanto que le cerraba la garganta. -Desde entonces me convertí en revolucionario. Sí...- dijo después de haberse calmado, y acabó su relato. A su salida de la cárcel se había afiliado al partido de « Liberadores del pueblo» a incluso había sido jefe del grupo de «desorganización», que tenía por objeto aterrorizar al gobierao, a fin de que abandonase el poder para llamar a él al pueblo. Con este designio, se dirigía bien a Petersburgo, bien al extranjero, bien a Kiev o a Odesa, y en todas partes obtenía resultados. El hombre en quien había puesto toda su confianza lo había traicionado; lo detuvieron, lo juzgaron y lo tuvieron dos años en la cárcel, condenándole a muerte, pena que le fue conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad. En la cárcel había contraído la tisis, y ahora, en las condiciones en que se encontraba, no le quedaban evidentemente más que algunos meses de vida. Lo sabía y no lo lamentaba en absoluto lo que había hecho; afirmaba, por el contrario, que si dispusiera de otra vida la dedicaría a la misma causa: la destrucción de una organización social que dejaba que se realizasen hechos como aquellos de los que había sido testigo. La historia de este hombre y sus conversaciones explicaron a Nejludov muchas cosas que no comprendía antes.

VII El día del altercado entre el jefe del convoy y los presos a propósito de la niña, Nejludov, que se había alojado en el albergue, se levantó tarde; había dedicado además la mayor parte de la mañana a las cartas que preparaba para el centro principal de la provincia; por lo que, puesto en camino más tarde que de costumbre, no había podido alcanzar al convoy durante la ruta, como lo hacía generalmente, y llegó a la caída de la tarde al pueblo donde el convoy se había detenido, para un alto. Aquí, el albergue estaba regido por una viuda, una mujer de cuello blanco y muy grueso. Nejludov, después de haber tomado el té en la habitación reservada para los huéspedes de calidad y adornada con numerosos iconos y cuadros, se apresuró a ir a ver al jefe del convoy para pedirle que lo autorizara a comunicarse con los presos. Durante las seis etapas precedentes, los jefes de convoy, aunque cambiados en cada etapa, habían negado uniformemente a Nejludov el acceso a la cárcel de tránsito, de forma que hacía ya más de una semana que no había podido ver a Katucha. Esta severidad se debía a que se esperaba el paso de un alto funcionario de la administración penitenciaria. Ahora que éste había pasado sin inspeccionar nada, Nejludov esperaba obtener del oficial que había tomado el mando por la mañana, como lo había obtenido de sus colegas, autorización para ver a los presos. La patrona del albergue ofreció a Nejludov un tarentass para trasladarse hasta la cárcel de tránsito, situada al otro extremo del pueblo; pero él prefirió dirigirse allí a pie. Un muchacho joven, hércules de anchos hombros, con enormes botas recién embreadas, empleado en el albergue, le propuso conducirlo hasta allí. Caía la escarcha y había tanta oscuridad, que a tres pasos Nejludov no distinguía ya a su compañero; en cuanto la luz dejaba de filtrarse por las ventanas, no oía más que el chapoteo de las botas del campesino en un fango espeso y pegajoso. Después de haber atravesado una plaza donde se alzaba una iglesia y cogido por una larga calle bordeada de casas con ventanas iluminadas, Nejludov, en pos de su guía, se encontró en la extremidad del pueblo, en una oscuridad completa. Pero pronto, allí también, divisó el resplandor de los faroles en la niebla. Las manchas rojizas se alargaban y alumbraban cada vez más. Empezó a distinguir los postes del recinto, la silueta negra de un centinela que hacía guardia caminando de arriba abajo y de abajo arriba, los mojones pintados a rayas y la garita. El centinela lanzó su reglamentario «¡Alto!, ¿quién vive?» Y al enterarse de que eran desconocidos, llevó la severidad hasta el extremo de no permitirles ni siquiera aguardar cerca del vallado. Pero esto no consiguió turbar lo más mínimo al guía de Nejludov. - ¡Vamos, muchacho, qué desconfiado eres! - le dijo -. ¡Vamos, llama a un cabo y esperaremos! Sin responderle, el centinela gritó algo por la puertecita del patio, y luego se puso a mirar con atención cómo, a la luz del farol, el robusto muchacho se las ingeniaba para desembarrar, con la ayuda de un trozo de madera, las botas de Nejludov. Detrás de la valla se oía un ruido de voces masculinas y femeninas. Tres minutos después sonaron los cerrojos de la puertecita y ésta se abrió; un cabo, el capote echado sobre los hombros, surgió de la penumbra a la zona iluminada por la luz del farol y preguntó qué querían. Nejludov le entregó su tarjeta de visita en la que previamente habia escrito algunas palabras rogando al oficial que lo recibiese para un asunto personal. El cabo era menos severo que el centinela, pero, en compensación, muy curioso. Se empeñaba en saber para qué quería el príncipe ver al oficial, porque evidentemente husmeaba algún beneficio y no quería perder la ocasión. Nejludov le dijo que se trataba de un asunto particular, le pidió que hiciese el favor de transmitir su mensaje y le aseguró que sabría agradecérselo. El otro cogió la tarjeta y se alejó

después de una señal de aquiescencia con la cabeza. Algunos instantes después, la puertecita rechinó de nuevo y salieron mujeres cargadas de cestos, de jarras de leche y de sacos. Hablando ruidosamente en su idioma siberiano, una a una cruzaban la puerta. Iban todas vestidas no de campesinas, sino con abrigo y pelliza de ciudad; tenían arremangadas las faldas, y las cabezas envueltas en pañuelos. A la luz del farol miraban con curiosidad a Nejludov y a su guía. Una de ellas, evidentemente contenta por encontrarse con el muchacho de anchos hombros, le lanzó inmediatamente una imprecación afectuosa. - ¿Qué demonios haces tú por aquí? -le preguntó ella. -He traído a un viajero. ¿Y tú, qué llevabas? -Leche; esta mañana me dijeron que la trajera. - ¿Y no te han dejado pasar la noche? - ¡Qué sinvergüenza eres, barbián! - gritó ella riendo -. ¡Vamos, acompáñanos hasta el pueblo! El muchacho le lanzó una réplica que hizo reír no solamente a las mujeres, sino también al centinela; luego, volviéndose hacia Nejludov, le preguntó: - ¿Sabrá usted volver solo? ¿No se perderá? - Vete tranquilo, ya sabré. - Cuando haya usted pasado la iglesia, después de la casa de dos pisos, será la segunda a la derecha. Y quédese con mi cachiporra - dijo, entregando a Nejludov un bastón más largo que un hombre; luego, haciendo resonar sus enormes botas, desapareció en las tinieblas, en compañía de las mujeres. Mezcladas a las de éstas, su voz se oía aún cuando la puertecita rechinó de nuevo; el cabo salió a invitó a Nejludov a seguirlo al cuarto del oficial. VIII El edificio de la cárcel de tránsito estaba construido según el modelo de todos los que jalonan la gran ruta de Siberia. En el patio, rodeado de una empalizada de afilados postes, había tres construcciones de un piso: una, la mayor, de ventanas con rejas, estaba reservada para los presos; la segunda, pará la escolta, y la tercera, para el oficial jefe del convoy y para la oficina. Las tres casas estaban iluminadas en ese momento, y esas luces, como siempre, y sobre todo aquí, daban la ilusión de algo bueno, íntimo y caliente. Ante las escalinatas brillaban unos faroles, y otros cinco, colgados de las paredes, iluminaban el patio. Siguiendo una plancha colocada en tierra, el cabo condujo a Nejludov al alojamiento del oficial. Después de haber franqueado los tres peldaños de la escalinata, se apartó ante el príncipe y lo hizo entrar en un vestíbulo alumbrado por una lamparita humeante. Cerca de la estufa, un soldado en mangas de camisa, con corbata y pantalón negros, se había quitado una de sus polainas y se servía de ella como de un soplillo para activar el fuego del samovar. Al divisar a Nejludov, suspendió su trabajo, lo ayudó a quitarse su chaquetón de cuero y entró en la estancia contigua. -Ya ha llegado, mi teniente. - Bueno, hazlo entrar - respondió una voz regañona. - Entre usted - dijo el soldado, volviendo a cuidarse de su samovar. En la segunda habitación, alumbrada por una lámpara colgante, ante una mesa cargada con los restos de una cena y de dos botellas, estaba sentado el oficial; un dulimán austríaco moldeaba su ancho pecho y sus hombros, y grandes bigotes rubios cortaban su rostro, muy rojo. En la estancia, demasiado calurosa, un tufillo de tabaco se mezclaba a un violento olor a colonia barata. A la vista de Nejludov, el oficial se levantó y clavó en él una mirada medio burlona, medio suspicaz.

- ¿Qué desea usted? -dijo. Y, sin esperar la respuesta, gritó hacia la puerta -: ¡Bernov! ¿Cuándo estará listo el samovar? - ¡Al instante! - Voy a darte tantos al instante, que te vas a acordar mucho tiempo - gritó el oficial con un relámpago en la mirada. - Ya lo llevo. Y el soldado entró con el samovar. Nejludov esperó a que el soldado lo hubiese colocado sobre la mesa. El oficial, espiando a éste con sus ojillos malignos como si lo enfilara y buscase el sitio donde golpearle, preparó el té; luego sacó de su maletín un frasco cuadrado y bizcochos. Habiendo colocado todo sobre el mantel, se volvió hacia Nejludov: - Bueno, ¿en qué puedo servirle? - Desearía que me autorizase a ver a una presa - dijo Nejludov, todavía en pie. - ¿Es una upolítica»? El reglamento lo prohíbe. -Esa mujer no es una condenada política, - Pero, siéntese usted, se lo ruego - dijo el oficial. Nejludov se sentó. -No es una «política» -explicó-, pero, a instancias mías, la autoridad superior le ha permitido hacer la ruta con la sección política... - ¡Ah, sí, ya sé! - interrumpió el oficial -. ¿Una bajita, morenita? Bueno, eso si es posible. ¿Quiere usted fumar? Tendió a Nejludov una lata de cigarrillos y, después de haber llenado con cuidado dos vasos de té, alargó uno a Nejludov. -Tome usted. - Gracias. Desearía verla cuanto antes. - Pero la noche es larga; tendrá usted tiempo de sobra. Diré que la traigan. - ¿No sería posible it a verla donde está? - ¿En la sección de los políticos? Es contrario al reglamento. -Ya me han autorizado varias veces. Si se teme que yo entregue algo, podría hacerlo también por conducto de ella. - ¡Ah, no, a ella la registrarán! - dijo el oficial con una risa desagradable. - Pues entonces, que me registren a mí. - Bueno, no hará falta - dijo el oficial inclinando el frasco, una vez que le quitó el tapón, encima del vaso de Nejludov -. ¿Quiere usted? ¿No? Como guste. Cuando se vive en esta Siberia, se recibe siempre una alegría al encontrar a un hombre de mundo; usted sabe cuán triste es nuestro servicio. Y cuando se está acostumbrado a otra cosa, resulta verdaderamente muy penoso. Sin embargo, nosotros, los oficiales de convoyes, pasamos por ser hombres groseros, ignorantes, sin que a nadie se le ocurra pensar que quizás uno había nacido para una ocupación completamente distinta. El rostro carmesí del oficial, sus perfumes, su sortija, y particularmente su risa desagradable, disgustaban a Nejludov; pero, aquella noche, como durante todo su viaje, se encontraba en esa disposición de espíritu seria y reflexiva que no le permitía tratar a nadie con ligereza y desprecio; juzgaba necesario hablar a cada hombre con el corazón en la mano, como decía él mismo. Después de haber escuchado al oficial y comprendido su estado de ánimo, le dijo gravemente: - Creo que, incluso en la función de usted, se puede intentar un consuelo aliviando los sufrimientos de los presos. - ¿Y cuáles son sus sufrimientos? ¡Es una ralea tal...!

- ¿Por qué una ralea? - preguntó Nejludov -. Son hombres como los demás. Incluso hay inocentes entre ellos. - Desde luego, los hay de todas clases. Y uno les tiene lástima. Otros no dejan pasar nada; pero yo, siempre que puedo, trato de aliviarlos. Otros, a la menor cosa.., el reglamento e incluso el fusilamiento. Por mi parte, tengo piedad... ¿Quiere usted? Tome, entonces - dijo, sirviendo un nuevo vaso de té -. ¿Y qué es esa mujer a la que usted quiere ver? - Es una desgraciada caída en una casa pública y allí falsamente acusada de envenenamiento. Sin embargo, es una mujer muy buena. El oficial meneó la cabeza con aire compasivo. - Sí, son cosas que pasan. Mire usted, había una en Kazán que se llamaba Emma. Húngara de origen y con verdaderos ojos de persa - dijo, sonriendo ante ese recuerdo -, y chic, como una verdadera condesa... Nejludov interrumpió al oficial para volverlo a llevar a la idea primera. - Creo que usted puede aliviar la situación de estos hombres mientras están bajo su mando. Y estoy seguro de que al obrar así experimentaría usted una gran satisfacción- dijo Nejludov, procurando pronunciar aquellas palabras lo más claramente posible, como se habla cuando se dirige uno a extranjeros o a niños. El oficial miraba a Nejludov con sus brillantes ojillos y, con visible impaciencia, esperaba que terminase para reanudar el relato de su húngara con ojos de persa, que, sin duda alguna, lo tenía obsesionado y absorbía toda su atención. - Desde luego, es verdad - dijo -; por eso les tengo lástima. Pero lo que quería contarle a usted a propósito de esa Emma es que en una ocasión... - Es cosa que no me interesa - dijo Nejludov -. E incluso le diré a usted francamente que aunque yo haya sido muy distinto en otros tiempos, hoy detesto esa manera de considerar a la mujer. El oficial miró a Nejludov con estupefacción. - ¿Otro poco ae té? -dijo. - No, gracias. -!Bernov - gritó el oficial -, lleva al señor a Valculov! Dile que deje entrar al señor en la celda de los «políticos», donde podrá permanecer hasta la hora de retreta. IX Acompañado del asistente, Nejludov volvió a salir al patio oscuro, débilmente iluminado por la luz rojiza de los faroles. - ¿Adónde vas? - preguntó un soldado al ordenanza. - A la sala número cinco. - No podrás pasar por aquí: está cerrado con llave; hay que entrar por la otra escalinata. - ¿Y por qué está cerrado? -Ha cerrado el suboficial y se ha marchado al pueblo. - Por aquí, entonces. Siguiendo la pista de planchas, el soldado condujo a NejIudov hacia la escalinata de otra entrada. Desde el patio se oía un bordoneo de voces y el rumor de la agitación interior, como cerca de una colmena en pleno trabajo. Cuando Nejludov se aproximó y la puerta se abrió, aquel rumor creció aún más y oyó un tumulto de voces que se apostrofaban, se injuriaban, gritaban; a ese ruido

se mezclaban los tintineos variables y cambiantes de las cadenas, en tanto que el pesado tufo que se había hecho familiar para Nejludov le golpeaba en la nariz. Estas dos impresiones, el ruido sordo de las voces mezclado al tintineo de las cadenas y aquel olor horrible provocaban en Nejludov un solo y único sentimiento penoso, una especie de desfallecimiento moral que llegaba hasta las náuseas físicas. Y esas dos sensaciones se confundían para reforzarse una a otra. Al entrar en el vestíbulo donde estaba colocado un tonel hediondo, la primera cosa que vio Nejludov fue a una mujer sentada al borde mismo de la cubeta. Frente a ella estaba un hombre, la gorra, en forma de plato, puesta de lado en su rapada cabeza. Los dos hablaban en voz baja. Al divisar a Nejludov, el preso le guiñó un ojo y dijo: - Hasta el zar tiene que hacerlo. La mujer dejó caer los faldones de su capote y bajó los ojos. Al vestíbulo daba un corredor en el que se abrían las puertas de las celdas. La primera era la de las parejas casadas, luego seguía una gran sala para los solteros y, al extremo del corredor, dos celdas pequeñas para los condenados políticos. El edificio de la cárcel de tránsito, preparado para ciento cincuenta hombres, contenía cuatrocientos cincuenta, y estaba tan abarrotado, que los presos, no habiendo encontrado sitio en las celdas, llenaban el corredor. Unos estaban sentados o acostados en el suelo; otros iban y venían con teteras vacías o llenas de agua caliente. Entre ellos se encontraba Tarass. Corrió detrás de Nejludov y lo abordó con afectuosa solicitud. La bondadosa cara de Tarass estaba llena de cardenales y tenía un ojo hinchado. - ¿Qué te pasa? - preguntó Nejludov. - He tenido un asuntillo - dijo Tarass sonriendo. - No hacen más que pelearse - dijo el asistente con desdén. - Es a causa de su mujer - añadió un preso que caminaba detrás de ellos -. Se ha pegado con Fedka, el tuerto. - ¿Cómo está Fedosia? - preguntó Nejludov. ' - Está bien; le llevo agua caliente para el té - respondió Tarass, entraado en la celda de los presos casados. Desde la puerta, Nejludov lanzó un vistazo: toda la sala estaba llena de mujeres y de hombres, sobre los camastros o debajo. Las ropas mojadas que habían puesto a secar despedían un espeso vapor, y las voces de las mujeres formaban una algarabía ininterrumpida. La celda siguiente, la de los solteros, estaba más abarrotada aún; la ruidosa muchedumbre se desbordaba hasta el corredor y se agitaba con sus mojadas ropas. El ordenanza explicó a Nejludov que el preso más antiguo entregaba a los croupiers, a cambio de fichas, el dinero destinado a las provisiones y prematuramente perdido por los jugadores. A la vista del ordenanza y del «señor» , los más próximos se callaron y examinaron a los intrusos con miradas malévolas. Entre los distribuidores, Nejludov distinguió a Fedorov, el forzado al que conocía y que llevaba siempre cerca de él a un lastimoso jovencito, pálido y abotagado, de cejas fuertemente arqueadas; vio también a un repulsivo vagabundo de rostro marcado por la viruela, sin nariz; como sabían todos, durante una evasión por la taiga, había matado a su camarada para alimentarse con su carne. Se mantenía en el corredor con el mojado capote echado sobre los hombros, y, con aire burlón a insolente, miraba a Nejludov, sin apartarse para dejarle paso. Nejludov le dio un rodeo. Por familiar que le resultara aquel espectáculo, por frecuentemente que, durante aquellos tres meses, hubiese visto a los cuatrocientos presos comunes en circunstancias distintas: bajo el calor, en la nube de polvo levantada por sus cadenas, durante las paradas a lo largo del camino, durante los altos; en el patio,

donde transcurrían libre y abiertamente escenas de desenfreno; cada vez que aparecía entre ellos y sentía, como ahora, que fijaban en él su atención, experimentaba una vergüenza escocedora y tenía conciencia de su culpabilidad para con ellos. Y este doble sentimiento de vergüenza y de culpabilidad le parecía más penoso aún por el hecho de que se mezclaba al mismo una insuperable sensación de repugnancia y de horror. En la situación en que estaban, sabía él que no podían ser de otra manera, y, sin embargo, no podía dominar la repulsión que le inspiraban. - ¡Buena vida se dan los holgazanes! -dijo una voz ronca que profirió además una palabrota obscena en el momento en que Nejludov se acercaba a la puerta de la sección política. A aquello, los presos respondieron con una risotada que resonó maligna y burlona. X Después de haber rebasado la celda de los solteros, el suboficial que guiaba a Nejludov le dijo que volvería a buscarlo después del toque de retreta. Apenas se había alejado, cuando un preso, descalzo, recogiendo sus cadenas con las manos, corrió hacia Nejludov, se colocó muy cerca de él, exhalando el acre tufo de su sudor, y le sopló misteriosamente al oído: - ¡Venga en nuestra ayuda, barin! Han engañado completamente al muchacho; lo emborracharon, y esta mañana, al pasar lista, durante el relevo del mando del convoy, ha respondido en el sitio y lugar de Karamanov. ¡Venga en su ayuda! ¡Nosotros no podemos, nos matarían! - y el preso, mirando con inquietud en torno de él, se alejó inmediatamente. He aquí de qué se trataba: el forzado Karamanov había persuadido a un preso que se le parecía y que iba simplemente deportado a que hicieran el cambio de sus respectivas penas: el forzado se convertiría en deportado y el deportado iría a ieemplazar al otro en los trabajos forzados. Nejludov conocía ya aquel asunto, porque el mismo preso lo había informado ocho días antes. Hizo señas de que había comprendido y de que haría lo que le fuera posible; luego, sin volverse, prosiguió su camino. Nejludov había visto por primera vez en Ekaterineburg a aquel preso que le había rogado que obtuviese para su mujer la autorización para seguirlo. Era un hombre de estatura mediana, con aire de campesino ruso ordinario, de unos treinta años, condenado a trabajos forzados por tentativa de asesinato que tenía por móvil el robo. Se llamaba Makar Dievkin. Su crimen era bastante extraño. Según Makar, no era acción de el mismo, sino del «espíritu maligno» . Le había contado a Nejludov que un viajero había ido a casa de su padre y le había alquilado por dos rublos un trineo para dirigirse a un pueblo que estaba a una distancia de 40 verstas; Makar debía llevarlo allí. Había enganchado el caballo, se había preparado para la partida y se había puesto a beber té en compañía del viajero. Éste le había contado que iba a casarse y que llevaba encima quinientos rublos que había ganado en Moscú. Al oír esta noticia, Makar había salido al patio y había escondido un hacha bajo la paja del trineo. - Ni yo mismo sabía por qué cogía el hacha - contaba -. « ¡Coge el hacha! », me dijo él, y la cogí. Subimos, el trineo se puso en marcha, avanzábamos. La cosa va bien. Yo me había olvidado completamente del hacha. Pero he aquí que nos acercamos al pueblo. Quedaban todavía unas seis verstas; antes de la unión del camino vecinal con la carretera, hay una cuesta arriba. Bajé del trineo y caminé al lado. Y él me soplaba: «¿En qué piensas? En lo alto de la cuesta, la carretera está llena de transeúntes. Después viene el pueblo, y él se llevará el dinero. Si quieres hacerlo, no debes vacilar.» Entonces, me agaché hacia el trineo como para arreglar la paja, y he aquí que el hacha se me viene sola a las manos. El viajero se volvió: «¿Qué pasa?», dijo. Blandí el hacha, con la intención de matarlo; pero el

hombre saltó vivamente del trineo y me agarró los brazos. «¿Qué estás háciendo, bandido...?» Me derribó en la nieve. Yo ni siquiera luchaba y dejaba que hiciera conmigo lo que quisiese. Me ató las manos con su cinturón, me echó al trineo y me condujo directamente al cuartelillo. Me encarcelaron y me juzgaron. En mi aldea dieron de mí buenos informes; mi patrón habló también de mí en buenos términos; pero yo no tenía para pagar a un abogado. Así, pues, me condenaron a cuatro años - concluyó Makar. Y he aquí que este hombre, queriendo salvar a uno de sus paisanos y sabiendo que al hacer esa comunicación se jugaba la vida, revelaba sin embargo a Nejludov el secreto de los presos. Si éstos se hubiesen enterado, con seguridad lo habrían estrangulado. XI El local de los « políticos» se componía de dos pequeñas celdas, cuyas puertas se abrían a la parte del corredor separada por un tabique. Después de haberlo franqueado, Nejludov divisó primeramente a Simonson, con un leño en la mano, acurrucado ante la portezuela de la estufa. Al ver a Nejludov, sin levantarse y mirándolo por debajo de sus espesas cejas, le tendió la mano. - Me alegro mucho de verlo, porque tengo necesidad de hablarle - dijo con tono expresivo mirando a Nejludov derechamente a los ojos. - ¿De qué se trata? - Un momento. Ahora estoy ocupado. Y Simonson volvió a dedicarse a su estufa, que él calentaba según su teoría particular, basada en la menor pérdida posible de energía calorífica. Nejludov iba a franquear la primera puerta, cuando, de la de enfrente, salió Maslova, encorvada, con una escoba en la mano, empujando delante de ella un montoncito de basura y de polvo. Iba con camisola blanca, la falda arremangada dejando al descubierto sus medias; la cabeza la tenía envuelta hasta las cejas en un pañuelo para resguardarse del polvo. Al ver a Nejludov, se enderezó, arrebolada y animada, soltó la escoba, se secó las manos en la falda y se detuvo erguida delante de él. - ¿Está usted haciendo limpieza? - preguntó Nejludov, tendiéndole la mano. - Sí, mi ocupación de otros tiempos - respondió ella con una sonrisa -. Y hay una suciedad tal que parece inconcebible. Ya hemos limpiado y requetelimpiado... -Luego, dirigiéndose a Simonson -: Y la manta, ¿está ya seca? - Casi - respondió Simonson lanzándole una mirada especial que extrañó a Nejludov. - Entonces, voy a buscarla y llevaré las pellizas a secar. Los nuestros están todos por aquí - dijo ella a Nejludov señalándole la puerta más próxima y dirigiéndose por su parse hacia la más alejada. Nejludov abrió y entró en una habitacioncita débilmente alumbrada por una lamparilla de hierro colocada sobre un camastro. Hacía frío allí y se respiraba el polvo levantado por el barrido, y el olor a humedad y a tabaco. La lámpara arrojaba una viva luz sobre lo que la rodeaba, pero las camas permanecían sumidas en la oscuridad, y sobre las paredes, las sombras bailaban indecisas. Todo el grupo estaba reunido, excepto dos hombres encargados del aprovisionamiento, que habían ido a buscar. Estaba allí la antigua conocida de Nejludov, Vera Efremovna, más delgada y más amarilla que nunca, con sus grandes ojos pasmados, una vena saliente en el entrecejo, los cabellos cortos y vestida con una camisola gris. Permanecía sentada ante un periódico abierto, sobre el cual había tabaco desparramado, y, con movimientos convulsivos, iba llenando tubos de cigarrillos.

Estaba allí también una condenada política a la que Nejludov veía con el mayor placer: Emilia Rantseva, encargada del arreglo interior y que, en las condiciones más penosas, sabía dar a todo una intimidad femenina llena de atractivo. Se sentaba cerca de la lámpara, con las mangas arrezagadas, y con sus bellas manos morenas enjugaba y colocaba con agilidad los vasos y las tazas sobre el camastro, donde había una toalla extendida a modo de mantel. Aquella joven no era bonita, pero su rostro inteligente y dulce tenía la facultad de transformarse en una sonrisa abierta y seductora. Con esa sonrisa acogió a Nejludov. - Ya creíamos que se había vuelto a Rusia - le dijo ella. En un rincón apartado y oscuro estaba también María Pavlovna, cuidándose de una niñita de cabellos de un rubio muy claro que no dejaba de balbucear con su encantadora voz infantil. - Ha hecho usted muy bien en venir. ¿Ha visto usted ya a Katucha? - preguntó a Nejludov -. Mire la invitada que tenemos - añadió, señalando a la niñita. También estaba presente Anatolii Kryltsov. Enflaquecido, pálido, calzado con botas de fieltro endurecido, encorvado y tembloroso, se acurrucaba al filo de un camastro; metidas las manos en las mangas de su pelliza, miraba a Nejludov con ojos febriles. Este tenía la intención de acercársele. Pero se apresuró primero a tenderle la mano a un hombre de cabellos rojos e hirsutos, con gafas y vestido con una chaqueta de hule. Era el famoso revolucionario Novodvorov, quien, a la derecha de la puerta, rebuscaba en un saco, sin dejar de hablar con la bonita y sonriente Grabetz. Nejludov se había apresurado a saludarlo porque, de todos los condenados políticos de aquella sección, era el único que le resultaba antipático. Novodvorov, por encima de sus gafas, le lanzó una mirada con sus azules ojos y, frunciendo las cejas, le tendió su estrecha mano. - ¿Qué, sigue usted viajando agradablemente? - le preguntó con tono de burla. - Sí, hay muchas cosas interesantes - replicó Nejludov, fingiendo no haber notado la ironía y dirigiéndose hacia Kryltsov. Aunque Nejludov se mostrase indiferente a aquellas palabras, en realidad la intención de Novodvorod de serle desagradable no dejaba de turbar la buena disposición en que se encontraba. Y se sintió como entristecido. - Bueno, ¿cómo va esa salud? - preguntó a Kryltsov estrechándole su mano fría y temblorosa. - Vamos tirando. Pero no consigo calentarme; me he riojado - respondió Kryltsov volviendo a meter vivamente la mano en la manga de su pelliza -. Y aquí hace un frío de perros. Los cristales están rotos. Indicó en la ventana dos agujeros que se abrían tras la reja de hierro-. ¿Cómo es que no ha venido usted antes? -No me lo permitían: severidad de los jefes. Solamente hoy he podido encontrar a un oficial amable. - Sí, sí, amable... ¡Que se cree usted eso! Pregúntele a María Pavlovna lo que ha hecho esta mañana el tal oficial. María contó desde el principio la escena de por la mañana, a la partida del convoy. - A mi juicio, habría que dirigir una protesta colectiva -dijo con voz resuelta Vera Efremovna, no sin mirar con vacilación y como con espanto, ora a uno, ora a otro de sus compañeros -. Vladimir Simonson lo ha hecho, pero eso no basta. - ¿Otra protesta más? - dijo Kryltsov con tono de malhumor. Por lo visto, la afectación y el nerviosismo de Vera Efremovna lo irritaban desde hacía ya algún tiempo. - ¿Busca usted a Katucha? - preguntó él a Nejludov -. No hace más que trabajar. Ha limpiado ya esta celda de los hombres, y ahora está en la de las mujeres; pero por más que haga, no podrá barrer las pulgas que nos devoran. ¿Y María Pavlovna, qué hace tan alejada? - preguntó, señalando con la cabeza el rincón donde se encontraba la muchacha.

- Está peinando a su hija adoptiva - respondió Rantseva. - ¿No nos va a llenar a todos de piojos? - preguntó Kryltsov. - No, no, lo estoy haciendo con cuidado. Ahora está muy limpita - dijo María Pavlovna. Y, dirigiéndose a Rantseva -. Tenla tú. Yo iré a ayudar a Katucha. Al mismo tiempo traeré la manta. Rantseva cogió a la niña y, con ternura maternal, apretando los gordezuelos y desnudos bracitos de la pequeña, se la colocó en las rodillas y le dio un terrón de azúcar. María Pavlovna salió a inmediatamente después entraron dos hombres trayendo las provisiones y el agua caliente. XII Uno de ellos era un jovencito bajo y delgado, con pelliza de piel de carnero y botas altas. Avanzaba con paso ligero y rápido, portando dos grandes teteras llenas de agua humeante y sujetando bajo el brazo un pan envuelto en una servilleta. - ¡Vaya, he aquí de vuelta a nuestro príncipe! - dijo colocando las teteras en medio de las tazas y entregando el pan a Rantseva -. ¡Cuántas cosas buenas hemos comprado! - añadió, quitándose la pelliza, que lanzó luego sobre una cama, por encima de las cabezas -. Markel ha comprado leche y huevos: es un verdadero banquete, Y aquí tenemos a Rantseva, que sabe arreglarlo todo con limpieza y con estética dijo, mirando a aquella mujer con una sonrisa llena de simpatía -. Vamos, ya se puede hacer el té. Todo en aquel hombre: su aspecto exterior, sus movimientos, el timbre de su voz, su mirada, respiraba vigor y alegría. Su compañero, también de baja estatura, huesudo, de pómulos salientes en su rostro hinchado y gris, con bonitos ojos verdosos, separados de la nariz, y labios delgados, tenía por el contrario un aire taciturno y melancólico. Vestido con un viejo abrigo enguatado, puestas las polainas por encima de las botas, traía dos jarros, dos barrilitos y una cesta. Después de haber depositado su carga delante de Rantseva, saludó con la cabeza a Nejludov sin quitarle los ojos de encima. Luego, habiéndole tendido negligentemente la mano, se puso con lentitud a retirar las provisiones de la cesta. Estos dos presos políticos: el primero, el campesino Nabatov, y el segundo, el obrero Markel Kondratiev, eran gente del pueblo. Markel tenía ya treinta y cinco años cuando se afilió al partido «populista»; Nabatov, por su parte, lo había hecho a los dieciocho años. Gracias a sus dotes poco ordinarias, este último había podido pasar de la escuela primaria al colegio superior y dar clases para cubrir sus necesidades; había abandonado el colegio con una medalla de oro y no había proseguido sus estudios en la universidad porque desde los diecisiete años había resuelto regresar al seno del pueblo de donde había salido e instruir a sus desgraciados compañeros. Y así lo hizo. Primero escribiente en un gran pueblo, lo habían detenido pronto por haber leído ciertos libros a los campesinos y organizado entre ellos sociedades de producción y consumo. Aquella primera vez había pasado ocho meses en la cárcel; luego lo habían soltado, pero manteniéndolo bajo la vigilancia secreta de la policía. Nada más ser puesto en libertad, partió para otro pueblo que no pertenecía a la misma provincia. Instalado allí como maestro de escuela, había continuado su obra. Volvieron a detenerlo y a meterlo en la cárcel, esta vez durante catorce meses. Aquello no había servido más que para afianzar sus convicciones. Después de aquel segundo encarcelamiento lo deportaron al gobierno de Perm, de donde se evadió. Lo cogieron de nuevo y lo tuvieron siete meses en la cárcel, y luego lo deportaron al gobierno de

Arkangel. De allí se evadió por segunda vez, y, detenido nuevamente, lo condenaron a la deportación en el territorio de Yakutsk, de forma que había pasado la mitad de su vida como preso o como deportado. Lejos de agriarlo o de debilitar su energia, todas estas peripecias no habían hecho sino estimulársela más. Era un hombre activo, de estómago sólido, siempre en movimiento, alegre y vigoroso. Nunca lamentaba nada, apenas se preocupaba del porvenir, y usaba todas las fuerzas de su inteligencia y de su habilidad práctica para obrar en el presente. Cuando estaba en libertad, trabajaba con vistas al fin que se había propuesto: la instrucción y la unión de los obreros, principalmente los de origen campesino; privado de su libertad, no por ello dejaba de obrar de modo enérgico y práctico para conservar relaciones con el mundo exterior y organizar la vida lo mejor posible en las condiciones existentes, y no sólo para él, sino también para su grupo. Comunista ante todo, parecía no tener necesidad de nada y con cualquier cosa le bastaba; mas, para su comunidad, para sus camaradas, exigía mucho y podía trabajar en una labor física o intelectual ininterrumpidamente, hasta el punto de olvidarse de dormir y comer. Verdadero campesino, era laborioso, precavido, hábil en el trabajo, sobrio, amable sin esfuerzo, atento no sólo a los sentimientos, sino a la opinión de los demás. Su vieja madre, una campesina analfabeta, supersticiosa, vivía aún; Nabatov acudía a ayudarla y la visitaba cuando estaba en libertad. Durante su estancia en casa de ella, entraba en todos los detalles de su vida, la secundaba en los trabajos campestres, no rompía sus relaciones con sus antiguos camaradas, jóvenes mujiks: fumaba con ellos el tutun (Tabaco en hojas, de calidad inferior, utilizado por el pueblo. - N. del T. ) en una «pata de perro» (Especie de pipa confeccionada con papel grueso en la que fuman los mujiks y los obreros. - N. del A.), discutía con ellos y les explicaba cuán engañados estaban y cómo debían librarse de la mentira en que se les mantenía. Cuando pensaba en lo que daría la revolución al pueblo y hablaba de ello, se imaginaba el nuevo estado de aquel pueblo del que había salido y que conservaría casi todas las antiguas condiciones de vida, añadiendo solamente la posesión de la tierra, de la que excluiría a los propietarios y funcionarios. A su juicio, la revolución no debía cambiar las formas primitivas de la vida popular (sobre este punto no estaba de acuerdo con Novodvorov y el partidario de éste, Markel Kondratiev); la revolución, según él, no debía demoler todo el edificio, sino simplemente disponer de otra manera los locales de ese viejo edificio, que él juzgaba excelente, sólido y amplio, y que amaba con ardor. Desde el punto de vista religioso, presentaba igualmente el tipo del campesino; le tenían sin cuidado las cuestiones metafísicas: la causa inicial y la vida extraterrestre. Dios era para él, como para Laplace, una hipótesis de la que hasta ahora no había sentido necesidad. Se cuidaba poco del modo como haya comenzado el mundo: según Moisés o según Darwin, y el darwinismo. que tenía tan gran importancia a los ojos de sus camaradas, él lo consideraba una diversión intelectual, una fantasía del mismo género que la creación en seis días. La cuestión del origen del mundo no le preocupaba, precisamente porque se borraba delante de la pregunta que se planteaba sobre cómo instalarse lo mejor posible en ese mundo. Apenas pensaba tampoco en la vida futura, pero guardaba en el fondo del alma la convicción firme y serena, legada por sus antepasados y común a todos los trabajadores, de que en el mundo animal y en el mundo vegetal nada se anula, sino que se cambia indefinidamente de una forma en otra: el abono, en grano; el grano, en gallina; el renacuajo, en rana; la oruga, en mariposa; la bellota, en roble; lo mismo el hombre, estimaba él, no desaparece y no hace más que cambiar. Creía en eso firmemente y por ello miraba siempre sin miedo, incluso con buen humor, la muerte cara a cara y soportaba los sufrimientos que conducen a ella, pero ni queriendo ni sabiendo hablar de eso. Le gustaba trabajar, se absorbía sin pausa en alguna ocupación práctica y empujaba por esta vía a sus camaradas. Markel Kondratiev, el otro preso político del partido «populista», era de un temple diferente. A la edad de quince años, trabajando en la fábrica, había comenzado a fumar y a beber para ahogar en él una vaga conciencia de la humillación que le había sido impuesta. Experimentó por primera vez aquel

sentimiento un día de Navidad en que habían llevado a los niños a la fiesta del árbol, organizada por la mujer del fabricante; como todos sus camaradas, había recibido una flauta de un copec, una manzana, una nuez dorada y un higo, en tanto que a los hijos del patrón les habían dado juguetes que le parecían regalos de un cuento de hadas y que posteriormente supo que habían costado más de cincuenta rublos. Tenía cerca de treinta años cuando una muchacha; revolucionaria inveterada, entró como obrera en la fábrica; al notar las dotes de Kondratiev, le dio a leer libros y folletos, le explicó su situación, las causas de esta situación y los medios de mejorarla. Él vio claramente la posibilidad de liberarse, así como de liberar a los demás, del estado de opresión en que se encontraba y cuya injusticia le parecía aún más cruel y más aterradora que antes. Deseó no solamente la liberación, sino también el castigo de quienes han establecido y mantienen esta cruel injusticia. Le enseñaron que la ciencia proporciona este medio, y Kondratiev se dedicó con ardor al estudio. No comprendía claramente, es verdad, cómo el ideal socialista podría realizarse por la ciencia; pero creía que la ciencia, lo mismo que le revelaba lo injusto de su situación, podría remediar esta injusticia. Además, en su propia opinión, la instrucción lo elevaba por encima de los demás hombres. Así, pues, dejó de beber y de fumar, y, al pasar a ser encargado del almacén, por consiguiente con más tiempo libre, dedicó todos sus ocios al estudio. La revolucionaria que lo instruía estaba impresionada por la facilidad asombrosa con que él absorbía insaciablemente todos los conocimientos. En dos años aprendió álgebra, geometría, historia, que le gustaba de modo muy especial, y leyó la mayor parte de las novelas clásicas y de los libros de crítica, sobre todo las obras socialistas. Detuvieron a la joven, y con ella a Kondratiev, por tenencia de obras prohibidas; los metieron en la cárcel y los deportaron al gobierno de Vologda. Allí, Kondratiev entabló conocimiento con Novodvorod, leyó una gran cantidad de otros libros revolucionarios, de los cuales retuvo la mayor parte de su contenido, y se afianzó más en sus convicciones socialistas. Después de su deportación organizó una gran huelga obrera que terminó con el saqueo de la fábrica y el asesinato del director; lo detuvieron de nuevo y de nuevo lo condenaron a la pérdida de sus derechos civiles y a un nuevo período de deportación. En materia religiosa, era tan intransigente como cuando se trataba de la organización de la sociedad actual. Habiendo comprendido la falta de sentido de la fe en la que se había criado y habiéndose liberado de ella, primero con temor, luego con alegría, se vengaba, por así decirlo, de la mentira en la que los habían mantenido a él y a sus antepasados, y no dejaba de burlarse con rencor de los popes y de los dogmas religiosos. Ascético por costumbre, satisfecho con poca cosa, tenía, como todos los hombres ejercitados en el trabajo, bien desarrollados los músculos; podía fácilmente y durante mucho tiempo, diestramente también, entregarse a cualquier labor física, pero apreciaba sobre todo los ratos de ocio que le permitían, bien en la cárcel, bien durante los altos del convoy, perfeccionar su instrucción. Estaba estudiando ahora el primer volumen de El capital, de Karl Marx, y conservaba ese libro tan celosamente como si fuera una reliquia. Para con todos sus camaradas mantenía una actitud reservada, incluso indiferente, excepto con Novodvorod, del cual era muy devoto y del que aceptaba, no importa sobre qué cuestión, su juicio como algo infalible a insustituible. En cuanto a las mujeres, las consideraba como un obstáculo a cualquier obra útil y no sentía por ellas más que desprecio. Sin embargo, sentía lástima de Maslova y se mostraba afectuoso con ella, porqúe veía en aquella mujer un ejemplo de la explotación de la clase inferior por la clase superior. Por este mismo motivo no apreciaba a Nejludov, le hablaba poco y no le estrechaba la mano, limitándose a dejarse estrechar la suya cuando Nejludov lo saludaba.

XIII La leña se había consumido y había calentado la estufa; el té estaba hecho, servido en los vasos y en las tazas, y luego, blanqueado con leche; después salieron los panecillos, el pan fresco de trigo, los huevos duros, la mantequilla y cabeza y patas de ternera. Todos se acercaron a la cama que hacía veces de mesa y se pusieron a beber, a comer y a charlar. Rantseva se había sentado en una caja y servía el té. Alrededor de ella se agruparon todos los demás, a excepción de Kryltsov, quien se había quitado su pelliza mojada para envolverse en una manta seca traída por María Pavlovna y que, acostado, charlaba con Nejludov. Después de la humedad y el frio sufridos durante la marcha; después del fango y del desorden que habían encontrado allí; después de haber comido y bebido té caliente, todo el mundo experimentaba una feliz predisposición a la alegría y una agradable sensación de bienestar. Los pasos, los gritos y los juramentos de los presos comunes que se oían detrás del muro y que les recordaban a cada instante lo que ocurría alrededor de ellos, hacían resaltar aún más la sensación de su intimidad. Como sobre un islote en alta mar, aquellas personas se sentían, por un instante, al abrigo de las olas de humillaciones y de sufrimientos que hervían en torno de ellos, y, por consiguiente, se encontraban en un estado de animación, de elevación de espíritu. Hablaban de todo, excepto de su situación y de lo que les aguardaba. Además, como ocurre siempre entre hombres y mujeres jóvenes, en particular cuando están reunidos a la fuerza, entre ellos se habían formado simpatías y antipatías. Casi todos estaban enamorados: Novodvorod lo estaba de la bonita y sonriente Grabetz, joven estudiante que no profundizaba en nada, ni en política ni en ninguna otra cosa. Habia seguido la corriente de la época, se había comprometido no se sabe en qué asunto y la habían condenado a la deportación. Lo mismo que en libertad, el principal interés de su vida estribaba en agradar a los hombres: ese interés lo había tenido tanto durante los interrogatorios como en la cárcel y durante el trayecto. En aquel momento experimentaba un consuelo por la inclinación de Novodvorov hacia ella, y ella misma se había enamoriscado de él. Vera Efremovna, muy inflamable, pero desgraciadamente poco apta para inspirar amor, no perdia sin embargo las esperanzas: ora se prendaba de Nabatov, ora de Novodvorod. Kryltsov sentía igualmente una secreta inclinación por María Pavlovna: la amaba como los hombres aman a las mujeres, pero, sabiendo las ideas de la joven sobre el amor, le ocultaba sus sentimientos bajo la apariencia de amistad y gratitud por los cuidados especialmente tiernos que recibía de ella. Nabatov y Rantseva tenían relaciones amorosas muy complicadas. Lo mismo que María Pavlovna era una joven absolutamente casta, Rantseva igualmente era una mujer casada absolutamente casta. A los dieciséis años, estando aún en el liceo, había amado a Rantsev, estudiante de la universidad de San Petersburgo; a los diecinueve años se había casado con él antes de que él hubiese terminado sus estudios. Estando en cuarto curso, su marido se había mezclado en una revuelta de la universidad; le fue prohibida la estancia en San Petersburgo y se hizo revolucionario. Para acompañarlo, ella tuvo entonces que abandonar los estudios de medicina que estaba cursando, y, a ejemplo de su marido, se hizo revolucionaria. Si su marido no hubiese sido para ella el mejor y el más inteligente de todos los hombres, no se habría enamorado de él y no se habría casado con él. Pero como lo amó y se casó con él, había considerado con toda naturalidad que el objeto de su vida tenía que ser el mismo que el objeto del mejor y más inteligente de los hombres. Ahora bien, viendo su marido en el estudio el objetivo de la vida, también ella lo vio así. Habiéndose hecho él revolucionario, ella tenía que hacer igual. Podía luego, de una manera perfecta, demostrar que las cóndiciones de la sociedad actual son detestables, que el deber de todos los hombres es luchar para tratar de modificarlas y establecer el régimen político y eco-

nómico gracias al cual el ser pensante podría seguir un camino fibre..., etcétera, etcétera. Y le parecía que pensaba y sentía realmente lo que decía; en realidad, pensaba solamente que las ideas de su marido eran la verdad misma, y ella no buscaba más que una cosa: una completa comunión de almas entre ella y su marido, que era lo único que le daba una satisfacción moral. Le había resultado penoso separarse de él y de su hijo, confiado a la custodia de la abuela. Pero sufría esta prueba con calma y firmeza, sabiendo que lo hacía por su marido y por una causa indudablemente justa, puesto que era la causa a la que él servía. Siempre estuvo con él con el pensamiento, y, no habiendo amado nunca antes a nadie, no podía ahora amar a otra persona que no fuese él. Sin embargo, el amor puro y abnegado de Nabatov la impresionaba y la conmovía. Él, hombre de moralidad y de firmeza, amigo de su marido, se esforzaba en tratarla como a una hermana; pero en sus relaciones comunes se deslizaba algo más, y ese «más» los espantaba a los dos, al mismo tiempo que llenaba de sol las tristezas de su vida en aquellas citcunstancias. Así, en aquel grupo, los únicos libres de todo amorío eran María Pavlovna y Kondratiev. XIV Esperando que podría hablar a solas con Katucha, como lo hacía de ordinario después del té y de la cena en común, Nejludov se había sentado cerca de Kryltsov y charlaba con él. Le habló, entre otras cosas, de la confidencia que le había hecho Makar al contarle la historia de su crimen. Kryltsov escuchaba atentamente, su mirada febril clavada en su interlocutor. - Sí - dijo -, un pensamiento me preocupa a menudo: he aquí que caminamos al lado de ellos, al lado de estos mismos hombres por los cuales lo hemos sacrificado todo. Y sin embargo, no solamente no los conocemos, sino que ni siquiera queremos conocerlos. Por parte de ellos es peor aún: nos odian, nos consideran como a enemigos. Y esto es espantoso. - No hay en eso nada de espantoso - dijo Novodvorod, que había escuchado la conversación -. Las masas no respetan más que el poder - añadió con su sonora voz -. Hoy, el poder es el gobierno, y por eso ellas lo respetan y nos odian; mañana estaremos nosotros en el poder y será a nosotros a quienes respetarán. En el mismo instante se oyeron detrás del tabique juramentos, el empujón de gente que chocaba contra el muro, un ruido de cadenas, gritos agudos. Golpeaban a alguien y este alguien gritaba pidiendo socorro. - ¡He ahí a las bestias feroces! ¿Qué relaciones podemos nosotros tener con ellos? - dijo Novodvorod con tono tranquilo. - ¿Bestias feroces, dices? ¿Y la acción que me contaba hace un momento Nejludov? -dijo Kryltsov con tono irritado, repitiendo cómo, con peligro de su vida, Makar había querido salvar a uno de sus paisanos-. Eso no es bestialidad, sino una hazaña. - Sentimentalismo - replicó Novodvorod con ironia -. Nos es difícil comprender los impulsos de esos hombres y los motivos de sus actos. Tú ves generosidad donde tal vez no hay más que envidia hacia el otro forzado. - ¿Por qué quieres negar todo buen sentimiento en los demás? - preguntó Pavlovna, acalorándose repentinamente. Ella tuteaba a todos sus compañeros. - No puedo ver lo que no existe. - ¿Cómo? ¿Es que no existe eso? ¿No se arriesga ese hombre a sufrir una muerte horrible?

- En mi opinión - dijo Novodvorod -, cuando queremos cumplir nuestra obra, la primera condición es desterrar las quimeras y ver las cosas tal como son. - Kondratiev había soltado el libro que leía, para escuchar atentamente a su maestro -. Es preciso hacer todo por las masas populares y no esperar nada de ellas. Esas masas son el objeto de nuestra actividad, pero no pueden colaborar con nosotros mientras permanezcan inertes como están ahora - continuó, como si estuviera dando una conferencia -. Por eso es completamente ilusorio contar con su colaboración mientras no esté acabado el proceso de desarrollo de esas masas, proceso en la realización del cual trabajamos. - ¿Qué proceso de desarrollo? - preguntó Kryltsov animándose de improviso -. Afirmamos estar contra el despotismo, ¿y no hacemos use nosotros mismos de un despotismo igualmente espantoso? - No veo en eso ningún despotismo - respondió Novodvorod, siempre tranquilo -. Digo solamente que conozco la vía que debe seguir el pueblo y que puedo indicársela. - Pero, ¿cómo sabes tú que la vía indicada por ti es la verdadera? ¿No es ése el despotismo que engendró tanto la Inquisición como las matanzas de la Revolución francesa? Y sin embargo, ésta declaraba también que conocía científicamente la vía única y verdadera. - El hecho de esos errores no prueba que yo esté en un error. Y además, nada más lejos que los sueños de los ideólogos de las conclusiones de la ciencia económica. La voz de Novodvorod llenaba toda la celda. Hablaba solo y los demás guardaban silencio. - Discuten siempre - dijo María Pavlovna cuando también Novodvorod se calló. - ¿Y usted qué piensa de eso? - preguntó Nejludov a María Pavlovna. - Yo creo que Anatolii tiene razón y que es imposible imponer nuestros puntos de vista al pueblo. - ¿Y usted, Katucha? - preguntó Nejludov con una sonrisa y un vago temor de que ella dijera lo que no convenía decir. - Yo creo que el pobre pueblo está aplastado - dijo ella ruborizándose -. Está demasiado aplastado el pobre pueblo. - ¡Exacto, Mijailovna! - exclamó Nabatov -. Aplastan rudamente al pueblo. Y no es justo que ocurra así. ¡En eso consiste nuestra obra! - Una extraña idea de nuestra misión revolucionaria - dijo malhumorado Novodvorod, quien se puso a fumar en silencio. - ¡Me es imposible hablar con él! -dijo Kryltsov en voz baja. Y se calló. - Y vale más no discutir - comentó Nejludov. XV Aunque Novodvorod fuese apreciado por todos los revolucionarios, aunque fuese muy sabio y lo considerasen muy inteligente, Nejludov lo colocaba entre los hombres de su partido que, estando desde el punto de vista moral por debajo del término medio, descienden incluso más bajo. Grande era su potencia intelectual, su numerador; pero la opinión que tenía de sí mismo, su denominador, era infinitamente mayor y desde hacía mucho tiempo había sobrepasado sus fuerzas intelectuales. Era un hombre de un carácter moral completamente opuesto al de Simonson. Este último era de esos temperamentos más bien masculinos en los que las acciones están, determinadas por la actividad del pensamiento. Novodvorod, por su parte, pertenecía a los temperamentos más bien femeninos, en los que la actividad intelectual está dirigida en parte hacia la realización del objetivo propuesto por el sentimiento y en parte hacia la justificación de los actos provocados por el sentimiento.

Toda la actividad de Novodvorod, aunque él no supiera presentarla con elocuencia ni apoyarla con argumentos convincentes, se le aparecía a Nejludov como basada sólo en la vanidad y en el deseo de predominar. Al principio, en el período de sus estudios, había asimilado, gracias a sus facultades, los pensamientos de otros y, al repetirlos fielmente, había destacado entre los profesores y los estudiantes en aquellos sitios donde esas facultades eran muy apreciadas: en el colegio, en la universidad y en el doctorado. Pero cuando recibió su diploma y terminó sus estudios, este dominio desapareció, según supo Nejludov por boca de Kryltsov, quien no le tenía simpatía a Novodvorod. Para seguir descollando en un nuevo ambiente, había modificado por completo sus ideas, y, de evolucionista, se habia convertido en «rojo». Gracias a la ausencia, en su carácter, de las cualidades morales y estéticas que hacen nacer dudas y vacilaciones, pronto adquirió la situación de jefe de partido, que satisfacía ampliamente a su amor propio. Una vez escogida su tendencia, no vacilaba ya, y de ahí su seguridad de no equivocarse nunca. Todo le parecía extraordinariamente simple, claro y cierto. Y, con su estrechez de miras, todo debía en efecto ser muy simple, muy claro y, según su expresión, no le quedaba más sino ser lógico. Tan firme era su seguridad, que necesitaba o rechazar a los hombres o dominarlos. Y evolucionando su actividad en un medio de gentes muy jóvenes, que tomaban su inconmensurable seguridad por profundidad y sabiduría, la mayoría se sometía a su ascendiente, y de ahí su autoridad. Su actividad consistía en preparar la revolución que le daría el poder y permitiría establecer una Asamblea Constituyente. Debía someter a esta asamblea su programa, y estaba absolutamente convencido de que este programa resolvía todas las cuestiones y que forzosamente había que realizarlo. Sus camaradas lo estimaban por su audacia y su resolución, pero no lo querían. Por su parte, él no quería a nadie; trataba como rivales a todos los hombres que destacaban de lo corriente y, si hubiera podido, habría obrado hacia ellos como el viejo mono macho trata a los jóvenes. Habría arrancado a esos hombres toda su inteligencia, y todas sus aptitudes, a fin de que no pudiesen estorbar la manifestación de sus propias facultades; no trataba bien más que a aquellos que se inclinaban ante él. Así obraba ahora con Kondratiev y con Vera Efremovna y con la bonita Grabetz, las dos enamoradas de él. Aunque en principio fuera partidario de la emancipación de la mujer, en el fondo las consideraba a todas tontas a insignificantes, excepto aquellas de las que, a menudo, se enamoraba sentimentalmente, como ahora de Grabetz; las consideraba entonces como mujeres superiores de las que únicamente él sabía apreciar las cualidades. Lo mismo que todos los problemas, el de las relaciones entre los sexos se le aparecía como muy simple, muy claro y perfectamente resuelto por el reconocimiento del amor libre. Tenía una mujer ficticia y otra verdadera; de ésta se había separado después de haber adquirido la convicción de que entre ella y él no existía amor real; y ahora se proponía entrar en una nueva unión libre con Grabetz (Entre la gente joven rusa de ideas avanzadas estaba extendida por aquellos años la costumbre de casarse ficticiamente, que era la expresión empleada, con una muchacha joven con el único objeto de substraerla a la autoridad de su familia y permitirle así que se dedicara a la actividad por ella elegida. No era en modo alguno la mujer efectiva de su marido, y cada uno de ellos podía, por su parte, entrar seguidamente en «unión libre» con un compañero o compañera elegidos, esta vez en realidad. - N. del T. ). Desdeñaba a Nejludov porque, según su expresión, éste «hacía teatro» con Maslova, y sobre todo porque se permitía discernir no solamente punto por punto, como él, Novodvorod, los defectos de la organización de la sociedad actual y los medios de modificarla, sino también porque lo hacía completamente a su manera, a la manera «principesca», es decir, tonta. Nejludov conocía muy bien esta opinión profesada por Novodvorod respecto a él y, a pesar de las excelentes disposiciones que lo

animaban durante todo aquel viaje, le pagaba con la misma moneda: no podía, con gran pena por su parte, dominar su fuerte antipatía hacia aquel hombre. XVI Las voces de las autoridades se dejaron oír en la celda contigua. Todos guardaron silencio a inmediatamente después entró el vigilante jefe seguido de dos soldados. Era retreta. El suboficial contó a los presos, señalando a cada uno con el dedo. Cuando llegó delante de Nejludov, le dijo familiarmente: - Ahora, príncipe, ya no puede quedarse usted después de la retreta. Va a tener que marcharse. Nejludov, sabiendo lo que aquello significaba, se acercó a él y le deslizó en la mano tres rublos que tenía preparados. -Bueno, no hay modo de discutir con usted; quédese todavía un poco. El suboficial iba a salir cuando entró otro suboficial seguido por un preso alto y delgado, de barba rala, con un ojo hinchado. - Vengo a ver a mi niña - dijo el preso. - ¡Oh, ha venido papá! - gritó de pronto una sonora vocecita. Y una cabeza rubia se asomó detrás de Rantseva, quien, ayudada por María Pav1ovna y Katucha, confeccionaba de una de sus faldas un nuevo vestido para la niña. - ¡Soy yo, hijita, soy yo! -dijo Buzovkin con ternura. - La niña está bien aquí - dijo María Pavlovna mirando con compasión el amoratado rostro del preso. - Las barinias me están haciendo un vestido - dijo la niña, mostrando a su padre el trabajo de Rantseva -, un vestido lindo, precioso. - ¿Quieres acostarte con nosotras? - preguntó Rantseva acariciando a la niña. - Sí. ¿Papá también? Uná sonrisa iluminó el rostro de Rantseva. - Papá. no pùede - dijo -. Entonces, nos la deja usted, ¿verdad? - preguntó ella al padre. - Vamos, déjela - dijo el suboficial parado a la puerta; luego salió con su colega. En cuanto los soldados se hubieron marchado, Nabatov se acercó a Buzovkin y le preguntó, tocándole en el hombro: - Bueno, hermano, ¿es verdad que Karamanov quiere cambiar con otro? El rostro amable y bonachón de Buzovkin se puso sombrío inmediatamente y sus ojos se velaron. - No hemos oído decir nada. No es probable. - Y, siempre con la misma mirada huidiza, añadió -: Bueno, hijita, quédate aquí con las barinias. -Y se apresuró a salir. - Está enterado de todo, y es verdad que han hecho el cambio - dijo Nabatov -. ¿Qué va usted a hacer, pues? -Cuando lleguemos a la ciudad informaré a la autoridad superior. Conozco a los dos de vista respondió Nejludov. Todos se callaban, con el deseo evidente de no abrir de nuevo la discusión. Simonson, quien durante todo aquel tiempo había estado silencioso, tendido en el rincón de una cama, con las manos tras la cabeza, se incorporó con decisión y, abriéndose paso a través de sus compañeros, se acercó a Nejludov. - ¿Puede usted atenderme ahora? - Desde luego - respondió Nejludov, quien se levantó para seguirlo.

Dirigiendo los ojos a Nejludov y encontrando su mirada, Katucha enrojeció y agachó la cabeza con aire perplejo. Simonson salió con Nejludov al corredor. Los ruidos y las explosiones de voces de los presos comunes se dejaban oír sin más. Nejludov hizo una mueca, pero Simonson no pareció turbarse lo más mínimo. - He aquí de qué se trata - empezó este último, mirando con sus bondadosos ojos, con atención y bien de frente, el rostro de Nejludov-. Conociendo sus relaciones con Catalina Mijailovna, considero que es mi deber... Pero tuvo que interrumpirse, porque a la puerta misma del corredor dos voces gritaban a la vez: ¡Te digo, imbécil, que no es mío! - gritaba una voz. - ¡Ahórcate con él, miserable! - respondía el otro. María Pavlovna salió en aquel momento al corredor. - Pero es imposible hablar aquí- indicó ella -. Pasad a esa celda; no está más que Vera. Los precedió, entró por una puerta vecina a una estrecha celda, evidentemente pensada para un solo preso y por el momento asignada a los condenados políticos. En la cama, con la cabeza tapada, estaba tendida Vera Efremovna. -Tiene jaqueca; duerme y no oye nada. Yo os dejo. - Al contrario, quédate - dijo Simonson -. No tengo secretos para nadie y muchísimo menos para ti. -Está bien - dijo Maria Pavlovna; y, con un movimiento de caderas típico de los niños, balanceando su cuerpo a derecha a izquierda, se sentó en la cama y se dispuso a escuchar, la mirada de sus hermosos ojos de oveja perdida en el vacio. - Bueno, he aquí el asunto: conociendo las relaciones de usted con Catalina Mijailovna, creo mi deber decirle cuáles son las mías. - ¿Qué quiere decir eso? - preguntó Nejludov, admirando a pesar suyo la simplicidad y la franqueza con que le hablaba Simonson. - Quiere decir que deseo casarme con Catalina Mijailovna... - ¡Asombroso! - exclamó Maria Pavlovna, clavando su mirada en Simonson. -...y he resuelto pedirle que sea mi mujer. - Pero, ¿qué puedo hacer yo? Eso depende de ella - replicó Nejludov. - Sí, pero ella no tomará ninguna resolución sin contar con usted. - ¿Y por qué? - Porque en tanto que no se aclare la cuestión de las relaciones entre ustedes, ella no tomará ninguna decisión. - Por mi parte, la cuestión está completamente resuelta. Yo quería hacer lo que considero mi deber y, además, mejorar su situación; pero en ningún caso tengo el propósito de estorbar su libertad de acción. - Pero ella no acepta que usted se sacrifique. - No hay en eso ningún sacrificio. - Y sé que la resolución que ella ha tomado es inquebrantable. - Entonces, ¿para qué pedir mi parecer? - Ella querría que usted lo reconociese también. - Pero, ¿cómo puedo reconocer que no debo hacer lo que considero un deber? Lo único que puedo decirle a usted es que yo no soy libre y ella sí lo es. Simonson permaneció pensativo algunos instantes.

- Está bien, se lo diré. Pero no crea usted que estoy enamorado de ella -prosiguió-. La quiero como a una bella y rara criatura que ha sufrido mucho. No le pido nada; pero tengo unos deseos terribles de acudir en su ayuda, de aliviar su sit... Nejludov observó con sorpresa el temblor de la voz de Simonson. - ...de aliviar su situación. Si ella no quiere aceptar su ayuda, ¡que acepte la mía! Si ella consintiera, pediría ser deportado al mismo sitio donde la encarcelen. Cuatro años no es una eternidad. Viviré cerca de ella y quizá pueda mejorar su suerte... La emoción le obligó a detenerse de nuevo. -Pero, ¿qué puedo decir yo?-preguntó Nejludov-. Me alegro de que ella haya encontrado un protector como usted. - Es lo que yo quería saber. Quería saber si, amándola como usted la ama, deseándole todo el bien posible, juzga usted nuestro casamiento como un bien para ella. - ¡Oh, desde luego! -exclamó Nejludov con firmeza. - No se trata más que de ella. Todo lo que yo querria es que esa alma que tanto ha sufrido pudiera reposar - dijo Simonson mirando a Nejludov con una ternura infantil que no se habría podido esperar de un hombre tan reservado. Se levantó, agarró la mano de Nejludov, se inclinó hacia él y, con una sonrisa tímida, lo besó. - Entonces, así se lo diré - concluyó, ya saliendo. XVII Ah, fíjese usted! - dijo María Pavlovna -. ¡Enamorado, completamente enamorado! No lo habría creído en mi vida. Vladimir Simonson enamoriscándose de una manera tan tonta, tan pueril. Es sorprendente, y se lo digo a usted con toda franqueza, eso me apena - dijo con un suspiro. -Pero, ¿qué piensa usted de Katucha? ¿Cómo toma ella la cosa? - ¿Ella? -Maria Pavlovna se detuvo, buscando sin duda una respuesta tan precisa como convincente ¿Ella? Mire usted, a pesar de su pasado, es una naturaleza de las más morales... y sus sentimientos son tan refinados... Ella lo quiere a usted con un cariño bueno, se siente dichosa pudiendo hacerle un bien, aunque sea un bien negativo: el de no ligarse usted a ella. En lo que la concierne, su casamiento con usted sería una terrible caída, sería peor que todo lo que le ha pasado; por tanto no consentirá nunca. Y, sin embargo, la presencia de usted la turba. - Entonces, ¿debo desaparecer? - preguntó Nejludov. María Pavlovna sonrió con su dulce sonrisa infantil. - Sí, en cierta medida. - ¿Qué quiere decir eso de desaparecer en cierta medida? - No le he dicho a usted la verdad... Pero en fin, en lo que a ella se refiere, yo queria decirle a usted que probablemente ella ve toda la insensatez del amor entusiasta de Simonson, aunque él no le haya dicho todavía nada de eso, y se siente a la vez halagada y aterrada. Mire usted, yo no soy competente en estas cuestiones, pero me parece que, por parte de Simonson, lo que hay es un sentimiento humano muy ordinario, por enmascarado que esté. Él insiste en que su amor estimula sus energías y que es platónico. Pero yo sé que si bien es un amor especial, no deja de tener en el fondo una cosa sucia, como le pasa a Novodvorod con Grabetz. Arrastrada por su tema favorito, Maria Pavlovna se había desviado de la cuestión. - Pero yo, ¿qué debo hacer? - preguntó Nejludov.

- Creo que usted debe hablarle. Siempre vale más que la situación sea clara. Voy a llamarla, ¿quiere usted? - Se lo ruego. María Pavlovna salió. Un sentimiento extraño invadió a Nejludov cuando se quedó solo en la pequeña celda, escuchando la respiración apacible, entrecortada a veces por suspiros, de Vera Efremovna, así como el estrépito incesante producido por los forzados al otro lado de la puerta. Las palabras de Simonson desligaban a Nejludov del compromiso que habia contraído y que, en los momentos de debilidad, le parecía pesado y aterrador; sin embargo, aquel cambio le resultaba desagradable, incluso penoso. En este sentimiento entraba también la conciencia de que la propuesta de Símonson destruía la superioridad de su acción, disminuía a sus ojos y a los de los demás el valor de su sacrificio: si un hombre, por lo demás, excelente, pero que no tenía ningún vínculo con ella, quería unir su destino al de Katucha, el sacrificio por parte de él, de Nejludov, no era ya tan completo. Quizá también había en él un simple sentimiento de celos: estaba tan acostumbrado al amor de Katucha hacia él, que no admitía la posibilidad de que ese amor se dirigiese a otro. Aquello arruinaba, además, un proyecto formado desde hacia mucho tiempo: vivir cerca de ella mientras cumpliese su pena. Si ella se casaba con Simonson, su presencia se haría inútil y tendría que combinar un nuevo plan de vida. Aún no había tenido tiempo de desmenuzar sus sentimientos cuando la puerta se abrió y entró el barullo creciente que llegaba de las celdas de los forzados (había aquel día entre ellos una agitación especial), y Katucha penetró en la celda. Se acercó a él con paso rápido. - María Pav1ovna me ha enviado aquí - dijo, deteniéndose muy cerca. -Si, tengo que hablarle. Pero siéntese. Vladimir Ivanovitch ha estado conversando conmigo. Ella se sentó, colocó las manos sobre las rodillas, muy tranquila en apariencia. Pero al oír el nombre de Simonson se puso toda arrebolada. - ¿Y qué le ha dicho? - preguntó. - Me ha dicho que quería casarse con usted. El rostro de Katucha se contrajo de pronto en una expresión de sufrimiento; pero bajó los ojos sin decir nada. - Me ha pedido mi consentimiento o mi consejo. Le he contestado que todo dependía de usted y que era usted la única que tenia que decidir. - ¡Ah, qué locura! ¿Por qué, por qué? - exclamaba mirando a Nejludov a los ojos con aquella mirada que bizqueaba de una forma muy especial y que a él lo dejaba siempre tan impresionado. Durante algunos segundos permanecieron así, los ojos en los ojos; y, para los dos, aquella mirada era elocuente. - Es usted quien tiene que decidir - repitió Nejludov. - ¿Qué he de decidir yo? - dijo ella -. ¡Todo está decidido hace ya mucho tiempo! - No, es usted quien tiene que decir si acepta la proposición de Vladimir Ivanovitch. - ¿Cómo pensar en el casamiento, yo, una «forzada»? ¿Por qué habría además de estropear la vida de Vladimir Ivanovitch? - dijo ella, poniéndose de pronto de humor tétrico. - Sí, pero si la indultan... - ¡Ah, déjeme! ¡No tenemos nada más que decirnos! Se levantó y salió. XVIII

Cuando, en seguimiento de Katucha, Nejludov volvió a la celda de los hombres, reinaba allí una cierta emoción. Nabatov, que husmeaba por doquier, observaba todo y entraba en relaciones con todo el mundo, había traído una noticia que había dejado estupefacta a la concurrencia: habia encontrado en una pared un billete escrito por el revolucionario Petline, condenado a trabajos forzados. Todo el mundo lo creía desde hacía mucho tiempo en Kara, y he aquí que se enteraban de su reciente paso por este sitio mismo, solo, en medio de un convoy de condenados de derecho común. « 17 agosto - se leía en aquel billete -. Me conducen a mí solo entre los presos comunes. Neverov estaba conmigo, pero se ha ahorcado en Kazán, en el manicomio. Yo estoy bien, tengo valor y espero todo el bien que el porvenir nos reserva.» Se discutía la situación de Petline y las causas del suicidio de Neverov. Kryltsov, con aire absorto, permanecía mudo y miraba fijamente ante él con ojos febriles. -Mi marido me dijo que Neverov ya tenía alucinaciones en la fortaleza de Pedro y Pablo - comentó Rantseva. - Sí, un poeta, un fantasioso. Hombres así no saben soportar el aislamiento - dijo Novodvorod -. Yo, por ejemplo, cuando me dejaban incomunicado, ponía frenos a mi imaginación y dividía mi tiempo de la manera más simétrica. Así, soportaba perfectamente todo. - ¿Quién habla de soportar? Por lo que a mí se refiere, muy a menudo me he sentido sencillamente feliz por estar en la cárcel - exclamó Nabatov con su voz enérgica y con la intención manifiesta de disipar la sombría preocupación de sus compañeros -. En libertad, siempre está temiendo uno algo: o que lo cojan, o comprometer a los demás, o comprometer la causa. Una vez encerrado, se acaba la responsabilidad. Se puede descansar. No hay más que estarse allí y fumar. - ¿Tú lo conocías íntimamente? - preguntó María Pavlovna, viendo con inquietud el rostro repentinamente descompuesto de Kryltsov. - ¡Neverov, un fantasioso! - dijo Kryltsov sofocándose de improviso como si hubiera estado mucho tiempo gritando o cantando -. Neverov era un hombre como la tierra produce pocos, como decía nuestro portero. Sí, era un hombre de cristal cuya alma se transparentaba. No solamente no mintió nunca, sino que nunca supo ni siquiera fingir; no sólo su epidermis era fina, sino que era como los que se han quemado, todos los nervios al descubierto. Sí, una naturaleza rica, compleja... Pero ¿de qué sirve hablar...? - Se calló un instante-. Discutimos para saber qué conviene más - añadió con aire sombrío e irritado -. Si es preciso primero instruir al pueblo y cambiar luego las condiciones de la existencia, o empezar primeramente por cambiar éstas; luego nos preguntamos cómo luchar: ¿por la propaganda pacífica o por el terror? Discutimos, sí... Pero ellos, ellos no discuten, saben lo que se hacen. Les importa poco que decenas y centenares de hombres tengan o no que ser sacrificados, ¡y qué hombres! Es más, les hace falta precisamente que sean los mejores los sacrificados. Sí, Hertzen decía que cuando se retiró de la circulación a los decembristas, se rebajó el nivel general de la sociedad. ¡Claro que se rebajó! Luego retiraron de la circulación a Hertzen mismo y a sus compañeros. ¡Ahora les toca el turno a los Neverovs! - ¡No los destruirán a todos! - dijo Nabatov con voz viril -. Siempre quedarán los suficientes para hacer pequeños. - No, no quedarán si tenemos lástima de los tiranos - dijo Kryltsov elevando la voz -. Dame un cigarrillo. - Pero tú no estás.bien, Anatolii- dijo María Pavlovna-. Te lo ruego, no fumes. - ¡Déjame en paz! - exclamó él con mal humor. Y encendió el cigarrillo; pero inmediatamente le dio un ataque de tos y sintió como deseos de vomitar. Después de haber escupido, continuó -: No, no hemos hecho lo que hacía falta. Basta de discusiones: ¡todos unidos... y aniquilarlos!

- Pero ellos también son hombres - dijo Nejludov. -No, no son hombres. No son hombres quienes pueden hacer lo que ellos hacen. Se dice ahora que acaban de inventar bombas y globos. Pues bien, montar en globo y espolvorearlos con bombas como si fueran chinches, hasta que todos revienten... Sí, porque... - pero no acabó; todo enrojecido, tuvo un ataque de tos más violento aún y le salió sangre por la boca. Nabatov corrió a buscar nieve. Maria Pavlovna vertió en un vaso unas gotas de tintura de valeriana y se lo llevó a Kryltsov. Pero él, con los ojos cerrados y la respiración entrecortada, apartaba a la joven con su mano delgada y blanca. Cuando la nieve y el agua fría lo hubieron calmado un poco, y lo acostaron para pasar la noche, Nejludov se despidió y salió con el suboficial, que lo esperaba desde hacía mucho tiempo. Los presos comunes se habían callado y la mayor parte dormía. Aunque en las celdas había gente en las camas, y debajo, y en los pasillos, los presos no habían podido acomodarse todos, y muchos se habían tendido en el corredor, la cabeza sobre sus sacos y tapados con sus húmedos capotes. Por la puerta de las celdas y en el corredor se oían ronquidos, suspiros, palabras pronunciadas en sueños. únicamente no dormían, en la celda de los solteros, algunos hombres agrupados alrededor de un cabo de vela, apagada aprisa al acercarse el suboficial; y, en el corredor, cerca de una lámpara, un viejo desnudo que quitaba piojos de su ropa. El aire hediondo del local de los condenados políticos parecía puro en comparación con la podredumbre sofocante que reinaba aquí. La humeante lámpara ardía como en medio de una neblina y se respiraba con dificultad. Para pasar por el corredor sin pisar a algún durmiente hacía falta antes buscar un sitio vacío donde poner el pie, y eso a cada paso. Tres hombres que no habían podido colocarse ni siquiera en el corredor se habían tendido en el vestíbulo, cerca de la cubeta de la que rezumaba un líquido infecto. Uno de ellos era un viejo idiota que Nejludov había encontrado a menudo durante el trayecto; un niño de diez años estaba acostado entre dos presos, sobre la pierna de uno de ellos, y la mejilla apoyada en su mano. En cuanto estuvo en la calle, Nejludov se detuvo y aspiró largo tiempo a pleno pulmón el aire helado. XIX El cielo se había estrellado. Caminando sobre el fango helado, endurecido a medias solamente a trechos, Nejludov regresó al albergue; golpeó en el cristal negro; el mozo de anchos hombros vino, descalzo, a abrirle la puerta y lo introdujo en el vestíbulo. Allí, a la derecha, se oía el ronquido ruidoso de los carreteros en la sala común. Al fondo, detrás de la puerta que daba al patio, se percibía el ruido de las mandíbulas de los caballos masticando la cebada; a la izquierda estaba la puerta que daba paso a la habitación de los viajeros de calidad. Aquí se percibía un olor a ajenjo seco y a sudor. E1 ronquido regular de poderosos pulmones se elevaba por detrás de un biombo, y, en un jarrito de cristal rojo, una lamparilla ardía ante los iconos. Nejludov se desnudó, tendió su manta de viaje sobre el diván de piel de topo, colocó su cojín de cuero y se acostó. Rememoró todo lo que había visto y oído en el curso de aquella jornada. A pesar de lo inesperado e importante de su conversación con Simonson y Katucha, no se detuvo en este acontecimiento: sus ideas sobre el tema eran demasiado complicadas y demasiado confusas para que no tratase de apartarlas. Pero se acordaba con tanta más claridad del espectáculo de aquellos desgraciados asfixiándose a consecuencia de la falta de aire y en revuelta confusión en medio de aquel líquido escapado de la cubeta. Se acordaba sobre todo de aquel niño de rostro inocente acostado sobre la pierna del forzado.

Saber que en alguna parte, muy lejos, hay hombres que torturan a otros, sometiéndolos a toda clase de humillaciones y de sufrimientos, es una cosa muy distinta a asistir, durante tres meses, al espectáculo incesante del martirio de los unos por los otros. Ahora Nejludov se daba cuenta. Más de una vez, durante aquellos tres meses, se había preguntado: «¿Soy yo quien estoy loco, quien veo lo que los otros no ven, o bien los locos son los que hacen lo que veo?», pero los hombres, y había muchísimos, cometían los actos que lo asombraban y lo aterraban, con una certidumbre tan tranquila de la necesidad de esos actos, a incluso de su importancia y de su utilidad, que era difícil tenerlos a todos por locos; sin embargo, tampoco podía creer en su propia locura, porque tenía la absoluta convicción de que su pensamiento era claro. Por eso permanecía perplejo. Lo que había visto durante aquellos tres meses se había condensado en la forma siguiente: con la ayuda de los tribunales y de la administración, se elegía, entre todos los hombres que vivían en libertad, a aquellos que eran los más nerviosos, ardientes, impresionables, bien dotados, fuertes, menos astutos y menos prudentes que los demás, en modo alguno más culpables y más peligrosos para la sociedad que aquellos a los que se dejaba en libertad; se les prendía, se les encerraba en las cárceles, se los colocaba en los lugares de deportación y de trabajos forzados, donde se los mantenía durante meses, años, en una ociosidad completa, en la despreocupación de la vida material, lejos de la naturaleza, de la familia, del trabajo, es decir, fuera de toda condición de vida natural y moral. En segundo lugar, en estos diversos establecimientos, esos hombres eran sometidos a toda clase de humillaciones inútiles: cadenas, uniformes degradantes, cabellos rapados, es decir, que se les quitaba el principal motor de la vida recta de los débiles: el cuidado de la opinión de los hombres, la vergüenza, la conciencia de la dignidad humana. En tercer lugar. estando su vida constantemente amenazada, sin hablar de los casos excepcionales, tales como las insolaciones, las inundaciones, el incendio, las epidemias, los golpes tan prodigados en las cárceles, se encontraban en ese estado de espíritu en que el hombre mejor, el más moral, comete, por instinto de conservación, los actos más crueles y los excusa en los demás. En cuarto lugar, esos hombres estaban obligados a sufrir la promiscuidad de hombres excepcionalmente pervertidos (precisamente por esas mismas instituciones): viciosos, asesinos, malhechores que actuaban, como la levadura en la masa, sobre sus compañeros todavía incompletamente depravados por los medios repetidos que se utilizaban para con ellos. En quinto lugar, en fin, martirizando a los niños, a las mujeres, a los viejos, golpeando, azotando, dando premios a los que entregaban a los fugitivos, vivos o muertos, separando a los maridos de las mujeres y emparejando mujeres desconocidas con hombres desconocidos, fusilando, ahorcando, se persuadía a los perseguidos, con los medios más convincentes, de que las violencias y las crueldades de toda índole, lejos de estar prohibidas, están autorizadas por el gobierno cuando se cometen en interés suyo y son de un empleo tanto más legítimo por parte de los que sufren el yugo, la necesidad y la desgracia. «Se diría que estas instituciones han sido inventadas expresamente para condensar en el más alto grado todo el vicio, toda la depravación que no se habría podido alcanzar de ninguna otra manera, y eso, con el fin de esparcirlos seguidamente lo más posible en la masa popular. Se diría que se han planteado el problema de encontrar el medio mejor y más seguro de corromper al mayor número posible de hombres», pensaba Nejludov, reflexionando sobre lo que ocurría en las cárceles y en los establecimientos penitenciarios. Centenares y millares de hombres son llevados cada año al más alto grado de depravación; luego se les suelta a fin de que propaguen los gérmenes de perversidad en las capas populares. Nejludov había visto de sobra en las cárceles de Tumen, Ekatetineburg, Tomsk, y durante los altos, con qué éxito se logra este objetivo que la sociedad parece perseguir. Hombres sencillos, que poseen los

principios habituales de la moral social rusa, campesina y cristiana, abandonaban estas concepciones y, en las cárceles, asimilaban otras nuevas, consistentes sobre todo en reconocer como lícita y provechosa cualquier violencia ejercida sobre la criatura humana. Los hombres que habían vivido en la cárcel aprendieron en ella, con todo su ser, que, en vista del trato que sufrían, todas las leyes de respeto y de compasión al prójimo, predicadas en las cátedras eclesiásticas o laicas, estaban en realidad abrogadas y que no tenían por qué cumplirlas. Nejludov había comprobado esta acción deprimente sobre todos los presos que él conocía: sobre Fedorov, sobre Makar a incluso sobre Tarass, quien, después de haber vivido durante dos meses la vida de las etapas, lo había dejado estupefacto por la inmoralidad de sus razonamientos. En ruta, se había enterado igualmente de cómo los presos que se fugan por la taiga arrastran con ellos a compañeros, luego los matan y se alimentan con su carne. Él mismo había visto a un hombre vivo acusado de esta monstruosidad y que la confesaba. Y lo terrible de esta situación era que ese caso de antropofagia no era un caso aislado, sino bastante frecuente. Sólo por un cultivo particular del vicio, cultivo al que se dedicaban en estas instituciones, se había podido llevar al ruso al estado al que había llegado de vagabundo, precursor de la recentísima doctrina de Nietzsche, que considera que todo es posible y que todo está permitido, cultivo que propaga esta doctrina primero entre los presos y luego en el pueblo ruso. La única explicación de todos estos procedimientos represivos podía ser el deseo de limitar los crímenes, de espantar, de corregir y de vengar legalmente, como se escribe en los libros; pero en realidad nada de aquello existía. En lugar de limitar los crímenes, no se hacía más que propagarlos; en lugar de intimidar, no se hacía más que alentar a los criminales, muchos de los cuales, principalmente los vagabundos, buscaban el encarcelamiento; en lugar de corregir, se desarrollaba el contagio sistemático de todos los vicios, y lejos de reducir el deseo de la venganza con los castigos administrativos, se lo hacía pacer en el pueblo, allí donde no existía antes. «Pero entonces, ¿por qué hacen todo eso?», se preguntaba Nejludov, sin encontrar respuesta alguna. Lo que más le asombraba era que todo aquello no se hacía por puro azar, por equivocación, una vez, sino siempre, desde hacía siglos, con esta sola diferencia: que antiguamente se arrancaba a los presos la nariz, se les cortaba las orejas, se les marcaba con hierro al rojo y se los trasladaba en carretas, en tanto que ahora se los conducía con esposas y en máquinas de vapor. La razón invocada por los funcionarios de que los hechos por los que él se indignaba procedían de la imperfección de los lugares de detención y de deportación y que todo aquello podía ser mejorado con la creación de cárceles de un nuevo modelo, no satisfacía en absoluto a Nejludov. Comprendía, en efecto, que su indignación no tenía por causa el arreglo más o menos confortable de las cárceles y de las prisiones. Los libros le habían enseñado, desde luego, la existencia de cárceles perfeccionadas, con timbres eléctricos, y el suplicio eléctrico recomendado por Tarde; pero estas violencias perfeccionadas sólo conseguían indignarlo aún más. Lo que le indignaba sobre todo era que los tribunales y los ministerios estaban compuestos por hombres que recibían crecidos sueldos, sacados del pueblo, en recompensa de que consultaban libros escritos por funcionarios como ellos y por el mismo motivo; que en esos libros encontraban un artículo correspondiente a cada acción que viola las leyes que ellos han escrito y que en virtud de ese artículo enviaban a hombres a alguna parte, muy lejos, allí donde no los veían ya y donde esos desgraciados, abandonados a los plenos poderes de directores, vigilantes, guardianes crueles y embrutecidos, perecían a millones, moral y físicamente. Por la frecuentación más asidua a las prisiones y a las penitenciarías, Nejludov había podido darse cuenta de que todos los vicios que se desarrollan entre los presos: la embriaguez, el juego, la insensibilidad, y todos los espantosos crímenes cometidos por ellos, incluyendo la antropofagia, no son

en modo alguno efecto del azar o resultado de la degeneración, de la monstruosidad del tipo criminal, como afirman sabios miopes, en provecho del gobierno, sino consecuencia forzosa de un error inexplicable, que consiste en creer que unos hombres pueden castigar a otros. Nejludov se daba cuenta de que la antropofagia empieza, no en la taiga, sino en los ministerios, en las comisiones y subcomisiones, y que en la taiga no hace más que acabar; se daba cuenta de que, por ejemplo, su cuñado, como por lo demás todos los magistrados y los funcionarios, desde el alguacil al ministro, no se cuidaban de la justicia o del bien del pueblo, como decían, sino de los rublos que les pagaban por cumplir la obra de la que resultaban toda aquella depravación y toda aquella miseria. Eso era evidente. «¿Es posible, pues, que este estado de cosas sea consecuencia de una equivocación? ¿Cómo hacer entonces para asegurar a todos esos funcionarios sus sueldos, a incluso darles una prima, para que no hagan lo que hacen?», pensaba Nejludov. Y, tras esta pregunta, después del segundo canto del gallo, a pesar de las pulgas que, al menor movimiento, surgían alrededor de él como de una fuente, se durmió con un profundo sueño. XX Cuando Nejludov se despertó, los carreteros se habían marchado desde hacía mucho tiempo; la patrona había tomado ya el té y, secándose con el pañuelo el grueso cuello sudoroso, entró para decirle que un soldado de la escolta había traído una carta. Era de María Pavlovna, quien le escribía para informarlo de que la crisis de Kryltsov era más seria de lo que se había creído: «Primeramente, queríamos dejarlo aquí y quedarnos con él, pero no nos lo han permitido. Lo llevamos por tanto con nosotros, corriendo el riesgo de un desenlace fatal. Procure usted, en cuanto llegue a la ciudad, actuar de forma que, si lo dejan alli, dejen con él a alguno de nosotros. Si para eso fuera necesario casarse con él, yo lo haría.» Nejludov envió al muchacho del albergue a la estación de postas para buscar caballos, y se apresuró a hacer sus maletas. No había acabado todavía su segundo vaso de té cuando ya el coche de postas, enjaezado como una troika, con todos los cascabeles sonando y las ruedas rebotando sobre la tierra endurecida como piedra, se detuvo ante la escalinata. Pagó la cuenta, se apresuró a salir y subió a la telega, dando la orden de ir lo más aprisa posible, con objeto de alcanzar al convoy. No lejos del pueblo llegó, en efecto, junto a las carretas abarrotadas de sacos y de enfermos. El oficial había marchado adelante. Los soldados, que seguramente habían bebido un poco, charlaban con regocijo caminando detrás y a los dos costados de la carretera. Las carretas eran numerosas. En cada una de las de delante iban amontonados seis «criminales» enfermos, y en cada una de las tres carretas de atrás, tres «políticos». En la última del todo estaban sentados Novodvorod, Grabetz y Kondratiev; en la segunda, Rantseva, Nabatov y aquella mujer enferma a la que María Pavlovna había cedido su plaza. En la primera, sobre heno y cojines, estaba tendido Kryltsov, teniendo cerca de él a María Pavlovna. Nejludov detuvo su coche junto a Kryltsov y se acercó a él. Uno de los soldados de la escolta, muy achispado, hizo señas, agitando los brazos, para que no se acercara, pero Nejludov no le hizo caso y caminó al lado de la carreta apoyándose en ella con una mano. Kryitsov, con túnica de piel de carnero con la lana por la parte de dentro, y gorro de astracán, tapada la boca con un pañuelo de cuello, parecía más delgado y más pálido que nunca; sus hermosos ojos se agrandaron y centellearon. Débilmente sacudido por los traqueteos, no apartaba los ojos de Nejludov; y a la pregunta de éste sobre su salud, se limitó a bajar los párpados y a sacudir la cabeza con mal humor; por lo visto, toda su energía se gastaba

en soportar los traqueteos. María Pavlovna estaba sentada al otro extremo de la carreta. Cambió con Nejludov un mirada significativa que expresaba su inquietud en cuanto al estado de Kryltsov, a inmediatamente dijo con tono jovial: - El oficial ha debido de avergonzarse - gritó, lo bastante alto para que su voz dominase el ruido de las ruedas -. Le han quitado las esposas a Buzovkin. Él mismo lleva a su hijita y camina con Katucha, Simonson y Vera, a la que he sustituido. Kryltsov pronunció algunas palabras confusas señalando a María Pavlovna; su rostro se contrajo en el esfuerzo que hizo por retener la tos, y de nuevo agachó la cabeza. Nejludov aproximó el oído para escuchar mejor. El enfermo liberó su boca del pañuelo y murmuró: - Ahora estoy mucho mejor. Con tal que no coja frío... Nejludov inclinó la cabeza en señal de asentimiento y cambió una mirada con María Pavlovna. - Bueno, ¿y el problema de los tres cuerpos? - murmuró Kryltsov, sonriendo penosamente -. Solución espinosa. Como Nejludov no comprendía, María Pavlovna le explicó que se trataba del famoso problema matemático sobre la relación de los tres cuerpos: el Sol, la Luna y la Tierra, y que Kryltsov, bromeando, había imaginado hacer de eso un punto de comparación con las relaciones existentes entre Nejludov, Katucha y Simonson. Kryltsov meneó la cabeza para aprobar la explicación de María Pavlovna. - No soy yo quien tengo que resolverlo - dijo Nejludov. - ¿Recibió usted mi billete? ¿Lo hará usted? - preguntó la joven. - Desde luego - respondió Nejludov. Y viendo algo de descontento en el rostro de Kryltsov, se alejó y volvió a subir a su telega; con las manos en los bordes, para sujetarse, se esforzó en adelantar al convoy de capotes grises y de pellizas de los encadenados, que se extendía a lo largo de una versta. Después de un rato de camino, Nejludov reconoció el pañuelo de Katucha, el abrigo negro de Vera Efremovna, la chaqueta y el gorro de punto de Simonson, así como las medias de lana blanca de este último, ceñidas por correas a modo de sandalias. Caminaba al lado de las dos mujeres y parecía hablar con calor. Al distinguir a Nejludov, las mujeres lo saludaron mientras Simonson levantaba su gorro con aire solemne. Nejludov, no teniendo nada que decides, los rebasó sin detenerse. Dejando el convoy atrás y volviendo a encontrar la carretera principal, el cochero aligeró la marcha, pero a cada momento tenía que apartarse para dejar paso a carros que circulaban en gran número. El camino, todo lleno de profundos surcos, atravesaba un sombrío bosque de chopos y de alerces que, por los dos lados, ostentaban sus hojas de color de arena próximas a caer. A mitad de camino, el bosque cesaba; a derecha á izquierda aparecieron campos; luego, las cruces doradas y las cúpulas de un monasterio. El día prometía ser hermoso, y las nubes se disipaban; el sol se levantó por encima del bosque, y el follaje húmedo, los charcos de agua, las cúpulas, las cruces, se pusieron a centellear bajo sus rayos. Al frente y a la derecha, en la lejanía violácea, blanquearon unas montañas. La troika penetró en un gran pueblo que ya hacía presentir la ciudad. La calle estaba llena de gente, rusos y siberianos, éstos con su extraño gorro y su amplia levita; hombres y mujeres, con algunos que otros borrachos, pululaban y bordoneahan ante las tiendas, las posadas, las tabernas y las carretas. La ciudad no estaba lejos. Azotando y recogiendo a su caballo por la derecha a inclinándose de lado en su asiento para llevar igualmente las guías a la derecha, el cochero de postas, queriendo seguramente lucirse, lanzó el coche por la carretera principal y llegó así cerca del río, al sitio donde se encontraba la balsa. Ésta se hallaba en aquel momento en medio del curso de agua rápida y regresaba hacia este lado, donde la aguardaban una veintena de carretas. Nejludov no tuvo que esperar mucho tiempo. Los remeros bogaban contra corriente, contrarrestando la rapidez del agua, con lo que la balsa atracó pronto a las planchas del embarcadero. Los balseros, altos muchachotes musculosos, de anchos hombros, con pellizas de piel de

carnero, lanzaron silenciosamente las amarras, con un ademán hábil y familiar, y las fijaron a los postes; habiendo bajado seguidamente la pasarela, dejaron salir a la orilla las carretas que habían transportado; luego se pusieron a embarcar las demás, apretando una al costado de otra, así como a los caballos, que se espantaban del agua. El ancho y rápido río golpeaba en los flancos de las barcas que sostenían la balsa, y el cable se tensaba. Cuando ya no hubo más sitio y la telega de Nejludov, desenganchados los caballos y aprisionados en medio de las carretas, fue colocada cerca de un borde, los balseros, sin preocuparse ya de los ruegos de quienes no habían podido encontrar sitio, alzaron la pasarela, soltaron las amarras y se lanzaron a navegar. En la balsa reinaba el silencio, entrecortado solamente por los pasos de los balseros y los golpes, sobre las planchas, de los cascos de los caballos, que cambiaban alternativamente el apoyo de sus patas. XXI Nejludov estaba en pie al borde de la balsa y contemplaba la corriente fugitiva. Dos imágenes pasaban una y otra vez ante sus ojos: la cabeza oscilante de Kryltsov, que, con acrimonia, se moría; y el rostro de Katucha, caminando con paso firme al borde de la carretera, al lado de Simonson. La primera impresión: la vista de Kryltsov que se moría y que no se resignaba a la muerte, resultaba penosa y triste; y en cuanto a la segunda: la visión de Katucha, beneficiándose del amor de un hombre como Simonson y metida en lo sucesivo en la vía firme y segura del bien, habría debido alegrar a Nejludov, y sin embargo le resultaba tan penosa, que no podía soportar su peso. Sobre la superficie del agua vibraba, llegado de la ciudad, un tañido, un temblor de cobre que brotaba de una gran campana. El cochero de posta y todos los carreteros se quitaron sucesivamente el gorro a hicieron la señal de la cruz. Un viejecillo harapiento, colocado más cerca del borde que los demás, no se persignó y, levantando la cabeza, clavó los ojos en Nejludov, quien aún no se había fijado en él. Aquel viejecillo iba vestido con un caftán remendado, un pantalón de paño y zapatos con los tacones comidos. Del hombro le colgaba un saquito y se tocaba la cabeza con un alto gorro de piel todo raído. - ¿Y tú, viejo, por qué no rezas? -le preguntó el cochero de Nejludov, volviendo a encasquetarse el gorro-. ¿Es que no estás bautizado? - ¿Y a quién rezar? - replicó, con aire resuelto y provocativo, el viejo harapiento, machacando las sílabas. - Ya se sabe a quién: a Dios - dijo el cochero con tono irónico. - Pues muéstrame dónde está tu Dios. Los rasgos del anciano expresaron tanta seriedad y firmeza, que el cochero, comprendiendo que tenía que enfrentarse con alguien más astuto que él, se turbó ligeramente; pero no dejó traslucir nada, y, para no parecer que quedaba por debajo ante el público atento a la discusión, replicó vivamente: - ¿Dónde? Ya se sabe: en el cielo. - ¿Es que tú has ido allí? - Que yo haya ido o no, poco importa; todo el mundo sabe que hay que rezarle a Dios. -Nadie ha visto a Dios en ninguna parte. Su Hijo, de la misma esencia, y que está en el seno del Padre, es el que lo ha revelado- dijo el viejo con la misma vivacidad y aire grave y sombrío. -Sin duda, tú no eres cristiano. Eres un pagano, rezas al vacío - dijo el cochero, metiéndose el mango del látigo en el cinto y arreglando los arneses de sus caballos. Alguien se echó a reír.

- Bueno, padrecito, ¿de qué religión eres tú? - preguntó un campesino de cierta edad que se mantenía al borde de la balsa, al lado de su carreta. - No tengo religión ninguna. Tampoco creo en nadie, sino en mí mismo - respondió el anciano con la misma pronta decisión. - ¿Y cómo puede creer uno en sí mismo? - dijo NejIudov, interviniendo -. Uno puede equivocarse. - ¡Nunca jamás! - dijo el viejo, sacudiendo la cabeza. - ¿Por qué hay entonces varias religiones? - insistió Nejludov. - Pues precisamente porque se cree a los demás en lugar de creer uno en sí mismo. Por mi parte, creí en los hombres y anduve sin rumbo como si estuviera en la taiga. Me perdí hasta el punto de temer que ya no podría salir de allí. Lo mismo los viejos creyentes que los nuevos creyentes, y los Subotniki, y los llysty, y los Popovtsy, y los Bezpopovtsy, y los Austriaks, y los Molokanes, y los Skoptsy, todos alaban su religión como si fuera la única, y todos se han extraviado como una jauría de perros jóvenes todavía ciegos. La fe es múltiple, pero el Espíritu es uno. En ti, en mí, en él: eso quiere decir que cada cual debe creer en su espíritu y así todos estarán unidos. Que cada cual sea él mismo, y todos se asemejarán. El viejo hablaba alto, sin dejar de mirar en torno de él, con el deseo manifiesto de ser oído por el mayor número posible. - ¿Hace mucho tiempo que opina usted así? - preguntó Nejludov. - ¿Yo? Sí, hace mucho tiempo. Hace más de veintidós años que me persiguen. - ¿Cómo es eso? - Lo mismo que persiguieron al Cristo. Me cogen y me llevan ante los tribunales, ante los popes, los doctores, los fariseos; incluso me encerraron en un manicomio. Pero no pueden nada contra mí, porque soy libre. «¿Cómo lo llaman?», me dicen. Ellos creen que me daré cualquier título, pero no acepto ninguno. He renegado de todo: nombre, región, patria, no tengo nada: soy yo mismo. ¿Que cómo me llaman? ¡Un hombre! « ¿Y qué edad? » No cuento los años, digo yo, y me es imposible contarlos, porque siempre he sido y siempre seré. «¿Quiénes son tu padre y tu madre?», dicen. No tengo ni padre ni madre, respondo, excepto Dios y la Tierra: Dios es el padre, la Tierra es la madre. «¿Y al zar, lo reconoces?», dicen ellos. ¿Por qué no reconocerlo? Él es su zar, y, por mi parte, yo soy mi zar. «Vamos, ya has hablado bastante», dicen. No te pido que hables conmigo, respondo yo. Y entonces me cargan de miserias. - ¿Adónde va usted ahora? - le preguntó Nejludov. - Adonde Dios me lleve. Cuando tengo trabajo, lo hago; cuando no lo tengo, mendigo - respondió, al notar que la balsa se acercaba a la otra orilla, y paseando sobre todos sus oyentes una mirada triunfal. La balsa atracó. Nejludov sacó su portamonedas y tendió al viejo una moneda, que éste rehusó. - No acepto eso; tomo pan. - Entonces, perdone. - No hay nada que perdonar. No me has ofendido. Y sería difícil ofenderme- dijo el viejo, volviéndose a colocar al hombro el saco que había soltado en el suelo. Una vez en tierra la telega de postas, volvieron a enganchar los caballos. ¿Para qué hablarle, barin? - dijo el cochero a Nejludov cuando éste, después de haber dado una propina a los balseros, volvía a subir al coche -. ¡Un vagabundo despreciable! XXII Después de haber subido la cuesta, el cochero volvió la cabeza.

- ¿A qué hotel hay que llevarlo? - ¿Cuál es el mejor? -El mejor es el «Siberiano»; pero tampoco se está mal en casa de Dukov. - Donde tú quieras. El cochero volvió a mirar al frente y aceleró la marcha. La ciudad era como todas las ciudades: las mismas casas con tejados verdes, la misma catedral, las mismas tiendas y almacenes en la calle principal y hasta los mismos agentes de policía. La única diferencia consistía en que todas las casas eran de madera y en que las calles no estaban pavimentadas. En una de las más animadas de estas calles, la troika se detuvo ante la escalinata de un hotel. Pero no había ninguna habitación libre y hubo que ir a buscar una en otro hotel. Por primera vez, después de dos meses, Nejludov volvió a hallarse en las condiciones de limpieza y de comodidad relativas a las que estaba acostumbrado. Por poco lujosa que fuese la habitación, se sintió sin embargo complacido después de los coches de postas, los albergues y los relevos. Sobre todo, tenía que quitarse los piojos, de los que nunca se había podido librar por completo desde que visitaba a los presos. Después de haber abierto sus maletas, se dirigió inmediatamente al baño; luego volvió a ponerse su ropa de ciudad: camisa almidonada, pantalón, redingote y abrigo, que tenía la huella de los pliegues, y se dirigió a casa del gobernador general. Llamado por el portero del hotel, un coche, tirado por un caballo quirguiz de buena talla y bien nutrido, depositó a Nejludov ante un amplio y hermoso edificio guardado por centinelas y por un agente de policía. Delante y detrás se extendía un jardín donde, entre las desnudas ramas de los álamos y de los chopos verdeaban, espesos y oscuros, pinos y abetos. El general estaba indispuesto y no recibía. Pero Nejludov le insistió al lacayo para que pasase su tarjeta de visita; el lacayo volvió con una respuesta favorable. -El general le ruega que entre. El imponente vestíbulo, el lacayo, los centinelas, la escalera, el gran salón con su brillante parqué encerado, todo aquello recordaba a Petersburgo, salvo que era un poco más sucio y más majestuoso. Hicieron entrar a Nejludov en el despacho. Ligeramente abotagado, con una nariz como una patata, protuberancias en la frente y en el calvo cráneo, bolsas bajo los ojos, el general, hombre sanguíneo, estaba sentado, envuelto en un batín tártaro de seda; con el cigarrillo en los dedos, bebía té en un vaso con soporte de plata. - Buenos días, padrecito. Perdóneme que lo reciba en batín. Por lo menos es mejor que no recibirlo dijo, cerrando la prenda sobre su poderoso cuello -. No estoy muy bien y no salgo. ¿Qué buen viento lo trae por estos confines del mundo? - Vengo acompañando al convoy de presos entre los cuales se encuentra una persona que me interesa muchísimo - replicó Nejludov-, y he venido a solicitar una gracia de vuecencia, tanto en favor de esa persona como por otro motivo. El general aspiró el humo de su cigarrillo, bebió un sorbo de té, apagó el cigarrillo en el cenicero de malaquita y, sin apartar de Nejludov sus ojos estrechos y chispeantes ahogados por la grasa, lo escuchó con aire grave. No lo interrumpió más que para preguntarle si deseaba fumar. El general pertenecia a esa categoria de militares sabios que creen posible conciliar el espíritu liberal, humanitario, con su profesión. Pero, inteligente y bueno por naturaleza, pronto se había dado cuenta de la imposibilidad de esta conciliación y, para ocultarse el desacuerdo interior en que se encontraba constantemente, se entregaba cada vez más a la costumbre, tan extendida entre los militares, de beber mucho alcohol; y esta costumbre se había hecho en él tan inveterada, que, después de treinta y cinco años de servicios militares, se había convertido en lo que los médicos llaman un alcohólico. Estaba

todo empapado en alcohol. Le bastaba tomar un poco de licor para sentir inmediatamente los efectos de la embriaguez. Pero el alcohol era para él una cosa indispensable, y a la caída de la tarde se encontraba completamente borracho, pero lo bastante entrenado para no titubear ni divagar. Incluso si se le escapaba alguna extravagancia, ocupaba un puesto tan elevado, que cualquier tontería dicha por él era, a pesar de todo, considerada cosa sensata. Solamente por las mañanas, como Nejludov lo encontraba en aquellos momentos, tenía toda su razón, podía comprender lo que le decían y llevar a cabo con más o menos éxito el proverbio ruso que le gustaba repetir: «Borracho, pero inteligente: ¡dos cualidades en él! » En las esferas gubernamentales se conocía su vicio, pero sabían también que era más instruido que los demás - aunque su instrucción se hubiese detenido en el punto donde había empezado a predominar la botella -, atrevido, hábil, representativo, con tacto, incluso en estado de embriaguez; por eso lo habían nombrado para la plaza que ocupaba y lo mantenían en ella. Nejludov contó al general que la persona por la que se interesaba era una mujer, condenada injustamente, y que había presentado en favor de ella un recurso de gracia al emperador. - Perfectamente, y entonces, ¿qué? - dijo el general. - Me habían prometido, de Petersburgo, que me informarían sobre la suerte de esa mujer lo más tarde en el mes actual, y aquí mismo... Sin apartar los ojos de Nejludov, el general avanzó sus cortos dedos sobre la mesa, llamó y continuó escuchando, fumando y tosiendo ruidosamente. - Quisiera pedirle a usted, si la cosa es posible, retener a esa mujer aquí hasta la llegada de la respuesta. El lacayo, un asistente con uniforme militar, entró. - Pregunta si está ya levantada Ana Vassilievna - dijo el general - y trae más té. ¿Y qué más? preguntó, volviéndose hacia Nejludov. - Mi segundo ruego se refiere a un preso, politico que forma parte del mismo convoy. - ¡Ah, caramba! - dijo el general con un significativo movimiento de cabeza. - Está gravemente enfermo, moribundo, y sin duda lo dejarán aquí en el hospital. Pues bien, una de las condenadas políticas querría quedarse a cuidarlo. - ¿Le toca algo? -No; pero está dispuesta a casarse con él si ésa es una condición para poder quedarse. Con sus brillantes ojos, el general escrutó fijamente y en silencio a su interlocutor, con un visible deseo de turbarlo, y sin dejar de fumar. Cuando Nejludov hubo acabado de hablar, el gobernador cogió un libro que tenía sobre la mesa; se humedeció los dedos para hojearlo rápidamente, encontró el artículo relativo al casamiento y lo leyó. - ¿A qué pena está ella condenada? - preguntó, apartando la vista del libro. - A trabajos forzados. - Entonces, la situación no mejoraría con el casamiento. - Pero... - Permítame. Si ella se casara con un hombre libre, tendría de todos modos que purgar su pena. Se trata de saber cuál de los dos está condenado a la más fuerte. - Los dos están condenados a trabajos forzados. - Entonces, están empatados - dijo, riendo, el general -. A él se le puede dejar, a causa de su enfermedad - prosiguió -, y ni que decir tiene que se hará todo to posible por curarlo; pero en cuanto a ella, aunque se casase con él, no puede quedarse aquí. - La generala está tomando el café - anunció el lacayo. El general aprobó con la cabeza y continuó: - Por lo demás, voy a reflexionar. ¿Cómo se llaman? Apúntelo usted aquí.

Nejludov hizo la anotación. . - Tampoco puedo concederle eso - respondió el general cuando Nejludov le rogó que le dejase ver al enfermo -. Desde luego, no sospecho nada de usted; pero usted se interesa por él y por los demás, y usted tiene dinero. Y aquí se compra todo. Me dicen que extirpe la concusión. ¿Cómo extirparla, si todos son concusionarios? Y cuanto menor es la categoría del funcionario, tanto más toma. ¿Qué quiere usted? ¿Cómo puedo controlar a un hombre a una distancia de cinco mil verstas? Él es allí un pequeño zar como, por lo demás, lo soy yo aquí - y se echó a reír-. Sin duda, usted ha tenido entrevistas con los condenados politicos; usted ha dado dinero y le han dejado pasar, ¿no es así? - dijo con una sonrisa. - Sí, es verdad. - Le comprendo; se veía usted obligado a obrar así. Usted quiere ver a un «político», del que tiene usted lástima. Entonces, el vigilante jefe, o un suboficial de la escolta, acepta su propina, porque él recibe por todo sueldo algunos miserables copeques, tiene una familia y no sabría negarse. En su lugar, lo mismo que en el de usted, yo haría to mismo; pero en el mío, no puedo permitirme apartarme lo más mínimo del reglamento, precisamente porque soy un hombre y puedo ser accesible a la piedad. Ahora bien, soy el ejecutor de las órdenes dadas; han tenido confianza en mí bajo ciertas condiciones y debo justificar esa confanza. Esta cuestión queda, pues, zanjada. Y ahora, cuénteme lo que pasa entre ustedes, en la metrópoli. El general se puso a preguntar, a contar, con el doble deseo de enterarse de noticias y de hacer valer toda su importancia y todo su humanitarismo. XXIII Bueno, y hablando de otra cosa, ¿dónde se ha alojado usted? ¿En casa de Duc? Se está allí tan mal como en los demás hoteles. Pero venga a cenar -dijo el general, acompañando hasta la puerta a Nejludov-. A eso de las cinco. ¿Habla usted inglés? - Sí. - Entonces, perfecto. Mire usted, ha llegado aqua un turista inglés. Estudia los lugares de deportación y las prisiones de Siberia. Cena con nosotros; así, pues, venga usted también. Cenamos a las cinco, y a mi mujer le gusta la puntualidad. Le daré al mismo tiempo la respuesta respecto a esa mujer y también respecto al enfermo. Quizá pueda dejarse a alguien con él. Nejludov se despidió del general. En vena de actividad, se dirigió a la oficina de correos. La oficina donde éntró era baja y abovedada; detrás de los pupitres estaban sentados los empleados, que distribuían la correspondencia a un numeroso público. Uno de ellos, la cabeza inclinada a un lado, no dejaba de golpear con un matasellos los sobres que hacía deslizar hábilmente. Al decir su nombre, atendieron inmediatamente a Nejludov y le entregaron una correspondencia bastante voluminosa. Había allí paquetes, varias cartas, libros y el último ejemplar del Mensajero de Europa. En posesión de su correspondencia, se apartó y se acomodó en un banco donde, en actitud expectante, estaba sentado un soldado portador de un registro; Nejludov se colocó junto a él y examinó los envíos. Entre sus cartas había una certificada, en un hermoso sobre cerrado por un sello muy limpio de deslumbrante lacre rojo. Lo abrió y, al ver que era una carta de Selenin, acompañada de un papel administrativo, sintió que la sangre le afluía al rostro y que se le apretaba el corazón. Era la solución del asunto de Katucha. ¿Cuál podría ser esa solución? ¿Sería una negativa? Nejludov recorrió rápidamente la letra fina, poco legible, rota, pero firme, y lanzó un suspiro de alivio: la solución era favorable. «Querido amigo - escribía Selenin -: Nuestra última conversación me dejó profundamente impresionado. Tenías razón en lo que se refiere a Maslova. He examinado atentamente los autos y he

comprobado que se habia cometido una atroz injusticia con ella. Pero no se podía remediarla más que dirigiendo, como tú has hecho, una instancia a la comisión de gracias. He podido ayudar a la solución del asunto y te incluyo aquí copia de la gracia a la dirección que me ha indicado la condesa Catalina Ivanovna. El acta auténtica ha sido enviada a la sede del tribunal que juzgó a tu protegida y sin duda la transmitirán urgentemente a la cancillería de Siberia. Me apresuro a comunicarte esta agradable noticia. Te estrecho cordialmente la mano. »Tuyo, Selenín.» El documento administrativo estaba concebido así: «Cancillería encargada de las peticiones dirigidas a S. M. Imperial. - Tal asunto, tal jurisdicción, tal departamento, tal fecha -. Por orden del director de la Cancillería encargada de las peticiones dirigidas a S. M. Imperial, se hace saber a la mestchanka Catalina Maslova que S. M. el Emperador, sobre el informe que le ha sido humildemente presentado con relación a la instancia de Maslova, se ha dignado ordenar que su condena a trabajos forzados sea conmutada por la pena de deportación en un lugar cercano a Siberia.» La noticia era feliz e importante. Era todo lo que Nejludov podia desear para Katucha y para él mismo. Desde luego, este cambio en la situación de la joven daba nacimiento a nuevas complicaciones en sus relaciones mutuas. Mientras ella seguía siendo «forzada», el casamiento que él le proponía no podia ser más que ficticio y no tenía otro objeto que el de mejorar su situación. Ahora nada impedía que los dos hicieran vida matrimonial. Y Nejludov no estaba preparado para eso. Luego estaba también el incidente Simonson. ¿Qué significaban las palabras pronunciadas el día anterior por Katucha? Y, si consentía en unirse a Simonson, ¿sería eso un bien o un mal? No llegaba a poner en claro aquellos pensamientos, y los apartó. «Todo se irá aclarando poco a poco - pensó -. Lo más urgente es verla, comunicarle la feliz noticia y hacer que la pongan en libertad.» Creía suficiente para eso la copia que poseía. Al salir de la oficina de correos, dijo al cochero que lo llevara a la cárcel. Aunque, por la mañana, el general no lo hubiera autorizado a visitar la cárcel, Nejludov, sabiendo por experiencia que lo que a menudo es imposible obtener de la autoridad superior se obtiene fácilmente de los inferiores, quiso intentar ver sin tardanza a Katucha, anunciarle la buena noticia, quizás incluso hacerla salir de la cárcel, preguntar al mismo tiempo por el estado de salud de Kryltsov y comunicarle, lo mismo que a María Pavlovna, la respuesta del general. El director de la cárcel era un hombre alto y grueso, imponente, bigotudo, con patillas que le llegaban hasta las comisuras de la boca. Acogió muy severamente a Nejludov y le participó que, sin la autorización de los jefes, las entrevistas estaban prohibidas a los extraños. Al comentario de Nejludov de que lo habían dejado entrar, incluso en la capital, el director respondió: - Es muy posible. Pero yo me opongo. Su entonación significaba: «Ustedes, señores de la capital, creen asombrarnos; pero nosotros, incluso en la Siberia oriental, conocemos bastante los reglamentos para decir que no.» La copia del oficio de la Cancillería particular tampoco ejerció efecto alguno. El director se negó rotundamente a admitir a Nejludov en el recinto de la prisión. En cuanto a la ingenua suposición de Nejludov de que Maslova podía quedar en libertad a la vista de aquella simple copia, respondió con una sonrisa desdeñosa, declarando que para poner a un preso en libertad le hacía falta una orden de su jefe directo; todo lo que podía prometer era informar a Maslova de su gracia y no detenerla ni un solo minuto en cuanto hubiera recibido la comunicación de sus jefes. Se negó igualmente a dar detalles sobre la salud de Kryltsov, arguyendo que ni siquiera tenía derecho a decir que estaba en la cárcel un preso de ese nombre.

Así, sin haber obtenido nada, Nejludov volvió a subir a su coche y regresó al hotel. Es cierto que la severidad del director tenía otro motivo: era que la prisión estaba atestada con doble número de presos del que debía contener normalmente, lo que había producido una epidemia de fiebre tifoidea. En ruta, el cochero habló de eso: - La población disminuye mucho en la cárcel; no sé qué enfermedad se los lleva, pero están enterrando hasta veinte personas por día. XXIV A pesar de su fracaso en la cárcel, Nejludov, siempre bajo el impulso de una actividad febril, se dirigió a la Cancillería del gobierno para preguntar si había llegado la comunicación oficial de la gracia de Maslova. No se había recibido nada, y Nejludov, al volver al hotel, escribió sin tardanza a Selenin y a su abogado para informarlos. Después de haber terminado sus camas, miró su reloj. Era hora de ir a cenar a casa del general. Durante el trayecto, lo obsesionó de nuevo el pensamiento de la acogida que Katucha haría a su gracia. ¿Adónde la enviarían? ¿Cómo viviría él con ella? ¿Y Simonson, qué actitud adoptaría respecto a él? Recordó el cambio sobrevenido en ella y rememoró el pasado de la joven. « ¡Hay que olvidar, hacer tabla rasa! - pensó, deseoso de alejar aquellos pensamientos -. Más adelante veremos.» Y se puso a reflexionar sobre to que diría al general. Aquella cena en casa del gobernador, en medio del fausto de la gente rica, entre funcionarios de alta categoría, cosas todas tan familiares para Nejludov, le resultaba particularmente agradable después de la larga privación, no sólo de aquel lujo, sino incluso del confort más elemental. La dueña de la casa era una gran dama petersburguesa de los viejos tiempos; antigua dama de honor en la corte de Nicolás I, hablaba naturalmente el francés, y el ruso en raras ocasiones. Su actitud era rígida y, en los movimientos que hacían sus manos, no separaba sus codos del talle. Testimoniaba a su marido un respeto tranquilo, ligeramente melancólico, y se mostraba afable con sus visitantes, pero con ciertos matices según la categoría de los mismos. Acogió a Nejludov en plan familiar, con un halago fino, imperceptible, lo que le recordó a él todos sus méritos y lo llenó de una agradable satisfacción. Ella le dio a entender que conocía el motivo un poco singular, pero digno, de su viaje a Siberia y que lo consideraba un hombre excepcional. Aquel elogio delicado y el lujo elegante que reinaba en la casa del general indujeron a Nejludov a abandonarse por completo al placer de saborear aquella rica decoración, la buena mesa, el agrado de la charla con personas distinguidas y de su mundo; como si todo lo que había ocurrido aquellos últimos días no fuera más que un sueño del que salía para volver a la realidad. Además de los familiares de la casa (la hija del general con su marido y el ayudante de campo), estaban invitados a la cena el inglés que ya se ha mencionado, un propietario de minas de oro y un gobernador en tránsito, llegado del fondo de Siberia. A Nejludov le agradaba encontrarse con ellos. El inglés, un hombre bien parecido, de vivos colores, que hablaba detestablemente el francés, pero, por el contrario, manejaba con gran elocuencia su lengua materna, había viajado mucho, visto muchas cosas, a interesaba al auditorio por sus relatos sobre América, la India, el Japón y Siberia. El joven propietario de minas de oro, hijo de mujik, tenía en la camisa botonadura de brillantes y se hacía vestir en Londres; poseedor de una rica biblioteca, era también muy generoso con las obras de caridad y profesaba opiniones liberales. Era agradable a interesante para Nejludov, en el sentido de que

representaba un tipo completamente nuevo: un injerto feliz de la cultura europea en el robusto árbol silvestre que es el mujik. El gobernador de la lejana ciudad de Siberia era aquel mismo ex jefe de departamento en un ministerio del que tanto se había hablado durante la estancia de Nejludov en Petersburgo. Era un hombre orondo, de escasos cabellos rizados; los ojos, de un azul tierno; el vientre abombado, manos blancas y cuidadas, adornadas de sortijas, y sonrisa amable. El gobernador general, dueño de la casa, lo estimaba porque no se dejaba sobornar. La generala; por su parte, gustándole mucho la música y pianista de talento, lo apreciaba profundamente porque él sabía muy bien acompañarla a cuatro manos. Y el buen humor de Nejludov era tal, que aquel hombre tampoco le desagradaba. Alegre, enérgico, azulado el mentón, ofreciendo a cada momento sus servicios, el ayudante de campo lo atraía por su aire de niño bueno. Pero Nejludov se sentía seducido sobre todo por la hija del general y por su marido, pareja joven y encantadora. Ella no era bonita, pero sí muy simpática, y estaba absorbida por completo por sus dos primeros hijos; el marido, con quien se había casado por amor, después de una larga lucha contra sus padres, se había licenciado en la Facultad de Derecho de Moscú; modesto a inteligente, era un funcionario de opiniones liberales; se ocupaba de estadísticas, sobre todo de la relativa a las tribus de Siberia, que estudiaba con ardor, esforzándose en salvarlas de la desaparición progresiva. No solamente se mostraban todos amables y afectuosos con Nejludov, sino que se les notaba claramente que se sentían felices por la imprevista llegada de un hombre tan interesante. El general se presentó de uniforme para cenar, la cruz blanca al cuello; saludó a Nejludov como a un viejo amigo y luego invitó a los convidados a tomar aguardiente y entremeses. A la pregunta del general sobre lo que había hecho después de su visita de la mañana, Nejludov le contó que había estado en Correos y había tenido la noticia de la gracia concedida a la persona de la que le había hablado, y pidió de nuevo autorización para visitar la cárcel. Descontento por tener que hablar de asuntos de servicio durante la cena, el general frunció las cejas sin responder nada. - ¿Quiere usted aguardiente? - preguntó en francés al inglés, que se acercaba. Éste bebió un vasito y contó que durante el día había visitado la catedral y una fábrica y que deseaba ver todavía la cárcel principal. - ¡He aquí una combinación perfecta! - exclamó el general dirigiéndose a Nejludov -. Irán ustedes juntos. Extiéndales un pase - dijo al ayudante de campo. - ¿Cuándo quiere usted ir? - preguntó Nejludov al inglés. - Prefiero visitar las cárceles al anochecer, cuando todos los presos están en sus celdas, nadie espera una visita y todo está como de costumbre. - ¡Ah, quiere ver la cosa en toda su belleza! ¡Pues que la contemple! Por mi parte, escribo y advierto y no me escuchan. ¡Que aprendan ahora por los periódicos extranjeros! -dijo el general, acercándose a la gran mesa donde ya la dueña de la casa iba colocando a sus invitados. Nejludov estaba sentado entre ella y el inglés; tenía enfrente a la hija del general y al ex jefe de departamento. Se empezó a conversar sin orden ni concierto: ora se hablaba de la India, que el inglés conocía bastante a fondo; ora de la expedición de Tonkín, juzgada severamente por el general; ora de las malversaciones sistemáticas en Siberia, cosas todas que sólo a medias interesaban a Nejludov. Pero después de la cena, tomando el café en el saloncito, se entabló una discusión interesante entre la dueña de la casa y el inglés a propósito de Gladstone. Habiendo tomado parte Nejludov, pudo enorgullecerse de haber dicho cosas inteligentes y admiradas por su auditorio. Después de una buena comida acompañada de vino y de café, Nejludov, hundido en una blanda butaca, entre gente afable y

distinguida, se sintió invadido de un bienestar cada vez más agradable. Y cuando, a ruegos del inglés, la generala se puso al piano con el ex jefe de departamento y atacaron con maestría la quinta sinfonía de Beethoven, Nejludov experimentó un contento de sí mismo como no lo había sentido desde hacía mucho tiempo, como si hasta entonces no acabara de descubrir qué excelente hombre era. El piano era perfecto, y la ejecución de la sinfonía no le cedía en nada. Por lo menos, Nejludov, quien conocía y amaba aquella sinfonía, lo juzgó así. Al escuchar el admirable andante, sintió un temblor en las aletas de la nariz provocado por su enternecimiento sobre sus propias cualidades. Dio las gracias a la virtuosa por aquel placer que no había saboreado desde hacía tanto tiempo; se levantaba para despedirse, cuando la hija del general se acercó a él con aire resuelto y, toda ruborizada, le dijo: - Me preguntó usted por mis hijos; ¿le gustaría verlos? - Ella cree que todo el mundo se interesa por sus hijos - dijo la madre, sonriendo ante la encantadora falta de tacto de su hija -; eso le tiene sin cuidado al príncipe. - Al contrario, me interesa muchísimo - replicó Nejludov, conmovido por aquel desbordante amor maternal -. ¡Enséñemelos, se lo ruego! - ¡Ella conduce al príncipe para mostrarle sus retoños! - exclamó riendo el general, desde la mesa de juego donde estaba sentado en compañía de su yerno, del propietario de minas de oro y del ayudante de campo -. ¡Pague, pague usted su tributo! Pero la joven, emocionada ya por el juicio que iban a dar sobre sus hijos, precedía a Nejludov con paso rápido, dirigiéndose hacia las habitaciones particulares. En la tercera estancia, alta, tapizada de blanco, alumbrada por una lámpara de mesa con pantalla oscura, estaban colocadas dos camitas; entre ellas se encontraba sentada, con pelerina blanca, la niñera, una siberiana de pómulos salientes. Se levantó y saludó con deferencia. La madre se inclinó encima de la primera cama. - Ésta es Katia - dijo, apartando la colcha de punto que envolvía a una niñita de dos años, de largos cabellos, que dormía apaciblemente con la boquita abierta -. ¿Qué le parece? No tiene más que dos años. - Encantadora. - Y éste se llama Vassili, como su abuelo. Es de un tipo completamente distinto, un verdadero siberiano, ¿verdad? - Sí, un chiquillo espléndido - dijo Nejludov contemplando al niño, que dormía boca abajo. - ¿Verdad que sí? - dijo la madre, con una sonrisa significativa. Nejludov se acordó de pronto de las cadenas, de las cabezas rapadas, los golpes, el desenfreno, el moribundo Kryltsov, Katucha; y le invadió el deseo de una felicidad análoga, tan elegante y que le parecía tan pura. Después de haber, en cierto modo, encantado a la madre con alabanzas repetidas a sus hijos, la siguió al saloncito, donde el inglés lo aguardaba para it con él a la cárcel, como habían convenido. Cuando se hubieron despedido de sus agradables compañeros, viejos y jóvenes, Nejludov y el insular salieron a la escalinata. El tiempo había cambiado. Los copos de nieve caían rápidos y ya habían recubierto las alamedas, los tejados, los árboles del jardín, la escalinata, la capota de los coches y el lomo de los caballos. El inglés tenía su calesa, y Nejludov indicó al cochero de ésta que se dirigiese a la cárcel; luego montó en su coche y, con el sentimiento de quien cumple una penosa obligación, siguió al inglés. XXV

El sombrío edificio de la cárcel, con su centinela y su farol bajo la bóveda de la puerta, producía, a pesar del velo blanco quo ahora lo recubría por completo, una impresión lúgubre. El imponente director bajó hasta la puerta y leyó a la luz del farol el pase entregado a Nejludov y al inglés y manifestó su sorpresa con un movimiento de hombros, pero como se trataba de una orden, invitó a los visitantes a seguirlo. Los condujo primeramente al patio, y luego, por la puerta de la derecha y por una escalera, hasta el despacho. Los invitó a sentarse y les preguntó en qué podía servirlos; ante el deseo expresado por Nejludov de ver inmediatamente a Maslova, la mandó llamar y se preparó a responder a las preguntas que el inglés quería hacerle antes de visitar las celdas. - ¿Cuántos detenidos debe contener esta prisión? - preguntó el inglés por intermedio de Nejludov-. ¿Cuántos presos hay actualmente? ¿Cuántos hombres, mujeres y niños? ¿Cuántos forzados, deportados y parientes que siguen libremente a los condenados? ¿Cuántos enfermos? Nejludov traducía las palabras del inglés y del director sin fijarse en su sentido, turbado como estaba de antemano, con gran sorpresa suya, por la conversación que iba a tener. Cuando, en medio de la frase quo traducía, oyó pasos quo se acercaban y la puerta del despacho quo se abría, aunque eso había ocurrido ya tantas votes y ésta sin duds debía de ser la última, cuando el vigilante entró seguido por Katucha en camisola de presa, la cabeza envuelta en un pañuelo, sintió a su vista un sentimiento penoso y hostil. «¡Quiero vivir!, ¡quiero tener una familia, hijos; quiero una existencia de hombre!» Todo aquello atravesó rápidamente su cerebro mientras, con paso seguro, ella entraba en la estancia. Él se levantó y fue a su encuentro. Ella no dijo nada aún, pero su animado rostro lo impresionó. Aquel rostro irradiaba una decisión entusiasta. Nunca la había visto él asi: ella enrojecta y palidecía; sus dedos enrollaban febrilmente el borde de su camisola mientras sus ojos se levantaban hacia el y se bajaban alternativamente. - ¿Sabe usted que le han concedido la gracia? - le preguntó Nejludov. - Sí, me lo dijo el vigilante. - De forma que, en cuanto se reciba el aviso oficial, podrá usted salir de la cárcel a instalarse donde quiera. Tendremos quo pensar en ello... - No hay nada que pensar. Estaré donde esté Vladimir Ivanovitch - le interrumpió ella con viveza. A pesar de toda su emoción y de toner los ojos alzados hacia Nejludov, había dicho aquello con una voz breve y clara, como si todo lo quo tuviera que decir lo hubiese ya preparado. - ¿De verdad? - preguntó Nejludov. - Sí, porque Vladimir Ivanovitch quiere que yo viva con él... - se detuvo, como espantada, y, reprimiéndose, continuó -: Quiere que esté con él. ¿Qué más puedo pedir? Debo considerar eso como una felicidad. ¿Qué más necesito? «Una de dos: o ella ama a Simonson y no desea en modo alguno aceptar el sacrificio quo yo creía hacerle, o bien continúa queriéndome y, si renuncia a mí, lo hace por mi bien. Quema para siempre sus naves uniendo su destino al de Simonson», pensó Nejludov. Y le dio vergüenza, ruborizándose. - Si usted lo ama... - dijo él. - ¿Amar, no amar? ¡Ya no pienso en eso! Por lo demás, Vladimir Ivanovitch no es un hombre como los otros. - Sí..., desde luego... - balbuceó Nejludov -, es un hombre excelente y, a mi juicio... Ella volvió a interrumpirlo, como si tuviese miedo de oírle pronunciar una palabra de más o que ella misma no pudiese decir todo lo quo tenía que decir.

- Perdóneme, Dmitri Ivanovitch, si no obro conforme a los deseos de usted - le dijo ella, clavándole en los ojos su mirada indirecta y misteriosa -. Sí, es el destino. Usted tiene necesidad de vivir, usted también. Estaba diciéndole precisamente lo quo él mismo acababa de decirse hacía unos momentos. Pero ahora ya no pensaba así; por el contrario, sus sentimientos y sus pensamientos eran completamente distintos. No solamente tenía vergüenza, sino que lamentaba todo lo que perdía con ella. -No me esperaba esto - dijo. - Pero usted, por su parte, ¿para qué seguir aquí y atormentarse? Bastante se ha atormentado ya. -No me he atormentado lo más mínimo. Al contrario, me sentía muy bien y quisiera aún ser de alguna utilid